1

Me llamo Kenji.

Mientras pronuncio estas palabras en inglés me pregunto por qué en japonés hay tantas maneras de decir lo mismo. En plan duro: Ore no na wa Kenji da. Educado: Watashi wa Kenji to moshimasu. Casual: Boku wa Kenji. Gay: Atashi Kenji’te iu no yo!

—¡Ah, así que tú eres Kenji! —el obeso turista americano hizo un gran aspaviento, como si estuviese entusiasmado de conocerme—. Encantado —dijo y me estrechó la mano. Estábamos cerca de la estación de Seibu Shinjuku, en un hotel que en el extranjero tendría una categoría de dos estrellas. Fue un momento que no olvidaré: la primera vez que vi a Frank.

Yo acababa de cumplir veinte años y, a pesar de que no domino el inglés ni mucho menos, trabajo como «guía nocturno» de turistas extranjeros. Como mi especialidad son lo que se conoce como «tours sexuales», mi inglés no tiene por qué ser impecable. Desde que apareció el sida, la industria del sexo no acoge a los extranjeros con los brazos abiertos que digamos —de hecho, la mayoría de los clubes no dejan entrar a los gaijin— pero muchos turistas me pagan para que los lleve a cabarets que no sean muy peligrosos, salones de masajes, bares sadomasoquistas y soaplands[1]. No trabajo para una compañía y ni siquiera tengo una oficina. Mediante la publicación de un simple anuncio en una revista en inglés para turistas gano lo suficiente para alquilar un bonito estudio en Meguro, llevar a mi novia a comer una barbacoa coreana de vez en cuando, escuchar la música que me gusta y leer lo que quiero. Tengo que confesar sin embargo que mi madre, que tiene una tienda de ropa en la prefectura de Shizuoka, cree que estoy matriculado en un curso de acceso a la universidad. Mi madre me educó después de que papá muriera cuando yo tenía catorce años. Tengo amigos de cuando estudiaba la secundaria que no aprendieron nada excepto a pegar a sus madres, pero yo nunca la toqué. Me duele decepcionar a mamá, pero no pienso ir a la universidad. Mi ignorancia en ciencias y matemáticas me impide obtener un diploma profesional, pero lo único que me puede garantizar un bachiller en «letras» es un cubículo en una oficina. Mi sueño, aunque no tengo demasiadas ilusiones, es ahorrar dinero para poderme ir a América.

—¿Hablo con Tours Kenji? Me llamo Frank, soy un turista de Estados Unidos.

Cuando sonó el teléfono, a última hora de la mañana del 29 de diciembre del año pasado, estaba leyendo en el periódico un artículo sobre el asesinato de una estudiante de bachillerato. Según el artículo, el cadáver había sido arrojado en un vertedero de un barrio poco frecuentado del distrito de Kabuki-cho, en Shinjuku, con los brazos, las piernas y la cabeza mutilados. La víctima formaba parte de un grupo de estudiantes de bachillerato que se prostituían abiertamente en la zona, y era bastante conocida en las «casas de citas» de los alrededores. No había testigos del crimen y los investigadores no tenían pistas. El artículo afirmaba que, por supuesto, se solidarizaban con la víctima, pero que quizá el incidente sirviera para que las adolescentes comprendieran por fin la horrible realidad que se oculta tras frases de moda como «citas retribuidas», y que las chicas del grupo de la víctima habían jurado no volver a «venderlo», el eufemismo que emplean para describir su actividad.

—Hola, Frank —dejé el periódico en la mesa y le di mi saludo de costumbre—. ¿Cómo le va?

—Muy bien. He visto su anuncio en una revista y quería preguntarle si lo puedo contratar como guía.

—¿En la Guía Rosa de Tokio?

—¿Cómo lo ha adivinado?

—Es la única revista en la que nos anunciamos.

—¡Ajá! ¿Le puedo contratar por tres noches, a partir de hoy mismo?

—¿Va solo, Frank, o con un grupo?

—Solo. ¿Es un problema?

—No, pero es más bien caro para una persona sola: 10.000 yens de seis a nueve; 20.000 de nueve a medianoche y 10.000 por cada hora después de la medianoche. No cobro impuestos, pero usted tiene que pagar por todos los gastos, lo cual incluye las comidas y bebidas que nos tomemos.

—Bueno. Quisiera el turno de nueve a medianoche, a partir de esta misma noche, si puedo contratarlo por las tres noches.

Estar con Frank durante las tres próximas noches me obligaría a trabajar hasta la víspera de Año Nuevo, lo cual me planteaba un problema. Tengo una novia que se llama Jun —una chica que está estudiando bachillerato que, por cierto, está totalmente en contra de «venderlo»— y tendría que faltar a la promesa que le hice de que pasaríamos las Navidades juntos. Eso no le iba a gustar ni un pelo, porque el otro día sin ir más lejos le había dado mi palabra, mientras nos anudábamos los meñiques y todo eso, de que estaríamos juntos durante la cuenta atrás del Año Nuevo. Jun es difícil de tratar cuando se enfada, pero yo necesitaba el trabajo. Después de casi dos años en esto, no he ahorrado ni de lejos la cantidad que quiero. Le respondí a Frank que sí, y me dije que en Noche Vieja me inventaría una excusa para largarme pronto.

—Pasaré por su hotel a las nueve menos diez —le contesté.

Frank me estaba esperando en la cafetería que está al lado de la recepción, bebiendo una cerveza. Me había dicho que era blanco y fornido, que se parecía a Ed Harris de perfil y que llevaría una corbata con unos cisnes, pero era el único extranjero que había en el local. Me presenté y le estreché la mano, estudiando su cara, sin encontrar el más mínimo parecido con Ed Harris desde ningún ángulo.

—¿Por qué no empezamos de inmediato? —me preguntó.

—Como quiera, Frank. Pero si quiere preguntarme algo, éste es el mejor momento. Las revistas no cuentan todo acerca de la vida nocturna de Tokio.

—Eh, me gusta como suena.

—¿Qué?

—«La vida nocturna de Tokio»: el sonido de esas palabras es sugerente, ¿no?

Frank no me recordaba para nada a los soldados, astronautas o lo que sea que interpreta Ed Harris: parecía más bien un corredor de Bolsa o algo así. No es que tenga una idea concreta de qué pinta tiene un corredor de Bolsa. Sólo quiero decir que me dio una impresión gris y corriente.

—¿Cuántos años tienes, Kenji?

—Veinte.

—¿Eh? Bueno, dicen que los japoneses parecen más jóvenes de lo que son, pero eso es lo que hubiera pensado.

Me había comprado dos trajes en una tienda de descuento de los suburbios, y siempre que trabajaba me ponía uno. En invierno, como ahora, iba también con abrigo y bufanda. Mi cabello tiene un largo mediano y no me lo tiño ni llevo piercings. La mayoría de los clubes sexuales no se fían de los individuos con apariencia excéntrica.

—¿Y tú, Frank?

—Tengo treinta y cinco.

Sonrió mientras lo decía, y en ese momento me di cuenta por primera vez de que había algo raro en su rostro. Era un tipo de rostro muy corriente, pero observándolo no habrías podido adivinar su edad. Dependiendo del ángulo de la luz, en un momento parecía que tuviera veinte años y al siguiente cuarenta o incluso cincuenta. He trabajado con casi doscientos extranjeros hasta la fecha, la mayoría americanos, pero nunca he visto una cara como ésa. Tardé un poco en identificar con precisión qué tenía de raro. Era la piel. Parecía casi artificial, como si hubiera sufrido quemaduras graves y los médicos le hubieran reconstruido el rostro con un material sintético. Por algún motivo, eso me hizo pensar en el artículo del periódico sobre la estudiante de bachillerato asesinada. Me bebí el café.

—¿Cuándo llegó a Japón?

—Anteayer —me contestó Frank.

Bebía la cerveza a un ritmo exasperantemente lento. Se llevaba el vaso a los labios y escudriñaba la espuma durante un rato como quien contempla una taza de té caliente, después le daba un pequeño sorbo y se lo bebía como si fuera una medicina con mal sabor. «Este tipo puede ser un tacaño», pensé mientras recordaba un pasaje de una guía de Tokio que muchos clientes americanos consultaban.

No coma nunca en los restaurantes de los hoteles. Hay establecimientos de comida rápida por toda la ciudad y no es difícil conseguir una hamburguesa en los alrededores. Si tiene una cita en el bar o restaurante de un hotel, no se preocupe si se queda una o dos horas y consume únicamente una cerveza. El café es extraordinariamente caro, así que evite pedirlo, pero quienes quieran experimentar en carne propia los astronómicos precios de los hoteles de lujo de Tokio deben pedir un jugo de naranja. Extraído de los inmensos recipientes de cristal donde se lo mantiene, ese gran dedal en el que no cabe más que el jugo y la pulpa de una naranja le puede costar por lo menos ocho y, en muchas ocasiones, hasta quince dólares. Disfrute del sistema de precios del gobierno japonés.

—¿Ha venido por negocios?

—Por supuesto.

—¿Le va todo bien?

—¡Pues creo que sí! Me dedico a importar radiadores Toyota del sur de Asia y he venido a firmar un acuerdo de representación. Pero como hemos estado enviando borradores por correo electrónico de aquí para allá, concluimos la transacción en un día, así que qué te voy a decir. Todo salió de maravilla.

Aquello no me pareció normal. El veintinueve era el último día laborable en la mayoría de las empresas japonesas, pero los americanos debían estar de vacaciones desde antes de Navidad. Y ni el hotel ni la ropa que llevaba Frank cuadraban con aquello de los acuerdos de representación de Toyota y el correo electrónico. Según mi experiencia hasta la fecha, el empresario que viene a Shinjuku tiende a quedarse en los cuatro mejores hoteles —el Park Hyatt, el Century Hyatt, el Hilton y el Keio Plaza, en ese orden— y pone una atención especial en su atuendo, sobre todo si tiene que cerrar un contrato importante. El traje de Frank parecía más barato que mi terno con chaleco Smart Young Businessman, que había comprado en la tienda de descuento Special Konaka por 29.800 yens (segundo par de pantalones incluido). Era de un cursi color crema y le iba pequeño, hasta el punto de que la bragueta parecía a punto de estallarle.

—Estupendo —exclamé—. Entonces, ¿qué quiere hacer esta noche?

—Sexo.

Frank esbozó una tímida sonrisa mientras me lo decía, pero era una clase de sonrisa tímida que no le había visto nunca a ningún americano.

Nadie, no importa de qué país provenga, tiene una personalidad perfecta. Todo el mundo tiene un lado bueno y otro que no lo es tanto. Es algo que he aprendido en este trabajo. Lo bueno de los americanos, si puedo generalizar un poco, es que tienen una especie de inocencia cándida. Y lo que no es tan bueno es que son incapaces de imaginarse un mundo que no sea Estados Unidos, ni un sistema de valores diferente del suyo. Los japoneses tienen un defecto similar, pero los americanos son todavía peores porque obligan a los demás a hacer lo que creen que es lo correcto. Los clientes americanos con frecuencia me prohíben fumar, y a veces incluso me piden que los acompañe a hacer su footing diario. En una palabra, son infantiles: tal vez sea lo que hace tan atractiva su sonrisa. Robert de Niro, Kevin Costner, Brad Pitt: la persuasiva y tímida sonrisa del actor americano forma parte de su carácter nacional. La sonrisa de Frank, sin embargo, no tenía nada de atractivo. Era más bien desconcertante. La apariencia artificial de su piel se retorcía en una espiral de arrugas, haciéndole parecer casi desfigurado.

—Según la Guía Rosa de Tokio, aquí se puede encontrar todo lo que un hombre pueda desear —comentó.

—¿Se refiere a la revista?

—Y al libro también.

El autor del libro es un hombre que se hace llamar Stephen Langhorne Clemens. El libro describe, de forma muy amena, los diversos aspectos de la industria del sexo en Tokio: los bares de chicas, de chicos, los peep shows, los clubes de striptease, los salones de masajes, la prostitución e incluso los lugares de S&M, de gays y lesbianas. El único problema es que la información está obsoleta. La industria del sexo tiende a florecer y marchitarse en ciclos de unos tres meses. La revista sale dos veces al año, por lo que la información que publica pronto se queda anticuada. Claro que si la revista lo cubriera todo, yo me quedaría sin trabajo. Pero aquí nunca se publicará una guía semanal de la ciudad en inglés como Pia o Tokyo Walker. En este país es imposible. En Japón, fundamentalmente, los extranjeros no interesan, razón por la cual la respuesta instintiva a cualquier problema con ellos es siempre ningunearlos. Quizá no deba quejarme, porque es la razón principal de que se necesiten mis servicios, pero desde la aparición del sida —y a pesar de que el número de japoneses infectados asciende vertiginosamente— la mayoría de los clubes sexuales continúa prohibiendo la entrada a todos los extranjeros.

—Quiero hacer de todo, ir a sitios diferentes. —Frank esbozó una vez más su sonrisa tímida, y no pude evitar mirar a otro lado—. Por lo que he leído, aquí se puede encontrar de todo: Tokio es como unos grandes almacenes del sexo.

Frank sacó la Guía Rosa de Tokio de un bolso de mano marrón oscuro que estaba junto a su silla y la puso sobre la mesa. La revista, no el libro. Sólo tenía unas cuantas páginas —no era más que un folleto en realidad— y la foto de la portada era de mala calidad, como para que nadie creyera que era algo para leer en serio. El editor es un hombre de unos cincuenta llamado Yokoyama que solía trabajar para los informativos de una cadena de televisión. Yokoyama-san ha sido muy generoso conmigo. Se niega a cobrarme por poner el anuncio, a pesar de que no parece que gane dinero con su periodicucho. Cree que los japoneses tienen que brindar más información a los extranjeros y que los deportes, la música y el sexo son el único tipo de información que tiene verdadero atractivo internacional, y que de estos tres, el más directamente relacionado con lo que tiene la humanidad en común es el sexo, y que la razón por la que continúa esforzándose por conseguir fondos para publicar la revista es que quiere cambiar eso, pero yo creo que no es más que un tipo al que le gustan las guarrerías.

—En este país se puede hacer todo lo sexualmente imaginable, ¿verdad? —preguntó Frank—. Quiero ir de todas todas a Kabuki-cho. Lo he visto en el mapa sexual mientras te esperaba y está cerca, ¿no? Mira todos los puntos de clubes sexuales que hay marcados en Kabuki-cho. ¡Ni que fuera la galaxia Andrómeda!

La revista publica mapas no sólo de Shinjuku sino de Roppongi, Shibuya y Kinshicho, e incluso de las zonas sórdidas de Yokohama, Chiba y Kawasaki. Pero Frank tenía razón, Kabuki-cho es la zona por antonomasia. Los negocios de sexo aparecen marcados con un logo con la forma de un par de tetas, y desde el Teatro Koma a la Avenida Kuyakusho las tetas se aglomeran como las uvas en la parra.

—¿Adónde vamos primero, Kenji?

—¿Quiere ir entonces a varios garitos?

—Sí.

—Si quiere echar un polvo lo puede hacer de inmediato —le dije, bajando la voz—. Puede incluso pedir que le manden una chica al hotel. Ir de marcha en Kabuki-cho puede ser divertido, pero también bastante caro.

La cafetería en la que estábamos no era muy grande y Frank hablaba en voz alta. Los camareros y otros clientes nos lanzaban miradas incómodas. Hasta la gente que no entiende mucho inglés suele comprender este tipo de conversación.

—Eh, por el dinero no te preocupes —comentó Frank.

La fiesta de Año Nuevo estaba al caer, pero Kabuki-cho estaba tan concurrido como siempre. Hace una década, los principales clientes de la industria del sexo eran hombres de mediana edad, pero ahora van también muchos jóvenes. Parece que cada vez hay más jóvenes que no quieren molestarse en buscarse una novia o una compañera con quien echar un polvo. En el extranjero estos tipos se volverían gays, pero en Japón tenemos la Industria del Sexo.

Mientras miraba las luces de neón de Kabuki-cho, a los extravagantes repartidores de folletos de locales enfundados en los trajes más estrafalarios y a las mujeres de la calle que trataban de llamar su atención, Frank me dio una palmada en el hombro y exclamó: «Esto es fantástico». Hacía un frío horrible pero él no llevaba ni siquiera abrigo. Con su achaparrado cuerpo envuelto en ese traje cursi, no era una belleza para los ojos que digamos, pero se confundía bien con las calles y la multitud de Kabuki-cho.

Un grupo de negros vestidos con cazadoras rojas a juego anunciaba un nuevo «pub con espectáculo» en el que se presentaban bailarinas extranjeras. Repartían folletos y soltaban su rollo a la gente que pasaba. «Lo que ustedes necesitan, caballeros, es ver a estas bailarinas de clase internacional desnudas, por el increíble precio de 7.000 yens durante toda una hora». Su japonés es impecable. Frank intentó coger un folleto pero al principio lo ignoraron. Se quedó de pie, sonriendo con la mano extendida, y el negro se deslizó a su alrededor para darle un folleto a un japonés que pasaba por allí. No creo que lo hiciera a propósito. Quizá reaccionaría así porque Frank era blanco o tal vez sus jefes le habían dicho que diera preferencia a los japoneses en vez de a los extranjeros con pinta de pobre, pero en cualquier caso era obvio que no intentaba fastidiar a Frank. Sin embargo, la expresión de éste sufrió una transformación perturbadora. Duró sólo un momento, pero me sobresaltó. La apariencia artificial de la piel de sus mejillas se contrajo y estremeció, y sus ojos perdieron toda cualidad humana, como si alguien hubiera apagado una luz tras ellos. Parecían cuentas de cristal. El repartidor no se dio cuenta. Le dio un folleto y le dijo algo en inglés que no alcancé a oír. Creo que le comentó que las bailarinas no eran de Estados Unidos sino de Australia y Sudamérica, pero el brillo retornó a sus ojos y el rostro se le distendió. Algo macabro se había manifestado durante un segundo y se había desvanecido después.

Frank miró el folleto y le preguntó al tipo:

—Hablas un japonés que es increíble, ¿de dónde eres?

Cuando le contestó que era de Nueva York, Frank esbozó una sonrisa radiante y le comentó que los Knicks llevaban una buena racha y que parecían un equipo diferente.

—Ya lo sé —le respondió el tipo mientras le daba un folleto a otra persona—. Aquí llega todo lo de la NBA, joder, la tele te informa incluso de dónde juega al golf Michael Jordan cuando está libre y cuál es su par.

—No me digas —respondió Frank y le dio una palmada en la espalda. Mientras nos alejábamos, Frank me pasó el brazo por el hombro y exclamó—: ¡Qué tipo más increíble, como ése sólo hay uno en un millón!

Como si lo conociera desde hace años.

Llegamos a una señal de stop que estaba frente a un cartel en el que aparecía un gran ojo.

—Hasta yo sé lo que es —dijo Frank—. Es un peep show, ¿verdad?

Le expliqué cómo funcionaba.

—Entras en una cabina que tiene un espejo de un solo lado y por el que ves desnudarse a las chicas. Cada cabina tiene un pequeño agujero semicircular, y si metes la polla por ahí te hacen una paja. Eran muy populares hasta hace poco.

—¿Ya no lo son? ¿Por qué?

—Bueno, los peep shows son baratos. Para sacarles rendimiento hay que atraer a bastantes clientes, pero a las chicas no se les puede pagar mucho. Si no hay dinero las chicas guapas y jóvenes se largan, y si las chicas no son jóvenes y guapas los clientes no aparecen. Es un círculo vicioso.

—¿Cuánto cuesta? El cartel dice 3.000 yens: ¿cuánto es eso, 25 dólares? Kenji, 25 dólares por un peep show y una pajilla. Pues sí que es barato.

—Ése es sólo el precio de la entrada. Por la pajilla tienes que dar una propina de otros 20 o 30 dólares.

—Aun así, no está mal. La chica que hace el striptease es la misma que te hace la paja, ¿no?

—Por lo general no puedes ver quién está del otro lado. Por eso se rumoreaba que eran viejas o gays. Lo cual es otro motivo de que ya no sean populares.

—Entonces, ¿no vale la pena entrar?

—Bueno, son baratos y no necesitas intérprete. Si quieres yo me voy a tomar un café y así sólo tienes que pagar tu entrada.

Mientras hablábamos, los repartidores empezaron a converger a nuestro alrededor. La mayoría trabajaba en los nuevos «pubs de chicas en lencería» y ninguno me conocía. Los veteranos me reconocen enseguida, pero de los tal vez doscientos repartidores que había en la calle, por lo menos un ochenta por ciento eran novatos. Los tipos que se hacen repartidores están por lo general al final de la soga: son individuos que por una u otra razón no pueden trabajar en ningún otro lugar o que están desesperados por ganar pasta rápidamente, motivo por el cual tienden a desaparecer también muy rápidamente y por lo que no son muy de fiar. En general, sin embargo, se puede confiar en los repartidores que llevan en esto bastante tiempo.

—Kenji, ¿qué dicen esos tipos?

Me llevó un rato explicarle lo que era un pub de chicas en lencería, y los repartidores hablaban demasiado rápido para que pudiera traducir lo que decían:

—¡Sin ningún tipo de recargos adicionales! Esto normalmente cuesta 9.000 yens, pero como es Fin de Año y acabamos de abrir: ¡sólo estamos cobrando 5.000! ¿Creen acaso que miento? Si les digo que las chicas son jóvenes, me refiero a que a duras penas tienen la edad legal para trabajar. Naturalmente, tu amigo extranjero también está invitado. Es por esas escaleras hacia abajo. ¡Aquí mismo! ¡Tenemos karaoke on line con un gran catálogo de canciones en inglés! ¡Por favor, caballeros! ¡Si no están satisfechos con la calidad de las chicas o no les gusta el ambiente del pub, sólo tienen que dar la vuelta e irse! ¡No se pierdan una oportunidad como ésta! ¡En cuanto llegue el Año Nuevo los precios vuelven a subir! ¿Qué tienen que perder?

Mientras nos alejábamos de la opresiva manada de repartidores, Frank comentó:

—Había oído que los japoneses eran amables, pero esto es asombroso.

Se volvía constantemente para mirarlos, arremolinados aún frente al peep show. La mayoría llevaba trajes baratos como el mío. Al fin y al cabo esto era Kabuki-cho, no Roppongi, así que no se veía a mucha gente con ropa de diseño por la calle. La única manera de distinguir a los clientes de los repartidores era que los primeros iban de un lado a otro y los segundos parecían estar merodeando. Los repartidores tienen algo de solitario, que se nota incluso a distancia. La mayoría de los que llevan en esto bastante tiempo se han desgastado: no es que estén físicamente acabados, pero algo se ha apagado en su interior. Incluso cuando hablas con ellos cara a cara transmiten una impresión de ausencia, como si las palabras pasaran a través de ellos. A veces me recuerdan al Hombre Invisible, pero nunca he entendido por qué acaban así.

—Estos tipos no se parecen en nada a los sórdidos personajes que trabajan en los clubes sexuales americanos —comentó Frank—. ¡Parecen jefes de boy scouts o algo así! ¿De dónde sacan las fuerzas para ser tan simpáticos durante toda la noche?

—Por cada cliente que llevan reciben una comisión.

—Bueno, me parece justo. ¿Y se les puede creer?

—Si el precio es muy barato es mejor desconfiar.

La idea de los pubs de chicas en lencería atraía obviamente a Frank.

—¿Por qué no vamos a ver japonesas en ropa interior para empezar? —preguntó.

—Ahí no vas a echar un polvo.

—Ya lo sé. Pero de todas formas quiero empezar lentamente, y creo que lo mejor por ahora es ir a ver chicas en ropa interior.

—Por la noche, una hora cuesta entre 7.000 y 9.000 yens por persona, y como muy pocas chicas hablan inglés vas a tener que pagar también por mí. En algunos locales te dejan tocar a las chicas, otros presentan espectáculos y en otros incluso te bailan en la mesa, pero los precios no varían demasiado.

—Prefiero el tipo normal en el que las chicas se sientan y charlan contigo —explicó Frank—. Al fin y al cabo, si el precio no es mucho mayor en los locales que ofrecen diversas opciones, las chicas más guapas deben de estar en los más normales. ¿Verdad, Kenji?

Me encontré con un repartidor al que conocía y le pedí que nos llevara a su pub. Satoshi tiene mi misma edad, veinte años. A los dieciocho se había venido de Yamanashi a Tokio —o de Nagano, no me acuerdo bien— para estudiar en una academia de preparación universitaria, pero se volvió loco casi de inmediato. No lo conocía mucho por entonces, pero una vez me enseñó un recuerdo de aquella época. Me invitó a su apartamento a últimas horas de la madrugada y sacó un juego de bloques de construcción para niños. Solía montarse en la línea Yamanote y armar castillos en el suelo del tren.

—¿Por qué lo hacías? —le pregunté, pero él se encogió de hombros.

—No lo sé, tío, los vi en Kiddyland, me dio por comprarlos y pensé que estaría bien jugar en el tren, y estaba súper, tío, era divertido tratar de montar un castillo en un tren en movimiento, me entretenía y no tenía ideas raras, porque por aquella época tenía un sueño recurrente de que le clavaba un alfiler, un palillo o una aguja hipodérmica, algo así, en el ojo a una chica y me asustaba pensar en lo que pasaría si lo llegaba a hacer de verdad, pero una vez que empezaba a jugar en el tren con los bloques se me olvidaba esa obsesión, compulsión o como quieras llamarla, porque no es fácil jugar con bloques en un tren en movimiento, tienes que concentrarte de verdad, y la línea Yamanote tiene buenas curvas, sobre todo entre Harajuku y Yoyogi, y tenía que proteger mi pequeño castillo con los brazos para que no se desplomara. Claro que me gritaban, tío. No sé cuántas veces me han gritado los revisores y los empleados de la estación, e incluso la poli del tren me ha detenido unas cuantas veces, pero, joder, si no lo hacía en horas punta. De todas formas, aquello duró unos seis meses y cuando vine a Kabuki-cho me curé. Oye, no es que me encante Kabuki-cho (vamos, dudo que a nadie le encante), pero es un lugar en el que es muy fácil vivir, ¿y quién va a pensar en clavarle una aguja en el ojo a una chica si aquí tiene todo lo que quiere, puede trabajar en una zona agradable o ir a la universidad que le dé la gana?

—Tío, una de nuestras chicas habla un poco de inglés. Si está libre te la mando sin cargo adicional.

Satoshi nos condujo a través de una puerta verde situada en el sótano de un edificio cercano. Había estado en el local varias veces, pero no me acordaba de cómo se llamaba. Estos sitios tienen todos nombres similares. Aquí nadie se estruja el cerebro por ser original, porque ningún cliente en Kabuki-cho va a ir un pub sólo porque tenga un nombre ingenioso.

El interior de los pubs de chicas en ropa interior es muy similar. No es que sean iguales, pero todos tienen el mismo tipo de decoración de mala calidad. Frank observó a las chicas reclinadas en los sofás y les lanzó su extraña sonrisa tímida.

La chica que hablaba inglés se llamaba Reika. Llevaba el pelo recogido, un déshabillé color púrpura que parecía de calidad y, descontando su piel gruesa y nariz plana, era bastante mona. Junto a Reika vino Rie, una muchacha grandota, de facciones corrientes y con el cuerpo de una jugadora de voleibol, que vestía ropa interior blanca y era de risa fácil. Que una chica se ría mucho no significa que tenga un carácter alegre, especialmente en la industria del sexo. Después de que nos sentáramos y nos trajeran una bandeja de whiskys a la mesa, Satoshi se volvió hacia mí, y me dijo: «Gracias, tío», y volvió a la calle. Sólo había dos clientes más, y me pregunté vagamente cuánto sacaría Satoshi por llevarnos allí. Nos conocemos bastante bien, pero no hablamos de esas cosas. Una de las reglas más importantes para sobrevivir en Kabuki-cho es no tratar de averiguar demasiado sobre la situación económica de los demás.

Frank hizo un gesto a las chicas que tenía a cada lado, esbozando esa extraña sonrisa que le tensaba la cara. Las mejillas se le habían puesto coloradas, y no creo que fuera sólo por el calor que hacía en el club. Es difícil relajarse cuando estás rodeado de chicas en ropa interior, incluso para los que frecuentan estos pubs. Porque no es lo mismo que ver a chicas en bikini en la playa. La prominencia de los pechos en el sostén de encaje, la marca de la goma en el estómago, la sutil sombra del vello púbico a través de las bragas blancas: mirarlas parece cruel, a menos que estés borracho, y con frecuencia te descubres evitando hacerlo. Les di la espalda a las chicas y a la mirada tímida de Frank y fijé la vista en un pez tropical digitalizado que había en un acuario virtual en la pared. A menos que te fijaras bien, los dos peces ángel de resplandecientes colores parecían de verdad. No sé mucho de peces tropicales, pero hasta la forma en que movían la boca parecía real. Sin embargo, tenían algo que delataba su artificialidad.

—¿Un whisky con agua? —preguntó Reika en inglés. Frank y yo asentimos y ella nos sirvió un whisky sin marca que después mezcló con sifón.

Kochira Amerika no kata? —preguntó Rie, acercándose a Frank. En este pub no se permite tocar a las chicas, pero a veces, si te comportas como es debido, son ellas las que inician el contacto. Frank debió entender la palabra Amerika porque se volvió hacia Rie y le contestó suavemente: «Sí».

Temiendo que Frank bebiera con los mismos sorbos diminutos con los que antes había ingerido la cerveza, le expliqué que el pub cobraba por horas, así que podía beber todo el whisky que quisiera por el mismo precio. Aun así bebía a pequeños sorbos. No podría decir a ciencia cierta si bebía o simplemente se mojaba los labios, pero observado era realmente irritante. Reika estaba sentada frente a Frank, y Rie entre él y yo. Reika le puso la mano en la pierna a Frank y le sonrió.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Frank, y ella se lo dijo.

—¿Reika? —repitió él.

—Sí.

—Es un nombre muy bonito.

—¿De verdad?

—Me parece muy bonito.

—Gracias.

El inglés de Reika era intermedio. Yo no lo hablo mejor, pero estoy más acostumbrado.

—¿Vienen por aquí muchos americanos?

—A veces.

—Hablas muy bien inglés.

—¡No! Quiero hablarlo mejor, pero es difícil. Quiero ganar dinero para ir a América.

—¿Ah, sí? ¿Quieres ir a estudiar allí?

—¡No estudiar! ¡Soy estúpida! No, quiero ir Niketown.

—¿Niketown?

—¿Te gustan las Nikes?

—¿Nikes? ¿El fabricante deportivo?

—¡Sí! Te gustan las Nikes, ¿no?

—Bueno, no uso esa marca de zapatillas aunque, bueno, creo que las mías son Converse. ¿Por qué te gustan tanto las Nikes?

—No hay razón. Es que me gustan. ¿Vas a Niketown?

—Mira, no sé qué es eso de Niketown —dijo Frank—. ¿Y tú, Kenji?

—Me suena —contesté.

Reika se ajustó la banda del sujetador y explicó:

—¡Un gran edificio, con muchas tiendas de Nike! ¡Y ponen anuncios de Nike en gran pantalla de vídeo! Una amiga me ha contado. ¡Fue a comprar a Niketown y compró cinco, no… diez zapatillas! ¡Ah! ¡Mi sueño es ir de compras a Niketown!

—¿Ése es tu sueño? —preguntó Frank, incrédulo—. ¿Comprar en las tiendas de Nike?

—Sí, mi sueño —dijo Reika y le preguntó—: ¿Dónde tú eres?

Cuando le dijo que era de Nueva York, ella lo miró extrañada.

—¡No es posible! —respondió—. Niketown está en Nueva York.

Naturalmente, lo que Reika pretendía decir era simplemente que estaba asombrada de que Frank viviera en Nueva York y no conociera la tienda de sus sueños: no era para sacarle de sus casillas. Pero su expresión sufrió el mismo tipo de transformación que cuando el repartidor negro lo ignoró. Desde donde estaba sentado vi claramente que la piel de sus mejillas, que parecían de vinilo, se contraían y que los capilares se le hinchaban, y su rostro cambió de tono como la pincelada de una acuarela que pasa lentamente del rosado al rojo. Presentí que iba a haber problemas y le dije a Reika:

—Los japoneses son los únicos que se toman en serio lo de Niketown, así que no te sorprendas de que muchos americanos no lo conozcan. Además, me han dicho que la mitad de sus clientes son japoneses y Nueva York es muy grande, no es sólo Manhattan.

Repetí esto en inglés para que Frank me oyera. Reika asintió, y el rostro de Frank se metamorfoseó lentamente en algo más o menos humano. Mi impresión fue que Frank mentía respecto a que vivía en Nueva York, pero decidí evitar el tema a partir de entonces. Nada bueno puede sucederle a un guía como yo, sin licencia oficial, si un cliente se enfada.

—¿Quieres cantar karaoke? —le preguntó Reika a Frank.

Uno de los otros dos clientes, un empleado de mediana edad, cantaba eufóricamente ante un micrófono que sostenía en la mano. Estaba con un colega más joven, borracho y con la cara colorada, que tarareaba también, intentando dar palmas al compás sin mucha convicción. El cantante sujetaba el micro con una mano y en la otra apretaba la de una chica vestida con lencería color rosa. Prescindiendo del entorno, la chica podría estar sosteniendo la llama del fuego sagrado de un antiguo templo griego clásico. Supuse que eran de pueblo. Hay muchos empleados de provincias que vienen en viaje de negocios a Tokio y por la noche caen por Kabuki-cho, seguramente porque es la zona de ambiente más cachondo de la ciudad. Se les reconoce fácilmente porque cuando beben se ponen rojos como tomates. Sus facciones son distintas y tienen tal mal gusto para vestir que no vale la pena ni mencionarlo. Con frecuencia les suelen estafar en estos tugurios, y muchas veces he pensado que ser guía de grupos de granjeros puede ser lucrativo. Pero no tengo ningún interés en aprender a hablar sus dialectos.

—No quiero cantar karaoke —dijo Frank— pero ¿qué te parece si estudiamos una lección de japonés? Me gusta practicarlo con chicas en ropa interior. —Y extrajo de su bolso el libro la Guía Rosa de Tokio.

«El camino hacia la liberación sexual», exclamaba en la portada el subtítulo del libro, situada sobre el título. Traducción: «Este libro te va a poner cachondo y te va a explicar qué hacer al respecto». Debajo del título decía: «Qué. Dónde. Y cuánto. ¡Toda la información necesaria para navegar por los lugares más sexys de Tokio!». Tengo una copia del libro por cuestión de trabajo, en el que voy avanzando lentamente, en parte para practicar mi inglés, aunque tengo que reconocer que es muy interesante. Por ejemplo, el capítulo 9 trata del ambiente gay. Empieza con un trasfondo histórico que explica que los tabúes del budismo y el machismo de la sociedad samurai dieron pie a un amor por los niños, y llega hasta el presente, explicando minuciosamente que a pesar de que la industria del sexo es muy xenofóbica debido al sida, los gays que vienen de los países desarrollados son bien recibidos en Shinjuku-Ni-chome. Hasta proporciona los nombres de los clubes a los que hay que ir si eres extranjero.

Frank abrió el gran libro rosa y pasó la vista de Reika a Rie, exclamando:

—Vale, pues aquí va.

En el dorso del libro aparecía un vocabulario muy simple inglés-japonés y Frank empezó a leer palabras en orden alfabético.

Aho —dijo con voz atronadora, y luego lo tradujo al inglés (cretino).

—¿Qué ha dicho? —preguntó Rie, que no le entendió debido a su acento. Cuando se lo repetí, empezó a reírse y a darse palmadas en la rodilla, exclamando—; Iya da! Kawaii! (¡No me puedo aguantar! ¡Qué simpático!).

Frank pronunció luego la palabra Aijin (ama), después Ai shiteru (te quiero). Susurró la palabra inglesa suavemente, pero hablaba con voz alta y resonante, especialmente cuando las decía en japonés.

Aitai (quiero verte), Akagai (coño, vagina), Ana (agujero), Ana de yaritai (quiero metértela), Anaru sekkusu (sexo anal), Asoko (ahí abajo)… Asoko… Asoko… Asoko

Un extranjero que intenta comunicarse en japonés siempre resulta gracioso. Cuando se empeñan de verdad, uno siente que debe recompensarlos comprendiendo lo que dicen. Mi inglés tiene probablemente el nivel de cualquier estudiante de bachillerato, pero me he dado cuenta de que te llevas mejor con los clientes si te esfuerzas por escoger la palabra adecuada en vez de intentar pasar por americano, como hacen todos esos pincha-discos japoneses idiotas. Mientras Frank repetía una y otra vez la palabra asoko, Reika y Rie empezaron a carcajearse sin parar y el resto de las chicas del pub nos miraban intentando adivinar la causa de nuestra diversión. Sin la menor muestra de vergüenza —ni de lujuria tampoco—, Frank siguió, tropezando con la pronunciación pero con expresión de fervor e inocencia en el rostro, como la de un actor de teatro, y enunciaba y proyectaba cada sílaba: A-SO-KO.

Dai suki (¡te quiero!), Dame (¡No!), Dankon (pene), Danna-san (señor), Dare demo ii desu (¡cualquiera vale!), Senzuri (hacerse una paja), Debu (gordito), Dendo kokeshi (consolador), Desou desu (me voy a correr), Doko demo dotei (una virgen total), Doko demo dotei dakara desou desu (soy una virgen total y así voy a seguir), Doko demo dotei dakara desou desu. Doko demo dotei dakara desou desu

Consciente de las frases que provocaban mayor reacción en Reika y Rie, Frank las repetía una y otra vez, combinando algunas e intercalando las pocas japonesas que sabía. Las chicas que estaban sentadas cerca de la entrada sin nada que hacer se levantaron para intentar oír lo que Frank decía, los cantantes de karaoke dejaron los micros y se reían con nosotros, y hasta los dos únicos camareros con aspecto de matones se divertían con el espectáculo. No recuerdo cuándo me he reído tanto. Frank, literalmente, me hizo llorar de risa.

Sawaranai (no voy a tocarte), Sawaritai (quiero tocarte), Seibyo (enfermedad venérea), Seiko (relaciones sexuales), Seiyoku (deseo sexual), Senzuri (hacerse una paja), Shakuhaehi (flauta de bambú; mamada), Shasei (eyaculación), Shigoku (acariciar), Shigoite kudasai (por favor, acarícialo), Shigoite kudasai… Shigoite kudasai… Sukebe (cerdo cachondo), Sukebe jijii (viejo cerdo cachondo), Suki desu ka? (¿te gusta?), Suki desu (me gusta), Sukebe jijii suki desu ka? (¿te gusta este viejo cerdo cachondo?), Sukebe jijii suki desu (me gustan los viejos cerdos cachondos)… Sukebe jijii suki desu

Cuanto más nos reíamos, más serio parecía Frank. Hablaba aún más alto para que todo el mundo le oyera. De las frentes de Reika y Rie y de sus narices y pechos brotaban gotas de sudor, y las lágrimas les rodaban por las mejillas mientras se carcajeaban, les daban espasmos y balbuceaban. Los cantantes de pueblo se habían olvidado de sus canciones y la pista de karaoke estaba prácticamente ahogada por nuestras risas. Frank, sin embargo, se atenía a esa férrea regla de los comediantes que dicta que nunca hay que reírse de tus propios chistes. Continuó así durante una hora, recorriendo todo el glosario de atrás hacia adelante.

Por fin, llegaron un par de clientes más y los dos pueblerinos volvieron a sus canciones. Los nuevos clientes reclamaron a Rie, que se fue a su mesa después de darle la mano a Frank y pedirme que le dijera que no se había reído tanto desde hacía años. Reika le dijo a Frank: «¡Eres gran comediante. Mucho disfruté!», y se fue al servicio a secarse. Yo también sudaba, tanto que la camisa se me pegaba de forma incómoda a la piel. Es lo que pasa cuando te partes el culo de risa en un lugar en el que tienen la calefacción al máximo para complacer a las damas que están en ropa interior. Le pedí la cuenta a uno de los camareros, un tipo al que conocía, el cual esbozó una sonrisa y me comentó: «¡Éste sí que es un gaijin divertido de verdad!». No voy a decir que no haya más que gente deprimente en Kabuki-cho, pero todo el mundo tiene un largo historial y un presente que no es precisamente ideal. No creo que los empleados del pub tuvieran a menudo la oportunidad de reírse tanto, así que me sentí contento de que se lo hubieran pasado bien.

Frank sacó la cartera y me preguntó:

—Kenji, ¿qué pasa con la historia esa de Niketown, por qué es tan popular entre los japoneses?

No sudaba en absoluto. Me pregunté por qué salía con esa pregunta tanto tiempo después de la conversación, pero no dije nada.

—A los japoneses les gusta todo lo que es popular en América —le contesté.

—Nunca he oído hablar de eso, ni sabía que existiera ese sitio.

—Te creo. Es una cosa de aquí, de este país, en el que todo el mundo se vuelve loco por lo mismo.

Cuando nos trajeron la cuenta, Frank sacó dos billetes de 10.000 yens de la cartera. Uno tenía una mancha oscura, del tamaño de una moneda grande, lo cual me inquietó un poco. Parecía sangre seca.

—Frank, hacía tiempo que no me reía tanto.

—¿De verdad? Las chicas también se divirtieron, ¿verdad?

—¿Eres así siempre?

—¿A qué te refieres?

—A hacer reír a la gente. Vamos, a contar chistes y todo eso.

—No intentaba ser cómico. Sólo trataba de dar una lección de japonés y, de repente, sin darme cuenta, ocurrió. Aún no entiendo realmente qué era tan gracioso.

Habíamos dejado el club de las chicas en ropa interior y caminábamos por la calle que está detrás del Teatro Koma. Eran un poco más de las diez y media y aún no habíamos hablado de cuál iba a ser nuestra próxima movida. Yo estaba rendido de tanto reír, y después de pasar tanto calor en el pub sólo quería caminar un poco para refrescarme y calmarme. Seguía pensando en que la mancha de ese billete de 10.000 yens parecía ser sangre. Y me preguntaba por qué me inquietaba tanto.

—Ha sido una brillante intervención, Frank. ¿Has estudiado arte dramático o algo por el estilo?

—No, pero de pequeño tenía dos hermanas mayores a las que les gustaban ese tipo de cosas. Cuando venía alguien a visitarnos solíamos jugar a imitar a los actores que habíamos visto en la tele. No es más que eso.

Llegamos a una estrecha calle lateral que tiene un ambiente que siempre me ha parecido sobrecogedor. Te da la impresión de que entras en la escenografía de una película de los años cincuenta porque es una calle con pequeños bares a ambos lados, salones de mahjong y esas casas de té con entradas cubiertas de hiedra de las que sale música clásica, todos con letreros retro. Uno de los bares tiene incluso una vieja maceta de arcilla que cuelga de la puerta. Las pequeñas flores blancas se estremecían con el viento de diciembre de Kabuki-cho —un viento que huele a alcohol, sudor y basura— y reflejaban las luces rosadas y amarillas del Teatro Koma. A Frank pareció gustarle ese ambiente antiguo. Se detuvo en la esquina, bajo el anuncio de neón de un bar llamado Auge, y se asomó por el estrecho callejón.

—Kenji, ¿por qué no hay repartidores por aquí?

Le expliqué que cualquiera que hubiera llegado hasta donde estábamos ya había decidido adónde iba a ir.

—En esta calle no se ven esos borrachos que van del brazo de sus amigos fisgoneando en todos los clubes en busca del lugar más barato donde descargar sus cañones. Así solía ser Kabuki-cho —le dije.

—¡No me digas! Supongo que en todas las ciudades pasa lo mismo. —Frank empezó a caminar otra vez—. Times Square, en Nueva York, solía ser así: antes de que los sex shops se mudaran para allí había un montón de bares interesantes.

Me lo dijo de una manera tan nostálgica que me hizo pensar que realmente era neoyorquino. Al fin y al cabo, es tonto pensar que todo el mundo en Nueva York conozca Niketown.

—Por cierto, Kenji, he visto un edificio frente a la estación de Shinjuku con un gran letrero en el que se lee «Times Square», ¿es un chiste o qué?

—No, es el nombre de unos grandes almacenes —le contesté.

—Pero Times Square es Times Square porque la vieja Torre del Times estaba allí. Y el New York Times no tiene un edificio en Shinjuku, ¿verdad?

—A los japoneses les parece simpático usar esos nombres.

—Bueno, pues no lo es, es vergonzoso. Japón puede haber perdido la guerra, pero eso fue hace mucho tiempo. ¿Por qué siguen imitando a los americanos?

No tenía respuesta, así que le pregunté a Frank adónde quería ir. Me dijo que a un peep show para ver chicas desnudas.

Tuvimos que desandar un poco nuestros pasos. No hay peep shows por la Avenida Kuyakusho, sólo clubes chinos y bares de chicas y restaurante-pubs y casas de citas. Doblamos en la esquina de una, nos dirigimos de vuelta hacia la estación de Seibu Shinjuku y de repente nos encontramos ante un solar donde alquilaban coches. No sabría decir qué pintaba allí. ¿Quién coño iba a venir hasta aquí para alquilar un coche? En la calle no hay siquiera espacio para aparcar. Una bandera con el emblema de Toyota y un cable del que colgaban muchos banderines ondeaban en el viento, y la oficina prefabricada estaba escondida entre la docena más o menos de camionetas y turismos que, parachoques contra parachoques, se amontonaban en el pequeño solar. «Prefiero andar que conducir una cosa de ésas», pensé. Frank iba con el cuello levantado y las manos en los bolsillos. Tenía la punta de la nariz roja. No llevaba ni abrigo ni bufanda y el calor del pub de lencería se había esfumado rápidamente, pero no parecía tener frío sino más bien estar abatido. Lo miré mientras caminábamos frente al solar de Toyota y sentí un escalofrío en la espina dorsal. Había algo extraño en su postura o en su silueta. Desprendía una soledad sobrecogedora, casi tangible.

Todos los americanos tienen algo solitario. No sé cuál es la razón, tal vez sea que descienden de inmigrantes. Pero la soledad que desprendía Frank alcanzaba otro nivel. En parte se debía a la ropa de mala calidad que llevaba y a su apariencia desaliñada: de menor estatura que mis 172 centímetros, achaparrado, con el pelo escaso y peinado hacia delante; en ese momento parecía mucho más viejo de lo que era. Pero no se trataba sólo de eso. Había algo falso en él, como si su existencia fuera inventada. En cualquier caso, estaba pensando en eso cuando me di cuenta de algo que hizo que se me erizara el cuero cabelludo. Justo delante de nosotros había un vertedero precintado con cinta amarilla y un policía de guardia. Era el vertedero donde habían hallado el cadáver de la estudiante.

Las ideas que pugnaban en mi cerebro se confundieron con el frío que hacía. Recordé que el periódico decía que a la chica le habían robado el dinero. Recordé el billete de 10.000 yens manchado de sangre que Frank había sacado en el club de lencería. Y que Frank me había dicho que importaba repuestos de Toyota pero no había mostrado el menor interés por las filas de toyotas que acabábamos de ver.

Me dije que no eran más que una serie de hechos inconexos, pero no pude disipar mis sospechas, y sin darme cuenta comencé a alterarme. Me tuve que repetir que me calmara, que fuera lógico. Sospechar que alguien ha cometido un asesinato sólo porque ha mentido sobre su trabajo y tiene un billete manchado con algo que parece sangre es un disparate. Y quizá no mintiera respecto a su trabajo y únicamente le interesaran los repuestos que importaba, no el automóvil en sí. Eso es lo que me repetí, pero hubiera querido oírselo decir a un tercero. Si alguien me hubiera dicho, incluso por teléfono, que me estaba dejando sugestionar, creo que hubiera sido suficiente para tranquilizarme. Pero la única persona así en la que podía pensar era Jun.

—Eh, son casi las once —le comenté a Frank, señalando mi reloj—. Habíamos dicho tres horas, ¿verdad? ¿Hasta medianoche?

—Ah, sí, es verdad. Pero nos lo estamos pasando tan bien… y ahora empiezo a entrar en calor. ¿Qué dices, Kenji? ¿Te importa continuar durante un par de horas más?

—Bueno, en realidad —le dije—, le he prometido a mi novia…

Frank frunció el ceño y vi que la luz se le iba de los ojos. «Mierda, El Rostro vuelve otra vez» —pensé.

—Pero, bueno —respondí—, ¡el trabajo es lo primero! ¡Voy a llamarla!

Caminé hasta una cabina telefónica frente al Teatro Koma. No quería usar mi móvil. Estaba casi seguro de que Frank no entendía japonés, pero no quería que oyera mi conversación. Sentir las paredes de cristal entre ambos fue un gran alivio. A esas horas de la noche Jun solía estar en mi habitación. No esperaba a que volviera: es que le gusta pasar un rato allí sola, leyendo u oyendo música, porque no tiene un espacio propio en su casa. Los padres de Jun se divorciaron cuando ella era pequeña, y vive con su madre y su hermano menor. Le suele decir a su madre que se ha quedado estudiando en casa de una amiga, y siempre que llegue antes de medianoche no hay problema.

—¿Hola? Ah, hola, Kenji. —Sentí otra oleada de alivio al oír su voz, que es muy baja y ronca para una chica de dieciséis años.

—Hola, ¿cómo estás?

—Pues aquí, oyendo la radio, nada más.

La madre de Jun trabaja en la sección de ventas de una compañía de seguros y sé que Jun la quiere mucho y que aprecia todo lo que ha hecho por ella. El apartamento que comparten los tres en Takaido sólo tiene dos habitaciones y una cocina, pero como su madre trabaja hasta tarde todas las noches para poder subsistir, Jun no le puede sugerir que se muden a un sitio más amplio. Conocí a Jun en Kabuki-cho. No lo vendía, pero en esa época salía con hombres en citas retribuidas. Iba con tipos de mediana edad a cenar o al karaoke por entre cinco y veinte mil yens. No hablamos mucho de eso.

—Estoy trabajando aún.

—¡Pobre, hace frío! He hecho un poco de rissoto. Está en la cacerola.

—Gracias, Jun. Es que el cliente que tengo es un poco raro.

—¿En qué sentido?

—No lo sé… miente.

—¿Te refieres a que no te paga lo convenido?

—No, no se trata de eso. Es que me parece sospechoso.

Le di los datos básicos sobre el billete manchado de sangre y la cuestión de los toyota.

—Entonces, ¿crees que es un asesino? —me preguntó Jun—. ¿Sólo por eso?

—Estoy loco, ¿verdad?

—Bueno, no lo he visto, pero…

—¿Un qué?

—Creo que sé a lo que te refieres.

—¿Sobre qué?

—Bueno, la forma en que asesinaron a esa chica: fue una pasada, ¿no? Estaba pensando en que no parece la manera de asesinar de un japonés. ¿Qué está haciendo?

Había mantenido los ojos fijos en Frank durante todo el tiempo. Me había mirado durante un rato, luego se había aburrido y se había ido hacia un salón de juegos recreativos al otro lado de la calle y se había quedado merodeando por allí.

—Está mirando la cabina de un Print Club.

—¿Una qué?

—Esas máquinas que te hacen fotos y luego las imprimen en unos pequeños adhesivos. Creo que no sabe cómo funciona. Está mirando a un grupo de chicas que están posando para una foto.

—Entonces creo que no tienes por qué preocuparte, Kenji. No me puedo imaginar que un asesino se tome fotos en un Print Club.

No sé por qué, pero me pareció que aquello tenía sentido.

—Kenji —dijo ella—, tómate fotos con el tipo. Quiero ver cómo es.

Le contesté que lo haría y colgué.

—¿Qué es esto, Kenji? Parece que esas chicas se lo están pasando bien. Creo que se han hecho una foto. ¿Es una máquina de fotos de pasaporte?

Empecé a explicarle cómo funcionaba, pero detrás nuestro había un oficinista borracho con su novia, fea con ganas, apremiándonos para que nos diéramos prisa. Normalmente le hubiera respondido, pero Frank me preocupaba y hacía frío, así que lo único que le dije fue:

—Vale, espera un minuto.

Decidí evitar las explicaciones y simplemente ayudar a Frank a que se tomara una foto. Frank me comentó que no tenía cambio, así que pagué yo. Lo coloqué de pie frente a la máquina y me hallaba seleccionando un fondo de ambiente japonés que seguramente él hubiera escogido también —un puesto de yakitori— cuando insistió en que posáramos los dos juntos.

—Esas chicas posaron juntas, yo quiero una foto de los dos.

Para hacerte una foto así en un Print Club hay que unir los rostros. No es que Frank me diera asco, pero la verdad es que no me apetecía mucho apretar mi mejilla contra la suya. El solo hecho de que fuera un hombre era ya desagradable de por sí, pero Frank tenía además esa extraña piel. No tenía arrugas, a pesar de que se suponía que tenía treinta y tantos, pero su rostro no era tampoco precisamente suave que digamos: era brillante y fofo y parecía artificial. Sea como fuere, no era una cara que quisiera tocar con la mía, pero Frank me puso el brazo en el hombro, me atrajo hacia él, se acercó a la pantalla y me dijo:

—Venga, Kenji, tira.

Frank tenía la mejilla fría y su contacto producía la misma impresión que se siente cuando tocas la goma de una máscara de buceo.

—Hola, tío, he oído que este gaijin tuyo es la bomba.

Cuando pasábamos por el club de lencería me encontré de nuevo a Satoshi.

—¡A estas horas de la noche sólo cuesta 7.000 yens por persona y no hay ningún cargo extra! —les gritaba a los borrachos que se tambaleaban por allí.

Observándole, sentí que entendía a qué se refería cuando afirmaba que Kabuki-cho era «fácil». Es un lugar en el que tienes la impresión de que todo está permitido, que no te obliga a seguir un patrón de comportamiento «normal», que no ofrece una falsa ilusión de gloria ni se avergüenza de ser lo que es. O sacas tu pasta o te echan y sigues a otra cosa. Frank había dejado de caminar un poco antes y escudriñaba las tiras de fotos.

—¿Sabes si el camarero ha mencionado algo sobre él? —le pregunté a Satoshi—. ¿Sobre el dinero con el que pagó?

—No, ¿por qué?

Aparentemente yo era el único que se sentía inquieto por la mancha del billete. Así que decidí olvidarlo. No quería que Jun me dijera que estaba paranoico. Creo que el hecho de haber visto el vertedero en el que se había hallado el cadáver de la estudiante, justo después de pasar por ese lúgubre puesto de alquiler de automóviles, me había puesto nervioso. Por lo menos decidí tomármelo así.

—Quiere ir a un peep show —le dije a Satoshi—. ¿Has oído de alguno bueno últimamente?

—Oye, tío, todos son iguales —se rió Satoshi, y luego agregó mirando hacia atrás a Frank—: La cosa anda mal por todas partes. —Traducción: «Menudo cliente llevas a cuestas, tío».

El peep show más cercano estaba en el sexto piso del edificio justo enfrente a nosotros.

—No, Kenji —dijo Frank sacudiendo la cabeza—. Quiero que vengas conmigo.

Lo acompañé hasta la entrada del club y le indiqué que le iba a esperar fuera para ahorrar, pero Frank insistió en pagar por las dos entradas: 5.000 yens. El espectáculo había comenzado, así que tuvimos que sentarnos a esperar en un pequeño sofá junto al mostrador de recepción. No se permite entrar durante el espectáculo, pero sólo dura diez minutos. En la pared había una serie de fotos que evocaban la única ocasión en la que el club había salido en un programa nocturno de la tele. Las fotos eran bastante antiguas: los colores estaban desvaídos y el autógrafo de un conocido corresponsal se estaba desvaneciendo.

—¿Qué tal se tomó tu novia el que tuvieras que trabajar hasta tarde? —me preguntó Frank.

Estaba observando un cartel que había en la pared en el que se leía, en japonés y en inglés: ÉSTE ES UN PEEP SHOW DE PRIMERA CALIDAD QUE HA SALIDO EN TELEVISIÓN.

—Bien. No hay ningún problema.

—Me alegro. ¿De qué va este lugar?

Desde donde estábamos sentados podíamos oír la música del espectáculo. No sabía el título de la canción, pero era algo de Diana Ross. Se lo expliqué. La mayoría de los espectáculos no duran más que tres o cuatro canciones. La chica sale, se desviste y, mientras ves el espectáculo, otra chica va a tu cabina y te pregunta si quieres «el servicio especial».

—¿Servicio especial? —repitió Frank.

—Una paja. Que te cuesta otros 3.000 yens.

Esto animó mucho a Frank.

—Una paja —murmuró y miró hacia la distancia o hacia el pasado distante. No he oído nunca a nadie pronunciar esas palabras con tanta emoción.

—Sólo si quieres —le comenté—. Si quieres echar un polvo esta noche no creo que valga la pena que antes te hagan una paja.

—No te preocupes por eso —respondió Frank y me miró—. Tengo un gran apetito sexual. De hecho, soy un supermán del sexo.

Un supermán del sexo. Ésas fueron sus palabras exactas.

—Pues si es así, cuando la chica entre en la cabina y te pregunte lo único que tienes que hacer es decirle «sí».

—Vale —dijo Frank—. No me puedo aguantar.

Lo cierto es que aunque decía que no se podía aguantar tenía aspecto de estar aburrido a más no poder. Suspiró y cogió una revista semanal que estaba junto al sofá. En la primera página a todo color había una foto de Hideo Nomo vestido con el uniforme de Los Ángeles Dodgers. El breve texto explicaba que Nomo no había firmado aún el contrato para jugar su segunda temporada con el club. Frank golpeó ligeramente la foto con el índice y exclamó:

—Así que el béisbol es bastante popular en Japón, ¿no?

Al principio pensé que estaba bromeando. No hay americano que venga a Japón en un viaje de negocios que no sepa quién es Nomo. Ni siquiera uno de cada mil. Nomo es sin duda el japonés más famoso entre los americanos, y hablar de él es seguramente la mejor forma de romper el hielo y de que las negociaciones empiecen con buen pie. Pero Frank observaba la foto de Nomo como si creyera que jugaba en Japón. ¿Es posible que alguien que se dedica a importar repuestos de Toyota no sepa quién es Nomo?

—Ese tipo es un lanzador de Los Ángeles Dodgers —le comenté.

Frank miró la foto dudando.

—Es verdad, lleva el uniforme de los Dodgers.

—Es Nomo y es muy famoso. El año pasado jugó un partido en el que no dejó que marcaran tantos ni carreras.

Quizá Frank no supiera nada en absoluto de béisbol. Ésa era la única forma de que aquello tuviera sentido: que no supiera nada sobre el juego. Pero un momento después volvió a hacer de las suyas.

—Un partido sin permitir tantos ni carreras, ¿eh? Eso me hace recordar. En mi familia éramos todos varones, una banda de hermanos. Yo era el menor, pero todos jugábamos al béisbol. Vivíamos aislados en el campo, rodeados de inmensos campos de maíz que se extendían más allá de donde alcanza el ojo, y lo único que hacíamos en verano era jugar a la pelota. No es que hubiera mucho que hacer. Y mi padre también era un gran aficionado al béisbol. Aún me acuerdo de que un verano, cuando tenía ocho años, el segundo de mis hermanos mayores jugó un partido en el que no permitió que el rival marcara tantos ni hiciera carreras.

Una hora antes, Frank me había dicho que tenía dos hermanas mayores. Estas dos hermanas, recuerdo perfectamente que me dijo, solían imitar a los actores de la tele. Pero ahora salía con que todos en su familia eran varones que jugaban al béisbol. Y lo más raro de todo era que no había ninguna necesidad de que mintiera. Era un poco extraño que no supiera quién era Nomo, pero no era razón para inventarse todo eso. Porque no estaba en un despacho discutiendo asuntos empresariales importantes, sino en la sala de espera de un peep show, y yo no era un cliente ni un suministrador importante sino un simple guía nocturno. Si hubiera dicho simplemente: «Nomo, ¿eh? Nunca he oído hablar de él», seguramente no hubiera pensado más en ello.

—Vivíamos en el quinto pino, pero hacían buena cerveza por esa zona. Solíamos jugar al béisbol y después nos íbamos a tomar unas cuantas cervezas. Yo no era más que un niño pero me hacían beber, porque no podías presumir de ser un hombre si no vaciabas una jarra. Así era el campo en América: grandes plantaciones de maíz que se extendían en todas direcciones, un cielo tan azul que era sobrecogedor, y muy sofocante en verano. El sol golpeaba más fuerte que un martillo, por lo que un tipo que fuera un poco débil se desmayaba con sólo estar allí. Pero lo más increíble es que cuando jugábamos al béisbol el sol no nos molestaba en absoluto. Incluso si el que lanzaba la pelota se estaba asando vivo, y nos pasábamos mucho tiempo en el campo de juego. Ni aun así notábamos el calor.

Frank parecía emocionado por sus recuerdos, si es que lo eran, y hablaba mucho más rápido que de costumbre. Yo intenté concentrarme para no perderme nada, pero en cierto momento empecé a evocar mi propia adolescencia. Yo también jugaba al béisbol en la escuela secundaria. Nuestro equipo no era muy bueno, pero nunca he olvidado los entrenamientos de verano ni los partidos que jugamos. Lo que Frank había dicho era cierto: incluso cuando hacía tanto calor que apenas se podía estar al exterior, te olvidabas de todo en cuanto empezabas a jugar. Para quien lo haya vivido, esas dos simples palabras —«verano» y «béisbol»— conjuran el aroma de la hierba, de la tierra y de la grasa que se le da al cuero. Me puse tan nostálgico que casi me olvidé por completo de que lo más probable era que Frank me estuviera mintiendo.

—Lo sé —le dije—. Cuando tu equipo está en el terreno, vas ganando por un par de puntos y hay dos outs con bases llenas, no sientes el calor. Pero si cierras los ojos por un segundo, de repente te das cuenta de que estás en un horno. De hecho, nunca he pasado más calor. No hay calor como el que se siente cuando juegas al béisbol en verano. Ni tampoco un recuerdo más hermoso.

Me había lanzado sin pensar a este pequeño soliloquio. Estaba disfrutando de mis recuerdos y me salió de forma natural. No tuve que detenerme a pensar en el presente pluscuamperfecto ni en cómo construir frases comparativas ni en nada por el estilo.

—Así que tú también jugabas al béisbol, ¿eh, Kenji? —me preguntó Frank sin mucho entusiasmo.

—Claro. Sí.

Me alegré de poder decirlo. Y ahora que lo pensaba, Frank seguramente habría crecido en un entorno familiar complejo, algo que para un japonés como yo es difícil de entender. Porque con frecuencia leemos en revistas artículos que comentan que la tasa de divorcio en América es de más del cincuenta por ciento, pero no nos hacemos una idea de cómo es aquello de verdad. Sólo pensamos: «Lo que son las cosas», y pasamos la página. Pero como he trabajado como guía nocturno de casi doscientos americanos hasta la fecha, después de haber compartido un par de noches más de uno me ha contado medio borracho su niñez antes de despedirse. Especialmente los que no han tenido suerte con el sexo ni encontrado a la chica de sus sueños, que son prácticamente todos, ya que no hay muchas probabilidades de que viajes al extranjero por dos o tres días, encuentres a una mujer que te guste y te acuestes con ella. Creo que por eso tantos de mis clientes, después de deambular por la larga noche de Tokio, acaban borrachos, cansados y dispuestos a confesarme su soledad. Como mi padre murió cuando yo era niño, siento que hasta cierto punto entiendo lo que me cuentan sobre su sensación de abandono o lo que sea.

Éste es el tipo de historia que me cuentan, por ejemplo: Papá dejó de venir a casa, pero a la siguiente Navidad llegó un desconocido y mi madre me dijo que de ahora en adelante ése era mi padre. Como sólo tenía seis años, no tenía mucho que decir sobre el asunto, pero tardé mucho en aceptarlo, unos dos o tres años, y luego en cierto momento empezó a pegarme. Vivíamos en Carolina del Norte, donde se acostumbra a no cortar ni pisar el césped hasta mayo para que crezca, y como el tipo era un comerciante de la Costa Oeste no lo sabía, así que solía pisar el césped frente a la casa a comienzos de primavera, un césped que había plantado papá, por lo que me enfadaba mucho y se lo advertía, se lo decía una y otra vez, pero él seguía pisando el césped, hasta que al final lo insulté, le dije algo que ni sabía lo que quería decir. Ésa fue la primera vez que me pegó y entonces tenía que volver a empezar, trataba de llegar a un punto en que pudiera, bueno, pues… aceptarlo.

Me acuerdo perfectamente del americano que me hizo esta confesión en particular e incluso del tono de su voz cuando pronunció la palabra «aceptarlo». Los americanos no hablan sólo de desdén y de resignación, que es la forma en que los japoneses explican este tipo de cosas. Después de haber escuchado muchas historias parecidas, empiezo a pensar que la soledad americana es totalmente diferente a la que uno está acostumbrado en este país, así que yo estoy contento de haber nacido en Japón. El tipo de soledad que exige hacer un esfuerzo para aceptar una situación es fundamentalmente distinta de aquél que sabes que eventualmente desaparecerá simplemente si esperas y te resignas. No creo que pudiera soportar el tipo de soledad que sienten los americanos.

Estaba seguro de que la historia de Frank era similar. Quién sabe: quizá fuera un niño adoptado que vivió de casa en casa. En una época quizá viviera con una familia en la que sólo tenía hermanas mayores y, más tarde, en otra en la que tenía únicamente hermanos mayores.

—En la escuela secundaria jugaba en segunda base —le expliqué—. El shortstop y yo éramos muy amigos. Yo era un buen lanzador de segunda base y él también tenía buen brazo y solíamos practicar jugadas dobles. De hecho, para nosotros las jugadas dobles eran lo máximo. Tanto que, incluso si perdíamos un partido, si conseguíamos marcar una jugada doble nos hacíamos la señal de victoria cuando nadie nos miraba.

Después de soltarle mi pequeño recuerdo le pregunté a Frank en qué posición jugaba, pero justo en ese momento terminó el espectáculo previo y oímos un anuncio por los altavoces: «Sentimos haberlos hecho esperar; por favor, entren a las cabinas, por favor, entren a las cabinas».

—Nos toca a nosotros —exclamó abruptamente Frank y se levantó.

Yo también me puse de pie y me dirigí hacia la puerta de las cabinas, pero estaba que echaba chispas. El cabrón se emociona hablando de béisbol, pero cuando intento participar en la conversación él de repente pierde todo interés y parece ansioso por evitar el tema a toda costa.

Nos acompañaron hasta unas cabinas separadas entre sí por cierta distancia. Para un tipo que dice tener un gran apetito sexual, Frank no parecía impaciente por entrar en la cabina. No es que pareciera nervioso, simplemente incómodo y aburrido. «Qué tipo más raro», murmuré en voz baja mientras entraba en mi cubículo. Todo el mobiliario se reducía a un taburete redondo y una caja de pañuelos de papel, y era tan angosto que me alegré de no ser claustrofóbico.

El espectáculo empezó de inmediato. Como en la mayoría de estos sitios, el escenario era un semicírculo no mayor de dos metros de ancho, rodeado de cabinas con espejos que sólo permiten ver desde un lado. La bailarina no podía ver a quienes estaban dentro de las cabinas, pero sabía cuáles estaban ocupadas porque en la pared sobre cada espejo había una pequeña luz. La música empezó y la iluminación más hortera posible inundó el lugar mientras al fondo, en la parte derecha del escenario, se abrió una puerta de la que salió una delgada y pequeña mujer. Por los altavoces sonaba un tema de Michael Jackson. La chica iba en négligé.

Alguien llamó, abrió la puerta de mi cabina y asomó la cabeza.

—Perdone, ¿desea el servicio especial? —me miró a la cara y luego dijo—: Pero ¿qué demonios? Si es Kenji…

Hace unos seis meses trabajaba en un pub de los que presentan espectáculos en Roppongi y su nombre, si no recuerdo mal, era Asami.

—¿Asami? —pregunté, y ella se rió y me respondió que aquí se llamaba Madoka—. Escucha —le comenté—, tengo que pedirte un favor. Tres cabinas más allá hay un gaijin que quiere el servicio especial.

En cuanto Asami/Madoka oyó la palabra «gaijin» frunció el ceño. Como he dicho, la popularidad de los extranjeros en la industria del sexo está por los suelos.

—No me malentiendas. No quiero que hagas nada en particular. Sólo saber si… eyacula mucho. Vamos, en términos de cantidad.

—¿Qué? ¿Qué es esto, un concurso o qué?

—No, pero necesito saberlo. Hazme ese favor. Y te invito a cenar un día de éstos.

—De acuerdo —dijo Madoka y cerró la puerta.

Yo la había elegido varias veces como acompañante en el pub que presenta espectáculos en Roppongi, y las chicas de esta industria no se olvidan de esas cosas. Sé que lo que le pedía parecía un disparate. Pero el periódico había comentado que la estudiante asesinada presentaba indicios de abuso sexual. Había sido asesinada hacía menos de dos días, por lo que deduje que si Frank la había violado seguramente no tendría mucho semen. Por supuesto que era disparatado sospechar que Frank estuviera involucrado en el asesinato de la chica. Estaba preocupándome sin motivo, que era probablemente lo que Jun, por ejemplo, me hubiera dicho. Pero después de dos años en la movida sexual de Tokio he desarrollado un sexto sentido para el peligro, y aunque Frank no fuera un asesino, mi intuición me advertía que no debía confiar en él en absoluto. Todo el mundo miente en un momento dado. Pero una vez que se adquiere el hábito de mentir, que se vuelve parte de tu vida diaria, comienza también un proceso de autonegación. Incluso el propio hecho de mentir empieza a velarse, y en casos extremos hasta quienes lo hacen se olvidan de que mienten. Conozco a más de uno así y me cuido muy mucho de no acercarme a ellos, porque son los tipos más pesados del mundo. Por no decir peligrosos.

En el escenario, la pequeña y delgada mujer se estaba abriendo la parte frontal del négligé mientras movía las caderas. No era una bailarina profesional, simplemente una chica más en la industria del sexo, así que sus meneos no eran nada seductores. Más bien cómicos y tristes, aunque nadie iba a un lugar como éste esperando ver un striptease artístico. La chica se restregó contra cada uno de los espejos durante treinta segundos, dándole a los clientes lo que habían venido a buscar, bajándose el sostén, apretándose los pechos, metiéndose el dedo por las bragas y todo eso. No llevaba mucho maquillaje y su piel era tan pálida que se le veían las venas de la cara, los brazos y las piernas. Estaba pensando en que la mala iluminación, que le acentuaba esas venas azules, tenía algo de cruel, cuando Madoka abrió la puerta de mi cabina y asomó la cabeza.

—¿Y bien? —le pregunté tranquilamente. El fuerte aroma de su perfume me envolvió. Madoka llevaba un négligé con volantes que le daba pinta de estar buscando la estrella de la felicidad. Sostenía en la mano una bolsa de plástico llena de condones y pañuelos húmedos.

—El… el gaijin de la cabina 5, ¿verdad? —preguntó.

—No me acuerdo del número de la cabina, ¿seguro que sólo hay un gaijin? —Como las cabinas son oscuras y la luz provenía de una zona posterior adonde se hallaba, me era difícil verle la cara a Madoka, pero parecía preocupada, como si no supiera qué decir—. ¿No te ha pedido el servicio especial?

Madoka movió la cabeza y respondió:

—No, sí lo ha pedido, pero…

—¿Qué pasa?

—Me hizo detenerme después de un rato y me dijo: «Basta ya».

—¿O sea, que no se corrió?

—No es lo que intento decir…

—¿Cuán grande la tenía?

—En cuestión de tamaño era promedio, creo, pero… Había algo extraño. Primero que nada, nunca he visto a nadie poner esa cara cuando le hacen una paja. Y su polla era como… horrible.

—¿Horrible?

—Sí. La tenía dura en unas partes y blanda en otras.

—¿Crees que se mete inyecciones de silicona?

—No. Me hubiera dado cuenta si tuviera silicona, perlas o lo que fuera, es que ésta era diferente. ¡Y esa cara! Al principio estaba oscuro y no podía verle bien, pero después la luz le dio en la cara y fue como, vamos que, me estaba mirando, pero… ¿Me puedo ir ya? Me gritan si hablo con los clientes.

—Claro, perdóname por pedirte un favor tan raro —dije y Madoka me contestó que no importaba y cerró la puerta otra vez.

No parecía querer hablar sobre Frank. La chica que estaba en el escenario, ya sin sostén, se había bajado las bragas hasta los tobillos y se masturbaba. Estaba tumbada con las piernas abiertas y los ojos cerrados, gimiendo suavemente. Sólo ella podría decir si fingía, si estaba un poco caliente o si era del tipo que se excita cuando las miran. Yo no lo podría asegurar, pero tanto su voz como su expresión eran un buen facsímil de una mujer excitada de verdad. No hay mucha variación y estoy seguro de que es igual en los hombres. Una chica como Madoka ha visto los rostros de cientos, si no miles, de hombres en ese estado. ¿Qué cara había puesto Frank que le había parecido tan perturbadora?

Después de salir del peep show, Frank apenas habló, y yo tampoco tenía ganas de hacerlo. Simplemente caminamos, alejándonos de las luces de neón y de los gritos de los repartidores, y poco después nos hallamos frente a un campo para practicar béisbol próximo a la zona de las casas de citas. Ya había dado la una de la madrugada, pero aún se oía el sonido sincopado de los bates de metal más allá de la alta red verde y de la valla hecha a base de eslabones de cadena oxidados. Frank se detuvo a escuchar el sonido y miró con curiosidad por encima de la valla. Me han dicho que en América no vallan los centros de prácticas ni los campos de entrenamiento artificiales. Siempre he creído que en todo el mundo había campos de entrenamiento, por lo menos de los que están cerrados. Y que las máquinas que dispensan licor, cigarrillos y revistas estaban también en todas partes. Bueno, tal vez no en todas partes, pero nunca se me hubiera ocurrido pensar que sea poco común que haya máquinas de cerveza en todas las esquinas. Los clientes curiosos siempre me preguntan por eso. Kenji, ¿por qué hay tantas máquinas de ésas? ¿Quién las usa, con todas las tiendas que hay por todas partes? ¿Y por qué hay tantas clases de café enlatado, zumos y refrescos para deportistas? ¿Cómo se pueden obtener ganancias cuando hay tantas marcas? Nunca he logrado responder a ese tipo de preguntas, y al principio no entendía siquiera por qué provocaban interés. Para los extranjeros, en este país hay muchas cosas que parecen extrañas, pero yo soy incapaz de explicar la razón de la mayoría de ellas. Me suelen hacer preguntas como: Si Japón es uno de los países más ricos del mundo, ¿por qué tiene el problema de los karoshi, individuos que, literalmente, se matan trabajando? O comprendo que lo tengan que hacer las chicas de los países asiáticos más pobres, pero ¿por qué se prostituyen las estudiantes en un país tan rico como Japón? O, en cualquier lugar del mundo, la gente trabaja para hacer feliz a sus familias, ¿por qué nadie protesta en Japón por el sistema del tanshin-funin, que envía a empresarios a vivir por su cuenta a ciudades o países lejanos? Si no sé responder a estas preguntas no es porque sea especialmente estúpido. Nadie escribe sobre estas cosas en los periódicos ni en los semanarios, ni se discuten en la tele. Nadie nos enseña por qué tienen que existir en este país los karoshi o un sistema como el tanshin-funin que al resto del mundo le parece tan cruel.

Frank estaba clavado en el sitio mirando hacia el campo de entrenamiento de béisbol. Pensé que quizá le divirtiera jugar un poco.

—¿Quieres probar? —le pregunté, y él me miró sobresaltado y movió la cabeza de lado a lado ambiguamente.

En la planta baja había un salón de juegos recreativos. Subimos por una escalera metálica hasta el segundo piso, un espacio surrealista al aire libre iluminado con fluorescentes. En un cartel que colgaba a mitad de la valla de eslabones se leía: POR SU SEGURIDAD, SOLO SE PERMITE EN LAS CABINAS DE JUEGO A QUIENES REALIZAN PRÁCTICAS. Había siete cabinas y la velocidad con la que venía la pelota hacia ti era diferente en cada una. En el extremo derecho estaba la más rápida, que iba a 135 km/h, y en el extremo izquierdo la más lenta, a 80. Dos estaban ocupadas: una por un chico vestido con un chándal y la otra por el componente masculino de una pareja, y tanto él como ella estaban ebrios. La mujer lo animaba. «Márcate un cuadrangular», le gritaba antes de que la bola saliera disparada hacia él. El tipo estaba más borracho que una cuba y no le daba casi nunca, pero la mujer seguía animándole como si sus vidas dependieran de ello: «¡No te dejes ganar! ¡No te dejes ganar!». No me pregunten a quién o a qué intentaba ganarle. La mujer estaba detrás de la valla, en un largo pasillo de concreto similar a esas plataformas techadas, pero sin paredes que las protejan del viento, que se ven en las pequeñas estaciones de trenes de provincias. En una caseta del tamaño de una cabina de peaje de una autopista, el encargado se mecía adormecido en una silla junto a una tetera que se hallaba sobre una cocina de queroseno de la que salían llamas anaranjadas. En la pequeña caseta debía de hacer calor porque el empleado que dormía dentro no llevaba nada sobre la camiseta, y un pordiosero estaba tumbado con la espalda apoyada contra ella en la parte exterior. Se había echado sobre un par de cajas de cartón aplanadas, bebía un licor incoloro de un paquete de Cup Noodle y hojeaba una revista.

—En América no hay lugares así —comentó Frank.

No creo que hubiera muchos sitios así en Japón. Las máquinas lanzapelotas estaban alineadas a la sombra de una especie de búnker, y pequeñas luces verdes parpadeaban en el extremo de los dos brazos de catapulta que estaban en funcionamiento. Les dieras o no, las bolas iban rodando hasta un canalillo que las devolvía a la máquina. Intermitentemente, sofocado por una canción de Yuki Uchida que sonaba por los rudimentarios altavoces, se oía el ritmo de la cadena transportadora y el chirrido de las máquinas a medida que tensaban los resortes de los brazos. El tipo vestido con el chándal estaba sudando y le daba bastante bien a la pelota. Claro, no importaba cuán bien le diera porque la bola no iba más allá de la malla, a unos veinte metros de distancia. En la parte superior de la malla había un cartel en el que se leía: CUADRANGULAR, excepto que la tela estaba rota y le faltaba la «D».

—¿Quieres practicar un poco? —le pregunté otra vez a Frank.

—Estoy algo cansado —respondió—. Creo que voy a descansar un momento. ¿Por qué no practicas tú y yo te miro? Venga, pégale un par de veces.

Frank arrastró una silla de jardín que estaba frente a la cabaña del empleado para sentarse. Mientras lo hacía, el pordiosero lo miró y Frank le preguntó en inglés:

—¿Está ocupada esta silla?

El pordiosero no le respondió, sólo le dio un trago a su vodka, shochu o lo que fuera. Su tufo a alcohol llegaba hasta donde estaba, por no mencionar su hedor.

—¿Vive aquí? —me preguntó Frank, mirando al tipo mientras se sentaba.

—Estoy seguro de que no, no creo.

Me estaba congelando y quería practicar para calentarme, pero me sentía incómodo por tener que pedirle a Frank que pagara. Me gusta practicar y sólo costaba 300 yens cada juego, así que podía permitírmelo, pero no había hecho que Frank subiera por las escaleras metálicas para jugar yo. Admito que estaba cansado de caminar, pero la única razón por la que habíamos venido era porque Frank había dicho antes que de pequeño jugaba al béisbol. Era mi trabajo: tratar de que se divirtiera. Además, aún no había recuperado los 300 yens de las fotos del Print Club. No es mucho, ya lo sé, pero es el principio el que cuenta. Le había explicado que el cliente tiene que correr con todos los gastos, y no quería que empezara a creerse que yo era su amigo: eso no es bueno. Tal vez la extraña impresión de agotamiento que experimentaba me hiciera incapaz de pedirle cambio. Me encontraba extrañamente agotado.

—Es un pordiosero, ¿verdad? —preguntó Frank.

—Sí, claro.

Sentí que me estaba resfriando y no quería seguir hablando a la intemperie con el viento que hacía. Detrás había un estacionamiento y a través de los eslabones de la verja se veían los anuncios de neón de las casas de citas. Frank, con la nariz roja de frío, no parecía sentir nada y estaba profundamente hundido en la silla de jardín mirando cómo bebía el pordiosero.

—¿Por qué no lo echan?

—Es demasiado problemático.

—He visto un montón de pordioseros en el parque y en la estación. No sabía que hubiera tantos en Japón. ¿Aquí también hay chicos que les dan palizas?

—Claro que los hay —le contesté, pensando: «Este cretino no siente el frío que hace».

—Apuesto a que sí. ¿Y qué piensas de los chicos que hacen eso, Kenji?

—Creo que son cosas que tienen que pasar. Para empezar, huelen mal, lo cual te pone ya de por sí en su contra. Es difícil pensar que alguien quiera acercarse y ser amable con ellos.

—El hedor, ¿eh? Es verdad, el olor es muy importante a la hora de decidir quién te gusta. En Nueva York hay bandas que se especializan en molestar a los pordioseros. No sacan dinero, claro, lo hacen simplemente por el puro placer de la violencia, por sacarle los dientes uno a uno con alicates, por ejemplo, o incluso para violarlos.

¿Por qué se enrollaba Frank sobre esas cosas en un lugar como éste y a esta hora? La mujer del no-te-dejes-ganar ayudaba a su vencido guerrero, que trastabillaba hacia las escaleras. El tipo vestido con chándal seguía practicando. Hacía tanto frío en aquella plataforma castigada por el viento que me sentía como si estuviera desnudo de la cintura para abajo, de pie, sobre un bloque de hielo. La mayoría de las ventanas de las casas de citas tenían la luz encendida. Observando esas suaves y sórdidas luces me acordé de lo que Madoka me había dicho en la cabina del peep show. «Nunca he visto a nadie poner esa cara cuando le hacen una paja». Ahora que lo pienso, no me había dicho si Frank se había corrido ni había mencionado nada sobre la cantidad. No es que importara en este momento. Pero ¿qué cara podía haber puesto?

—No te gusta esta conversación, ¿verdad? —me preguntó Frank, con los ojos fijos en el pordiosero.

Negué con la cabeza mientras pensaba: «Si te das cuenta, ¿por qué sigues?».

—Me pregunto por qué. Supongo que se debe a que la conversación te hace verlo, y a nadie le gusta imaginarse a unos chicos golpeando en el alma a un asqueroso pordiosero hasta que lo mandan al cielo. Pero ¿por qué cuando piensas en el olor a leche de un bebé, por ejemplo, no puedes dejar de sonreír? ¿Por qué existe un acuerdo tácito sobre lo que es un pestazo? ¿Quién ha decidido qué es lo que huele mal? ¿Crees que puede haber personas que cuando están sentadas cerca de un pordiosero sientan la necesidad de acurrucarse junto a él, pero que cuando están cerca de un bebé sientan el impulso de asesinarlo? Algo me dice que tiene que haber gente así en algún lugar, Kenji.

Oír a Frank hablar así me daba náuseas.

—Voy a practicar un poco —le respondí, y me fui al otro lado de la valla.

Entré en la cabina marcada con «100 km/h». El suelo era de hormigón y estaba ligeramente inclinado para que las pelotas cayeran al fondo, cerca de las máquinas, y el hormigón estaba pintado de blanco, pero bajo las luces fluorescentes tenía un tinte azul. Más allá de las redes sólo se veían los anuncios de neón de las casas de citas y sus tristes y ligeramente iluminadas ventanas. Me estiré brevemente, pensando: «¿Puede haber un panorama más desolado?». Escogí el bate más liviano de los tres que había e introduje tres monedas en la ranura. La luz verde de la máquina lanzapelotas se encendió, oí el tenue rumor del motor y antes de que me diera cuenta una bola salió disparada hacia mí por esa larga y angosta oscuridad. Cien kilómetros por hora es bastante velocidad, y como no estaba preparado no le di a la primera bola.

Mis siguientes intentos no fueron mucho mejores. No pude dar un buen golpe, por lo que las bolas salieron despedidas hacia los lados mientras Frank me miraba desde la silla. Por fin se levantó y se acercó hacia mí. Se agarró a la malla y exclamó:

—¡Kenji, qué pasa, no has dado una!

Por algún motivo, aquello me cabreó mucho. No tenía por qué aguantarle la mierda a un tipo como él.

—Mira a ese tipo —Frank movió los ojos hacia el sujeto vestido con chándal dos cabinas más arriba—. No para de acertarle a la bola.

Era verdad. El tipo le daba a la bola en casi todos los lanzamientos —a 120 km/h— y todas salían disparadas hacia el centro. Su velocidad de bateo no era algo que uno ve todos los días. Pensé que sería un profesional, quizá contratado como jugador sorpresa en un equipo de las ligas amateurs. Me habían dicho que se podía encontrar ese tipo de especímenes en Kabuki-cho: tipos que, después de ser estrellas de equipos de colegio o de firmas comerciales, se meten en problemas de faldas, apuestas o drogas y, como no tienen otra forma de ganarse la vida, se vuelven armas secretas en las ligas. Van a destajo: 2.000 yens por un cuadrangular, 500 por un tanto o lo que sea: pero tienen que mantenerse en forma.

—Te he estado observando todo el tiempo, Kenji. No le has dado a la bola ni una sola vez, y eso que los lanzamientos en tu cabina son mucho más lentos que en la del tipo ese.

—Ya lo sé —le contesté, un poco más alto de lo necesario. Intenté propinarle un buen golpe a la siguiente bola pero fallé. Frank gruñó y sacudió la cabeza.

—Dios mío, ¿qué ha sido eso? Era una bola muy fácil.

Aquello me terminó de cabrear. Di unos pasos y practiqué unos golpes, intentando concentrarme. Frank estaba por allí atrás murmurando que debía de ser una maldición, que hasta Dios me había abandonado o algo por ese estilo.

—¡¿Quieres callarte, por favor?! —le grité—. ¿Cómo voy a concentrarme contigo diciéndome esas cosas?

Frank suspiró y sacudió otra vez la cabeza.

—Kenji, ¿has oído hablar de Jack Nicklaus? Es muy famoso. Jack tenía un golpe prolongado con el que decidió muchos torneos importantes, y una vez estaba tan concentrado en la pelota que ni se dio cuenta que el viento le voló la gorra. Eso sí que es concentración.

—¿Jack qué? —le pregunté—. Nunca he oído hablar de él. Quédate tranquilo, ¿vale? Si te quedas quieto, le daré al letrero que dice «cuadrangular».

—Eh —bufó Frank. Luego, asintiendo lentamente, con una cara que parecía una máscara blanca, me retó—: ¿Quieres apostar?

La forma en que lo soltó me enganchó. «Quizá Frank sea de los que hacen este tipo de cosas todo el rato», pensé. Quizá había calculado que tenía que picarme hasta llegar a esa frase final: «Eh. ¿Quieres apostar?». Observando su cara de póquer me descubrí pensando que podía ser el tipo de cabronazo que hace algo así. Pero ya era demasiado tarde.

—Por mí, vale.

Pronuncié esas palabras sin darme cuenta. Ese frío, claro juicio del que me enorgullezco, tan raro en un tipo de mi edad, se empañó por la ira que me provocó el rostro colgante y sin expresión de Frank.

—¿Por qué no hacemos una cosa, Kenji? —dijo—. Tienes veinte bolas, si le das una sola vez al letrero de Cuadrangular, tú ganas y te pago el doble de la tarifa de esta noche. Pero si no le aciertas gano yo y no te debo nada.

Estuve a punto de aceptar, pero me contuve.

—Frank, eso no es justo.

—¿Por qué no?

—Si me ganas, me quedo sin lo que iba a cobrar por el trabajo de esta noche. Me quedo sin nada. Pero tú no te quedas sin nada, lo cual significa que yo arriesgo más que tú.

—Entonces, ¿qué quieres apostar?

—Si tú ganas sólo me tienes que pagar la mitad de la tarifa y si yo gano me pagas el doble. Es más lógico, ¿no?

—Veamos, si tú ganas te pago la tarifa básica de 20.000 yens más otros 20.000 por las dos horas extra, es decir 40.000, lo cual multiplicado por dos da un total de 80.000.

—Exacto —contesté, asombrado de que se acordara con tal exactitud de las tarifas. Es de verdad americano, pensé. Los americanos nunca se olvidan del trato inicial. No importa cuán borrachos estén ni cuántas chicas desnudas los estén excitando, siempre lo recuerdan.

—¿Y tú te atreves a hablar de lo que es justo? Según lo que propones, si tú ganas sacas 40.000 yens más, pero lo único que saco yo si gano es que te pago 20.000 menos. —Me miró a los ojos durante un momento y luego añadió—: Eres un tacaño.

No sé si fue una provocación destinada a engatusarme o qué, pero le salió bien.

—Vale, pues, que sean las condiciones iniciales entonces —exclamé, y Frank torció los labios en una sonrisa.

—Yo pago ésta, Kenji —dijo. Se sacó un monedero del bolsillo interior de la chaqueta y buscó tres monedas de 100 yens. Tenía las uñas largas, dentadas y poco limpias. Cogí las monedas, mientras pensaba: «Si tiene cambio, ¿por qué no lo sacó en la cabina de fotos?»—. ¿Cuántas bolas te dan por 300 yens?

—Treinta —le respondí.

—Vale, las primeras diez son de práctica y la apuesta comienza con la undécima.

Estaba convencido de que Frank lo había planeado todo. Era evidente que era un taimado hijo de puta. Seguramente había visto que el tipo semiprofesional que estaba dos cabinas más allá lanzaba siempre la pelota hacia el centro, pero que no le daba nunca al letrero de cuadrangular. Cuando vine por primera vez a Tokio desde Shizuoka estudié durante cuatro meses en una academia de preparación universitaria y tenía un trabajo de media jornada repartiendo paquetes. Con frecuencia, sin embargo, cuando hacía bueno y tenía un poco de tiempo libre, me iba al centro de prácticas junto al río Tama, que estaba a un par de estaciones de metro desde mi apartamento. Éste tenía también un cartel de cuadrangular y si le dabas ganabas un premio: un osito de peluche o vales de cerveza, según recuerdo. Un día le di a más de cien bolas, pero nunca acerté al cartel y sólo una vez he visto que alguien lo hiciera. El cartel, del tamaño de una tabla de surf, colgaba a unos quince metros por encima de la red y a unos veinte de la cabina de bateo, y no había manera de que le pudieras dar con una bola recta. La única bola que vi rozar el cartel del río Tama y ganarse por ello un osito de peluche fue un tiro corto disparado por una ama de casa.

La máquina lanzapelotas volvió rechinando a la vida. Me pareció que las primeras diez bolas de práctica duraron sólo un segundo. Intenté mantener los hombros y brazos relajados y me concentré en darle a la pelota limpiamente. Es lo que papá solía decirme cuando me enseñó por primera vez a jugar al béisbol, a los siete u ocho años. Mi padre ayudaba a diseñar maquinaria pesada y viajaba mucho al extranjero, sobre todo al Sudeste asiático. Su salud era precaria, pero le gustaba mucho ver deportes. «Mantén el ojo en la bola», me repetía cuando me compró mi primer guante de béisbol y me sacó a jugar a la calle.

Le di a la bola con el primer golpe, que se fue directamente hacia el medio, y oí que Frank exclamaba detrás de mí: «Guau». Pero la pelota dio en la red, a unos dos metros por debajo del cartel de cuadrangular. Conecté también un buen golpe en la siguiente, pero salió aún más baja y dio contra la malla de acero que protege las máquinas de lanzamiento. Cada vez que me repetía que mantuviera el ojo en la bola conjuraba una imagen de papá. No recuerdo que jugara mucho conmigo: estaba casi siempre fuera de la ciudad, la mayor parte del tiempo en Malasia, donde estaba construyendo un gran puente. Pero hasta hoy en día sueño con frecuencia que juego a la pelota con él.

Al tercer lanzamiento conecté un tiro que hubiera sido bueno para robar bases justo por debajo de la línea de tercera base, pero que no fue a parar cerca del cartel de cuadrangular. En el cuarto y quinto le di bien, pero la pelota rebotó contra el suelo. Después de acertar en diez de mis veinte tiros, estaba tan concentrado en la pelota que me había olvidado por completo de Frank y la imagen de mi padre me saturaba la cabeza. Mi madre lo consideraba una especie de don Juan, pero esas cosas no te importan cuando eres niño. «Tengo dos pesares —decía papá cuando se estaba muriendo de cáncer de pulmón—: No ver el puente terminado y no haber enseñado a Kenji a nadar». Parece que, cuando nací se prometió que a pesar de que probablemente iba a estar demasiado ocupado para jugar con su hijo, como mínimo me enseñaría los rudimentos del béisbol y la natación. A veces pienso que mi interés por ir a América tiene mucho que ver con él. Siempre parecía feliz de tener que volver a Malasia después de pasar una breve estancia en casa. Mi madre dice que era porque tenía allí «una putilla», pero no creo que fuera la única razón. Quizá tuviera una mujer, y sé que le gustaba su trabajo, pero creo también que había algo en Malasia que lo emocionaba. Es cierto que me ponía triste cuando se iba, pero nunca me pareció mi padre más atractivo que cuando decía: «Nos vemos», y se alejaba caminando con la maleta en la mano. Siempre he pensado que uno de estos días me gustaría volar a algún lugar de la misma forma, con sólo un simple y casual «nos vemos».

En el decimocuarto lanzamiento le di con un golpe que me salió desde los talones y que pegó en la parte inferior de la pelota, proyectándola con buen ángulo. Frank gritó: «¡No!» y yo exclamé: «¡Venga!», pero la bola dio en la malla, un metro por debajo de la diana. De allí en adelante todo fue cuesta abajo. Mi ansiedad ante la posibilidad de perder el salario del día me sacó de mis casillas, lo que provocó que mis tiros se fueran primero a las nubes y que los demás dieran en el suelo. En el decimoséptimo no le di a la bola y oí que Frank sofocaba una carcajada, lo cual me hizo perder por completo la concentración. Las tres últimas bolas que acerté ni se acercaron al cartel.

—¡Oye, casi le das! Creí que iba a perder varias veces.

Frank fingía simpatía. Pensé que tenía que hacer algo. No iba a trabajar gratis para ese cretino, ni siquiera una noche. Salí de la cabina y, antes de ponerme la chaqueta, le alcancé el bate y le dije:

—Te toca, Frank.

Frank no cogió el bate. Se hizo el tonto y preguntó:

—¿A qué te refieres?

—Te toca. La misma apuesta.

—Espera un minuto, nadie ha dicho nada de eso.

—¿Es que no has jugado al béisbol? Pues yo ya le he dado. Ahora te toca a ti.

—Ya te he dicho que estoy cansado. Demasiado cansado para darle al bate.

Me envalentoné.

—Eres un mentiroso —le dije.

Como esperaba, ese comentario reanimó El Rostro. En sus mejillas aparecieron pequeños capilares azules y rojos, el brillo de las pupilas se apagó y las comisuras de los ojos, la nariz y los labios comenzaron a temblarle. Ésta era la primera vez que veía El Rostro de frente y en primer plano, estaba tan cerca que casi podía sentir su aliento. Parecía estar o muy, muy enfadado o muy, muy asustado.

—¿De qué hablas? —preguntó, mirándome con esos ojos sin brillo—. No sé a qué te refieres. ¿Me estás llamando mentiroso? ¿Por qué? ¿Cuándo te he mentido?

Miré hacia mis zapatos. No quería mirar hacia El Rostro. Frank parecía querer transformarlo en una expresión triste, herida, y no era una imagen placentera. Me sentí mal de estar vinculado con un rostro así.

—Me has dicho que de pequeño jugabas al béisbol, ¿no? Me lo dijiste, en la sala de espera del peep show. Me contaste que tú y tus hermanos jugabais al béisbol todo el tiempo.

—¿Y por eso soy un mentiroso?

—Para quien lo haya jugado de niño, el béisbol es una cosa sagrada, ¿no?

—No te sigo.

—Es sagrado, más importante que cualquier cosa.

—Vale, Kenji, espera un minuto. Creo que empiezo a ver a dónde quieres ir a parar. Quieres decir que si lo que te conté en la sala de espera es cierto, ahora me toca a mí entrar en la cabina.

—Exacto. ¿No es lo que hacíamos de niños? Nos turnábamos para darle al bate.

—Bueno —dijo Frank. Cogió el bate y entró en la cabina—. Entonces, ¿doble o nada?

El tipo vestido con chándal estaba recogiendo para irse. Excepto por el guarda dormido y el pordiosero, éramos los únicos en esta extraña meseta de metal situada en un cañón lleno de casas de citas.

—Vale —respondí—. Si le aciertas al letrero de cuadrangular no me pagas tampoco la tarifa de mañana. Pero si no le das, desembolsas el precio normal por cada noche.

Frank asintió, pero antes de introducir las monedas en la ranura, dudó y me dijo:

—Kenji, no entiendo bien qué ha pasado. Lo único que sé es que me voy a poner a darle al bate porque estás de mal humor. Pero quiero que nos llevemos bien. ¿Me entiendes?

—Sí.

—No he querido picarte para que cogieras el bate y no tener que pagarte. No soy esa clase de persona, Kenji. Sólo estaba jugando, sintiéndome otra vez como un niño. Y no es por el dinero: tengo mucho dinero. Supongo que no tengo pinta de ser rico, pero eso no quiere decir que no lo sea. ¿Quieres ver mi cartera?

Antes de que pudiera negarme, Frank se sacó la cartera del bolsillo del pecho. Era una cartera diferente de la que tenía en el pub de lencería, la cual estaba hecha de imitación de piel de serpiente. Ésta era de un cuero negro bastante desgastado y dentro había un grueso fajo de billetes de 10.000 yens y otro de billetes de 100.

—¿Lo ves? —me dijo, y sonrió. No sabría decir qué intentaba probar. La gente rica no lleva nunca un montón de efectivo encima, y no vi que tuviera ninguna tarjeta de crédito.

—Hay unos 4.000 dólares o 280.000 yens. Ves, tengo dinero de verdad. ¿Te has convencido?

—Sí, lo he visto —respondí, y Frank se esforzó en poner la cara más feliz de que era capaz. Sus mejillas se retorcieron grotescamente, y se mantuvo así hasta que le devolví la sonrisa. Sentí que la piel de la nuca se me tensaba.

—Vale. Ahí va.

Frank sacó 300 yens de su monedero y los introdujo en la máquina. Después, en vez de colocarse sobre el césped artificial desde donde se batea, avanzó hasta llegar al hormigón y se detuvo sobre la línea pintada de la base. Yo no entendía qué hacía. La bola le iba a dar a menos que se quitara de en medio. La luz verde se encendió y la máquina se puso en funcionamiento. Frank, aún sobre la base, se acuclilló encarando a la máquina con el bate en el pecho. No sabía ni cogerlo: tenía la mano derecha debajo de la izquierda. Creí que quería gastarme una broma. Oí que el resorte se tensaba por última vez y después un fuerte golpe cuando retornó a su posición. Frank no se movió y la bola le rozó una oreja a 100 km/h. Un buen rato después de que la bola hubiera dado en la colchoneta que estaba tras él, intentó golpear con el bate con todas sus fuerzas, si es que a eso se le puede llamar golpear. Después empezó a darle al hormigón como si estuviera cortando troncos de madera y soltó un alarido incomprensible. El bate de metal se le resbaló de la mano, rebotó en el suelo y salió por el aire, emitiendo un sonido como el de un gong muy agudo. Cuando salió hacia él la siguiente bola, Frank estaba de lado pero seguía sobre la base. Yo estaba anonadado. Estaba viendo a un americano adulto, de pie y sin nada en las manos, inmóvil y directamente en la trayectoria de una bola que venía disparada a gran velocidad. Una cosa tan familiar, tan cotidiana —la base— se transformó de repente en algo extraño. La postura de Frank no era apropiada ni para béisbol ni para ningún otro deporte. Estaba acuclillado, con la cabeza gacha y los puños aún cerrados, y en la misma posición que cuando el bate salió por el aire: uno sobre el otro, ambos apuntando a la izquierda. Como si se hubiera congelado en un instante. La segunda bola le rozó la espalda y yo le grité:

—Oye, Frank.

Ni siquiera se inmutó. Miraba hacia el suelo blanquiazul de hormigón. Un pedazo de papel pasó a través de la malla impulsado por el viento y danzó perezosamente en el aire al ritmo de una vieja canción pop que sonaba por los altavoces. Frank ni siquiera parpadeaba. Era como si le hubiera dado rigor mortis. Yo creí que tenía una pesadilla. Una tras otra, las bolas rozaron a Frank y dieron luego contra la colchoneta suspendida detrás de él. El sonido regular, apagado, que hacían era como el tictac del tiempo en algún mundo alternativo: extrañamente cómico y también dolorosamente real. La sexta bola le dio en el culo, pero ni así se movió, excepto para llevarse las manos a la cara y observarlas. Era una postura de dolor y resignación, como la de alguien que confiesa un crimen y sólo aguarda su castigo. Sentí que lo había presionado y entré en la cabina para intentar sacarlo de en medio.

—Esto es peligroso, Frank —le dije mientras le pasaba la mano por el hombro, que estaba tan frío y duro al tacto como antes el bate de metal—. Es peligroso quedarse aquí —le repetí sacudiéndolo.

Al fin, Frank levantó la vista de las manos y asintió. Volvió la cabeza hacia mí, pero sus ojos sin vida estaban fijos en otro lugar, y cuando lo sacaba de la cabina resbaló al pisar una bola y se cayó. Me disculpé una y otra vez. Sentí que me había pasado, que había hecho algo imperdonable.

—Me encuentro bien, Kenji —me dijo cuando se volvió a sentar en la silla—. Ya estoy bien.

—¿Quieres una taza de café o alguna otra cosa?

Frank negó con la cabeza, intentando sonreír, y me rogó:

—Deja que me siente un momento.

El pordiosero nos observaba.