E L   C A M I N O   D E L   P O Z O
D E   L A   R I S A

OBSERVEN en un mapa a gran escala el lugar donde el río Chenab desemboca en el Indo, quince millas más o menos al norte de la aldea de Chachuran. Cinco millas al oeste de Chachuran está el Camino del Pozo de la Risa y la casa del gosain o sacerdote de Arti-goth. Fue el sacerdote quien me enseñó el camino, pero no es gracias a él que puedo contar esta historia.

A cinco millas al oeste de Chachuran hay una espesura donde crecen hierbas selváticas de largos penachos, que se vuelven plata cuando sopla el viento; tienen entre diez y veinte pies de altura y cubren unas tres o cuatro millas cuadradas. En el corazón de esta espesura se oculta el gosain del Camino del Pozo de la Risa. Los habitantes de la aldea lo apedrean cuando aparece a la luz del día, aunque es un sacerdote, y él se vuelve corriendo como un lobo perdido cuando se mete en los sembrados altos y crecidos. Es tuerto, y lleva grabada a fuego entre las cejas la impronta de dos monedas de cobre. Algunos dicen que sufrió torturas a manos de un príncipe nativo en los viejos tiempos, porque es tan viejo que debió ser capaz de cometer tropelías en los tiempos de Runjit Singh. Sus necesidades más acuciantes en el momento presente son un cabestro y la protección del Gobierno británico.

Estos acontecimientos sucedieron cuando la hierba de la selva estaba alta, y los habitantes dé Chachuran me dijeron que una piara de jabalíes se había metido en la espesura de Arti-goth. Penetrar en las hierbas altas de la selva es siempre un proceder imprudente, pero yo fui, en parte porque no sabía nada acerca de la caza del jabalí y en parte porque los aldeanos me habían dicho que el gran macho de la piara era poseedor de unos enormes colmillos de un pie de longitud. Por consiguiente, deseaba matarlo, para sacar los colmillos en los años venideros y decir que los había obtenido tras una larga y leal cacería. Cogí una escopeta y me metí en la espesura caliente y cerrada, creyendo que sería cosa fácil levantar un jabalí en diez millas cuadradas de selva. Mr. Wardle, el terrier, vino conmigo porque creía que yo era incapaz de existir ni siquiera una hora privado de su consejo y de su presencia. Él se las arreglaba para deslizarse por entre las matas de hierba, pero yo tenía que forzar mi camino, y a los veinte minutos estaba completamente perdido, como si estuviera en el corazón del Africa Central. No me di cuenta de ello hasta que me cansé de tropezarme y de empujar las hierbas, mientras que Mr. Wardle comenzaba a sentarse demasiado a menudo y a sacar la lengua con demasiada frecuencia y demasiado lejos. No había sino hierba por todas partes, y era imposible ver ni dos yardas en cualquier dirección. Los tallos de las hierbas mantenían el calor exactamente igual que los tubos de las calderas.

En media hora, cuando yo ya estaba deseando devotamente haber mandado a paseo al gran jabalí, llegué a un camino estrecho que parecía un término medio entre un sendero indígena y una vereda de jabalíes. Apenas tenía seis pulgadas de ancho, pero yo podía avanzar por él furtivamente, con comodidad. La hierba era en extremo espesa en esta zona, y cuando el sendero estaba mal definido era necesario apartar las matas de hierba con las dos manos delante de la cara o arrastrarse de espaldas, dejando las manos libres para manejar la escopeta. A pesar de todo era un sendero y, por lo tanto, valioso, porque podía conducir a algún lugar.

Después de casi cincuenta yardas de camino sin problemas, justo cuando me disponía a atacar de espaldas un macizo de excepcional rigidez, eché en falta a Mr. Wardle, quien para su tamaño es un perro extraordinariamente frívolo y nunca me sigue de cerca. Le llamé tres veces y dije en voz alta: «¿Dónde se habrá metido este animalejo?». Entonces retrocedí varios pasos, porque casi bajo mis pies una voz profunda repitió: «¿Dónde se habrá metido este animalejo?». Para apreciar completamente una voz invisible hay que oírla cuando se está perdido entre las sofocantes hierbas altas de la selva. Llamé de nuevo a Mr. Wardle y el eco subterráneo me ayudó. Ante esto dejé de llamar y escuché con mucha atención, porque creí oír la risa especialmente ofensiva de un hombre. El calor me hacía sudar, pero la risa me hacía temblar. No existe necesidad alguna en la tierra de reírse en medio de las hierbas altas. Es indecente, tanto como descortés. La risita cesó, y yo me armé de valor y seguí llamando, hasta que pensé que había localizado el eco en algún lugar situado detrás y debajo del matorral que me disponía a atacar de espaldas justo antes de perder a Mr. Wardle. Metí el rifle hasta el gatillo entre los tallos de hierba, apuntando hacia adelante y al suelo. Luego lo meneé a un lado y a otro, pero no parecía tocar el suelo al otro lado del matorral como tendría que haber sucedido. Cada vez que yo gruñía por el esfuerzo de introducir un rifle pesado a través de la espesa hierba, se repetía fielmente el gruñido desde abajo, y cuando me detenía para limpiarme el sudor de la cara, el sonido de la risa ahogada resultaba nítido, más allá de toda duda.

Me metí en el matorral, la cara adelante, de pulgada en pulgada, con la boca abierta y los ojos alerta, llenos, prominentes. Cuando hube vencido la resistencia de la hierba me encontré mirando de frente un agujero negro que había en la tierra. Estaba tendido, con el pecho inclinado sobre la boca de un pozo tan profundo que apenas podía ver el agua que contenía.

Había cosas en el agua —cosas negras— y el agua estaba tan negra como la pez, con espuma azul por encima. El sonido de la risa procedía del rumor de un pequeño manantial, que surgía a media altura de una de las paredes del pozo. Algunas veces, cuando aquellas cosas negras se disponían en círculos y el chorrillo del manantial caía sobre sus pieles estiradas al máximo, la risa se transformaba en chisporroteo de alegría. Una de esas cosas se dio la vuelta mientras yo observaba, y empezó a recorrer una y otra vez el círculo de las paredes de ladrillo cubiertas de musgo, con una mano y medio brazo sobresaliendo del agua en un ademán rígido y horrible, como si fuera un cansado guía al que hubieran pagado para exhibir las bellezas del lugar.

No tardé más de media hora en reptar en torno al pozo y volver a encontrar el sendero al otro lado. El resto del trayecto lo recorrí asegurándome de cada pie de terreno delante de mí y arrastrándome como un caracol a través de cada matorral. Llevaba a Mr. Wardle en brazos y él me lamía la nariz. No estaba en absoluto asustado, tampoco yo, pero queríamos llegar a una zona abierta para gozar de la vista. Me temblaban las rodillas, y mi nuez se negaba a subir o bajar en mi garganta. Al otro lado del pozo, el sendero era muy bueno, aunque encajonado por ambas partes entre la hierba y a su debido tiempo me condujo a la cabaña de un sacerdote, en el centro de un pequeño claro. Cuando aquel sacerdote vio mi rostro, extremadamente blanco, que se acercaba a través de la hierba, aulló de terror y abrazó mis botas; pero cuando llegué al jergón instalado junto a la puerta de la casa me senté de inmediato y Mr. Wardle montó guardia a mi lado. Yo no estaba en condiciones de ocuparme de mí.

Cuando me desperté le dije al sacerdote que me llevara a campo abierto, fuera del campo de Arti-goth, y que caminara despacio delante de mí. Mr. Mjjjfardle odia a los nativos, y el sacerdote tenía más miedo de Mr. Wardle que de mí, aunque ambos estábamos enfadados. Caminaba muy despacio por un sendero muy estrecho que partía de su cabaña. Aquel sendero se cruzaba con otros tres, como el que yo había encontrado antes, y cada uno de ellos llevaba a su vez al pozo de las risas. En una ocasión en que me detuve a coger aliento, oí al pozo riendo para sí, solitario en medio de la espesa hierba, y sólo la necesidad que tenía de sus servicios me impidió que descargara los dos cañones en la espalda del sacerdote.

Cuando llegamos a campo abierto el sacerdote corrió a refugiarse, y yo me fui al pueblo de Arti-goth a beber algo. Era agradable ver el horizonte por todos los lados, así como el terreno que pisaba.

Los del pueblo me dijeron que aquella espesura estaba llena de demonios y de fantasmas, todos al servicio del sacerdote, y que hombres, mujeres y niños habían entrado allí para nunca más volver. Decían que el sacerdote utilizaba sus hígados para sus prácticas de brujería. Cuando les pregunté por qué no me lo habían dicho desde el principio, me contestaron que tenían miedo de perder la recompensa por haberme informado de la presencia del jabalí.

Antes de marcharme, hice lo posible por prender fuego a esos matorrales, pero la hierba estaba demasiado verde. Alguna buena tarde de verano, si el viento es favorable, un archivo de periódicos viejos y una caja de cerillas aclararán el misterio del Camino del Pozo de la Risa.