Cuando empieza esta historia, me encuentro en el camino que va de Bou Jeloud a Bab Fetouh bordeando las murallas de la ciudad. Ha llovido. Los charcos reflejan las últimas nubes. El barro chapotea bajo los clavos de mis botas. Estoy sucio y mal vestido, militar de regreso tras cuatro meses de ir en columna. Ante mí, un árabe inmóvil mira el campo y el cielo, poeta, filósofo, noble. Así es como empieza esta historia. Es cierto que hay un prólogo y si bien no recuerdo mi infancia, como si mi memoria hubiese quedado devastada por una catástrofe, conservo una serie de imágenes de un tiempo anterior a mi nacimiento. Más adelante, hubo gente que me dijo que no era posible nacer así, a los veintiún años, con los pies en el barro, entre charcos y bajo nubes que navegaban en lo alto hacia su fin; y sin embargo así son las cosas: de mis primeros veinte años, no me quedan más que escombros y mi memoria fue arrasada por la desgracia.

Cuando empieza esta historia, yo era soldado desde hacía un año y acababa de pasar un mes en el Rif. Había visto matar hombres y arder pueblos. Era de los invasores pero me asqueaba el orgullo de mis compañeros mugrientos e ignorantes, en su mayoría buenos muchachos y muy capaces de convertirse en héroes de carnicería. Aunque tan mugriento como ellos, yo no era tan buen tipo. Mis simpatías iban en otra dirección. No me quedaba más remedio, sin embargo, que aceptar mis responsabilidades, y si bien no había disparado sobre los chleuhs había formado parte de una de esas columnas que proseguían, con la lengua fuera, la obra esbozada por Carlos Martel y el Cid Campeador.

Lo primero que hicimos fue inmovilizarnos en un puesto construido con pedruscos, bajo los cuales se cobijaban los oficiales y los más espabilados de los nuestros. Los demás, entre los que me contaba, dormitaban bajo una tienda de campaña llamada marabú y se relevaban en la guardia cada tres horas. Llovía sin tregua, como en una guerra europea, como en una gran guerra. Vivíamos hundidos en el moho, sobreviviendo a duras penas gracias a una comida putrefacta. Eso duró cerca de un mes; después nos llevaron a una pequeña meseta barrida por el viento que los militares consideraban una posición segura. De hecho, se veía cómo subían y bajaban caravanas de mulas, batallones de legionarios, guerrilleros y otras curiosidades. Había que vadear un río para ir a buscar la sopa. Todas estas cosas tienen un interés tan sólo relativo; pero bueno, es el prólogo de este relato; y además, sé lo que me hago. No cuento batallitas a diestra y siniestra. A lo que iba, así es como nos lavábamos los pies.

Cuando a los superiores les parecieron suficientemente limpios, nos largamos y subimos hacia picos más altos para relevar a no sé qué batallón que debía atacar sin descanso. Nos repartieron entre puestos pequeñísimos; el nuestro estaba dispuesto en torno a la tumba de un santo musulmán. El centro del batallón era una fuente y cerca de la aldea bereber un comerciante vendía vino y conservas. Estábamos muy cerca del Marruecos español y las aldeas que teníamos enfrente seguían en disidencia. Las bombardeaban de mil maneras. A lo lejos, se divisaba un gran pueblo que me parecía una Meca. Esperaba que llegáramos allí; la pasión viajera, ya me entienden.

Además de la tumba, había un cañón y un especialista en cañonazos. Si veía a dos o tres árabes por allí, apuntaba al instante y fallaba.

También se distraía pintando acuarelas sobre hojas de aloe y cantaba «Sabía mentir para calmar nuestras locas alarmas». Aquella jovencita parecía feliz. Montábamos la guardia ante la tumba del santo y construíamos muretes con piedras defendidas por escorpiones y serpientes, pero lo único que me interesaba era aquella ciudad a la que no fuimos.

La guerra terminó. Hubo un ataque. Los pueblos rebeldes ardían uno a uno marcando los progresos de la conquista, como las banderitas del café del comercio. Al alba, unas estelas verdes se elevaron hasta el cielo, el especialista bombardeaba ruinas ya civilizadas. Por la noche, se extinguieron las llamas. Nos fuimos a Taberrant, la ciudad de las montañas; nos llevaron por caminos, una cuestión de ampollas sin más. Partíamos en dos los campos de trigo; había praderas cubiertas de flores azules que la literatura llama de algún modo. Los chleuhs sometidos vendían pasas y los sargentos se beneficiaban a sus hijas por un mendrugo de pan; eso es al menos lo que contaban. Casi todos los días retomábamos la marcha; lo único que ha quedado en mi memoria es la tumba del santo y el nombre de la ciudad. Entonces, la compañía bajó hasta una hoyada en la que había una base de abastecimiento. Montar la guardia seguía siendo nuestra principal misión; pero también cargábamos sacos de grano y fardos de mantas atadas con alambre. Mis aptitudes intelectuales me valieron ser nombrado para administrar los bonos de arroz y de lentejas; por la noche, me creía pastor. Las horas de guardia eran largas y vacías y mientras observaba el crecimiento de la luna, los carneros reñían en el redil y sus cráneos resonaban en el silencio. Otras curiosidades eran una iglesia de tablones que una tormenta echó abajo y unos zocos donde se bebía Pernod y que también fueron demolidos. Una o dos veces por semana, cerca del río, se formaba un mercadillo. Sentía preferencia por un encantador de serpientes; el tipo elegía a una, le seccionaba la cabeza con los dientes, la despellejaba y repartía los trozos de piel. Merecía la pena viajar para ver esas cosas.

No sé cuánto tiempo pasé en aquel lugar; mi pobre memoria no es un cronómetro ni una cámara de cine ni un gramófono ni ningún otro tipo de máquina perfeccionada. Se parece más bien a la naturaleza, con agujeros, espacios desiertos, rincones inaccesibles, ríos que se secan para que sólo se los pueda ver una vez, fases de luz y oscuridad. La cárcel era una jaula de alambre de púas, a pleno sol. Los prisioneros rifeños se arrastraban encadenados como esclavos, cargando postes telegráficos y titubeando. Uno de ellos aulló en la noche y murió. Se dijo que lo habían matado a bastonazos. Aquello aún se parecía a la guerra, a la guerrita. Poco después, bajé a Fez para ser secretario del comandante que comandaba la zona de operaciones militares. A pesar de mi aspecto inocente, había encontrado lo que en el lenguaje de la soldadesca se conoce como un chollo. Otros dos elegidos subieron conmigo al camión que debía llevarnos al campamento Prokos, cosa que hizo, a través de la polvareda de una carretera llena de baches.

Aprendí a escribir a máquina. La verdad es que era un chollo. No sabría explicarlo como es debido sin recurrir a un sinfín de términos técnicos. No volvería a montar ni una hora de guardia hasta mi liberación, ni tendría que volver a desfilar, hacer ejercicio o tocar un fusil. Eramos verdaderos oficinistas y la única vez que la fantasía de un oficial quiso exhibirnos militarmente en el transcurso de una gran ceremonia, maniobramos tan mal que terminamos escondidos tras un hangar, contemplando el desfile de los saphis y la perfección de la legión extranjera presentando armas. Y todas las noches podíamos salir a la ciudad, hasta el alba. G. nunca iba más allá de la ciudad judía. Junto a S… yo exploraba la ciudad árabe. A G… le caían bien los árabes sólo en tanto que oprimidos por los franceses, pues era comunista. No sentía ninguna simpatía por aquella civilización, que despreciaba por medieval. Sólo las consideraciones en torno al imperialismo como última fase del capitalismo le impedían referirse a los musulmanes con las lindas palabritas que suelen usar los soberbios conquistadores colonialistas. Por lo demás, era un tipo de lo mejor, aquel G… Sabía ventilarse un kil de tinto mejor que nadie; así es como llamaba a un litro de vino, líquido cuya densidad se parece a veces demasiado a la del agua. G… se las daba de proletario y parisino. Tenía cuentos divertidos, menudo tipo, qué labia, aseguraba que era capaz de escupir por encima de dos trenes del metro y darle a la gente del andén de enfrente, como si lo estuviera viendo. En realidad, era de extracción burguesa y nacionalidad provinciana, heredero de un traficante de Rouen. En cuanto llegó, se empezaron a escuchar canciones tendenciosas y la tropa empezó a constatar la mala calidad de la comida. G… militaba.

S… también era comunista, aunque mucho menos ferviente; más que la actividad política, le interesaban los largos paseos que hacía conmigo por la ciudad. Nos pusimos a aprender árabe. G. se esforzaba, deseoso como estaba de rebelar al proletariado indígena, pero no tardó en cansarse. El idioma le parecía medieval y escolástico. De noche, a la luz de una vela, componía canciones que hablaban de garbanzos, de carne y de conciencia de clase. Al cabo de un mes o dos, desapareció de la noche a la mañana, por obra de sus superiores. Unas semanas más tarde nos escribió desde un páramo, donde se las hacían pasar negras, en pago por las cancioncitas. S… no se veía ninguna cualidad como propagandista. Aprendíamos árabe. Había barrios tan lejanos que no estábamos seguros de saber volver. Un día, en el camino que va de Boy Jeloud a Bab Fetouh, bordeando las murallas de la ciudad, nos topamos con un árabe que miraba al frente, fijo, inmóvil. Así es como termina este prólogo. Después me encuentro en Taza. Después me encuentro en Oujda. Después me encuentro en Orán. Después me encuentro en Marsella. Después me encuentro en un hotel mugriento. Trabajo. Estoy solo.

Apenas unas semanas después de mi regreso me entero del de S… Me citaba en un café de la Place de la Republique, ése que tiene unos urinarios que varían de ancho según el peso de los clientes. A S… le encantaba la cosa. Y si había elegido aquel lugar era en parte para mostrármelo. De aquella manera, saboreaba el pintoresquismo de Occidente. Iba con dos chicas gordas, sin más atributo aparente que el de un ostensible semi-puterío; por lo que respecta a la inteligencia me parecieron más bien escasitas y en cuanto a sus carnes, se hundían rollizas entre los dedos, como tuve ocasión de comprobar unas horas más tarde. Al principio, las palabras desfilaban ante el silencio de las dos moles. Te acuerdas te acuerdas, Moulay Idris Moulay Idris.

—No iréis a hablar en moro —dijo una de esas personas.

—Los negros me dan tirria —dijo la otra.

Ambas intercambiaron algunas réplicas veloces y alusivamente obscenas. Y la que estaba frente a mí me preguntó:

—¿Es cierta esa historia?

Habíamos seguido a dos chiquillas hasta una de las puertas más lejanas de la ciudad. La noche empieza a clarear; se nos acerca un árabe, fusil largo en mano.

S… nos lleva a una fonda donde le fían. También está la historia de los niños que nos esperaban de noche cerca de Bou Jeloud.

—¡Qué cabrones! —dice una de las chicas.

S… se divierte, esta noche. Quizás se alegre de volver a verme y de fijar ese pasado militar, ese tiempo cuyos instantes se instalarán en su memoria, inalterables, hasta su muerte. S… quiere seguir divirtiéndose y nos vamos al Luna-Park. No me queda más remedio que dedicarme a la pupila. Vamos a tomar algo a un café de la Porte Maillot. Después de eso, S… ha desaparecido con la otra chica. Queda una, la llevo hasta su casa.

—Qué bonito debe ser África —dice.

Probablemente, está pensando en lo que se comenta sobre las capacidades sexuales de los negros. Se me apoya. Le pido al taxista que pare frente a un café.

—Voy a comprar cigarrillos.

—Lucky Strike —precisa, como si le hubiera pedido su opinión.

Su perfume empezaba a marearme. Bajé del taxi, entré en el café y salí por otra puerta. Me fui a casa a toda prisa. Trabajé hasta las cinco de la mañana. Al alba, los primeros autobuses empezaron a pasar bajo mi ventana. Por aquel entonces vivía cerca de la Bolsa, en un hotel mediocre que fue demolido más o menos en la época en la que terminará este relato. Un amigo de S… también se alojaba allí; fue una de las razones que me impulsaron a considerarme digno de ser admitido en un pequeño grupo de jóvenes que practicaban el arte de vivir sin cansarse. Otro motivo era que, al igual que ellos, no trabajaba ocho horas al día; si alguna vez trabajaba más de doce me lo perdonaban porque era trabajo no remunerado. Nunca había tenido la ambición de codearme con marginales; durante más de seis meses fueron mis únicos compañeros. Lo pintoresco no me excitaba y ahora apenas encuentro reflejos de caras o sombras de nombres en mi memoria. De eso hace ahora diez años. Escribir así es evocar a los muertos; ya que nada de lo que me rodeaba parecía estar vivo y me preocupaba muy poco por ello. Pero lo cierto es que mis compañeros inciertos e ingenuos vivían poco y que su marginalidad se manifestaba a lo sumo en el ámbito de la metáfora y de la antonomasia. En eso eran insuperables, no ignoraban ninguno de los recursos de la expresión verbal y los usaban con profusión. Sus trapicheos, en cambio, eran casi todos pueriles; por suerte no los solían poner en práctica ya que siempre sería mejor negocio no hacer nada.

El lince de aquella tropa vendía soplos en las carreras. Al arte de arreglárselas con eficacia sumaba inmensas dotes oratorias y aseguraba no tener rival en lo que al manejo de la pluma se refiere. Fue uno de los primeros de la banda que me consideró como a un hermano; a veces me iba con él a Tremblay, a Maisons, por todos los alrededores de París. Varias veces, accedí incluso a hacerme pasar por el cliente encaprichado con un caballo muy cotizado; me bastaba con estrecharle la mano y darme aires de entendido. La gente que nos rodeaba soltaba enseguida sus veinte perras y corría a las casetas de apuestas. Volvíamos en taxi; el día siempre era bueno; los compañeros rara vez ganaban. No le daban miedo las rachas asesinas, cuando sus soplos resultaban ser de buena calidad. Al cabo de un tiempo me enteré de que tenía por amiga a una chica bastante gruesa que reconocí sin dificultad. Ella no dijo nada.

Cada uno de aquellos señores tenía por lo menos a una mujer. Algunas duraban poco; otras se asentaban, por amor o por hastío; todas estaban marcadas por un destino putañero, habían sido putas o se disponían a serlo. Cada día nos reuníamos en torno a unas mesas de café. Las costumbres eran regulares, la vida transcurría suavemente entre hileras de vasos vacíos y pizarrones llenos de números. El grupo apreciaba vivamente la aritmética y la manipulación rápida de las cuatro operaciones. Cuando termino mi trabajo, no hablo de los días que paso con un personaje llamado Oscar (sí, el apostador se llamaba Oscar y mi compañero de piso se llamaba F… de apellido, nadie utilizaba su nombre de pila en la conversación corriente), bajo a reunirme con ellos. Sólo tengo que cruzar la plaza de la Bolsa y después seguir la rue Montmartre, cruzar por los bulevares, los grandes, y seguir por la rue du Faubourg-Montmartre. Están allí, en la rue Richer, no lejos de las Folies-Bergéres. También yo sé jugar a las cartas. No soy más tonto que cualquier otro y suelo ganar. Algunos hacen trampas con tan poca gracia que es como para preguntarse qué edad tienen. ¿Pero qué demonios hago aquí? ¿Qué hago aquí?

Dos o tres veces por mes visito a un pariente que me quiere bien. Lo llamo «mi tío»; también podría llamarlo de otro modo. Por haberlo conocido, dos o tres de mis amigos de infancia son hoy grandes coquetos. Vive en un interior de pacotilla, porque ha hecho las colonias. Muy consciente de las longitudes, sitúa el Oriente al Este y cree que Marruecos se parece a la Bretaña. Estoy seguro de haber estado en el Oriente; gracias a eso tenemos un tema de conversación. Cada mes me da algo de dinero, una pequeña renta, como para cubrir mis necesidades básicas: muy poca cosa.

Así, liberado de toda preocupación material, puedo dedicar todo mi tiempo a trabajos no remunerados. Saliendo de la casa de este señor, un día de septiembre, me crucé con la amiga del apostador, en compañía de una mujer que debía tener vista de algún lado y que pareció reconocerme. No intenté averiguar qué hacían en el barrio. Nos pusimos a charlar más o menos así:

—¿Adónde va usted tan deprisa?

—Por ahí —dije.

—¿Así que va a ver a Oscar?

—No especialmente —dije— o: no precisamente.

—No acostumbras a decir muy claramente adonde vas.

—Oh —dije, dejando puntos suspensivos al final.

—Éste es el cabrón que me dejó plantada un día con diecisiete francos cincuenta en el taxímetro por pagar.

—Oscar nunca la dejará plantada —dije.

—Vaya modales, diecisiete francos con cincuenta, qué barbaridad.

—Bueno, dejemos eso —dije—, no creerá que le voy a pagar aquel taxi de mierda.

Empezaba a saber cómo hablar a las mujeres.

—¡Qué mala bestia!

Se daba aires de ofendida. La otra le dijo:

—Mira, ya has llegado.

Se detuvieron. Seguí mi camino hasta el borde de la acera. Ellas se separaron.

—Voy a esperarla allí enfrente, me dijo esa mujer que apenas reconocía.

Enfrente había un bar.

—Ah sí —le dije.

—¿No va a ir después al café Marcel?

El Marcel también era un cafetín, el lugar donde se reunían Oscar y mi compañero de piso, otros dos o tres medio golfos y S… y sus respectivas.

—No tenía esa intención…

—Bueno, pero puede hacerme compañía.

—Por supuesto.

Inmóviles en un espacio casi totalmente oscuro, las mesas dormitaban, lo mismo que las sillas y el billar y la cabina telefónica y el camarero que vino a atendernos.

Va dos veces por semana —me dijo—, es mi viejo banquero: ella cree que le caerá algo de su herencia, tendrá unos setenta y un años.

—Hay que tener estómago —dije.

—¿Preferiría usted que trabajara ocho horas en una fábrica? Eso no la quitaría de puta.

—No, claro que no —dije.

—Y usted, ¿trabaja?

—Ojo, yo no vivo de la prostitución.

—¿Trabaja?

—Sí claro.

—¿Ocho horas?

—Diez, doce, a veces más.

—No me venga con cuentos.

—Se lo aseguro: fácilmente diez horas.

—¿Dónde?

—En mi casa.

—¿Y le da mucho dinero su actividad?

—Nada.

Me miró.

—Me lo veía venir —dijo.

—¿Qué es lo que veía venir?

—Se dedica a la literatura, ¿no?

No, yo no escribía; le expliqué a lo que me dedicaba. Me escuchaba con atención; parecía entenderme. Me dejé llevar por mi tema: por mí mismo; me detuve bruscamente. ¿Qué podía entender esa mujer de lo que le estaba contando? No recuerdo de lo que hablamos después. Se nos sumó la otra; se fueron solas al café Marcel: es cierto: así se llamaba aquel lugar, creía haberlo olvidado. Yo me fui por otro camino, cruzando la ciudad, un camino que no llevaba a ninguna parte.

Y de esquina en esquina terminé volviendo a casa con un bocadillo en el bolsillo y un litro de vino bajo el brazo. Bebiendo y comiendo me puse a trabajar y aquella noche, precisamente, lo recuerdo bien, no logré hacer nada bueno. Los errores se alineaban en tal número que caí en el hastío. Vacié la botella, deliré, después me quedé dormido. De repente, me parecía que todo había quedado reducido a nada. Pero ya al día siguiente, al despuntar el día, volví a ponerme detrás del arado, surcando una tierra árida, obstinado, aplicado, buey y asno. Unos días después me encontraba ante un nuevo interrogador.

Iba con G… Me los crucé a finales de una tarde de mediados de octubre, en la rue Vivienne, si no recuerdo mal. Paseaban sin rumbo. No había vuelto a ver a G… desde su exilio rifeño; y desde su regreso a París habíamos intentado vernos algunas veces, pero la política parecía impedirle cualquier cita fija. Me escribía que «múltiples ocupaciones le robaban todo su tiempo». Terminó siendo algo bastante importante dentro del partido. Yo, que no leía los periódicos si no era doblados en ocho y clavados en la pared, acababa de enterarme, por casualidad. Así pues, volvía a toparme con él, por pura casualidad. Él celebró el reencuentro y me dio una palmada en la espalda. Su compañero, al principio, no se dignó a verme. Hablamos del regimiento, de la colonia, de política. G… estaba especializado en la acción antimilitarista; se enfrentaba a la amenaza de varios meses de cárcel.

—Pero entonces —dijo el otro de golpe— cuando estabais allí podríais haberos visto obligados a disparar sobre los rifeños.

—Por supuesto —le dije.

—¿Y qué habríais hecho?

—Son situaciones delicadas —dije.

G… cambió de tema:

—¿No quieres venir con nosotros esta noche al mitin del Vel’ d’Hiv’?

—Va a hablar Doriot —dijo el otro.

En efecto, Doriot habló. Fue algo magnífico, sin duda. El otro cantaba con entusiasmo; yo no me sabía las letras. Escuchaba y miraba. G… nos había dejado para ejercer las funciones que debía ejercer. De repente, cuando todo hubo terminado, nos encontramos codo con codo, el otro y yo, allá al fondo, cerca de Grenelle, en la rive gauche, de noche. Charlamos.

—¿Es usted del partido?

—No ¿y usted?

—No, soy simpatizante.

—Yo también simpatizo.

—Pero no se adhiere.

—No, no quiero saber nada de la política.

—No se trata de política. Se trata de la Revolución.

—Sí. La Revolución.

—Entonces, ¿por qué no se adhiere?

—No es tan simple.

—Entiendo.

—No, no es tan simple como pueda creer, sobre todo para un poeta.

—Ah ¿es usted poeta?

—Sí: Saxel.

—¿Perdone?

—Oigo: mi apellido es Saxel.

—¡Ah! Saxel.

Me miró.

—¿Usted escribe?

—No. Al menos depende qué se entienda por escribir.

—En fin, ¿no es usted escritor: poeta, autor, dramático, novelista, periodista, crítico de arte?

—No soy nada de todo eso.

—¿Pero al menos será un intelectual?

—¡Si pudiera ser inteligente!

—¿Tiene gran estima por la inteligencia?

—Estimar es decir poco.

Discutimos. Él despreciaba la inteligencia, me aseguró. Yo había ido tras sus pasos, estábamos llegando a Montparnasse y me propuso tomar una copa; estaba indignado por eso que llamaba mi intelectualismo, pero quería seguir soltando frases. Nos sentamos en el medio de una muchedumbre considerable, la segunda que veía aquella noche.

—Hay tipos bien raros por aquí —dije.

—¿Es la primera vez que viene?

—Sí.

Él apenas contiene la mueca de desánimo: ¿A qué clase de paleto socialdemócrata ha sacado a pasear? No sé qué decirle. Un individuo se detiene ante nuestra mesa y entabla conversación con Saxel. Se pronuncian algunas palabras insignificantes. El otro se va, vestido de terciopelo.

—Es Vladislav: el pintor —me dice Saxel.

—¡Ah, ah! —digo.

—¿Ha oído hablar de él?

—Eso creo —digo.

Saxel me mira. ¿De dónde habré salido yo? Bebimos varios quintos de cerveza.

—No hay un solo mundo —le digo—, el mundo que usted ve o el mundo que se imagina estar viendo o el que quiere ver, ese mundo que los ciegos tocan, que oyen los amputados y que olfatean los sordos, ese mundo de cosas y fuerzas, de solideces o ilusiones, ese mundo de vida y de muerte, de nacimientos y de destrucciones, ese mundo en el que bebemos, en medio del cual tenemos la costumbre de dormirnos. Existe por lo menos uno más, que yo sepa: el de los números y las figuras, las identidades y las funciones, las operaciones y los grupos, los conjuntos y los espacios. Como sabrá, hay quien afirma que todo eso no es más que un cúmulo de abstracciones, construcciones, combinaciones. Quieren hacernos creer en una especie de arquitectura; primero se van a buscar los elementos en la naturaleza, se los refina, se los pule, se los diseca y el espíritu humano construye con ellos los ladrillos de una mansión espléndida, prueba magistral del poderío de la razón. No me cabe duda de que conoce esta teoría, su profesor de filosofía se la habrá defendido: no hay teoría más vulgar. ¡Un solar en construcción! ¡Toman la ciencia matemática por una obra de construcción! Se aseguran los cimientos antes de construir la planta baja y cuando la planta baja está terminada se pasa al primer piso, después al segundo y así sucesivamente sin que haya motivo para detenerse. Pero en realidad las cosas no son así; la geometría o el análisis no deben compararse con la arquitectura, ni con la albañilería, sino con la botánica, la geografía, incluso las ciencias físicas. Se trata de describir un mundo, de descubrirlo y no de construirlo o inventarlo, pues existe fuera del espíritu humano e independientemente de éste. Debemos explorar este universo y después contar a los hombres lo que hemos visto. Digo bien: visto. Pero para expresarlo, hay un lenguaje: el de los signos y las fórmulas, lo que suele confundirse con la esencia misma de la ciencia cuando no es más que su modo de expresión. Este lenguaje se revela aún más impotente para describir las riquezas del mundo matemático que la lengua francesa para formular la multiplicidad de las cosas, puesto que no se sitúan en el mismo grado de existencia. Por cierto, hay una especie de filología matemática llamada logística. Pero temo estarle aburriendo…

—Digamos que no le sigo del todo —respondió Saxel.

—Debería darle ejemplos.

—Quizás sea complicado.

—No, en absoluto. Hay un ejemplo que sale por todas partes, el de las ecuaciones algebraicas con una incógnita.

—Las ecuaciones, puah —dijo Saxel.

—¡Ah, ah! —me burlé— veo que es usted uno de esos, camarero un quinto, que se jactan de no tener ni idea de matemáticas y están orgullosos de no haber sabido cruzar el puente de los burros.

—Por la cuenta que me trae —dijo Saxel.

—¿Y no lo lamenta?

—¿Debería lamentarlo?

—Por supuesto. ¿Qué satisfacción puede sacar uno de no entender algo?

—Bueno, entonces volvamos a sus ecuaciones.

—¿Pero no le repugna demasiado?

—Superaré mi asco.

—¿Sabe lo que es resolver una ecuación?

—Eso creo.

—A ver…

—Ejem. Es encontrar el valor de la incógnita.

—¿Cómo?

—Haciendo cálculos.

—¿Pero cuáles?

—Bueno… sumas, restas, multiplicaciones y divisiones.

—¿Y cuáles más?

—¿Hay más?

—Eso creo.

—Ah sí, es cierto, también está sacar una raíz, como hacía el maestro Coseno.

—Lo cual es la operación inversa de la elevación a una potencia.

—Se pueden hacer fenomenales juegos de palabras con todas esas expresiones.

—¿Está usted haciendo juegos de palabras?

—Qué quiere: el espíritu moderno. Pero volvamos a sus putas ecuaciones, ¡camarero un quinto!

—¿Cuántas operaciones hará para calcular la incógnita?

—¿Cómo que cuántas?

—Pues sí ¿cuántas?

—¡Y yo qué sé!

—¿Un número finito o infinito de operaciones?

—Un número infinito: ésa sí que es buena, ¿de dónde sacaríamos tanto tiempo?

—Ha hablado el sentido común. Pero le advierto que en análisis, por ejemplo, se plantean constantemente expresiones que implican un número infinito de operaciones.

—Me humilla usted.

—Pero puesto que se trata de operaciones algebraicas, no saldremos del ámbito del álgebra, y sólo plantearemos la resolución de las ecuaciones por medio de un número finito de operaciones algebraicas y, en particular, de radicales.

—Qué banda de crápulas esos radicales.

—¿Cómo dice?

—No he dicho nada. Esto empieza a interesarme extraordinariamente. Diría que extraordinariamente, sí. ¿Seguimos?

—Seguimos. Entonces, ¿sobre qué actuarán esas operaciones?

—¡Tiene fácil respuesta! Sobre lo que conocemos.

—Sobre las cantidades conocidas.

—Lo que le decía.

—Muy bien. Ahora que tenemos una idea nítida de lo que es resolver una ecuación, planteémonos la resolución de la ecuación de primer grado.

—Es infantil —se exaltó Saxel—, basta con hacer una división. Conozco perfectamente el truco, lo aprendí de un profesor beodo cuya barba apestaba a vino ¡puah! Era asqueroso. Sabe usted, siempre fui el mejor del colegio en matemáticas.

—¡Entonces llegó hasta el segundo grado!

—¡Que si llegué! Menos be más o menos raíz cuadrada de be dos menos cuatro acé sobre dos a, toe: ¡y listo! Glu, glu, glu, glu, qué buena está esta cerveza.

—Y ¿qué es lo que le parece extraordinario de esta fórmula?

—Mi inteligencia se vuelve extrema: la raíz cuadrada, he ahí lo notable. Y ahora veo adonde quiere ir a parar: es luminoso es sencillo es bello. Para la ecuación de tercer grado habrá que extraer la raíz cúbica, para la de cuarto grado una raíz cuarta, para el quinto grado una raíz quinta, para la sexta una raíz sexta y así sucesivamente. Es lógico, ¿no? Lógicamente simple, ¿no?

—No. A partir del quinto grado nada funciona.

—¡No veo por qué!

—Es imposible resolver algebraicamente las ecuaciones de un grado superior al cuarto, salvo en ciertos casos muy particulares. Con la ecuación general, no se puede.

—Será que nadie ha estado a la altura.

—Es algo que se puede demostrar.

—Pero es escandaloso.

—Usted lo ha dicho. Es escandaloso porque hay ahí una realidad refractaria al lenguaje algebraico-lógico, porque hay una realidad que nos supera y que no se puede expresar por medio del lenguaje que inventa nuestra razón, porque fracasa el mecanismo racional de reconstrucción de aquel mundo. Como también fracasa el mecanismo de reconstrucción racional de este mundo de aquí, supongo. Pero no crea que todo queda así y que la inteligencia renuncia a proseguir la exploración de ese espacio. Se topa con un obstáculo, intenta eludirlo y encuentra un desvío en una nueva teoría, la teoría de grupos, que le hará descubrir nuevas maravillas. Es cierto que un espíritu poderoso concebiría esta realidad de un plumazo; nuestra debilidad nos obliga a recurrir a artificios.

—Vaya, es tremendamente idealista lo que me está contando.

—Querrá decir realista: los números son realidades. ¡Los números existen! Existen tanto como esta mesa, más que esta mesa, ejemplo sempiterno de los filósofos, infinitamente más que esta mesa ¡bang!

—No podrían hacer un poco menos de ruido —dijo el camarero.

—Oiga, y a usted quién le ha dicho nada —dijo Saxel.

—Sólo se les oye a ustedes —dijo el camarero.

—No podría usted ser menos insolente —dijo Saxel.

—Les pido que hagan menos ruido —dijo el camarero.

—Haré el ruido que me plazca —dijo Saxel.

Se acercó otro camarero, luego otro, luego el gerente, y finalmente un camarero más. Cuando estuvimos fuera, nos pusimos a caminar en medio de la noche.

—Qué tugurio —dijo Saxel—, qué porquería.

Saxel se limpiaba el sombrero con la manga de la chaqueta. Yo tenía chispas en la cabeza. Bajamos por el Boulevard Raspad.

—Realidades —dije— son realidades —después vino la rue du Bac hasta el Sena. La luna flotaba sobre sus aguas. Tenía frente a mí a un árabe inmóvil. Me encuentro en el camino que va de Bou Jeloud a Bab Fetouh, emblema del barro: del azul a una nube que pasa.

Llovió mucho aquel invierno; de noviembre a febrero el tiempo fue suave y acuoso, tiempo de pez, y a menudo me encontraba paseando bajo la lluvia, a veces solo a veces con Saxel y a veces con aquella mujer que había conocido un día mientras acompañaba a la amiga rubia de Oscar. Te acuerdas, su impermeable negro relucía bajo las gotas de agua y terminamos refugiándonos en algún bistrot de donde volvimos en un tranvía, lento, ruidoso. Desde el primer día que salimos juntos, dejé de sorprenderme de poder hablar de mí y más aún de escuchar los relatos de otra persona. Mis ojos aún pestañeaban ante la visión del mundo, pero lo estaba mirando. Me zumban los oídos, me tiemblan las manos: salgo a la superficie de este agua que administra el cielo, de esta tierra que alimenta una hoguera y miro y escucho cómo fluye el Sena bajo los puentes. La primera vez seguimos por los muelles hasta la Place Valhubert y de ahí pasamos al distrito 12.

—Mira, aquí me hice militar —dije delante del cuartel de Reuilly, y le conté mis recuerdos del regimiento, algo que no volveré a hacer aquí, pierdan cuidado. Otra vez le mostré la casa donde nací: recorriendo las calles de París reconquistaba mi memoria. Tuve que reconocer lo que quería olvidar: así, cuando un día me comentó:

—¿Pero no tenía padres?

Ya no recuerdo a santo de qué. Le respondí:

—Tengo un tío que me paga una pequeña pensión. La primera vez que la vi a usted, acababa de salir de su casa.

Ella no se daba por satisfecha con esta respuesta. Un poco más tarde le dije:

—Es una historia muy triste. Soy un hijo abandonado.

¿Acaso ponía cara de broma?

—Pues sí, mis padres me abandonaron, en la calle, en un portal, quién sabe donde: tenía dieciocho años.

Creo que en ese momento pasábamos por el muelle de Valm. Nos paramos a mirar el canal, creo que sí, que fue aquella vez.

—Le parecerá una historia estúpida, y bueno, mis padres me echaron de casa por suspender un examen. No me va a creer: porque no podía entrar en la Escuela Politécnica. Mi padre vivía para que yo entrara en la Politécnica, qué ridículo ¿no le parece? Y como se imaginará, no entré. Entonces me encontré en la calle, exactamente en la calle.

—Aunque —añadí— estoy mintiendo. Es feo mentir, ¿no le parece? La historia es aún más ridícula de lo que cree: porque en realidad no es cierto, no me suspendieron exactamente. ¿Por qué no vamos al parque de las Buttes Chaumont? A decir verdad, me descubrieron copiando. Fue un escándalo enorme. Mi padre es un señor como dios manda: una deshonra. Las puertas de la ciencia se cerraron ante mis narices. Es una historia estúpida, ¿no le parece?

—¿Pero por qué había…?

—¿Acaso lo sé yo mismo? Me vino de repente, una idea. Y ahora, ¿qué quiere que haga?, nadie más se interesará nunca por mis investigaciones, soy un leproso, me entiende, para la gente que nunca ha roto un plato, es justo, ¿no le parece? Por lo demás, ya no pienso en ello, no vale la pena. Llevaré esa estupidez pegada a la espalda toda la vida. Son chiquilladas pero dejan huella. Nada se borra y nada se perdona: así es la ley. Lo que pasa, lo que pasa, es ¿qué hago ahora, dígamelo usted, qué hago con mi vida?

Naturalmente, con Saxel no hablaba de esas cosas, me escocía demasiado, prefería inculcarle algunas nociones de cálculo diferencial e integral. Él me daba a leer algunos poemas, los suyos; también algunos folletos que publicaban sus amigos y que al principio tomé por publicaciones teosóficas. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que esperaban con más impaciencia la llegada del Anticristo que la del caballo blanco. Y para consumar la liberación del espíritu y también la del proletariado preconizaban una mezcla de «base infrapsíquica y subconsciente» entre metapsicología, materialismo dialéctico y mentalidad primitiva, todo lo cual me sorprendió menos, en realidad, que los elogios superlativos a un tal Anglarés, jefe de ese grupo, investido, según se insinuaba, de una prodigiosa misión histórica y a quien Saxel me señaló como su doctor-médico. Como nunca hasta entonces había estudiado las múltiples disciplinas que compilaban sus amigos y que iban de la quiromancia al estalinismo pasando por el papusismo y la criminología, me vi obligado a pedir explicaciones a Saxel; pero en lugar de aclararme la doctrina, prefería contarme la vida de Anglarés, toda ella atravesada de misterios e incidentes extraños, o la de sus amigos, existencias no menos excepcionales, e incluso me describía la vida de sus enemigos y adversarios, espantosa y pestilente. Anglarés se enfrentaba a ciertos grupos rivales compuestos, según decía —y Saxel lo repetía—, por policías y homosexuales. Así me preparaba para «entrar en contacto», según su expresión.

Para cuando Saxel me consideró apto había pasado la mayor parte del invierno. Hablaba de ello de vez en cuando, de cuando en cuando, al final bastante a menudo. Un día se decidió.

—¿Quiere venir conmigo a la Place de la République a las doce?

En la terraza de un café de esa plaza se reunían Anglarés y algunos de sus amigos más destacados: por lo demás, todos creían serlo, como comprobaría más adelante. Entre los varios grupos allí diseminados, distinguí enseguida aquel al que debíamos aglomerarnos: Anglarés era reconocible desde lejos. Llevaba en efecto el pelo bastante largo, también llevaba un amplio sombrero de fieltro negro, asimismo llevaba un binóculo unido a la oreja por una ancha cinta. Hubiera tenido un aire de fotógrafo de antaño de no ser por su corbata roja, que denotaba sus tendencias modernizantes. Ninguna excentricidad adornaba, en cambio, a los jóvenes que lo rodeaban: eran todos de mi «generación», mientras que Anglarés parecía ligeramente mayor.

Cuando llegamos, se charlaba a toda máquina sobre aperitivos bien servidos. Saxel hizo las presentaciones. Anglarés se sacó el binóculo para saludarme; pronunció algunas palabras amables. Los demás me miraron: unos con curiosidad, los demás con evidente suspicacia. Nos sentamos. El camarero se precipitó a atendernos. Anglarés tuvo a bien resumirme lo que se había dicho hasta mi llegada. Percibí un pedrusco de apariencia extraña junto al sifón. Aquél era el tema de conversación. Anglarés acababa de comprar aquel objeto a un chamarilero de Belleville, no sólo por su aspecto singular sino asimismo en virtud de diversas circunstancias singulares que contribuían a hacer de su hallazgo, primero, y de su adquisición, después, fenómenos estremecedores. Aquella piedra se parecía bastante exactamente a un cocodrilo. Pues bien, resultaba que la antevíspera Anglarés había visitado a una vidente, siguiendo el consejo de una persona por la que sentía «adoración» (así me lo haría saber más adelante), y esta vidente, decía, había visto en su bola de cristal a un «cocodrilo bajando una escalera».

—Pensé que se refería a esa basura de Salton.

Anglarés atribuía todas las desventuras que podían sucederle a la influencia nefasta del jefe de una facción rival.

—Pero como pueden ver se trataba de esto.

Los asistentes miraban el objeto en silencio.

—En fin, ayer por la noche, el cocodrilo se me volvió a aparecer. Buscando una cita en los poemas de Teoclasto de Avidya, me topé con estos dos versos que todos ustedes conocen: El cocodrilo amorfo de labios de coral // baja sin prisa por la calle de Montmirail. Nunca había ido hasta el fondo de estos dos versos. Ayer, no sé por qué, me cautivaron. Sentía una resonancia en mi inconsciente: ya me entienden. Y esta mañana, mientras bajaba por la calle de Montmirail, vi en el escaparate de un chamarilero este cocodrilo que venía a materializar todas estas premoniciones. Observen que, según los versos de Teoclasto de Avidya, y también según la vidente, soy yo quien baja lentamente por la calle Montmirail, de manera que ese cocodrilo soy yo mismo.

Alguien (el que se llamaba Vachol) dijo:

—Su inconsciente le ha revelado cuál es su… mi mal totémico.

La frase concluyó con un silencio. Anglarés sonrió al bien intencionado discípulo. Esta aprobación fue seguida de comentarios excitados de los demás espectadores. Unos decían que el cocodrilo era un animal tan bello que hubieran bastado cinco minutos de reflexión para entender que no cabía identificar a esa basura de Edouard Salton con una bestia tan espléndida; los otros disertaban sobre la naturaleza de aquella casualidad, sobre los saurios, la calle Montmirail, el sansan del segundo verso de la cita, la no elisión de la e muda (loc. cit.), las prácticas adivinatorias de Teoclasto de Avidya y diversos detalles más o menos relacionados con el acontecimiento del día. Anglarés escuchaba sin decir palabra, bebiendo su aperitivo a sorbitos. Saxel no intervenía; era más o menos de la misma edad que Anglarés.

A la una, muy exactamente, Anglarés se guardó el prestigioso pedrusco-cocodrilo en el bolsillo, pagó su copa y se levantó, seguido por Vachol. Iba a comer; Vachol también, y en la misma mesa. Los demás se dispersaron. Saxel se fue con un joven de amplia frente. Me quedé sólo con dos platillos que aquellos distraídos habían olvidado. Saxel había debido hacerse ilusiones excesivas sobre el interés que pudiera tener mi caso a ojos de aquellos caballeros. O quizás es así como se recibe a los novatos: haciéndoles pagar la ronda. No me gustaba demasiado esa manera de dejar atrás los platillos. Pero es fácil entender que no se entra en un grupo «como si tal cosa». Los platillos… son una reacción defensiva. El conventículo se repliega como una ostra rociada con limón.

En eso iba pensando de camino al Marcel. Los «amigos» terminaban de comer. Ese día se iban todos en grupo a Vincennes en compañía de un personaje que no conocía. Los dejé con sus trapicheos y me senté. Me quedé solo con las mujeres. Charlaban pero yo ni las oía. Miraba el bote de la mostaza, experimentaba su volumen en el espacio, lo proyectaba sobre el mantel o sobre el viejo cilindro de una botella de vino. Una de las mujeres, la que se llamaba Manon (tal cual), abrió su bolso, empezó a empolvarse y sin volverse me preguntó:

—¿Has visto a Odile hoy?

—No, no la he visto.

—Hace dos días que no la vemos.

Entonces, me puse a sonreír, por el juego de palabras «cocodrilo: crroc-Odile».

—¿Qué sabes?

Las mujeres son tan fantasiosas.

—¿Yo? Nada.

Así era, ¡pero aquel juego de palabras me parecía tan absurdo!

—¿Te has encaprichado? —preguntó la mujer de Oscar.

—¿Qué? —pregunté.

—¡Oh! No te hagas el inocente.

Terminé mi camembert y no le respondí.

Se levantaron dos mujeres; se iban a trabajar por el barrio. La tercera se quedó; no era ni Manon (qué se le va hacer, de verdad se llamaba así), ni la mujer de Oscar. Ésta se llamaba Adèle. La mujer de Oscar, en cambio, se llamaba Alice. Adèle me dijo:

—¿Te molesta si me tomo el café contigo?

Los dos cafés fueron servidos. El dueño Marcel observaba a los paseantes con la mirada perdida.

El camarero fue a sentarse a un taburete del fondo y se puso a atender su correspondencia; tenía una mujer y tres niños todos en el campo en casa de su madre me lo había dicho más de una vez.

—¿Te gusta esa pava?

—¿Esa qué?

—No te hagas el bobo conmigo. Te hablo de Odile.

—El cocodrilo crroc-Odile —repliqué.

—Si tú quisieras —empezó.

—Entiendo —la interrumpí y llamé al camarero.

—Dime una cosa, insinuó, ¿nunca te pasa que…?

—No me interesa el amor.

Ella se encogió de hombros.

—Bobadas.

Debían ser las tres. Volví a casa para retomar mis cálculos. Hacia las cinco me trajeron un correo. Anglarés me invitaba a cenar. Aquel día me hubiera gustado ver a Odile. Los números volaban sobre el papel. Cuando oí que daban las noticias de la noche, me pasé algo de agua por el pelo, me froté las uñas y salí. A paso desigual, siguiendo un itinerario incierto, me puse en marcha. Me desvié para pasar por el café Marcel. Dos de aquellos señores jugaban a las cartas. Aseguraban que «los demás han dado un golpe muy bestia y están de juerga». No sabía si acudir a la invitación de Anglarés; seguramente, me divertiría menos que con Oscar. Pero volví a ponerme en camino y hacia las siete llegué a la Place de la République. Entonces recordé que en esa misma plaza había vuelto a ver a S… a mi regreso de Marruecos.

El aperitivo de la noche atraía a una media docena más de parroquianos que el aperitivo del mediodía. Otra vez, hubo presentaciones. Saxel estaba un poco borracho. Ya no parecía conocerme. Anglarés volvió a obsequiarme con unas cuantas palabras corteses. Se seguía hablando del famoso cocodrilo y los que no habían tenido ocasión de admirarlo por la mañana se lamentaban amargamente por ello. Hacia las ocho, Anglarés me dijo:

—Sería un placer para mí invitarle a cenar esta noche.

Debía tratarse de un gran banquete, estimé por la gran cantidad de gente que se apiñó en el taxi que tomamos para subir a las Buttes-Chaumont. Además de Saxel y el fiel Vachol, se subieron el joven de la amplia frente y un sexto personaje que hasta entonces no me había parecido que atesorara ningún mérito fácilmente determinable. Toda esa pandilla menos yo estaba muy alegre, ya que sus miembros parecían hostiles a la prohibición del alcohol (así como al vegetarianismo y a la observancia de la castidad), aspectos en los que me pareció que se diferenciaban de todas las demás pequeñas religiones que hasta entonces había tenido ocasión de conocer.

Anglarés vivía en una casona de aspecto bien decente, una típica residencia de médico suburbano. Pese a la banalidad de su aspecto exterior, bastaba dar unos pasos en su interior para percatarse de que su inquilino no podía ser alguien común. Aquello olía a guarida de cartomántico o de adivino birmano. Entramos en una amplia pieza que parecía servir a la vez de comedor, recibidor y estudio, siempre y cuando allí se practicara algún tipo de estudio. De las paredes colgaban imágenes con pretensiones. Todo un material cuya naturaleza hubiera sido incapaz de precisar reposaba sobre unas tablitas de madera probablemente poco común. También había, por supuesto, una importante biblioteca. Eché una ojeada pero los nombres que pude ver chocaron con mi ignorancia. Anglarés nos ofreció un aperitivo adicional, lo que provocó la aparición de dos damas, una su esposa y la otra la amante de uno de los presentes: en un principio no pude precisar cuál de ellos ni me preocupé mucho por ello. Los ocho nos sentamos en torno a la mesa, Anglarés agitó una campanita de plata de sonoridad eclesiástica y los platos entraron en escena acompañados de comentarios espirituales y profundos; cada comensal se frotaba contra sus vecinos para brillar más intensamente.

Tras la cena, ascendieron varias columnas de humo y la atención colectiva se dirigió hacia mí. Entendí que, de alguna forma, aquella reunión se celebraba en mi honor, o en mi deshonor, según saliera bien o mal parado de la red de preguntas que tejerían aquellas personas:

—Siempre he despreciado las matemáticas —dijo Anglarés—, pero debo convenir que tienen su utilidad: el cálculo de probabilidades, por ejemplo, en la medida en que ofrece una base científica a la astrología.

—Nunca he estudiado esa cuestión —dije—, nunca me he dedicado a las matemáticas aplicadas.

—Las matemáticas son muy inhumanas —dijo la señora Anglarés.

—Yo les dedico mi vida —respondí.

—¿Y no teme terminar siendo muy inhumano?

—No me preocupo demasiado por ser humano.

Ambas señoras se encogieron de hombros con supremo desprecio y se pusieron a murmurar entre ellas.

—Es humano por cuanto es poeta —dijo Saxel bondadosamente— y es poeta por cuanto es matemático.

—¡Poeta! ¡Poeta! —exclamó Anglarés— eso se dice rápido, y al punto agregó amablemente: quisiéramos saber algo más.

Era una invitación a la conferencia.

—No es fácil —dije—, y no sé cómo explicarles la belleza de la teoría de las funciones automorfas o, incluso, simplemente de las secciones cónicas. Hay que estudiar para percibirla, de otro modo no es más que palabrería.

Un silencio: me parece que estaba hablando en tono pretencioso; pero ya tenía una reputación que defender. Seguí:

—Una especie de arquitectura, —dudé—: armoniosa.

—Eso no es lo que nos interesa —dijo Saxel—, sino lo que usted me cuenta a veces sobre esos fracasos de la construcción racional.

—Que no es capaz de agotar una realidad que le es ajena.

—Eso mismo.

—El simbolismo lógico racional que usamos no puede abrazar toda la complejidad matemática ni expresarla. Podría citarles numerosos ejemplos.

—¿Pretende usted que las matemáticas no son una construcción del espíritu humano? —preguntó alguien.

—Más exactamente: su objeto. Es más bien una ciencia análoga a la botánica o a la etnografía. Explora, no construye.

—De verdad, muy interesante —dijo Anglarés limpiando su binóculo.

Me preguntaba cuánto habría entendido. Se explicó:

—Pero en definitiva, ¿qué explora usted?

—El mundo de las realidades matemáticas.

—¿Y cómo lo explora?

—De todas las formas.

—Y dice usted que ese mundo escapa al imperio de la razón.

—Eso creo.

—De modo que habría como una especie de inconsciente matemático —dijo mi interlocutor inasiblemente satisfecho, y dirigiéndose a los otros, les anunció:

—Vean una vez más a la razón vencida; en todos los ámbitos, el inconsciente vencerá.

Esta noticia provocó el entusiasmo general; incluso las dos señoras querían participar. Su aquiescencia era una especie de premio; me abstuve de enderezar las deformaciones infligidas a mi idea o simulacro de idea. Vachol me miraba con simpatía, casi con enternecimiento.

—Es una señal —dijo—. La Revolución del Espíritu se consuma en todos los ámbitos.

Saxel estaba orgulloso de mí. Me parece que los otros dos se enfurruñaban, al menos el hombre de la amplia frente, llamado Louis Chévenis, lo que no supe hasta más tarde aquella noche; en cuanto al sexto pasajero, el cual se llamaba Vincent N…, no parecía querer embarcarse en aquel nuevo barco más que a regañadientes. Así que Chévenis y N. se enfurruñaban y Saxel estaba orgulloso de mí y aquel bendito-sí-sí de Vachol asentía. Era obvio que todos exageraban. Anglarés, por su parte, se anexaba nuevos temas de gloria. Siguiendo su línea de menor resistencia, me preguntó:

—¿Y el azar? ¿No hay hechos azarosos en matemáticas?

Busqué lo que me convenía responder:

—Todo número es la suma de nueve cubos a lo sumo —dije.

Ninguno de mis espectadores torció el gesto ni mostró repugnancia ante esta proposición. Anglarés escuchaba con atención y Saxel sonreía como quien ya sabe de qué va la cosa.

—Es un teorema —agregué—. Se puede demostrar; lo que no se puede demostrar es que sólo hay dos números para los cuales hacen falta exactamente nueve cubos. Son el 23 y el 239. No se sabe si hay más. Pero se puede demostrar que su número es finito.

—No veo ningún azar en eso —dijo Anglarés.

—No. Pero no hay ninguna razón aparente para que sea así.

—¿Ninguna razón? Entonces, ¿hay algo así como un inconsciente matemático?

No respondí. Anglarés se dio por satisfecho. Y yo no menos que él. Se habló de otras cosas. A medianoche, cierta agitación me dio a entender que era hora de despedirse; erraba, la noche entraba más bien en su período álgido.

—Alicia, por favor, tráigame el sobre de hoy —dijo Anglarés sentándose a su escritorio.

Lo rodeamos. La señora Anglarés, tras unos instantes, regresa a la habitación con una carta sellada con cinco sellos de cera. Anglarés la agarra y se la tiende a alguien.

—¿Quién quiere abrirla?

La fecha de aquel día ahora pasado figura inscrita en la carta en caracteres menudos y metódicos. Saxel toma el mensaje y tras desgarrar los sellos en medio de un gran silencio despliega una hoja que lee más o menos como sigue:

—Pronósticos para la jornada del 18-7-x. —Las hierbas se han apagado en el prado de acero en el que se abrevan los pepinos. ¿Has visto la nube de sombrillas que respiraba el aire infinito de las cimas? Ven a nadar sobre los océanos vencidos por muchas brisas y que los oficiales de dientes verdeantes por las algas atraviesan a paso lento. Veo crecer dos sables sobre los nueve dados que ofrecen a los astrólogos las múltiples deidades. De regreso a estas orillas en las que murieron nuestros padres un hombre avanzaba armado de caballos lentos.

—Es un hermoso poema —dijo Saxel después de que todos nos quedáramos en silencio.

—¿No piensa dejar de lado algún día sus consideraciones estéticas? —replicó Chévenis con voz irritada.

Anglarés retomó la hoja y la releyó atentamente; Vachol se asomaba por encima de su hombro, el entrecejo atravesado por pliegues verticales. No hay duda de que creía ponerse en comunicación con potencias ocultas.

—Es formidable —murmuró al fin.

Todos le miramos.

—¿Tiene alguna interpretación?

—Es infantil —respondió sonriendo.

Miraba a su pronosticador dándose un aire cómplice y entendido:

—Explíqueselo —dijo Anglarés, aunque me pareció que no sabía muy bien cómo venía la mano.

—¡Es infantil y formidable! Los dos sables son los dos números de los que nos acaba de hablar nuestro amigo. Los nueve dados son evidentemente los nueve cubos de cuya suma resultan. Los astrólogos son los matemáticos y las múltiples deidades son los números. Esas orillas en las que murieron nuestros padres son las matemáticas cuya esencia inconsciente desconocíamos hasta ahora. El hombre que avanzaba es nuestro amigo aún diré más, y los caballos lentos que son sus armas son las demostraciones racionales.

—Muy agudo —dijo Anglarés.

—¿Cuándo redactaste ese mensaje? —preguntó Saxel.

—Hace quince días —respondió Anglarés—. En aquel momento no pensaba en las matemáticas.

—Una de sus predicciones más notables —dijo Chévenis.

—Vachol es sin duda el mejor analista de psiquismo que hay entre nosotros —dijo Anglarés.

—La interpretación se imponía por sí misma —dijo Vachol.

Yo estaba aturdido, incapaz de entender el truco.

—¿Pero cómo interpreta usted el principio? —preguntó Vincent N…

—Es texto muerto —respondió Anglarés.

—Naturalmente —dijo su amigo más íntimo— ¿el resto no le parece suficiente?

Una pequeña porción de todo ese esplendor me contagiaba. Al final, nos despedimos. Chévenis y señora se fueron hacia Montmartre. Los demás y yo mismo bajamos a pie hacia la Place de la République donde teníamos la intención de tomar una cerveza antes de separarnos.

A veces, cuando observo mis imágenes, sigo sentado a la misma mesa que ellos, pero son espectáculos cada vez más borrosos ante la indiferencia que ahora los cubre. Y ciertamente he olvidado lo que se dijo aquella noche, a pesar de recordar la primera velada en casa de Anglarés con la suficiente nitidez como para reconstruirla así, en un relato coherente y con diálogos. Lo que vino tras estos primeros encuentros constituye un período oscuro cuyos detalles ya no se ordenan en una línea temporal sino que me pone ante personajes en bloque o ante acontecimientos más o menos singulares sin que pueda reconstituir su origen y su devenir. ¿Cómo decir el origen y la evolución de mis relaciones con unos y otros, cuando ya no se me aparecen más que como estatuas que apenas se mueven y apenas se dejan mover, como autómatas ligeramente flexibles, como marionetas con costillas movedizas que imitan una respiración humana? Palabras como autómatas y marionetas no están aquí para despreciar a hombres que han desaparecido de mi vida: yo mismo me veo hoy como una atracción de feria, una exhibición mediocre y ralentizada de alguna realidad que entonces hubiera sido incapaz de definir. Que aquellos hombres estaban vivos, que lo estaba yo, ¿cómo negarlo? De todo lo que hicieron no hay nada que no me parezca hoy en día una mala actuación.

Creo que al principio Saxel tuvo que insistir para que volviera al café de la place de la Republique o a la casa del propio Anglarés, donde nos reuníamos dos o tres noches por semana hacia medianoche. Todavía no me había acostumbrado a sus modales, me sentía levemente hostil, y por otro lado seguía viendo a mis amigos de la rue Montmartre por inercia natural y sin duda también por amistad con Odile. He puesto la inercia antes que la amistad porque podía ver a Odile sin jugar a la belote con aquellos señores, acompañar a Oscar a las carreras o escuchar a S… durante largas horas sobre sus trapicheos crapulosos, cosas por las que no sentía ninguna inclinación especial pero que aparecían en mi vida, perdida. Aquella primavera, pues era primavera, tampoco dejé de trabajar, perdiéndome por demás en investigaciones sin fin. Ni siquiera me planteaba que pudieran dar resultado y aun llegando a alguna conclusión, ¿cómo hubiera podido informar al mundo erudito? En aquel punto, mi aislamiento era total y cualquier publicación de mis trabajos estaba destinada al olvido, del mismo modo que salen de la memoria de los hombres las proezas de un jugador de billar o de boliche. Pero ninguna consecuencia de lo que hacía tenía el poder de preocuparme ya que vivía sin pensar, habiendo abandonado toda esperanza de vivir días menos baldíos. Sin embargo, aquella primavera, pues hubo aquel año una primavera como las demás, empecé a sentir que vacilaba mi confianza en mi propia pérdida y en la certeza de mi desgracia. La idea de poder ser escuchado me incordiaba más que el hecho de pasar por alguien, o poco menos, a ojos de algunos, Saxel incluido. Lo que había dicho de mi pensamiento volvía a mí deformado y no veía más que desfiguraciones en la imagen que los demás me devolvían de él; pero no era ya lo mismo que el mutismo, quizás menos, quizás más. Ahora podía tener esperanza en algo, algo muy mínimo, por ejemplo que esa imagen no quedara tan desfigurada, algo es algo. Me veía arrojado fuera de mi quietud desesperada, fuera de mi inmovilización, fuera de mi felicidad.

Pues en los tiempos que siguieron a veces me volvía bruscamente para añorar la tranquilidad de aquellos días en los que me perdía en cálculos indefinidos, viviendo en una cuasi-miseria, compañero ocasional de golfos ingenuos e infantiles. Los límites de su mundo eran tan estrechos que ni siquiera incluían el Faubourg-Poissonnière. Habían apuntalado su felicidad con números de La Veine, tickets de Paris-Mutuel y fotografías de prostitutas, y sus narices exhalaban plácidamente el humo de los inmortales pitillos Caporal. Transparente a todo destino, yo había establecido mi vacío sobre aquella nada; convertido en algo, o casi, me asaltaban recuerdos de momentos muy dulces, como por ejemplo cuando salía del hotel al final del día y me iba por el Faubourg-Montmartre a ver a los amigos en la salita del bistrot de la rue Richer, donde se celebraban tan buenas partidas de belote, momentos muy dulces, bien mullidos de decadencia y bien blandos de abandono. Pero además y por encima de todo eso estaba Odile, cuya amistad me volvía cada vez más inseguro en cuanto a mi propia desgracia. Ya no iba hacia adelante como una piedra arrojada. Poco a poco, iba saliendo de la sombra a la que me precipitaban mis ojos cerrados.

Las mujeres que iban al café de Marcel eran todas prostitutas. ¿Qué hacía allí Odile? Nunca me había hecho esa pregunta hasta entonces. Necesité algún tiempo para darme cuenta de que ella tenía por amigo al hermano de Oscar, individuo de carácter discontinuo y llamado Tesson[1], como una botella rota. Louis Tesson pasaba por París muy de vez en cuando y todas sus estancias eran acontecimientos. Era un gran hombre. De él se hablaba sólo con discreta admiración, incluso con algo de temor, y nunca se chismeaba a su costa. La importancia de este personaje permitía a Odile vivir con independencia y hacerse «respetar», pero su presencia en aquel medio se explicaba del mismo modo que la mía: golpeados los dos, ninguno se había movido ni un centímetro del lugar en el que había caído. Allí donde nos hubiera tumbado la tormenta, allí nos quedábamos, diferentes incluso a las hojas que barre el viento.

—Ya no miro a mi alrededor —me decía ella—, ni arriba ni abajo. A ningún lado. Voy adonde voy: a ninguna parte. Un caso parecido al suyo.

—Sí, parecido. Es cierto, no me cae lejos.

—Entonces, ¿somos amigos?

—Amigos —le dije, y un poco más adelante:

—Algo es algo, ¿verdad? —y más adelante:

—¿Pero ama usted a ese tipo?

—Lo odiaba.

Aquello también era algo; y más adelante nos sentamos en la terraza de un gran café, al sol.

—¿No será celoso Tesson?

—Pero si somos amigos.

—Quizás él no lo vea así.

—No es tan terrible.

—¿No? No es lo que dicen por ahí.

—Quizás con los demás.

—¿Con usted no?

—Ha cambiado, pobre muchacho.

Veo su cabeza inclinada sobre ella: muy conmovido, granuja recio y huesudo. Tiene manos que golpean, manos de madera con dedos que crujen, y la pelambre de sus brazos desciende hasta sus falanges. Se jacta de no ir nunca armado; su brutalidad me enternece; su perfil pasa de largo. Odile está callada, distraída.

Poco tiempo después nos cruzamos con Saxel. Ese «nos» incluye, además de a los tres, a Adèle y a Oscar, que estaba forrado, según la expresión en boga aquel año, y nos había pagado el cinematógrafo y después unas cervezas. Saxel pasaba por ahí y me vio. Lo saludé con la mano.

—¿Quién es ese tipo? —me preguntó Oscar.

—Un amigo.

—Llámalo. Que se tome una copa con nosotros.

—Bonitos trapos —dijo Tesson, lo que significaba: viste bien.

Me levanté y corrí tras Saxel.

—¿Quiere sentarse a nuestra mesa?

—Con mucho gusto, estaba dando un paseo. ¿Quiénes son sus acompañantes?

—Unos amigos. El de la derecha vende soplos en las carreras y el de la izquierda es su hermano, no sé muy bien a qué se dedica. En cualquier caso, no quisiera ahondar en ello. ¿Viene?

Saxel, intrigado, me siguió.

—Les presento a un amigo —les dije.

Repartió unos apretones de manos y se sentó.

—Hace buena noche —dijo Oscar, y nos quedamos unos instantes sin añadir nada y, en efecto, hacía buena noche: espléndidos brotes bajo el resplandor eléctrico.

Haciéndose pasar por un colaborador de La Veine, Saxel está encantado de conocer a golfos y a chulos; tanto era así que acompañó a Oscar a las carreras y se puso a jugar a las cartas con convicción. Rozaba el entusiasmo, y por otro lado mi prestigio se multiplicaba a sus ojos, tanto por frecuentar a personajes tan peculiares como por no haberle hablado nunca de ellos. La cosa se supo también en la place de la République y en las Buttes-Chaumont. Anglarés pronunció unas palabras favorables al lumpen proletariado y Vachol aprendió a jugar a la belote a escondidas. Así, lo que no era sino postración y miseria me valía a mí unos buenos puntos. Me caía con los dientes por delante y me aplaudían: creían que era mi forma de morder.

A petición general, escribí para la Revista de investigaciones Infrapsíquicas un breve artículo sobre la objetividad intrínseca de las matemáticas, en el que por lo demás me presté a torcer mis ideas al tenor de los gustos del jefe de la secta, quien publicaba suntuosamente esta revista gracias a los subsidios de una dama de la nobleza, como si el último papel de las últimas damas de la última nobleza fuera proveer los últimos subsidios a las últimas revistas. A raíz de ese artículo, sumamente apreciado, se me quiso conocer. Así es que fui invitado a cenar a la casa de la condesa de…, nacida sin «de». Temía presentarme solo, así que me cité antes con Saxel, otro invitado. Pasó a buscarme en taxi e hicimos una parada para tomar un reconstituyente.

—No me divierte mucho ir —dije.

—¿Se siente cohibido?

—En absoluto. Pero me aburre.

—Ya verá como es una mujer encantadora. Anglarés la ama: conoce a todos los médiums de París. No creo que ella esté enamorada. A decir verdad, le toma el pelo, la zorra. Un día lo fue a ver porque uno de sus artículos la afectaba, según decía. Él quedó impresionado. Desde entonces, se muere por ella. Y eso la halaga, naturalmente.

—Decididamente, no tengo ningunas ganas de ir.

—Venga. Ya verá que se come muy mal. Todavía no hemos descubierto si es por avaricia o por ascetismo.

Saxel me hartaba con sus chismes y al entrar en la hermosa villa en la que moraba aquella señora, a pocos kilómetros de París, me encontraba sumido en profunda tristeza. Dejé que Saxel pagara el taxi.

Enseguida vi a Anglarés, a plena luz, y no lejos de él se encontraban cinco o seis personajes que no pude reconocer a pesar de haberme sido presentados; por último, la condesa. Era una mujer bastante bonita vestida de una forma que me pareció excéntrica y que debía serlo incluso a ojos más ejercitados que los míos. Me dirigió unas frases tan pertinentes que no pude sino creerla muy sabia en matemáticas y enmudecí; detrás mío, Saxel le devolvió algún cumplido. Después tomé una bebida americana servida en vasitos. Salimos de aquella casa bastante tarde y varias de las cosas que había visto y oído allí no dejaban de sorprenderme un poco. Como empezaba a interesarme por el mundo, es decir: por el exterior, estaba impaciente por preguntarle algunas cosas a Saxel. Un coche, propiedad de un invitado, precisamente uno de los que no había reconocido, nos dejó en la Place de l’Opéra. Hicimos parte del camino juntos.

—Ese Sabaudin que estaba sentado frente a usted —pregunté a Saxel— ¿es el comunista?

—Sí.

Yo estaba ingenuamente sorprendido. Di cuenta de mi sorpresa a mi compañero.

—Qué ocurrencia. ¿Por qué no habría de ir un comunista a la casa de una condesa? ¿Por qué no habrían de ir dos comunistas a casa de una condesa? ¿Y una docena, por qué no? Sólo a un reaccionario le puede escandalizar algo así.

—¿Es comunista la condesa?

—Los martes, jueves y sábados. El domingo se hace dar misa por un cura herético y los demás días recibe a los teósofos y a diversos sectarios que son nuestros enemigos. Edouard Salton, por ejemplo, vino ayer.

—¡Cómo odian ustedes a esa persona!

—Lo que me irrita es ver a Anglarés enamorado.

—No faltó mucho para que se torciera la conversación con el gordo.

—Me pregunto por qué habrá invitado a ese marrano la misma noche que a nosotros.

—¿Quién es?

—Un escritorzuelo. Comunista, también. Pero no quiere admitir que nosotros seamos comunistas. Le parece que nuestros principios no concuerdan… con los suyos. En el fondo, es un materialista vulgar. Y en cualquier caso, un cerdo. Va por ahí difundiendo un montón de patrañas sobre nosotros.

—Por cierto, Saxel, ¿todavía no pertenece al partido?

—No. Anglarés tampoco. Queremos esperar un poco. Anglarés quiere entablar relaciones directas con Moscú.

Agregó:

—No lo vaya repitiendo, no debe saberse.

—¿A quién quiere que se lo diga?

—A A. G. por ejemplo.

—Hace meses que no lo veo.

—Hace bien. Es otro espíritu obtuso. No ve nada más allá de las cuestiones de salarios y de huelgas. Es inútil hablarle de médiums o de infrapsiquismo: se le reiría en la cara. Hay cosas más importantes que hacer, ésa es su respuesta.

—Es lo que me decía cuando me dedicaba a aprender árabe.

—En ese punto estoy de acuerdo con él. Odio a los árabes. En primer lugar, son todos unos pederastas.

Habíamos llegado cerca de mi casa. Nos sentamos en la terraza de un café a tomar algo antes de separarnos.

—Hoy no hemos comido tan mal —dijo Saxel volviendo al tema de la condesa.

—No tengo idea —admití—, a mí me pareció rica.

—Mire, éste es quizás el punto en el que más nos alejamos de los teósofos y de otras sectas análogas, y también de los pacifistas que tienden al vegetarianismo y de los comunistas que son pobres y comen mal y por consiguiente no pueden opinar: no somos ascetas como decía Jaurés. A Jaurés, por cierto, lo mataron muy cerca de aquí. Coincidencia.

Un mendigo salió de las tinieblas pertrechado de postales. Sombrío, senil, farfullaba:

—Tengan piedad por un trabajador anciano, tengan piedad, soy un anciano trabajador, he pasado cuarenta años en la misma casa, señor.

—Pues has hecho muy mal —dijo Saxel—, ya ves cómo te ha ido.

—Mis dos hijos murieron en la guerra, señor.

—También hicieron mal.

—Una postal, señor, una postal de nada.

—Gracias, pero nunca envío postales.

—Ya está bien, gallofero —irrumpió un camarero—, ¿va a dejar tranquilos a estos señores?

—Pero bueno, ¿y a usted quien le ha dado cuerda? —le preguntó Saxel, y al viejo:

—Tómese algo con nosotros, ¿qué le parece?

—Con mucho gusto, señor, con mucho gusto, —y se sentó.

El camarero desapareció unos instantes y regresó con el gerente.

—Lo lamentamos, señor, pero no podemos atender a este…

—Le servirán lo que él pida —dijo Saxel.

—No, señor, lo lamento, pero…

—Es un escándalo —gritó Saxel—, es un hombre como nosotros. Tiene derecho a beber si tiene sed. No ha tenido usted bastante con la revolución del 89 ¿eh?, gordinflón.

Un tumulto empezaba a rodearnos: putas de paso, taxistas de una estación cercana, diversos seres de la noche, todos nos eran favorables. El gerente capituló. Al mendigo se le sirvió una copa de vino tinto. Intentando explicar algo, volcó la copa con una mano. Hubo que pedir otra. Nos contó que lo habían echado de la casa en la que llevaba cuarenta años trabajando. Saxel intentó inculcarle ciertos principios de la lucha de clases pero el viejo sólo sentía amor por su antiguo patrón. Saxel estaba molesto. Me levanté, El también se levantó. El otro ya no quería irse, volvía una y otra vez a su historia. Saxel tiró algo de dinero sobre la mesa y nos fuimos.

Al día siguiente, sin ningún motivo claro, me dirigí hacia la place de la République. Todavía no eran las doce del mediodía. Vi a Anglarés, solo en la terraza del café habitual. Me vio y me dirigió un gesto amistoso. Mientras yo pensaba en la bebida que pediría, él se sonreía a sí mismo limpiando las lentes de su binóculo. Después me miró: y nuevamente constaté la expresión singular de su mirada; pero enseguida la dejó evaporarse como abandonando una máscara y se acomodó los quevedos.

—Entonces, mi querido Travy, ¿qué opina de nosotros?

Pasaron unos segundos, mientras buscaba una respuesta a esa pregunta, pero volvió a preguntarme:

—Dígame con toda franqueza, ¿qué opina de mí?

Lo preguntaba con gran sencillez, incluso con afabilidad. Me pasmaba. Pero él insistió:

—Saxel ya me advirtió que no era usted un muchacho muy comunicativo.

Dejó de sonreír y superando una vez más mi silencio me dirigió otra pregunta:

—¿El doctor Bru le acompañó anoche a casa?

—Ah, así que era el doctor Bru.

—¿Acaso no lo sabía? ¿No los habían presentado?

—No había oído su nombre.

—Buen muchacho ¿no le parece?

—Es muy posible. Apenas lo vi.

Anglarés, detrás de su binóculo, recuperó su mirada extrema:

—¿Saxel se encontraba con ustedes?

—Sí. Me acompañó hasta mi casa.

—No tiene a la condesa en gran estima.

No era una interrogación; pero no dejaba de sorprenderme. Por iniciativa de Anglarés, la conversación volaba hacia un nuevo objeto.

—Recordará el texto que leí el primer día que compareció usted en mi casa. Aunque quizás lo haya olvidado, han pasado tantas cosas desde entonces…

—Lo recuerdo muy bien.

—Nunca me comentó usted lo que opinaba de la interpretación de Vachol.

—Notable —dije—, y el texto: sorprendente.

—Muy extraño, ¿verdad?

—Extraño —repetí, y es cierto que a veces me daba por pensar, vagamente sorprendido, en aquel tour de forcé.

—Todos tenemos en nosotros facultades proféticas —dijo Anglarés—, pero no a todos nos es dado descubrirlas. Es preciso que la razón se calle y que la inteligencia se oscurezca, hay que dejarse arrastrar hacia los abismos del infrapsiquismo, entonces conocemos el futuro.

Prosiguió:

—No es fácil. Son pocos los que lo logran. En estos temas, es preciso no descuidar ningún detalle; por eso consultamos a las videntes y escuchamos a los médiums.

Me miró, simplemente.

—También nosotros somos, de alguna manera, médiums y videntes.

Había mucha seguridad en su voz. Yo miraba impresionado la estatua de la República.

—Pero quizás su formación científica le haga despreciar a los médiums y a las videntes —volvió a decir—. No es así, ¿verdad? Sería un error. Siento gran admiración por la ciencia moderna y sus teorías me han llamado poderosamente la atención. Hace tiempo que esperaba a alguien como usted, que descubriera la naturaleza infrapsíquica de las matemáticas.

Yo nunca había descubierto eso.

—Y que humanice así la parte más abstracta de la ciencia moderna. Su presencia entre nosotros constituye sin duda una señal, amigo mío, una gran señal.

Convencido como estaba de mi decadencia y nulidad, no conseguía creerme tal cosa; no obstante, mi interlocutor parecía seguro de lo que afirmaba. Y me había llamado «amigo mío». Después dijo:

—Rara vez he pronosticado algo con tanta exactitud como en su caso. También eso es ciertamente una señal. Tendrá usted un papel totalmente aparte en nuestro grupo, muy diferente al de los demás, no me cabe duda. Porque, ¿puedo considerarle ya como miembro de nuestro grupo, no es así?

—Sin duda —respondí yo, no sin inquietud.

Esta señal, esta gran señal, me daba ganas de reír y al mismo tiempo me impresionaba, ya que si bien me parecía cómico adquirir ese valor, no se me escapaba la gravedad de tal coyuntura. Desprovisto hasta entonces de cualquier cualidad, ahora sentía sobre mis espaldas el pesado yugo de diversas atribuciones: de mí podía decirse esto, lo otro y lo de más allá. Me veía obligado a asentir. Cada día me descubría bajo una nueva luz. Como para disipar esas inquietudes, Anglarés se puso a bromear sobre ciertos discípulos demasiado entusiastas partidarios de «constituir una sociedad secreta con estatutos, ritos iniciáticos y señas de reconocimiento, como un club de estudiantes americanos».

—Eso se debe al origen teosófico de algunos de ellos —me explicó— todavía no han aprendido a despreciar esas cantinelas.

En esto apareció Vachol; como era el redactor en jefe de la Revista de Investigaciones Infrapsíquicas, Anglarés le preguntó si mi nombre figuraba en la lista de los colaboradores regulares; el otro respondió que no.

—Pues bien, ya puede incluirlo.

Volviéndose hacia mí:

—¿Le parece bien?

—Es demasiado honor —respondí riendo.

Sonrió con extremada amabilidad y prosiguió:

—Volviendo a lo que le contaba hace un momento, observe que constituirse en sociedad secreta presentaría para nosotros cierto interés en el marco de la acción revolucionaria. En cuanto nos declaremos formalmente a favor de la III Internacional.

—Yo pensaba que —empecé.

—No, todavía no. Se lo explicaré más adelante. Antes tenemos que llevar a cabo un trabajo ideológico. Debemos conciliar nuestra teoría de los fenómenos infrapsíquicos con el materialismo dialéctico, ya me entiende.

—Algunos de los nuestros no quieren rendirse: a la evidencia —dijo Vachol.

—A Saxel, por ejemplo —precisó Chévenis que acababa de irrumpir con sus ojos glaucos— le parece inútil.

—En fin —prosiguió Anglarés—, podría presentar cierto interés constituirse como sociedad secreta, aunque más no sea para evitar que nuestras reuniones se vean alteradas por la lacra monárquica.

—No nos da miedo que se arme bronca —dijo Vachol.

—Será mejor que no metan sus sucias narices en nuestros asuntos —dijo Chévenis, uno de los principales partidarios del ocultamiento de la secta.

—Quizás sea necesario hacer lo mismo con respecto al comunismo —agregó—. Por ejemplo: ¿formaremos dentro del partido una célula especial o nos adheriremos por separado, manteniendo oculta nuestra organización?

—La cuestión figurará en el orden del día de nuestra próxima reunión plenaria —respondió Anglarés y, volviéndose hacia mí, agregó: espero su asistencia.

Me encontré con Odile en el café Marcel; venía de pasar un mes en Inglaterra con Louis Tesson: más o menos un mes, en cualquier caso no había vuelto a verla desde nuestro encuentro con Saxel. Comimos en compañía de Oscar, de Odile y de S… Desde que lo habían colocado como mecánico cerca de una de las puertas de París, este último se dejaba ver cada vez menos y sigo sin saber qué chanchullos pudieron traerlo precisamente aquel día al café Marcel. Me saludó en árabe, le respondí y se puso a resucitar batallitas de nuestra época de uniformados. Oscar y su amiga le contaron a Odile los magros acontecimientos que habían hilado la trama de sus vidas durante su ausencia. Así llegamos al tema de Saxel. Odile sabía de su existencia gracias a mí; así es que le sorprendió enterarse de que era un eminente apostador de la rue du Croissant.

—A veces me pregunto si será verdad —dijo Oscar— ¿estás seguro que no es de la policía?

—Seguro —le respondí.

Después del calvados, nos dejó, al igual que S… para atender algún asunto. Adèle nos dijo:

—Bueno, os dejo, pareja feliz.

—¿Qué pareja feliz? —preguntó Odile.

—Es un poco tosca —le hice observar.

—¡Ándate con ojo! —dijo Adèle—, me la jugaste una vez pero no te las des de listo conmigo. ¡Eh, Joseph!

—¡Calma, calma!

—El señor pretende que no le interesan las mujeres.

—Creo que ya te hemos escuchado bastante por hoy.

—No quiero seguir discutiendo; pongamos que no haya dicho nada y hasta luego.

Se fue declarando que era una buena chica y que para ella, las bromas eran bromas y nada más. Después, Odile y yo bajamos hacia el río.

—¿Y su artículo? —me preguntó.

—Lo han impreso.

—¿Está contento?

—No demasiado.

—¿Y por qué?

—No es exactamente lo que pensaba y además: ¡ahora me he convertido en un miembro del grupo!

—¿No era su intención?

—No lo sé.

—Creía que pensaba usted como ellos.

—Eso creo.

—¿Me reprocha que lo haya animado a escribir ese artículo?

—Oh no.

—¿Ni siquiera un poquito?

—No es eso. Pero usted ya me entiende: estoy sorprendido.

—¿Lamenta su aislamiento?

—Quizás.

—¿Entonces me guarda rencor?

—De ninguna manera; pero de no ser por usted nunca habría escrito ese artículo, que no me satisface.

—¿Ve cómo al final me lo reprocha?

—Imagínese que a raíz del artículo una condesa me invitó a cenar.

—¡Un hombre de mundo! ¡Tan rápido!

—No se burle. Me hizo muy infeliz. Al parecer, había en aquella casa personas muy famosas. Yo no las conocía. Hablaban de un montón de cosas que desconozco. En resumen, me aburrí. Saxel estaba allí. Él sí que sabe brillar en sociedad.

—¿Y es comunista esa condesa?

—Le pregunté lo mismo a Saxel. Me respondió, ya no sé lo que me respondió. En fin, no creo.

—Es falso, ¿no es cierto?, eso de que está en La Veine.

—Sí. Se lo inventó para impresionar a nuestros amigos.

—¿Está seguro de que no es de la policía?

—Totalmente seguro, por supuesto.

—Si se enteraran de que va contando trolas por ahí podría terminar mal.

—Es verdad. Se lo diré. Le hace tan feliz haberlos conocido.

Tras el retorno de Odile, dejé de ir a la place de la République y sólo volví a ver a Anglarés una vez antes de la reunión plenaria del grupo.

Me mantenía en contacto con él gracias a Saxel, que se dejaba caer a menudo por la rue Montmartre. Su entusiasmo apenas había disminuido. A aquellos señores les gustaba su habilidad en el manejo del lenguaje; los escandalizaba también por la irreverencia con la que trataba a sus padres y a su patria. El escándalo era mutuo y también él sentía a veces cierta amargura al escucharles hablar de sus padres con emoción y de Francia con consideración: les perdonaba esos sentimientos caducos, derivados de una educación política insuficiente que por otro lado no le sorprendía demasiado en miembros del lumpen proletariado. Sin embargo un día sintió una decepción demasiado viva cuando dos de ellos emitieron en su presencia opiniones singularmente retrógradas sobre la indulgencia de los jurados con los crímenes pasionales, opiniones directamente inspiradas en una película de Climent Vautel.

—No hay nada que hacer con esa gente —me dijo saliendo del café—, no volveré a poner los pies en este lugar. Me pregunto cómo ha podido usted frecuentar tanto tiempo a tipos así.

Me puse a reír; él también. En éstas, nos cruzamos con uno de esos «tipos»: el tal F…, que el año anterior vivía en el mismo hotel que yo y ahora residía cerca de la Place Pigalle. Este oscuro muchacho nos acompañó un rato e intercambiamos algunos comentarios sin importancia.

En un cine de los bulevares proyectaban por aquel entonces una producción cuyo nombre he olvidado y que pretendía tratar el tema del hipnotismo. Observamos distraídamente la fotografía publicitaria. F… se encogió de hombros.

—¿Es una mala película? —le preguntó Saxel por cortesía, pues supongo que la opinión de aquel sujeto no debía merecerle ninguna confianza.

F… se encogió de hombros:

—Bah…

Le sugerimos que precisara su idea; lo logró no sin algún esfuerzo. Nos enteramos entonces de que su hermana era médium, ya que F…, confundiendo géneros distintos, asociaba el hipnotismo y la mediumnidad; después nos informó, lo cual resultaba mucho más interesante, que su hermana encarnaba el espíritu de Lenin y, por último, nos reveló:

—Pero juradme que no se lo diréis a nadie, ¡eh!

que oficiaba de guía en un pequeño grupo de espiritistas que a esa cualidad pretendían sumar la de revolucionarios. Esta fracción por demás bastante reducida se nutría casi únicamente de obreros. El entusiasmo de Saxel volvió a inflamarse ante aquel nuevo objeto.

F… tuvo que responder a todo tipo de preguntas. Nuestro interés por aquellos tipos a su juicio chiflados lo tenía muy sorprendido, pero aun así terminó prometiendo que haría «todo lo que estuviese en su mano» para introducirnos en su círculo. Se fue. No sé por qué mantuvo su palabra pero apenas dos o tres días después Saxel y yo fuimos invitados a una reunión de aquel grupo; una entrevista previa tendría lugar en cierto café de la rue Nationale. Al final, sólo uno de ellos nos esperaba allí, aunque a decir verdad era el más importante: un tal Mouillard, aduanero jubilado que acogía en su casa las reuniones en las que se invocaba a los espíritus. Aún me pregunto por qué pero aquel viejo sanguíneo nos trató con benevolencia; supo contener la elocuencia de Saxel y nos narró su historia de principio a fin, es decir la historia de la médium: Elisa, así la llamaban, y también la historia del grupo entero desde sus inicios hasta aquel día. Naturalmente, he olvidado todas esas cosas, quizás injustamente, pues creo que la vida de Elisa presentaba algunos puntos de interés. Cuando el Sr. Mouillard hubo terminado todos sus relatos, nos pidió que lo siguiéramos, declinando cualquier discusión doctrinal con mi amigo Saxel. El Sr. Mouillard vivía en la rue Nationale, al fondo de un patio, una especie de taller acristalado bastante grande dividido en dos partes desiguales por una extensa cortina de terciopelo rojo con borlas doradas. En la sección pequeña debían vivir el Sr. Mouillard y señora; en la mayor, esta amable criada vigilaba, cuando entramos, a unas veinte personas ya reunidas. Buen número de carteles, fotos, recortes de periódicos y documentos diversos colgaban de las paredes. Mientras seguían entrando nuevos esp. r. Saxel y yo seguíamos ahí plantados, un poco incómodos, abandonados por el Sr. Mouillard que iba diciendo:

—Hola camarada, hola camarada.

A las nueve en punto salió para cerrar una rejilla que nos separaba del resto del mundo; después cerró la puerta del taller. Las cortinas se desplegaron a lo largo de las cristaleras. No quedó más luz que la de una lamparita roja, sin duda herencia del fotógrafo que habitaba antiguamente aquel lugar. Todo el mundo se había sentado codo con codo en torno a una mesa larga. Quedaba un lugar libre. El Sr. Mouillard pidió silencio, anunció nuestra presencia, volvió a pedir silencio. El lugar vacío fue ocupado repentinamente por el médium que hasta entonces había permanecido del otro lado de la gran cortina roja con borlas doradas. Tras ese acontecimiento se hizo un silencio de un cuarto de hora, aproximadamente; hacia las nueve y diecisiete, oímos los profundos suspiros de Elisa; lo mismo se repitió a las nueve y diecinueve y a las nueve y veintitrés. Yo seguía el curso de la hora en el elegante reloj de pulsera de Saxel y notaba cómo temblaba nerviosamente. El codo y el muslo de mi vecino de la derecha, en cambio, parecían serenos y atentos. Los suspiros se multiplicaron, se convirtieron en una especie de gemidos hasta que Elisa volvió a callar. Finalmente, tras más de cuarenta minutos de espera, el Sr. Mouillard preguntó, con la voz apropiada:

—Espíritu de Lenin, ¿estás ahí?

—¿Quiénes son estos nuevos camaradas? —respondió una voz casi masculina, que imitaba bastante bien el acento de los taxistas sármatas.

—Son dos camaradas de otro grupo que quieren instruirse —respondió el Sr. Mouillard.

—¿Pertenecen al P. C.?

—El Sr. Mouillard, que lo ignoraba, guardó silencio. Nos hicieron un gesto con el codo.

—No pertenecemos al P. C. —dijo Saxel.

—¿Por qué?

—Ya es sólo una cuestión de días.

—Hay que pertenecer al partido, camarada, de otro modo no podrá escuchar mis enseñanzas postumas.

—Lo lamentaría mucho —murmuró Saxel.

—¡Silencio! —gruñó el espíritu—. ¿Tienen preguntas para mí?

—Por supuesto, por supuesto, deseamos instruirnos.

—Una única pregunta será suficiente por hoy, camaradas. No tengo tiempo que perder. Cientos de otros grupos esperan mis palabras. Pues bien, hablen camaradas.

—¡Hm, hm! —dijo Saxel.

—Está cohibido, camarada. La revolución no se hace con tímidos. Si no es usted capaz de hacer una pregunta, que la haga su amigo. Le escucho.

Sentí un soplo en el corazón. Nunca me hubiera atrevido a abrir la boca. Saxel se decidió:

—¿Cómo es posible conciliar el materialismo dialéctico y la creencia en la inmortalidad del alma?

Un murmullo sofocado y vacilante recorrió la mesa.

—Silencio —volvió a gruñir el espíritu—, respondo a su pregunta, camarada. El espíritu de Lenin le dice: sólo será posible dilucidar las cuestiones filosóficas en una sociedad sin clases cuando los expropiadores hayan sido expropiados. Piense en ello, camarada. Camaradas, presten atención. Ahora les hablaré de los últimos errores del diabólico judío y mago negro León Davidovich Trotsky.

Y nos recitó un artículo de los Cuadernos del bolchevismo. Al cabo de diez minutos, se paró en seco. El médium suspiró una vez más y despertó. El Sr. Mouillard se puso en pie para encender la luz. Entonces pudimos ver a la médium, una pálida chica rubia junto a la Sra. Mouillard quien le hacía sorber un vaso de agua azucarada para reponerla de sus esfuerzos psíquicos, a modo de «reconstituyente». El Sr. Mouillard se nos acercó jovial y nos alentó:

—Vuelvan el próximo sábado.

Los demás asistentes, obreros ciertamente, y correctamente vestidos, nos miraban con cierta desconfianza. Saludamos a la compañía.

—Es espantoso —le dije a Saxel, cuando nos encontramos a suficiente distancia de aquel antro—, ¡qué pobreza!

—No se trata de eso. Son básicos, naturalmente, pero gracias a ellos nuestras doctrinas podrían calar en el proletariado.

—¿Le parece?

—Sí. No hay más que acostarse con la médium.

Me libré a esa puesta en escena que consiste en detenerse bruscamente, esperar a que el interlocutor haga lo propio y, conforme se vuelve, mirarle fijamente a los ojos.

—Saxel, nunca volveré a tomarle en serio.

—Y hará muy bien. Pero aparte de eso, ¿no le parece encantadora?

—Sí, dije.

—¿Se ha fijado en sus pechos? La próxima vez intentaré sentarme a su lado. ¡Elisa! ¡La médium Elisa! ¿No le parece maravillosa?

—Sí.

—Ya veo. Cuando está enamorado de una mujer, no se fija en ninguna otra.

—No estoy enamorado.

—¿No? Y esa encantadora persona por la que soporta usted con tanta indulgencia los comentarios reaccionarios de esos señores proxenetas, ¿eh?

—Saxel, me exaspera usted terriblemente.

Le di la espalda y lo dejé en la noche. Siguió su camino como si hubiera estado borracho.

Al día siguiente volvimos a vernos. Cuando llegué, estaba contándole a Anglarés los acontecimientos de la víspera.

—Y es un lugar extraordinario —decía—, en la rue Nationale, muy cerca de la notable barriada Jeanne-d’Arc, esa ciudadela de la rebelión como dice L’Humanité.

Y al verme:

—Perdóneme por lo de anoche.

Anglarés nos miró.

—No tiene importancia —dije.

Nos dimos un cordial apretón de manos. Me senté.

—Ya no se deja ver usted por aquí. ¿Qué es de su vida? ¿Estuvo ayer con Saxel en la rue Nationale?

—Le parece un asunto sin ningún interés —dijo Saxel.

—No exactamente —dije.

—De acuerdo, pero parece usted menos entusiasta que él —dijo Anglarés.

—Gracias a ellos, podríamos llegar hasta la clase obrera —dijo Saxel.

—No sé mucho del tema —dije.

—Eso habrá que verlo —dijo Anglarés.

Al ver que Vachol, Chévenis y la señora Chévenis bajaban de un taxi, nos pidió que mantuviéramos la cosa en secreto y cuando aquellos estuvieron a distancia audible ya hablábamos de la próxima agresión del imperialismo francés contra la Unión Soviética; en realidad hablaban Anglarés y Saxel, porque yo me limitaba a escuchar, por no saber nada de diplomacia. Durante varias semanas, no me dejé ver por la place de la République. La sesión en casa del Sr. Mouillard me había entristecido. Volví al trabajo porque todas esas preocupaciones me distraían de mis investigaciones. Tesson había vuelto de Inglaterra y prácticamente había dejado de verme con Odile. En cuanto a Saxel, no volvió a la rue Rocher. Así pues, había vuelto a mi antiguo modo de vida cuando una hoja mecanografiada volvió a arrancarme de mi soledad: Anglarés me pedía que asistiera a la reunión plenaria de su grupo. El orden del día constaba de los puntos siguientes: a) asunto Mouillard; b) entrada en el partido comunista. Prometí ir, menos por entusiasmo que por sentido del deber, esperando de ese modo servir a la causa que por entonces creía defender.

La víspera de la primera conferencia, quizás el mismo día, tocaron a mi puerta. Era Saxel.

—Hace tiempo que no se deja ver —me dijo.

Echó una ojeada a las secuencias recurrentes que yo estaba calculando y se sentó en la cama.

—Usted tampoco —le hice notar—. ¿Harto del malevaje?

—Y usted, ¿harto de los espiritistas?

—Pues sí.

Saxel hizo una mueca.

—Ya veo, también usted se me pondrá en contra.

—¿En contra suyo?

—Sí. Soy partidario de un acercamiento al grupo de la rue Nationale.

—Es muy libre de serlo.

—¿No tiene nada que objetar?

—No he pensado mucho en esa cuestión.

—¿Ha visto a Anglarés?

—No desde…

—Bueno, lo verá antes de esta noche.

O sea que ya era el día.

—¿De verdad?

Saxel sonrió:

—Intentará que se ponga usted de su lado. No quiere ni oír hablar del grupo de la rue Nationale.

Me quedé de piedra. Prosiguió:

—Es una historia de locos. Si se la contara no me creería. Se la contaré de todas formas. Pues bien, la condesa, ya sabe de quién le hablo, ha sido informada, no quiero saber por quién, de la existencia de Elisa. Quiso asistir a una sesión. Como se imaginará, no se lo quería perder. Me obligó a llevarla. Le ahorro la lista de maquinaciones que desplegó para conseguirlo. En fin, hela por fin en la rue Nationale. Lo bueno es que la echaron a la calle. Fue algo rápido. Yo me quedé. Ella se fue. Entretanto alguien le había reventado las ruedas del coche a navajazos. Se imaginará la cara que se le puso. Anglarés estaba furioso. Esta historia ridiculiza completamente a la persona en cuestión, por lo que no se atreve a abrir la boca. Pero opondrá su veto a cualquier contacto con el grupo Mouillard. Ha adoctrinado a todos los gregarios como Chévenis y Vachol. Y estoy seguro de que querrá sermonearle a usted también antes de la reunión de esta noche. Piense lo que quiera: está avisado. Y adiós.

En efecto, media hora más tarde, recibí una notita de Anglarés invitándome a cenar.

Todavía no estaba cuando llegué; me recibió su señora. Me hizo tomar asiento y entabló conversación. Era una mujer brillante, me aturdía. Viendo que no me sacaría nada no le costó mucho encontrar un buen pretexto para dejarme y desaparecer. Había un tomo del Capital sobre la mesa; sorprendido de que Anglarés pudiera disfrutar con esas lecturas, no lo oí entrar.

—¿No lo ha leído? —me preguntó desde el otro extremo de la habitación.

—No, no —balbucí.

Iba con él Vincent N… Los dos parecían de buen humor, el buen humor de los bares. Yo escuchaba admirado sus comentarios, que me parecían de una calidad poco común. Reapareció la Sra. Anglarés. Nos sentamos a la mesa.

—No había manera de sacarse de encima a Vachol —dijo Anglarés a su mujer y a mí:

—Vachol ha tomado la costumbre de venir a cenar a casa en las grandes ocasiones, e incluso en las pequeñas; no le ha sido fácil entender que no era bienvenido.

Entonces, y para mi gran sorpresa, N… se puso a contar toda una serie de anécdotas hirientes sobre aquel personaje, anécdotas que hacían reír a Anglarés y desternillarse de risa a la señora de la casa. Durante toda la cena, el invitado pasó revista uno por uno a todos sus amigos para total satisfacción de los anfitriones. Sin entenderlas del todo, también yo me reía de aquellas historias, pero no daba crédito a lo que ocurría. Le tocó el turno a Saxel; pero el tema no parecía inspirar a mi co-invitado. Anglarés fijó entonces su binóculo y atacó, con ojos profundos:

—Ya que hablamos de Saxel, debo decirle que si he querido verle antes de la reunión de hoy es por él.

—Me lo imaginaba —dijo N… fríamente.

Anglarés sonrió enigmáticamente. Los dos me parecían muy buenos; en cuanto a mí, tenía los dientes bien apretados.

—Esta noche —recomenzó Anglarés— vamos a discutir nuestra alianza con el grupo de comunistas espiritistas. El problema es que esa gente no tiene ningún interés; las revelaciones de la médium son una sarta de plagios y necedades; el tal Mouillard es un cretino y los fieles unos pobres diablos que no saben nada de nada. Travy, que asistió a una sesión, sabe bien de lo que le hablo.

El otro me miró. Me tocaba hablar.

—Bueno, no comparte usted el entusiasmo de Saxel —me dijo Anglarés, un tanto exasperado.

—Saxel no era entusiasta —repliqué pensando escapar así al cerco.

—En cualquier caso, el propio Saxel me contó que al salir de la casa de Mouillard usted exclamó: «¡qué pobreza!».

—Así es —dije.

—Esta noche —prosiguió Anglarés— Saxel va a defender esta pobreza ante nosotros. Ya lo conocen, es capaz de arrastrar a la mayoría. Eso sería un desastre. Yo dispondría de un argumento decisivo en su contra pero no puedo usarlo. Saxel es amigo mío. También es amigo suyo. Comprenderán que en una discusión teórica no puedo emplear contra él un argumento ad hominem. Pero sería decisivo.

Guardamos silencio.

—Por eso les he hecho venir: quería que pudieran ustedes formarse una opinión. Pues bien, un hecho condiciona en este caso toda la actividad de Saxel: es el amante de Elisa, la médium. Se guarda mucho de hablar de ello. Pero eso les permitirá entender su actitud. Sacarlo de ese error y oponerse a sus proyectos es un acto de amistad hacia su persona. ¡Las nueve! —gimió— vamos a llegar tarde. Pero —dijo dirigiéndose únicamente a mí— no está obligado a hablar en su contra, por supuesto.

Pedimos un taxi por teléfono.

La reunión se celebraba en el sótano de un café del Boulevard Beaumarchais. El billar servía de mesa. Había un montón de gente a la que nunca había visto, unas cuarenta personas en total, incluyendo mujeres y personas muy jóvenes. Después supe que la ocasión había movilizado incluso a belgas, suizos y yugoslavos. Abandonado por Anglarés, sobre el que se precipitaban los asistentes, y por Vincent N… acaparado por un personaje desconocido para mí, quedé un tanto perdido en medio de aquella muchedumbre. Finalmente, alguien propone empezar a trabajar. Nos apiñamos en torno al billar en dos o tres filas concéntricas. Vachol, redactor jefe de la revista, cumple las funciones de presidente. Anglarés se repliega un tanto hacia la oscuridad. Sólo entonces llega Saxel; no quedan más sillas; se sienta sobre un velador, bien al fondo. Vachol lee el orden del día; no hay objeciones; se ataca la cuestión Mouillard. Chévenis lee un informe totalmente desfavorable. Saxel protesta: Chévenis no tiene autoridad para hablar, no ha asistido a ninguna sesión.

—Muy cierto —replica Chévenis—. En ese caso, propongo que Travy nos relate lo que vio y escuchó en la rue Nationale.

Yo lanzo una mirada a Anglarés, que no se inmuta. La suerte está echada, pero sudo a mares. La concurrencia aguza el oído; se ve que nadie pone en duda mi sinceridad. Entonces, cuento lo que vi y oí en la rue Nationale. Se me pide opinión; no tengo más opción que admitir que no es nada buena. Saxel defiende su tesis:

—El estado actual de ese grupo es lo de menos. Lo transformaremos y gracias a él lograremos que nuestras ideas calen en el proletariado.

—¿Tus ideas o las nuestras? —preguntó con insolencia Chévenis.

—He dicho nuestras ideas —responde Saxel, que prefiere evitar que la discusión quede varada en esas aguas.

Saxel sigue defendiendo su punto de vista, habla, habla, sabe hablar, pero el auditorio escucha con desconfianza. Se irrita, sigue hablando, termina no sabiendo hablar, decide callar. Vuelve a sentarse sobre su velador. Se guarda silencio como para dejar claro que cada cual se forma una opinión al respecto. Veo algo que brilla en la oscuridad: Anglarés ajusta sus lentes.

—Propongo que dejemos esta cuestión en suspenso. Necesitamos un suplemento de información. De todos nosotros, Saxel es el único que mantiene relaciones regulares con el grupo en cuestión. Podríamos nombrar una comisión de tres miembros encargada de asistir a Saxel en su trabajo.

Se aprueba por unanimidad. Se nombra a la comisión: está compuesta por Anglarés, Vachol y Chévenis. Saxel parece muy conforme con esta solución.

Todo esto ha tomado mucho tiempo; de modo que cuando se aborda el segundo punto alguien observa que ya es muy tarde para entablar una discusión tan importante; pero alguien opina que tenemos suficiente tiempo por delante y además los yugoslavos tienen que emprender el regreso al día siguiente. ¿Podrían retrasar su partida? No pueden. Alguien propone votar para saber si vamos a continuar. Otro objeta que votar es estúpido y que están perdiendo el tiempo. El partidario de la votación insiste. Finalmente, se decide seguir. Un yugoslavo toma la palabra. Son las doce menos cuarto. Los habitantes del extrarradio empiezan a esfumarse discretamente: eso enfurece a Anglarés.

—Si hay entre nosotros personas que no son capaces de perder un tren por sus principios, más vale que lo dejemos correr.

Anglarés se levanta. Chévenis se levanta. Vachol se levanta. Todo el mundo se levanta.

Se levanta la sesión.

Los yugoslavos no están contentos. Anglarés los lleva aparte y les habla con familiaridad. Los yugoslavos se van satisfechos.

Al día siguiente, Saxel golpea a mi puerta: se había convertido en una costumbre.

—Ya lo ha visto. Pudo conmigo, y con usted.

—Lo lamento —dije—, pero tuve que decir lo que pensaba.

—No le guardo rencor. Pero empiezo a estar harto.

—¿De qué?

—De nada. ¿Vio la jugarreta de la comisión? ¡Más claro, agua! ¿Y escuchó la reflexión de Chévenis? Pero no caí en la trampa. Ya pueden ir a la rue Nationale: ¡ya verán cómo son recibidos!, ¡cómo haré que los reciban!

—Se exalta usted.

—Tengo motivos. ¿Cree que lo voy a permitir? Anglarés teme mi influencia, ¿lo entiende? Quiere ser el amo en la rue Nationale como en todos lados. Eso es todo.

—¿Y la condesa?

—Ah, la condesa. Ahora estoy seguro de que sueña con imponerla algún día en casa del padre Mouillard. Sueña con llevársela a la cama. Es posible que esa loca se lo haya impuesto como condición. No me extrañaría.

Saxel se calló; un poco más sereno, me expuso su opinión sobre la entrada en el partido comunista. En este punto, estaba de acuerdo con Anglarés: puesto que no habían logrado entrar en contacto directo con Moscú, lo mejor era afiliarse individualmente; pues ninguna verdadera actividad revolucionaria era posible fuera del partido comunista. Pero nada les impedía reunirse para proseguir su actividad especial, sin llegar al extremo de constituir una especie de célula secreta como querían los extremistas como Chévenis.

—¿Y usted? —me preguntó— ¿qué piensa hacer?

—Tengo dudas —le respondí— una parte de mis ideas no concuerda del todo con el materialismo, ni siquiera con el dialéctico.

—¿Por ejemplo en matemáticas?

—Sí. Sigo creyendo en su objetividad intrínseca. Estoy más cerca de Platón que de Marx.

—Demonios —dijo Saxel distraídamente.

—¿Y usted? ¿Ha conseguido conciliar sus ideas y…?

—Dejo ese trabajo a los Vachol y a los Chévenis. La acción revolucionaria primero, el trabajo teórico después.

—Entonces ¿qué me aconseja?

—¡Adhiérase!

En ésas, me dejó; teníamos que vernos esa misma noche en el Boulevard Beaumarchais para la sesión decisiva.

Hacia las cinco, salí del hotel. En la Place de la Bourse compré L’Intransigeant. Le di una hojeada mientras caminaba. Tomé por la rue du Faubourg-Montmartre hasta los bulevares.

Esperé unos segundos, crucé y me dispuse a subir por la rue Montmartre. Todo eso lo recuerdo de forma clara y distinta, como lo que viene a continuación, ya que en el tiempo en el que ocurrieron estas cosas había adquirido ya el poder de fijar recuerdos. Había entrado en el mundo y, dejando atrás mi abatimiento, era capaz de distinguir a los seres entre sí, como cualquier hombre corriente. Si ciertas épocas de mi vida se estrellaron más adelante en mi memoria, ya no fue sino por las carencias propias de toda actividad humana.

En la esquina pues de la rue Montmartre me crucé con esa chica que he llamado Alice.

—No vayas —me dijo en tono tranquilo y sin perder los papeles.

La miré.

—¿Quieres que tomemos una copa? —le propuse.

Atravesamos la calle para ir al Soleil d’Or.

—¿Qué pasa?

—Tesson… Oscar lo ha liquidado.

—¿Cómo has dicho?

—Oscar acaba de liquidar a su hermano.

—No me vengas con cuentos.

—Te lo digo en serio. Se han llevado a Tesson al hospital y Oscar está detenido. También F… está detenido. Aprovecharán la ocasión para cazar a unos cuantos más. Mejor no te asomes por ahí. Nunca será tarde para que te busquen.

—Gracias.

—De nada, de nada.

—¿Qué me podrían hacer?

—No los conoces. Siempre encuentran la forma de complicarte la vida. Desconfía.

—¿Odile?

—No lo sé. No andaba por allí.

—Mejor.

—Ya la encontrarán.

—Me da mala espina esta historia.

—No te dejes impresionar: no se sale de lo normal.

—Me imagino que no.

—Bueno. Entonces, me voy. Tengo que irme.

—Adiós y gracias otra vez.

—No te dejes impresionar, eh, no sirve de nada.

Nos dimos la mano. Me quedé mirando cómo se alejaba su trasero. Desapareció.

Me quedé frente a dos pintas, intactas pero de espuma deprimida. Tras unos instantes crepusculares me puse a pensar en la cuestión que se debatiría aquella noche en la reunión. Me preguntaba si me inscribiría en el partido comunista; y hasta qué punto podría pasar por comunista; y hasta qué punto los demás podrían pasar por comunistas: y qué se podía ganar constituyendo una sociedad secreta.

¿Y Odile? ¿Dónde está? ¿Qué hace? Maldito egoísta, no haces más que pensar en ti. ¿Es posible que la hayan metido en la cárcel? ¿Pero para qué la iban a meter en la cárcel? Es absurdo. Debe estar en el hospital. Es posible que Tesson haya muerto. Si el otro apuntó bien. Tesson ya debe estar muerto.

¿Odile?

Pagué mis dos pintas y decidí pasar por su hotel. El camino más corto era por la rue Montmartre. De modo que fui por la rue Montmartre y tuve la audacia de llegar hasta la rue Richer. Con el corazón palpitante y la boca seca, tuve sin embargo la prudencia de caminar por la acera de enfrente. «Chez Marcel» estaba cerrado. A las puertas del local se había formado una aglomeración que comentaba el crimen. Pasé sin girarme. Si alguien me hubiera tocado en aquel momento con el dedo meñique, me habría venido abajo. Seguí mi camino pero mi angustia iba en aumento. Subí por la rue du Faubourg-Poissonniére hasta la rue du Delta. Llevado por mis inquietudes pasé por delante del hotel sin detenerme; di media vuelta en la plaza de Anvers.

Pasé otra vez frente al hotel. A la tercera entré. Odile no estaba. No vi en la cara de la dueña ningún indicio de suspicacia: no era nada raro que estuviera fuera. Me fui. Eran cerca de las ocho. Por el bulevar caminaba gente en cantidad indefinida. Me senté en un banco, abrumado por mi impotencia; a mi alrededor la gente se agitaba en cantidad indefinida. Miraba aquellas caras como para distraerme. De vez en cuando pensaba vagamente en ese grave asunto de la adhesión al partido comunista y de la reunión que debía celebrarse aquella misma noche. Odile debía estar en el hospital, claro. En un café tan pequeño como el Marcel, dos o tres disparos de revólver debían haber sonado como cañonazos. Me silbaban los oídos. Sentí hambre. Entré en el primer restaurante que vi y comí hasta que no pude más. Tuve a bien beber un aguardiente. No me sentía con fuerzas para ir a la reunión del Boulevard Beaumarchais; me habría ido a casa pero temía que me estuviera esperando algún policía. No tenía nada que ver con aquel asesinato; esa idiota de Alice me había metido miedo.

Así pues, me fui al cinematógrafo a ver alguna película de risa. Hacia medianoche, pasé otra vez por el hotel de Odile; no supieron decirme nada muy concreto. Seguí mi camino y vi que el café Marcel seguía cerrado. Me compré un tubo de Gardenal en una farmacia de guardia. En mi hotel no me esperaba nada especial.

Al día siguiente me desperté hacia las once y telefoneé; esta vez, me respondieron con suspicacia. También mi hotelero hizo algunas alusiones al incidente de la víspera. Salí. En lo alto de las escalinatas de la Place de la Bourse se escuchaban los mismos ladridos de siempre. Compré Paris-Midi, Tesson había muerto. No decían nada de Odile. Un artículo exigía que se limpiara la capital y emitía juicios muy severos contra los bribones con debilidad por las pistolas. No decían nada de Odile. Louis Tesson había muerto en el hospital. ¿Pero cómo atreverme a aparecer en ese hospital? Pasé otra vez por el hotel de Odile y fui mal recibido. Por la noche leí en el periódico que habían detenido a S… el mecánico amigo mío del regimiento; estaban haciendo limpieza.

El segundo fue un día vacío, penoso, agobiante. Ya ni pensaba en los grandes problemas dialécticos e inconscientes, ni siquiera en buscar el modo de colmar mi soledad en la Place de la République, había olvidado a Saxel, Anglarés y compañía. Creo que aquel día incluso lloré.

Al tercer día, vi llegar a dos señores que me mostraron un papel y me dijeron: Venimos a ver por si hay algo que nos interese.

Se pusieron a revolver papeles. Uno de los dos se topa con mis series recurrentes.

—¿Qué es esto?

—Cálculos.

—¿Cálculos de qué?

—Cálculos a secas. Soy matemático.

Se encoge de hombros.

—¿Es usted bachiller? —me pregunta el otro.

—Sí.

—¿Qué hace usted en compañía de esa gente?

—¿Qué gente?

—Vamos, no te hagas el idiota.

A su vez, se encoge de hombros.

—Un desclasado, murmura.

Empiezan a exasperarme ambos sujetos, sólo me falta que pretendan sermonearme. De repente, tengo una pregunta:

—Disculpen, señores, ¿qué ha pasado?

Siguen revolviendo papeles.

—¡Y resulta que además el señor es comunista! —exclama el número dos.

¿Lo soy o no lo soy? ¿Responderé que sí por fanfarronería o que no por amor a la exactitud? No respondo nada. El número uno hojea mi colección de la Revista de las Investigaciones Infrapsíquicas. Esboza una mueca de repugnancia. El otro también echa una hojeada.

—¡Es cosa seria! —dice, y se encoge de hombros.

Decididamente, no hacen otra cosa: encogerse de hombros.

—Con qué derecho —repliqué.

—No le aconsejo que se pase de listo —interrumpe el número dos.

Me ofende que me trate de usted; será que no me toma en serio. Me siento sobre la cama y me callo. Siguen desordenando un poco más. Al final, el número uno me dice:

—Vamos a revisar tus papeles con lupa. Quédate tranquilo, ya te diremos algo.

Apilan mis papeles y revistas y se adueñan de ellas. Por fin, se van, el número uno sin decir nada; el número dos dándose la vuelta:

—No se preocupe, no llegará la sangre al río. Su familia lo arreglará todo.

Cierra la puerta. ¡Cómo me sacaba de quicio este tipo! Me quedo ahí, abatido. Esta última broma es el golpe de gracia, junto a mi desconocimiento de la suerte corrida por Odile. Entonces me di cuenta de que mis revolucionarios del inconsciente me habían dejado entretanto «olímpicamente» en la estacada, según otra expresión muy en boga aquel año. Y por supuesto alguien llamó a la puerta. Era Vincent N…

—Me envía Saxel —me dijo, mientras escudriñaba discretamente la habitación y a mí.

—¿Ah sí? —le pregunté.

—No ha venido personalmente porque no quería verse envuelto en líos.

Me reí.

—Nos preguntábamos qué había sido de usted —prosiguió Vincent N…

Esta vez fui yo el que se encogió de hombros.

—Lo han registrado todo —dije—, y dos bestias se han llevado todos mis papeles.

—Hay que resolver este problema —dijo N…

—Me pregunto cómo.

Esta vez fue él quien se rió.

—Muy fácil. La condesa se encargará de todo.

—¿De verdad?

—Altas esferas.

—No querrá que la llame por teléfono.

—No, usted no: lo hará Anglarés. En cuanto tiene un problema, por pequeño que sea, ella le saca las castañas del fuego. Se lo aseguro, véngase a la place de la République y cuénteselo todo.

Así que se lo conté todo a Anglarés, parapetado tras un aperitivo. Torció el gesto.

—No va a ser fácil.

—Pero ¿por qué? —preguntó Vincent N…

—Ya le hemos pedido muchas cosas.

—Pero esta vez es un asunto muy grave.

—¿Así que se han llevado todos sus papeles? —me preguntó Anglarés.

—Sí, y también varios números de su Revista y la carta que me envió para convocarme y sus octavillas —añadí inocentemente.

Anglarés dio un respingo.

—¡Hay que actuar de inmediato! —exclamó agitando la cabellera y salió disparado hacia el teléfono.

—Qué tipo —dijo mi compañero absteniéndose de reír—, le ha dicho usted exactamente lo que necesitaba escuchar. A pesar de todo me cae bien.

No estaba de humor para dilucidar esas frases misteriosas: ¿qué habría sido de Odile?, ¿qué desgracias la estarían acechando? Esta vez fui yo quien salió disparado hacia el teléfono. A través de la vidriera de la cabina vi cómo Anglarés se inclinaba sonriente, con el receptor en la mano. Abrí la puerta.

—¿Qué pasa ahora? —me preguntó furioso, ahogando con fuerza la transmisión de su voz.

—Discúlpeme, ¿pero no podría esta señora hacer algo por la amiga de Tesson, la señorita Odile Clarion?

—Por supuesto —respondió ásperamente.

Obtenida esa promesa, lo dejé con sus zalamerías y subí. Unos minutos después, volvió a la superficie.

—Intercederá por usted —me dijo—, por la tarde le llamará por teléfono para comunicarle el resultado de sus gestiones.

Hacia las diez de la noche llegó en efecto la llamada que había estado esperando todo el día. Aquella señora me anunció que todo estaba arreglado, que me devolverían mis papeles de forma inmediata, que no volverían a inquietarme; en cuanto a la persona en cuestión, no tenía nada que temer: también se ocupaban de su caso. Aprovechando la ocasión, la condesa me invita a cenar.

Al día siguiente, fui convocado por un juez de instrucción. Primero paso por el hotel de Odile; me dicen que se ha ido a no sé dónde. Salgo titubeando. Camino muy deprisa de la rue du Delta al Palacio de Justicia. Heme aquí en el despacho de un juez de instrucción. Lo reconozco enseguida; había olvidado su nombre pero el recuerdo de su cara surge ante mí: era un asiduo de la casa de mis padres, un amigo de la familia. No me preocupo por reconocerlo. Me ruega muy amablemente que me siente, irónicamente creo entender. Ya sé todo lo que me va a decir. Empieza:

—Ya veo, estimado caballero, que hay quien remueve cielo y tierra cuando el curso de la justicia le causa alguna contrariedad. Le felicito doblemente por tener protectores tan influyentes y opiniones tan avanzadas. Sea como fuere, sus protectores se han preocupado antes de tiempo ya que todo prueba su inocencia: su grandísima inocencia, debería decir.

Me mira finamente.

—En cuanto a sus papeles, revistas y otros documentos, le ruego que sepa disculpar el celo intempestivo de cierto inspector encargado de una instrucción en modo alguno comparable a la suya. Le serán devueltos hoy mismo; pase a buscarlos por el tribunal. Celebro este incidente ya que me ha permitido informarme de buena tinta sobre esta curiosa secta a la que, si no me equivoco, usted pertenece. Pero debo decirle que lo que más me ha interesado son sus papeles personales. Era mi obligación revisarlos, al fin y al cabo en eso consiste mi oficio, ¿no es así?, y se hará una idea de lo mucho que me han interesado si le digo que también yo soy matemático aficionado. No creo que eso pueda sorprenderle en demasía pues he comprobado que es un gran admirador de Fermat, que pertenecía a la magistratura, al igual que yo; pero no me comparo, naturalmente, con ese genio ilustre y difícil. En otro tiempo, pasé muchas horas buscando la demostración de su famoso teorema pero terminé comprendiendo la vanidad de semejante empresa. Debo decir, sin embargo: debo decir que pienso que ese teorema es verdadero o falso y que no soy nada brouweriano. Y, usted, estimado caballero, ¿cree usted en la validez del principio del tercero excluido?

¿Vas a conversar con este burgués? Un tipo como yo, quizás un futuro comunista, no conversa con un juez de instrucción; además, ha insinuado que no soy más que un (matemático) aficionado porque ha dicho: yo también.

—Acabo de preguntarle algo, estimado caballero. Algo que no guarda relación con el asesinato del señor Tesson ni con los asuntitos de su hermano, le garantizo que me puede responder sin comprometerse.

—En primer lugar, caballero, deje de llamarme «estimado caballero», se lo ruego.

—Creo que la ofensa sería aún mayor si me diera por llamarle «hijo mío», y eso que lo he visto crecer.

—No me ha visto usted ni grande ni pequeño, caballero.

—No termino de entender su observación. Sea como fuere, le serviré un «caballero» a secas, si así lo desea.

—Así es.

—Bueno. Hemos llegado a un acuerdo. Volvamos ahora al principio del tercero excluido. ¿Cuál es su opinión?

¿Pero de verdad cree que soy un mero aficionado? Quizás no haya sido ése el significado de su «también». Comoquiera que sigo sin responder, prosigue:

—Celebro que esté usted libre de toda sospecha, ¡habría sudado tinta china para sonsacarle la menor información! Por ejemplo, uno de los puntos que hubiera querido dilucidar es el siguiente: ¿frecuenta usted ese círculo por pintoresquismo?

—Me horroriza lo pintoresco.

—Naturalmente, es la respuesta que cabe esperar de un matemático.

—Me encanta lo pintoresco.

—Ingenioso, no esperaba menos de usted.

—Y no hay una sola de sus frases que no sea la que cabe esperar de un juez de instrucción que le ha pellizcado a uno los carrillos de niño.

—Pues mire usted, ¡no comparto su opinión! Entre paréntesis, le hago observar que ahora reconoce usted que lo conocí de niño. En el transcurso de una instrucción seria, quiero decir, si no estuviéramos hablando como amigos, me estaría anotando un punto. Sea como fuere, no opino que mis frases hayan sido de las que et caetera. Por ejemplo, no he intentado extraer conclusiones morales de la aventura que está viviendo.

—Gracias.

—No he querido evocar el dolor de su padre al enterarse de que su hijo estaba inmerso en lo que se conoce como un drama de los bajos fondos.

—Seguro que se alegró.

—Muy al contrario, lo que intenté fue situar la conversación en un terreno objetivo, el de las matemáticas puras.

—Pero ¿por qué no me deja ir en vez de darme charla? ¿En vez de atormentarme? ¿No ve que sufro escuchando sus preguntas? ¿A qué vienen todas esas preguntas? Se recrea usted en lo que considera como su superioridad. Me inflige usted el pequeño suplicio que está en condiciones de infligirme porque no puede infligirme otros mayores. ¿No entiende, señor juez de instrucción, que darle charla a un juez de instrucción es para mí un suplicio? Claro que lo entiende y por eso se obstina en hablar de matemáticas conmigo. Como si me pudiera interesar hablar de matemáticas con un juez de instrucción.

—¡Qué curioso! ¡Es usted el que me sermonea a mí! ¿De verdad cree que soy un sádico? No veía ningún inconveniente en hablar de matemáticas con un connaisseur; es un placer que no se me presenta a menudo. Sea como fuere, no quisiera prolongar una entrevista que le causa tanto sufrimiento. Puede retirarse.

Me levanté.

—Ah, una cosa más. Sus influyentes protectores también han mostrado interés por la señorita Clarion. Fíjese: no he dicho la chica Clarion. Esta persona proviene en efecto de una excelente familia y su situación no deja de parecerse a la suya en ciertos aspectos, según creo. Son coincidencias que se dan más frecuentemente de lo que se piensa en la vida cotidiana; estará de acuerdo conmigo. Sea como fuere, puede estar tranquilo: el nombre de la señorita no será más pronunciado que el suyo, se la molestará tan poco como a usted. ¿No le parecemos buena gente?

—¿Por qué habrían de molestarme? ¿Acaso no soy inocente? Y si la señorita Clarion no proviniera de una excelente familia, como dice, si no fuera más que una pobre chica, se mostraría menos indulgente con ella.

—¡Lo ve! ¡Lo ve! ¡Vuelve a ser usted el que me sermonea a mí! ¡Estos jóvenes!

Por fin, me libré de las garras de su lacerante benevolencia. De regreso, con mis papeles a cuestas, me encontré con una carta de Odile y con Saxel en persona. Me esperaba leyendo L’Humanité, lo cual no parecía agradar al mesonero. Subimos a mi habitación.

—Entonces, ¿le han devuelto sus papeles?

—Sin problema —respondí.

Odile me citaba para aquella misma noche: pero no me decía nada de sí misma. Guardé la carta en mi bolsillo. Corté cordeles y desempaqué revistas y manuscritos.

—¿Sabe algo de…?

—También ha quedado fuera de la investigación.

—¿Ha dado las gracias?

—Es cierto. Lo olvidaba. Me ha invitado a cenar.

—Nos veremos en su casa.

—Perfecto. ¿Entonces debo darle las gracias?

—Es lo que se suele hacer.

—Le escribiré «Gracias» en una postal.

—Buena idea. Se alegrará mucho siempre y cuando le guste la vista.

—Elegiré una al azar.

—Es lo mejor que puede hacer.

—Entonces debo darle las gracias también a usted y a Anglarés.

—No es necesario. Dígame: ¿cómo le ha ido?

—Me ha tocado un plomazo: ¡un magistrado matemático y que me había conocido de niño!

—Singular coincidencia.

—Quería conversación y me ha salido con la demostración del teorema de Fermat Brouwer y el principio de tercero excluido, pero no le he seguido la corriente.

—Ha hecho bien. Pero dígame: ¿a qué se refería?

—Por cierto, es una cuestión que podría interesarle. Se trata de saber si hay proposiciones matemáticas que no son ni verdaderas ni falsas.

—No le sigo.

—Si lo prefiere: ¿existen proposiciones cuya veracidad o falsedad resulten indemostrables? Algunos afirman que sí; otros piensan que incluso podría haber proposiciones de las que se podría demostrar que nunca se podrá demostrar que sean falsas o verdaderas. Entre la verdad y la falsedad no se puede excluir una tercera opción.

—Es interesante lo que me cuenta. Lo encuentro muy dialéctico ¿no le parece?

—Para mí que soy realista no puede haber más que proposiciones verdaderas o falsas.

—Mucho me temo, Travy, que no tiene usted un temperamento demasiado revolucionario.

—Algún día me tiene que explicar qué es la dialéctica. G… nunca fue capaz de hacerlo.

—No desprecie a G… Al final, creo que lleva razón. ¡Lo primero es la lucha! La lucha revolucionaria: las reivindicaciones cotidianas, las huelgas, la propaganda.

—Me parece que ha cambiado usted de opinión sobre esta cuestión.

—Mis ideas han evolucionado. Quiero incorporarme al proletariado y convertirme en un militante.

—¿Y Anglarés? ¿También quiere convertirse en un militante?

—Sí.

—Empiezan a impresionarme.

—¿No le habíamos impresionado hasta ahora?

—¿Ha vuelto a ver a la gente de la rue Nationale?

—¡La gente! Querrá decir los camaradas. Por supuesto que los he visto.

—¿Siguen creyendo en el espíritu de Lenin?

—No se mofe de ellos. Son muy sinceros. Naturalmente, si el Partido llegara a conocer sus actividades serían rápidamente excluidos. El Partido tendría razón.

—No entiendo el interés que le merece esa secta.

—Y sin embargo no es tan difícil.

Me había respondido con brutalidad; continuó:

—¿Me condena por amar a esa mujer?

—Nunca he dicho ni insinuado que lo condenara por ningún motivo y por otro lado parece presumir que sé de lo que me está hablando.

—Sé perfectamente que Anglarés le ha contado que soy el amante de Elisa.

Preferí callarme antes que parecer demasiado ingenuo.

Durante la cena, Saxel intentó explicarme lo que era la dialéctica pero no conseguía formular con claridad sus conocimientos al respecto. Lo dejé para reunirme con Odile. Me esperaba en un café, cerca de la Gare de Lyon. No me pareció cambiada. Pensé en decírselo pero no me dio tiempo, ni pude saber nada de ella hasta que le conté lo que había sido de mí durante aquellos días, aquellos cuatro días. Le conté todos los detalles y hasta le hablé del principio de tercero excluido, que parecía de su agrado. Al final, agoté las míseras novedades que traía. No me atrevía a preguntarle nada. Mucha gente iba y venía, se sentaba o se levantaba, consumía o leía, toda clase de gente. Los veía ir y venir, sentarse y levantarse. Entonces, me dijo:

—Me voy.

—¿Se va?

—Parto. Quería decir: parto.

Prosiguió:

—¿Qué quiere que haga? ¿En qué quiere que me convierta? ¿Qué me ponga a trabajar? Soy tan poco valiente. ¿O que haga como las otras? Es tan triste hacer la calle, me fastidia. Tampoco para eso tengo ánimo. Así que me voy.

—¿Pero adónde piensa ir? No puede irse así. ¿Adónde irá?

—Le parecerá feo lo que pienso hacer: me voy a provincias, a casa de mis padres. Se me acepta: se me perdona.

—Pero es siniestro.

—Llega el verano. Estaré en el campo. Es como si me fuera de vacaciones. ¿No le parece?

—Me parece terrible.

—¿Qué quiere que haga? Me dejarán en paz. Lo sé. No me arrepentiré de nada. No tengo nada de que arrepentirme. ¿Qué vida he tenido hasta ahora? Ya lo sabe. ¿Entonces? Lo demás no vale nada. Le enviaré postales para decirle si aún existo. No muy largas, porque no me gusta escribir.

—¡No me esperaba esto! —dije, y ella se burló de mí.

Tomé una actitud menos satisfecha:

—¿Pero no cree que quizás yo pueda hacer algo por usted?

—¿Qué?

No tenía la menor idea.

—Ya lo ve. Lo mejor es partir. Adiós.

—¿Y mi tren? No voy a perderlo ahora. Tengo plaza reservada.

—¿La acompaño?

—Si no son demasiadas emociones.

La acompañé hasta la consigna. Cogí su maleta. Le compré periódicos, fruta: fue ella la que me dio la idea. Aquel tren de noche llevaba pocos pasajeros. Le alquilé unas almohadas. La acomodé.

—Lo ve —me dijo—, he sacado en segunda. Dará mejor impresión cuando llegue. ¡El espíritu provinciano!

—Me ha dejado helado: irse así.

—Sobre todo, no me salude con el pañuelo cuando arranque el tren.

—No tema. Pero: ¿no cree que se podrían solucionar las cosas de otra manera?

—Ya es un poco tarde para pensar en eso.

—Es cierto. Es un poco tarde. Pero de todas formas.

—No se deje afectar.

—De todas formas.

—Vamos, ¿no será usted uno de esos que se dejan afectar?

—No, claro que no. Mírelos, ya empiezan a chillar.

—Baje o se lo llevará el tren.

Bajé.

—¿Me escribirá?

—Se lo prometo.

—Me olvidaba: voy a dejar mi hotel, el patrón me mira mal. Es un asqueroso. Me voy a mudar.

El tren lanzó un silbido.

—Escríbame a la lista de correos de la oficina de la rue Monge.

—¿Piensa vivir por esa zona?

—No lo sé. Siempre podré ir dando un paseo. Lo único es que estaré solo.

El tren arrancó.

—Entonces, adiós, amigo mío.

—Adiós, Odile. No se olvide: lista de correos, rue Monge.

—Adiós.

Ella retiró la cabeza. Desapareció. Di media vuelta y remonté el tren que desfilaba cada vez más rápido a mi derecha hasta el semáforo rojo. Salí de la estación y como para cortarle las patas a cualquier recuerdo decidí dejar mi hotel aquella misma noche. Pero llegué tan exhausto que preferí pasar allí una última noche y cambiar al día siguiente. Desperté de un sueño profundo para hacer las maletas. Mi mesonero me odiaba desde que sabía que me habían sacado de apuros desde las altas esferas. Le parecía injusto.

Ahora me alojaba en un hotel del Faubourg Saint-Martin. Estaba más cerca de la place de la République y me convertí en un asiduo de las reuniones aperitivas y del salón de Anglarés, que frecuentaba varias veces por semana. El orden de aquellas veladas variaba poco. Para empezar, una comida delicada ya que para Anglarés era importante comer bien; presumía que la caza, los platos con salsas, los quesos fuertes y los vinos potentes contribuían al desarrollo de las potencialidades infrapsíquicas y no se detenía ante nada para favorecer en sí mismo la eclosión de aquellas potencialidades. Tras la cena empezaban las «experiencias», pues allí se reivindicaba sin sonrojo la ciencia experimental y se invocaban los nombres ilustres de Claude Bernard, Charcot y el doctor Encausse, más conocido bajo un nombre latino. El punto de partida de aquellas «experiencias» eran juegos cuyas reglas eran transformadas por la imaginación de Anglarés o, con menor frecuencia, por la de algún cómplice suyo, hasta conferirles un valor «psíquico», o bien mancias que corrían la misma suerte pues Anglarés modificaba sus preceptos en función de los decretos de su inconsciente. El objetivo de aquellas experiencias variables, los humores de Anglarés eran cambiantes, consistía menos en adivinar el futuro que en poner de manifiesto relaciones de ideas o hechos que cupiera calificar vulgarmente de extraños, bizarros, heteróclitos o coincidentes y a los cuales se atribuía una apariencia revolucionaria o preternatural. En todo caso volvían incuestionable la misión de Anglarés y lo hacían por cauces «objetivos», pues lo subjetivo corría por cuenta de la compañía. También permitían distribuir entre los amigos las porciones de genialidad correspondientes en función del afecto que les tributara Anglarés o de su deseo de ganarlos para su causa. Un tránsfuga del grupo de Salton se convirtió en fiel seguidor suyo, persuadido de que la elección marcaría el curso de toda su vida; pero Anglarés no tenía después reparo en burlarse de él: en la intimidad, asumía a menudo él solo el papel de dos augures. Pero rechazaba enérgicamente el honor de las coincidencias a cualquier individuo a quien juzgara mediocre o cuya cara no le gustara. Así es que se «jugaba» de este modo hasta la lectura de los pronósticos del día anterior, con lo que concluía la sesión del modo que ya he dicho. El relato detallado de esos ejercicios iba a parar a la sección experimental de la Revista de las Investigaciones Infrapsíquicas, cuyas páginas se llenaban de este modo sin esfuerzo. Pero la adhesión al comunismo venía ahora a alterar aquel hermoso orden de cosas. Los médiums dieron paso a los mítines y la oniromancia a la cuestión china. Un intenso ardor animaba a los nuevos militantes. Vachol estuvo a punto de morir de entusiasmo al entrar en contacto con auténticos obreros. Chévenis, fiel a su personaje, creía mover hilos secretos y seguía esperando que L’Humanité diera cabida al desorden infrapsíquico de las masas y a las manifestaciones aleatorias del inconsciente proletario. Saxel en cambio navegaba hacia la ortodoxia más estricta y llegó a convencer a su propia amante de que no encarnaba al espíritu de Lenin, algo del todo extraordinario, por la buena razón de que los muertos no «regresan» y que la «superstición es la morfina de los obreros», como decía con una metáfora. Elisa dejó pues de ofuscar la conciencia de clase de los asiduos de la rue Nationale y esta bonita muchacha pasó a dejarse ver tomando Picón amer en la mesa de Anglarés, quien se inclinaba hasta bien abajo en cuanto la veía llegar. La actividad del grupo Mouillard, por su parte, entró en decadencia y no se volvió a saber de él. Entretanto algunos se negaban a afiliarse al Partido Comunista, por los motivos más variados; pero su situación se complicaba. Vincent, que no ocultaba su antipatía por Moscú, recibía los ataques de los puros, que le rociaban los oídos con proyectiles Ulianov. Se mantenía firme. En cuanto a mí, cantaba La Internacional en los mítines y aplaudía con vehemencia al Acorazado Potemkin, una película que nos llegaba de allí, pero seguía dudando acerca de si debía convertirme. Por lo demás, me dejaban en paz; los recientes acontecimientos en los que me había visto envuelto me garantizaban cierta indulgencia, al menos provisional.

El verano vino a interrumpir esta primera llamarada. Unos se fueron a la costa, otros al campo. Anglarés se encerró en un torreón de Tóuraine para habérselas con algunos fantasmas. Sólo Vincent y yo nos quedamos en París. Él me creía individualista, a mí me gustaba su independencia. Todo eso hizo que nos hiciéramos amigos más o menos hacia la época en la que recibí una carta esperada desde hacía más de dos meses; y poco después nos arrastró una muchedumbre amenazante, una noche, por curiosidad. Nos manifestábamos a favor de dos hombres inocentes pero condenados a muerte. Todo empezó cerca de la rotonda de los Campos Elíseos. Seguimos al cortejo, que subía la avenida cantando La Internacional y entonando consignas, mandatos. No había ni rastro de la policía; los burgueses sentados en las terrazas de los cafés retrocedían en desorden. La marcha victoriosa prosiguió hasta la Place de l’Etoile, sin más interrupción que la de un disparo de revólver procedente del Fouquet’s. El cenáculo en cuestión fue blanco de diversos proyectiles; gritos de mujeres. La cosa no pasó a mayores. Para cuando llegamos al Arco de Triunfo, la llama se había extinguido; media docena de tipos había dado caza a un agente municipal que se había hecho el gracioso y aseguraba tener opiniones sociales avanzadas. Los manifestantes se desperdigaron, unos hacia la izquierda, otros hacia la derecha. Remontamos la Avenue des Ternes. La mayor parte de los cafés había cerrado. Entonces veo a G… y al tal Sabaudin a quien había conocido en casa de la condesa.

—Se está armando una gorda en el Boulevard Sébastopol, me dijo G… Han levantado barricadas.

—¿Van a ir?

—Estamos buscando un taxi —respondió Sabaudin—, ¡barricadas! ¡Qué día magnífico!

Encontramos un taxi en la Avenue de Villiers. Enfiló hacia la Place Clichy. Hablábamos con entusiasmo de esa conquista nocturna de los Campos Elíseos. La policía había ocupado la Place Clichy. El taxi dio media vuelta hasta la rue du Rocher. El taxista nos revela entonces que es del Partido; asegura que ha habido muertos, allá abajo, sin que pueda saberse de dónde viene esa información. En todo caso evita todos los controles, gira, oblicua. Finalmente llegamos a la rue Saint-Denis. Bajamos. Los bulevares están infestados de policías. La gente finge pasear tranquilamente; y ni un coche a la vista. Todo parece en calma. En el Boulevard Sébastopol hay mucha más gente pero todo ha terminado. Pasamos, simplemente, pero cada cincuenta metros hay agentes que cachean o detienen a la gente. Miramos los escaparates reventados, las cajas de zapatos abandonadas sobre la calzada, las rejas de los árboles rotos, «la» barricada. Cuando no hay policía cerca, gruñimos de entusiasmo. Bajamos por el bulevar hacia el Sena. Agentes, curiosos y ex manifestantes se mezclan en la multitud. Todo me parece terriblemente confuso. A la altura de Les Halles, la policía ha desaparecido. Aprovechamos para coagularnos y escuchar relatos contradictorios pero heroicos. «La» barricada interrumpida infunde esperanzas en los corazones de los recién llegados. De repente surge la policía y carga sobre los grupos de gente. Salimos disparados hacia Les Halles. Por dos o tres callejones desiertos llegamos a una nueva aglomeración, en la que tampoco faltan narradores. Pero otra vez irrumpe la policía. Esta vez los veo de cerca. Parecen convencidos de lo que hacen. Un tipo cae a mi lado, algo ha sonado toc contra su cabeza. Voy a rodar por el suelo, no sé por culpa de qué. Me levanto y oigo cosas desagradables que me gritan al oído. Apresuro dignamente el paso y alcanzo a G… Vincent N… y Sabaudin han desaparecido. Me giro y veo que se los llevan sin contemplaciones. Estoy indignado. G… me dice:

—No te preocupes, los soltarán mañana por la mañana.

Proseguimos nuestra retirada. En la rue de Rivoli se trabaja. Llegamos a los muelles del río.

—Tengo que ir volviendo a casa.

—¿Dónde vives?

—En el Faubourg Saint-Martin.

—Espera a que la cosa se calme un poco. Acompáñame, vivo en la Avenue du Maine. Me voy. Ya no hay nada que hacer aquí.

Lo acompañé, mientras respondía a sus preguntas: me interrogaba minuciosamente sobre Anglarés y sus discípulos.

—¿Y tú no te afilias?

—No —le respondí.

—¿Por qué?

¿Qué respuesta comprensible podía darle? Lo sentía dispuesto a adoctrinarme y me exasperaba.

Lo único que supe responderle fue:

—¿Qué quieres? No estoy convencido.

—Y después de una noche como ésta ¿sigues sin estar convencido?

—Es conmovedor —dije.

—¿Por qué «conmovedor»? Qué ocurrencia, ¡usar la palabra «conmovedor»! ¿No sabes que es la primera barricada que se levanta en París desde la Comuna? Lo que cuenta es lo siguiente: el proletariado parisino ha vivido una experiencia de lucha callejera.

Y me explicó la técnica de la lucha callejera hasta que llegamos a su domicilio en la rue Saint-Jacques. Al subir a su casa, debía sentir lastima por mí.

Cuando Anglarés regresó de su torreón, quiso que le contáramos lo que habíamos visto en las manifestaciones y no se cansó de desgranar las señales que hacían coincidir ciertos detalles de su existencia con ciertos incidentes de la revuelta, y hasta nos convenció de que la segunda dependía de la primera. Extrajo nuevas razones para militar en el partido comunista pero pronto vinieron las decepciones. A Chévenis le dieron puerta en L’Humanité después de escucharlo (y cuál no sería su estupor) sostener (singular imprudencia) que la Revolución debía inspirarse en estados contra-racionales como el sueño, la ebriedad y ciertas variantes de la locura. Se armó un notable revuelo y Saxel culpó a Chévenis. Vachol produjo una impresión no menos pésima al declarar que todo obrero debía imponerse el deber de romperle la crisma a cuanto cura se cruzara en su camino: lo tomaron, si no por un agente provocador, cuando menos por un energúmeno. Saxel culpó a Vachol. Tampoco Anglarés tardó en cansarse de frecuentar su célula, una célula callejera compuesta por porteros y cafeteros que miraban con suspicacia la cinta negra de su binóculo, su cabellera al viento y su atuendo a medio camino entre la Orden Rosacruz y la era del cocktail. Y la grosería de aquellas gentes llegaba a tal extremo que ni siquiera se dejaban impresionar por su mirada. De modo que cuando quisieron obligarlo a empollar la situación económica de Europa para que se la explicara, prefirió retirarse. Para cuando recibí la segunda carta de Odile, Anglarés y sus once o trece íntimos amigos, afiliados al partido apenas seis meses atrás, lo abandonaban desencantados y sin fe en el futuro de una revolución orquestada por semejantes patanes: los comunistas ortodoxos.

Este repliegue provocó sin embargo un cisma: Saxel y otros dos o tres permanecieron fieles a Moscú. Seguían apareciendo de vez en cuando para el aperitivo, otras veces se los veía en casa de Anglarés, pero los discípulos de estricta observancia no admitían su compañía más que en recuerdo de una antigua amistad. Apenas dos meses antes consideraban casi como traidores a quienes no ingresaran en el P. C. pero ahora reservaban ese juicio para los que no querían salir del partido. Por otro lado me sorprendió Vincent, que no parecía alegrarse de ese nuevo rumbo; temía que pudiera triunfar la tendencia «sociedad secreta». En fin, unos se agitaban de un lado de la barrera, otros del otro; se multiplicaban las discusiones, las disputas y las coces equinas; se intercambiaban tesis con sectas rivales y se firmaban manifiestos con agrupaciones aliadas pero nadie sabía qué hacer. Se esperaba que Anglarés botara el último barco para embarcar todos a una; por el momento, éste se manifestaba con especial prudencia. Se limitaba a iniciarnos en nuevos juegos; coqueteábamos con el azar, explorábamos el psiquismo infraconsciente y nos ejercitábamos en la adivinación numérica según reglas: meramente fantasiosas, como digo. Yo coqueteaba, exploraba, practicaba; la adivinación numérica era en parte obra mía; explicaba a Anglarés ciertos juegos matemáticos y aunque no los entendiera, descubría efectos de metapsiquismo del todo asombrosos. Asistía con estupor y curiosidad a todas aquellas idas y vueltas, que se adornaban con el término de política. En efecto, se seguía maldiciendo a la sociedad burguesa y deseando alguna sociedad nueva: por ahora la principal actividad consistía en no comprar más L’Humanité. Pero como ése no había sido nunca mi tema…

A Saxel, que me caía bien, ya no lo veía. Los mítines, las reuniones de célula o de sección y la lectura del Capital devoraban todos los instantes de su vida. Vincent N… se convirtió en mi mejor amigo, a veces me asombraba la severidad de sus juicios y llegaba a preguntarme por qué seguía con nosotros; esta independencia agradaba y desagradaba a Anglarés; lo irritaba especialmente cuando la mala voluntad de Vincent N… disolvía alguna «experiencia» en marcha, ya que se rebelaba a menudo contra lo que llamaba la «insuficiencia» de ciertas prácticas y se negaba a participar en ellas. Aprendí mucho con él, mucho: es decir, con respecto al ámbito en el que chapoteábamos.

Caído ahí en medio sin conocimiento, me dejaba cubrir por el musgo, roca plácida y embobada. Vincent se propuso que cobrara conciencia de todo lo que me rodeaba, cuando menos a estas alturas; me contó la historia de las sectas y la vida de los individuos, las alianzas y los conflictos, las agrupaciones y las disidencias, me describió el bullicio de las opiniones, las colisiones de los sistemas, las parcelaciones de las teorías y la efervescencia de las tesis, la abundancia de aquellos «ismos» prolíficos y escisíparos, ínfimos y vibrantes. Cuando aprendí todas aquellas cosillas supe que no había salido del ámbito de la cuasi-nada.

Hacia la misma época, empecé a preocuparme por el verdadero sentido de mis investigaciones, aunque de manera fugaz: pues prefería seguir adelante sin dudar. Y me decía:

—Si la amara, todo sería tan fácil. ¿No hace uno cualquier cosa por una mujer a la que ama? Si la amara iría a buscarla y la traería conmigo. ¿Cómo podríamos vivir? Podría trabajar, por ejemplo, si la amara. Sí. Iría a buscarla y quizás podríamos partir —ya que es posible que no quisiera volver— a España o mejor aún a Marruecos, donde quizás volviera a cruzarme con aquel árabe inmóvil que miraba el Mundo y contemplaba: ¿qué era lo que contemplaba?, en el camino que va de Bou Jeloud a Bab Fetouh bordeando las murallas de la ciudad. ¿Pero cómo haríamos para irnos? Ah, si la amara, seguro que no me costaría mucho dejar atrás esta vieja ciudad vieja en la que nos conocimos.

Pero qué se le va a hacer, es muy difícil ayudar, sobre todo a una mujer, y asistirla y socorrerla. Todo el mundo cree enseguida que es amor y, ciertamente, yo no quería que se pudiese creer eso: y aún menos, pasar por un muchacho sentimental. Pero no sabía qué hacer. A veces se me pasaba por la cabeza que debía actuar de tal o cual manera pero no lograba ir más allá de ese impulso inicial y me limitaba a seguir compadeciéndola y extrañándola sin que me fuera posible alcanzar un propósito firme. Por lo demás, tales pensamientos no me asaltaban con excesiva frecuencia. Ya sólo debía su recuerdo a mi memoria y había dejado de ver a los tipos que la conocían, dispersados por el mismo disparo que liquidara al más grande de todos ellos un día de junio en la rue Richer, no debía su recuerdo más que a su memoria y ya no pasaba nunca por donde antaño solíamos pasar juntos. Ya eran seis meses los que distendían nuestra amistad. Conté seis meses, ciento cuarenta y seis días para ser exactos: todavía sabía contar con exactitud.

Días y memoria: ciertos días condensan los acontecimientos como para agilizar la memoria; fue el caso del doce de diciembre de aquel año. El lavabo se había atascado porque la noche anterior había bebido por encima de mis posibilidades. Al salir del embotamiento espiral de la ebriedad, me pasé una mano por la cara descompuesta, sin decidirme a tomar la navaja de afeitar. Se hacía tarde. Una criada tocó a la puerta para hacer la habitación. Eché una mirada inoperante a una hoja tirada en mi escritorio: dadas dos ramas regulares simples con ramificaciones únicas alternadas, encontrar el número de sus puntos de intersección en función de las doce cantidades de las cuales depende su representación simbólica en relación con dos ejes de coordenadas: que fueran seis las cantidades necesarias para representar sin ambigüedad dicha figura geométrica, he ahí lo que consideraba uno de mis descubrimientos: de hecho, era una mera constatación de la que todavía no había podido deducir nada. Cogí un cuaderno: contenía cálculos sobre una nueva clase de números cuya paternidad me atribuía, números formados por dos elementos términos extremos de una doble inecuación: con respecto a las tres operaciones distintas de la suma, presentaban propiedades sumamente curiosas que no lograba dilucidar del todo; investigaciones sobre lo que llamaba la inducción de las series infinitas y la integral de Parseval, sobre lo que definía como la suma a la derecha y la suma a la izquierda de los números complejos y la importancia de esas operaciones con vistas al analysis situs combinatorio. Cifras, cifras, cifras. Una criada tocó a la puerta para hacer la cama. Decidí afeitarme en la barbería y pagar el suplemento de una toallita caliente sobre la cara. Conseguí así volver a verme tal y como me conocía. Después de una gran taza de café negro y de varias idas y venidas a lo largo del eje del 8, me sentía realmente bien. Ahora me pregunto en qué estaría pensando en aquel momento. Hacia las doce del mediodía avisté el café de la Place de la République. Vi a Anglarés y Vachol más dos personajes que no conocía. Ver dos caras nuevas no tenía nada de extraño, a Anglarés le gustaban mucho: bastaba que un individuo apareciese en su vida bajo un ángulo a sus ojos improbable para que lo insertara sin dilación entre sus discípulos, aunque el susodicho no presentara ninguna de las cualidades requeridas para pertenecer a la secta: como yo. Anglarés se hartaba y se entusiasmaba con la misma rapidez, de modo que el neófito desaparecía, unas veces sin hacer ruido, otras con gran estruendo. Eso daba pie a cartas injuriosas, exclusiones e imprecaciones, en resumen: tal cual es la ilusión de la vida.

Uno de los dos personajes no era otro que Vladislav, un pintor que Saxel me había señalado a menudo en Montparnasse, genio admirado en la Place de la République; aunque de lejos: pues hasta ahora siempre había ignorado los guiños de Anglarés. En cuanto al otro, me sobresalté al escuchar su nombre: Edouard Salton. Quedé boquiabierto al ver a aquel cerdo inmundo, ese policía, ese pederasta, ese infame. Anglarés y Salton departían amigablemente; más exactamente, de vez en cuando se susurraban palabras amables y por lo demás se entregaban a la audición del pintor Vladislav. Éste contaba que había practicado la necrofilia en Bretaña, un día de tormenta, y que sólo podía pintar descalzo e inspirando un pañuelo empapado en absenta y que en el campo tras las lluvias estivales se sentaba en el barro tibio para retomar contacto con la madre naturaleza y que comía carne cruda golpeada al modo de los hunos, lo cual le confiere un sabor incomparable. Nadie que le escuchara hablar podía dudar que era un pintor genial. Chévenis irrumpió interrumpiendo la disertación; tenía grandes noticias que anunciarnos: gracias a su habilidad conciliadora podíamos contar con el grupo de socio-budistas disidentes compuesto por tres personas, eso sí muy valiosas. Todos aplaudieron ese logro, al igual que hice yo, por más que no supiera de qué se trataba. Entonces Chévenis, Vachol, Salton y Vladislav se fueron a almorzar con los tres s. b. d. en cuestión para redactar un tratado de alianza definitivo, válido para el resto del año. Quedé a solas con el Amo, quería decir Anglarés, quien me preguntó con una sonrisa:

—¿Le habrá sorprendido ver a Salton entre nosotros?

—En efecto —confesé.

—Sabrá perdonarme por no habérselo advertido antes; pero comprenda: algunos proyectos requieren cierta oscuridad para llegar a buen puerto.

—Por supuesto.

—Ciertas empresas no pueden ser llevadas a cabo por una colectividad. Debe confiar en mí.

—Ciertamente.

—¿Dispone de unos minutos? Le explicaré en qué punto nos encontramos.

—Con mucho gusto.

—Pues bien. Tengo la intención de agrupar a todas las sectas dispersas y los grupos diseminados: naturalmente, están los que se nos parecen en alguna medida, razón por la cual acaba de ver a Salton. No le negaré que he debido vencer cierta repulsión pero no se puede negar que sus ideas tienen alguna relación con las nuestras. También es posible que me haya excedido un tanto en lo tocante a su persona. En cualquier caso, nos trae a Vladislav y Vladislav es un gran refuerzo: ya conoce su fama. Lo nombraremos presidente de honor y podremos lograr cierta unidad en torno a su nombre.

—Unidad que no podríamos lograr en torno al mío —agregó con una sonrisa.

Prosiguió:

—Observe que aunque el reagrupamiento no se hiciera efectivo tendríamos una ocasión de difundir nuestras teorías y quizás de atraer a algunos espíritus extraviados que no nos conocen. ¿Qué le parece?

—Ciertamente —dije—, ciertamente.

—Si le interesa, le mostraré la lista de grupos que vamos a convocar.

Me tendió una hoja dactilografiada:

los polisistematizadores

los co-materialistas fenomenófilos

los telepáticos dialécticos

los simpatizantes piatilectianos no reformados

los antropósofos discordantes

los disociados polivalentes

los yugoslavos anticoncepcionales

los espiritistas paralíricos

los fanáticos irresueltos partidarios del ultrarrojo

los espiritistas incubófilos

los revolucionarios asimétricos puros

los polipsiquistas intolerantes

los terroristas antifascistas promussolinianos de extrema izquierda

los frutarianos anti-policía

los metapsiquistas incoordinados

los pararchistos diseminados

la liga pro-barbitúricos

el comité de propaganda del psicoanálisis por correspondencia

el grupo Edouard Salton

los socio-budistas disidentes (ya mencionados)

los fenomenólogos nihilófilos en inactivo

la asociación de los anti-intelectuales revolucionarios

los rebeldes nulificadores integrales

los sindicalistas antimasónicos iniciados

y treinta y un agrupaciones belgas.

—Puede conservar este documento —me dijo Anglarés—. ¿Tiene algo que objetar contra alguno de estos grupos?

—Nada —dije.

—Muy bien. Y ahora me voy a comer.

Se frotó las manos, avistó un taxi y corrió tras él. Estaba de magnífico humor.

«Qué cosa más curiosa, ese buen humor», pensé y volviendo otra vez los ojos hacia la ensalada: «él mismo no se toma en serio a tres cuartas partes de esa gente», ahora ya lo sabía.

Cuanto más lo pensaba, más extraña me parecía su pasión por esa suerte de empresas: uniones, reuniones, agitaciones, manifestaciones, congratulaciones, contestaciones, altercaciones, disoluciones. Al final determiné que si tanto le divertía, estaba en su derecho, ese hombre; después de todo, no veía ningún inconveniente. Así que dejé de darle vueltas a aquel asunto, me levanté y me puse en camino: me dirigía a paso pausado a casa de mi tío para recibir algún dinero. Como no debía aparecer antes de las cuatro, iba sin prisa. Me dejé llevar por los bulevares, sin soñar siquiera, la cabeza bien vacía. Sin embargo, cerca de Saint-Augustin me asaltó el recuerdo de que en esa región del mundo había visto a Odile por primera vez. Me vino entonces a la mente aquel estúpido juego de palabras inspirado en mi primer encuentro con Anglarés. Había visto a Odile por primera vez saliendo de casa de mi tío: debía hacer algo más de cuatrocientos treinta días y más probablemente cuatrocientos treinta y tres. «Vaya; un número primo» me dije y fue entonces cuando se me pasó por la cabeza una idea tan sensacional que me inmovilicé en seco. Cuando tomé conciencia exacta del asunto, salí corriendo. Con gusto hubiera ido saltando por encima de los bancos pero no me atrevía. No sabía como disimular mi extrema exaltación. Varias veces estallé en carcajadas; resultaba muy embarazoso. No podía presentarme en aquel estado ante mi tío. Me puse entonces a realizar varios cálculos complicados de cabeza y cuando penetré en el salón indochino ya no estaba más que pasablemente alegre. Creí que la suerte me sonreía, mi tío me pareció de buen humor. Decididamente, todo el mundo estaba hoy de buen humor. El día seguía su curso mejor de lo que había empezado.

—¿Y qué te cuentas? —Me preguntó muy cordialmente.

Desde que yo había estado a punto, si no de mancillar, al menos de comprometer otra vez el buen nombre de la familia, su cariño por mí se había multiplicado por diez.

—¿Qué me cuento? Pues bien, me voy a casar.

—Imposible. ¿Has conocido a una mujer?

—Naturalmente —respondí ofendido.

—¿La quieres?

—Naturalmente.

Le ocultaba lo esencial de mi idea, a saber: que el único objetivo de ese casamiento era liberar a Odile y que no nos comprometería en modo alguno: había encontrado una forma de ayudarla y de probarle mi amistad, sólo mi amistad, nada más que mi amistad. Esa solución me parecía de una elegancia tan perfecta y la consideraba tan ingeniosa que ni siquiera me humillaba haber tardado tanto en encontrarla.

—¿Y cómo se llama tu —me preguntó mi tío—, prometida?

—Señorita Clarion.

—¿De buena familia?

—Excelente.

Torció el gesto: no era divertido si yo me casaba como Dios manda. Le conté, aproximadamente, la vida de Odile. Eso ya le gustó más.

—Ya veo, ya veo, el parecido lleva al parentesco.

—Si te gusta decirlo así. Iré a buscarla.

—Y la raptarás.

—Y después nos casaremos.

—Su familia se opondrá.

—Lo superaremos.

—¿Te parece posible?

No tenía ni idea. Así es que me explicó qué era un matrimonio y qué formalidades habría que cumplir. Me gustó especialmente lo de los tres requerimientos pero más se regocijaba mi tío en previsión de algunas caras de mi familia.

—Bueno, así que ya eres un hombre casado, ¡qué espíritu metódico! ¿De qué viviréis?

Ahí era adonde yo quería llegar.

—Tú nos ayudarás.

Se puso a reír.

—¿Eso crees?

—Por supuesto. Bastará con que me des el doble de la suma que me sueles dar.

—Por pedir que no quede.

—Y además trabajaré: daré clases, por ejemplo.

—No te reconozco. ¿Es el amor lo que te ha transformado de este modo?

Preferí no responder a esa pregunta estúpida.

Mi tío era un hombre encantador y qué no habría hecho para jugarle una mala pasada al resto de mi familia. Salí de su casa con varios billetes de mil francos en el bolsillo. Me parecía que yo era más listo que el hambre y también me parecía que se está tan maravillosamente bien en el frío de diciembre, aunque no se lleve sobre los hombros más que un mísero gabán, de mangas deshilachadas y cuello raído. Se me cruzó por la mente la posibilidad de comprarme un cómodo sobretodo con los billetes de mil francos pero rechacé indignado esa forma fútil de malgastar un dinero destinado. Tenía que consultar los horarios de los trenes.

A pesar de mis mangas deshilachadas y del cuello raído entré en un bar muy estupendo y tal como se lo había visto hacer a Saxel pedí un porto-flip. Los horarios me recordaron la existencia del tren de las veintidós y cuarenta y ocho: el tren de Odile. No había ningún tren antes de esa hora ni lo hubiera querido tomar. Veintidós y cuarenta y ocho: de forma que pasaré una veinteava parte de este día a bordo de un tren. Satisfecho por esa observación, me terminé el huevo batido y tomé un taxi para volver al hotel.

Hice mi maleta y bajé.

—¿Nos deja, señor Travy? —me preguntó la directora.

—Sólo por dos o tres días.

—¿Le conservamos la habitación?

—Todas mis cosas siguen ahí, señora.

Me sentía con agallas para responder a todas las mesoneras del mundo, por amables que fueran. Un taxi me llevó hasta la Gare de Lyon; dejé mi maleta en la consigna. Tenía unas cuatro horas. Desde luego, no pasaría por la Place de la République: no estaba de humor. Telefoneé a Vincent: no estaba en casa. Así que cené y aguardé pacientemente. La espera fue larga, pero cuando el tren apareció en el andén mi alegría seguía intacta y dormí tan bien que no me bajé en la estación en la que debía. Tuve que esperar mucho antes de poder volver atrás. Una especie de autobús me llevó finalmente a mi destino: apenas una ciudad pequeña. No tenía ningún pretexto para visitar una ciudad tan pequeña en un mes de diciembre tan frío. Cualquiera que pasara por ahí me lo habría dicho de habérselo preguntado. Fui a dejar mi maleta en el hotel. Me recibieron con interés pero yo no tenía ninguna respuesta preparada. El interés aumentó ante mi silencio y me convertí en claro sospechoso. Todo aquello me dejaba bastante indiferente; almorcé sin prisa. Después salí. A cierta distancia del hotel, pregunté por dónde se iba. La familia Clarion tenía una gran casa en las afueras, rodeada por un gran jardín, todo de lo más común y rodeado de altos muros. Daba a la carretera principal. Me detuve frente a la puerta: detrás, vino un perro a ladrarme. Algunos indígenas que pasaban por ahí me miraron mirando. Me alejé. Tomé por un sendero que bordeaba uno de los muros pero ese muro no era menos alto que los demás; y el sendero no tenía salida. Di media vuelta y me encontré nuevamente en la carretera cara a cara con autóctonos supersticiosos. Todo me pareció singularmente complicado: quizás por encima de mis capacidades. Quiero que las cosas ocurran con sencillez y sin detalles románticos: ¿pero cómo? Me desanimé.

Había, a cierta distancia de ahí y del otro lado de la carretera, un matojo de árboles al linde de un prado. Fui a sentarme a resguardo del viento y escruté el portón, esperando que quizás saliera: esperanza fácil y de un optimismo un poco cobarde. Me quedé ahí más o menos una hora, indiferente a la curiosidad local, con los pies helados y las manos entumecidas. Se levantó un viento seco; perseveré en mi puesto de guardia pero empecé a estornudar. Creo que fue uno de esos espasmos lo que me hizo levantar los ojos y divisar allá entre dos árboles una ventana que se cerraba. Ahora estaba seguro de que iba a salir; me levanté y bajé del talud.

—Hace mucho frío para pasearse hoy —me dijo un campesino que pasaba por ahí.

—No me lo parece —repliqué con rudeza y me puse a caminar hacia el campo.

Cuando hube caminado doscientos o trescientos metros y estornudado unas diez veces, estimé que era hora de volver sobre mis pasos. Y en efecto vi a Odile que venía hacía mí. No apresuré el paso y me pregunté si debía hablarle aquí, en esta carretera, junto a esta casa. Pero cuando estuve más cerca, me tendió la mano.

—¡Roland! ¿Qué hace usted por aquí? —me gritó alegremente.

Yo no comprendía su incomodidad.

—He venido a verla —respondí con gravedad.

Bruscamente dejó de reír y me tomó la mano.

—¿Ha pensado usted en mí?

—Claro —respondí.

Habíamos permanecido en medio de la carretera y sentía que el viento me iba a arrancar las orejas de cuajo. Di tres buenos estornudos. Pasó un coche y nos refugiamos en el arcén.

—Pobrecito —dijo Odile—, tiene un resfriado tremendo. Qué ocurrencia, quedarse ahí plantado.

—Fue para no despertar sospechas. Vengo a raptarla.

No se rió.

—Vengo a raptarla: si usted está de acuerdo naturalmente. Porque, espere, tengo que explicarle, es una idea que tuve ayer en la Place Saint-Augustin. La cosa es así: nos vamos a casar y compartiremos el dinero que me dará mi tío si me caso. Así ya no tendrá que vivir aquí y podrá hacer lo que quiera. Al menos, tanto como yo. Naturalmente, cuando hablo de casarnos me refiero a pasar por la oficina de un alcalde. Por lo demás, seguiremos siendo amigos ¿no es así? Es una idea que se me ocurrió para sacarla de ahí. Hacía tiempo que me preguntaba cómo podría hacer para sacarla de aquí. Encontré ese truco. Compartiremos lo que me dé mi tío, entiende, y viviremos cada uno a su aire y como más le guste. De todas formas, espero seguir viéndola tanto como antes.

No había podido hablar tanto tiempo seguido sin resoplar varias veces. Me detuve para sonarme la nariz con fuerza.

—Naturalmente —proseguí—, si no… —busqué una palabra—, si no le parece bien, bueno, siempre me quedará este resfriado.

Dije eso en serio porque era un resfriado severo y temblaba de frío. Esperaba su respuesta sin atreverme a mirarla. Me dijo:

—¿Qué quiere que haga en París?

—No lo sé.

—Estar aquí o en otro lado me es tan indiferente.

—Lo sé.

Pasó un camión, tan enorme que no nos podíamos oír. Se detuvo frente a una de las primeras casas de la villa.

—¿Se alegraría si le digo que sí?

El camión se alejó aplastando los adoquines. Le hice gesto de que «sí».

Entonces me dijo:

—Nos iremos esta noche.

Pasé el final del día en un café mirando a gente jugando al billar. Cené. El autobús me llevó de vuelta a la estación. Era una gran noche fría de diciembre; dormitaba entre el ron y la aspirina. Otros dos o tres muertos de frío esperaban como yo un tren muy ómnibus que finalmente apareció. Me dormí en mi compartimento. Una hora después me encontraba en la cantina de la estación de Dijon, sorbiendo un grog. Viajar es esperar: debían ser cerca de las dos cuando entró Odile. Iba con un joven que le llevaba la maleta. Como se mantenía a cierta distancia, Odile me señaló y le dijo:

—Es el señor Travy.

Él se adelantó para darme la mano.

—Gérard —me dijo ella.

Los tres nos sentamos.

—¿Todo ha salido bien? —pregunté sin llegar a creerme la pregunta.

Y todo había salido bien, desde la confección de las maletas hasta el lento trayecto nocturno en la vieja camioneta del granjero. El hijo de éste escuchaba el relato, bebiendo con calma un café negro y muy caliente. En cuanto a mí, me sentía desfallecer de fiebre. Anunciaron el tren de París: de nuevo nos encontramos atenazados por el frío de la noche en aquellos largos andenes por los que corría el viento. El chico seguía cargando la maleta de Odile; no hablábamos. Yo vacilaba. A la hora convenida, paró un magnífico expreso. Odile subió. Subí. Agarré la maleta de Odile y fui a buscar asiento. Tras encontrar dos, los reservé y volví a la puerta. Odile había bajado y hablaba con Gérard. Yo miraba hacia otra parte. Hubo la sacudida del enganche de la nueva locomotora, se consumieron los siete minutos de la parada, Odile volvió a subir. Gérard permanecía ahí, en el andén, sin emoción aparente. Le tendí la mano y le dije: «Gracias» y quise iniciar una frase pero la puerta se cerró y el tren se puso en marcha. Él agitaba la mano. Sólo había dos personas más en el compartimento que apenas abrieron un ojo para examinarnos. Volvieron a dormirse ostensiblemente. No había más luz que la de una lamparita. Odile se inclinó hacia mí.

—¿Cómo se siente?

—Atontado.

Me tomó la mano.

—Tiene fiebre.

—Bajará: he tomado aspirina y cuatro grogs en el bufete mientras la esperaba.

—¿No quiere nada?

—No, gracias. ¿Y usted qué tal?

—Bien.

Me sonrió, después me soltó la mano. Cerré los ojos y cuando desperté estábamos en París. Instalé a Odile en un hotel no lejos del mío y me fui a dormir: fue Odile la que me cuidó. Más de una vez perdí el rastro de mi existencia y mi delirio tomaba la forma de cifras y aquellas cifras expresaban números de propiedades hostiles y malignas. Se coagulaban, se disolvían, se diversificaban, se corrompían como vulgares seres vivos o productos químicos. Se agitaban locamente sin que yo interviniese en sus cabriolas o vuelos rasantes. Odile, a mi lado, leía o bien se quedaba mirando largas horas el patio, donde se agitaban las sirvientas y se afanaban los pinches de cocina. Yo oía intensamente el trajín de las cocinas y a veces dos fracciones chocaban con un ruido de ollas. Cuando Odile se iba, por la noche, cuando yo creía dormir, rumiaba indefinidamente esta frase: algo tenía que haber habido entre el tal Gérard y Odile y desde luego aquello no era asunto mío. A la vuelta de Odile, por la mañana, las cifras retomaban sus evoluciones irregulares y me jugaban la mala pasada: «ilusión de genialidad». Al cabo de varios días, apareció otro foco de preocupaciones: los policías tomaron el escenario. Se numeraban y se sumaban y se multiplicaban, surgiendo de todas partes. Entonces impuse a Odile unas reglas de prudencia insensatas y para escapar a aquel gremio concebí mil y un proyectos que un método implacable abocaba a la más radical ineficiencia siguiendo las sendas sonrientes de la topología combinatoria. Por fin, un día me decidí a salir de aquel berenjenal.

Supe que en aquellos quince días no se había asomado ningún policía; es más, ninguno se asomó; mejor aún, nuestras familias no se opusieron a la boda y simplemente prefirieron saber lo menos posible de nosotros. Apenas curado, ataqué «las formalidades necesarias». Me parece que era el primer acto social que llevaba a cabo. No tenía nada de divertido pero por mediocres que fueran aquellas cosas, no dejaban de existir: tuve que reconocer su existencia. Me puse a buscar testigos uno para Odile y otro para mí; me parecía que Vincent y Saxel podrían consentir y desempeñar aquel papel. Fui en busca del primero pero había cambiado de hotel sin dejar dirección; intenté entonces dar con el segundo. Ahora «hacía» la sección de sucesos en L’Humanité. Lo esperé una hora. Al final llegó; me sorprendió el asombro que manifestó al verme; dudó un instante antes de darme la mano. Un poco cohibido, le expliqué que venía a pedirle un favor: más bien engorroso.

—Con mucho gusto —me dijo lleno de suspicacia.

Me miraba con una hostilidad indudable. Yo había perdido el valor.

—Bueno, no, olvídelo —le dije—, adiós.

Me alcanzó:

—Lo siento, estoy un poco nervioso. Entiéndame, ha firmado usted esa declaración, así que me ha extrañado un poco verle por aquí.

El único significado de aquellas frases remitía a alguna manifestación de política inter-grupuscular. Entendí que ya no sería posible evitar una «explicación»; aquella gente adoraba las «explicaciones»: primero disparaba a las piernas y después pasaba a las «explicaciones». Quizás Saxel hubiera conservado esa afición. Me parecía un deporte bastante inútil. Pero en aquellas circunstancias no podía no pronunciar las palabras que llevaban por el camino más corto:

—Mire, Saxel, no sé de lo que me está hablando.

—¿De verdad?

Sacó un papelito de su cartera y me lo dio: era un texto de una violencia grandilocuente. Quien lo leyera no podía dudar que Saxel era un traidor, un vendido, un intrigante, un zalamero. Contaba toda la historia del «espíritu de Lenin» y dos o tres anécdotas muy deshonrosas que traían a colación, por cierto, lo que «burguésmente» suele llamarse la vida privada. Al pie de aquel factum vi mi firma.

—Entiendo —le dije—, pero nunca he firmado tal cosa.

—¿De verdad?

—Hace quince días que no salgo de mi habitación. He estado enfermo y hace tres semanas que no veo a Anglarés.

—Le creo, pero no deja de ser embarazoso.

—Sobre todo para mí, que no tengo nada que ver.

—Sé bien que nunca habría firmado esta porquería.

—¿Cree que me compromete?

—Desgraciadamente, sí.

—Mire, Saxel, no quisiera robarle más tiempo. Adiós.

—¿No quería pedirme algo?

—No era nada. Adiós.

—Adiós.

Nos dimos la mano y me fui. Al salir me vinieron a la cabeza una retahila de expresiones como: «así no se arregla nada» o «peleas como ésta dejan huella» o «qué historia tan curiosa». Perder a un amigo de esta forma me pareció extraño. Entré en un café y telefoneé a Anglarés. No estaba en casa. Bueno, debería ir a la Place de la République para ver a Vincent u obtener su dirección; quizás hubiera aparecido otro panfleto en su contra. También llamé a Odile para darle la noticia; pero había salido.

Aunque había anochecido, era demasiado temprano para reunirme con Anglarés y sus amigos. Volví a mi habitación, esperando en la oscuridad a que se hiciera la hora de ir; cuando volví a salir, habiendo reflexionado con calma, me sentía bastante alegre. Llegué a la Place de la République hacia las siete; un grupo bastante numeroso rodeaba a Anglarés. Estaban Vachol, Vladislav, Chévenis, otros tipos a los que conocía más o menos y otros tipos a los que no conocía en absoluto.

—Hacía mucho tiempo que no lo veíamos —me dijo Anglarés amable y ceremonioso.

—He estado enfermo.

—¿Nada grave?

—Ya ve.

Retomaron la conversación en el mismo punto en el que yo la había interrumpido. El pintor Vladislav sostenía un punto de vista ultra-izquierdista al que Chévenis oponía un punto de vista igualmente ultra-izquierdista: se argumentaba con todo. Les presté atención durante unos instantes pero incapaz de sentir interés por sus pasiones partidistas, pregunté a Anglarés dónde vivía ahora Vincent N…, intrigado por la suerte que habría corrido: todavía era de los «nuestros» puesto que al instante obtuve su dirección. Proseguí:

—¿Y la reagrupación que ha emprendido?

Anglarés sonrió:

—No hay reagrupación propiamente dicha —me dijo—, sin embargo los resultados obtenidos son excelentes.

En voz baja, agregó:

—El grupo Salton se ha disociado: habrá visto que Vladislav está con nosotros.

Este último, declaraba en aquel momento:

—Debemos hacer la Revolución con los medios más radicalmente infrapsíquicos y combatir al burgués con lo que más le repugna: el excremento.

—Debemos rodar por el barro y respirar el aire del crimen, declaró uno de los neófitos.

—Y no olvidemos en la lucha este arma poderosa: la demencia precoz, dijo un hombrecito acurrucado como una pupa de insecto o su simulación.

Anglarés me informó de que era V…, un antiguo «nulificador integral».

—Nunca lograremos hacer la Revolución si no logramos hechizar técnicamente a la totalidad de la burguesía —dijo un personaje de aspecto claramente indiferente.

—Es W…, me susurró Vachol, viene de los «espiritistas incubófilos».

Comprendí que la maniobra de Anglarés le había permitido reclutar discípulos aquí y allá: digo «discípulos», a pesar de que, en apariencia, conservaban ideas (?) personales. Como parecía proclive a darme palique, le anuncié discretamente que me iba a casar. Dio un respingo. Vachol había oído y fruncía la nariz.

—¿Se va a casar? —me dijo Anglarés en tono sumamente despectivo.

Me abstuve de explicarle el porqué de mi acto. Pero:

—Saxel será mi testigo —le dije.

Anglarés se abalanzó sobre el binóculo y se lo calzó sobre la nariz. Me hirvió con la mirada; sus progresos en el campo del magnetismo eran incuestionables.

—Se está burlando de mí, Travy.

Su voz era muy hermosa: profunda, matizada, numerosa.

—¿Pero por qué? —dije.

No me respondía, se ponía a gusto en su actitud. Vachol intervino:

—No está al tanto.

—¿Al tanto de qué? —pregunté.

—¿Cómo que no está al tanto? —exclamó el otro.

—¿Pero de qué?

También a Chévenis le pareció oportuno intervenir:

—Saxel es una basura: ¡lo hemos echado a la calle!

—Deberíamos mostrarle nuestro folleto —dijo Vachol.

Alguien me lo dio. Lo releí atentamente: quizás no contuviera un solo error pero todo estaba formulado de forma engañosa.

—Vaya, he firmado —observé.

—¿Acaso no forma parte de nuestro grupo? —replicó Vachol al instante.

—¿Cuáles son sus objeciones? —preguntó Chévenis.

No parecía gustarles que me sorprendiera ver mi firma al pie de algo que no había leído.

—Quizás haya conservado algún sentimiento de amistad por Saxel —dijo Anglarés— pero entienda que cuando está en juego la moral no hay amistad que valga. Debemos permanecer puros. Permanecemos puros.

Sus acólitos no abrían la boca, elevados por aquel satisfecit. Un hábil movimiento de cabeza imprimía suaves ondulaciones a su cabellera mientras su mirada atravesaba una inocente jarra de agua. «Gesticulación» pensé. Estimé que era inútil informarle de que no tenía elección y preferí dejarlo nadando gloriosamente en la superficie de su error. Dejé unos francos en el platillo y me levanté. ¿Para qué dejar más palabras pudriéndose en oídos sordos? Me fui sin decir ni cómo ni qué. No echaría en falta mi pequeña experiencia: ¿eran éstos los espíritus libres?

¿Y Vincent? ¿Cómo me recibiría? ¿Había inscrito su nombre al pie de la excomunión? No lograba recordarlo. Si no la había firmado, ¿cómo era posible que Anglarés citara su nombre como si tal cosa? Entré en un estanco y le escribí una postal. Le daba cita para el día siguiente: acudió.

—¿Así que está curado?

—Entonces ¿sabe?

—Pasé dos veces por su hotel; me dijeron que tenía una «mala» gripe. Pensaba escribirle hoy o mañana. ¿Qué se cuenta?

La costumbre me hizo responder:

—Nada.

Volví a hablar:

—En fin: no volveré a ver a Saxel ni volveré a la Place de la République.

—Comprendo.

—¿Está al tanto?

—Me imagino lo que ha pasado. Saxel ha visto su firma y se ha enfadado. Usted ha visto su firma y se ha enfadado.

—Exacto.

—Es un incidente banal. Les he visto hacer esa jugarreta mil veces.

—Pero usted… ¿también firmó ese texto contra Saxel?

—Como usted. Pero es la última vez que me pasa algo así. Estoy harto de todas esas historias, harto y asqueado.

—Por lo demás no he venido a hablarle de todo eso sino para pedirle un favor: un favor muy engorroso.

—¿De qué se trata?

—De ser testigo de mi boda.

—¿Un favor muy engorroso o un favor muy gracioso?

—No, no, no es una broma: se trata de algo excesivamente simple.

—¿De verdad se va a casar?

—¿Le parece extraordinario?

—Francamente: sí. En cualquier caso, puede contar conmigo.

—Gracias. ¿No le ocasiono demasiadas molestias con esta historia?

Estuve a punto de explicarle el porqué de esta boda que tanto le sorprendía pero renuncié para no dar la impresión de estar pidiendo perdón por un acto tan singular. Más allá del desprecio que nos pudieran inspirar las convenciones burguesas y las formalidades administrativas en el régimen capitalista, ¿cuál podía ser la imagen que me había creado para que esta eventualidad pareciese hasta tal punto incompatible con el resto de mi vida a ojos del único hombre que me conocía un poco? Sentía que la máscara con que había cubierto mi cara, el disfraz que me había enfundado, se deshacían o se caían a trozos, pero sus fragmentos rotos recomponían otra vez aquella imagen que había creído mía y en la que había querido establecerme de por vida, la de un desgraciado golpeado por el destino.

—No me presta usted demasiada atención —observó Vincent.

—Oh perdóneme.

Me miró con aquel aire indulgente que en otro tiempo me hubiese exasperado tanto: no cabía duda de que me creía enamorado.

—¿Qué decía usted de toda esa gente?

—Decía que la raíz común de todos sus errores es su dialéctica grosera, una negación que siempre opera hacia abajo y que nunca llegan a superar, como no podría ser de otra manera. Hay dos formas de no poseer una cualidad: por incapacidad o por desdén: porque nos encontramos en un plano superior o bien porque nos encontramos en un plano inferior.

—¿Por ejemplo?

—Podemos proponer la infancia como un «ideal» a condición de que no sea por defecto sino por excelencia, no porque seamos incapaces de convertirnos en adultos sino porque al contrario hemos realizado todas las posibilidades de ese estado. Estos predicadores de la infancia la buscan en los sótanos de la conciencia, en los trasteros, en los desechos; por eso se quedan en una caricatura. Observe cómo se articula su pseudo-actividad. Juegan como «niños grandes», con todo el eco de enfermedad mental que traen esas palabras. ¿Qué son esos congresos, esos manifiestos, esas exclusiones?: ¡Chiquilladas! Juegan a ser magos, revolucionarios, sabios: ¡Una farsa! Observe sus experiencias, sus doctrinas, sus aires de grandeza, su seriedad; ¡puerilidades!, ¡puerilidades!

—Entonces, ¿se ha hecho usted mayor?

—¡Exacto! Tome este otro ejemplo: la inspiración. Ellos la oponen a la técnica y quieren poseerla de forma constante renegando de toda técnica, aun de aquella que consiste en atribuir un sentido a las palabras. ¿Qué es lo que vemos?, que la inspiración desaparece: es difícil considerar inspirados a quienes no hacen más que devanar rollos de metáforas y deshacer enredos de palabras. Se arrastran entre lo negruzco con la esperanza de desenterrar los martillos y las hoces que habrán de romper las cadenas y seccionar las ataduras de la humanidad. Pero han perdido toda libertad. Convertidos en esclavos de tics y automatismos se felicitan por su transformación en máquinas de escribir; hasta se ponen como ejemplo, lo que denota una demagogia bien ingenua. ¡El futuro del espíritu en la palabrería y el balbuceo! Me imagino, al contrario, que el verdadero poeta no se encuentra nunca «inspirado»: está precisamente por encima de ese más y de ese menos, iguales a sus ojos, que son la técnica y la inspiración; iguales porque domina ambas a la perfección. El verdadero inspirado nunca está inspirado: lo está siempre; no busca la inspiración ni se irrita contra técnica alguna.

Un poeta así debía ser aquel árabe que vi un día en el camino que va de Bou Jeloud a Bab Fetouh, bordeando las murallas de la ciudad. Había llovido pero el sol secaba el barro del camino. En los últimos charcos veía disiparse las últimas nubes. Nada me permitía pensar así pero atribuía a esta imagen virtudes de múltiples sentidos. Vincent me miró.

—Lo veo muy ensimismado hoy.

—Es que me da usted que pensar.

—¿Y qué es lo que piensa?

—Que tengo que buscar otro testigo porque Saxel se niega.

—¿Tan difícil es?

—No conozco a nadie en París, aparte de un tío mío, bondadoso, pero que se negaría.

—Y su… —dudó— prometida —sonrió levemente incómodo—, ¿tampoco conoce a nadie?

—No. Tendré que pagar a alguien para que haga ese papel.

—Es como si actuara en una comedia americana, con todo este lío de los testigos.

—Toda esa complejidad social me supera un poco. Es cierto que existe cierta diferencia entre desdeñar lo que se podrá hacer y despreciar lo que no se puede hacer. ¿Pero no hay una fábula sobre este tema?

—Me temo que sí.

—¿No le asustan los proverbios?

—Un poco, eso de pensar con los pies.

—Tendré que reflexionar sobre todo lo que me acaba de decir.

—¿Quiere que le pida a algún amigo mío que le haga de testigo?

Le di las gracias con circunspección y me fui meditando. Al día siguiente o ese mismo día encontré en mi buzón una carta de Anglarés muy interesante:

«Mi querido amigo… si bien es cierto que… no tendría inconveniente en… cabría preguntarse si… No sé si corresponde… sea como fuere…».

Observé: «vaya, el estilo del juez de instrucción» y tiré la misiva a la papelera.

La boda tuvo lugar a principios de marzo. Vincent estaba allí, naturalmente, y también su amigo Teixier y mi tío. No pudimos declinar su invitación a tomar una copa en el café de la esquina. Nos contó anécdotas indochinas hasta que fueron las doce, a esa hora se fue. Teixier nos preguntó a qué hora teníamos pensado comer. Hice una mueca:

—¡Un banquete de boda!

—No será la primera vez que comamos los cuatro juntos —dijo Vincent.

—Claro.

Me di cuenta de que mi mal humor era extremo. Me abstuve de transparentar por más tiempo un sentimiento tan lamentable. Odile sonreía, distraída. Propuse un restaurante: recibió el visto bueno. Texier quiso pagar el taxi; y una nueva ronda de aperitivos. Insistió en que pidiéramos ostras caras y vinos excelsos, y no hacía ni decía nada que no contribuyera a darle a la comida un no sé qué nupcial: pero íntimo. Bebía mucho y no hablaba menos. Me recordaba a Saxel, liberado de su barniz doctrinario. Yo lo escuchaba aplicadamente y encontraba que Odile estaba realmente muy distraída. En cuanto a Vincent, me parecía que sentía curiosidad, pero ¿de qué? Ahora me parecía realmente absurdo no haberles explicado las razones de aquel casamiento. En cualquier caso, no iba a entrar en confidencias a la hora de los postres. Así que no me quedaba más remedio que escuchar a Texier, ver a Odile y dejarme ver por Vincent. Como sabíamos reírnos de la ocasión, la comida transcurrió alegre. Eran más de las tres cuando salimos del restaurante, temía que Texier propusiera un paseo o un cine. De pronto, recordó una cita y nos dejó. Vincent tenía trabajo: se fue con él. Corrieron tras el autobús.

—Entonces, Odile, ¿no se ha aburrido demasiado?

—Claro que no.

—De verdad.

—Se lo aseguro.

—Bueno. Y bien, ¿damos un paseo?

—Con mucho gusto.

Me tomó del brazo, bajamos la rue Washington.

—¿Quiere venir conmigo hasta la Muette?

—¿Qué piensa hacer en ese barrio?

—Voy a dar una clase.

—Es usted increíble.

—¿Pero por qué? ¿Porque doy clases? Empecé hace ocho días. Me las procuró Teixier: muy bien pagadas sabe usted. ¿Nos dará un poco más de dinero no?

—Puede ser.

—¿Enfadada?

—¿Por qué no me lo había dicho?

—No lo sé. Hay otra cosa que todavía no le he dicho.

No respondió.

—He hecho un descubrimiento.

—¿Qué es?

—Un descubrimiento negativo desgraciadamente.

Pensé que vacilaba pero era cosa de mi imaginación. Levantaba los ojos hacia mí.

—Mi vida está aún más echada a perder de lo que creía.

—¿Pero qué pasa?

Parecía dispuesta a no creerme.

—Hace años que me ilusiono sobre mí mismo y que vivo en el error. Creía que era matemático. Estos días he descubierto que ni siquiera soy un aficionado. No soy nada de nada. No conozco nada. No entiendo nada. No sé nada. Es terrible pero es así. ¿Y sabe de lo que era capaz? ¿Sabe lo que hacía? Cálculos, cálculos hasta quedar sin aliento, sin propósito ni finalidad, y casi siempre totalmente absurdos. Me emborraché con cifras; galopaban ante mis ojos hasta que la cabeza me daba vueltas, hasta el estupor. ¡Y confundía eso con las matemáticas! Llevo años emperrado en cálculos que no tienen ni pies ni cabeza ni cuerpo. Imagínese una calculadora que desbarrara.

Eso es lo que soy, lo que era. Es increíble, ¿no le parece?

Desde luego, no lo creía. Sin abrir la boca, noté que me gritaba:

—¡Pero está loco!

—Lo estaba. O más bien, no era más que un niño. Jugaba al matemático. Confundía castillos de arena con construcciones algebraicas y puzzles con teoremas de geometría. Y mis castillos de arena se venían abajo y mis puzzles se descomponían sin esbozar ninguna figura. En lo que respecta a mis ideas sobre las matemáticas, en primer lugar, el mérito no era mío, y además me parecían estropeadas por temas de moda que nada tienen que ver con la verdadera naturaleza de esta ciencia. Pero qué más da. Lo esencial era esto: no soy nada de lo que creía ser. Es bastante delicado, me entiende, porque esta ilusión me daba una especie de felicidad. Fue Vincent quien me iluminó, sin darse cuenta. Entendí que su crítica a aquella gente se aplicaba también a mí. Antes de tirar la piedra me miré. Había construido una choza con los escombros de mi ambición; ahora debo salir de aquí, el viento la ha dispersado. Ya no tengo refugio, nunca lo tuve. La verdad es dura. Ahora doy clases: clases de latín.

Pero Odile no me creía. La dejé en la Place de l’Étoile y tomé el autobús. Volví a verla para ir a cenar a la casa de mi tío; nos pasamos la noche escuchando a aquel buen hombre tocar el acordeón, con dedos relucientes de anillos. A medianoche nos puso en la calle. Volvimos en taxi; hablábamos poco: de vez en cuando algún comentario sobre nuestro benefactor. Una vez solo en mi habitación sentí tal desesperanza que me eché a llorar, como un niño.

Así que ahora era un hombre casado. Se suponía que esta condición no debía alterar mi vida y sin embargo, un día, de golpe, en medio de una ensoñación amorfa sacudida por el rugido de un autobús, descubrí cuán curiosamente la formalidad administrativa coincidía con la transformación de mi vida, transformación que padecía sin tomar conciencia de ella, como los demás: simplemente era muy infeliz. Yo mismo me asombraba ahora del bienaventurado estupor en el que había vivido en otro tiempo: unas semanas atrás. Entonces me enorgullecía de mi desgracia y no me faltaban pequeñas satisfacciones. Disipada la ilusión, desapareció también la vanidad. Las horas perdidas en suaves tinieblas acolchadas de sigmas mayúsculas y variados índices se veían absorbidas por mi labor profesoral y las largas travesías de París que implicaba. Sólo muy de vez en cuando me veía a solas con Odile; cenábamos juntos todas las noches pero en compañía de amigos, de nuevos amigos, a veces incluso de amigos de nuestros nuevos amigos. Uno de éstos le propuso «hacer cine». La incité a aceptar. A veces iba a buscarla a Billancourt pero me cruzaba con todo tipo de gente que no quería ver. Le aconsejé que cambiara de hotel, lejos de Billancourt, en la Porte de Saint-Martin. Y ahora ya no cenábamos juntos más que dos o tres veces por semana; pero yo sabía bien que no había en eso ninguna fatalidad desgraciada. No perdía a una amiga: me alejaba de ella, la alejaba de mí. Pero ¿por qué se dejaba arrastrar Odile por mi mala voluntad? ¿Por qué no se oponía a su destino, a la inflexión que yo quería y no quería darle a la curva de su existencia? ¿Y cómo no iba a darse cuenta de que ese alejamiento dependía sólo de mí? Estaba cavando un foso con artimañas de brocha gorda. Era como para reírse: cavar un foso con artimañas de brocha gorda. Mis inicios en la metáfora no me parecían muy brillantes. Era como para reírse pero al final ¿para qué reír? ¿Qué necesidad de hacer el mono? Odiaba a los payasos y quizás también a mí mismo.

El autobús dejó atrás una silueta ociosa que me puso en pie en cuanto la reconocí. Bajé en marcha y corrí tras ella. Vincent iba de paseo; yo quería hablar con él, risas aparte. Esperé a que se eliminaran las fórmulas de saludo y sin más preámbulo le pregunté:

—¿No cree usted que Texier está enamorado de Odile?

—¿Qué le hace pensar eso?

—No lo pienso, lo creo. Vincent, tengo que explicarle algo: Odile y yo sólo somos amigos, ¿me entiende?

—Entiendo.

No parecía sorprendido. Proseguí:

—Nos casamos por razones prácticas, es muy largo de contar, pero lo entiende ¿no es así? Por eso le he hecho esa pregunta.

—¿Adónde quiere ir a parar?

—¿No le parece que debería hablar con Texier?

—¿Y qué le diría?

—Naturalmente, sería un poco ridículo. ¡Pero claro…!

—¿Pero claro, qué?

—No lo sé. Ya no lo sé. Me debe tomar por un idiota, ¿no?

—¿Le importa que le haga unas preguntas?

—Adelante.

—Y sepa que le tengo mucho cariño, Travy.

—Gracias, lo mismo le digo.

—¿Por qué se avergüenza siempre de sus sentimientos?

—¿Es la primera pregunta?

—No.

Vincent prosiguió:

—¿Cree que a nadie le llama la atención que Odile y usted vivan a varias leguas de distancia?

—No creo nada de nada. Me da igual lo que piensen los demás y además no vivir en el mismo hotel no significa nada.

—Si usted lo dice.

—¿La tercera pregunta?

—¿Por qué no ama a Odile?

—Me hace usted gracia: no hay un porqué. No la amo eso es todo no hay más que hablar.

—¿Quizás debería conjugar eso en pasado?

—¡No le creía capaz de una psicología tan grosera! ¡Qué sutil! Son amigos desde hace algo más de un año, así que ahora es necesario que quieran irse a la cama juntos. ¡Muy perspicaz! La amistad que se transforma en amor, bonito tema novelesco: de novela idiota como todas las novelas. La psicología me da grima, sobre todo esta psicología, la de todo el mundo, la de los imbéciles.

Vincent se inclinó.

—Ya le digo, jamás amaré a esta mujer, jamás jamás jamás porque jamás daré la razón a los imbéciles. Y si la amara, no diría nada aunque sólo fuera por ese motivo.

—Es lo que está pasando.

—¡Sabía que me saldría con una de ésas! No le habrá sido difícil. Se lo repito, Vincent, siempre me opondré a los… apotegmas de esa clase. ¿Así que en su opinión siempre triunfa la banalidad?

—Ciertamente no hay nada más banal que amar a una mujer.

—No quiero decir eso.

—Entonces ¿qué quiere decir?

—No lo sé. Lo que quiero decir es que se equivoca conmigo por culpa de su maldita psicología, de su estúpida ciencia.

—Pero no se trata ni de psicología ni de ciencia, Travy. Se trata de que se conozca a sí mismo y deje de comportarse como un chiquillo.

—¡Oh, qué discurso tan razonable!

—Travy, ¿por qué se empecina en ser infeliz?

—¿Y por qué quiere que ame a Odile?

—Porque la ama.

—No es verdad. ¿Cómo iba a amarla y engañarme hasta el punto de creer no amarla?

—¿No se cree capaz de engañarse tanto?

—No.

—¿Y nunca se ha engañado hasta ese punto con respecto a sí mismo?

—¡Sutil alusión!

Lo miré tan mal que se apresuró a decirme:

—Le ruego que me disculpe.

—No, no, no se disculpe, ¡adelante!

—Lamento haberle hablado así. No tengo derecho. ¿Pero cómo hará ahora para olvidar lo que acabo de decirle?

—Tengo muy mala memoria.

Caminamos un rato en silencio.

—¿No tenía otras preguntas?

Sonrió.

—¿No le parece absurdo y pretencioso dar consejos?

—Pero no me ha dado ningún consejo —le respondí—, además como decía usted mismo hace un momento fui yo quien dio el primer paso. En fin, le ruego que disculpe las palabras desagradables que haya podido pronunciar.

Nuestras excusas mutuas se prolongaron un rato más y nos separamos con un cordial apretón de manos.

Yo mismo había buscado esa frase: «¿no la quieres?», esa frase que no quería pronunciar. Me daba miedo y al final la había tenido que escuchar con todas sus letras. Sabía que no la amaba; ya lo sabía pero ahora necesitaba afirmarlo; y sin embargo estaba tan seguro que a veces me imaginaba cómo sería mi amor por Odile, cómo sería amarla. Siempre terminaba volviendo a mi certeza negativa; eso no hacía falta que me lo imaginara, lo vivía de verdad y realmente: no amaba a esa mujer. Tan pronto odiaba a Vincent por haberme arrojado a ese malestar inmenso como me odiaba a mí mismo únicamente. Lo que más me dolía era encontrarme en presencia de Odile, pensaba en su cuerpo y la obscenidad de mis pensamientos era inversamente proporcional a la altura que debía alcanzar mi amistad. Sufría: ¡Estaba tan seguro de no amarla! Privado del objetivo iluso que me había fijado, rumiando sin tregua mi desgracia y mi soledad, perdido cualquier interés por la vida o la no vida, me arrastraba por una existencia ordinaria y ni siquiera el alcoholismo cumplía el papel que le correspondía porque me retorcía de asco de sólo pensar que alguien pudiera explicar mis actos y decir estúpidamente al verme vomitando: «bebe para olvidar». Me armaba contra cualquier síntoma de apatía que mi desesperación hubiese podido legitimar y lograba moverme con la corrección suficiente para que nadie sospechase en mí la menor grieta. Pero esa tensión me abocaba precisamente a una especie de semi-locura.

Vincent ya no intentaba instruirme acerca de mí mismo; yo sabía que se equivocaba: eso no disminuía la cuasi-confianza que depositaba en él. Notaba que me observaba, lo que me irritaba un poco; me sentía muy capaz de vigilarme a mí mismo y aguantaba firme el azote de los vientos, en los confines de las tinieblas. Llegaron los primeros días del verano, mi tiempo se vació de toda ocupación y me sentí vacilar ante una amenazadora anulación. Entonces apareció Vincent.

—¿Qué piensa hacer este verano? —me preguntó.

—Nada.

—¿Se va a quedar en París?

—¿Y por qué no habría de quedarme?

—Yo me voy a Grecia.

—Vaya, curiosa idea.

—No es una idea sino una circunstancia de la vida.

—No me tienta ir a ver ruinas.

—De todas formas iré a echar una ojeada. ¿No le gusta viajar?

Dudé.

—Iba a responderle «nada me gusta» pero me ha parecido un poco pretencioso.

«Mis padres viajaban mucho», agregué, «me llevaban con ellos; no recuerdo gran cosa de aquellos trayectos. El único viaje que ha contado en mi vida es una expedición militar: curiosa manera de ver un país».

—¿Marruecos?

—Sí. Hay algo allí que me impresionó, quiero decir: que me dejó huella, algo que no alcanzo a comprender, que no se ha desarrollado pero que subsiste en mí como una vela que ningún soplo podría apagar. Allí empezó mi vida. Nací con un par de botas y un fez sobre la mollera, ¿nunca se lo he contado? No ¿verdad? De hecho nunca se lo he contado a nadie: excepto a Odile.

Me detuve: ¿por qué hablaba tanto? Aunque ¿no era Vincent amigo mío, como Odile? Recordé lo que me había dicho Odile cuando le desvelé el misterio de mi nacimiento, un día de nuestro primer invierno. Sin duda, moriré tal como nací, ¿pero es posible que muera en esa vida?

—¿Perdido? —me preguntó Vincent.

Debía creer que yo pensaba en Odile cuando pensaba sólo en mí mismo.

—Ha llovido —proseguí—, y yo chapoteo en la lluvia. Las nubes vuelan al albur del viento. Hay un árabe que está solo y mira lo que yo no sé ver. El agua refleja el cielo. Esto ocurre en el camino que va de Bou Jeloud a Bab Fetouh bordeando las murallas de la ciudad. ¿Conoce Marruecos?

—Sí, pero no conozco Grecia.

—En Marruecos no hay ruinas, salvo las que exhuman los franceses, para darse el gusto.

—Espero que haya algo más que ruinas en Grecia. ¿No quiere venir conmigo para que lo comprobemos juntos?

—¿Quiere que vaya a Grecia?

—No es que quiera: lo estoy invitando. Lo invito en nombre de Agrostis.

—¿Por qué me invita Agrostis?

—Le habrá caído bien, supongo. Nos lleva en coche, un viaje magnífico: atravesamos toda Europa. Durante quince días somos sus invitados en Glyfada. Está cerca de Atenas, sobre la costa. Pasado ese tiempo, Agrostis se va a Egipto con sus padres y nosotros hacemos lo que nos dé la gana. Parece ser que se puede vivir con poco dinero. Hacemos una travesía por las islas y volvemos como podamos. Viajar en cubierta es muy barato: y henos de regreso en Marsella. ¿Qué le parece? Seguro que su tío le hará un anticipo. Y no olvide que Agrostis lo invita.

No me quedaba muy claro lo que ese joven podía esperar de mi compañía. Apenas nos conocíamos.

Ocho días después esperaba a Odile en la terraza de un café para anunciarle mi partida.

—Entonces ¿qué hay? —me preguntó irónica y preocupada.

—Nada grave. Sólo quería despedirme antes de irme. Me voy a Grecia —anuncié en tono suficiente.

Se quedó callada unos instantes y me dijo que debía ser un bonito viaje y que lamentaba no poder acompañarme.

—¿De verdad no puede? —le dije como si la hubiese invitado.

Me miró, volví la mirada y vi que estaba triste, no apenada: triste. Me sonrojé.

—¿Por qué hemos dejado de vernos? —me dijo.

Me contuve para no responderle: «así es la vida». Tampoco era tan idiota como para responderle: «así es la vida». Puso su mano sobre la mía y volvió a decir: «¿por qué?». Su mano estaba enguantada, eso me pareció extraordinario. Aquel guante me parecía una señal. Le dije:

—No sé.

Ciertamente, no sabía qué decir. Sentía que estaba junto a una mujer: algo caliente y perfumado. Me volví hacia ella y vi sus muslos cruzados, ceñidos por la falda, entonces levanté la mirada y me topé con sus ojos que me explicaban cualquier palabra pronunciada entre nosotros.

—Creo que es culpa mía —balbucí—. Me parece que la he alejado de mí.

Nunca había pensado que pudiese estar tan cerca de mí.

—Hace meses —proseguí— que apenas nos vemos y sin embargo…

Me detuve; ¿no se lo había dicho a Vincent? No amaba a esta mujer, no la amaría. Si seguía por ese camino tenía servida la novela de amor: ¡bonito desenlace! Le pregunté entonces por sus planes para aquel verano. Me dijo que debía ir a la costa por cuestiones de cinematografías. La felicité por su exitosa carrera en aquel ámbito y le conté cómo se había decidido mi viaje. Me quedé sin nada que decirle. Pero tras un silencio, ella:

—Hay algo espantoso en usted, Roland.

No palidecí ni enrojecí pero supuse al instante adónde quería ir a parar ella. Yo prefería pasar de largo. Así es que preparé una respuesta para alejar cualquier esperanza pero entonces ella me dijo tranquilamente:

—Lo amo, Roland.

Tenía que ir a parar ahí: «al final no he conseguido librarme» pensé sarcásticamente. Pero tuve la debilidad de preguntarme: «¿de verdad no la amo?». Me disponía a envainar mi orgullo.

Pero mi silencio confundió a Odile. Se puso en pie, me tendió la mano.

—Adiós —me dijo—, espero que tenga un bonito viaje sin pensar en mí.

Me incliné y murmuré:

—Pensaré en usted.

Creo que no me oyó; dudó. Pero su mano salió volando. Partí hacia Atenas al día siguiente sobre el mediodía. A decir verdad, el primer día no pasamos de Dijon.

Agrostis viajaba según un conocido método; le «daba a la velocidad» pero hacía frecuentes paradas para beber. No vimos ninguna curiosidad entre París y Atenas pero conocimos muchos restaurantes, cervecerías o bares suizos, austriacos, húngaros o eslavos. Atravesamos países llanos y accidentados con la misma exaltación. Yo, que tenía poco entrenamiento alcohólico, me pasé el viaje borracho; vi ciudades flotantes, árboles danzantes, montañas saltarinas. Sólo las mesas de los cafés me parecían estables. Europa central se arremolinaba despreciada; entonces empezaron a aparecer caminos sorprendentes, el alfabeto cambió, el aroma de los pinos se hizo perceptible en las bebidas, los aperitivos se volvieron blancos y el cielo se afirmó azul. Nuestro viaje tocaba a su fin: un día vimos el mar. Nos deslizábamos por una especie de autopista que en otro tiempo había sido una vía sagrada. «Van a ver lo que es eso», nos dijo Agrostis, que olvidaba sus aires modernistas y parisinos a medida que nos acercábamos a Atenas. No tardamos en verlo: una gran ciudad con una fortaleza plantada en el medio. Circulamos a toda velocidad hasta los suburbios y tras doblar por una calle comercial llegamos a una gran plaza repleta de sillas; paramos. Agrostis nos llevó a una mesa y nos sentamos; el juego consistía en ocupar el mayor número posible de sillas al mismo tiempo. Nos plantaron frente a grandes vasos de agua, mezze y vasitos de aguardiente; nos lustraron los zapatos, nos vendieron pistachos. Unos amigos de Agrostis se acercaron y nos dieron charla; eran todos poetas y muy educados, muy al tanto de lo que se imprimía en Francia. Entablamos una conversación que prosiguió en la azotea de un albergue, mientras comíamos exquisitas curiosidades. Fuimos a por helados a la plaza de las sillas que también lo era de la Constitución; después tomamos whisky en una sala de fiestas al aire libre; hacia las cuatro de la mañana, cenamos en una lechería de moda. Llegamos a la casona de Glyfadis que los padres de Agrostis le dejaban libre durante su viaje a Egipto cuando despuntaba el día.

Vivíamos sin la menor preocupación y sin duda perfectamente «felices». Al menos en el caso de Vincent que lograba siempre vivir en el instante. Lo admiraba pero arrastraba conmigo más de un recuerdo y no podía liberarme de mis ataduras. Pasó a atormentarme la felicidad: me preocupaba la realidad de mi debilidad, la verdad de mis errores. Lo que me impedía ser feliz era ahora el hecho de no serlo y no la preferencia por una existencia disminuida, vacilante, mutilada por los maleficios que yo mismo me echaba. Lo más terrible era que había aparecido en mí una especie de esperanza, un germen que, lejos de París, no se pudría. Así es que a pesar de mis momentos de agonía y desamparo, lograba llevar una vida de apariencia libre y espiritual.

Al cabo de una semana consideramos al fin que aquel ejercicio de indiferencia había colmado nuestra sed modernista y decidimos ir a ver las curiosidades. Subimos a la fortaleza. De camino, hicimos una parada. A nuestra derecha, nos atrajo un jardín sembrado de ruinas desordenadas. Había unos niños jugando. Franqueamos columnas rotas, estatuas recostadas y llegamos al teatro. Hay tres o cuatro griegos leyendo en las gradas. Cruzo el recinto y me siento. Nunca había sospechado que un asiento de mármol pudiera ser tan suave ni que la piedra pudiera resultar tan elástica y tierna, templada por el sol, casi carnosa. Vincent viene a sentarse a mi lado. Nuestros ojos se abren. Es un teatro: el Teatro. El escenario, que prolongan las montañas, se sitúa muy exactamente en el horizonte: más allá sólo hay cielo, un cielo sin mancha, como la obra del hombre que no arruina la naturaleza. Aquí nada declina, nada degrada, nada decae. Ante esta armonía que se propagaba en amplias ondas dejé de ver límites o contradicciones. Me pareció que aquel árabe que un día había visto, allá en Occidente, en el camino que va de Bou Jeloud a Bab Fetouh, venía a sentarse a mi lado.

Mi historia termina ahí. Después seguí viviendo: naturalmente; o más bien empecé; o incluso: volví a empezar. Así por ejemplo me levanto al fin del asiento en el que me había sentado y continuamos nuestra ascensión. Unos días más tarde, Agrostis nos lleva a Delfos para ver a las águilas planeando sobre los bosques sagrados; el mismo día de su partida a Egipto emprendemos nuestro viaje a las Cicladas. Decidí instalarme en una de esas islas; estuve a punto de quedarme en Santorini la isla extrema. Me negaba a volver. Pero Vincent me rescató de los olores volcánicos y siguió conmigo hasta Paros. El bote se alejó y lo dejó a bordo de un pequeño navío; las columnas de humo viajaron hasta el otro lado de las colinas y volví a quedarme solo. Vivía en un hotel en las afueras del pueblo, muy cerca del mar; desde la terracita que completaba mi habitación, el principal espectáculo aparte de las actividades de los pescadores y de sus distracciones eran los actos y gestos de un anciano: por la mañana subía del villorrio al molino, ahuyentaba a los pájaros que anidaban en el techo de paja, no era común que las astas de su molino giraran más de un día por semana. Entonces se sentaba en un taburete y miraba al frente. De vez en cuando espantaba a los pájaros con una pértiga. Salían volando y piando. Por la noche regresaba a una de esas casitas blanqueadas o azuladas que bordeaban la playa cubierta de redes. Un día me vio en mi terraza, presa de ensoñaciones, después me vio entregado a un trabajo regular, en busca del sentido perdido de los números, cambió la orientación de su banco para tenerme en su campo de visión. De esa forma me hacía compañía.

Todavía me quedaba una vergüenza por vencer: necesitaba reconquistar mi sencillez humana. Pero ahora conocía el porqué de mi sufrimiento y en mi soledad podía examinar una a una las circunstancias de mi vida. Siempre volvía a encontrar la huella de mi voluntad de aminorarme, inclinarme, padecer. También sabía cuál era el último avatar de aquella voluntad: ¡cómo no iba a saberlo! A veces, ante la violencia de mi obstinación volvía a estremecerme de angustia, obstinación pueril y demoníaca que sólo justificaban ya ínfimas razones o sinrazones como la preocupación por el «ya lo decía yo». Mi soberbio rechazo a seguir la senda de una vida común era mero infantilismo toda vez que sí seguía esa vía, y que la amaba. Amaba a Odile, la amaba a secas, simplemente, como un hombre ama a una mujer, como debe amarla. Desde que tenía noticias de mi amor, éste crecía y se imponía a mi vergüenza; en cuya derrota tenía ahora fundadas esperanzas.

Cuando llevaba cerca de un mes en Paros recibí dos cartas, una de Vincent con noticias poco brillantes de nuestro pequeño París y la otra: no la abrí. Pero hice las maletas y me despedí del anciano del molino. En la lista de correos de Atenas me esperaba una segunda carta que tampoco quise abrir. Envié un telegrama a Vincent para anunciarle mi vuelta y viajé en el primer barco a Marsella. Las costas de Cefalonia desaparecieron. Me llevaba conmigo la promesa de una significación: obra iniciada en la isla. Volvía a Francia, no para padecer una existencia vaciada de toda realidad por mi deseo de infortunio sino para luchar y vencer, para reconquistar lo que creía haber perdido: el amor de una mujer. A mi regreso de Marruecos también había visto perfilarse esta línea del horizonte ¿pero qué podía entender entonces? Desgracias voluntarias, ingenuidades pueriles, el orgullo me tenía encadenado, mi infancia prolongada me configuraba una vejez y encima había llegado a creerme libre. Ataduras rotas, ilusiones perdidas, había dejado atrás mi temor a la enfermedad, ya no me daba miedo ser «normal»: sabía que desde ahí podía saltar más lejos. Ser un hombre en el mundo en el que debía vivir, ésa era ya una tarea ardua y difícil, cuanto más difícil que morderse los dientes o caminar patas arriba. Y si me daba por la grandeza, ya no iría a buscarla en diversas infecciones patológicas: basta de sarcasmos.

Ya no quería rechazar un amor sino afirmar el mío. Cuando llegué a Marsella todavía no sabía que la victoria estaba de mi lado. Miraba no sin aprehensión todas aquellas cosas amontonadas, desplegadas para conformar un puerto, y todas aquellas arquitecturas llenas de innumerables ruidos, de esa agitación y algarabía que según parece son constitutivas de la vida. El barco atracó frente a un hangar. Tras la fila de gritones anunciadores de hoteles y de mozos de equipajes delirantes de impaciencia, vi a Odile esperándome.