«Me llaman Alfonso Madrigal, un buen nombre, ¿verdad? Algo es algo, digo, el nombre. Estoy cavilando y mientras uno cavila está vivo. Cada ser vivo tiene la esperanza y las ganas de seguir viviendo, con la sangre revuelta y todo. ¿Quién no tiene la sangre alterada en tiempos como estos?

»Vine a Marruecos a los veintidós años. Hasta entonces mi vida en Zaragoza fue tan ordinaria como la de cualquier otro, pero sufrí un percance y me condenaron a las compañías disciplinarias del regimiento de infantería número 42, que llaman de Ceriñola. Los primeros tres años los pasé sin pena ni gloria. Luego ascendí a cabo y me reenganché, porque no sabía adonde ir estando como estaba solo en el mundo. Uno llega, además, a tomarle gusto a la desgracia y a la miseria. El hombre no quiere dejar de gozar aunque no tenga de qué.

»Había cogido las ideas con Checa, pero cuando lo mataron las perdí. Es natural, supongo».

Yo le dije que no era natural y él miraba mis insignias y no sabía qué pensar. ¡Un alférez!

Del hospital llegaban olores y rumores parecidos a los de los prostíbulos de lujo. Las tocas de alguna monja escandalizaban.

Yo pedí a Alfonso que siguiera hablando y me acomodé para escuchar, haciendo crujir mi sillón de mimbres.

Hablaba Alfonso como borracho. Borracho de palabras. Dijo que pasaba su vida entre el cuartel y el poblado que llaman Cabrerizas Altas, un pequeño barrio de casas de un solo piso, con el techo plano, donde vivía esa clase de gente pobre, resentida y agria, de origen turbio que no despierta compasión por grande que sea su desgracia.

Estaba el poblado, como digo, junto al cuartel y se extendía hacia las rompientes del cabo Tres Forcas, que caían sobre el mar. En aquel lugar las aguas siempre se veían como en marejada, revolviéndose en una hondura donde alentaba la resaca del estrecho. Allí me había asomado muchas veces para ver abajo el fondo maligno de la mar.

Madrigal hablaba de lugares, cosas y personas que yo conocía, aunque se refería a diez años antes.

Como todos los que tienen hambre de conversación, decía banalidades. Pero ¡qué lujo, poder hablar de sí mismo! Ese era el favor que yo le hacía a aquel sujeto. Escuchadle.

¡Qué orgía de mismedades!

«Salía a veces a comprar tabaco. Podía comprarlo en la cantina del cuartel, pero no quería hacer consumo ninguno allí porque el coronel —mala peste— llevaba parte en los beneficios, según me dijeron. Muchos soldados evitaban entrar allí por esa razón. Era la nuestra una precaución bien inocente. El coronel hacía su agosto por otros lados. O al menos eso decían. Luego salió verdad, porque lo sumariaron y lo echaron del Ejército».

Yo sabía quién era aquel coronel. Ramón I me había contado horrores. Lo peor era que otros jefes y oficiales se sentían envilecidos estando a sus órdenes.

Pero Madrigal seguía hablando. Yo recojo ahora aquí, cuidadosamente, sus palabras porque creo que dan una idea aproximada de lo que era la vida en Ceriñola 42 en aquel tiempo. Decía Madrigal:

«Aquel día, al doblar la esquina y entrar en la calle pavimentada con canto rodado vi a la señora Tadea barriendo y peleando con su vecina. Siempre peleaba con alguien la Tadea:

»—A mí no me echa usted la basura, tía puta —decía con una voz delicada de niña pequeña.

»La Tadea habría arremetido quizá contra la vecina, pero en aquel momento llegué y entramos en la tienda, que era pequeña aunque con bastante espacio para una mesa de billar y cuatro o cinco veladores de mármol. Siempre me extrañaba ver aquella taberna tan limpia».

No me importaba la prolijidad de Madrigal hablando. «Valora tanto los pequeños detalles —pensé— porque acaba de salir de un peligro grave, de un peligro mortal».

Y así supe después que había sido.

Pero Alfonso, se apasionaba con sus recuerdos.

«La señora Tadea era pulcra en todo menos en su manera de hablar. Mientras ella pasaba al otro lado del mostrador a buscar el tabaco, yo metía la cabeza en la cortina de bejuco y abalorios que cubría la puerta de la cocina.

»—¿Qué miras ahí, chusquero? —me dijo.

»La tenía tomada conmigo; es decir, con todo el mundo menos con su marido, a quien adoraba.

»—Es que podría ser que Antonia hubiera vuelto a Cabrerizas —le dije.

»—Lo que tú pienses le importa a ella menos que el oreo del abanico del maricón del moro Solimán.

»Como yo nunca discuto con mujeres, le dije: “Me alegro tanto, Tadea”. Y salía con mi pastilla de tabaco de La Rifeña, que abría por un extremo para gozar su fragancia antes de liar el primer cigarrillo».

Naturalmente, las palabras que yo le atribuyo a Alfonso Madrigal no son exactamente las mismas. Pero creo que vale la pena contar todo esto para dar una idea de lo que era Marruecos, entonces. Por eso lo hago con tanta minucia.

Probablemente aparecerá entre estas líneas alguna influencia más o menos concreta y directa del libro Imán, de Sender, que leí y me gustó. También era aquel un relato veraz. Yo trato de recordar lo mejor posible las palabras de Madrigal, que por lo menos y aparte de su veracidad valdrán —espero— por una narración documental no demasiado torpe.

«Dejaba detrás a la vieja hablando consigo misma e insultando todavía a su vecina de al lado. La de enfrente era viuda de un suboficial muerto en el Peñón de la Gomera y no hay nada que decir contra ella, aunque recelo que tenía tratos con un cura rebotado que andaba por los prostíbulos del Polígono vendiendo cocaína.

»Como cada soldado de mi regimiento y como tú, yo llevaba el 42 en el cuello.

»Y cuando un moro vagabundo —todos los moros de Marruecos lo parecen— veía aquel número debía pensar: “Todavía quedan soldados del 42”. Porque habían matado hacía meses a seis o siete mil de nosotros. Nos llamaban ceriñolos y no solían mirarnos de frente cuando nos encontraban en la calle o en los caminos. Cautela. El regimiento había sido exterminado dos veces por ellos y nosotros solíamos andar alerta. ¡A ver! En las operaciones en el campo, si caía un moro herido a nuestro alcance, acaso se hacía con él lo mismo que ellos hacían con nosotros: les cortábamos los testículos, se los poníamos en la boca y les cosíamos los labios con una aguja saquera. Siempre había algún soldado que la llevaba en el macuto para un apuro, con el bramante enhebrado y en lugar de nudo final una travesilla de caña. Algunas veces hacíamos esto después de matarlos, y seguramente por este motivo los moros, dentro o fuera de la ciudad, tenían una opinión más elevada de un soldado del 42 que de otro de Gravelinas o de Africa 59.

»Impresionados, los moros solían decir:

»—Ceriñolos estar como chacales.

»Si los chacales están alguna vez desesperados, es posible. Los de Ceriñola andábamos amarillos, malcarados, repitiendo con desgana de hombres viejos que la vida, la desgracia y la muerte misma no eran más que rutina.

»Era la consigna de Melilla: rutina.

»A fuerza de veteranía, los hombres se hacían rutinas, especialmente los andaluces. En sus bromas se insultaban y nunca oí insultos más puercos. En comparación con otras, cabrón, por ejemplo, era una buena palabra. Nadie se ofendía por eso.

»Ceriñola era mal visto en Melilla entre los españoles. Aunque su nombre aludía a grandezas históricas, allí sólo representaba pobreza, sangre y piojos. En muchas casas de prostitución no nos dejaban entrar a los ceriñolos por eso.

»—Cuando veo a un pistolo del 42 me dan siete gustos —decía alguna pupila irónica.

»Ninguna se quedaba callada al vernos, eso no. Tampoco los soldados de otras unidades. Los del Tercio, gente valiente, se tentaban el cinto antes de vérselas con uno del 42 (Sabían que ese regimiento tenía compañías disciplinarias). Sospechaban que teníamos menos que perder que ellos.

»La población civil de Cabrerizas era casi toda andaluza.

»Los de Almería tenían fama de cegatos, los de Málaga de mala leche, los de Cádiz de afeminados, los de Sevilla de falsos y los de Jaén de matones».

—¿No había aragoneses? —le pregunté yo.

—¡Nooo! Nosotros somos babiecas.

—Yo diría honrados.

—Salvo los hijos de puta, que no faltan.

Reímos, y Madrigal pareció sentir algún dolor en la garganta. Repuesto, continuó:

«A mí me tenían por un ser diferente, aunque ni mejor ni peor. ¡Qué gente! Hablaban todos por alusiones sexuales sucias, pero no bastaba con la suciedad llana, sino que tenía que ser compuesta y refinada. A fuerza de porquería, aquello llegaba a ser inocente cuando uno se acostumbraba. Yo me acostumbré pronto, ni que decir tiene.

»Detrás del cuartel había una explanada de algunos kilómetros que acababa como la proa de un buque entrando en el mar a gran altura. Desde el cuartel al mar habría por aquella parte la distancia de un tiro de fusil y la costa tenía vertientes violentas de roquedo gris y azul. Toda la escoria de España había pasado por el cabo Tres Forcas en las cuatro o cinco generaciones últimas, creo yo. Unos en Ceriñola y otros en el penal de Rostrogordo, que estaba cerca.

»Yo también pasé por allí, como estoy diciendo. Y no por mi gusto. Yo fui allí, después del proceso y la sentencia, como tantos otros».

Tenía la impresión Madrigal de haber sido fusilado y de haber sobrevivido. Porque se dan casos. Eso decía.

Yo digo que estaba un poco loco.

Seguía hablando de aquellos tiempos —diez años antes— como si se refiriera a una era histórica diferente.

«No era fácil la vida en Melilla. El agua de beber había que subirla de la ciudad en barricas como las que usan los marineros y aunque sabía a salitre, ponían al lado de la cuba un soldado con armas para evitar que abusáramos de ella, como si fuera un licor raro.

»Ya digo que cada batallón tenía dos compañías formadas por criminales condenados en la península. Algunos andaban cerca de los cuarenta años y otros eran todavía de menos de veinte. Servir en las compañías disciplinarias era una pena de muerte medio disfrazada. Lo malo era que mientras la muerte llegaba, nos daban muy mal de comer.

»Habla pertenecido yo durante tres años a la segunda compañía del tercer batallón, En España fui procesado por violencia “con efusión de sangre”, pero no tenía yo toda la culpa. La cosa pasó en Zaragoza, donde parece que nunca puede pasar nada malo, no sé por qué. Digo, he corrido tanto mundo y he visto tantas miserias, que cuando me acuerdo de Zaragoza es como si pensara en la gloria celestial, y la calle de Boggiero, donde vivía, me parece mejor que eso que llaman los curas los Campos Elíseos.

»La culpa de mi delito no era mía, ya digo. Era la culpa de mis tíos, con los que vivía. Que son algo parientes tuyos.

»En Cabrerizas no había agua, como digo. A un tiro de honda del cuartel, en dirección de la ciudad, había algunos armazones de hierro en forma de pirámides con rosetones arriba. Dos molinos que debían subir el agua de la ciudad, pero los tubos de plomo que se veían en el suelo entre las rocas no trazan sino aire seco. Algún oficial del cuerpo de Ingenieros había hecho allí su agosto tiempo atrás. En cuanto al coronel de Ceriñola, no tenía interés en que llegara el agua cobrando como cobraba una comisión por cada botella de cerveza vendida dentro del cuartel, o al menos eso decían.

»Para obligarnos a hacer consumo en la cantina del cuartel el coronel prohibía a menudo salir a la tropa. A mí no me importaba, porque iba al tren de combate, desataba un mulo y salía por la puerta que daba al poblado llevándolo del ronzal. Iba con aire aburrido y canturreaba entre dientes una retreta que decía:

La cantinera tiene una hermana

que a puta y fea nadie la gana…

»Pensaban los centinelas que iba yo a alguna parte de servicio.

»No todas las rutinas eran tan inocentes, pero si me veía alguna vez descubierto, me hacía el tonto. Eso siempre gustaba a los superiores, quienes agradecidos por la ocasión de considerarse más listos no castigaban a uno sino con un pequeño arresto.

»Los oficiales ni siquiera se dignaban asomarse al barrio de Cabrerizas, que estaba a la espalda del cuartel.

»Los tenientes de la escala de la reserva tampoco iban allí, aunque no había más distancia entre el cuartel y Cabrerizas que el ancho de la carretera. Se entendía que a aquel barrio de casas bajas con tejados planos, persianas verdes y ventanas con quitasoles de colorines sólo acudían soldados y clases de tropa. Ir allí era como aceptar que uno ya no pensaba llegar a ser nadie en la vida.

»Algunos sargentos consideraban también el nivel social del barrio demasiado vil, y no iban. Esos sargentos solían ser gente ambiciosa y estudiaban cursos por correspondencia para mejorar de condición. Si alguno de ellos iba a Cabrerizas, lo trataban los cantineros con una deferencia especial.

»En cambio, dos o tres suboficiales ya cincuentones acudían a menudo a alguna taberna o sala de billares, bebían su cerveza y jugaban su partida de naipes. Discutirían con los cantineros las posibilidades de ascenso y también las calidades del tabaco de contrabando».

Ya lo sabía yo, aquello. Una pastilla de picadura habana y dos de La Rifeña, de Juan March, daban el mejor tabaco imaginable.

Así pues, todos queríamos a Juan March, quien, por otra parte, había sido amigo de mi padre. Era una especie de bienoliente chacal para nosotros.

«El parroquiano más asiduo era el suboficial Valero, según el cual el tabaco de pipa unas veces había que rociarlo con ron y otras con coñac en una caja de lata.

»De las operaciones militares no se hablaba nunca, a no ser que hubiera muerto en ellas algún cliente.

»Detrás del cuartel, hacia el remate del cabo Tres Forcas, asomándose a un alto rompiente, se podía ver un acorazado embarrancado: el Alfonso XIII. Parecía que el buque podía echar a andar en cualquier momento, pero estaba atrapado por los bajos rocosos y perdido para siempre. Le habían quitado los cañones y por las cubiertas anchas y despejadas pasaban las olas con su cenefa azul. Era aquel barco una vergüenza para la oficialidad de la Armada, pero no toda la culpa era de ellos, porque el rey Alfonso, por el número que hacía, el trece, daba mala suerte. Todo lo que tocaba el rey o llevaba su nombre se malmetía. Daba “mal vagío” como dicen los andaluces, a España entera y España se lo pagaba mirándolo con ojeriza. Era gafe. Un rey gafe no se ve cada día, es verdad. Pobre hombre, en medio de todo.

»En Cabrerizas, al oír su nombre, algunos tocaban hierro o madera. Había otras manías. Un paraguas abierto dentro de la casa, un cuchillo raspando sobre un cristal, un sombrero sobre una cama, el pan puesto “cabeza abajo” eran cosas que a fuerza de atacarte a uno los nervios tomaban alguna clase de maleficio.

»Manías de la pobre gente. Cuando Alfonso subía a bordo de un barco para inaugurarlo, se hundía poco después (el Reina Regente,) con toda la tripulación. Cuando un acorazado llevaba su nombre, embarrancaba al pie del roquedo de Tres Forcas. Un capitán de trasatlántico que recibió al rey a bordo fue arrastrado poco después por una ola y murió ahogado. El cañón de las salvas en su honor reventó una vez.

»Casos hubo también en que la presa de un pantano, al día siguiente de ser inaugurada por el rey, se cuarteó y se derrumbó.

»Y ya se sabe que cuando puso Alfonso la mano en la política militar de 1921 vino la catástrofe de Annual. Daba mala suerte el rey gafe y el que sufría esa suerte era todo el país.

»El coronel robaba, pero era escrupuloso en política y prohibía jugar al ajedrez porque en ese juego se decían a veces expresiones contra el rey y la reina. Lo ladrón no quitaba lo leal.

»Como el rey Alfonso era gafe, para evitar su nombre se referían a él por los apodos. Unos lo llamaban Gutiérrez y otros el Botas.

»Entre el acorazado perdido y los molinos que no subían agua a Cabrerizas Altas había una población semicivil de antiguos criminales redimidos a medias. No eran mala gente. Grandes bebedores de no importa qué si había quien pagara.

»De un modo u otro, todos recurrían al alcohol, porque el agua que subían de Melilla en barriles era salobre y daba cólico».

Ciertamente, aquello de que un elemento tan noble y simple como el agua fuera dañino y nos desguitarriara las tripas hacía sospechosas todas las demás cosas de Marruecos, desierto que toma su nombre de Marraquesh, la vieja capital dromedaria y amurallada con su alcazaba y sus fondales.

«En aquel barrio de Cabrerizas vivían también algunos moros vestidos a la española, aunque con pantalón de tropas mixtas llamadas regulares; es decir, con su enorme bragueta musulmana en las rodillas. Los españoles se consideraban superiores a los árabes. Yo nunca me creí mejor que ellos, ni tampoco el suboficial Valero. No nos creíamos superiores, aunque tampoco inferiores.

»Aquellos alrededores estaban tranquilos, pero un poco más adentro, hacia el zoco, el Had de Benisicar y a una distancia no mayor de diez kilómetros, había “pacos” tirando desde las faldas del Gurugú sobre los caminos. Un poco más adentro, campaban los rifeños.

»El Had quiere decir en árabe y en hebreo el domingo. Ese día había zoco; es decir, mercado en tiempos de paz. En la época de la que estoy hablando no se celebraba zoco alguno. Demasiada sangre en los caminos.

»Ibas detrás de tu mulo con agua o con harina para la tahona y de pronto te colocaban —desde el macizo del Gurugú— una bala entre las costillas.

»Los moramos son traicioneros y valientes, cosa rara, porque el valiente suele dar la cara.

»Aunque en Cabrerizas Altas no había nada que temer, cuando yo bajaba a la plaza después del toque de retreta (escapándome, para lo cual escalaba la muralla) tenía que caminar unos tres kilómetros por campo desierto en una oscuridad peligrosa —si no había luna— y llevaba abierta en la mano la navaja. Cantaba entre dientes y en árabe, para distraerme:

Qu’il beidá

ah, Muley Shiriguá

tibarkani mlej

ah, Muley Shiriguá…

»No es que tuviera miedo, pero en aquellos lugares se daban sorpresas de vez en cuando y no siempre de moros. Entre los soldados de las compañías disciplinarias, por un billete de veinticinco pesetas había quien era capaz de matar a su padre. Y si eran moros del interior, por un arma de fuego o por cinco cartuchos de fusil, que eran joyas preciosas.

»Cuando llegaba a las afueras de la ciudad dejaba de cantar, doblaba la navaja y me la guardaba.

»Andábamos con pupila, aunque a pesar de todo yo sentía más respeto por los árabes que por algunos ladrones nuestros; en serio. Ellos —los moros— defendían lo suyo por lo menos y no robaban a nadie sino tal vez arriesgando la vida, lo que tiene cierto mérito.

»Durante la noche, los chacales lloraban como personas al lado de los vertederos de los campamentos y los moros decían que aquellos animales tenían alma. A mí no me impresionaban. Su manera de aullar me recordaba a los cantadores de flamenco.

»Ay, ay, aaayunn…»

Escuchando a Alfonso Madrigal con su mella silbadora de dos dientes yo pensaba: «Este tío está loco de soledad».

»Los moros despreciaban a España y yo no la despreciaba pero tampoco la quería. Le tenía miedo nada más. Para mí era España la administración civil o militar o religiosa presidida por el rey.

»Poca cosa, desde luego. Se suponía que cada cual robaba lo que podía en Marruecos y aunque no dudo de que entre ellos había alguna persona decente, la mala fama les alcanzaba a todos».

Alfonso tenía razón y para los oficiales y jefes honrados aquel malentendido de los haberes soldadescos del coloniaje y del contubernio con la intendencia debía ser incómodo hasta la desesperación.

«Hay ladrones que comen más alfalfa que los mulos —decía Madrigal.

»Bien mirado, los pobres ladrones frustrados o criminales licenciados del presidio de Cabrerizas Altas eran honestos. Por eso yo simpatizaba con ellos y en sus cantinas bebía con un moro o un cristiano, o un judío si se terciaba.

»Entre aquellos pobres diablos cantineros había tal o cual militar retirado defendido por su propia inocencia y acostumbrado a la pobreza. En aquella atmósfera, la honradez no era necesariamente una cualidad que mereciera respeto y al inocente, si había alguno lo consideraban un badanas.

»En el cuartel, la comida no la querían ni los perros, porque cuando los soldados vaciaban contra el muro sus platos llenos de una pasta violácea de sardinas y agua con manojos de espinas flotantes, los perros se acercaban a oler indecisos y no se arriesgaban a probar aquel condumio. Otras veces nos daban garbanzos agusanados flotando en agua sucia. Entonces comíamos el pan, que al fin era harina de trigo y con esa podíamos seguir en pie. Algunos soldados pensaban que aquello era todo lo que podía hacer España por ellos y se resignaban. Rutina. También yo lo creía al principio y es que nosotros mismos —digo, los criminales— éramos gente de buena fe natural, la mayor parte, al menos.

»—Un día más —decía alguno abriendo las ropas del camastro en la noche, para acostarse— y un día menos.

»Tener una madre pobre —España— que no puede dar de comer a sus hijos era una desgracia y no una vergüenza. Eso creíamos al principio.

»—¡Pero ya, ya!

»El garbeo andaba por todo lo alto.

»La verdad es que sólo deja de robar en la vida el que carece de ocasión. Yo no la había tenido aún, la ocasión, y tal vez no la tendría nunca. Eso me deprimía un poco.

»Llevaba cuatro años en el cuartel —por haberme reenganchado me llamaban chusquero, es decir aficionado al pan de munición— y me hice un poco filósofo. Pensaba: “La vida hay que ir pasándola sin hacer ruido cuando uno no es bastante valiente para darse un tiro debajo de la barba”. Yo no tenía miedo a la muerte, pero era joven y la fuente de la esperanza no se había secado aún. Además, hay tiempos en que se acostumbra uno a la miseria igual que al bienestar y a veces basta se goza de ella, como he dicho antes. Ese era mi caso.

»Cada semana me daban diez reales y medio, lo que me permitía comprar tabaco y tomar de tarde en tarde una cerveza. Alguna vez jugué a las cartas con suerte y hubo ocasión en que hice, con naipes marcados, hasta quince duros. Pero era muy raro. Los soldados pertenecían a familias pobres que no les mandaban dinero.

»Había por allí un mendiguillo de cinco o seis años que vestía una vieja chaqueta militar cuyos faldones le arrastraban (con las mangas cortadas por el codo). Si le preguntaban lo que quería ser en la vida, solía decir:

»—Capitán general con mando en plaza.

»—¿Y qué harás cuando seas capitán general?

»—Me compraré un panecillo.

»Al chico lo llamaban de muchas maneras: Furriel, Rutina, Peneque. Yo no le tenía simpatía y deseaba que se muriera porque la vida debía de ser para él una pejiguera constante. Pero el miserable andaba buscando alimento y tratando de vivir como cada cual. Debajo del chaquetón iba desnudo del todo.

»Iba también descalzo. Un día me dijo que su padre era un perro vagabundo que andaba por el Polígono.

»Yo estaba por creerlo. Así como hay perros que parecen hijos de personas que deben haber nacido de una coyunda de perros vagabundos.

»A mí me gustaba andar por Cabrerizas, oír el viento en las canaleras inseguras y ver cómo, a veces, me llamaban desde la puerta de alguna cantina:

»—¡Eh, Madrigal!, ¿quieres echar una partida?

»Mis amigos eran de Jaén, la tierra del ronquío. Verdaderos maulas saltatumbas, pero entonces estaban destacados en el interior. A veces la gente me preguntaba cómo me las componía para no salir al campo. En el campo había piojos como en Cabrerizas, pero además había balas. A mí no me gustaban las balas y no salía al campo. Bastantes años había pasado yo entre Monte Arruit y Annual.

»Había gente rara en Cabrerizas. Recuerdo una vieja que se dedicaba a reacomodar las ropas militares y enseñaba el oficio a un sobrino cojo. Tenían en el pequeño taller donde trabajaban una especie de capilla con un santo de madera y velas y flores. Cada vez que el sobrino cojo blasfemaba, la vieja le daba un golpe en la cabeza con una caña que tenía al lado. Así se ganaban el cielo los dos, según decía ella muy segura.

»Los sábados rezaban el rosario en voz alta y el chalequero cojo, mala leche, blasfemaba para sí o en voz baja, con objeto de evitar el cañazo.

»Conocía yo a un maestro armero que remendaba cerraduras, relojes y máquinas de escribir. Tenía una hija prostituta y un hijo sacristán de monjas, en Tarifa. Pequeños oficios. Enfrente de él vivía una mujer que hacía abortos y un poco más abajo un curandero y ensalmador que era hijo de moro y española y que tenía, según decían, dinero escondido.

»Los demás eran gente pintoresca, también. Un excorneta que había envenenado a su mujer sin conseguir deshacerse de ella, el capellán que colgó los hábitos y vendía cocaína en los prostíbulos del Polígono y también un chico de costumbres equívocas que se llamaba Pardo y a quien decían Pardela y que ayudaba al cura en su comercio…

»Este cura a veces se emborrachaba en el prostíbulo, pero, a pesar de ello, las prostitutas se arrodillaban a su alrededor de buena fe. Porque decían que rebotado y todo el cura seguía siendo un cura».

En definitiva —pensaba yo oyendo a Alfonso Madrigal—, la borrachera religiosa venía de los antiguos ritos órficos en los cuales el estado de embriaguez se consideraba propicio para la relación con la divinidad.

Pero los recuerdos de Alfonso eran ocasionalmente abyectos.

«Había una mujer viuda del comandante de las islas Chafarinas de aire mantecoso y doble papada que convocaba a los espíritus haciendo uso de un velador y representaba la aristocracia del barrio. Tenía un gramófono gangoso que siempre cantaba la misma canción:

Y ven y, ven y ven

vente chiquilla conmigo…

»Aquella mujer, que tenía el trasero —no sé por qué razón— más alto que lo ordinario, me llamaba a veces y hablábamos a la manera soldadesca:

»—Tú, Madrigal, sabes navegar —me decía.

»—Pche.

»—Qiquelas tú un rato.

»—Veteranía.

»—¿A quién te cargaste en España?

»—Menda no es de esos, señora. No me da por ahí.

»—¿Qué vas a decir tú? Pero estuviste en la disciplinaria.

»—Cumplí. La prueba de que cumplí es que me ascendieron y ahora tengo un destino en Mayoría.

»—¿A quién le diste mulé en España? ¿No tienes redaños para confesarlo?

»Eso es lo que a ella le gustaba: que hubiera enfriado a alguno en Zaragoza.

»—Ya le digo que a nadie. Se me subió la sangre a la cabeza un día y le enseñé el cuchillo a mi tío. Eso fue todo. Un empalme y un presente.

»—Ya se lo meterías en las costillas, Madrigal, que por un presente no le ponen a uno el 42 en el cuello. Anda, deja el disimulo y dímelo a mí, que me gusta la gente echada palante.

»Aquella mujer tenía debilidad por los asesinos y cuando veía que algún hombre que le gustaba no había matado a nadie se decepcionaba.

»—Los chupatintas —decía— a mí no me hacen tilín. Prefiero un indultado de la horca.

»—Lo siento, señora comandanta, de veras.

»—Sin chufla, pistolo.

»—La lengua de la gachí no falta nunca. Puede insultar y no falta.

»—Pistolo, digo.

»—No falta nunca, la gachí.

»—Un sumariado de los gordos, prefiero yo, pistolo. Pero tú no debías estar en Ceriñola sino en Wad Ras.

»—Eso, según y conforme, leche. Y sin faltar, señora. Yo no soy de los de Wad Ras.

»Había una canción para los de la primera compañía del primer batallón de Wad Ras que se hacía rimar con “detrás”, pero yo no me ofendo con bromas de mujer y si a la excomandante le gustaban los criminales de sangre, allá cada cual. Yo me hacía el enfadado con ella por las meras apariencias. La hembra jugaba su papel y yo el mío. Así, los dos quedábamos satisfechos. Si yo te hubiera dicho que había asesinado a mi padre, me habría llevado a su cama, pero yo no he asesinado a nadie».

Escuchando a Madrigal yo me sentía a mí mismo en una situación pintoresca. Lo que decía era excepcional y vulgar a un tiempo. De los corredores del hospital llegaba un olor de algodón fenicado y aquel tío que tenía las apariencias de un criminal era pariente mío.

Fuera, una monja presentaba a dos personas y se oía una voz:

Madame

Y otra amariconada repitiendo:

Enchanté, enchanté.

Pero sigamos oyendo a Madrigal:

«Vivía aquella mujer del culo peraltado cerca de la cantina de la Tadea y sabía quién entraba y salía. El viento sacudía en su puerta una cortina de saco a pesar de la cenefa de casquillos de fusil vacíos que tenía abajo cosidos como contrapeso. Al atardecer se oía dentro de aquella casa el gramófono con un disco rajado y la hembra se asomaba con su trasero demasiado alto, como si llevara sostenes en aquel lugar.

»Era yo escribiente en la oficina de transeúntes y en ese destino conocí al suboficial Valero. Nos llevábamos bien, a pesar de la diferencia de edad y de categoría. El suboficial era cincuentón, soltero, con algo de fraile que no cree en Dios. Tenía la manía de los naipes. Cuando no había con quien jugar se ponía a hacer solitarios en la cantina. Algunos días no parecía fraile, sino más bien un cómico retirado que ha hecho en su juventud papeles de galán y se cree injustamente postergado».

Oyendo a Madrigal yo pensaba: «Si le escribo todas estas cosas a mi abuela no entenderá nada y creerá que la extranjería me ha sorbido el seso. Lo que en las aldeas es creencia fácil».

Yo escuchaba a Madrigal con interés. Ya digo que no apuntaba sus palabras, pero mi memoria selectiva es buena y recuerda lo que se debe recordar. Por eso puedo escribir ahora estas páginas.

«En la mili se aburre uno y muchos días me tumbaba en el camastro con una novela de quince céntimos, grasienta, a la que le faltaban siempre las últimas hojas. El caso es que en medio de aquel cuadro de miseria estaba encandilado por una hembra. Hambriento o harto, el hombre es hombre, sobre todo en la juventud. Ella se llamaba Antonia y vivía en la cantina con Tadea y su marido, Crisanto; pero a menudo la niña desaparecía y nadie sabía dónde estaba ni cuándo volvería, y yo me quedaba despistado y mordiendo las tablas de mi camastro.

»Aquellas ausencias me traían loco. Bebía los vientos por Antonia y todos lo sabían —ella también—, pero la verdad era que no se lo había dicho nunca. Mucha gachí aquella para un triste cabo del 42. Un día le canté por lo bajini:

Yo no sé por qué motivo

vuelves la cara a otra parte

cada vez que yo te miro.

»Y desde entonces ella no volvía la cara cuando me encontraba. Eso quería decir que tenía algún respeto por mis sentimientos. Tan loco estaba yo por ella que más de una noche me la pasé calculando cómo entrar en su casa y matar si era preciso a la Tadea y a su marido y violarla a ella; pero luego me avergonzaba de aquellas malas ideas. Lo que pasa.

»Una vez que la encontré sola en el camino de Melilla le dije:

»—¿Me permite que la acompañe, Antonia?

»—El camino es de todos, Madrigal —dijo ella amistosa, pero muy seria—, y yo no tengo nada contra usted.

»Anduvimos juntos más de un kilómetro hasta llegar a Cabrerizas y bajo el rumor de huesos removidos de los molinos que no subían el agua me dediqué a hacer el canelo diciéndole que en España era oficial metalúrgico, pero que si me quedaba en el Ejército un día serla sargento, tal vez maestro armero, tal vez oficial, quién sabe. Quería hacer el pavo real y no tenía con qué.

»Nada hay tan lastimoso como un hombre enamorado. Yo, que no le hago ascos a ningún mal paso en este mundo, me conducía allí como un doctrino cordero lechal; es decir, un lilaila. Esas son cosas del querer, no lo niego. Aquel día no me atreví a hablarte del amor y después me acordaba de la ocasión perdida y sentía una rabia secreta. Pero no es fácil hablar de amor cuando se quiere tanto como yo quería a Antonia».

Oyendo aquello yo recordaba a Valentina. A mi novia morenita y esbelta, con luz debajo de su piel dorada por el sol amistoso de las vacaciones.

Cuando alguien se mostraba de veras enamorado yo imaginaba a su meritoria novia con alguno de los atractivos físicos o morales de Valentina, aunque siempre inferior a ella, claro; incomparablemente inferior.

Madrigal, a su manera, estaba tan enamorado como yo, aunque —yo diría— más a ras de tierra. Y seguía hablando.

«Era ella delgada, mimbreña, de color de trigo, pero con los ojos azules, y por vivir con Tadea y su coime al principio yo creía que era su hija y malagueña como ellos. Tenía aquel matrimonio la costumbre de enjalbegar la vivienda dos veces al año y a aquella tarea la llamaban “el calijo”. Yo iba y les ayudaba como pretexto para acercarme a Antonia, pero la última vez la muchacha no estaba en Cabrerizas.

»El marido —digámoslo así— de Tadea era Crisanto, un mastuerzo como suelen ser los que han salido de presidio con la voluntad rota. (Si es que Crisanto tuvo alguna vez voluntad).

»La mujer del cantinero era, en cambio, enérgica y andaba siempre protestando. Lo que más la enfadaba era que alguien anunciara una boda en el poblado. ¿Casarse? Todos parecían casados en Cabrerizas, pero en realidad ninguno lo estaba. El que alguno hablara de casarse le parecía a la Tadea un insulto. “¿Se han figurado que son mejores que nosotros?”, decía fuera de sí.

»Nadie en Cabrerizas esperaba nada de la vida, realmente. Yo creo que, bien mirado, esa situación puede tener un lado cómodo y yo gozaba de ella a mi manera, digo, cuando a fuerza de imaginación me hacía la idea de que Antonia se había casado con otro. Entonces, era como si el sol se fuera apagando.

»El mendiguito al que algunos llamaban Furriel andaba descalzo y con su chaquetón de paño de Béjar. Solía merodear por allí; pero no le dejaban entrar en ninguna parte. A veces, para hacerse el gracioso, el chico se asomaba a una puerta y hacía el gesto de sacarse un piojo del sobaco y arrojarlo al interior. Luego escapaba riendo. Malasombra de zagal.

»Iba Valero afeitado siempre, con la piel un poco escocida de la navaja. No solía alzar la voz para hablar. Nada ni nadie le importaba, sino su aspirina, su cerveza y su partida de naipes. Me miraba con amistad y a veces me gastaba bromas con mi nombre: Madrigal (nombre de amores y martelos), lira redicho, mi poco leído y superior a la gente de Cabrerizas, lo que no es mucho decir. Se hablaba de que Valero venía de una familia distinguida y querían decir con eso de una familia sin antecedentes penales. Tenía sus opiniones sobre las cosas; digo, su filosofía.

»—La humanidad —solía decir cuando se presentaba el caso— es un cerdo que engorda.

»Yo pensaba: “¿Quién se lo come, ese cerdo? ¿El diablo?”. Valero tampoco lo sabía.

»Al salir un día a la calle después de haber estado en la cantina jugando a las cartas le dije al suboficial, tratando de averiguar lo que tanto me importaba:

»—La bija no estaba hoy en la cantina ni en Cabrerizas. Digo, Antonia.

»—Antonia no es hija de ese matrimonio.

»—¿Pues qué hace viviendo con ellos?

»—No hace más que eso: vivir.

»—Es guapa, la niña.

»Valero se detuvo, me miró en silencio, suspiró, puso los ojos en blanco y respondió lentamente:

»—Guapa es la niña como la estrella de los reyes magos. He nacido veinticinco años tarde y no me preguntes más, Madrigal porque me molesta tener que repetir siempre lo mismo y no podría decir otra cosa. Antonia es Antonia y yo soy yo. Y al que Dios se la dé, Muley Ab-el-Selam se la bengida. Eso es.

»—Entonces usted… —dije yo con recelo— ¿anda poniéndole los puntos?

»—Entonces, nada. El mundo es feo como el trasero de una mona y yo soy demasiado chivani para ella, aunque ella no sea densasiado joven para mí y yo me entiendo. Estar en casa de Crisanto es estar cerca de una de las pocas cosas hermosas que quedan en este valle de lágrimas. El amor es el amor y es malo acercarse a la vejez y volver a caer en la pasión de la hembra. La casa de Tadea está embrujada. El amor embruja a las casas. ¿No te habías dado cuenta? El amor mío embruja las paredes de esa cantina».

Esta expresión de Madrigal me gustó. No hay duda de que el amor hace más inteligentes a las personas. En cierto modo, un enamorado como yo con Valentina era un hombre que había entrado en relación con la causa primera y universal. Algo así podría sucederle también a Madrigal, quien seguía con su historia. El amor de Valero embrujaba la cantina.

»—Y el mío —dijo Madrigal.

»—El tuyo no embruja na.

»—Hombre…

»—Na de na.

»—Usted, es un suponer…

»—De na, te digo. Cuando oigo el ruidito de las tiras de bejuco y cristal que cubren la puerta de la cocina se me alegra el alma porque detrás suele aparecer ella.

»—Pero eso y nada es lo mismo. ¿Qué dices? —preguntó de pronto creyendo que yo había dicho algo entre dientes—. ¿Qué dices tú, mameluco?

»—Nada, suboficial.

»—Algo estás pensando.

»—Poca casa. Pienso que se ha levantado usted faltón esta mañana.

»—Tú decías que soy chivani. Cabrona idea esa, Madrigal.

»—Lo ha dicho usted y no yo. Si es viejo, usted lo sabrá, pero no lo muestra. El pelo gris y el tozuelo pelado como un buitre.

»—Eso nada quiere decir, porque hay quien está pelado y calvo a los treinta.

»—Yantes.

»—Menda el escarolero es viejo para ella. ¿Qué dices, beduino?

»—Allá usted, dicho sea sin faltar. Y Antonia no está siempre en Cabrerizas. ¿Adónde va cuando se marcha de Cabrerizas?

»—A alguna parte.

»—Me lo figuro, suboficial.

»—Tú no te figuras nada, mostrenco. Y no me llames chivani, que no lo soy.

»—Usted se lo dice todo, pero de lo que a mí me conviene oír, de eso ni pío. ¿No tiene confianza conmigo, rediós?

»—Menda tiene derecho a saber un poco más que tú y en eso tienes razón.

»—Pero se lo calla.

»—Menda ha viajado y devengado haberes.

»—A la vista salta.

»—La niña es la niña y tú eres tú.

»—Cada cual es cada cual y me callo. ¿No ve usted que me callo?

»—Tú no eres nadie. Más vale que te calles porque no eres nadie.

»—Y bien que lo siento. No seré nadie hasta que sea alguien, como cada cual, y entretanto, Dios me ampare. Bien lo siento.

»—En cambio yo estoy en el sexto lugar de la escalilla de ascenso y cualquier día seré alférez. Mañana, pasado. Es verdad que tan soltero como tú soy yo. Libre como el pájaro en el aire, aunque tú creas que soy chivani. No lo dices, pero lo piensas y pierdes el tiempo, porque yo no voy aponerle los puntos a la niña. ¿Oyes? Yo no me casaría con ella aunque ella me aceptara. No valgo yo para casado porque emputezco demasiado a la hembra y luego de vivir conmigo más de tres meses cualquier mujer es una tirada para el resto de su existencia. Las emputezco demasiado y en eso he salido a mi abuelo materno. La niña es sagrada para mí y debe serlo para ti. Todavía yo voy a ascender cualquier día y podría ofrecerle una posición. Digo, en la sociedad.

»—Sobre eso… —recelaba yo—. Pero lo uno no quita para lo otro.

»—Antonia es mujer y soltera. Y es un suponer…

»—Tú no tienes na que suponer. Ya he dicho que yo no quiero emputecería.

»—Hombre, el pensar no compromete. Ni el decir.

»—Aunque digas algo es como si no dijeras nada. Es como si lo dijera el piojito Furriel.

»Era un abusón el suboficial, algunos días. Si no fuera por el uniforme no habría yo aguantado la segunda palabra, pero en la mili uno se acochina delante de los galones. Era ya de noche. Encendió Valero un cigarrillo, apagó la cerilla sacudiendo la mano y echó a andar solo. El suboficial no decía “cerilla” sino “cerillo”, costumbre andaluza. “Este hombre —pensaba yo— conoce a la familia de los cantineros desde la península, desde Málaga”. Y esperaba que un día dijera todo lo que sabía de ellos, y sobre todo de Antonia.

»El suboficial tenía razón al decir que Antonia no era hija de Crisanto. Yo me alegré cuando lo supe, porque cualquier irregularidad en la vida de la chica, por ejemplo no conocer a su padre o vivir con gente que no era la suya, parecía acercarla a mí, que no valgo gran cosa, digo, en la escala social. (Fuera de ella valgo lo que otro y si me apuran más que otro y lo he demostrado. En Zaragoza y aquí lo he demostrado)».

Seguía hablando Madrigal y yo oía voces otra vez en los pasillos —la puerta abierta—. Alguien decía en un estilo antiguo: «Ecoute couillon, mignon, le diable t’emporte. Je neferais bonne cliére de deux, non, de quatrejours». Oyendo aquello, yo pensaba: «Debe ser un cura provenzal. Un aumonier».

Pero a lo que estamos, tuerta, que diría mi amigo el Bronco:

«Crisanto, el cantinero, debía haber nacido para chupatintas, con su pelo distribuido por la calva y los manguitos que se ponía en el bar para que no le salpicara el vino y que parecían manguitos de oficina.

»No se remangaba los brazos porque llevaba tatuajes del presidio de Ceuta. Por ellos, cualquier habitante de Cabrerizas habría podido deducir la época en que estuvo y hasta la brigada penal en la que formó parte. Los de la brigada veterana de principios de siglo —reos de muerte indultados— se tatuaban poniendo encima de la mujer desnuda (es decir, sobre su cabeza) un murciélago. Los de la brigada reciente ponían un avión. La influencia del progreso, digo yo.

»No podíamos imaginar los que conocíamos a Crisanto qué crimen había podido cometer un hombre tan apacible. Hacía faenas de mujer, como fregar los suelos y barrer el portal, y canturreaba a veces con el ritmo de la escoba y con los giros maricas y aflamencados.

… er seniso.

me traho aqueya muher er seniso.

»Suponía yo por esa copla que su crimen había sido pasional y me reía para mí. ¡Crisanto enamorado! ¡Oh, el mequetrefe que había querido ser como los otros!

»—¿No ha vuelto Antonia? —pregunté un día a la Tadea en la calle.

»Ella me miró de pies a cabeza y se quedó callada como si pensara: ¿Ya ti qué te va en eso?

»Sabía el suboficial dónde estaba la niña, pero tampoco quería hablar. Parecía hombre blando, Valero, pero tenía sus gatitos en la barriga y su trastienda. Los de Málaga son así, según dicen, y no hay que fiarse de ellos. Yo no me fiaba, pero al final de poco me valió el estar alerta. De nada me valió. Luego diré por qué».

Escuchando a aquel individuo yo tenía impresiones incongruentes. Por ejemplo, la de que lo habían fusilado y había sobrevivido. Se dan casos. Lo mismo pensaba él.

Yo me sentía un poco aburrido y hacía crujir debajo de mí los mimbres del sillón, pensando en mi dulce Valentina.

Entretanto, Alfonso seguía:

«Un día llegué a la cantina y vi a Valero mezclando tabaco de pipa. Me senté frente a él. En la puerta, sin atreverse a entrar, estaba el niño Furriel y tenía la cara casi cubierta de moscas. Para hacerse presente y que le dieran algo imitaba los toques de corneta con las letras que les habían puesto los soldados, sobre todo el toque de fagina —rancho— que decía:

Sin comer sin beber

no se puede trabajar…

»Yo le di cinco céntimos. No podía darle más aunque quisiera. Luego volví a mi silla y encendiéndole el cigarrillo a Valero repetí la pregunta que había hecho otras veces en aquellos días:

»—¿Ha vuelto la niña? ¿No? ¿Por qué no vuelve la niña?

»Valero se olía los dedos húmedos de coñac, con delicia, y recitaba en broma:

¿Dónde estás, prenda querida,

que no te duele mi mal?

»Fumaba y hacía anillos de humo en el aire. Luego me preguntó:

»—¿Es que yo soy su marido o su padre para estar informado de su vida privada?

»Se frotaba los ojos lenta y delicadamente por debajo de las galas y añadía:

»—Aunque así fuera. Hay cosas que se saben y que se olvidan. En la vida lo que vale es la discreción. Y tú debías hacerte un nudo en la muy.

»Me quedaba intrigado, aunque no creía que la niña pudiera andar en malos pasos.

»No había malos pasos para ella, en el mundo.

»—Si usted lo sabe y yo no —dije vacilando—, eso quiere decir algo.

»—No quiere decir na. En estas materias hay que tener miramiento y no preguntar. Tú te dejas ir y eres un voceras boquerón.

»—Sin faltar, suboficial.

»Podía ser ofensivo Valero con el gesto y hasta con el silencio. Se ponía a barajar las cartas buscando un buen corte y no decía nada. Jugamos una cerveza con helado de limón, que gané yo. Bebimos y después salimos juntos de la cantina. Los dos pensábamos en lo mismo; digo, en la niña.

»Parecía Valero distraído; pero se detuvo un momento a mirarme de frente:

»—¿Quién eres tú para querer saber dónde está Antonia?

»—El buen querer es libre y no hay malicia en eso, suboficial.

»—Fantasías, Madrigal.

»Se tocó el occipucio con un dedo y añadió:

»—Los beniurriagueles la llevan aquí. Digo, la fantasía.

»Entre los moros llamaban así a un manojo de pelos que algunos se dejaban en el cráneo afeitado.

»—Y los regulares, en el fez —le dije yo, en broma—. Pero he nacido como los demás; es decir, en cueros y lo mismo que me puse el uniforme me lo puedo quitar. Otros lo han hecho y ahora se ven fajados en billetaje.

»—¿Y a qué te vas a dedicar tú?

»—El comercio no requiere galones.

»—No seas caloyo. Para el comercio hace falta capital.

»—Se saca de donde esté, aunque sea arrancando piedras con los dientes. Se garbea donde lo haya, el dinero, si es preciso. Lo que haga otro manús lo hago yo debajo de la capa del cielo.

»—¿Tú? Tururú. Eres pobre de solemnidad. Un penitenciado que ascendió a cabo por amor al chusco.

»—Un hombre como otro.

»—Sin numerario.

»—Se gana con los brazos.

»—Con los brazos sólo se gana el pan y el ataúd.

»—Se garbea —repetí—. Donde lo haya.

»—Se garbea donde lo haya. Diciendo eso has dicho más de lo que tú piensas. Donde no lo hay es bastante difícil garbearlo. Pero ¿es que tú serías capaz? Lo pregunto porque quiero saber si hay alguien entre la gente que conozco que se atreva de veras. Toda la vida me la pasé buscando a un tío capaz de eso. Un buen golpe. No por nada, pero quería saber si había gente de esa en el mundo. Sólo conocí blancos nuevones. ¿Es que tú serías capaz de garbearlo donde lo haya?

»—Depende —dije yo—. Depende del aquel. De donde están los velleriles y de la ocasión. El rejo no falta.

»Esta respuesta le pareció a Valero más galana y firme que si yo hubiera dicho que sí y volvió a cavilar en voz baja:

»—De la ocasión, desde luego. Y es fácil que la ocasión no falte si uno sabe buscarla, eso es. Las cosas se hacen por algo. Por la hembra, supongamos. La cama nos tira. Yo no me casé ni tuve una amante que valiera la pena. Confieso una vez más que las emputezco demasiado. Y ahora, solterón y viejo, voy a la cantina de Crisanto cada día y espero que Antonia se acerque y me sonría. Poco es la sonrisa y mucho es, según como se mire. Supongo que te has dado cuenta de que todos los días estoy allí como un clavo y ella me espera. ¿Oyes? Ella me espera y no digo más, pero cuando me ve llegar me sonríe.

»—¿Dónde está la niña?

»—Donde cantan los chacales. Es decir, donde aúllan los chacales: Uuuuuuh…

»Imitaba a los chacales con una completa falta de seriedad. Aquello no iba bien con su pelo ni con sus galones, creo yo.

»—Las almas en pena —dije, por decir.

»—Aquí no hay más alma en pena que la tuya, Madrigal, y eso no es decente, porque tú no mereces el corazón de la mocita. Ella podría venir en el anca del caballo de un moro, de un cristiano o de un budista chino. Y tú no tienes derecho a los celos, voceras. No, no me mires así. Te engañas, cabo. Yo soy viejo para ella y una vez más digo que…

»—Que las emputece, ya lo ha dicho.

»—Eso es. En las primeras semanas. Es verdad que en la vida no tengo muchos placeres, pero otros tienen menos. Cada día llego a las cinco de la tarde, entro y saludo a la manera mehallí: salud y pesetas a los hijos de puta. A Crisanto le gusta ese saludo, porque es persona bien nacida. Algunos hijos de puta auténticos hay en Cabrerizas y a esos no sería posible saludarlos de esa manera porque se ofenderían. Si Crisanto fuera hijo de puta, yo tendría que llamarlo señor Crisanto y saludarlo respetuosamente. Es, por ejemplo, mi caso. Yo soy inclusero y no me desdoro por decirlo, aunque si me lo dijera otro, tendría que romperle el hocico. Con los militares en activo el honor es más quebradizo que con los civiles.

»—Hombre, eso… —dije yo extrañado pensando que Valero llevaba una copa de más y se había ido de la lengua.

»—Eso es la fija y viene a cuento de Antonia. El sentir celos de ella es tomarse atribuciones sin motivo y con una ligereza que podríamos llamar colonial. Aquí, todo nos sale por una friolera. Nadie frena sus inclinaciones. Marruecos no es España, es verdad. Pero la niña no es basura y los chacales pueden aullarle a la luna, que no la catarán. Digo, los chacales de las compañías disciplinarias. Para pensar en ella hay que ponerse en España y considerarla en su puesto de hija de familia. Con manteles blancos y cubiertos de plata. Y tener por lo menos una estrella en la manga. Yo, cuando está ella cerca, me siento más a gusto dentro de la piel. Yo, cabito pipí. Y tú sabes lo que pasa. Voy a la cantina y Crisanto, licenciado de presidio, me da la baraja, la caja de fichas y el tapete verde. Me acomodo y me pongo a barajar. Date cuenta de que yo no he dicho nada de Antonia. Nunca pregunto. Entrar cada día preguntando por ella sería mal visto a mis años. Como digo, llego, me siento, me pongo a barajar y espero. No tengo que esperar mucho. Toso dos veces y a la segunda, la cortina de cuentas de vidrio se abre y viene Antonia con la botella y el vaso. Entonces es cuando yo le digo con aire distraído: “Hola, milagrito del Señor”. Ella responde: “Hola, señor Valero”. Como un ángel de la guarda del Dios vivo. Yo podría ser su padre y hay que saberse refrenar en las palabras y no decir más que aquello que a uno le es permitido. Eso se llama idiosincrasia.

»Yo callaba —no quería hacerme mala sangre— y caminábamos en la noche. Valero se ponía especialmente hablador cuando nos deteníamos en una esquina de aquel callejón que daba al mar. En aquella esquina donde la luna se mostraba a veces verde, Valero no daba abasto con las ideas y las palabras».

Yo, Pepe Garcés, recuerdo bien aquella esquina. El mar fluido parecía hacer crecer una luna de hojalata verde en los bordes. Otros días parecía la luna de plomo. Toda la miseria del mundo se asomaba allí y no era desagradable. A veces, en aquella esquina yo envidiaba al piojito Furriel. La miseria y la abyección tenían un doble fondo gustoso.

Enchanté —decía alguien en el pasillo del hospital.

Y Alfonso seguía hablando, incorporado en la cama:

«Al lado vivía la viuda de Chafarinas. Habría sido buen partido para Valero aquella hembra del culo peraltado. Y Valero alzaba la voz queriendo hacerse oír de ella y hablando con ese placer con que las gentes importantes hablan de sí mismas a sus inferiores:

»—Debo confesar que yo no he sido honrado del todo hasta lo presente. Sé algo y callo lo que callo. Aunque baya hecho alguna cosa al margen de la ley se me puede disculpar, porque los incluseros no tenemos salidas en la vida, aparte de esta del Ejército y la Iglesia y también, si a mano viene, el ruedo; es decir, el toreo. Pero yo no tenía facultades para el toreo ni para la Iglesia. Sólo las tengo para la milicia, y eso lo he demostrado en el campo y en la plaza. Entretanto, por una razón u otra, aquí me tienes. Cada día voy a la cantina y allí acude Antonia con la cerveza y el vaso.

»—Cuando tose usted la segunda vez, ¿eh?

»Se quedó mirando el suboficial un poco escamado, y cuando se dio cuenta de que le hablaba sin guasa respondió:

»—Eso es, y a veces me sonríe aunque tú no lo creas. Yo la quiero y ella me corresponde como una hija. A lo mejor lo has visto ya, pero los achares te hacen decir blanco por negro. Achares sin motivo, porque yo no me hago ilusiones. Ya digo que no me casaría nunca con un ángel como Antonia, porque me conozco y sabría renunciar antes que… digamos pervertirla. Y entretanto, me quiere como una hija. Una hija sagrada.

»Suspiró y recitó cutre dientes:

Aunque no quiera Undivé

las cosas que ella se calla

son cosas que yo me sé.

»Bajo la noche marinera pensaba yo que un día conseguiría la amistad de aquella hermosa criatura y tal vez —quién sabe— algo más. Confieso que me encandilaba y me hacía ilusiones. Aquella noche las cosas parecían más fáciles y no podía resistir las ganas de burlarme de Valero.

»—¿Así es que ella acude cada día con la botella y el vaso? ¿A qué hora volverá esta noche?

»Otra vez el suboficial se puso a recitar:

Volverán las oscuras golondrinas…

»Echó a andar añadiendo: “Vuelve al cuartel si no quieres que te arresten”. Se alejaba a pasos lentos y me figuro que iba pensando: “Madrigal se atreve a insinuarse con guasitas porque le he dicho que soy un inclusero”. Se arrepentía de aquella confidencia, supongo, con la brisa de la mar en la frente y un poco de alcohol en las venas y sentía ganas de vengarse, el tío Cabra. Debía pensar: “Madrigal está fuera del cuartel después del toque de retreta y seguramente no tiene permiso. Otras noches sale sin permiso también, otras muchas noches”. Llevaba en el estómago la vergüenza de haberse confesado hijo de puta y quería hacérmelo pagar a mí. Avisó aquella noche a la guardia para que me arrestaran cuando volviera y el sargento de cuarto dio orden a los centinelas. (Yo lo supe más tarde).

»Pero no me chupo el dedo y no entré por ninguna puerta, sino que salté la muralla por el lejano rincón de las cocinas. Así, pues, no me arrestaron.

»Cuando lo supo el suboficial, es seguro que sintió reconcomio; pero al día siguiente se le había olvidado. Mala sangre tiene Valero, pero le dura poco.

»A veces soplaba sobre Cabrerizas el famoso levante. Por la noche, los chacales aullaban más lastimosos y el viento acercaba o alejaba los aullidos. Pobres chacales. Son animales demasiado grandes para tratar de vivir en el suelo maldito de Marruecos. Allí sólo pueden vivir las ratas y malamente; es decir, arrimándose a los basureros de la tropa. Las bestias con un estómago más grande que el de las ratas están perdidas en aquellos secarrales. El viento venía del mar y traía, sin embargo, una sequedad áspera y algo de la zozobra de los paisajes arenosos.

»Nosotros, con un estómago mayor que las ratas, nos veíamos negros para llenarlo».

Lo del levante era verdad. Un viento arenoso que hinchaba las olas del mar, las ponía a hervir y nos dejaba arenilla en los dientes, la misma que nos queda en ellos cuando comemos las almejas de la paella.

Al mismo tiempo, el levante nos traía noticias de Siria y de Mesopotamia en un lenguaje indescifrado.

Los días de levante todo estaba seco en aquella planicie de Tres Forcas. Si había alguna mata de hierba raquítica sólo recibía de vez en cuando la humedad sucia de la orina de un caballo.

El levante agitaba el mar y el barquito correo de Málaga llegaba con retraso y se le veía acercarse coronado de humo, cabeceando, hundiéndose en las colinas de agua para volver a salir y hundirse otra vez.

Era el barco más marinero; es decir, el más bailarín de los que navegaban entre Africa y Europa. Yo lo recuerdo —¡maldito sea!— como un lugar lóbrego con vías abiertas a la intemperie, ramalazos de agua y un olor sucio a jugos gástricos. No tenía Madrigal necesidad ni ganas de volver a España y el levante en aquella esquina de Cabrerizas —que a otros les molestaba— era para él un viento amigo.

«Somos piejos conocidos, el levante y yo, y los días que me despierto por la mañana sin sentir arena entre los dientes no me encuentro a gusto.

»Por las mañanas, la tropa que no estaba destacada en el interior hacía la instrucción en la explanada entre el cuartel y Rostrogordo. Los aprendices de trompeta soplaban al socaire de un muro de piedra que había en medio. Un muro de quince o veinte metros de anchura y más alto que un hombre de buena talla; un muro sin finalidad, al parecer, porque no cerraba, ni encuadraba, ni separaba nada. Tenía dos filas de sacos terreros en lo alto.

»Tardé algún tiempo en comprender para qué servía aquel muro. Un día, un corneta viejo me explicó que el muro era un terreno (así decía: terreno,) para recibir las balas de la escuadra cuando fusilaban a algún malasombra. Ponían al reo delante. ¿No había visto un raíl de tren clavado en el suelo profundamente? Allí lo ataban, al manús, si era preciso. Pero nadie quería escaparse al llegarle el matarile, y además hacía años que no habían fusilado a nadie.

»—No es fácil atraparlos en falta —explicaba el corneta, como lamentándose—. Cada día el soldado es más maula. Vienen ya aprendidos del vientre de su madre.

»—¿Eso te cae mal a ti?

»—Ni mal ni bien. ¿Qué saco yo con eso? El que la hace la paga y allí me las den todas.

»Más de una bala se clavó allí después de trizarle a alguno los sesos o el corazón. La última vez que fusilaron a un soldado fue quince años atrás, según me dijo el sargento de cornetas. Algunos cantineros de Cabrerizas recordaban también el caso. Fusilaron a un soldado que llegó a las disciplinarias desde Cazadores de Luchana y tenía un bigote colgante al estilo antiguo. Quedó boca abajo y un sargento lo volvió hacia arriba con el pie porque es obligatorio que la tropa desfile y lo vea bien. Cuando la tropa llegaba a su altura el oficial mandaba:

»—¡Vista a la… derecha!

»Y los soldados miraban y veían que el muerto tenía un ojo fuera de la órbita. Pero es inútil. Nadie escarmienta en cabeza ajena.

»Yo, en la noche veo y oigo más cosas que en el día, como los gatos. En aquel rincón de Cabrerizas el levante sonaba y ponía sobre las cosas una capa fina de polvo. De polvo color de oro, que se metía en los ojos».

Bueno; a Alfonso le gustaba hablar del levante. Yo escuchaba voces en el pasillo. Debía ser otra presentación —siempre están presentando a alguien las monjas de los hospitales— y una voz masculina, pero beata, respondía:

Enchanté, madame.

Y luego rectificaba: «plutót ma soeur… ou ma mere».

A través de aquellos rumores de fuera seguía oyéndose a Alfonso:

«A pesar de lo que dijo el chivani Valero no vino Antonia aquella noche y al día siguiente fui a la cantina sin haber dormido, porque estuve toda la noche vigilando. Valero me vio entrar y se adelantó a decir:

»—Ya sé que anoche hiciste el plantón en la esquina de la viuda. Todo se sabe. El que espera desespera y se te ve en la jeta la señal del desengaño.

»—¿Por dónde ha de venir la niña? Dígame. ¿Por la tierra o por el mar? —pregunté yo.

»—O por el aire como el raudo gavilán. O por las ondas del dulce sueño soñito.

»Y volvió a lo de siempre recitando entre dientes:

Soñaba un sueño soñito

soñito del alma mía…

»Aquella noche el suboficial parecía tener prisa y no me invitó a sentarme. Por el contrario, guardó las cartas, las fichas, dobló el tapete de franela verde, se levantó y me puso la mano en el hombro:

»—Espérala esta noche igual que ayer en la esquina de la viuda. Espérala y la verás volver. ¡Como hay Dios que volverá, cabito!

»Estuve aquella noche otra vez en la esquina desde donde percibía por un lado el aliento del mar y por otro las sombras del barrio medio alumbradas por la luna. Oía rumores dentro de las casas próximas y por ellos pensaba si era alguna persona conocida o no. Digo, conocida mía. Seguí clavado en mi puesto y tuve tiempo de hacer suposiciones de todas clases. Ya digo que los enamorados hacemos el telele y el canelo a cada paso. Cuando creí que la muchacha ya no llegaría se oyeron cascos de caballo. Eran dos moros montados en buenos alazanes a corta distancia el uno del otro y se detuvieron frente a la puerta de la cantina. Sentada a la grupa del primer caballo iba Antonia con un moro cuya cara no vi».

Oyendo a Alfonso yo me acordaba de Abindarráez y la hermosa Jarifa.

Y lo imaginaba a él acojonado —era la manera de hablar allí— contra un rincón. Porque era lo que iba a suceder. Los moros saben que se les teme y abusan. Son gente de teatro. Ellos, que no tienen teatro, lo hacen en la vida de cada día. Madrigal me dio la razón con las siguientes palabras:

«El jinete que iba detrás guardándoles la espalda, al verme, vino muy decidido y cuando me tuvo acorralado descabalgó y preguntó:

»—¿Qué haces tú aquí, paisa?

»—Nada —dije yo sorprendido de la manera amistosa de aquel tipo que un instante antes parecía quererme atropellar.

»Miraba yo ansioso al otro jinete, quien ayudó a Antonia a desmontar y se metió con ella en la cantina. ¡Cosa más rara! Quedamos en la calle solos el moro y yo. Tenía el moro la parte baja de la cara tapada para evitar respirar la arena del levante. Y hablaba:

»—Entonces tú haser ahora caminarte.

»Miré a los dos lados por si llegaban más moros y viendo que no y que estábamos solos le pregunté:

»—¿Dónde tienes tu autoridad para mandarme a mí, moranco?

»—En el forro de los calzones.

»—No tienes calzones para tanto. Y ese que acompaña a Antonia ¿quién es? Anda, dímelo, mohamed, si no quieres soñar conmigo esta noche.

»Llevé la mano a la empuñadura de una bayoneta corta que suelo tener algunas veces en el cinto cuando salgo de noche. Él debió darse cuenta, soltó a reír y sin dignarse responder me pidió un cigarrillo. Se lo di, lo encendió bajando un poco el trapo sucio que le cubría la boca, volvió a reír en tono alto y agudo y se fue despacio llevando la rienda del caballo. Entretanto decía algo en árabe. Un insulto, tal vez.

»—¡La tuya, mohamed! —le dije al estilo andaluz.

»—El jinete que llevar a Antonia en la grupa estar el mismo djin —me informó el moro volviéndose a medias.

»Y regoldó muy recio, como sólo un moro puede hacerlo. El djin; es decir, el diablo. Antes de desaparecer, el moro dijo entre dientes:

»—¡Jambebe! —quería decir hijo de mala madre.

»Me devolvía la cortesía. Tanto mejor. Así quedábamos en paz.

»Las babuchas del moro hacían tanto ruido sobre las losas como los cascos del caballo. Este resbaló y una de las herraduras sacó de las piedras un ramillete de chispas.

»Me quedé otra vez solo, con una sensación de extrañeza. “Este es —pensaba— un yebala”. Mucha apariencia, pero poco nervio.

»En materia de rivalidad amorosa con los árabes, tú sabes, el español se juega la vida si no anda alerta. Conocía un caso cuyo recuerdo me enfriaba en la cabeza las raíces de los pelos. El árabe se acercó a su rival, le habló amistosamente, le echó incluso el brazo por el hombro, pero al mismo tiempo le puso un pequeño cepo de acero en el cuello y se apartó. Había hecho el cepo con las varillas retorcidas de un paraguas sacado de los vertederos y se abrochaba tan firmemente que el hombre no se lo podía quitar aunque tenía las manos libres y tampoco podía gritar porque tenía la garganta apretada.

»Así, en silencio, corrió enloquecido con aquel pequeño cepo en el cuello hasta que cayó falto de aliento y murió retorciéndose en el polvo como una culebra. Tal vez, alguno de aquellos moros intentara hacer lo mismo conmigo por celos de Antonia y había que andar despierto y agudo. Lo que es a mí no me pone un cepo en el garguero ningún mohamed».

Y me miraba Alfonso, como diciendo: ¿Qué te parece? Yo descubrí entonces que Madrigal se sentía feliz tuteándome como pariente siquiera lejano y como oficial siquiera de complemento.

Y seguía, con esa elocuencia fácil de los hombres que hablan acostados:

»Por lo demás, me parece imposible que un hombre enamorado tenga miedo de nada ni de nadie. Estaba pensando esas cosas cuando detrás de mí se abrió una ventana y una voz de mujer me asustó diciendo:

»—Ya volvió la mosita, Madrigal.

»Era la hembra del gramófono, que no parecía hablar nunca con la boca sino con el sexo. Un poco atropellado di las buenas noches y eché a andar lentamente. La mujer reía y decía:

»—¿En qué pasos andará la niña para volver después de la medianoche y con escolta rifeña? ¿Eh, Madrigal? ¿En qué pasos anda?

»Lo mismo estaba pensando yo, maldita sea. Yo, con el regusto de aquella voz de la viuda en la cruz de los calzones. Aquella hembra del culo peraltado que sólo pensaba en el metisaca.

»Llegó Antonia a lomos de un caballo y abrazada a la cintura del jinete, pero podía venir de donde quisiera, con moros y españoles, de noche y de día. Era ella, y lo demás no importaba, porque Antonia no podía hacer nada que estuviera mal. Al menos para mí.

»Al día siguiente fui a ver al suboficial y le dije lo que había ocurrido. Valero me escuchaba y después de soplar en su pipa vacía me dijo:

»—¿Quieres un consejo? Tú no debías ir a casa de Crisanto, y te lo digo en serio. Podría ser que a alguno le disgustara eso, a alguien que va y viene y que no entra en la casa pero mira desde fuera, por la ventana, y tal vez no entra ni mira, pero recibe el soplo por el oído. Algún moro o cristiano, paisano o militar, que tiene derecho a velar por ella.

»—¿Derecho? ¡Mala puñalá!

»—Ni buena ni mala. Alguien que tiene derecho y te sobra. ¿Oyes? ¿Qué dices que viste ayer?

»—Ella iba a la grupa de un caballo abrazada a la cintura de un moro y otro detrás, a caballo también, guardándoles la espalda. A las doce y media de la noche, eso es algo. Bien mirado, suboficial, yo no digo nada en contra ni permitiría a nadie que lo dijera delante de mí, pero llevo dos noches sin dormir.

»—¡Sin dormir! ¿Y qué derecho tienes a desvelarte por esa niña? El hombre que la trajo anoche tiene derecho a mirar por ella.

»—Casada, que yo lo sepa, no lo está.

»—No está casada.

»Nos quedamos callados y después el suboficial añadió canturreando como siempre:

No creas en lo que ves

porque lo que ves es fácil

que lo estés viendo al revés

»Eran los moros yebalas más o menos amigos de España; pero campaban por sus respetos. No hacía un año todavía que habían destruido batallones completos en Monte Arruit, en Zeluán y en otras partes, aunque ahora nos sonreían servilmente a los españoles.

»Los chacales, entretanto, comían carne de cristiano y lloraban en los vertederos todas las noches, como personas.

»—Ay, ay, ayíííí…

»Así se estaban toda la noche y nos ponían en la sangre el cenizo, como dicen los andaluces».

Lo que nos ponían en la sangre —yo habría dicho en el caso de Madrigal— era un poco de zumo de limón frío. Frío y silvestre.

«Algunos días de levante —seguía Alfonso—, el niño Furriel bajaba de Cabrerizas al Doble Tono (una casa de niñas) y aunque no le dejaban entrar le daban una manta vieja y el golfín —así le llamaban ellas— dormía en el quicio de la puerta. Al día siguiente, el golfín comía el mendrugo que le daban y volvía satisfecho a Cabrerizas Altas. Había aprendido pronto que abajo hacía menos frío que arriba.

»Pero yo pensaba en Antonia día y noche. No querían ser vistos los moros que la trajeron y parecían tener algún motivo para escurrir el bulto. Eso yo no lo entendía y cavilaba en vano. Morancos de Beni Sicar o de Beni Urriaguel o de la Elvira, porque elvira quiere decir en árabe el desierto. ¿Por qué venía acompañada de moros y a medianoche, la hora de los que andan en malos pasos? De los fantasmas y de las casadas emputecidas.

»Por la tarde volví como siempre a la cantina. Antonia preguntaba algo y el suboficial le hacía repetir la pregunta, primero para demostrarle que no había oído porque estaba distraído de ella (eso siempre intriga un poco a la hembra) y luego para oír su voz dos veces. También lo hacía para darse tiempo y buscar una respuesta.

»Luego, romo el que no quiere, repella que era el número seis en la escalilla de clases de tropa y que cualquier día ascendería a oficial por antigüedad. ¡El viejo mangante!

»Un día cambié algunas palabras con la muchacha y pude ver que había tres personas ofendidas con mi conversación: Crisanto, su mujer y Valero. La peor era la vieja, que en aquel momento estaba hablando otra vez del Peñón de la Gomera, donde habla nacido hija de un maestro armero que venía de casa grande —así decía ella.

»—¿Nunca baja usted a la plaza, Antonia? —le pregunté a la niña.

»—Sola no me gusta ir a los sitios.

»—Podía ir acompañada.

»La Tadea, que iba a la cocina con dos botellas vacías, se detuvo y dijo:

»—Para ir mal acompañada es mejor que se quede en casa. Un cabo no es compañía para nadie y menos aquí. Todavía en la península hay cabos de reemplazo hijos de familia y esos serían de considerar por una joven de mérito. Pero no tú. Tú vienes del marqués de la Mangancia.

»—Poco a poco —intervino Valero con su acento bonachón, sin apartar la atención del juego—. Un cabo trompitero es poca cosa, pero puede ascender y cabos ha habido que han llegado a la cumbre. De modo que en todas las cosas hay su según y conforme.

»—¡A ver! —refrendó Crisanto.

»—Ella no va sola ni mal acompañada a ninguna parte —dijo con inquina la bruja del Peñón.

»Aquello era demasiado para Antonia, quien replicó:

»—Soy bastante grande para elegir mi compañía. Si un cabo es pobre, más pobres somos los cantineros que tratamos de vivir de él y yo no he pensado nunca que sea una ventaja pasear con un capitán o un coronel.

»El suboficial Valero soltó a reír paternal sin dejar de atender a sus cartas:

»—¡Bien dicho! La muchacha es bastante grande para elegir su compañía, eso es verdad, y el único en el mundo que se lo podría prohibir no está aquí, eso es.

»Eso último lo dijo para intrigarme a mí y aquella tarde no volví a hablar con Antonia, al menos delante de los cantineros. Estaba resentido yo porque el suboficial, con el pretexto de dar la cara por mí, me había llamado trompitero; es decir, amigo de los trompitos —los garbanzos— del rancho.

»Al salir con el suboficial nos detuvimos en la esquina de la viuda. Él me miró en silencio —yo diría que con alguna envidia— y habló despacio:

»—Has dado el primer paso con buen pie. La chica tiene carácter y como no es hija de ese matrimonio, pues dicho está que tiene derecho a hacer lo que quiera. Yo no he dicho que lo haga, pero puede ir a donde le plazca con la compañía que le cuadre. Irá un día contigo aunque sólo sea para darte en la cabeza a la vieja suripanta del Peñón de la Gomera y lo único que te pido es que si sales con ella esperéis un poco a que yo me haya marchado de la cantina; porque ya sabes lo que sucede. Necesito que ella me sirva mi cervecita y se quede un poco respirando el mismo aire de uno. ¿Comprendes? Eso es para mí tan importante como la religión para las beatas. ¿Estamos? ¿O quieres que te lo diga por escrito?

»Se quedó callado Valero, y por fin añadió:

»—No te lo digo como superior jerárquico, sino como amigo.

»Yo no quise responderle. Estaba tentado de decirte que allí donde había una mujer por medio la amistad nada valía. Pero ya digo que me callé.

»Ibamos caminando y los dos pensábamos en lo mismo. Él decía otra vez: “Tienes suerte. Has debido nacer de pie”. Me preguntó si tenía planes concretos y como yo tardaba en responder volvió a sus coplas:

La ilusión que tengo, niña,

solito yo me la sé,

yo solito y Undivé.

»A mí me ponían mal cuerpo las canciones de Valero y un resquemor se me iba y otro me venía. Por fin pregunté:

»—Aquel moro bujarra que la traía a caballo, ¿quién era? Usted lo sabe, si a mano viene.

»—Mira, cabito, tú te precipitas y comprendo que es la garambaina del amor. Yo no le sigo los pasos a ella ni a nadie y aunque sepa algunas cosas no es necesario decirlas al primero que llega. Cautela, muchacho. Además, yo no vi al moro que la traía. ¿Cómo dices que era?

»—Yebala, diría yo. Pero no lo juraría.

»—Haces bien, porque no todo el que parece moro yebala lo es. Pero ¿no había otro moro a caballo guardándoles las espaldas? ¿Y no hablaste con él?

»—Como hablar, hablé y me dijo que el moro que llevaba a Antonia era un cazador de chacales.

»Se quedó Valero pensativo: Cazador de chacales. ¿Es que existen los cazadores de chacales? ¿A quién le interesa cobrar una pieza tan inmunda? Sería mejor decir exterminador de chacales. Luego reflexionó todavía, debió pensar alguna cosa desagradable y exclamó:

»—¡Ah, el gran cerdo, hijo de la madre hassani! Para un enamorado siempre hay soluciones. Pero para ti no veo otra que la solución del sublimado corrosivo bebido en ayunas.

»Y soltaba a reír, el viejo maula.

»Luego decía:

»—Los yebalas tiran el dinero cuando lo tienen, aunque matan a su padre si es preciso por un cartucho de fusil. Y cobardes no lo son. Yo no he dicho nunca que fueran cobardes. ¿Me oyes, cabito? Tengo algún amigo entre ellos. Amigos que saben algo de Antonia, que saben más que tú y más que yo.

»Estábamos otra vez en aquella esquina donde sonaba el levante y desde donde se veía la casa de Crisanto. Vimos que salía la niña a la puerta con el tapete de la mesa de juego, lo sacudía como una bandera verde (paso libre) y al vernos se quedó un momento mirando. Yo me disculpé con Valero y eché a correr hacia la cantina. Antonia me vio llegar y frunció el bonito entrecejo:

»—¿Qué pasa, Madrigá? —decía Madrigá, sin pronunciar la ele.

»—¿Qué quiere que pase? —hablaba yo con el aliento alterado—. Que le tengo voluntad. ¿No lo sabía? Nunca lo sabrá bastante. ¿Por qué no sale conmigo una tarde al café de la Marina, a donde usted quiera y cuando usted quiera? Necesito poder hablarte, Antonia. Sí, yo a usted y a solas.

»Miraba ella con grandes ojos y no decía nada. En aquel silencio se oía golpear el mar contra el roquedo y más cerca la voz gangosa del gramófono:

… y ven y ven y ven.

»El disco estaba rajado entre el segundo y el tercer ven. Gracias a la voz del gramófono no se oía la risa falsa del suboficial que miraba desde la esquina. Era evidente que a Antonia le gustaba mi declaración de amor.

»—¿Por qué no? —dijo ella sonriendo con los ojos—. Claro es que podríamos salir.

»—¿Cuándo, bien mío? —pregunté.

»—¡Oh! —bromeó Antonia—. El año tiene más de trescientos días, según dicen. Venga mañana a la cantina y se lo diré.

»Hablaba ella con un poco de coquetería gitana. Por ejemplo en lugar de se lo diré, pronunciaba ze lo diré. En aquel momento, la vieja se asomaba a la puerta:

»—Antonia, basta de conversar, que es tarde.

»Antonia me dio la mano, yo la tomé, estuve un momento sin saber qué decir y dije por fin:

»—Esa vieja me da mal vagío.

»Porque aunque soy aragonés con ella yo hablaba a veces como andaluz, por darle coba.

»—¡Basta de pelma! —decía la cantinera.

»—¡La vieja zorra!

»—Cállese por Dios —decía Antonia divertida—. La pobre cree que tiene derecho a mirar por mí.

»La contemplaba yo tiernamente:

»—Antonia, ¿sabe qué le digo? Que esta noche he nacido, como hay Dios.

»Ese como hay Dios era la expresión favorita de Valero y me di cuenta de que lo estaba imitando, pero ya no tenía remedio.

»No puedo menos de hacer alguna tontería en momentos de emoción, porque tontería era imitar a nadie cuando estaba diciendo la palabra más importante de mi vida. Pero soy así.

»Se metió Antonia en casa riendo y yo eché a andar cabizbajo, olvidado del resto del mundo. Al encontrar a Valero y oír su risa me sobresalté un poco, él me dijo:

»—Estás en Babia, Madrigal, y no es para menos. Ya he visto que le volcaste el perol. Hace falta valor, cabito. Se lo volcaste como si fueras un señorito de la ciudad. O un oficial de estado mayor. Se lo volcaste. También vi que ella te dio la mano. ¿Qué te dijo? Sus últimas palabras no las pude oír.

»—Dijo que vendrá conmigo un día.

»—¿Adónde?

»—¡Al parque y al cine, y al calé, supongo!

»Valero hablaba con una voz rajada como el disco del gramófono:

»—Eso cuesta dinero. Y el taxi para llevarla y traerla. Porque no vas a llevarla a pie, digo yo.

»—Ya veremos.

»—Ya veremos, decía un ciego —y volvía a reír sin ganas.

»—Un hombre puede hacer lo que haga otro.

»—No digo que no. Por ejemplo puedes llevar a Antonia a bailar la Nochebuena a la comandancia general en una carroza de ocho caballos. O en un coche Hispano-Suiza.

»—Eso a ella le importa menos que a usted y a mí. Ella es mujer de corazón y no de tontas fachendas.

»Ibamos hacia el cuartel. El suboficial entraría por la puerta y yo iría al rincón de las cocinas a saltar la muralla.

»—¿Por dónde saltas el muro? —preguntó, ladino.

»—Por ahí —dije yo, vagamente.

»—¿Por el rincón de las cocinas?

»—Eso es. Por allí.

»Nos dimos las buenas noches y nos separamos. A la hora de escalar la muralla yo vacilé un poco y en lugar de hacerlo por las cocinas —tuve la sospecha de que podía caer en los brazos del sargento de guardia avisado por Valero— fui al extremo contrario del cuartel y brinqué para ir a caer frente a las oficinas de Mayoría.

»El día siguiente por la mañana Valero se hizo el encontradizo conmigo en el patio del cuartel. Se le veía resentido, aunque me hablaba amistosamente:

»—Voy a decirle quién era el moro que quería echarte el caballo encima. Era Haddu Ben Yusul. ¿Oyes? Hadalu. Un memorialista que hay en el fuerte de la Marina. Un cafetín bastante miserable, la verdad.

»—Ya sé quién es, ese moro que escribe cartas.

»—No es probable que lo sepas, porque hay varios memorialistas en ese cafetín y el que yo digo no habla con ningún soldado a no ser que vaya de mi parte. ¿Tú quieres saber quién era el moro que traía a la niña en la grupa del caballo? Anda al cajetín y pregúntale a Haddu. Que lo diga Hadadu, que sabe si puede o no puede decirlo. Es un favor que te hago y debes agradecérmelo. Un día comprenderás que todo es misterio en la vida si se ahonda un poco y nada lo es si se ahonda un poco más. Todo es misterio menos las cosas que parecen a primera vista misteriosas, por ejemplo, una mujer árabe con la cara tapada por un velo. Eso no es misterio alguno, por lo menos para mí que llevo diez años en Marruecos.

»—Las gachíes que habrá conocido —dije yo, adulador.

»—Es lo que decía mi abuela que en paz descanse, Madrigal: de puta a puta, cero. Salvo Antonia, claro.

»Aquella tarde fui al fuerte de la Marina, entré en el cafetín y no tardé en ver a Haddu en un rincón, sentado en el suelo, la espalda contra la pared y un cuaderno grande en las rodillas. Era el mismo que me llamó jambebe la noche que volvió Antonia. En el cuaderno escribía un galimatías árabe con una cañita afilada que mojaba en un tintero. Fui a su lado y esperé. Del mostrador llegaba el tufo del carbón vegetal.

»Me dieron un vaso de té con hojitas de hierbabuena flotando, por el que pagué quince céntimos. Bebía a fuertes sorbetones al estilo moro porque sólo así era posible beber sin quemarse —el aire de las burbujas enfriaba el líquido— y cuando el memorialista terminó de escribir me acerqué y le dije:

»—Buenos días, Haddu.

»Tenía aquel moro ese aire de mala intención que tienen muchos españoles de origen quizá musulmán:

»—¿Te acuerdas de mí? —le dije.

»AI tomar el cigarrillo que le ofrecía pareció acordarse:

»—¡Ah!, eres el ceriñolo de la otra noche.

»—¿Quieres decir quién era aquel que llevaba a Antonia a la grupa del caballo? Soy amigo de Valero.

»—¡Ah! —dijo Haddu con sorna amistosa—. No dar informes de baracalaufi. Amigo de Valero, paga, paga.

»Yo le enseñé dos pesetas, insultándolo en mis adentros.

»—No, no —desdeñó Hadidu—. Yo estar rico por bolsilla. Yo decir todo por tres peines de fusil.

»Prometí llevárselos y al ver que me confiaba tan pronto en cosa tan delicada, el moranco dejó el cuaderno en el suelo, la cañita en el tintero, y cogiéndome por la manga añadió con los ojos brillantes:

»—Tú traer dos paquetes de peines, cada uno de cincuenta cartuchos y Hadidu decir cosas que tú quieres saber y pagar diez lauréanos encima. Para matar chacales.

»Oían los moros hablar en caló a los soldados y nos imitaban: lauréanos. Lo mismo que yo le había enseñado antes dos pesetas, Haddu me mostró un billete que pareció sacar de debajo de la cruz de los calzones. Diez duros. Sonreía el moro y decía exagerando cómicamente su fruición: “chacales estar jediondos”.

»Con el dedo índice y el pulgar se apretaba la nariz. Aquella bufonería de Haddu me caía mal a mí.

»—¿Traer los cartuchos? —preguntaba.

»—Mañana sin falta. Pero tú me darás los diez duros.

»Miró Haddu alrededor y me dijo:

»—Por lo bajini. Tus tratos conmigo por lo bajini, cabo.

»Seguía usando la gemianía colonial, pero su advertencia era razonable.

»Al día siguiente, en el cuartel saqué dos paquetes de cartuchos de los cinco que tenía en el macuto y salté las tapias por el lugar más alejado de la guardia, luego bajé a paso ligero a la ciudad y en el cafetín encontré a Haddu, quien me dijo:

»—Tú eres disciplinario del año 1919. Haddu sabe. Y tú recibir en la mili más palos que una estera».

Oyéndolo, yo pensaba en aquel cuento de la estera colgada de un tendedor de alambre y los dos vagabundos golpeándola por encargo de la dueña, uno por cada lado y de pronto uno soltando la vara y dando grandes brincos por el corral mientras la dueña preguntaba desde la ventana: “¿Es un saltimbanqui?”. Y el otro respondía compasivo: “No señora. Es que le he dado un vergajazo en los testículos sin querer”.

Pero Madrigal seguía sin entender mi media sonrisa:

»No le pregunté a Haddu cómo se había enterado, porque con el dinero en el bolsillo quería marcharme cuanto antes. Poco después volví a la cantina de Crisanto con los diez duros y con algunos secretos que acababa de confiarme el moro. El hombre que llevaba a Antonia en la grupa del caballo no era amante, ni novio, ni marido sino el padre de la muchacha. Nada más ni nada menos. Fue un descanso y un respiro saberlo.

»Entré en la cantina ligero de ánimo. El jugador de naipes se había marchado y no había nadie. Cogí un taco de billar, encendí la lámpara que había sobre la mesa y me puse a jugar mientras Antonia llegaba o no.

»Se presentó la señora Tadea con malas pulgas y apuntó la hora en la pizarra:

»—Ya sabes que el precio de esta mesa es cinco reales.

»Le pagué adelantado. Estaba agradecido a todo el mundo por el hecho de que el hombre que llevaba a Antonia a la grupa fuera su padre.

»El rumor de las carambolas atrajo a Antonia, quien contestó a mi saludo con media sonrisa. Era la primera vez que yo la veía sonreír de aquel modo; es decir, para mí. No había nadie en la cantina y yo pensaba: “¡Oh!, morita mía de mi corazón”. Porque si su padre era moro, ella debía pertenecer a la misma raza.

»—Tarde vienes hoy —dijo ella.

»Tomó una de las bolas que estaba descascarillada y la sustituyó por otra nueva que no era blanca, sino un poco amarillenta y al echarla a rodar por la mesa dijo:

»—Es de marfil puro.

»Yo miraba a Antonia en éxtasis:

»—¿Mañana? ¿A qué hora? ¿A las tres, mi vida?

»—A las dos y media.

»Lo dijo como si quisiera decir: lo antes posible.

»—Antonia, ¿me dejarás que te quiera?

»—El querer es libre —y añadía burlona—; No olvides que los de Málaga somos muy exigentes.

»Pensaba yo: tú no eres de Málaga sino árabe y por serlo todas las cosas de Marruecos son mejores que las de Málaga y París y Estambul. Pero le dije:

»—Esta noche la pasaré sin dormir, pensando en ti, mirando el reloj y escuchando el levante, porque me gustará pensar que tú estás haciendo lo mismo. Tú también lo escucharás, el levante.

»—Yo estaré durmiendo. Duerme como yo, Madrigal, que el levante altera el sentío.

»Hablamos un poco más, siempre en broma, hasta que de un modo inesperado ella me dijo: “Buenas noches, cabito”, y se fue adentro. Yo hice dos o tres carambolas más, luego dejé el taco y salí caminando. “Ella me permite ser su amigo —pensaba—. No me atreveré a pedirle nunca que me quiera. Recibiré lo que ella me dé cuándo y dónde y cómo me lo quiera dar”. Eso pensaba. Me sentí fuerte y capaz de todo en el mundo aquella noche.

»Pensando en mi buena fortuna fui al barracón, vi luz en el cuarto del suboficial y lo llamé.

»Salió y nos pusimos a pasear por la ancha explanada que había entre las dos filas centrales de barracas. Con la luna llena los cuerpos hacían sombras largas y de vez en cuando ladraba un perro lejano».

Por aquella explanada había paseado yo solo, algunas noches; yo, Pepe Garcés, pensando en mi amada lejana, a quien veía siempre acompañada de la corza blanca.

Las sombras que daba la luna llena eran azulencas, como si trajeran reverberos del caudaloso Mediterráneo.

Imaginaba a Madrigal y al suboficial Valero paseando detrás de sus propias sombras que se proyectaban hacia adelante.

Y Madrigal hablaba:

«—Estuve en el cafetín de la Marina —le dije—. Y vi a Hadadu.

»—¿Entonces sabes ya quién era el que llevaba a la grupa a la niña? ¿Dices que sí? No, su padre no es moro. Parece que Haddu no te lo ha dicho todo porque nunca lo dice todo la primera vez. El padre de Antonia se viste de moro y habla selha, pero es tan español como tú y como yo. Es hombre bien plantado, recio y cabal, con nervios de acero y juego en las venas. Lo llamaban, cuando estaba aquí, Lucas el Zurdo y su nombre es Viñuales: Lucas Viñuales. Fue soldado hace veinte años en este mismo regimiento y el jefe de su compañía era un capitán a quien los soldados llamaban el Gallinazo. El capitán la diñó de un tiro detrás de la oreja como una bestia verdadera, en una descubierta, El tiro salió de un fusil español y le partió el cráneo al capitán como una granada, en dos grandes mitades. Un tiro bien puesto. Después de tantos años en estas tierras, yo no me asusto de nada. Rutina. El capitán le había pegado un día a Lucas con su rebenque; tú sabes que tienen la mano larga algunos oficiales pero el primer día que hubo jaleo en la descubierta el soldado le pasó la factura con recargo. Yo no digo nada. Un rebencazo en el hocico no hay cristiano que lo aguante como no sea un cabrito y todavía un cabrito joven. Lucas le dio un tiro de refilón y se pasó al moro. Anda ahora por el campo con los yebalas como uno más.

»—Tengo oído yo algo de ese capitán, porque tiene un hermano teniente en la compañía de ametralladoras del tercer batallón.

»—Pegaba a los soldados, el Gallinazo. Yo lo conocí. Mal bicho.

»—Algunos se figuran que son Dios todopoderoso.

»—Eso pensaba el Gallinazo cuando pegaba. Era Dios, pero ya ves: murió como un conejo. Dio una vuelta en el aire antes de caer, como un conejo. Yo no digo que estuviera bien, pero las cosas son como son hasta que dejan de serlo, eso es. El padre de Antonia es de los españoles que saben tomarse la justicia por su mano. Nosotros pertenecemos a la clase de los lanudos que hincan el pico. Con nuestro cuerpo se hacen los tambores: ran, rataplán, tan, rataptán y esa es nuestra gloria.

»—¿Entonces el padre de Antonia es un renegado?

»—No creo que tuviera ninguna religión de la que renegar. Tan religioso como yo. Bueno, yo creo en Dios. La vida es una porquería y alguno debe saber por qué. Pues, sí; el padre de Antonia se cargó al capitán y se echó al monte. Tuvo que largarse para evitar el paredón de los cornetas. Tú sabes. Le olía la cabeza a pólvora.

»—¿Y la madre, digo la de Antonia? ¿Quién es?

»No quería Valero hablar más aquella noche.

»En todos mis bolsillos sonaban monedas al caminar y el suboficial escuchaba intrigado.

»—Gané al fuego y limpié a un sargento —mentí.

»El retintín de las monedas le ponía avizor. Yo creo que sabía lo que había pasado pero disimulaba, el maula».

Mientras hablaba Madrigal llegaba de los pasillos olor a materia fecal. Apareció una monjita de ojos azules apretando la perilla de goma de un pulverizador para limpiar o perfumar el aire. Yo se lo agradecí con una mirada desde mi sillón de mimbres.

Entretanto, al pie de la ventana se oía el saludo de dos árabes: Salam alicum. Y Alfonso volvía a hablar:

»Valero no me creía en lo del dinero, pero no quiso hacerme más preguntas para no obligarme a mentir. Tenía sus delicadezas, Valero.

»Uno de los batallones de Ceriñola había ido al Zoco El Had y abundaban allí los moros que se emboscaban en las colinas y hostilizaban.

»El padre de Antonia iba y venía a caballo con algunos moros jóvenes que no lo llamaban Lucas sino Medita, o algo así, porque vivía en unas jaimas de Ras Medua en el campo rebelde.

»El día siguiente salí con Antonia y fuimos al parque, al cine y al café. Ella me llamaba cariñosamente “cabito” y era tanto como decirme: “Ya sé que eres poca cosa, pero no importa”. Yo sonreía, imitando sin querer el aire bondadoso y superior del suboficial Valero, y le dije: “Ahora soy cabo nada más, pero si tú lo quieres un día seré capitán”.

»—¿De bandoleros? —preguntó ella con una expresión que no era del todo burlona.

»Viendo que no se burlaba, respondí:

»—Si es necesario, de bandoleros, la vida es la vida y uno está a todo por el querer de una criatura como tú.

»Entonces me dijo algo que me chocó un poco. Era como si quisiera con aquello invitarme a la confianza:

»—Yo soy hija natural —y se detuvo mirándome de frente.

»Yo no sabía qué responder y ella añadió:

»—Huérfana natural, soy. Pero yo soy un poco más natural que los otros, parece. No creas que eso me disgusta. Siempre está bien ser diferente.

»Entonces me preguntó por qué me habían condenado en España y enviado a un regimiento disciplinario. Yo me alegré de poder contar aquel mal paso a Antonia, porque era como si le diera algo muy secreto e íntimo. Yo también era huérfano desde chico y vivía en Zaragoza con unos tíos. En el fondo me alegraba de ser huérfano. Tener padres no me parecía ventaja ninguna. Trabajaba en un taller de ayudante segundo de tornero y llevaba el jornal a casa. Pagaba a mis tíos veintitrés de las veinticinco pesetas que me daban cada semana y no había en la relación de ellos conmigo sino puerco interés. La pobreza tiene cara de perro».

Es verdad, de perro rabioso. O de esos monos que llaman cónsules o que parecen perros, aunque más taciturnos y con rabo recuperado o absorbido o atrofiado o eliminado. Pero la pobreza es en Zaragoza menos bellaca que en Madrid o en Andalucía, y sobre todo más honesta que en Melilla.

Había llegado la narración de Alfonso a un lugar patético y yo escuchaba. En aquel momento percibía no sé por qué olor a goma quemada, fuera del cuarto.

«Un día al volver a casa encontré a la tía lavándose el pelo con la cabeza mojada y enjabonada sobre una jofaina que había puesto encima de una silla. Enseñaba la nuca y la espalda desnudas. Ellos me decían de vez en cuando: “Tienes que agradecer lo que hacemos por ti, mala pieza”. Lo decían medio en broma, pero lo pensaban en serio. Cerca de la silla había un cuchillo de cocina y pensé: “Mi tía no me ha visto”. Tenía el pelo echado por delante, los ojos cubiertos de jabón, los oídos seguramente tapados también con espuma de modo que ni veía ni oía. Tuve una mala idea. Si le hubiera dado con el cuchillo en la nuca, no sabría nunca quién había sido. Tal vez moriría antes de poderlo imaginar. Una idea del diablo. Pero yo la odiaba de veras.

»No es que yo pensara hacerlo. Tuve la tentación, pero fue sólo una locura de esas que vienen y se van y me arrepentí. Aún ahora me da vergüenza pensarlo. La prueba es que en lugar de darle con el cuchillo me fui, me acerqué y la besé en la nuca. Ella se quedó un momento quieta y dijo alegremente: “Hola, Servando”. Creía que era su marido.

»Pero luego vio que el marido no había vuelto aún del taller y entonces comenzó a mirarme de una manera rara. Yo pensaba: “Se lo va a decir a mi tío y quién sabe lo que pasará”.

»No era razonable, mi tía, la vieja alcahueta. Como yo suponía se lo dijo a su marido. Estaban los dos muy lejos de imaginar que a pesar de todo, ella me debía la vida. Mi tío, que era parsimonioso para lo bueno y para lo malo, se quedó cavilando: más tarde se le ocurrió que mi tía me había provocado de algún modo y que tenía la culpa. No dijo nada por algunos días y yo los oía discutir a través del tabique. Pero mi tío me la guardaba. Un día, por una tontería, por si me había puesto unos zapatos viejos que eran de él, tuvimos un altercado y peleamos. Él me dio un mal golpe y casi me reventó un oído. Yo llevaba un cortaplumas de bolsillo y le di dos viajes, ninguno grave. En el juicio me salió la negra y me mandaron para acá.

»No le había contado aquello a nadie y me sentía más ligado a Antonia desde que se lo dije. Añadí que aunque en España no tenía todavía categoría de oficial tornero, en realidad lo era ya y si volvía, tendría pronto un salario mejor que el de un teniente con pluses de campaña.

»—¿Por qué no vas entonces a España? —decía ella, extrañada.

»—Porque necesito estar cerca de ti. Desde ahora, yo sólo iré a donde tú vayas y estaré donde tú estés.

»En el cine besé el brazo desnudo de la muchacha, sintiendo aturullamientos que quise disimular, pero que ella probablemente percibió y que yo no explico ahora por decencia. Más tarde, cuando volvíamos en el taxi, al pasar por un parque de las afueras, ella señaló un grupo de casas de jefes y oficiales con balaustradas de cemento.

»—Ahí nací yo —dijo con una expresión de encono—. En esa casa de la esquina. Mi vida es como una comedia de títeres, sólo que hace llorar en lugar de reír. A mi lado sólo pasan desgracias. Tú eres huérfano y yo también. Nuestra vida no depende de nosotros. ¿Para qué habremos nacido? ¿Por qué nacería yo en esta tierra, Madrigal?

»—Para que yo te conociera y te quisiera, mi vida.

»Cuando llegamos a la cantina eran más de las nueve de la noche y allí estaba en un rincón, aburrido y macilento, el suboficial Valero. Estaba haciendo solitarios con la baraja.

»Yo vi que estaba cargado con sus cartuchos de dinamita en la tripa, a punto de estallar. Hice como que no me daba cuenta, y me acerqué así como sin pensarlo.

»—¿Qué hace aquí a estas horas? —pregunté sintiéndome un poco culpable.

»Puso Valero en la mesa el cuatro de copas sobre el tres.

»—¿No lo estás viendo?

»—¿Solitarios?

»Entonces, por la cortina de boliches apareció Crisanto:

»—Mira, Antonia, lo que haces no está bien. Anda, sírvele al suboficial su cervecita, que no quiere recibir la botella sino de tus manos.

»Acudió corriendo Antonia con el vaso y la botella:

»—¿Me ha esperado toda la tarde?

»Puso Valero el cinco sobre el cuatro:

»—Y te esperaría toda la noche, milagrito del Señor.

»Cuando Valero terminó su solitario y su cerveza, salimos juntos. Parecía tranquilo Valero, pero yo sabía que la procesión iba por dentro.

»—¿Quién te figuras tú que eres? —preguntó en la calle, simulando a duras penas serenidad—. No eres más que un sumariado que vino a las compañías disciplinarias a que le dieran el tiro en la cresta.

»—Señor Valero, sea usted razonable.

»—Yo no soy señor. En la vida militar cada cual se llama por el tratamiento de su grado.

»—Perdone usted, suboficial.

»—Eso de perdone sólo lo dicen los caballeritos de los cafés, Madrigal.

»—Hombre, bien mirado, Antonia no es su novia de usted ni su mujer ni su hija, y un día la muchacha tendrá que casarse, digo yo, como se casan los demás. Y yo valgo lo que valga otro.

»—Está bien, y mientras ese día llega yo sólo pido ser atendido en la cantina, que es un lugar público, según mi costumbre de viejo suboficial. Pero además, ¿de dónde sacas tú que esa muchacha pueda casarse con un cabo de infantería? ¿Qué dices? ¿Que tienes planes? ¿Qué planes puedes tener tú, pobrete?

»Antonia me había dicho que si se casaba sería con un buscavidas y no con un hombre de salario fijo; eso me había dicho exactamente. Al oírlo, el suboficial se calló y luego dijo entre dientes: “Ten cuidado no seas un buscamuertes, fantoche”.

»Yo callaba. Nadie podía ofenderme, porque tenía mi victoria secreta y eso era todo lo que quería en el mundo.

»Los chacales que mataban Haddu y sus amigos en los alrededores de El Had eran chacales españoles, según me decía el mismo Haddu guiñando un ojo. Y yo pensaba: “A mí, ¿qué?”. Según parece, los moros apuntaban con preferencia a los oficiales, porque hacían la guerra calculando, como los cazadores, si la pieza valía el disparo. Los cartuchos les costaban caros. Dos reales cada uno. La vida de un soldado raso no valía tanto para ellos, sin duda.

»Pocos días después llevé otros dos paquetes de cartuchos a Haddu, de quien recibí la misma cantidad: diez duros. Y entonces, el moro, sin dejar de reír y bromear, dijo algunas cosas que revelaban confianza. Dijo que los peores chacales eran los de la mehalla; es decir, la policía indígena formada por moros al servicio de España. Moros traidores.

»Mis cartuchos mataban oficiales moros de la mehalla, amigos nuestros. Yo pensaba: “Allí me las den todas”.

»El cafetín olía a carbón quemado y a hierbabuena, de la que ponían una hojita flotando en cada vaso de té.

»Haddu hablaba, y mientras le oía insultar a los de la mehalla comprobaba al tacto que el billete de diez duros estaba en mi bolsillo. Todavía me dijo Hadalu:

»—Si un día, cabo Madrigal tener líos con los chivani de Ceriñola, agarrar metrallosa y salir de naja a Dar el Beida.

»Salí pensando: “Este Hadadu es un patriota”. Debía ser de la parte del Zaio, hacia la Argelia francesa, porque decía metrallosa y no ametralladora.

»Las transacciones con Haddu y las tardes con la muchacha se repitieron otras veces. Ibamos a la playa por la parte del Hipódromo y nos bañábamos en el mar. Yo jugueteaba con Antonia en el agua y conseguí besarla varias veces, aunque no en los labios. Una vez en el hombro, otra en la pierna. Ella decía enfadada:

»—Sólo piensas en tocarme.

»—En otras cosas pienso también, mi vida, y no las digo porque me mareo, Antonia. Pero si no quieres darme más me conformo y moriré agradecido y feliz, aunque mataría a media humanidad por casarme contigo.

»—Yo —dijo ella— sólo me casaré en Dar el Beida, donde silban las balas.

»Desnudos sobre la arena tibia y bajo el cielo azul, olvidaba las dificultades de la vida y miraba a la muchacha con codicia. Necesitaría diez años para poder comenzar a decir cuáles eran mis sentimientos entonces. Le pregunté seriamente si vendría un día a España conmigo.

»—No, a España no —respondió ella como asustada—. Es una tierra maldita.

»Le dije que podría yo ascender en el Ejército y casarnos y quedarnos a vivir en Melilla.

»—La verdad —bromeaba ella otra vez— es que no me gustan los sargentos.

»—A mí tampoco. Por eso creo que si ascendiera y me viera un día por la mañana en el espejo con la navaja barbera en la mano… no podría resistir la tentación.

»Ella reía: “No mates al del espejo, niño”. Y después de una pausa larga añadió: “Hay que apuntar más alto”.

»—¿A las estrellas, como tu padre?

»Antonia se puso repentinamente seria y creo que hasta cambió de color. Se veía que lo quería, a su padre. No volvimos a hablar aquel día sino del tiempo y de otras bobadas. Yo pensaba: “No debía haberle hablado de su padre, porque es como citar vanamente el nombre de Dios”.

»Así pasaron los días.

»Una tarde vino Valero a mi encuentro en el patio del cuartel con una prisa aturdida. Llevaba el gorro de cuartel en lugar de la gorra de visera.

»—¿Adónde vas, Madrigal? Espera, necesito que me digas una cosa. ¿Qué es lo que has conseguido de Antonia, digo, hasta ahora?

»Creía yo haber entendido mal. Repitió el suboficial su pregunta y yo respondí ofendido:

»—Si consigo algo de Antonia es cosa mía y nadie tiene por qué saberlo. ¡Vaya, hombre, pues no faltaría más! Son cosas que sólo a ella y a mí nos interesan.

»—Tú sabes que yo me preocupo por la muchacha.

»—¿Y qué? Más me preocupo yo.

»El suboficial se calló y después de un largo silencio desvié el tema y dije que ella me había mostrado la casa donde nació. Con algún temor pregunté a Valero si sabía quién era la madre de mi novia y Valero hizo también un esfuerzo para responder con calma:

»—Era una mujer medio aristócrata. Se quiso matar de un tiro estando embarazada, tres semanas justas antes del plazo de dar a luz. Los médicos le hicieron una operación cesárea y sacaron a la niña viva. La madre curó, pero se volvió loca. Esa mujer era la esposa, es decir, la viuda del capitán a quien llamaban el Gallinazo. Sí, no te espantes. Fueron buenos amantes Lucas y la viuda. La niña nació como las diosas de la antigüedad, pero tú no sabes de estas cosas.

»—¿De qué?

»—De las diosas de la antigüedad, que nacían con la operación cesárea.

»Al verme tranquilo aventuró otra vez la pregunta indecente: “¿A qué grado de intimidad has llegado con Antonia? Digo, si no te molesta la pregunta”.

»Yo callaba. No protestaba ya, pero callaba. Y no protestaba porque se veía que el suboficial parecía culpable.

»El día siguiente volví a salir con la muchacha. Nos besamos largamente en el taxi y nos cambiamos promesas. Yo quise decir algo de su padre y ella se puso triste y me advirtió: “Vale más que no digas nada de mi padre para bien ni para mal”. Comprendí que le adoraba o que temía miedo de él, o las dos cosas.

»Aquella tarde me dijo de pronto, súbitamente alegre:

»—Yo soy un poco difícil en el amor. Yo lo quiero todo, en el amor.

»—¿Qué es todo?

»—Pues, el bien y el mal, el día y la noche, la vida y la muerte.

»—Mi idea es la misma, digo, contigo. Yo te la doy, mi vida. La muerte también te la daría aunque no sé cómo. La vida de un cabo puede no valer mucho, es verdad. Pero la muerte es la misma en el rey y en el último soldado, ¿verdad? Me gustaría que la muerte fuera un ramillete de flores y dártela yo a ti, la mía, y que tú la olieras y pensaras algo bonito. Y perdona que hable así. Cuando te hablo a ti, Antonia, es como si fuera otro. Yo mismo no sé quién soy. Todo será maravilloso si yo puedo seguir besándote alguna vez y viendo que me miras con amistad, como ahora. El resto del mundo puede hundirse.

»—Lo que dices está muy bien para ti, cabito. ¿Sabes por qué? En el amor todo el secreto está en querer y no en que le quieran a uno. Querer es la gran maravilla y tú me quieres.

»No sabía yo qué responder —¿me estaba diciendo que no me quería?—, pero vi que me miraba con una gran amistad. En eso yo no me engaño. Iba a preguntarle si ella quería vivir o morir conmigo, pero no me atreví porque parecía estar diciéndome: “Soy feliz viéndote a ti dichoso con tu amor y por el momento eso debe bastarte”. Cuando uno ve esa expresión en la mujer de la que uno está enamorado hay que callarse y escuchar por la noche —es lo que hacía yo en todo caso— el levante y tratar de gozarse en la propia tristeza si es posible. Porque es el último recurso, ese. A mí no me faltaba, la verdad.

»Al mismo tiempo que yo escribía a España buscando empleo estudiaba las ordenanzas militares para ascender a sargento y, como se ve, andaba desorientado haciendo gestiones contrapuestas».

Oyendo a Madrigal, yo pensaba una vez más en Valentina. No podía menos de sentir algún respecto por aquel lejano pariente de dientes mellados que pronunciaba las eses y las efes dando un soplido como las culebras.

—¿Tenías entonces la mella? —pregunté.

—No —se apresuró él a responder—. Eso vino más tarde. Por la ventana llegaba un olor a hierbas quemadas.

Y Madrigal suspiró, perdido un momento en el laberinto infausto de sus memorias y continuó:

«Al regresar un día al cuartel, el sargento de semana me dijo que me presentara en el cuerpo de guardia donde me reclamaba el oficial. Yo, sin dar a aquello demasiada importancia, fui antes a la oficina de Valero, quien me ofreció un cigarrillo y comenzó a hablar de un modo tan elocuente, tan amistoso y tan satisfecho de sí que no pude menos de extrañarme. “Es como si hubiera recibido una herencia”, pensaba yo.

»—Te voy a decir, Madrigal, las cosas que ignoras en relación con Antonia. Te diré todo lo que quieras saber, porque en realidad y a pesar de todo yo soy tu amigo. Tú sabes ya quién era la madre de Antonia. Pues bien, Lucas Viñuales, el Zurdo, después de matar al capitán y echarse al campo, venía de vez en cuando a la plaza vestido de moro y con papeles falsos. Con su barbichuela en punta y la cabeza afeitada no lo habría conocido la madre que lo parió. Una noche entró en el cuarto de la viuda del Gallinazo y consiguió hacerla suya poniéndole el cuchillo en el cuello. Lo bueno es que a ella no le disgustó y luego se hicieron amantes. Cosas de la vida. A las mujeres no las entiende ni Dios. Ella quedó encinta y quiso matarse cuando otro hombre que le había prometido matrimonio la abandonó. La vida tiene ocurrencias de Satanás. La madre se volvió loca, pero yo creo que era una golfa. Después, al volverse loca, a todos nos parece un poco más decente. Lucas se marchó otra vez al monte y se hizo salvaje como un beniurriaguel. Luego, cuando sucedió la cosa de Monte Arruit, tengo oído que andaba por allí matando gente. Si pensamos que un hombre es un hombre y no un animal de carga, y que no se puede esperar de nadie que aguante un rebencazo en el hocico, tenemos que meditar antes de juzgar al padre de Antonia. Será un renegado o lo que quieras. El nombre no le hace, pero ni tú ni yo podemos culparlo.

»Valero seguía hablando como si se emborrachara con las propias palabras, hasta que yo le interrumpí para decirle que tenía que presentarme en el cuerpo de guardia porque me llamaba el oficial. Entonces se quedó con la pipa en el aire —sin llevarla a la boca— disimulando su sorpresa. En sus ojos había una lucecita fría que me dio mala espina. Poco después salí recordando que algunos meses atrás el que entonces era oficial de guardia había dirigido la tarea de dar sepultura a millares de esqueletos de Monte Arruit. Yo trabajaba a sus órdenes y llevábamos todos un algodón en la nariz mojado con fenol, porque algunos esqueletos tenían carne todavía y olían muy mal bajo aquel calorazo.

»Me fui hacia el barracón pensando en el consejo de Haddu: “Cuidado, hay que tratar conmigo por lo bajini”. Pero era ya tarde para tomar precauciones. Me salieron al paso dos soldados de la guardia, con armas, y me llevaron al cuarto de banderas. Por el camino me preguntaban: “¿Qué has comido, cabo?”. Querían decir: ¿qué has puesto en tu estómago que te ha sentado mal? Era la broma acostumbrada. Pero la cosa tenía más importancia. Me había buscado la negra. Poco después estaba encerrado en el calabozo. Los arrestos leves se hacían quedándose el culpable en el cuerpo de guardia o en la compañía. Los verdaderos delincuentes eran enviados al calabozo. Desde el primer momento comprendí que aquello iba en serio.

»La cosa olía a cuerno quemado, que es el peor olor del mundo. Peor que el excremento».

En aquel momento y en el hospital olía a desinfectantes balsámicos, a listerina o algo así. Es que había pasado por delante de la puerta un carrito de curación empujado por el enfermero alemán.

Madrigal torcía el gesto antes de seguir.

«Se reunieron el día siguiente dos oficiales y un jefe y me llamaron a declarar. El comandante que presidía era hombre con fama de valiente, hijo de un héroe de la guerra de Cuba. Aunque era persona de costumbres normales, tenía maneras un poco femeninas —esos tipos valientes y afeminados hacen furor en el Ejército—. Parece, según me dijeron, que había ido a Marruecos a que lo mataran para dejar a su mujer y a sus tres hijas el sueldo de campaña íntegro como viudedad. Un hombre honrado. El hecho de que lo hubieran puesto como juez me asustó, la verdad.

»Pensaba con desesperación en Antonia y con envidia en su padre, que había sabido escapar a tiempo

»En general, los tres oficiales me trataban con bondad y aquella dulzura —que no se veía nunca en el Ejército— me escamaba mucho y me hacía pensar en el paredón de los cornetas. Porque yo había traicionado vendiendo municiones de guerra al enemigo, La cosa era seria. De matarilerón, era la cosa.

»El cuerpo del delito era una caja de cartón vacía con sus dos asas de cinta blanca, encontrada en un pozo de tirador en Dar Bona al hacer la descubierta. Y la caja tenía números e iniciales, señales de identidad en las que no había pensado yo cuando se las vendí a Haddu. En aquel pozo de tirador había estado un mohamed “matando oficiales de la mehalla”, al parecer. Allí me falló la “rutina”, lo confieso.

»No podía comprender que aquellos tres hombres que se sentaban detrás de una mesa cubierta con una manta cuartelera y que parecían gentes sin peligrosidad pudieran llevarme al paredón de los cornetas.

»La manta cuartelera olía a las lejías del despiojamiento.

»Naturalmente, yo lo negaba todo, pero mirando al comandante que presidía recordaba las palabras de Valero y pensaba: “Ahora estos aprovecharán la ocasión para mostrarse justicieros y decir a los de Madrid que en Ceriñola todo está en orden”. De aquel modo darían el pego, porque el coronel se aprovecharía de aquellos tres oficiales honrados para dar el pego, digo, en Madrid.

»Después de cada interrogatorio me llevaban a la prisión, me echaban el doble cerrojo y el proceso seguía su marcha.

»Iban y venían exhortas a Dar Bona y al zoco El Had y en esas idas y venidas aquellos tres hombres iban preparando mi matarile. Los vecinos de Cabrerizas iban a casa de Crisanto a buscar noticias sobre mi proceso (en realidad, a averiguar cuándo me fusilaban) y el suboficial jugaba su partidita como siempre.

»Antonia preguntaba:

»—¿Qué pasa con Madrigal?

»Se fingía dolido el suboficial.

»—Grave podría ser, niña mía. Cayó en delito de traición frente al enemigo.

»Entonces, la mujer de Crisanto dijo que un día en el Peñón de la Gomera habían fusilado a un hombre por robar municiones y vendérselas a los moros. Así el honor quedaba a salvo, como decía la vieja.

»—¡El honor! —respondía Valero poniendo un tres de oros encima del dos—. Cosa grande esa. Un cabo no tiene honor. Yo mismo, siendo suboficial, no tengo tanto honor como tendré un día, digo, cuando ascienda a alférez. Y soy el número seis en la escalilla. Me faltan cinco puntos para tener honor».

Oyendo hablar así a Madrigal me acordaba yo del honor del teniente Astete en Los cuernos de don Friolera. Tenía ganas de reír, pero no reía porque Madrigal seguía de lleno en aquella escena de la cantina. Hablando de Valero:

«Por fin se levantaba, doblaba el tapete verde y se despedía con el saludo mehallí. Crisanto respondía:

»—Y muchos años para disfrutarlo.

»Dos días después, Antonia le hablaba otra vez a Valero en la cantina:

»—Mi padre, desde Ras Medna, va a enterarse de lo que le sucede a Madrigal, ¿oye usted?

»—¿Hm? —preguntaba Valero atento a las cartas.

»Con la ira se le encendía a Antonia una lucecita en los ojos. Pensó Valero: “Perder la vida a manos de Haddu sería más tolerable que perder la amistad de Antonia”.

»Sin dejar de atender a las cartas, sacando la sota del extremo derecho y colocándola en el izquierdo, repetía:

»—Tiene suerte, Madrigal. ¿Tanto te interesas por él?

»Ella se iba a la cocina sin responder y quedaban las tiras de bejuco moviéndose rumorosas.

»Estaba mi calabozo en una de las esquinas de la muralla. La puerta era una reja de hierro y entre los barrotes yo veía a veces la rodilla doblada del centinela.

»Y le oía canturrear por la noche.

»Los cabos y los soldados de la guardia tenían orden de no responder si les hablaba. De día no contestaban y de noche yo me dormía en mi camastro oyendo sonar el levante en las almenas y las aspilleras. Oía también en mi recuerdo la voz de Haddu sobre la metrallosa y tenía la obsesión de aquella metrallosa dicha así, con nombre afrancesado.

»Por la noche creía oír a los chacales por la parte de Rostrogordo y tenían voz humana, de veras, con sus ayes de agonizantes.

»Olía allí a la grasa quemada de los calderos, porque las cocinas caían cerca. Es decir, no habían cocinas. Guisaban al aire libre, en un rincón, entre las murallas aspilleradas.

»Y oyendo a los malditos chacales pensaba en Antonia, nacida no del amor, sino de la venganza, y trataba de darte a ese hecho alguna razón, buena o mala, en relación conmigo. No lo conseguía.

»El levante me despertaba a veces y otras el relevo. Los soldados hacían la guardia con la bayoneta calada y un cartucho en la recámara, por si acaso. El ruido del cerrojo del fusil —cuando lo cargaban— me hacía sentir la miseria de mi situación.

»Oyendo el rumor del levante en las aspilleras pensaba: “Antonia ha nacido para ser el premio de un hombre que ha sido tan castigado en la vida, que no tiene más remedio que hacer algo tremendo”. Yo estaba dispuesto a hacerlo, pero ¿era tiempo de hacer algo aún? ¿De hacer qué? El viento en la puerta enrejada —el levante— me recordaba las mañanas de instrucción y las trompetas junto al paredón de piedra y adobe. Y aquella diana que los soldados cantaban con una letra cochina.

»Cuando no dormía por la noche, me entretenía en escuchar los ruidos remotos. A veces oía los rosetones de los molinos de viento que giraban sin elevar agua alguna.

»Durante el día los toques militares me hablaban de la vida de los otros soldados que gozaban de una relativa libertad y seguridad. Escuchaba los toques de corneta. El de reconocimiento era el mismo que el de oración. Los soldados decían repitiendo la melodía de la corneta y exagerando cómicamente la pena: “Camaraaa… ¡qué malito estás!”. A través de aquellas letras se traslucía una vez más la tontera de los soldados campesinos. Es verdad que el inocente es el que paga en la vida. ¡Y vaya si pagaban! Yo no era inocente, pero me había conducido igual e iba a ser aplastado también. Nosotros, digo los soldados, no teníamos sino que bajar la cabeza y morir de piojera (de tifus), de hambre o de los ocho tiros de la escuadra de ejecuciones. Yo no merecía otra cosa, lo confieso.

»Pensaba todo esto por la noche, oyendo girar los rosetones de las norias inútiles y tratando de calcular cuál sería la intervención que Valero había tenido en todo aquello.

»Algunas noches el levante me traía el olor de la mar, que es olor a mujer moza. O mosita, como dicen los andaluces.

»Una noche probé a hablarle al centinela:

»—¿De qué batallón eres?

»—Del mío —respondió el soldado, desapacible.

»La respuesta valía, sin embargo, más que el silencio.

»—Yo creía —le dije amistoso— que estabas en el mismo batallón que yo y por eso preguntaba, rediós. Una buena palabra la merece cualquiera.

»—¿Cuál es tu batallón?

»—El segundo. Está destacado en El Had, pero cuando salió yo me quedé en la compañía de transeúntes con un destino. ¿Cuánto te falta para cumplir?

»—La mitad y otro tanto.

»—Ya veo. Eres hermano y me niegas. Lo siento. Hoy estoy chapado yo aquí, pero mañana podrías estarlo tú, Esas cosas suelen pasar lo mismo con los quintos que con los veteranos.

»—Seguro, dice mi abuela.

»—Entonces…

»—Si te escucho más de la cuenta y se entera el sargento, me veo en globo.

»—Un sargento no empapela a un hombre por una cosa así.

»—Podría ser el oficial de guardia. Se dan casos.

»—El marica oficial no hace la ronda, y mucho menos a estas horas.

»—Tiene repentes, a veces.

»—Repentes de ladrones… El que no roba es solamente… porque no puede.

»—Cada cual va a lo suyo; a mí eso no me sobresalta.

»—¿Qué nos han dado hoy? Trompos con gusanos y agua de barril. Algo es algo. Carne son los gusanos. Más tarde esos gusanos se tomarán la venganza y se nos comerán también a nosotros.

»—No entiendo esa música.

»—Tú y yo y el otro, estamos haciendo el litri, entretanto.

»—Sobre todo, tú.

»—Abre la puerta y nos echamos al moro, que yo sé dónde nos recibirían bien.

»Rió el centinela con sorna:

»—No me gusta el cus-cus.

»—Yo sacaré una camioneta, que sé manejar. Hombres por hombres, al menos seremos libres, que el pájaro es libre cuando sale de la jaula.

»—Para caer en la trampa buscando el alpiste.

»—O no.

»—Para que se lo coma el alcaraván. Todos estamos fregados desde que nacimos. La comadrona nos pegó para hacernos llorar y desde entonces hasta el día de nuestra muerte será siempre lo mismo. Lo demás, monsergas y cuentos de vieja.

»—Abreme. Yo sé dónde está la caja del regimiento. Sacaremos un buen fajo y saldremos de naja, que el mundo es ancho.

»—Para esos enjuagues hay que ser un mandamás. Tú y yo somos demasiado pipiolos. El coronel es el que entiende la manufactura.

»—Al amanecer estaremos lejos.

»—Sería un malpaso. Menda va a su pueblo en septiembre con la media gaseosa.

»Quería decir con los papeles amarillos de la licencia.

»—De aquí a septiembre hay lugar para muchos percances. Tú puedes caer también.

»—Pero tú no lo verás. Los macabeos no ven.

»—¿Lo dices por el paredón?, ¡malafollá!

»—Yo no he dicho nada. ¡Que conste que yo no he dicho nada!

»Y con su falsa vergüenza, el centinela mostraba la satisfacción de hombre no empapelado ni amenazado. Le pedí que no denunciara aquellas palabras mías proponiéndole la fuga porque agravaría mi caso y el centinela pareció ofendido:

»—¿Por quién me tomas? A ti te podrán dar mulé, pero yo no soy un cañuto soplón.

»Y se ponía a canturrear, dando por acabado el diálogo:

Ay, arrabal rabalero

el de la niña en la puerta…

»A veces, el levante producía un alto silbido en las aspilleras que se mantenía varios minutos y yo lo sentía en las entrañas pensando en Antonia. ¿Estaría ella oyendo aquel mismo zumbido del levante contra su ventana florida? ¿Y lo sentiría ella en las entrañas como yo?

»Las cosas iban demasiado de prisa. Siempre pasa eso con la desgracia. La felicidad viene despacio y la maldición rápida como el rayo.

»En la cantina de la señora Tadea todo seguía como siempre.

»Un día, el suboficial Valero interrumpió su solitario, bebió el resto de su cerveza y dijo a Antonia:

»—Lo siento, pero Madrigal está perdido. Lo que se dice perdido.

»Antonia se le quedó mirando como se mira un zapato viejo:

»—Pida el traslado, señor Valero —le dijo secamente.

»Valero la miraba sin saber cómo entender aquello y ella añadió con la misma expresión: “Mi padre se enterará y podría pasarle a usted un desavío”. Balbuceaba Valero sin saber qué decir. Y entonces ella añadió sencillamente unas palabras tremendas:

»—Usted puede evitar que le pase a Madrigal lo peor. Si usted le salva la vida, podrá hacer de mi cuerpo lo que quiera. ¿Entiende?

»Decidió Valero hacer algo por mí, ya que en mi salvación tenía su gloria. No sé si lo hizo por miedo a Lucas el Zurdo o por amor a Antonia, o por las dos cosas. Valero llamó a un almacenista de víveres gallego, pariente suyo, y le dijo sin preámbulos:

»—El coronel no puede negarte nada por razones que tú y yo sabemos.

»Era verdad que aquel almacenista se repartía con el coronel algunos miles de duros todos los meses. El comerciante respondía:

»—Si es razonable lo que buscas, ven aquí y hablaremos. Pero no por teléfono.

»Bajó a la plaza el suboficial muy a regañadientes y fue al almacén de su amigo. Aquella gestión le parecía demasiado incómoda. No creía Valero que yo mereciera tanto. Salvarme la vida por teléfono habría sido bastante.

»Pero allí fue, a aquel almacén que olía a tocino, a alubias y a aceite rancio.

»El suboficial podía ser hombre de empuje, digo capaz de convencer a otros de lo que le convenía.

»—Pídele al coronel la vida del cabo Madrigal —dijo Valero al almacenista de víveres—. Está empapelado y lo veo en el paredón.

»Se rascaba el comerciante el pescuezo:

»Te equivocas, Valero, si crees que tengo tanta vara alta.

»—El cabo es inocente. Tú y el coronel tenéis vuestros enjuagues y lo que tú le pidas lo hará sin chistar.

»Tuvo también la tentación de decirle que si yo era fusilado, se le crearía a él un problema de vida o muerte, porque Lucas, el padre de Antonia, no andaba con bromas. Pero no se lo dijo, sospechando que entre amigos y medio parientes el riesgo de muerte del uno podía ser un aliciente gustoso para el otro. Así es la vida, y entre parientes nunca se sabe. Valero había vivido bastante para darse cuenta de aquello y le ocultó el peligro en el que estaba, por si acaso. Al mismo tiempo le dio a entender que tenía conocidos en Madrid y que podían dar un escándalo en los periódicos denunciando las irregularidades de los abastecimientos militares.

»El día siguiente Valero se acercó al calabozo por primera vez y me dijo con su voz de siempre, indolente y medio paternal:

»—No te apures, que no irás al muro. ¿Oyes, Madrigal?

»—No me apuro aunque vaya al muro, suboficial.

»Pero no era verdad. La noticia de Valero me quitó una parte de la angustia, porque, al fin y al cabo; la vida es lo único que tenemos. El viejo cabra me dio a entender que habla hecho algo por mí obedeciendo a la presión dulcísima de Antonia. “Pero no te hagas ilusiones —añadió—, porque aunque te salvaremos la vida nadie te quitará una condena a cadena perpetua”.

»Valero se presentó a declarar ante el juez diciendo que le constaba que me habían robado a mí del macuto los cinco paquetes de cartuchos porque yo se lo había dicho algunas semanas antes. Valero dijo que me había aconsejado que diera parte escrito al capitán de mi compañía. A partir de esa declaración, todo mejoró un poco. Yo lo supe en seguida.

»Por el momento me fue levantada la incomunicación y salía una hora cada día a pasear, vigilado. Iba y venía por el espacio central del campamento mientras cuatro centinelas, plantados a distancias regulares, me vigilaban arma al brazo.

»Yo paseaba en diagonal, o paralelo a los barracones. Los cuatro centinelas con bayoneta calada acotaban los puntos extremos de un gran cuadrilátero. Yo iba y venía, sabiéndome observado. Los soldados me miraban desde las gradas de cemento de cada barracón, pensando: “Ese es y no querría yo estar en su piel”. Nadie se acercaba a hablarme y tampoco yo esperaba que se acercaran. Un día se presentó Antonia en la puerta del cuartel que daba al lado de Cabrerizas. Yo la saludé desde lejos y ella me sonrió tristemente. Se veía que tenía ganas de llorar, pero no lloró porque la miraban los soldados.

»Uno de mis centinelas canturreaba por lo bajo:

Compañías carcelarias

que despliegan en guerrilla

por las Cabrerizas Altas…

»Aquella tarde vi a Valero que salía del cuartel y que se me acercaba con ganas de decirme algo. Pero al mismo tiempo salía el comandante de la guardia con el sable al brazo y Valero no quiso que lo viera conmigo; es decir, con un sumariado. En lugar de acercarse a mí, Valero desvió el camino y se fue a Cabrerizas a jugar su partida con Crisanto. Pero Antonia ya no le servía la cerveza. Lo hacía la vieja señora Tadea. El suboficial disimulaba, ponía una sota encima de un caballo y decía de vez en cuando:

»—Dígale a Antonia que no se apure por Madrigal.

»Y a Antonia le dijo, viéndola más adusta que nunca:

»—No me tengas inquina, muchacha, que yo sé olvidar las promesas difíciles. He hecho lo que tenía que hacer sin esperar al premio. Nada te pido, sino tu buena voluntad. ¿Oyes, Antonia?

»El viejo huevón había conseguido quitármela a mí, aunque fuera para él, y eso le bastaba para sentirse a gusto en sus razones.

»La acusación contra mí se mantuvo, pero sólo fui condenado quince años y un día. Podría haber sido absuelto también. No digo que no y haber salido libre como el pájaro en el aire, pero para eso habría necesitado la influencia y la gestión de dos proveedores más de víveres, al menos. No lo digo con mala sangre, sino de verdad. Mucha gente honrada había entre los oficiales y aun diría yo que la mayor parte lo eran, pero aquel coronel merecía la misma suerte del Gallinazo. Eran esos jefes más dañinos para España que Abdel-el-Krim.

»Las grasas del rincón de las cocinas comenzaron a oler menos mal, pero la sentencia me aplastó. De un modo u otro, era privarme de Antonia para siempre, y yo lo sabía.

»De noche volvía a oír el viento en las aspilleras y las malas ideas acudían a mí, todas juntas. Debo confesar que aquel gemido del aire en las aspilleras, a pesar de los pesares, me daba una especie rara de placer. No habiendo sido afortunado en la vida y siendo, al fin y al cabo, mi juventud como la de cualquier otro, pues, la verdad sea dicha, me sentía injustamente castigado. Pensaba en la vida civil y en Zaragoza como en el paraíso.

»Malo es sentirse así, pero hay otras cosas peores. Porque todavía cuando uno cree que ha sido atropellado por el destino le queda a uno el recurso de levantar la cabeza al cielo y pedir explicaciones. Eso es. Es lo que hacía yo, de noche.

»Está bien eso de poder decir “aquí estoy yo, bueno o malo, rico o pobre, grande o pequeño. Yo, que no le pedí a nadie que me trajera a la vida”. Y esas palabras no las decía yo, sino el viento en las aspilleras. Mí calabozo tenía aspilleras en lugar de ventanas, aspilleras para disparar con rifle, iguales a las que había en el resto de la muralla. En aquellas aspilleras se estaba el levante a veces con una nota alta casi media hora, y parecía un sollozo no de mi madre, sino de la madre de toda la puerca humanidad. Aquel gemido del viento en las aspilleras me recordaba las marchas militares por tierras secas, donde sólo encontrábamos algún esqueleto de caballo y tal vez de hombre, que tan lastimosos son el uno como el otro, y más la calavera del caballo con la tremenda simpleza de sus dientes amarillos. ¿Qué había hecho yo sino querer a Antonia? ¿Es tan malo querer a una mujer? Vendí cartuchos a un moro, es verdad, pero más soldados españoles mataba el hambre y la enfermedad por desidia y por latrocinio.

»Y a ciertas gentes se les llenaban las arcas de oro, se enriquecían. Podían ofrecer esos tíos muchas cosas a su hembra y yo sólo pude ofrecerle a Antonia mi muerte —estaba seguro de morir en el presidio—, que no sería siquiera una muerte gallarda. Sería la muerte callada de un granuja.

»Y todavía el levante en las aspilleras me permitía sentirme en mi desgracia superior a otros hombres, como Valero, que estaba en libertad. Moriría no como un granuja, sino como un granujilla. Un pobre diablo que se atrevió a enamorarse.

»No se trataba de ganas de morir ni de romanticismo, porque lo que tengo yo de romántico no pasa de mi nombre —Madrigal—, sino de alguna clase de gozo.

»Creía entonces y erro ahora que morir frente a una escuadra es una de las muertes mejores, porque es una muerte sin enfermedad y con menos miserias que las otras, o sin miseria alguna. Aquello de caer frente a ocho tíos que esperan verle a uno desfallecer y poderles decir hijos de puta, es algo grande y no hace falta explicar por qué. Finalmente —ya lo dije antes— porque aquella habría sido la muerte hermosa que podría haberle regalado a Antonia. Mi ramillete oloroso.

»Pero volviendo a lo de antes, digo al cuento de mis desgracias, no todo fue tan malo. Como se puede suponer, Antonia no cumplió la promesa que hizo a Valero, y después de ser yo sentenciado y llevado a prisiones se fue al campo y nadie volvió a saber de ella en Cabrerizas. Preguntaba el suboficial ansiosamente: “¿Era el moro Haddu quien se la llevó? ¿O su propio padre?”. Nadie supo o quiso darle razón. Desde que la gente comprendió que me había jugado una mala partida comenzaron todos a darle de lado a Valero. Aquella miserable gente de Cabrerizas que yo creía despreciable, tenía también su sentido de la justicia, y cuando yo me enteré confieso que me llevé una sorpresa. Le hacían pagar a Valero su faena conmigo. Pobre gente.

»Comenzó Valero a emborracharse, lo que contribuyó a hacerle perder la estimación. Salía de la cantina dando traspiés y los chicos, moros o españoles, le gritaban palabras feas. El piojito se atrevió un día a tirarle un troncho de col. Valero se volvía hacia él y le decía con las de Caín:

»—Niño, ¿cuándo vas a subir al cielo?

»Pasé ocho años en el penal. Muchos años, que me dieron la moral del presidiario para el resto de mi vida, creo yo. En cuanto a Valero, me lo había quitado todo, el viejo cabra.

»Trabajé en el taller de la prisión y en mi oficio de tornero, ganando incluso un pequeño salario que se me fue acumulando con el tiempo. La vida allí no era peor que en el cuartel y lo único amargo era la falta de noticias de Antonia, sobre todo sabiendo que desde el penal a Cabrerizas Altas no había más que cinco kilómetros.

»Oía de noche el mar y me consumía yo allí, tan solo.

»Allí supe distinguir los olores de la piedra, del cemento, del cordobán y de la grasa de los torniquetes. Estos, en mi taller, claro.

»Los otros presos eran buena gente, dentro de lo que se puede esperar en un penal, claro. Había porquerías y riñas. Yo me salvé de aquello porque estaba enamorado como un zoquete o como una bestia o como un ángel. (Yo diría que lo estaba de las tres formas).

»Aprendí a fabricar algunas piezas de recambio para las ametralladoras y hasta para la artillería ligera, pero aquel trabajo, siempre el mismo y la idea de que no volvería nunca a ver a Antonia me iban entonteciendo, creo yo. La sangre por lo menos se me agriaba.

»Opinaba yo que en la vida militar sucedía todo lo contrario de lo que solían decir los periódicos y los libros. Por ello, ser soldado no me parecía honroso, sino vil, al menos en aquel entonces.

»Una miseria desde todos los puntos de vista.

»Me sentía más satisfecho de mí estando en la cárcel. Aunque, como se puede suponer, el alejamiento de Antonia me tenía desesperado. Ya dije antes que en la población penal había de todo, pero no eran mala gente. Había casos de degeneración disimulados y ellos mismos se avergonzaban, creo yo. Sólo había un marica verdadero y franco, a quien llamábamos la “tía Gila”.

»Era una equivocación de la naturaleza, porque no tenía pelo en la barba y sus caderas eran redondas. Parecía una mujer —mientras no hablaba— y si lo hubieran vestido con faldas nadie habría dudado. Pero cuando hablaba sacaba una voz aguardentosa, de macho, violenta y agresiva. Una voz ronca que sólo he oído en algún burdel de Málaga.

»Tenía sus ideas “la tía Gila”, no creas que no. Lo metieron en la cárcel por complicidad supuesta o verdadera en el asesinato de una cantinera en Kandassi, mucho antes de que yo llegara a Melilla. Y no quería salir, digo, de la cárcel. Así como otros hacíamos méritos para que nos redujeran la pena, él parecía sentirse a gusto y hacer lo posible para continuar encerrado. ¡Hace falta ser cabrito para no desear la libertad! Hasta un cerdo, hasta un gato, hasta el último animal se juega la vida por conseguir la libertad. Bueno, en su caso, ¿quién sabe? Por lo menos tenía cama, comida, médico gratis. Y como no tenía afición a las mujeres, no las echaba de menos. Al revés, le gustaban los hombres y allí no faltaban.

»Parece que en la guerra había sido valiente. No lo entiendo.

»Uno de los rasgos de su afeminamiento era su necesidad de andar husmeando noticias y comadreos por todas partes. Sabía mejor que nadie lo que pasaba dentro de la prisión y también fuera, en las inmediaciones. Pero no le pude sacar nunca una palabra sobre la familia de Crisanto ni sobre Antonia. Es verdad que conmigo no se liaba, porque el hecho de que yo hubiera vendido municiones de guerra a los moros para llevar al cine a mi novia le parecía a la “tía Gila” una verdadera ignominia.

»Era patriota “la tía Gila”. Había estado en el Tercio y allí lo llamaban “la Turquesa”, nadie sabe por qué. Era muy receloso; no se fiaba de mí, no se me acercaba nunca y cuando otros hablaban bien de mí, ella arrugaba la nariz y ladeaba la cabeza con un gesto altivo de asco. Y decía: “Nosotros los del Tercio…”.

»No me podía perdonar que les hubiera vendido cartuchos a los “morancos” —así decía ella—. Cada vez que decía “nosotros los del Tercio…” solía recibir una patada o una bofetada de alguno de los soldados del Tercio que había en la prisión y que se sentían disminuidos. Entonces, “la tía Gila” se ponía a llorar y decía:

»—Conmigo os atreveréis ustedes, con una pobre mujer indefensa.

»Para los soldados del Tercio, que eran echados palante y bravucones, la presencia de “la tía Gila” era la peor incomodidad que sufrían en la prisión. Era verdad que había estado ella en la Legión extranjera, eso no podían negarlo y les avergonzaba. Le daban una paliza cada vez que declaraba haber estado en el lercio. Es natural.

»A veces, “la tía Gila” decía a alguno con su acento andaluz exagerado:

»—Unos llevamos la fama, pero otros cardan la lana.

»Tenía razón “La tía Gila” no era el único que practicaba la homosexualidad, pero era el que recogía todas las descargas, más o menos secretas, del escándalo.

»Yo le llegué a tener simpatía porque vi que se conducía como una buena mujer con los que necesitaban ayuda, con los enfermos, con los que eran castigados. A veces, en el taller hacía el trabajo suyo y el de otros. Y siempre encubría y disimulaba y protegía a los que caían en alguna clase de culpa con la administración. Para mí, después del primer año, llegó a ser “la tía Gila” un ser inocente, asexuado y algo así como una monja. Una monja viciosa, claro, que las hay.

»Un monstruo. Iba y venía meneando las caderas y llamando hijos míos a los presos. Yo aguantaba la risa. A veces no podía, soltaba la carcajada y ella se apartaba y decía: “El putrefacto se carcajea”.

»Porque a mí me llamaba el putrefacto.

»Yo no la trataba mal. Pero ella se daba cuenta de que la despreciaba. En una o dos ocasiones la protegí y ella me respondió insultándome. En su rencor contra los que la protegíamos se veía, quizá, el último adarme de masculinidad que le quedaba.

»¡Hay que conocer por dentro la vida de un presidio para saber a qué atenerse! Nunca se podría imaginar la pequeñez y la estrechez y la virulencia —todo junto— de las pasiones de la gente presa. Como los valores que rigen fuera de la prisión no existen allí, la gente inventa otros y se crean clases, jerarquías sociales, diferencias sobre los más pequeños incidentes. Cada uno dedica las veinticuatro horas del día a demostrar a los otros que es más que ellos y para eso suelen procurar el envilecimiento del vecino a toda costa. ¡Qué cosas inventan para lograr emporcar al prójimo!

»Luego, a fuerza de estar encerrados, el carácter de cada cual se agria y la obligación de ver todos los días las mismas caras a las mismas horas enloquece un poco a los presos más… bueno, yo diría más vitales. Eso es. A los más vitales.

»Por ejemplo; había un pobre diablo desesperado que no hablaba con nadie y que se pasaba el tiempo tumbado en un rincón diciendo que estaba enfermo. Iba al taller porque un sargento lo llevaba a puntapiés. Pero cuando acababa la jornada se tumbaba en su jergón y allí se estaba sin querer comer, con los ojos cerrados. Se veía que había decidido morirse. Quería morirse, pero a pesar de todo estaba lleno de salud. Pues bien, la tía Gila le llevaba la comida a su camastro, le hablaba con amistad, lo trataba como una madre. Los otros presos se burlaban del uno y de la otra y yo salía en defensa de la tía Gila. Marica o no, aquel individuo tenía un corazón. Como hombre era ridículo, pero no como mujer.

»Yo lo defendí dos o tres veces, y sin embargo la tía Gila me miraba a distancia con desprecio:

»—Defiende a tu madre —decía— y no te ocupes de mí.

»Aunque ella me llamaba también hediondo, la que olía mal era ella. Algunos días se habría dicho que menstruaba como las hembras. Aguantaba yo mis angustias, como cada cual, en cuestión de sexo. Cuando se está en libertad parece más fácil pasarse sin mujer. Pero la idea de estar separado del mundo y sobre todo de las mujeres le pone a uno calenturas raras en la cabeza. Y en eso del sexo, como en todo, lo peor es la cabeza, digo, lo que uno imagina. Lo que yo imaginaba era que algo había en mí que funcionaba mal —digo, en mi carácter y en la manera de conducirme— cuando a mi edad (veintiséis años) todavía no había tenido una hembra en los brazos. Bueno, digamos la verdad, había estado algunas veces en el Buen Tono, un prostíbulo del Polígono, donde la mujer costaba poco. Es verdad que salía uno con blenorragia las más veces, pero luego la curación en el cuartel era gratis.

»Lo enviaban a uno al hospital. Después, como castigo y como medida de higiene, le hacían los médicos a uno la fimosis —no sé si se escribe así—, que es lo que los judíos llaman la circuncisión. Para eso le ponían a uno a caballo en una especie de armatoste que se levantaba dándole a un pedal. Y allí te recortaban a uno la piel del prepucio y luego la cosían.

»A eso le llamaban los soldados “subir al burro”. “¿No te han subido todavía al burro?”, preguntábamos a veces. Por la noche, mientras dormía uno se producía alguna erección como es natural, y los puntos de sutura dolían y había que ver a los operados recientes pasear encogidos de noche por la sala insultando a las once mil vírgenes y esperando que el frío de las baldosas redujera la cosa.

»Olía aquella sala a permanganato y a yodoformo, esto, creo yo para los que tenían chancros sifilíticos.

»Yo había estado en el Buen Tono y como soy hombre de cierta prudencia en mis costumbres, cuando vi que tenía gonorrea, pues dejé de fumar y de beber. Tampoco bebía café ni té morisco —que son excitantes—. Y ni casi comía. Así, pues, cuando me llevaron al hospital estaba mucho mejor que los otros y el médico me dio de alta pocos días después. Me había hecho subir al burro, como a los otros, claro. De eso no se libraba nadie. Salíamos de allí hechos una especie de judíos honorarios.

»A los veintiséis años de edad yo estaba, pues, en el caso de ser un hombre que había sufrido casi todos los inconvenientes del amor sin haber gozado ninguna de sus delicias. El beso que le di en la nuca a mi tía me costó ir a Ceriñola 42; la vez que me acerqué al Buen Tono e hice el amor, si se puede decir que aquello era el amor, me costó la enfermedad, el hospital, el subir al burro, etc. Después, el amor limpio de Antonia —la amistad con inclinación amorosa de aquella criatura— me llevó a dos pasos del paredón de los cornetas. No me quejo, sin embargo. ¡Yo, que desde los dieciséis años podría haber sido el amante perfecto de tantas mujeres!

»Como digo, no había tenido ninguna. Era una especie de inmaculada virgen gonorreica, condenada por malas costumbres, con mala fama, con todos los inconvenientes del libertinaje, pagando culpas de todas clases y, como digo, virgen. Todas aquellas cosas juntas supongo que me daban un aire merecedor de alguna clase de desdén, y la tía Gila no dejaba de percibirlo y de aprovechar la ocasión. Me despreciaba desde el fondo de su falsa matriz, la gran puta.

»Porque ya digo que en la cárcel cada cual andaba buscando oportunidades en las cuales basar su desdén por los otros. Cuando no las encontraba, había que inventarlas, y hasta los más imbéciles descubrían algún motivo. ¡Qué cosas inventaban! Yo al principio me indignaba, después me divertía y a los dos años de estar en el presidio todo me tenía sin cuidado».

A medida que oía hablar a aquel pobre Alfonso Madrigal iba cobrándole respeto. En el hospital lo trataban como a un miserable cuya vida no le interesaba a nadie. Yo iba sintiendo incluso un poco de amistad y ya no me complacía tanto en decirme a mí mismo que era un pariente lejano.

Podía ser un pariente próximo.

Pero él seguía:

«A fuerza de pensar en mí mismo llegué a tener ideas medio religiosas. Pensaba por qué habíamos venido a la vida y por qué nos golpeaba tanto la Providencia y qué era lo que salía ganando Dios o quien fuera con mis desgracias.

»Como se puede pensar, cada día me envolvía más en oscuridades y conflictos y acababa volviendo a lo que el cura de la prisión llamaba mi escepticismo. Porque todo lo arreglan los curas poniendo nombres a las cosas y diciendo un latinajo para hacernos ver nuestra ignorancia. En definitiva; lo que hacía el cura era lo mismo que los presos entre sí. Venía a decir: “Tú eres menos que yo. Baja la cabeza, desgraciado, que eres polvo en el polvo. Obedece, oveja descarriada y calla”. Un día le hablé claramente:

»—Todo lo que dice usted me parece bien, pero nunca acabo de creer en la Iglesia. Aunque quiera, no puedo.

»—¿Qué es lo que te molesta, la autoridad?

»Olía el aliento del cura a buen tabaco; mucho mejor que el mío, y ya eso me ponía la mosca en la oreja. Cuando yo le decía que me molestaba la autoridad, él levantaba la cabeza y explicaba con una desgana de persona que está perdiendo el tiempo —su precioso tiempo:

»—Eso es satánico orgullo.

»Yo le respondí un día: “Será orgullo, pero todavía no me he atrevido a pensar y mucho menos a decir que hablo en el nombre de Dios como usted”. Eso le dije. Se quedó muy incomodado y luego, comenzó a intrigar con la administración. Cuando vi que si le llevaba la contraria me enviaba a limpiar los retretes, decidí no discutir más con él y darle la razón en todo. Hasta la tía Gila me despreciaba cuando andaba castigado en aquellas faenas. Sobre todo la tía Gila. No es que yo crea que un invertido sexual sea un tipo a quien hay que negarle el pan y la sal. Es un enfermo, en definitiva, y no es responsable de su dolencia. Pero no podía evitar un movimiento de retroceso y de asco.

»Recuerdo algunas cosas inolvidables.

»Dos a tres veces que nos dieron vino con la comida, ella consiguió favores especiales en la cocina, bebió más de lo que hacía falta para emborracharse y es fácil imaginar lo que sucedió. Se desnudó en el patio durante la hora de recreo y lo mismo quiso hacer con su conciencia; es decir, con su alma —digámoslo así—. La cosa tuvo un final muy feo, porque los otros legionarios le pegaron saliendo por el decoro de su legión, como es natural, y entonces hubo quien quiso pegarles a los del Tercio. Se armó una considerable marimorena y los empleados intervinieron a golpes y los centinelas estuvieron a punto de disparar.

»Luego se vio que los de la administración defendían también a la tía Gila. Es verdad que ella era perfecta como maricón y si nosotros hubiéramos sido la mitad de perfectos como machos o como presos o como lo que fuéramos, mejor nos habría ido a todos. Recuerdo que la tía Gila hizo un discurso así, más o menos:

»—Yo no debía estar en esta cárcel melillense sino en otra en la península, porque soy persona de mérito y valor por valor, tanto vale el mío como el de otro. Yo nací en un barrio de Málaga y serví en mi juventud en varias casas de niñas, apuntando las cuentas del ama. No me llamaban entonces todavía la tía Gila, que eso vino de un pintor que había en el Tercio y que se había venido a buscar el tiro en la frente después de encontrar a su mujer acostada con otro. Pero hasta entonces, en Málaga me llamaban Rafaé. Que mi nombre es Rafaé Millán de las Heras. Don Rafaé, eso es. Pero aquí hay gente tirada que no entiende lo que es el decoro y que le ha vendido municiones al enemigo. Gente como Madrigal. ¿Y cómo voy a esperar que tipejos como ese lleguen nunca a entender mi caso?

»Después, la tía Gila andaba correteando y brincando para dar con el trasero contra las paredes. Entretanto, decía que le faltaba un sexo femenino como el de las cabras y que con eso habría sido feliz.

»Los del Tercio le volvieron a pegar. Yo intervine en favor de aquel miserable, pero uno de los legionarios acertó a colocarme un buen puñetazo que me derribó en tierra. Cuando desperté, la tía Gila reía como un chacal nocturno y me insultaba. Se ponía de parte de sus verdugos contra mí, que lo había defendido.

»—Vaya —dije yo al estilo andaluz— se ve que tenéis ustedes espíritu de cuerpo.

»Los legionarios eran caballerosos a su manera, digo puntillosos. Creyeron que yo me burlaba y vinieron y me pegaron otra vez. Espíritu de cuerpo. Caí a tierra y la tía Gila me dio una patada en la cara rompiéndome dos dientes delanteros.

»En fin, todo aquello pasó y salí de presidio en 1930 con la amnistía del general Berenguer. Fui a buscar a Antonia, pero la cantina de Crisanto había desaparecido. Por entonces a mí me llamaban el Mellao por el hueco que me quedó en los dientes.

»En cuanto a Valero, había ascendido a alférez y muerto poco después en la toma de Tizzi Aza, no lejos de donde cayó el teniente coronel Valenzuela, un hombre bravo si los había. Yo me alegré, lo confieso. Digo, de la muerte de Valero.

»Como nadie me daba noticias de Antonia, con el dinero de la prisión saqué pasaje para España pero recordando las opiniones de Antonia dudaba y tenía la seguridad de que por muchas amnistías que hubiera ni ella ni su padre volverían nunca a la Península.

»Revendí el billete, perdiendo algo, y me dediqué a buscar a mi antigua novia. Necesitaba saber si se había casado (esto me parecía peor que su muerte, así es el egoísmo de los enamorados) o si seguía soltera. La idea de hallarla soltera y poder casarme con ella me enloquecía como antes de ir al presidio. Un poco desfigurado estaba yo con la falta de dos dientes, pero si evitaba el sonreír no se me notaba. Y, además, tal vez podría arreglar aquello un dentista.

»Iba todos los días al cafetín árabe de la Marina con la esperanza de encontrar a Hadadu, pero no lo vi ni supo nadie darme razón.

»Entretanto, yo me las componía con los ahorros de la prisión. Me habían prometido empleo dos personas, pero una se desdijo al saber que había estado en presidio y la otra no acababa de organizar el pequeño negocio que llevaba entre manos y del cual dependía mi empleo.

»Aburrido de no encontrar a nadie que me diera noticias de Antonia, volví a Cabrerizas y busqué entre la gente más vieja. Encontré a la viuda de Chafarinas, la del gramófono, que estaba como si los años no hubieran pasado por ella. Tenía discos nuevos y aquella era la única señal de paso del tiempo.

»Seguía con el trasero más alto de lo que se podía esperar.

»Como yo salía de presidio pensé que podría aquello ser un aliciente conociendo sus inclinaciones, pero era ella también una puta del género patriótico y decía que quería criminales de sangre y no traidores.

»Así y todo, después de algunas semanas de andar por Cabrerizas pude conseguir que la viuda del gramófono me dijera algo en relación con la vida de Antonia. Ella no sabía nada, pero estaba segura de que Crisanto podría informarme.

»—La Tadea murió, ya lo sabrás —yo dije que sí para evitar explicaciones—. Pero, Crisanto vive.

»La gente de Cabrerizas sabía dónde estaba Crisanto, pero no solía decirlo por decoro. Aquello me extrañó. Nunca pude imaginar que hubiera en Cabrerizas ninguna clase de sentido moral ni de orgullo de barrio. La viuda me decía, bajando la voz:

»—Creo que Crisanto está en el Doble Tono. Por lo menos ha estado empleado allí como hombre de brega y matón.

»Yo me espantaba, porque Crisanto era un bendito incapaz de energía ni de violencia, pero la viuda aclaraba:

»—O vigilante, o cosa así. No creas que Crisanto es el mismo de antes, porque desde que murió la Tadea ha cambiado mucho. Era su mujer que lo quería demasiado y lo tenía al pobre hecho un mandria. No lo conocerías ahora. Es un tío bragao.

»Aguantaba yo la risa, incrédulo, pero salí en seguida hacia el Doble Tono. Ya dije que había en el Polígono, entre otros burdeles, uno que se llamaba el Buen Tono y otro el Doble Tono y la diferencia estaba justificada por los precios, ya que en el segundo las muchachas costaban diez pesetas en lugar de cinco.

»Me extrañaba que Crisanto, en los últimos peldaños de su decadencia, hubiera ido a parar a un lugar todavía de cierta distinción como aquel.

»Cuando llamé salió a abrir una daifa y me dijo huraña:

»—Si vienes de pelma estás de más, paisa.

»Iba a cerrar cuando apareció el mismo Crisanto en persona que me reconoció por la voz.

»Parecía más alto —llevaba botinas de bailaor andaluz—, se había dejado bigote y andaba con una camisa de manga corta que mostraba los antebrazos con los tatuajes del presidio de Ceuta. Es decir, que entonces se enorgullecía de ser un expresidiario y al parecer con Tadea habían muerto sus esperanzas de una vida decente, si es que las tuvo alguna vez.

»La casa de niñas olía a pachulí y a agua de colonia añeja.

»En el patio había palmeras con lazos de seda sujetando las palmas.

»Era Crisanto en el Doble Tono un rufián con todos los requerimientos de la profesión. Detrás de él llegó una vieja sarmentosa que me miraba en silencio como un búho. Yo no podía sostenerle la mirada.

»Pregunté por Antonia, pero Crisanto se puso a hacerme consideraciones morales sobre mi delito, mi proceso y mi condena y sobre lo mal visto que había sido el hecho de que traicionara por unos billetes de diez duros. Yo lo dejaba expansionarse pensando que si hubieran sido billetes de mil le habría parecido bien, y cuando terminó, repetí mi pregunta:

»—¿Dónde está Antonia?

»Él se puso otra vez a hablar de mi delito y entonces la vieja de ojos de búho dijo con una voz afónica:

»—Lo que el caballero quiere saber es dónde está la Antonia.

»El “caballero” era yo. Crisanto me miró en silencio, gravemente.

»—Más vale que la olvides a Antonia —dijo por fin—. En serio, Madrigal. Si la vieras, no la conocerías. No. No es la vejez. Es que va vestida de mora, lleva la cara cubierta, las manos con la palma pintada de rojo y una estrellita azul tatuada en la frente encima del caballete de la nariz. Como una Fátima verdadera.

»Tenía miedo yo a hacer algunas preguntas:

»—¿Soltera?

»—Soltera.

»Debí mostrar alguna clase de alegría en los ojos, porque Crisanto añadió como si quisiera desengañarme:

»—Para el caso es como si no lo fuera. Es peor que si estuviera casada.

»Quise que me explicara, pero en aquel momento llamaron a Crisanto desde un cuarto interior y se disculpó y me dejó con la palabra en la boca. La pupila que me había abierto la puerta me invitó a sentarme. Y yo miraba el patio con columnas doradas y alguna otra palmera enana. Había alfombras y cortinas de tisú de plata o que lo parecían. Yo pensaba que había prosperado aquel burdel, en los últimos años. La vieja bruja decía:

»—Hemos mejorado el mueblaje, pero la ocupación sigue costando lo mismo: dos duros.

»Cuando volvió Crisanto venían con él dos chicas más que me miraban con cierto respeto, por lo que deduje que mi amigo debía haberles dicho que acababa yo de salir de presidio y no debió decir la causa de mi condena para no desprestigiarse él mismo con aquella clase de relaciones. Debían suponer las daifas que yo era un criminal nato. Aquello me daba tono con las pupilas del Doble Tono.

»Llegaba Crisanto con las dos buenas piezas:

»—Aquí —dijo presentándomelas— la Blanca y esta otra es la Irene.

»—Sea para bien.

»Ellas respondieron con ceceos y miradas oblicuas. La coquetería de las mujeres es cosa que siempre me ha caído bien».

Madrigal hacía una pausa en su minuciosa narración para encender un cigarrillo y darle dos o tres succiones.

En aquel momento el hospital olía raro y yo trataba de identificar el olor que era así como a leche materna y a pañales de infante.

Pero Madrigal volvía a hablar. Estaba —en sus recuerdos— frente a Crisanto, el rufián.

»Preguntaba yo a mi amigo si estaba empleado permanentemente en aquella casa y él decía con una expresión de falsa modestia:

»—Tengo a cargo las bebidas.

»—Y los bebedores, cuando alguno se desmanda —dijo Blanca.

»Me pedían que las convidara a un anisado con soda. Yo accedí y Crisanto fue a buscarlos y me los cobró con descuento.

»La vieja explicó muy afable:

»—Para los cabritos es tres veces más caro.

»Blanca me cogió del brazo —estábamos sentados en un diván— y aclaró amablemente:

»—Este no es cabrito, que es mi amigo.

»Crisanto me hablaba del difunto Valero con esa gravedad un poco protectora que se emplea para hablar de un amigo muerto. El suboficial era un caso perdido desde que yo entré en la cárcel; es decir, más bien desde que Antonia salió de Cabrerizas. Daba vergüenza pararse a hablar con él en la calle. Parece que el ascenso le llegó cuando estaba ya a punto de que lo enviaran al hospital y al verse alférez se sintió hombre nuevo, quiso salir al campo y hacer su servicio como cada cual y mostrar sus redaños. Lo enviaron a un puesto avanzado. Andar con veinte hombres en las avanzadillas arrastrando la tripa por el suelo no era cosa para gente de su edad. Pero Valero decía que si como suboficial estaba bien detrás de la mesa de una oficina, como alférez se sentía un poco ridículo al lado de los jóvenes recién salidos de la academia y decidió ascender por méritos de guerra o liarla.

»Y la lió sin dejar de ser ridículo, el pobre. Es lo que pasa.

»Trajeron el cuerpo en el lecho de un autobús de viajeros, tapado con una lona impermeable —la misma que se suele emplear para cubrir los equipajes—, pero le dieron su buen ataúd con manillares blancos de metal, a cargo todo de la paga del mes, porque cuando lo mataron era día veinte y las pagas estaban devengadas desde la revista de comisario del día uno.

»Una de las pupilas del Doble Tono dijo a Crisanto:

»—Y tú pusiste algo de tu bolsillo particular.

»Crisanto abrió los brazos con modestia:

»—La corona, con un letrero de purpurina que decía: De Crisanto y Tadea, con el deseo de la paz eterna. Valero murió como un héroe y merecía respeto.

»Recordándolo, Crisanto se enjugó una lágrima por el alférez y otra por la Tadea.

»Al entierro fue muy poca gente: Crisanto, dos hembras del Doble Tono, la vieja costurera de Cabrerizas y la viuda de Chafarinas, la del gramófono. ¡Ah!, también fue el Piojito.

»La de Chafarinas lloraba como si Valero hubiera sido su amante y repetía que había estado Valero —el héroe muerto por la patria— enamorado de ella. Mentira, pero tenía la vena romántica.

»—Yo también fui al entierro —dijo la vieja de la voz aguardentosa.

»—¿Cómo?

»A veces no la oía bien porque se le quedaba la voz dentro de su pecho acartonado y seco. Y ella, viendo que yo le prestaba atención, añadió:

»—Antes de enterrarlo, a Valero se le abrió la piojera.

»—¿Eh? —pregunté yo sin entender.

»—Se le abrió y se llenó de gusanos que era una perdición.

»No entendía aquello y tenía miedo de que la vieja me explicara más.

»—¿Dónde puedo ver a Antonia? —pregunté con algún temor.

»Dijo Crisanto a las mujeres que yo estaba enamorado antes de entrar en el presidio y salía ocho años después tan enamorado como entré. Eso las conmovía y me miraban con admiración porque las prostitutas suelen ser las mujeres que toman más en serio el amor y la fidelidad.

»En resumen de cuentas, Crisanto no quería ayudarme a encontrar a Antonia:

»—Yo estoy todavía en buenos términos con Lucas el Zurdo —decía— y no quiero perder su amistad.

»—¿Sabe el padre —pregunté— que yo estoy en libertad?

»—Sí, sabe que cumpliste la condena, pero dice que eres hombre para poco, y que sólo los gallinas se dejan atrapar. El padre de Antonia se conduce como un saltatumbas anticristo renegado.

»Había que considerar la vida que había tenido Lucas —decían las niñas defendiéndolo—. Treinta años por aquellos secarrales sin el arrimo de nadie, echado al monte con un rifle y durmiendo a la intemperie con un harapo en las narices para defenderse de la arena del levante.

»Una vida peor que la del chacal aullador.

»Todo lo que pude conseguir de Crisanto fue que me dijera que entre el Zaio y la frontera de Argelia había un sufí o anacoreta moro que podía darme noticias del padre de Antonia y de ella misma. Debía ir yo allí y preguntar por Ben Hamet el Hach de parte de Crisanto. En un morabito construido al pie de una palmera famosa; es decir, una palmera sagrada.

»—No tiene pierde —repetía—. El moranco que vive allí te dirá dónde está Medua, si quiere. No le digas que vas departe de Crisanto, el del Doble Tono, sino de Crisanto el de Cabrerizas. Eso es importante.

»Yo calculaba cómo iría al Zaio. Una de las hembras me dijo que había un barquito que iba a Cabo de Agua desde Melilla y que una vez allí la distancia no era mucha.

»Luego supe que había un autobús desde Melilla hasta el Zaio mismo, pero resultó que no funcionaba porque habían descubierto que hacía contrabando de armas con Argel y la empresa, que era humilde, no pudo pagar la multa y decidió declararse en quiebra.

»Después de pensarlo un poco creí que lo mejor sería ir caminando. No había sino dos jornadas de distancia.

»El primer día llegué a Zeluán. Antes, en el zoco de Nador me compré una chilaba comprendiendo que mi traje europeo no me ayudaba mucho. Yo mismo me espantaba de lo fácilmente que un español puede parecer moro. Iba con los pantalones remangados y con babuchas. Naturalmente parecía un moro bastante civilizado y algunos mendigos musulmanes creían que yo era alguien, me bendecían al pasar y alargaban la mano. Yo sabía algunas frases en árabe, como las saben casi todos los soldados veteranos en Marruecos, pero me callaba.

»Dormí la primera noche en la alcazaba de Zeluán, en un rincón del gran patio descubierto, lleno de burros, mulos, caballos y camellos, la mayor parte enjamados y dispuestos para seguir el viaje de noche. Olía a boñigas y a esparto.

»No dormí mucho, la verdad. Me acordaba de Valero muerto y de las palabras de la vieja del Doble Tono. ¿Qué piojera era aquella que según la bruja se les abre a los muertos? Según me dijo estaba en la cabeza, en esa parte que los médicos creo que llaman la fontanella.

»Tenía mi dinero —el que me quedaba de la prisión— en un nudo del faldón delantero de la camisa y sentía la presión en la cintura. Cerca de mí había tres moros sentados en el suelo alrededor de una hornilla de carbón vegetal donde habían puesto una tetera quemada y mugrienta. Dos de aquellos moros eran berriurriagueles, maldita sea su estampa.

»Otro moro canturreaba y hacía intervalos en la canción durante los cuales decía con una voz muy atiplada:

Ala… Ah, la ilah, ilaha…

»Debía estar rezando al mismo tiempo. Porque los moros, mientras preparan su té, asesinan a un cristiano y le roban la bolsa a otro moro, rezan como nuestros frailes en los coros.

»Antes de amanecer volví al camino y hacia el mediodía llegué al Zaio. Allí hice exactamente lo que me había dicho Crisanto. Fui a un morabito que tenía una palmera muy alta al lado, pregunté por qué aquella palmera era sagrada y me dijeron que había nacido de un hueso de dátil que Mahoma el profeta expulsó sin digerir al detenerse a satisfacer una necesidad cuando pasó por allí camino de la Meca. Yo pensaba: “Estos árabes siempre mezclando la porqueriza con la divinidad”. Porque ellos son así.

»Entonces me acerqué a una especie de derviche muy miserable, lo saludé al estilo árabe y le pregunté por Hamet el Hach. Me dijo en árabe una serie de cosas que yo no entendía, pero por la manera de señalar con la mano comprendí que el Hach vivía en una agrupación de jaimas de buen aspecto entre chumberas y pequeñas cercas donde el verde polvoriento se encendía a veces con el rojo de alguna flor.

»Era aquel un aduar bastante bueno para lo que se acostumbra en Marruecos.

»Fui allí y pregunté por el misterioso Hamet el Hach.

»Me indicaron una jaima en lo alto del aduar, rodeada de vides y de algún árbol frutal, especialmente higueras y granados. Cerca andaban algunas gallinas con sus pollitos.

»Cuando me acercaba vi levantarse al lado de una empalizada un remolino de polvo sobre el cual asomaban dos orejas puntiagudas de chacal. El animal, que estaba atado por el cuello a la empalizada, no trataba de atacarme sino de huir.

»Los chacales son animales muy nerviosos, no están un momento quietos y aquel parecía que se iba a estrangular él mismo. Dio un gañido y siguió tirando del fencejo que le rodeaba el cuello y lo sujetaba a la valla.

»La abertura de la empalizada estaba allí al lado y yo no sabía si acercarme o no, porque aunque el chacal no es particularmente enemigo del hombre tiene sus arranques y tampoco se sabe que sea su amigo. No he conocido a nadie que haya logrado domesticar un chacal. Se puede esclavizarlo, pero no domesticar. En cuanto los sueltan escapan y nadie los vuelve a ver.

»El mismo moro que me había indicado antes la vivienda de Hamet el Hach me hablaba diciendo agrandes voces:

»—Entre, que el chacal no le hará daño.

»Como hablaba en árabe —es decir en selha, porque nadie hablaba verdadero árabe en aquellos contornos— yo no lo entendía al principio y le pregunté qué decía. Al oír mi voz salió un hombre de unos cincuenta años, con cierta mala voluntad en el gesto. Le, pregunté dónde podría encontrar a Medua y aquel moro me miró con atención y dijo:

»—Medua murió hace tiempo.

»Me hizo entrar en la empalizada y yo le seguí lleno de confusión. Si Medua había muerto, la situación era mejor de lo que me habían dicho. Mis esperanzas crecían.

»Hamet el Hach me hizo señal de que esperara y entró un momento en su casa. Miré al interior desde fuera y vi en el centro del patio —con suelo de tierra— una incubadora artificial debajo de la cual ardía un mechero de petróleo que al parecer la calentaba. Se oían dentro centenares de pollitos piando. Hizo aquel hombre algo en la incubadora y luego salió y se sentó a mi lado.

»—¿Quién es usted? —me dijo—. Porque a pesar de la chilaba usted es rumí, también.

»Con aquello se confesaba español. Gañía el chacal al otro lado de la cerca y el moro se levantó con gestos indolentes, fue adentro, salió con algo en la mano que le arrojó por encima de la empalizada y el animal calló. Se le oía roer en silencio. Pero lo que quería aquel animal era escapar —verse libre— y no comer. Así, de vez en cuando gemía igual que una persona agonizante. Era impresionante aquello, así, tan cerca. Nunca había oído un chacal tan próximo. El moro me miraba fijamente con recelo y dijo:

»—Medua murió, es un decir, pero su fantasma sigue en pie con otro nombre. ¿Quiere usted verlo?

»—No, necesariamente. Es a su hija a quien querría ver.

»Me miraba el Hach como si yo fuera un perro con dos cabezas u otra cosa rara y yo no decía nada. Sospeché un momento que el Hach podía ser Medua mismo y que estaba burlándose de mí. Por fin, dijo, en una larga relación de tono confidencial y amistoso, algo que me dejó de veras desorientado. Es decir, hablando en plata, me dejó helado y todavía lo estoy.

»—Antonia no es la hija del que pasa por su padre. Bueno, él creía que lo era y la había tratado siempre como una hija. Era el padre más apasionado y cariñoso del mundo, usted sabe. Pero un día la niña tuvo una enfermedad, algo del apéndice y la llevaron a un hospital donde la operaron. La cosa se complicó y la niña perdió mucha sangre. Entonces hubo que hacerle una transfusión y su padre el moro Medua ofreció la sangre suya. ¿Qué más natural? A la hija, a quien el padre le ha dado la vida una vez, se la daría otra, ¿no es así? Además, Medua había podido hacer pocas cosas por ella en la vida. Pero cuando todo estaba listo los médicos vieron que la sangre de Medua no valía. Parece que en el análisis resultó que Medua no era el padre de la muchacha. Un descubrimiento como otro cualquiera, dirá usted. Pero se dice pronto. Medua pensaba después de la operación: “Antonia no es hija mía. No es hija de nadie. No es hija de nadie, la hermosa Antonia”. Lo mismo dice ahora, un año después. No es Medua hombre para andar en condenaciones de la madre de Antonia ni en celos del tiempo pasado. Y después, una noche de luna, cerca de la noria que sacaba agua para regar los plantíos, le dijo a Antonia: “Hija, ¿tú sabes que no eres mi hija?”. Y ella no decía nada. Y se miraban y se estaban callados.

»Allí cerca, al otro lado de la valla, gritaba el chacal:

»—¡Aaaaaay, aaay!

»Igual que una persona.

»El Hach seguía hablando y yo lo escuchaba y sentía que con su voz llegaba hasta mí, a veces, un olor de tabaco argelino. Dentro de la casa piaban los pollitos. Centenares, millares de pollitos. Fuera, el chacal volvía a sus gañidos y yo sentía en los pulsos el batir del corazón. El llanto del animal parecía ahora resignado y por eso más lastimoso. Si hubiera sido mío aquel animal le habría pegado un tiro.

»Se quedó el Hach callado mirándome a los ojos:

»—Ese animal lo tengo ahí —dijo— para matarlo cuando la covada de pollos —y señaló el interior de la casa— crezca. Entonces lo disecaré y lo pondré en medio del corral, de pie, para escarmentar a los otros chacales que vienen por la noche y me roban el pollerío.

»Seguía hablando por hablar, espiándome los ojos y pensando en lo mismo que yo. Al fondo del aduar, limitado por dos vallas de chumberas, la noche recogía sus brisas. El Hach decía:

»—El año pasado puse en el corral un chacal descuartizado para escarmentar a los otros, pero vinieron, se comieron el chacal muerto y me robaron más de cuarenta pollos. El chacal disecado les dará miedo, porque los animales tienen su fantasía como las personas y un animal muerto, pero de pie, les impresiona.

»Diciéndolo reía de una manera provocadora y bestial.

»—¿Medua no es el padre de Antonia? —preguntaba yo estúpidamente—. ¿Y viven juntos?

»El Hach afirmaba. Aquella afirmación era una sentencia peor que la de Cabrerizas Altas, sin prisión y sin el muro de los cornetas. Todos los muros eran ahora como aquel y todo el universo era prisión. No podía hablar porque aquel moro —que era tan moro como mi padre— no dejaba de hacerlo y yo creo que hablaba tanto, adrede y para que yo no metiera baza.

»—Ella se curó con sangre de otro y vinieron luego a vivir aquí. La tercera noche a una hora así como la presente y estando los dos debajo de aquel árbol, el Zurdo dijo: “Antonio, tú no eres mi hija”. Y ella respondió: “Ya lo sé, padre. Ya sé que no soy su hija”. Bueno, usted puede figurárselo. Fue ella más bien que él quien lo abrazó y besó diciéndole ternezas de hembra y el padre que no era el padre decía después: “Es cosa grande querer de pronto con el cuerpo a una persona a quien se ha querido veinte años sólo con la buena voluntad”. Y la diferencia era cosa de milagro, porque Medua estaba día y noche como borracho aunque no probaba el vino. Por costumbre ella le llamaba y le sigue llamando padre todavía y él a ella la llama hija, pero viven como amantes, ella fue quien se le arrimó, querenciosa. Algunos piensan que esa es la pareja más perfecta del mundo y el premio de la vida para un hombre que ha vivido treinta años como un animal silvestre, siempre huyendo y siempre con la muerte en los dientes. ¿Qué dice?

»Yo no decía nada. Me sentía a veces salir fuera de mi piel y callaba. Pregunté aún:

»—¿Está seguro Medua de que no es el padre de Antonia?

»—Se sabe en los hospitales por la sangre. Y aunque hubiera alguna duda —dijo el moro impaciente— ¿a usted qué le va en eso?

»—¿A mí? —dije yo como un idiota—. Eso es cuenta mía.

»Lo dije con el tono con que habría dicho: “La vida me va en eso”. Y él se dio cuenta, pero siguió hablando. Yo no lo escuchaba. Mientras hablaba oí dentro en la sombra del patio otra vez piar de pollitos. La incubadora había sido abierta y alguien sacaba al parecer los pollitos pequeños para pasarlos de un departamento al otro y ellos protestaban, huían y sobre todo piaban lastimosamente cuando se veían atrapados. El moro seguía mirándome a los ojos:

»—Ella era feliz entonces y lo es ahora. ¿Todavía quiere usted verlos, después de saber lo que sabe? No es fácil. Ellos pasan meses enteros sin ver a nadie.

»Estaba yo con la sangre envenenada y el moro se dio cuenta y me dijo amenazador: “Le advierto que Medua sabe que viene usted”.

»—¿Yo?

»—Sí; el Mellao, como le llamaban a usted en el presidio.

»Al otro lado de la empalizada gemía el chacal y yo me acordé de que llevaba un cuchillo en el cinto.

»—¿Sabe ella que yo he salido de la cárcel?

»—Puede que sí y puede que no.

»La mirada del Hach iba mucho más lejos de mí.

»—Yo querría verla a ella a solas, si fuera posible.

»—¿Cree usted todavía que puede convencerla? —preguntaba él con sorna.

»—Quizá.

»—¿De qué?

»Callaba yo oyendo una vez más al chacal y pensaba de pronto que era necesario tal vez renunciar. Dentro de la casa se oían piar los pollitos otra vez.

»—Dígame dónde vive —le dije— y yo me las arreglaré para tratar de verla.

»—Vamos, Madrigal, no sea malasombra. Esa reunión de los amores de Antonia y su padre Lucas —que no es su padre— es más de lo que el sabio puede imaginar y el tonto gozar. Si Medua sabe que usted anda por aquí con esas intenciones podría haber esta noche sangre en el aduar.

»—¿En qué aduar?

»—En este.

»¡Ah, vamos, vivían allí! Y yo respondí:

»—Esa idea será la de Medua. La mía es otra.

»El chacal gritaba tanto que apenas podíamos oírnos. No me extraña que los moros digan que son almas en pena. El moro callaba y me miraba con una extrañeza burlona:

»—¿Quién crees tú que soy? Sí, Madrigal. Soy ese que tú piensas. Sólo aciertas en eso. Medua soy yo: Lucas el Zurdo. Yo, Lucas Viñuales. El padre y el galán de Antonia.

»Mientras lo decía se levantaba y una vez de pie vi que era más grande que antes. Yo me disculpaba:

»—He pasado ocho años en presidio. ¿No cree que tengo derecho a decirle a Antonia dos palabras antes de marcharme?

»—No, tú no mereces decirle adiós. Yo entiendo de hombres, Madrigal. Tenía ganas de verte de cerca y eres el mismo de aquella noche cuando Haddu quiso echarte el caballo encima. ¿La quieres todavía, a Antonia? ¿Por eso has venido? No es esa la manera de conseguirla, Mellao. Debías haber venido sin que yo lo supiera, sin que lo supiera nadie, y meterme una bala en los sesos a traición y sin que nadie te viera. Luego podías quizá cruzar el Muluya y escapar a Argelia. Y algún tiempo después venir a buscar a Antonia. Pero es demasiado tarde ahora, porque ya sé quién eres y lo que buscas. Como no puedes matarme, dicho está que tienes que salir del Zaio ahora mismo y no volver. Eso es lo que vas a hacer porque te conozco y eres un blanco. ¿Oyes? —Ay, aaaaay, ay ay, gritaba el chacal—. ¿Quieres que te lo diga todo? Antes de ayer quedó abierta en el otro lado de la casa, cara al camino de Mostaganem, una especie de trocha. Abierta está todavía y tiene el tamaño de una fosa. ¿Quieres verla? Si te queda algo de hombría después de los ocho años de presidio, podemos hacer hablar a las navajas y ver quién de los dos va a ocupar esa fosa. Si eres tú el que cae, yo echaré la tierra encima de tu cuerpo antes del amanecer. Y ni Dios sabrá nada.

»Estaba yo quemándome por dentro. El terreno bajaba en una suave pendiente y en la noche se encendían algunos juegos al fondo de las puertas abiertas, entre las chumberas, a cien pasos de nosotros.

»En el patio de la casa piaban los pollitos, todavía.

»—Padre —dijo ella de pronto, asomándose a la puerta—. ¿Por qué gritas tanto? ¿Quién es ese hombre?

»Era la misma de otros tiempos pero vestida de mora. Detrás de aquellas palabras quedó callada. Por fin pareció conocerme —en la media luz del atardecer— y habló sin sorpresa ninguna:

»—¿Qué haces aquí vestido de moro, Madrigal?

»Fui hacia ella, pero entonces el padre me dio un golpe con el revés de la mano en la cara. Casi me derribó. Al mismo tiempo me hizo el presente. El sabido presente de la navaja en la otra mano. En la zurda.

»Yo pensé: “Bien, se acabó. Ha llegado el momento y por fin voy a hacerle a Antonia el regalo de mi muerte”. Sin odio contra Medua, saqué mi cuchillo. En ese momento Medua se reía, pero no como un hombre, sino con gritos parecidos a los del chacal, aunque estos eran lastimeros.

»—¿Quién te bautizó en la prisión de una patada en los dientes, Mellao? ¿Un marica?

»Yo callaba pensando que si le colocaba la navaja entre las costillas la niña sería mía aquella noche y tal vez para siempre. Pero estaba en duda y lo inmediato era la puñalada (darla y evitar recibirla). Medua, con la faca en la mano, me decía también tranquilo, al parecer:

»—La fosa está abierta detrás de la casa, Madrigal.

»Creo que Antonia, viéndonos tan poco alterados y en la sombra primera de la noche, no se daba cuenta de la situación. Dijo desde la puerta:

»—No es fosa ninguna, sino un hoyo para sacar el caolín y venderlo a los alfareros. No es la sepultura de nadie sino la veta del caolín, Madrigal.

»Se la veía un poco alertada, pero en la oscuridad no se daba cuenta aún de lo que sucedía y su voz me sonaba de un modo familiar y acariciador después de tanto tiempo.

»Se me acercó Medua, yo le di una patada en el vientre y salté hacia atrás. Entonces ella dijo algo. Dio un grito y no pude entender sus palabras porque se dio cuenta de la situación y su voz fue demasiado espantada y sin control. Medua y yo peleábamos ya. Cada vez que yo veía relumbrar su faca pensaba: “Es el último relumbro que veo en mi vida’’. A mí no se me daba gran cosa de la vida ni de la muerte, me daban más miedo los aullidos del chacal que la navaja del Zurdo. Y no sé cómo me las arreglé pero pude herir a Medua en un brazo —un rasguño sin importancia, creo yo—. Al ver la sangre, Lucas dijo con un ronquido:

»—Me la vas a pagar, hijo de puta.

»Antonia gritó en la oscuridad:

»—Madrigal, ¿qué locura te ha dado?

»Y luego, viendo que yo insultaba al Zurdo y le buscaba el costado, la niña gritó fuera de sí:

»—¡Mátalo, padre!

»Como una fierecita, como una pantera en celo. Sus palabras me hirieron más que la navaja del Zurdo. Y no sé lo que sucedió después. Lo último que oí fue —todavía— al chacal. Sólo sé que cuando me recogieron era de día y el sol estaba alto. Parece que Medua y su hija me llevaron a medio kilómetro de allí y me dejaron en el camino de Mostaganein con una cuchillada en el costado.

»Ahora estoy en este hospital francés. Todas las tardes viene el juez a hacerme preguntas, pero yo no digo nada. Son cosas de hombres que no importan a la justicia. Cuando salga, buscaré a Lucas otra vez y ya veremos lo que pasa. En aquel encuentro yo creo que fue el chacal que me dio mala suerte.

»Yo, en el caso de Medua, no habría dejado vivo a mi enemigo, la verdad. La puñalada me la puso bien, pero sabía que con ella y todo yo iba a vivir. Debía suponerlo. Tal vez Antonia le impidió que me matara. Sólo así se puede comprender y la verdad es que esa idea me gusta. Estoy seguro de que ella, debió interceder en favor mío. Como digo, yo la oí gritar aquella noche y aunque fue un grito de rabia y de horror, después debió cambiar de parecer. Yo debí caer sin conocimiento. Aquel chacal me dio la negra.

»A veces le pido a la enfermera un espejo y mirando la segunda herida —una pequeña punzada en el cuello al lado de la yugular— pienso en Antonia. Parece como si hubiera ido su padre a degollarme y sólo pudo interrumpir el golpe por la intervención de ella. Es lo que pienso, al menos, ahora, aquí, en la cama. Tal vez me hago ilusiones».

—¿Tú ves? —y alzaba la cabeza para que viera los esparadrapos con que le habían cubierto aquel conato de degüello.

Volvía a hablar de Antonia con un doble acento —¡pobre Alfonso!— de satisfacción:

—Hubo un tiempo, hace ocho años, que nos quisimos. Esa punzada del cuello me da alguna felicidad y el día que salga del hospital ya veré lo que hago. Es posible que Lucas y su hija hayan ido a emboscarse con su incubadora y sus pollitos y su chacal disecado al otro lado del Muluya, en Argelia. Ya veremos en ese caso lo que hago cuando salga, porque en cuestiones como estas ni uno mismo lo sabe hasta que llega el momento. Es todo lo que puedo pensar por ahora. Mi vida no está acabada ni mucho menos. Podría todavía comenzar —recomenzar— mañana, creo yo. Al fin, nunca he tenido una mujer en los brazos, todavía. Bueno, tú me entiendes…

Le dije que podía ir a España, a Zaragoza, a Madrid; trabajar en su profesión de tornero mecánico o en otra cualquiera. Tal vez yo, como ingeniero, podría ayudarle. Pero él no me escuchaba:

—Tengo un asunto pendiente —repetía, pensando en Antonia y en su padre.

Lo decía con una secreta determinación.

Yo sentía respeto por aquel paisano y medio pariente. Dejé en su cama dos paquetes de cigarrillos que llevaba, le ofrecí dinero que rehusó y le pregunté qué manera era la mejor para volver a Melilla. Me dijo que había un autobús que iba a Cabo de Agua y que allí podía tomar el mismo día un barquito correo que iba a Melilla en dos o tres horas.

Lo abracé como pariente y me fui. Desde Melilla envié un telegrama a mi abuela diciendo: «Alfonso Madrigal está bien. Dejará pronto el hospital y no necesita nada. Es un hombre feliz». Lo decía en serio. Estaba Alfonso enamorado y quería arriesgar otra vez la vida por su amor. ¿Qué mayor felicidad se puede esperar? Que lo quieran a uno es otra cosa. (¡Es tan fácil, eso!). Querer uno mismo es el gran regalo de Dios. Querer cada cual a su manera. Yo, como Pepe Garcés. Madrigal, como Madrigal. Lo demás, mujeres culirrosas, inventos mecánicos, programas políticos, son pequeñas cosas que exigen pequeñas atenciones en los días nublados e impares.

Estuve en Melilla dos semanas más, preparando la marcha. Como era oficial y las plazas de plantilla estaban todas ocupadas por los profesionales, me enviaron a la Península. Era la ventaja de hacerse alférez de complemento, entonces.

Mientras embarcaba o no, pasaba el tiempo pensando en Madrigal, el hombre feliz. (Increíblemente feliz, de veras). Yo habría jurado antes que era con mi Valentina y su corza blanca el único hombre feliz del mundo, pero vi que había dos.

El otro, con su herida en el costado y los esparadrapos sobre la yugular, era feliz, también.

Bueno, entendámonos.

Cuando yo volví a Málaga en el Monte Toro, marinero y brincador, las cosas de España estaban bastante cambiadas. En Madrid acababa de proclamarse la República y entré por la estación del Mediodía lleno de curiosidad. Me encontré con que todos tenían doctrinas particulares y personales y querían ponerlas en práctica sin tener en cuenta al vecino. Los ismos y las siglas de las organizaciones se multiplicaban. Los más tontos y hasta las más tontas (porque había dos o tres mujeres diputadas) ensayaban maquiavelismos y actitudes históricas. Entre estas, digo, las féminas elocuentes, había una tal Dolores Ibárruri, que llamaban Pasionaria, mujer hermosa y de dotes mesiánicas que se consideraba un gran hombre.

Me había hecho la idea de encontrar en seguida un buen empleo, pero se había producido una inhibición súbita en los capitalistas y un retraimiento notable en la alta industria. Escribí a mi familia y Concha, que se acababa de casar, me dijo que Valentina era novicia en un monasterio de San Juan de Luz. Yo no sabía qué hacer. A veces pensaba que debía ir a buscarla, pero me sentía tan desabrido, tan falto de fe —no en mí mismo sino en la inercia de la desventura y en la malevolente inclinación de las cosas— que pensaba a veces que tal vez Valentina era más feliz con su idea angélica del amor, su idea primera, la que tenía yo también en la infancia, y dedicando aquella idea y sentimiento a Dios, el único que la merecía en toda su delicadeza grande. (Que merecía a Valentina).

Yo era entonces ateo (bueno, sentía la presencia del misterio natural en torno mío), pero cuando pensaba en Valentina no podía menos de creer que ella tenía razón. Recordando los diálogos entre Dios y el Alma enamorada en la capilla de las monjas clarisas, me sentía miserable y culpable y no necesariamente por razones religiosas, ya que si hay un Dios antropomórfico, sin duda debía reírse de aquellas cosas. Me sentía culpable de traición. Detrás de esas culpabilidades, sin embargo, era feliz.

Habría yo querido a veces morir con Valentina, ya que vivir con ella me parecía cada día más difícil. En todo caso, le escribí y no me contestó. Mi hermana Concha me decía que era natural, porque la madre de novicias de su convento ejercía sin duda una severa censura y no habría permitido que le llegara una carta de amor. Yo no podía entender. ¿Qué hacía Valentina en un convento? ¿Tenía quizá con ella en el noviciado la corza blanca? ¿No sería, aquella, la corza mística corriendo hacia el manantial —el ibón pirenaico de Epona— con una sed inextinguible? En el manantial no esperaba el caballo blanco de los griegos, sino el Amado indefinible. Tal vez era yo una parte de ese amado indefinible.

Pero nada de eso me tranquilizaba. Pensando en Valentina crecía mi necesidad de verla. Yo era ya ingeniero, aunque con un futuro no despejado aún. Tal vez su familia no tendría nada que oponer a mis pretensiones. Pero dos cartas más que le escribí a Valentina me fueron devueltas abiertas desde Bilbao. Sin duda, las monjas las enviaron a sus padres sin que Valentina llegara a verlas.

Estaba desesperado y para evitar la ruina moral pensaba en algún otro individuo más desgraciado que yo. No se trataba tanto de desgracia como de perplejidad. Pensaba en alguno que no había podido sobreponerse a su perplejidad y decidió poner fin a su vida como el de las iniciales R. I. P. Algún desgraciado abismal y definitivo. Algún aullador solitario y nocturno. Yo también podría aullar como él —como un perro— en mis soledades. Sin dejar de ser relativamente feliz.

O ir hasta el fin por el mismo camino que fue él. Pero con una gran felicidad más grande que mi vida y que no me servía para nada.

Pensaba en un campesino vecino mío de la infancia. Yo tenía ocho o nueve años y estaba en la peor época (aunque parezca extraño) de mis relaciones con mi padre. El vecino debía andar en los treinta y decían que estaba loco. Como casi todos los locos (al menos los que yo he conocido), aquel era un hombre gallardo y de una genuina hermosura viril. Y es lo que yo digo: no debía estar tan loco cuando supo que la única salida que le quedaba era el suicidio. Porque, en un caso como aquel, era una decisión inteligente.

Decían que aquel vecino estaba loco porque los días de viento, es decir, de grandes vendavales, daba voces en su casa o en la calle. Voces destempladas en las que no decía nada concreto.

Grandes voces en cuya falta de control había como una amenaza para todo el mundo. En mi pueblo no es infrecuente la locura y no sé a qué atribuirla. Tal vez a la alimentación o a la violencia del paisaje, o a alguna clase de herencia misteriosa y nefasta. Es como si en la Edad Media hubiera habido por los alrededores un hospital de locos y estos, instalados en la aldea (es sorprendente cómo los locos pueden disimular), se hubieran puesto a hacer la vida ordinaria y se condujeran bien aunque de vez en cuando produjeran algún caso de insanidad un poco escandalosa. Pero ¿no es así en la mayor parte de las aldeas españolas? Tal vez no nos parecen locos porque están en un plano histórico tan anacrónicamente diferente del de las ciudades y atribuimos a ese hecho la diferencia. Pero uno deslinda la verdad.

Entre los amiguitos de mi infancia (en la aldea) hay tres que acabaron o viven aún en el manicomio. Y lo curioso es que, a pesar de lo que yo he leído más tarde sobre psiquiatría, aquellos casos de mi infancia no los puedo clasificar. Escapaban a los cuadros de la psicopatología moderna —creo yo—. No esquizofrénicos, ni paranoicos, ni neuróticos ni psicóticos. Eran individuos que habían nacido —así dirían los campesinos— con algún nervio maestro cruzado con otros y se conducían de un modo inesperado, insospechable y tremendo.

Aquel vecino loco (que solo daba voces cuando hacía viento) se llamaba Manuel. El loco Manuel, decían. Pero la mayor parte del tiempo estaba tranquilo y me veía pasar con ojos encendidos y lejanos. Ardientes y congelados. Inmóviles; y avizores. También aquel hombre tenía una felicidad secreta, que no encajaba con la de los otros.

Lo que no recuerdo es haberlo visto reír ni sonreír nunca. Tenía un perfil demasiado alerta y ojos de visionario. Esto último no quiere decir nada. También Picasso tiene ojos de visionario y otras personas a quienes por esa razón es difícil mirar a la cara. Ojos de visionario, digo.

Recuerdo otro loco de mi pueblo que tenía mi edad y que jugó muchas veces conmigo. Se llamaba Miguel y se volvió loco al salir de la adolescencia. No quería ver a nadie en el manicomio y vive aún, a lo largo de tantas peripecias y crisis y guerras y miserias. Menos mal que pertenecía a una familia rica y han podido atenderlo y cuidarlo.

De niños fuimos amigos. A veces, yo pensaba ir a verlo al manicomio, pero no me atrevía. Me dijeron que él creía que estaba muerto:

Tal vez igual que tú, yo soy un muerto

que sigue caminando sin permiso

y si te hallara en un lugar desierto

me entenderías.

Los manicomios españoles están siempre —no sé por qué— en medio de paisajes desiertos. Manuel el loco, un día decidió que había encontrado el camino —el suyo— y se fue. Su camino era el de todos los suicidas: el tozal. Para llegar allí primero había que salir del pueblo por el callejón de Santa Cruz. Luego trepar peñas arriba casi verticalmente zigzagueando por un sendero entre las rocas y una vez en lo alto de las ripas (sin aliento, sudoroso y vencido) sucedía que se veía desde allí el pueblo entero acostado al pie. En lo alto de las ripas estaban los sacos. Eran las ripas un escalón excavado por el raudo Cinca a lo largo de millones de años. Y aquel violento escalón cortado a cuchillo seguía paralelo al río diez o doce kilómetros.

En el borde del saso, a la orilla misma de las ripas, había algunos salientes rocosos que la erosión del Cinca había respetado. Uno de aquellos salientes tenía la forma de media columna vertical de piedra, redonda y esbelta, de un grosor tal vez de veinte o treinta metros. Y de una altura de ciento cincuenta o más. El tozal. Cuando había peleas entre los enamorados no era raro que uno dijera: «Un día subiré al tozal». Con eso se sabía que amenazaba al otro con el suicidio. Y el loco Manuel fue al tozal y con el aliento alterado por la fatiga de la ascensión contemplaba a sus pies las anchas fajas de hortelanía que había entre el río y las ripas, las casas apiñadas de la aldea con sus tejados rojizos, la cinta azul del Cinca, el otro pueblo vecino, la lejanía gris perla, hacia el norte, con el ventorrillo blanco y cúbico al lado de la carretera. Y la plaza del pueblo, rectangular, parecía muy pequeña, y la torre de la iglesia, que era la más alta de la comarca, resultaba sólo como una torreta de pajar con sus veletas y su nido de cigüeñas que había que mirar «hacia abajo». Los suicidas, al llegar a lo alto de las ripas, habían salido ya en realidad del mundo y estaban en una especie de limbo desde donde se veía la tierra áspera y cruel.

Los humos de las chimeneas se desperdigaban abajo sin llegar a lo alto de las ripas. «Un mil e docientos fuegos», decían los antiguos al hacer el censo. Los sonidos de las campanas tampoco llegaban si había brisa contraria. Froilán, el hombre más grande del pueblo, casi un gigante, parecía pequeño como una rata. Desde aquel limbo de las ripas la idea de volver otra vez al pueblo y entrar en las pequeñas miserias de cada día debía parecer incongruente y sin sentido. Así, pues, una vez arriba, saltar por el tozal redondo era continuar el viaje «hacia arriba» también. Es decir, que desde el tozal arrojaban el cuerpo abajo, pero el alma se quedaba tal vez para siempre en aquellas alturas arrastrada por el viento rasante y ululador de los sasos.

De allí bajaba a la aldea en las noches frías de otoño o invierno —sobre todo en febrero y marzo— aquel gemido del viento que sugería grandes peligros inciertos en lugares próximos y nunca visitados.

El loco Manuel cumplió con el ritual de todos los suicidas: dejó en el borde del tozal su boina sujeta con una piedra y, entre las dos, un cigarro encendido que seguiría consumiéndose y dando su hilito de humo al aire algunos minutos después de haber muerto el que lo encendió. Era aquel un cigarrillo votivo.

Esa boina, esa piedra y ese cigarrillo equivalían a la carta al juez. Eran el «no se culpe a nadie de mi muerte». Si no fuera por aquella boina y aquel cigarrillo, el juez tendría que hacer indagaciones y ver si era un suicidio o un asesinato. Así eran entonces las cosas allí.

No fumaba el loco Manuel, pero llevó consigo cigarrillo y cerillas. Una vez arriba debió pasar revista a aquella parte de su vida que le hería más. (O que le halagaba más inquietantemente). Debió pensar en los otros, que lo miraban con una curiosidad fría. Y también se llevó, como tantos otros, mi estampa en el fondo de sus ojos, para siempre y «a ninguna parte».

Porque los locos deben ir a ninguna parte, realmente.

Antes de lanzarse al espacio, esos suicidas llenos de inútil vigor deben pensar que no dejan nada importante en la Tierra. Desde las ripas la aldea parecía atareada y simple. Hablo de suicidas vigorosos pensando en el salto. Campeones de todos los tiempos y países. Ciento cincuenta metros, y todavía el otro salto (el del alma por la infinitud de los espacios). Aunque la verdad es que el suicidio de Manuel lo redimió de la locura, no sólo por la muerte sino por la lógica y la incongruencia, ya que el loco que se suicida —sobre todo tan limpiamente como Manuel— restablece entre los hombres el crédito que había perdido. (Su suicidio era un acto razonable). Heroica y disparatadamente razonable. Con su felicidad secreta, implícita.

Tardaron en recoger el cuerpo entero tres días, porque uno de los pies de Manuel apareció a una distancia de más de doscientos metros del lugar donde cayó. Aquel pie parecía quererse marchar y alejarse del lugar de la catástrofe, él solo.

Mucho tiempo después, en las noches de viento yo oía aullar a Manuel lo mismo que antes. Escuchaba con la boca abierta y cuando decía que oía gritar al loco mi madre me replicaba:

—¡Cállate, bobo! ¿Cómo va a gritar, ahora?

Pero le quedaba una duda a mi madre y rezaba un Avemaría por su alma. Yo me preguntaba cómo le podía aprovechar un Avemaría al alma de un loco. Pero por si acaso, la respondía respetuosamente.

Volviendo a aquellos tiempos agitados de Madrid, escribía yo a Valentina, pero no me contestaba y andaba por el mundo como un alma en pena también, aunque con toda mi felicidad secreta.

En las calles, en el Congreso, en todas partes, la tensión social y política se hacía cada día mayor. Conseguí un empleo que no tenía nada que ver con mi carrera: jefe de correspondencia de una compañía de seguros. Me pagaban bien y entretanto observaba y buscaba algo mejor. Aquel fue un tiempo feliz en mi vida, lleno de raras extravagancias. Sólo me habría faltado, para que la dicha fuera verdadera y completa, recuperar mi relación con Valentina. Pero ausente y todo, también me daba una clase indiscernible de gloria.

Andaba cerca de la cosa política porque tenía dos antiguos compañeros de escuela y un profesor que eran diputados. El profesor era republicano y los estudiantes, juveniles y rebeldes, eran —cosa rara— monárquicos. El mundo al revés. En general, los rebeldes son los jóvenes, que se hacen republicanos o anarquistas.

Pero monárquicos o republicanos se toleraban recíprocamente y la dificultad comenzaba con las tendencias extremistas. Allí estaban dispuestos al combate los teorizantes más irreductibles con sus doctrinas de segunda mano; es decir, llegadas de Berlín, de Roma o de Moscú, y dispuestos a todo. En las calles había tumultos y atentados, en el Congreso amenazas sangrientas, todo el mundo parecía tan loco como Manuel y como él ululaban en los mítines aunque no hiciera viento. El que más y el que menos estaba preparando también su salto en el vacío y eligiendo la boina, la piedra y el cigarrillo votivo.

Yo asistía todavía al laboratorio de la Escuela de Ingenieros, porque conservaba contactos con los profesores. Como andaba siempre jugando y experimentando, descubrí una reacción que en aquellos tiempos debía haber tenido alguna clase de consecuencias. Y luego logré adaptarla a un mecanismo ingenioso. Con eso fabriqué un arma mortífera de la peor condición, ya que con aquel arma se podía matar impunemente. Un arma para cobardes y como estos constituyen la mayoría de la humanidad, un arma llamada a tener una aceptación entusiástica en todas partes. A pesar de las pasiones políticas que bullían a mi alrededor, yo no podía pensar en matar a nadie más que a don Arturo.

Pero antes de seguir adelante creo que debo hablar de otro Ramón negativo, un Menos Ramón que parecía siempre enfadado. Un Ramón dedicado al culto positivo de la actitud negativa en la vida. Aunque parecía esto demasiado antitético se comprendía conociéndole a él.

El Menos Ramón estaba, como digo, siempre enfadado. La filología tiene lindas sorpresas si se sabe hacer uso de ella. Enfadado quiere decir enhadado; es decir, en pelea y marimorena con el destino. Con el hado. O los hados. Enfadado. Menos Ramón estaba siempre zarpa a la greña con los hados y de sus enfados permanentes salía bastante bien. Lo contrario que Madrigal.

Sabía desenfadarse cuando quería o cuando el enfado se hacía insuperable y comenzaba a ser peligroso. Y se desenfadaba viendo algún suceder neutro de la naturaleza; es decir, viendo pasar el agua bajo un puente o correr por el cielo nocturno un meteorito. O simplemente cerrando los ojos y dando su frente y sus cabellos a la brisa. Ese Menos Ramón era el que se identificaba más a menudo conmigo.

Él fue quien me sugirió aquello de la pistola química. Aunque sólo la idea abstracta. No el truco mecánico, este lo inventé yo.

Mi cerebro funciona bastante bien, especialmente cuando alguien lo siembra de alguna idea. Es decir, que mi cerebro no ama especialmente la iniciativa y todos los estímulos deben venirle de fuera. En cuanto al dispositivo mecánico, se me ocurrió dormido. Lo vi en un sueño.

Supongo que eso es natural, en mis condiciones.

Menos Ramón estaba siempre poniendo estímulos en mi cerebro y dándome quehacer. La pistola química, como digo, vino de él. Es decir, de una sugestión suya. Tenía que venir de un enfadado, es decir, de un hombre en colisión con los hados. O en secreto acuerdo malsano con ellos.

De un profesional del pensamiento negativo. Porque Ramón (es decir, Menos Ramón), que tenía, como dije, veleidades literarias, pensaba escribir un libro titulado El pensamiento negativo como elemento creador. La fórmula química vino de él y el dispositivo mecánico lo inventé yo.

Tenía yo más o menos cerca de mí en aquella época varios Ramones. Siete, si la memoria no me falla.

Un buen número de Ramones, el siete. (Más tarde supe que todos querían matarme a mí).

Cuando hube inventado la pistola química, mi amigo, el Ramón negativo, me dijo:

—Si explotas ese invento te harás rico y te podrás casar con tu bella durmiente del bosque.

Yo argumenté en contra hablando del bien general y él me dijo que el bien general era una expresión sin sentido, ya que se basaba en el bien individual de cada uno y el de cada uno pugnaba con el del vecino. Yo sabía eso hacía tiempo, pero a veces me gustaba discutir con Menos Ramón por el gusto de oírlo. Solíamos coincidir aunque traía a colación los temas más dispares. Un día le hablé de la fatalidad de las guerras. Desde que existía la historia, la humanidad se había dedicado a guerrear y a verter sangre. Era una fatalidad que debía tener alguna explicación esotérica que la gente no alcanzaba. El enfadado —enhadado— Ramón veía a través de los hechos más herméticos y me dijo:

—Cuando la cultura se hace demasiado subjetiva y los hombres creen sólo en sí mismos (en los frutos de su imaginación y de su conciencia), entonces viene una guerra para recordarles que la realidad exterior existe por sí misma. Para recordarles la inmanencia del orbe.

Yo solía dar crédito a las opiniones de aquel Ramón por el hecho de estar siempre en pleito con los genios silenciosos que lo perseguían. Él solía dejarse alcanzar a veces, sólo para robarles alguno de sus secretos.

En esto de la guerra tal vez tenía razón.

Insistió en que debía explotar mi invento y me dijo:

—El mal busca el bien y el bien desemboca en el mal. Todo actúa en forma de círculo vicioso. Todo. De ahí el cero como símbolo del infinito. El cero a la izquierda, que es todo lo contrario del cero a la derecha, pero es lo mismo que el cero universal.

Así y todo, yo me resistía a explotar la pistola química. Llegar a los brazos de Valentina a través de una multitud de gentes asesinadas con mi arma me parecía no vicioso ni pecaminoso sino simplemente incómodo y de mal gusto, que era peor.

—No estoy bastante enfadado —le dije.

Él no comprendía y le expliqué el sentido de la expresión. Mi amigo Menos Ramón pareció intrigado y a partir de aquel día decidió sonreír alguna vez y aun reír a carcajadas.

Yo, que tenía un salario decente, me había separado de mi colega de adolescencia y tenía un buen apartamento de soltero en la avenida precisamente de Menéndez Pelayo. Menos Ramón venía a menudo y discutíamos largas horas sobre lo humano y lo divino.

Trabajaba aquel Ramón en un instituto como profesor de filosofía y no podía ver a Vicente, a quien llamaba el sabio de Lumpiaque. También Vicente había obtenido una plaza de catedrático en el mismo instituto y trataba de difundir ideas marxistas en algunos lugares a donde iba durante los fines de semana usando un automóvil viejo que quemaba mal la gasolina y daba estampidos y disparos. A Vicente no le disgustaba esto, porque gracias al escape de gases se sentía en plena subversión.

Iba a veces a Ocaña, donde —decía— había que despertar las conciencias.

Ramón —es decir, Menos Ramón— y yo nos burlábamos de él. Pero con la República, Vicente consiguió en seguida (dentro del partido socialista) situarse. Y solía repetir que si tuviera medio palmo más de estatura lo habrían hecho hacía tiempo gobernador. Yo le dije: «Sancho Panza no era muy alto, tampoco».

Vicente se ponía amarillo y callaba. Decía que los anarcos eran el lastre de la República y de la revolución. Pero luego me hablaba también de mi pistola química, con envidia y codicia. Por fin construí un modelo y lo ensayé con algunos animales. Salió escandalosa y alarmantemente bien.

En aquellos tiempos todos eran antialgo. Es decir, que antes de ser pro eran contra y esto último era lo que contaba. Mi invento tenía futuro por esa razón.

Obreros, campesinos, burgueses, aristócratas, religiosos, maestros o militares, cada cual se sentía más contra algo que por algo. Era lo típico español. Cuando se le pide alguna forma de acción a un español, este responde preguntando:

—¿Contra quién?

Tal vez era la mejor manera de quedarse solo. Que es una mala costumbre en materia social y política. Pero hay antecedentes. Entre los árabes, nuestros hermanos a lo largo de la historias, se considera una virtud esa de poder afrontar la soledad. Cuanto más solo está el individuo y menos necesita de los otros más se acerca a la perfección. El español dice que no más veces que sí, cada día. De niño, a los dos años ha aprendido ya a decir que no. La afirmación llega más tarde. Y el bebé se equivoca. Dice zí o shí o tí. Pero con el no el bebé no se equivoca nunca.

Somos siempre miembros potenciales de cualquier forma de oposición. No necesariamente de la revolución (eso implica la preponderancia del sí como en cualquier obra constructiva), sino simplemente de la oposición. Los jefes políticos deberían tratar de hallar una manera de incorporar el no a los factores positivos, lo mismo que los navegadores expertos en la antigüedad sabían disponer las velas del barco de manera que este pudiera navegar contra el viento. Los políticos que cuenten sólo con el sí se verán en dificultades. Digo con el sí espontáneo y sin doblez.

En aquellos tiempos republicanos se trataba de la colisión callejera, universitaria, ateneística y eclesiástica (y militar y también masónica) de los antis. El gran deporte. No se trataba tanto de revolución como de oposición verbenera (también en las verbenas hay sangre, a veces). Yo recuerdo que en Madrid, el día 14 de abril de 1931, los masones y el más gordo de ellos, Pedro Rico, sacaron una bandera enorme por un balcón y la dieron a «las musas». Yo estaba en la casa de Pedro Rico, aunque no fui nunca masón. Estaba con un grupo de estudiantes gozando de la verbena cívica.

Cuando vi la bandera roja, gualda y violeta me llevé una sorpresa desagradable. Era una bandera «contra». Y había en aquello un peligro. Todos los españoles habíamos jurado (en las escuelas o en el Ejército o en los juegos infantiles) la bandera roja y gualda. Todos teníamos recuerdos inefables ligados al rojo y gualda.

Para mí fue una sorpresa. Cierto es que yo no daba demasiada importancia al color de un trapo, pero cuando vi aquella bandera nueva y la ligereza con que hacían de la enseña nacional un signo negativo y partidista pensé: «Esto va mal».

Podrían haber conservado la bandera tradicional añadiéndole un escudo republicano en el centro o en una esquina. Algún signo que diera dinamicidad nueva y afirmativa a la bandera a la que todos estaban acostumbrados. Porque la costumbre en los países viejos cuenta.

La nueva bandera era «anti». Era provocadora y arguyente. Por allí comenzó la cosa. Y ya sabemos cómo terminó. El suelo ensangrentado y el mar de los naufragios está hoy lleno de banderas mojadas o incendiadas. Todo el suelo de España, lleno de banderas rojas, gualda y violeta. Algunos me decían: «El violeta es más español que el rojo y el amarillo». Es verdad, era más monárquico e inquisitorial. Era más despótico y absolutista.

Al menos, los colores borbónicos venían de reyes liberales franceses y, sobre todo, cualquiera que fueran sus orígenes, estaban incorporados a alguna clase de tendencia solidaria de carácter popular y nacional. Cuando vi el cambio de bandera yo comprendí que la República iba a ser muy accidentada y trabajosa. Comenzaba con una ligereza.

Pero volviendo a mi pistola, todos los asesinos del mundo habrían codiciado aquel arma que yo inventé y en los planos bajos de la política ha habido siempre plétora de asesinos potenciales o presenciales. He aquí en qué consistía el invento: era una especie de pistola más pesada que las ordinarias, que se disparaba con aire comprimido y sin ruido, ya que el cañón llevaba un silenciador que suprimía la vibración. El disparo producía un rumor como el aire de los frenos de un autobús, pero más tenue, y en la calle y en medio de una multitud pasaría desapercibido, y si lo oía alguno sería un rumor inocente como el del roce del zapato de un niño contra el pavimento cuando resbala.

El proyectil no era mayor que la cabeza de un alfiler, pero no de metal, sino de hielo. Llevaba una solución de cianuro de potasio. Dentro de la pistola yo lograba, por medio de una pequeña cámara de bióxido de carbono, un frío muy por debajo del cero y la presión del aire que acompañaba a la congelación era relajada de pronto y producía el disparo. Así, pues, en cualquier lugar un hombre podía colocar debajo de la piel de otro un proyectil de hielo pequeñísimo sin que la víctima advirtiera más que el roce de un pliegue o un nudo en el tejido de su ropa interior.

Pero cuando el cianuro de potasio entraba en el sistema circulatorio la víctima moría sin remedio y sin saber de qué, en su casa o en su trabajo; es decir, lejos del lugar de la agresión. La impunidad era segura.

No sabía yo qué nombre dar a mi invento. Debía haber en aquel nombre una alusión a la sal —al cianuro— y a la muerte. Pensaba llamarla Occisal I, aunque parecía el nombre de un somnífero. En todo caso, el subfijo al parecía adecuado a lo trágico de mi juguete (como en mortal, final, letal, fatal, etc). Y el ordinal I le daba un carácter científico.

Pensaba guardar secreta mi invención, pero fue imposible porque, como dije, la ensayé dos veces con animales y a la segunda se enteró alguien. La primera fue con un perro. Al sentir el impacto el animal hizo un movimiento con la cabeza como si fuera a rascarse con los dientes en aquel lugar, pero desistió, sin iluda porque la sensación de la picadura la consideró una falsa alarma.

Tardó tres horas en morir. Sin sufrir, casi. Con el hombre yo calculaba que aquel veneno tardaría en producir efectos letales algo más. Y no sabía si llamar a mi arma Occisal I, o simplemente X13. (Demasiado misterioso, eso de XI3). Cuando hice el ensayo con un gato cometí la imprudencia de decírselo a Vicente. Gracias a Dios él no sabía nada de mecánica, porque en este caso la información que yo le di, fragmentaria y todo, habría sido peligrosa.

Descubrí que Vicente era un tipo voraz y aprovechado. A todo trance quería que yo pusiera en circulación mi pistola. «Tienes en la mano tu fortuna», me decía con ojos alucinados. Me ofreció incluso hacerse mi socio capitalista vendiendo algunas propiedades que tenía en la montaña. «¡Vaya con el fanático de Menéndez Pelayo!», pensaba yo.

No me extrañó en definitiva la reacción de Vicente porque con frecuencia, cuando reprimía el deseo de ser impertinente o pugnaz —en una simple discusión—, los ojos seguían poniéndosele estrábicos, no hacia adentro, sino hacia afuera, y aquello me parecía peligrosamente anormal sin saber por qué. Ya lo había observado antes, pero no con tanta frecuencia. Además, su risa era también más falsa. Seguía sin saber reír y le daba hipo con más frecuencia. Yo me decía: «Una risa que da hipo tiene que ser malsana».

Descubrí, pues, que Vicente estaba obsesionado por mi invento y fue entonces cuando desmonté la pistola y arrojé las diferentes partes en lugares distintos y apartados. La cámara de gases en una piscina que llamaban La Playa —en el Manzanares—; el cañón en el estanque del Retiro, y el resto, en una boca de drenaje de la calle de Alcalá. Al mismo tiempo que lo hacía me arrepentía ya, digo, de destruirla.

Entretanto y como siempre, yo tenía una amiga: Carmen. Y ella un sobrinito de cinco años. Mi amiga no había cumplido aún los veinte y se quedaba a veces al cuidado del chico cuando su hermana y su cuñado iban al teatro. Aquel niño, que era el típico granuja —se llamaba Tomasito—, tiranizaba a mi amiga hasta extremos difíciles de entender.

La hermana de mi amiga Carmen le encargaba con el mayor interés que no le diera golosinas y menos aún chocolate, porque el médico se lo tenía prohibido; pero en cuanto Carmen se quedaba sola con Tomasito, este le decía:

—Tía, dame chocolate.

—No te conviene y me ha dicho tu madre que no te lo dé.

Tomasito se daba una cabezada contra la pared. Una cabezada tremenda que le levantaba un chichón. Y repetía:

—Dame chocolate o me voy a abrir la cabeza. Me voy a matar de una cabezada.

Y repetía el golpe. A veces se quedaba medio desmayado, pero en cuanto volvía en sí repetía:

—Dame chocolate.

Carmen, en un estado de alucinado pánico, corría a dárselo.

Al saber aquello, los padres dispusieron el cuarto con un zócalo mullido alrededor, de modo que aunque se diera de cabezadas el chico no pudiera hacerse daño; pero entonces, cuando le negaban el chocolate, el chico decía:

—Aguantaré el aliento hasta que me muera.

Y retenía el aliento y se ponía rojo y luego morado y comenzaban a temblarle las manos. Carmen corría a darle chocolate y entonces volvía a respirar y se iba a un rincón como el perro con su hueso. Carmen estaba horrorizada, pero al padre no le preocupaba y decía que el niño revelaba firmeza y sería alguien en la vida.

Vicente habló todavía de mi invento a no sé quién y algunos seres extraños comenzaron a buscarme con proposiciones obscenas. La primera experiencia de esa clase la tuve con un tipo de una organización política de extrema derecha. Era, al parecer, hombre de dinero, industrialista conocido.

Se acercó a mí pensando —supongo— que yo era un muchacho listo en materias de laboratorio, pero tonto o poco menos en otras cosas. Me invitó a comer en el hotel Palace, y a los postres, así como por azar, sacó a colación el tema de la química refrigeradora y de las cámaras de compresión de gases.

Mi arma era un instrumento de refrigeración (y de enfriamiento). De enfriamiento definitivo. Él disimulaba y hablaba de que era comanditario en una fábrica de estructuras de aire acondicionado y de clima artificial. Yo decía a todo que sí, pero muy alerta a lo que importaba. El industrialista tenía un defecto grave: creía que los demás éramos gente sin resistencias.

Aquel hombre, cuando se dio cuenta de que todo era inútil, me dijo poniendo la mano plana en la mesa:

—Francamente, yo tengo para usted cien mil pesetas.

—¿A cambio de qué?

—Del Occisal I.

¡Ah!, sabía incluso el nombre. Yo reflexionaba: «Creo que no debo aceptar ese dinero». Y se me encendían los ojos de codicia pensando en don Arturo y en Valentina.

—Si le parece poco —insinuaba mi anfitrión—, podríamos discutirlo.

—No es eso. Es que me parece inmoral, sobre todo en un tiempo como el que vivimos en España.

—¿Qué tiempo es ese?

—El tiempo de la aspirina dije yo en broma.

Me miraba con reservas altivas que no me gustaron. En aquella época y entre políticos y gente de negocios solía decirse de una persona influyente si era venal o no era venal —lo que era capitalmente importante a veces— por una especie de paranomasia bastante indecente. Se solía decir: «Fulano jode» o bien «Fulano no jode». Es decir, que aceptaba o no aceptaba dinero por favores de índole privada. En mi caso, la desvergüenza no habría sido tan grande porque disponía de lo mío.

El industrial estaba mirándome y pensando que yo no jodía. Eso alteraba los términos del problema. Pensó quizá que por haber hablado de la situación de España era un virgo fidelis del tipo moralizante y se propuso convencerme. Hablaba mirándome con recelo:

—El arma no sería para fabricarla y ponerla en circulación en España sino para vender la patente a los Estados Unidos. Si hay inmoralidad, sería fuera de nuestra patria.

Negué con la cabeza lentamente y sin mirarlo, porque me parecía que si lo miraba descubriría y haría visible en mí alguna clase de vacilación. Al fin, era la fortuna y la solución del futuro.

—No lo creo —dije— porque en los Estados Unidos o aquí la fabricación tendría que ser clandestina, ya que la ley prohibiría esa clase de armas que, por decirlo así, consagran y legalizan la alevosía. Quiero decir que no conseguiría usted la patente ni aquí ni en ningún otro país civilizado.

Entonces el pobre diablo se permitió darme consejos que a un tiempo eran amistosos y amenazadores.

—En todo caso, tenga cuidado porque la noticia se expande y despierta curiosidades, a veces inocentes, pero a veces ligeramente arriesgadas. Quiero decir, sangrientas. Y de veras, yo he estado muchos años en los Estados Unidos y conozco el tejemaneje de las patentes industriales. Tengo allí un socio: Ramón Dodge. Es un teósofo que estudió sánscrito en su juventud y tenía la obsesión hace algunos años de que lo perseguía la Iglesia de Roma. Es un tipo curioso. Alto y flaco, parece Don Quijote.

—¿Loco? —preguntaba yo, pensando: «Otro Ramón».

—No necesariamente, pero tenía reservas en la zona intermedia entre la razón y lo que podríamos llamar los paréntesis de la cordura.

—Vamos, un poco guillado.

—No, no estaba loco Ramón Dodge, pero entonces quería establecer leyes un poco barrocas entre la futilidad e inexactitud de todo lo aparente.

—¿Hizo alguna experiencia concreta en ese sentido? —dije yo, interesado.

—Y tan concreta. Se arrojó por la ventanilla del tren allí, en los Estados Unidos, yendo de viaje con su joven esposa. Las ventanillas de los expresos americanos están cerradas herméticamente, de modo que en verano el aire del interior se mantenga frío y en invierno, caliente. Así, pues, las ventanillas no se pueden abrir y el aire se renueva por ventiladores invisibles que lo filtran, y en las camaretas de los pullmans por respiraderos cuya intensidad gradúa uno fácilmente con la mano igual que en las cabinas de los barcos, y como en ellas producen un siseo agradable.

—Ya veo —decía yo mirando la sortija de diamante en el dedo anular del industrialista y calculando, aburrido, su precio.

—En el tren, pues, no se puede normalmente abrir una ventanilla. Van cerradas, selladas. Pero en los lavabos y retretes hay ventanillas practicables.

—¿Se mató, en definitiva?

—No. Fue a los lavabos y no volvió. Encontraron su cuerpo descoyuntado, roto, pero vivo al pie del terraplén. Se arrojó por aquella ventanilla de los lavabos y debió ser difícil porque Dodge era largo, anguloso, huesudo y quijotesco. Sólo pudo salir con un laborioso esfuerzo de oruga. Su esposa quedó en el tren, esperándolo. Cuando vio que pasaban las horas sin que Ramón apareciera comenzó a inquietarse y a hacer indagaciones. Ya por entonces estaba el tren a más de cuatrocientos kilómetros de distancia del lugar del accidente. Los trenes americanos corren a velocidades de 160, 180 y hasta a veces doscientos kilómetros por hora.

—¿Qué buscaba Ramón Dodge en aquella experiencia?

—A eso voy. Quería ver si los hechos exteriores eran verdad o ilusión. La esposa americana, que tenía alguna secreta impaciencia por heredarle, no volvió nunca a querer aceptar que su marido estuviera vivo. Para ella, pues, su marido se perdió en los lavabos de un tren que marchaba hacia el sur a velocidades fantásticas y se había matado o lo habían matado. Como digo, míster Dodge tenía tendencias teosóficas. Le venía su tendencia de familia. Procedía de Costa Rica. La cultura toma en América fácilmente una dirección seudorreligiosa y, en cambio, la religión un carácter positivo y librepensador. ¿No le parece? —yo afirmé por cortesía—. La teosofía y la metapsíquica están en los vanos e intervalos de esas dos actitudes, y ahí caen con frecuencia algunos, como míster Dodge, que no tienen muy firmes los tornillos del trascender.

Yo pensaba: «Sabe que tengo tendencias anarquistas y me está buscando las cosquillas por el lado teosófico y metapsíquico». Aquello me disgustaba, porque supongo que mi anfitrión me consideraba idiota. Uno de esos idiotas con genio científico en mis infraestructuras secretas. Pero seguía hablando de Dodge y todo aquello era una maniobra de distracción: «Como le digo, míster Dodge tenía tendencias teosóficas desde niño. Le venía esa tendencia de una escuela presidida por un profesor que había hecho traducciones como El loco, de… —el industrialista consultó un papel que sacó del bolsillo— Kadil Hibran, árabe hinduizante. Eran traducciones deficientes de ediciones francesas exaltadas y torpes. Y se extasiaba con notas explicativas de las leyes de Manú —aquí abrió una cartera de cuero y sacó unos papeles—, como la siguiente, que supongo que le será familiar: “El zodíaco, llamado en sánscrito rasichakra, rueda y círculo de los signos, está dividido en trescientos sesenta grados o partes (ilusas), de las cuales treinta corresponden a cada uno de los doce signos mencionados: mesba, capricornio; vrisba, o el toro; milhuma, o los gemelos; kartakaka, o el cangrejo; sinha, o el león; kanya, o la virgen; tula, o la balanza; vrischika, el escorpión; dhanus, o el arco, sagitario; makara, el monstruo marino; kwnbha, la urna o el acuario; minas, los peces”».

No estoy seguro de que fuera esa cita como yo la escribo, pero fue parecida. Yo tengo buena memoria y sé un poco de sánscrito también.

Volviendo a su cartera de referencias, aquel señor parecía buscar afanosamente un papel mientras yo pensaba en Alfonso Madrigal y en si habría logrado o no matar al renegado padre de Antonia; es decir, padre putativo.

Pensaba escribir a Alfonso y decirle (si vivía aún) que volviera a Zaragoza y olvidara a Antonia, aunque aquello me parecía un poco difícil.

El industrialista había encontrado el papel que buscaba y se ponía a leer algo así como «Los hechos son como sigue: Dodge no se limitaba al Manú ni al misticismo oriental, sino que buscaba sus prolongaciones e influencias en la cultura grecolatina y traducía por ejemplo del latín el libro XI de las Metamorfosis, de Ovidio —volvía a consultar su cartera—, que, como es sabido, se refiere a la ira de las cuménides que atacan, hieren, desgarran y matan a Orfeo en el bosque. Diseminan sus miembros y la cabeza va a dar en Lesbos. Júpiter lo reconstruye y Orfeo recorre los lugares del orbe que había encantado con su lira y encuentra a Eurídice, con la cual es eternamente feliz. (La encuentra en España, puerta o más bien zaguán y antesala del infierno). Dodge buscaba a Eurídice, tal vez. Y este era su trascender difícil. Una americana como su esposa (persona honesta, por lo demás, y llena de fe en él, a quien esperaba heredar) no podía ser le habían sometido las euménides las parcas y las furias en la redacción de su tesis doctoral. Porque se hizo doctor en no sé qué ciencias oscuras, si podemos llamarlas así. Quería organizar su trascender como cada cual. En Costa Rica y en aquellos tiempos (1925) el trascender era el vuelo hindú, chino, persa, grecorromano hacia un horizonte del que no se vuelve. A estos oceánidas les falta el sentido telúrico de los españoles, que sabemos que todos los vuelos acaban en lo mismo: en la tierra. ¿No le parece?» —yo afirmé sin convicción alguna—. Así, pues, es a la tierra a la que hay que pedirle, en fin, los caminos del trascender. Y en ella no es fácil perderse. Aunque, en definitiva, tampoco vamos por sus caminos a ninguna parte. Le digo todo esto porque realmente antes he hablado con ligereza de Kahlil Hibran. Es decir, no hablé ligeramente sino que dije que el padre del teósofo había trasladado a Hibran de una mala traducción francesa. A pesar de eso, no estaba tan mal y voy a poner algunos ejemplos. Este se titula El espantapájaros.

Y el industrialista leyó —no sé con qué fin— algo como lo siguiente:

«Dije una vez a un espantapájaros: “Te debes cansar de estar de pie y solitario en este campo”. Y respondióme: “La alegría de espantar es profunda y durable y jamás me canso”.

»Díjele, después de un momento de reflexión: “Verdad dices, porque yo también conocí esa alegría”.

»Respondióme él: “Sólo quienes estamos rellenos de paja podemos saberlo”.

»Transcurrió un año, durante el cual se hizo filósofo el espantapájaros, y cuando pasé de nuevo junto a él vi dos cuervos construyendo un nido bajo su sombrero».

No sé lo que se proponía el industrialista con ese ejemplo. ¿Tal vez recordarme la futilidad del espíritu anarquista de agresión? Ya lo sabía yo, eso. ¿Y la tristeza de la filosofía, de toda filosofía? Lo sospechaba a mi manera. Pero mi anfitrión seguía en la brecha, mientras encendía un cigarro puro:

—Quiero citarle dos ejemplos más que me parecen interesantes. El segundo se titula El perro sabio, y dice así: «Pasó una vez un perro sabio cerca de un grupo de gatos y al aproximarse vio que estaban muy interesados en algo. En aquel punto, levantóse la voz de un gato grande y grave diciendo: “Hermanos, orad y cuando hayáis orado una y otra vez, sin duda alguna en verdad os digo que comenzarán a llover ratones”. Y cuando esto oyó el perro rió en su corazón y apartándose de ellos iba diciendo: “Ciegos y torpes gatos, ¿acaso no está escrito y no sé yo ni supieron mis padres que cuando se ora con verdadera fe lo que llueven no son ratones sino huesos?”».

Encendido el cigarro puro, el industrialista aspiraba y lanzaba al aire anillos de humo que suscitaban admiración en los camareros, mientras esperaba mi reacción. Yo tenía cuidado de no mostrar opinión ni emoción alguna. En vista de eso se lanzó a leer su tercer ejemplo:

—Este es el de los dos eruditos y creo que le gustará. Dice así: «Vivían una vez en la antigüedad y en la ciudad de Afkar dos eruditos que se odiaban y que trataban de empequeñecer recíprocamente su saber, porque uno de ellos negaba la existencia de Dios y el otro la afirmaba. Un día, encontrándose los dos en la plaza del mercado y en medio de sus secuaces, comenzaron a disputar y a argumentar acerca de la existencia o no existencia de Dios y después de cuatro horas de debate se despidieron. Aquella tarde, el incrédulo fue al templo, se postró delante del altar y pidió a Dios que le perdonara sus pasados extravíos. Y a la misma hora, el otro erudito que había defendido la existencia de Dios quemó sus libros sagrados porque se había hecho ateo». ¿Qué le parece? Este último ejemplo es el mejor y viene a decir (¡oh, manes!) que no hay solución ni fórmula final ni descanso en la Tierra.

Aquella exclamación (¡oh, manes!) me impresionó favorablemente y esperé una oportunidad para hacérselo saber. Pensaba: «Esa es la única actitud religiosa justa. No hay descanso en la razón ni en el conocimiento. Sólo hay un descanso: la muerte. Todos hemos visto que a veces un muerto en accidente o en la guerra nos da una sensación (caído en la tierra) de descanso casi envidiable. Ya no piensa, ya no siente, ya no espera y sus miembros, sus huesos, se pegan al suelo con una especie de decisión final voluptuosa. En su cara por vez primera hay una expresión de indiferencia, desinterés y calma».

Era la expresión que debía tener aún en vida don Ramón Dodge, comentador de los glosadores del Manú, proclamador del misticismo como instrumento de conocimiento positivo, traductor de Hibran y corifeo de los Rosa Crucis. Los oceánidas son así. Siguen siendo así y lo serán muchos siglos aún. Míster Dodge quedó al pie del terraplén con dos huesos fracturados mientras oía la sirena de un motor Diesel de aceite pesado alejándose (y disminuyendo). Y convencido de que la realidad exterior existía por sí misma. Las cuménides le habían atacado en los lavabos al parecer y lo lanzaron hacia la difícil comprobación del mundo exterior.

—Lo más extraordinario de todo esto —siguió hablando el industrialista— es que suponiendo que míster Dodge estaba muerto su esposa lo vio aparecer en la puerta de su casa. Ella, que sabía también sus rudimentos de teosofía, le dijo: «¿Adónde vas, querido? Ya no perteneces a este mundo». «Eso creía yo —respondió él—, pero parece que sí. Me entablillaron el hueso y aquí estoy». «Ya no —insistía la esposa—, tu mundo es otro, ahora». «¿Cuál? ¿Puedes decírmelo?». «No sé. Es otro muy diferente del nuestro». «Pero ¿cuál?». La verdad es que ella no quería decirle a su esposo que era el mundo de los muertos el que le correspondía porque tenía miedo de ofenderlo o asustarlo. Sin embargo, tenía (según me dijo) los pelos de las cejas erizados y era ella la más asustada de los dos. Le dijo afablemente en tono de súplica: «Márchate, Ramón, márchate y no vuelvas nunca». Él se fue como un obediente escolar. Pero es lo que uno se dice: ¿Adónde? A casa de su abogado, porque ella estaba reclamando fieramente la herencia. Y aquello era cosa seria.

Oyendo al industrialista, yo sonreía; y él me dijo bruscamente, cambiando de tema:

—¿Doscientas mil?

Yo le prometí que lo pensaría, porque si negaba a secas sería el cuento de nunca acabar y él se levantó, satisfecho, creyendo haber ablandado mi disposición y se fue advirtiéndome desde la puerta del hotel que pagaría lo que pagara otro por mi pequeña invención. Hasta seis ceros. Yo creía haber oído mal, pero fue eso lo que dijo: seis ceros. Yo pensaba en Valentina y suspiraba.

Confieso que, a veces, me mareaba en una vorágine de reflexiones entre codicias y generosidades, entre vilezas y noblezas y no sabía a qué carta quedarme. Aunque en realidad y pensando en Valentina mi decisión no podía ser más que una y estaba ya hecha desde el principio. No aceptaría. Pensando en Valentina no debía haber dudado un momento. Seis ceros convencerían a don Arturo. Pero pensando también en ella no podía aceptar. En sus niveles más altos la vida es siempre así: un círculo vicioso.

Aunque no tenía yo color político definido —aparte de mi simpatía por los anarcosindicalistas— me invitaron a dar una serie de conferencias, una de carácter técnico sobre los aldehidos y otras de materia doctrinal y social, que a pesar de mi inexperiencia salieron bastante bien y me dieron cierta pasajera nombradía. Poca cosa, claro. Siempre ha habido un nivel de libertarianismo culto en España desde el tiempo de los alumbrados de Pastrana, quienes en definitiva eran los antecesores de Anselmo Lorenzo y de Ferrer. A mí no me disgustó aquella naciente popularidad. Pero la inquina entre las tendencias de un lado y de otro aumentaba y se advertía que la guerra civil iba haciéndose inevitable. Yo lo veía en pequeños detalles, como la heroica desesperación de algunos señoritos que nunca habían sido capaces de pelear y que de pronto parecían dispuestos a matar o morir por una palabra o una banderita.

«Esto no tiene remedio», me decía. Y pensaba en mi pistola, indeciso.

Mi pistola habría ayudado a reducir la tendencia a la superpoblación que va a arruinar a la humanidad un día. Es decir, que en definitiva con ese invento yo podía hacer bien a los hombres.

Pero todo eso era puro sofisma.

Y seguía pensando en Valentina y mirando la calle desierta del amanecer desde mi ventana después de una noche de insomnio. Seis ceros. Eso había dicho el industrialista generoso y sanguinario. La cifra primera no la había dicho: podía ser el uno, el dos, el tres, hasta el nueve. En materia de guerras, el capital que se suele invertir es fabuloso. Y con aquel invento mío la guerra sería algo más que una guerra fría e impersonal. Sería la guerra privada de cada cual que cada cual ganaría a su tiempo satisfactoriamente. Venderían millones de pistolas el primer año y desaparecerían millones de enemigos de esas personas. Como en una guerra.

Pero sería una guerra a la medida de cada cual. La ganarían los hábiles y los amorales contra los que tenían escrúpulos de conciencia.

La ganarían los imaginativos, embusteros y criminales natos. Pero ¿no era así, ya? Porque la pistola que yo inventé se podría adquirir por menos de cien pesetas. ¿Quién no tiene cien pesetas para matar a uno de esos amigos - rivales - conjeturables - incrédulos - disidentes - maliciosos -astutos - aprovechados - suspicacesaventajados - seudoleales - escamones -sobreavisados - avispadosalertas - braguetones - generosos del tipo ofensivo, cordiales del incordio, que habitan una parte del espacio por donde uno quiere pasear a solas o con su pareja? ¿Quién no tendría cien pesetas para hacerse su justicia y su guerra privada? Yo dudaba, sin embargo, y pensaba en Valentina. Todavía. Siempre. No podía ni puedo remediarlo. (Ni quiero).

Sucedió lo último que podía esperar yo en el mundo: vino a Madrid el Bronco con su mujer (se había casado) en viaje de novios. Me refiero a aquella bestia del neolítico inferior que cantaba romances pornográficos y que en la aldea de mi abuelo fue mi mejor amigo. Se había casado con Cristeta. Al parecer, el amor comenzó con la sugestión del nombre; es decir, de las dos últimas sílabas del nombre que cuando estuve en la aldea le traían ya inquieto y obseso.

Aquellas dos sílabas fueron desarrollando glándulas y protuberancias en la imaginación del Bronco.

Por entonces se acabó de construir un ferrocarril en la comarca y consiguió el Bronco que le dieran un puesto de guardabarrera.

Esto sucedió el año último de la monarquía y los reyes fueron a inaugurar aquel ferrocarril. El Bronco decía ferroscarril.

Desde que supo el Bronco que tenía casa gratis, sueldo fijo y retiro de vejez decidió casarse. Pero había que esperar y hacer ahorros para la boda.

El día de la inauguración, la reina se detuvo a hablar con algunos empleados humildes, uno de ellos el Bronco. No podía menos de suceder. Un ejemplar del antropopiteco en dos patas no se encuentra todos los días. La reina le dijo:

—¿Es usted guardabarrera?

Escuchaba el Bronco muy serio, con los pies juntos y la gorra en la mano:

—¡A ver!

—¿Y le gusta el oficio?

—Pues… depende —y el hocico del Bronco se torció un poco para añadir—: Porque en invierno t’helas, en verano t’asas y siempre te jodes.

La reina disimuló el sobresalto y se apartó, sonriendo. El Bronco tenía dos motivos de satisfacción en su vida (según decía). El haber hablado con la reina de igual a igual y el ser amigo mío. Cuando llegó a Madrid venía sin saber dónde hospedarse, confiando en que yo lo llevaría a mi casa. Al ver que yo no tenía casa propia sino alquilada y sin sirvientes se llevó un gran chasco. Y perdí en su estimativa. Lo llevé con su novia a una posada de tipo campesino en la Cava Baja y advertí al encargado que pagaría por él. Suponía que no estaría más de una semana, pero aunque estuviera tres o seis sería igual. Yo lo estimaba, al Bronco.

Estuvo tres semanas. Bien es verdad que no permitió que pagara. Tenía sus delicadezas, el Bronco, aunque por pura fachenda.

Como buen paleto, no se extrañaba de nada. Los grandes edificios, los viejos palacios, los autobuses, la plaza de Oriente, el Prado (al museo no lo llevé porque estaba seguro de que se aburriría) le parecían cosas ordinarias: también el Retiro, aunque allí encontró una sorpresa. En el parque había muchos mirlos negros. El Bronco, que no había visto nunca, aquellos pájaros, se excitaba:

—¡Un tordo! —decía buscando una piedra para tirársela.

El tordo era en su aldea un ave estimada por los cazadores. Fue lo único que le impresionó en Madrid.

La novia —yo la recordaba muy bien— parecía en cambio asombrada de todo y miraba alrededor sin hablar. El marido debía darle unas sesiones eróticas inhumanas y la pobre llevaba hematomas y señales de mordiscos por todas las partes visibles de su cuerpo. En las partes cubiertas debía ser peor.

Iba y venía el Bronco por Madrid con aire distraído y altivo, como si hubiera estado en la ciudad toda su vida.

Aunque me preguntaba por mi vida en Madrid, desde que descubrió que no tenía casa propia no creía una palabra de lo que le decía: que era ingeniero, que había hecho el servicio militar y era oficial de complemento. Mientras yo hablaba, él movía la cabeza para decir al final:

—¿Ya te has gastado la herencia de tu abuelo?

Y añadía, dirigiéndose a su esposa: «Porque el viejo Luna le dejó un buen gato de reales».

Le decía yo cuál era mi vida, pero él no me escuchaba. De pronto me interrumpía:

—¡Un hombre que no tiene siquiera un cobijo a su nombre!

Se creía superior a mí por ser guardabarrera con domicilio propio y por haberse casado, y en esto último tenía razón. Ya querría yo haberme casado con Valentina. Cuando le preguntaba por qué no creía que fuera ingeniero, respondía:

—Pues hombre, ¿cuándo se ha visto que un ingeniero ponga bombas en los trenes?

No había manera de convencerlo de que no las ponía en parte alguna y cuando su mujer, Cristeta, se lo quiso explicar, él se enfadó y dijo: Lo conozco mejor que tú. Desde chico, la policía le seguía el rastro. Por eso digo que se está malmetiendo.

Nos quedábamos los tres callados y el Bronco decidió adularme, conciliador:

—Pero con eso y todo, Pepe es de los que entran pocos en docena.

Yo le habría dado de bofetadas si no fuera por Cristeta. Los llevé un día a comer a una taberna ínfima de la calle de Toledo y el Bronco estuvo haciéndome preguntas sobre la política republicana. En realidad quería averiguar si tenía yo influencia y posibilidad de recibir nombramientos o de darlos. Yo le dije:

—Mira, la política no consiste en poder dar empleos. Se trata de influir más o menos en la marcha del mundo.

—¿Cómo? El mundo marcha solo. ¿Qué puede hacer nadie para cambiarlo?

En aquel momento apareció en la taberna Ramón I, que llegaba un poco sudoroso y sin rumbo con algo de animal silvestre, y lo invité a sentarse con nosotros. Vio Ramón en la expresión de los novios esa fatiga sexual un poco indecente de la luna de miel.

Había visto ya a Ramón I en Madrid, adonde había venido atraído por el cambio de régimen, y me dijo que Alfonso Madrigal (de quien yo le había hablado), harto de buscar a Antonia y a su padre sin hallarlos, había venido también a Madrid.

Parece que se había inscrito en el sindicato socialista metalúrgico. Pero seguía con la obsesión de encontrar a Antonia en España. Esto hacía de él un tipo un poco descentrado.

El Bronco, que escuchaba y conocía a mis parientes, comenzó a hablar de Alfonso Madrigal:

—Es borde, pero tiene suerte. Todos los bordes (los bastardos, quería decir) lo son. ¿No lo sabías? Ese va a hacer carrera porque tiene mucho de aquí.

Se llevaba la mano a la bragueta, el cafre. Luego añadió que Alfonso había estado en presidio y lo decía con una sombra de respeto, como si dijera que había estado en el colegio de, cardenales de Roma o en la universidad de Bolonia. Yo contemplaba al Bronco con una mezcla de simpatía y repugnancia y él, que se daba cuenta, reía, satisfecho.

Esperaba yo que Ramón I comprendiera la clase de igorrote que teníamos delante, pero Ramón andaba preocupado. Parece que había traído a España a su dulce Fátima, quien le creaba problemas de adaptación. Vestida a la europea, perdía Fátima su atractivo. Resultaba, según él, de una vulgaridad ofensiva.

En fin, aquello no era grave.

Ramón no se preocupaba del Bronco ni de su mujer y parecía querer decirme algo. Siempre parecía Ramón I deseoso de comunicar a cada uno de sus amigos alguna clase de consigna secreta.

Y debía ser importante, porque no la decía delante de mis amigos campesinos. Miraba el Bronco con gran atención a mi amigo y debía pensar: «Este sí que tiene casa propia en Madrid».

Traía Ramón I noticias. Todo el mundo las tenía en aquellos días, digo, sobre la violencia de la política y los choques de los grupos extremistas.

La novia del Bronco, que seguramente estaba exhausta desde que se levantaba (por haber pasado la noche en ejercicio nupcial), sonreía bobamente cuando la mirábamos. Si la sonrisa era demasiado tonta, el Bronco se daba cuenta y salía en su defensa:

—Esta, aquí donde la ves, es más lista que Lepe. Ve crecer la hierba. Mira si será lista que me ha atrapado a mí.

Lo decía sinceramente y, como suele suceder, la extrema sinceridad se trocaba en humor. El Bronco ofrecía con los dedos a su mujer un gajo de cebolla y como ella rehusaba el galán lo comía, advirtiendo:

—La cebolla es muy buena pa el reglote.

Es decir, para eructar.

Yo hacía caso omiso de la pareja aldeana y me dirigía a Ramón I:

—Cuando viniste estábamos hablando de política en la medida en que se puede hablar de algo con este samarugo —el aludido mascaba cebolla y reía satisfecho— y yo iba a decirle que hay dos tendencias, como tú sabes, en la historia de la humanidad: la del espiritualismo: Buda, el dulce Jesús, san Francisco, Gandhi, y la cínico-racionalista; es decir, Syva, Maquiavelo, Nietzsche y… digamos Stalin. Entonces…

Sonreía mi amigo Ramón divertido, pensando que estaba perdiendo el tiempo si quería hablar de aquella manera a personas como el Bronco. Pero mi doctrina le interesaba.

—Es verdad —decía—. Ahora mismo, en España todo el problema está en eso. Yo diría —añadió— que Jesús y Buda son el principio femenino, la dulzura pasiva y los otros el masculino: Syva, Maquiavelo, Nietzsche, Hitler o Stalin; pero ahora, con razón o sin ella, tú ves lo que pasa: la bandera de Cristo la reclaman los sindicatos obreros y la del rigor y dureza nietzscheanos una parte de la Iglesia. Un verdadero caos. Habría un tercer término: Sócrates. Es decir, Platón y Sócrates.

—Pero sin solución. Nadie ofrece la solución, por el momento.

Miraba el Brronco con los ojos rulotinados y convertidos en dos rayitas horizontales:

—¿De qué hablan sus mercedes? —y había cierta ironía en la entonación.

Ramón miró al Bronco pensando que era la primera vez quizás en doscientos años que aquella expresión «sus mercedes» volvía a oírse en Madrid.

—Hablamos de las maneras de ser felices o desgraciadas las sociedades humanas y los hombres.

—A mí —dijo el Bronco— que me den cien mil duros y un pellejo de semen para ponérmelo en los riñones.

—Se trata de otra cosa —le dije yo—. Se trata de la manera de tener tranquila y satisfecha a la gente.

—Tranquilidad viene de tranca —afirmó el Bronco.

Yo pensaba en términos pedantes, como si con aquello quisiera defenderme de la rusticidad del Bronco: «Se siente feliz porque, como dice Spinoza, la felicidad consiste en el paso de un nivel bajo de perfección a otro superior». Realmente, el Bronco era antes un perfecto rústico y ahora un perfecto rústico casado y con hembra. Y estaba alegre, porque la alegría se adquiere con la sensación de poder. Creía el Bronco ser poderoso habiéndose casado con Cristeta, teniendo un empleo de guardabarrera (vivienda gratis), habiendo hablado un día con la reina y estando en Madrid, donde se permitía dudar de mis opiniones. Lo bueno es que yo, por encima de todas las incomodidades, me alegraba de volverlo a ver. Y eso me irritaba.

Seguramente le pegaba a Cristeta por la noche y comenzaba así a ejercer el poder de Syva o de Indra. Mi amigo Ramón me miraba extrañado de que anduviera con personas como aquellas. Y se permitió sospechar si seríamos parientes. Cuando me lo preguntó se apresuró a explicar justificándose:

—En las provincias hay a veces parentescos con gente rara.

—Más que parientes, somos —intervino el Bronco y añadió una vez más apartándose con las dos manos el pelo encima de una oreja y mostrando una cicatriz blanca de ocho o diez centímetros—: Mire, ¿ve usted? Me lo hizo él, de un peñazo.

Lo decía con orgullo. La gente del bajo neolítico tenía sus maneras de entender los placeres de la amistad.

Pero venía a nuestro lado el chico del tabernero, que conocía a Ramón. Era un chico de cinco o seis años, gentil personita, que ayudaba ya a su padre. Traía alcaparras en un plato. Señalando al Bronco preguntó: «¿Quién es este?».

—Aquí en Madrid —dije yo— es un paleto recién casado, pero en la montaña es un lobo aullador que se pasa la noche brincando por los montes.

El chico lo creía y el Bronco reía guturalmente. Ramón le preguntó al muchacho qué clase de animal querría ser si tuviera que elegir. ¿Un lobo?

—No. Un animal marino —dijo el muchacho.

—¿Un tiburón?

—No, un pulpo.

—¿Por qué querrías ser un pulpo? ¿No es feo ese animal?

—Sí, pero puede empujar con los testículos a la gente.

—¿Cómo? —dijo Ramón asombrado.

—Con los testículos. Tiene ocho.

—Tentáculos, hombre, tentáculos.

Cristeta se ruborizaba y el Bronco, viendo su rubor, echaba luces lúbricas por los ojos. Debía pensar que tener ocho glándulas de aquellas representaba un privilegio. Tampoco estarían de más los ocho tentáculos para los brazos envolventes, en la cama. Suponiendo que lo que decía el chico fuera verdad.

El tabernero, desde el mostrador, llamó al muchacho pensando que nos molestaba. El chico fue a su lado y se puso a limpiar una bandeja.

Pero Ramón volvió a hablar de cosas graves —filosofía moral— y yo traté de ignorar al Bronco y dije que la solución estaba en el pensamiento de Spinoza, a quien llamaba Novalis el «envenenado de divinidad». Suspiré hondamente:

—Un poco de ese veneno tengo yo también.

Entonces Ramón me dijo que le habían propuesto hacerse masón y que se negó. «Es difícil para mí ser masón —añadió—, primero porque soy católico y segundo porque no creo en Dios».

Yo aprecié aquella salida como merecía —Ramón I tenía opiniones, al margen de lo político, siempre chocantes— y me puse a hablar otra vez de Spinoza, pero Ramón cambió de tema. Quería saber más de aquella pareja de paletos. ¿Dónde se hospedaban? ¿Qué les parecía Madrid? ¿Tenían hijos? Ramón era distraído y siempre decía alguna cosa inadecuada. Preguntar a recién casados si tenían hijos era imprudente.

—Eso lleva tiempo —dijo el Bronco, reflexivo.

Se puso a decir que desde que se fueron los reyes, Madrid era una ciudad como Barbastro, tranvía más o menos. Añadió que yo había dado orden en la fonda de que no les cobraran, pero que estaba pagando cada semana y si lo decía en aquel momento era para que yo me enterara y no me cobraran a mí, también, ya que en Madrid hay mucha marrullería y es necesario atarse los calzones para andar entre la gente. Podría ser que en la fonda quisieran cobrar dos veces.

Ya veo —dijo Ramón—. Usted sabe lo que se pesca.

Sacaba el Bronco la cartera que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta y que estaba rodeada en la doblez por un cordón que iba cosido al forro.

—Los carteristas no van a ganar mucho conmigo. Uno entiende de ciudades, sobre todo ahora que viajo gratis en los ferroscarriles.

Comimos unos filetes suizos (carne picada bastante mala) que al Bronco le parecían estupendos y bebimos buen vino de Valdepeñas, aunque el Bronco, acostumbrado a los vinos espesos de Aragón, encontraba aquel vino más bien para señoritas. Al final tomó café, vertiendo en la taza dos copas de anís, y encendió un cigarro puro de los que habían sobrado el día de la boda, dándonos otros a nosotros. Eran unos cigarros miserables, que olían a asfalto. Él fumaba el suyo con la sortija puesta y, lo que es más notable, inhalaba el humo. Se ponía amarillo con la primera alentada y luego iba volviéndole el color. El color rojo de la digestión; es decir, de la congestión. Le dije, imitando el habla de la aldea:

—Estás colorado como un perdigacho.

—La buena comida —dijo él, muy convencido.

No se habría cambiado el Bronco por un duque. Yo tenía ganas de que se marchara de Madrid, pero no me sentía mal en su compañía. Lo único incómodo era aquel aire pornográfico de recién casados que tenían los dos. No sé cómo no se daban cuenta. Ella no sabía disimular las ojeras ni la demacración con afeites. Al Bronco le divertía aquello y a veces, a espaldas de su esposa, me guiñaba un ojo. Y decía por lo bajo: «Está con la cara ajada». Pero lo decía uniendo las dos últimas palabras y haciendo de ellas una sola, procaz.

Mi amigo Ramón me dijo que la cosa pública iba mal y que a la República se la llevaba el diablo. Los jefes políticos creían que gargarizando en el Parlamento estaba todo arreglado. Luego iban a sus tertulias y comentaban sus recíprocos discursos. Creían que aquello era todo lo que había que hacer para conducir a buen puerto la nave del Estado, que era más bien la nave de los locos. O de los tontos.

En la calle había asesinatos; en los cuarteles, conspiraciones contra el régimen. Entretanto, los republicanos hablaban y cuando más eficaces querían mostrarse ensayaban algún pequeño truco que les parecía maquiavélico entre sus amigos, es decir, contra sus amigos disidentes.

—Esto se lo lleva el diablo —repetía mi amigo.

El Bronco hacía a veces comentarios congruentes. Cuando oía decir a Ramón que el orden republicano no existía y que el monárquico había desaparecido, le gustaba al Bronco repetir aquello de «tranquilidad viene de tranca». Más tarde, el Bronco tuvo razón y la tranca impuso alguna clase de tranquilidad.

Tenía a veces sus puntos de vista serios, el Bronco. Por ejemplo, decía que la implantación de la jornada de ocho horas en el campo era imposible porque si se deja la cosecha sin recoger y viene una tronada, se malmete. Además, la orden de no llevar cosechadores ni peones de una parte a otra (de un municipio a otro) era la ruina para los propietarios y para los campesinos.

Los puntos de vista del Bronco, como suele suceder con la gente ignorante pero pragmática, no estaban mal. Miraba a Ramón y parecía pensar: «Este es de los que ponen bombas también». No parecía tenernos en mucho a Ramón ni a mí y decidió que tampoco mi amigo debía tener casa propia en Madrid. En todo caso, el Bronco se ponía a contar nuestras batallas de chicos a un lado y otro del río y los refuerzos que llegaban a veces con escopetas cargadas con sal. El Bronco se acordaba de los nombres de sus partidarios y de los míos. Él y su novia estaban ebrios de nupcialidad y esta era como un licor barato, como un aguardiente sin marca, del que bebían demasiado por la noche.

—¿Verdad que el Bronco es un bestia? —repetí dirigiéndome a Cristeta.

Ella se apresuró a decir que sí, y añadió:

—Desde pequeño.

Mi amigo la señaló alargando la mandíbula:

—Esta me conoce desde que éramos críos. Bien sabía lo que le aguardaba casándose conmigo. También yo la conocía a ella, tú sabes.

—Cállate —le dije—. Eres una mula sin albarda.

—También este me conoce —dijo él, satisfecho.

Volvió a hablar con entusiasmo de nuestra infancia en la aldea. Recordaba con especial amistad a otro chico de mi pueblo, a Carrasco, que le dio tal pedrada en un tobillo que anduvo cojeando tres meses. Lo recordaba riendo a carcajadas. «Era un chico muy templao, Carrasco», decía.

Más tarde, durante la guerra civil, yo imaginaba que el Bronco asesinaría si se presentaba ocasión a la mitad de su aldea natal; pero no hizo nada parecido. Fue hombre de orden, que no estuvo en un lado ni en el otro. No salió de su casilla de guardabarrera, en la que se limitó a poner una banderita, por si acaso.

Una ligera deformidad en los huesos (que le hacía cojear imperceptiblemente) y la pedrada de Carrasco, de la que se resentía los días de lluvia, le libraron de ser movilizado y, como digo, no mató a nadie. Parece que en el paleolítico también existía algún sentido moral.

Se acordaba aquella tarde en la taberna de todas nuestras andanzas infantiles, y como conocía mi pueblo natal (al otro lado del río) estuvimos hablando del entierro de la Clara, de algunas bodas famosas y también del crimen del hijo de la Barona.

—En eso —decía Bronco— yo ayudé a tu abuelo y también a tu medio tío, al que tiene ahora la hacienda. Un tío —añadía dirigiéndose a Ramón I— que es más joven que el sobrino.

Y reía con gusto, echando la silla atrás. Cuando él reía lo hacía también su novia. No hay duda de que la tenía hipnotizada. Yo recordaba sus opiniones de adolescente en relación con la mujer: «Son mal ganado. Hay que domarlas como a los potros: en una mano la cebada y en la otra el látigo».

En fin, el Bronco y su mujer dejaron Madrid y se fueron un día a su casilla de guardabarreras. Como a ella le gustaban las flores le compré en Madrid la mejor colección de semillas de rosas, claveles y sobre todo girasoles. Luego supe que su casilla era la más florida de la vía férrea.

Yo preguntaba por Alfonso Madrigal, pero no lo encontraba en ninguna parte.

Entonces vino a verme una poetisa chilena que aparentaba veintidós o veintitrés años. Y, sin embargo, estaba casada y tenía ya dos hijos: un niño y una niña; lo que los franceses llaman un ménage princier.

Vivía con su marido en un hotel de la calle de Velázquez que se llamaba, si mal no recuerdo, Majestic y que tenía anchos salones forrados de maderas oscuras.

Si digo que no he visto en mi vida una mujer más hermosa —del tipo fornicatorio— los lectores sonreirán. Se dice eso tantas veces y con tanta ligereza… Pero es verdad. Al decir tipo fornicatorio quiero decir sólo una mujer inmediatamente deseable. Porque ella era de costumbres irreprochables, lo que tenía más mérito, ya que los enamorados surgían a su alrededor en todas partes, como los hongos en el bosque.

Su marido era muy poco aventajado de estatura y de cualquier otra cualidad. Pequeño, de cabeza rubia. Era escritor y su mente un puro galicismo. Amable y atento venía, sin embargo, a Madrid y no a París con algún fin, no comprendía yo cual. Más tarde lo supe.

En aquellos días de Madrid muchos hombres se enamoraron de ella. Todos los que la vieron de cerca, probablemente. Yo habría sido uno de ellos si la imagen de Valentina no me acompañara día y noche como un ángel tutelar (con la corcita blanca detrás). También se dejó impresionar un hombre distinguido: Ortega y Gasset, y aprovechó el marido la reverencia para publicar un libro de ensayos —discretamente informativos más que especulativos— en la colección de la Revista de Occidente. Como escritor era sólo discreto; es decir, mediocre en el sentido clásico latino, que no tiene nada de denigratorio.

Obviamente, ella era fiel a su marido, aunque ninguno de nosotros pudiera entenderlo, ya que era superior a él en tantas cosas. Aunque tal vez lo que en una mujer tonta habría sido un pretexto para engañarlo, era en ella una razón para quererlo y serle fiel. El diablo entienda a las mujeres.

De ella escribió Gabriela Mistral: «Es la mejor poetisa de Chile, pero es más que eso: es una de las grandes poetisas de nuestra América, próxima a Alfonsina Storni por la riqueza del temperamento, a Juana de Ibarburnu por la espontaneidad». Y más tarde: «Ahora ella vive el dorado mediodía de la dicha; ahora su verso puede tener el vuelo fácil y extendido de la gaviota chilena, del ave de seda y de sal». Más tarde, todavía: «Donosa y fresca mujer joven, dueña de una poesía hecha a su semejanza, alabémosla, démosle admirativa amistad, cabal elogio. Es de nuestra raza».

El adjetivo «donosa» era una graciosa alusión al nombre de su marido, quien, como dije antes, era un escritor discreto que llevaba su profesión con una dignidad natural y sin mayores pretensiones. Conocía sus límites y en ellos se desenvolvía mejor que otros escritores de talento en los suyos.

No sé para qué venía ella a mi lado. Es decir, venía a algo concreto y ella no lo sabía. Se acercaba la poetisa con gestos redondos de gran gatita culpable. Pero era para ella sólo una travesura de muñeca grande. De muñeca, no de mujer. Y nunca pasaba nada.

Decía ella con esa sabiduría inguinal de las poetisas hispanoamericanas:

Amor grito a todos los vientos,

mi vida entera está en mi voz,

pero hay algo en mis pensamientos

que tú no sabes… ni sé yo.

Una gran parte de eso que no sabíamos ni sabía ella misma fue lo que la condujo a asomarse a la ventana de mi secreto peligroso. A la tremenda ventana tapiada. Inocentemente, claro.

Ortega estaba tan deslumbrado como cualquiera de nosotros y debió quedarse perplejo cuando la poetisa se desvaneció para siempre. Ella, la mujer de todos los merecimientos y de todos los privilegios naturales. La hembrita perfectamente ajustada a una realidad que habiéndole dado belleza, talento, juventud y el gozo del misterio natural se lo había dado todo. Era la mujer polarizadora de cualquier posible forma de bienestar en la Tierra. La mujer bebé a quien todo el mundo corre a darle el juguete caro para que no llore. Yo creo, incidentalmente, que ella no lloraba nunca.

Y seguramente Ortega, que tantas cosas comprendió y explicó para los demás, no pudo explicarse a sí mismo ni comprender que aquella muchacha no llorara. La impresión de facilidad que daba aquella mujer en los otros, en los logrados del mundo, hace pensar que trataba la vida como un amable juego. Si ese juego se daba bien, la alegraba, y si no, la divertía. Pero nunca la torturaba. Probablemente las cosas contingentes no le dieron nunca un mal rato; es decir, un minuto de ansiedad, ni mucho menos de angustia. La máscara mortal de la angustia cuando luchamos a solas con las encontradas realidades de fuera y de dentro, no la conoció ella. Podría traer aquí muchos ejemplos de aquella serenidad hecha del dominio sobre la red de las afinidades relativas de cada hora, pero no lo haré por nada del mundo. Detrás de la sugestión de su memoria, para todos los que la tratamos debe quedar un aura inexplicable. Un ámbito de nadie, aromado de respetos.

Y venía a presentarme un jefe político de izquierdas sin saber para qué. Yo tampoco tenía interés en averiguarlo. Lo único interesante era ella, perfecta en la línea de sus labios y en la de su cintura de adolescente a pesar de la maternidad. Cuando no acertaba ella en la vida —por ejemplo, presentándome aquel hombre sin saber para qué— era la vida la que se disculpaba y no mi amiga. La gracia con que renunciaba al acierto valía más que la vida misma. Aquella mujer habría merecido ser la azafata de Valentina.

No le dije que seguramente venía con la mayor inocencia como tantos otros a tratar de usar mi invento. Impunemente. (Y a ofrecerme sin saberlo, una vez más, bastante dinero para acercarme a Valentina).

Al revés que otras mujeres, no tenía ella la pedantería de su belleza natural. Se diría que cultivaba inconscientemente (o conscientemente, vaya usted a saber) esa dosis de tontería natural que en los seres hermosos como ella es realce y en los demás es desgracia y a veces miseria. No entendamos esto al pie de la letra. Cuando hablo de tontería me refiero a descuido del intelecto, al dulce y amable abandono a la simplicidad. La de ella tenía la espontaneidad fragante de un brote, vegetal.

Hablar de su tontería es una licencia poética para aludir al lado encantador de su descuido. Su abandono era mejor que todas las actitudes compuestas, y todos los espejos de este lado y del otro de los mares lo sabían. Se habla de la «tontería» de alguna mujer como de una cualidad más de su perfección. También se dice que no hay verdadera poesía sin una cierta dosis de tontería, y es lo mismo. Esa tontería no es sino la que va implícita en el atreverse al abandono secreto y confianzudo de los seres excepcionales. En los otros, todo es precaución.

No era pedante de la belleza y mucho menos del sexo, como tantas mujeres tratan de serlo como una derivación culta del escepticismo. Tal vez son esas mujeres, esas pedantes de la vagina, la causa principal de que entre los hombres de letras de nuestro tiempo abunde el homosexual, al menos fuera de España.

Con aquella mujer la vida de todos era un poco mejor, en la Tierra. Yo no insinué siquiera la provocación al adulterio porque habría sido estúpido. En fin, aquella mujer murió durante la guerra. Después de su muerte yo supongo que la muerte nuestra, es decir, de todos los hombres vivos que la conocimos, será mejor también. No debe ser tan terrible pasar por donde ella ha pasado ni ir al lugar donde ella está, aunque ese «dónde» sea la nada. La nada angosta.

Ella no se fiaba mucho de su talento, porqué sabía que nunca llegaría a ser tan sugeridor como su mera presencia física. El talento de ahora va menos ligado a las gracias de lo corpóreo. El «intelecto» está demasiado alejado de cada cual. Todavía si fuera, como antes, el entendimiento… Ella sabía todo eso y se acomodaba dentro de su realidad exquisita con esos escalofríos con que algunas muchachas se estremecen dentro de un costoso gabán de pieles o entre los brazos del amado. La vida le hacía raras y preciosas caricias. A ella. A la mujer hermosa, segura y sin cautela.

En todo lo que hacía —hasta en la presentación de aquel hombre político de izquierdas— asomaba ese contento natural de los privilegiados del destino con una especie de rezume gozoso. En su cuerpo había esa redondez (sin conjetura de esqueleto) que hay en algunas chinas hermosas. Era española por la tibieza del color de la piel —trigueña candeal— y por sus ojos, un poco vagos, como recelosos de su poderío. Tenía, por otra parte, la infalibilidad de movimientos de la mujer francesa, sin nada de afectación ni de su agresivo don de flirt. No lo necesitaba. Todos los hombres del mundo se adelantaban al deseo de ella de hacer impresión. Sin embargo, yo no la comparaba nunca con Valentina. Mi amada era de otra especie y de otro mundo.

La chilena me presentó aquel hombre que buscaba la manera de conseguir mi invención, Por dinero, claro está, aunque no llegó a decir cuántos ceros. Ella no sabía lo que aquel sujeto pretendía. Nunca buscaba ella la raíz de las cosas y todas le parecían plausibles a priori.

Fue entonces cuando yo me di cuenta de los peligros que me envolvían personalmente y decidí cambiar de nombre cuando frecuentaba algunos lugares, a ver qué sucedía. El cambio tenía que ser hecho con el mayor cuidado, como se le trasplanta, por ejemplo, a un ciego la retina de un muerto en accidente, para que vea. En mi caso era más bien para no ser visto.

En aquellos días vi a Alfonso Madrigal y fue una gran sorpresa y un motivo de contento por algunas horas. Se había arreglado la mella de los dientes. Trabajaba y ganaba buen jornal.

Pero ya hablaré de él otro día.

Aquí acaba el cuaderno VII de Pepe Garcés.

Esta vez los versos de nuestro héroe no son tan líricos y se reducen a un soneto sarcástico de doble sentido fácilmente perceptible:

De la solemnidad de los sextantes

y en un recinto lleno de latidos

van bajando los pobres discrepantes

al hipogeo de los excluidos.

acecha en los pasillos bifurcados

la muerte vil y en el umbral del Asia

otra muerte de armiños mosqueados

y cetro rematado en flor de casia.

En subterráneo oscuro y secretario

lleno de sombras sensacionalistas

se calla dubitante el comisario

y desde algún lugar las imprevistas

calaveras del fondo del osario

muestran su humor de desviacionistas.

Creo que se refería al hombre que le presentó en aquellos días críticos la poetisa chilena María Monvel.