En cualquier caso, he cumplido, con ayuda de Rosamund, la promesa que hice a Ravelstein. Murió hace seis años, justo cuando empezaban las Grandes Fiestas. Cuando recé el Kaddish por mis padres, también lo tuve a él en mis pensamientos. Y durante la ceremonia en recuerdo de él —Yizkor— me paré a reflexionar en las memorias que pensaba escribir y estuve pensando en cómo las abordaría. Pensé en sus rarezas, extravagancias, excentricidades, en su manera de comer, beber, afeitarse, vestirse y de atacar jovialmente a sus alumnos. Pero esto era poco más que su historia natural. Otros lo veían extraño, perverso..., su sonrisa burlona, su manera de fumar, sus conferencias, su arrogancia, su impaciencia. Para mí era un ser brillante y seductor. Alguien que estaba decidido a socavar las ciencias sociales y otras especialidades universitarias. La irregularidad de sus costumbres sexuales lo había condenado a morir. En relación con ellas era absolutamente franco conmigo, con sus mejores amigos. Para utilizar un término de otras épocas, era considerado un invertido. No un «gay». Despreciaba la homosexualidad teatral, tenía en muy poca estima el «orgullo gay». Había momentos en que yo no sabía qué hacer con sus confidencias. Pero me había elegido a mí para que hiciera su retrato y, cuando hablaba conmigo, si era a mí a quien hablaba íntimamente, también hablaba para la crónica. Perder la cabeza era la marca de su grandeza de espíritu. Supongo que, incluso en la época actual, la gente sabrá entender el término «grandeza de espíritu», si bien ahora ya no encierra la connotación permanente que tuvo en otro tiempo. En todo caso, Ravelstein confiaba en que yo sería capaz de describirlo.
—A ti esto te será muy fácil —me dijo.
Yo asentí..., así era, más o menos.
La norma que se sigue con los muertos es que hay que olvidarlos. Terminado el entierro, se inicia el avance gradual y universal hacia el olvido. Pero ésta no era una norma válida en el caso de Ravelstein. El reclamaba y ocupaba un espacio más importante tanto en la vida de Rosamund como en la mía. Rosamund recordaba un texto de su época de escolar que decía: «Júntate con las personas más nobles que encuentres; lee los libros mejores; vive con los poderosos; pero aprende a ser feliz solo».
Para Ravelstein ésta habría sido la normal kabibble magnánima y de elevado espíritu.
Pese a todo, a su manera despendolada, era incuestionable que Ravelstein había sido una «persona de las más nobles». Para mí, no obstante, el reto que comportaba retratarlo (aquello en que se había convertido la antigua palabra «retratar») iba transformándose paulatinamente en una carga. Aun así, Rosamund creía que yo era la persona más adecuada para llevar a cabo aquella tarea. De hecho, realizaría con ella un ensayo personal de la muerte. Pero, de momento, se trataba únicamente de considerar la muerte de Ravelstein.
—Todo es empezar —me dijo Rosamund—. Como decía él, es el premier pas qui coüte.
—Sí. Algún equivalente francés de «con todos los sellos», sur papier timbré, todo legal y en orden, oficializado por el Estado.
—Eso, eso..., ése es el tono jocoso exacto que él esperaba de ti. Deja que otros comenten sus ideas.
—Eso quiero. Dejar los asuntos intelectuales a los expertos.
—Lo único que necesitas es situarte en la posición correcta.
Pero transcurrían los meses —los años— y seguía sintiéndome incapaz de encontrar el punto de arranque.
—Tendría que ser fácil. «Ser fácil o no ser» o, como decía no sé quién, «si no es como el canto de un pájaro, no vale».
Rosamund a veces decía:
—¿Es que Ravelstein combina bien con el canto de un pájaro? En cierto modo, no me lo parece.
Los años iban pasando entre conversaciones de esta suerte y se hacía evidente que yo me sentía incapaz de empezar, me enfrentaba con algún obstáculo de dimensiones colosales. Rosamund había dejado de animarme y de ofrecerme consejo. Era prudente de su parte que me dejara a mi aire.
Pese a ello, seguíamos hablando de Ravelstein casi a diario. Yo recordaba las veladas de baloncesto en su casa, y también las cenas con estudiantes en el barrio griego, sus salidas para hacer compras y los seminarios caprichosos pero importantes que solía organizar. Otra que no hubiera sido Rosamund me habría acuciado desagradablemente:
—Al fin y al cabo, era un gran amigo tuyo y le juraste que lo harías.
O bien:
—Seguro que, en la otra vida, está muy disgustado.
Ella sabía perfectamente que yo pensaba lo mismo con demasiada frecuencia, de forma agobiante además. A veces me lo representaba envuelto en su sudario, tendido junto a su odiado padre. Ravelstein solía decir:
—Aquel histérico que me golpeaba las nalgas desnudas y me gritaba sandeces..., y después, por mucho que yo me esforzara, me restregaba por las narices que no había conseguido estar en Phi Beta Kappa. «O sea que has publicado un libro y ha sido bien recibido..., pero de Phi Beta Kappa, nada, ¿verdad?»
Lo único que dijo Rosamund fue:
—Sólo con que contaras eso de Phi Beta Kappa, tendrías a Ravelstein encantado en la otra vida.
Y mi respuesta fue:
—Ravelstein no creía en la otra vida. Y suponiendo que él estuviera en algún sitio, ¿qué gusto sacaría de recordar al imbécil de su padre o un tramo cualquiera de lo que llamamos nuestra vida mortal? Yo soy de los que creen que, cuando estemos en el otro lado, veremos a nuestros padres. Y a los hermanos, amigos, primos, tías y tíos...
Rosamund solía asentir con el gesto. Admitía con ello que también ella lo creía. A veces añadía:
—Me pregunto qué harán en la otra vida.
—Si hicieras una encuesta sobre la cuestión descubrirías que la mayoría esperamos volver a ver a nuestros muertos, los amábamos y continuamos amándolos..., de cuando en cuando les engañábamos, a veces los despreciábamos o los odiábamos, y habitualmente les mentíamos. No tú, Rosamund, tu sinceridad te convierte en excepción. Pero hasta el mismo Ravelstein, un hombre demasiado duro para hacerse este tipo de ilusiones, decía..., se delataba cuando me decía que, de todas las personas que le eran próximas, yo era la que tenía más probabilidades de seguirle pronto..., seguirle, ¿adonde? ¿Acaso creía que iría tras él y volveríamos a vernos un día?
—No puedes especular demasiado basándote en ese tipo de observaciones —dijo Rosamund.
—Es lógico argumentar que el origen de este tipo de ilusiones está en el amor infantil. Es mi manera de admitir que hace medio siglo que no veo a mi madre. Freud habría despachado mi afirmación tachándola de sentimental y estúpida. Pero Freud era un médico y los médicos del siglo diecinueve eran implacables con los sentimientos.
Decían que los seres humanos estaban formados por componentes químicos en un sesenta y dos por ciento aproximadamente. Eran unos racionalistas de mucho cuidado y unos tíos muy duros.
—Pero Ravelstein distaba mucho de ser una persona sencilla —dijo Rosamund.
—Por supuesto que sí. Pero demos uno o dos pasos más..., y te dejaré con una idea un poco retorcida. Me pregunto qué podría ocurrir. Si escribiera ese recuerdo de Ravelstein ya no habría barrera alguna entre la muerte y yo.
Rosamund se rió con ganas al oír esas palabras.
—¿Qué quieres decir? ¿Que se terminarían tus deberes y ya no tendrías motivo para seguir viviendo?
—No, no. Por suerte todavía te tengo a ti como razón para seguir viviendo, Rosamund. Lo que quiero decir es que quizá Ravelstein pensaba que tal vez ya no me quede en esta vida otra cosa que hacer que ensalzarlo a él.
—¡Vaya idea extraña!
—Él pensaba que me había brindado un buen tema..., el tema de los temas. Y ésa sí que me parece una idea extraña. Aunque nunca he dado por sentado que yo sea una persona racional, moderna. Una persona racional no pensaría que va a encontrarse con sus muertos en el ocaso..., dondequiera que esté el ocaso.
—En cualquier caso —dijo Rosamund—, el hecho de que sea una idea tan persistente hace que deba tenerse en cuenta.
—Pero ¿por qué yo? Puedo nombrar en menos de un minuto a cinco personas más calificadas que yo para realizar esta labor.
—En lo que se refiere a exponer sus ideas, sí —dijo Rosamund—, pero esas personas no sabrían dar a las memorias el color necesario. Además, vosotros os hicisteis amigos en una fase avanzada de la vida y la gente mayor no suele establecer normalmente este tipo de relaciones...
Quizá dejaba también sobrentender que los viejos tampoco suelen enamorarse. No estaban en condiciones de entrar dando tumbos en aquel campo magnético donde no tenían por qué estar.
—Ravelstein se pasó uno o dos años dándome la lata porque Vela y yo nos relacionábamos con Radu Grielescu y su mujer con tanta frecuencia —dije a Rosamund.
—¿Tú estabas a gusto con ellos?
—Nos llevaban a buenos restaurantes..., o, en todo caso, a los más caros. A Vela le encantaba todo eso de los besamanos, las reverencias, todos los tejemanejes con las señoras, los ramilletes y los brindis. Estaba extasiada. Grielescu montaba un verdadero espectáculo. Ravelstein sentía una curiosidad exagerada con respecto a esas veladas. Decía que Radu había pertenecido a la Guardia de Hierro. Yo no le hacía mucho caso. A Ravelstein le molestaba que no le siguiera la corriente.
—¿Tú no lo tenías por un nazi? —preguntó Rosamund.
—Lo que pasa es que Ravelstein fue más allá que yo y me dijo que hacía unos diez años que habían invitado a Grielescu a dar una conferencia en Jerusalén, pero que la invitación fue cancelada. Tampoco lo tuve en cuenta. Quizá yo estuviera entonces demasiado absorbido por mis cosas para relacionar los dos hechos. A veces opto por desconectar los receptores y decido, de una forma u otra, no ver lo que hay que ver. Por supuesto que Ravelstein se había dado perfecta cuenta de la situación. El que no se dio cuenta fui yo.
Ravelstein quería saber simplemente qué decía y qué hacía Grielescu. Le dije que, durante las cenas, disertaba sobre historia arcaica, se dedicaba a atiborrar la pipa de tabaco y a encender montañas de cerillas. Hay que aferrar con fuerza la pipa para evitar que se mueva, lo que hace temblar mucho más los dedos que la sostienen. Él continuaba atiborrando la pipa de tabaco rebelde. Y cuando no se dejaba atiborrar, le faltaba fuerza en los pulgares para comprimirlo. ¿Cómo iba a ser peligrosa en el aspecto político una persona así? Los puños de la chaqueta le llegaban a los nudillos.
Rosamund dijo:
—Yo creo que para Grielescu significaba mucho que lo vieran en público contigo. Pero a ti te ocurre lo siguiente, Chick: lo que tú observas no te deja ver lo principal.
—Eso mismo me dijo Ravelstein. Es curioso que yo dejara que se aprovechasen de mí de esa manera.
—Querías complacer a tu mujer. Querías que ella tuviera buena opinión de ti. Y seguramente Ravelstein se dio cuenta de que te dejabas engatusar. Que optabas por la salida fácil...
—Yo me decía, supongo, que aquello era una especie de absurdo franco-balcánico. Por la razón que sea, yo no me tomaba en serio a los fascistas balcánicos. Cuando traían la cuenta, Radu pegaba un salto y la cazaba al vuelo. Se había convertido en un juego del que yo no tenía la clave. Una de las cosas que más me chocaban era que pagara siempre con billetes limpios, planchados, recién salidos del banco. Daba la impresión de que no miraba nunca el importe de la cuenta. Cuando uno se ha criado en los tiempos de la Depresión, son cosas que no se te escapan.
—A Ravelstein le gustaba muchísimo que le contaras todas esas cosas.
—Yo procuraba que así fuera. Pero apartaba a un lado todo lo relacionado con la pipa y los manierismos. Lo que él quería era que yo emergiera de aquella niebla en la que estaba metido.
—Bien, tu eras su biógrafo oficial. Que fueras lento en decidir no podía gustarle en absoluto.
—No, claro. Cuando me dijo que la invitación de Radu a Jerusalén había sido cancelada ni siquiera me interesé por los detalles. Ahora veo que entonces perdí el tren.
—Mira, si te escogió a ti para que escribieras sobre él no fue porque creyera que eres perfecto —dijo Rosamund.
—En lo básico estábamos de acuerdo al máximo, teniendo en cuenta mi ignorancia —le dije—. El contaba con el soporte de los clásicos. Es indudable que no era mi caso pero, cuando me equivocaba, no volcaba mis energías en defender mis errores. La vida me había enseñado que es una estupidez insistir en que uno tiene razón.
—Tú necesitabas tener razón y no podías seguir adelante y tener razón, además —dijo Rosamund.
—El plan de Vela consistía en que Grielescu se convirtiera en el sustituto de Ravelstein. En París, cuando Abe entró como una tromba en nuestra habitación y sorprendió a Vela en combinación, ella escapó corriendo al cuarto de baño..., tenía una curiosa manera de correr, daba unos saltitos de puntillas... Y cerró la puerta por dentro. Poco tiempo después me dijo que no podíamos volver a ver nunca más a Ravelstein.
—Sí, fue una cosa muy extraña —dijo Rosamund, que, cuando hablaba de Vela, se mostraba siempre correcta y circunspecta—. ¿Fue cuando Vela hizo venir a su madre? ¿La llevó a París?
—No, no. Cuando ocurrió esto hacía un par de años que la pobre mujer había muerto. Pero no vas desencaminada. Vela confiaba en su madre para que la sacara del atolladero en lo referente a..., ¿cómo lo llamaría?..., a las relaciones humanas. La madre tenía unas habilidades de las que ella carecía. De todos modos, aquella señora me tenía odio. Eso de tener un yerno judío envenenó su vejez.
—Acabas de poner el dedo en la llaga —dijo Rosamund—. Has reflexionado enormemente sobre todo tipo de problemas, pero te has olvidado del más importante. Habías empezado a hablar de la cuestión judía.
—Sí, claro, esta conversación gira alrededor de ese tema, alrededor de lo que suponía para los judíos que hubiera tantísimas personas, millones de personas, que quisieran acabar con ellos. Toda la humanidad los rechazaba. Hitler se llevó la palma cuando dijo que, cuando subiera al poder, levantaría hileras de patíbulos en la Marienplatz de Munich y mandaría colgar a todos los judíos, hasta el último. El programa de Hitler para acceder al poder se centraba en la cuestión judía. No tenía otro, no lo necesitaba. Se convirtió en canciller gracias a unificar Alemania y a gran parte del resto de Europa contra los judíos. De todos modos, en lo que a Grielescu se refiere, no creo que fuera un mata-judíos acérrimo, pero cuando tuvo que declarar, declaró. Tenía un voto y votó. Según lo juzgaba Ravelstein, yo había renunciado a la desagradable labor de reflexionar sobre la cuestión.
—¿No sabías por dónde empezar?
—Bien, yo tenía que vivir como judío en la lengua americana y no es una lengua que sirva de mucho cuando los pensamientos son negros.
—¿Hablaste alguna vez con Ravelstein sobre este poder de la agresividad?
—Es posible. Abe tenía un carácter mucho más jovial que yo..., una actitud muy abierta, amplia y diáfana como el día. Era más normal que yo. Pero era cualquier cosa menos inocente.
—Estudié a Tucídides con él —dijo Rosamund—. Recuerdo lo que decía sobre la peste de Atenas y el amontonamiento de cadáveres de padres o de hermanas en las piras funerarias de los muertos no identificados. Pero en clase no relacionó nunca el hecho con los montones de muertos del siglo veinte. ¿Se te ocurre que podría haber dicho algo?
—¿De qué modo te parece que un hombre como Ravelstein iba a contraponer su existencia..., la conciencia diaria de que estaba muriéndose..., al hecho de que su atención iba a dirigirse ahora a los muchos millones de personas que han sucumbido en el presente siglo? No pienso ahora en los hombres que lucharon ni en los campesinos, kulaks, burgueses ni en los miembros del partido, ni siquiera en aquellos que fueron destinados a trabajos forzados, a la muerte en los gulags o en los campos de concentración fascistas..., gente fácil de acorralar y de trasladar en camiones propios para el transporte de bestias. Esos seres no habrían atraído normalmente la atención de Ravelstein. Eran los «perdedores» de siempre, gente que no se merecía la preocupación de los gobiernos..., alguien dijo que la «sociedad de las arenas movedizas» engullía a sus víctimas, las ahogaba o las sofocaba. El procedimiento más expeditivo a emplear con aquellos seres era desembarazarse de ellos, reducirlos a cadáveres. Eran judíos que habían perdido el derecho a existir y así se lo decían sus verdugos: «No hay razón para que no mueras». Y lo mismo ocurría en los gulags de la Rusia asiática hasta la costa atlántica, donde imperaba una escalada de destrucción o algo muy parecido a una anarquía propagadora de muerte. No tienes más que pensar en los centenares de miles de millones de personas aniquiladas por razones ideológicas..., es decir, ejecutadas con un pretexto de racionalidad. Había que contar con una normativa, era de considerable valor como manifestación de orden o de firmeza en los propósitos. Pero las formas más desatinadas de nihilismo son las del militarismo alemán estricto. Según Davarr, un gran analista, el militarismo alemán generó el nihilismo más extremo y desolador. Para la masa de los soldados rasos esto condujo al celo revanchista y asesino más sangriento y desatinado. En él estaba implícito, al ejecutar las órdenes, que toda la responsabilidad correspondía al nivel superior, fuente de la que manaban las órdenes. De ese modo, todos quedaban absueltos. Estaban locos de atar. Así era cómo la Wehrmacht eludía la responsabilidad por sus crímenes. Ravelstein me dijo que se suponía que eran métodos civilizados utilizados para atenuar una conducta culpable. Y añadió: «Pero en esto hablo por hablar». El tenía opiniones muy definidas sobre todas las cuestiones, pero hacia el final de su vida, cuando hacía referencia de una manera oblicua a su situación, acostumbraba a expresarse con más tristeza que ironía, ¿no crees, Rosie?
—De todos modos, la tristeza no lo tendría hundido mucho tiempo.
—Existía una voluntad general de vivir con la destrucción de millones de seres humanos. El talante del siglo era aceptar aquella circunstancia. En el campo de batalla, el ser humano queda cubierto por las concesiones especiales que amparan a los soldados. Pero a lo que me estoy refiriendo es a las cuantiosísimas muertes ocurridas en los gulags y en los campos de concentración alemanes. ¿Por qué ese siglo —no veo otra manera de formular la pregunta— ha suscrito tanta destrucción? Cuando analizamos estos hechos vemos en ellos una condena que cae sobre todos nosotros.
Sitúo esta conversación en concreto unos dos años después de la muerte de Ravelstein. Después del Guillain-Barré se había esforzado con denuedo en conseguir andar y recuperar el uso de las manos. Sabía que debería rendirse al declive, que tendría que capitular, pero lo hacía de una manera selectiva. Importaba poco que no pudiera hacer funcionar la máquina de moler café, pero necesitaba las manos para afeitarse, escribir notas, vestirse, fumar, firmar cheques. Casi todo el mundo cree que, cuando uno no se aplica en recuperarse, es un caso perdido, un enfermo desahuciado. La mañana del mismo día que él y yo nos acercamos a aquellos acebos poblados de loros, en los que los pájaros se atracaban de bayas rojas y sacudían la nieve de las hojas, desmantelaron la cama de hospital y el triángulo de acero que tenía Ravelstein en su casa y se los llevaron.
—Gracias a Quien Sea —exclamó Ravelstein al ver que desaparecían de la vista y se lo llevaba todo el montacargas—. No quiero volver a ver en la vida esas jarcias de contramaestre.
Caminaba sin ayuda..., todavía no del todo firme, pero convertido en otro Lázaro si hubo alguna vez uno. Regresó de la muerte y se encontró con toda una tribu de loros verdes, animales tropicales que sobreviven al invierno del Medio Oeste. Con sonrisa burlona, Ravelstein me dijo:
—Incluso tienen cierto aire judío.
Después, aunque apenas le interesaban las ciencias naturales, volvió a preguntarme por qué razón se habían multiplicado de tal manera. De repente yo me había convertido en un experto en la naturaleza. Por consiguiente, volví a la descripción que ya le había hecho de aquellos sacos finos que colgaban de los árboles y de los travesaños de los postes que sostenían los cables eléctricos. Como medias de nailon distendidas, aquellos nidos donde los pájaros empollaban los huevos eran unos colgajos de casi diez metros.
—Esos nidos recuerdan las viviendas del Eastside —le dije.
—Le diremos a Nikki que nos lleve en el coche a echarles un vistazo. ¿Dónde tienen su cuartel general?
—En Jackson Park. Pero hay una gran colonia en un callejón que arranca de la calle 54.
No fuimos nunca a ver las viviendas de los loros, los tubos cimbreantes, acodados en los arbustos, donde hacían nido. Ravelstein me dijo, en cambio, que él y Nikki iban a emprender un viaje en avión a París.
—¿Para qué quieres ir a París?
Al momento me di cuenta de que acababa de hacerle una pregunta tan estúpida como ofensiva y de que Ravelstein se molestaba conmigo. Pero era su manera de cubrirse con sus amigos más próximos. Era natural, pues, que también se cubriera así conmigo.
—En el hospital me han dicho que hago bien.
—¿En serio? —dije.
El razonamiento de los médicos era transparente. Aunque Ravelstein estaba muriéndose, todavía estaba en condiciones de volar. París era uno de sus grandes placeres, allí tenía buenos amigos y diferentes tipos de asuntos humanos que habían quedado pendientes. Si tantas ganas tenía de ir a París, ¿por qué no concederle aquel placer? Los médicos consideraban que un viaje de diez días no podía perjudicarlo demasiado. Para mí, un viaje en avión de veinticinco horas habría sido agotador, pero Ravelstein recorrería los aeropuertos en silla de ruedas y, a diferencia de mí, viajaría en primera clase. Para ahondar un poco más en la cuestión, debo admitir que aquello me parecía una aventura desatinada tratándose de un hombre que estaba a las puertas de la muerte. Nadie sabía, en realidad, qué significaba «estar en condiciones de volar» en un caso como el de Ravelstein. ¿Volaría en un 727 o tenía, quizá, unas alas poderosas escondidas debajo de la chaqueta?
Y aunque creo que Ravelstein se incomodó conmigo, no pienso que se sorprendiera. Entre nosotros existía una premisa establecida con respecto a que no había nada tan secreto ni tan vergonzoso que no pudiéramos confesarnos, ni nada tampoco que yo no pudiera decir a Ravelstein. Lo que significaba en cierto modo que casi no había nada que él no pudiera percibir por su cuenta. O sea que también debía de saber que yo miraba París con un cierto desdén. Hay un dicho de librepensador judío sobre París: wie Gott in Frankreich, que viene a significar que hasta Dios pasaba las vacaciones en Francia. ¿Por qué? Pues porque los franceses son ateos y entre ellos hasta Dios se siente libre de cuidados, un fláneur, un turista cualquiera.
Lo que yo, ni siquiera en el último momento, llegué a intuir fue que Ravelstein tenía en París una segunda vida, una vida suplementaria. De aquella breve excursión de despedida volvió alegre, no hizo comentario alguno sobre los amigos franceses que allí había dejado pero estaba muy claro que había hecho lo que tenía que hacer.
Supe, sin embargo, que el doctor Schley había ordenado a Ravelstein que volviera al hospital para realizar «otras pruebas». Nikki lo confirmó, pero añadió que la habitación que quería Ravelstein no estaría disponible hasta principios de la siguiente semana. El domingo por la tarde dio una fiesta con pizza y cerveza, estilo comida campestre, con vasos y platos de cartón. Acababa de comprarse un nuevo equipo de vídeo, demier cri, según dijo él (yo prefería esta expresión a la de «state-of- the-art»).15 Tanto los cantantes como los instrumentistas parecían de tamaño natural, con una inmediatez de jungla tropical. La película que Ravelstein había elegido era una de sus favoritas: La italiana en Argel, de Rossini. Los paneles en los que aparecían los músicos y los cantantes eran planos, delgados, altos, anchos, reales hasta límites insoportables: el arte rearmado por la tecnología, como dijo Ravelstein. Los rostros de los cantantes tenían la coloración de los cristales venecianos y las cámaras arrastraban al espectador hasta la profundidad de sus hermosos ojos oscuros e incluso hasta sus dientes. Ravelstein, con su batín de pelo de camello, estaba acomodado en su canapé admirando y explicando el nuevo equipo..., y también riéndose de la ignorancia de los legos en la materia. Pero no estaba a la altura de siempre y pulsaba continuamente el botón de silencio para hacerse oír. Al final resultó ser demasiado para él, y Nikki tuvo que echarle una mano y sacarlo de la habitación diciendo:
—Demasiada excitación. Se figuraba que hoy podía saltarse la siesta, pero no.
Silenciado el vídeo y silencioso también Ravelstein, tal vez revisando la realidad de su enfermedad y de su muerte desde un ángulo insólito, siguió a Nikki fuera de la habitación. Lo condujimos a su dormitorio con su cama trineo y sus edredones de seda. Cuando se tumbó sobre los almohadones, lo cubrí con los linos y las sedas.
El piso no tardó en vaciarse. Y cuando fueron llegando los rezagados, Nikki, apretando el botón del ascensor para mantener abierta la puerta, les decía:
—Abe estaría encantado de verte, pero está tomando tantos medicamentos que no sabe siquiera en qué mundo vive.
Al día siguiente, cuando Ravelstein sacó a relucir el tema, le dije:
—Nikki fue muy diplomático. No contestó preguntas. Pero la fiesta se disolvió rápidamente.
—El no contesta nunca preguntas, ¿verdad? Hay preguntas no formuladas en todos los rincones, pero él las ignora. Hay que ser fuerte para actuar de esa manera.
—Se encargó de desconectar el vídeo. No creo que yo hubiera sabido hacerlo.
En los últimos días que Ravelstein pasó en su casa, dediqué muchas mañanas a hacerle compañía. Como yo vivía en la misma manzana y no estaba obligado a seguir un horario regular, solía ir a su casa después del desayuno. Nikki, cuya hora normal de acostarse eran las cuatro de la madrugada, dormía como un tronco hasta las diez de la mañana, mientras que Ravelstein pasaba el tiempo dormitando, solo, tumbado en la cama con las gruesas rodillas separadas. Los médicos lo tenían drogado (sedado), pero esto no le impedía pensar, considerar los diferentes problemas de manera esquemática. Incluso cuando dormitaba captabas muchas cosas de su persona simplemente observando su peculiar rostro judío. No se habría podido imaginar contenedor más raro para su raro intelecto. Su calvicie singular, total, casi geológica, presuponía en cierto modo que no tenía nada que ocultar. El habría dicho —en francés, como prefería decirlo todo siempre— que había tenido un succés fou, pero ahora se enfrentaba al cementerio.
Aunque yo era algunos años mayor que él, se consideraba mi maestro. Bien mirado, era lo suyo, él era un educador. Jamás se presentó como filósofo, los profesores de filosofía no eran filósofos. Había tenido una formación filosófica y había aprendido cómo ha de llevarse una vida filosófica. De aquello se ocupaba la filosofía, por eso había que leer a Platón. De haber tenido que escoger entre Atenas y Jerusalén, entre nosotros las dos fuentes primordiales de la vida superior, él habría elegido Atenas, pese a sentir un gran respeto por Jerusalén. Pero en sus últimos días era de los judíos de los que quería hablar, no de los griegos.
Cuando le comenté este cambio, se molestó conmigo.
—¿Por qué no hablar de ellos? —dijo—. En el Sur todavía hablan de la Guerra entre los Estados, pese a que ocurrió hace mucho más de un siglo. En nuestro tiempo se han aniquilado millones de seres, la mayoría no eran diferentes de ti. De nosotros. No debemos volverles la espalda. Moisés se comunicó con Dios, recibió instrucciones suyas. Fue una conexión que ha durado milenios.
Ravelstein siguió un buen rato por el mismo camino. Dijo que se había utilizado al pueblo judío para que toda la especie conociera la medida de la agresividad humana.
—Dicen a la gente que comenzará una nueva era si se termina con la clase dominante o burguesía, si se racionalizan los medios de producción, sí se recurre a la eutanasia en el caso de los incurables. Tras preparar a la gente de ese modo, se le propone eliminar a los judíos. Y el arranque es considerable. Acaban con más de la mitad de los judíos europeos... Tú y yo, Chick, formamos parte de los restantes.
No son las palabras exactas de Ravelstein. Yo parafraseo. Lo que quiso decir fue que nosotros, como judíos, nos hemos enterado de lo que puede pasar.
—No se sabe de qué rincón puede brotar la próxima vez. ¿Del rincón francés? No, no, de Francia, no. Ya se dieron su hartazgo de sangre en el siglo dieciocho y, aunque no les importaría demasiado que se repitiera, esta vez no serán ellos. ¿Y los rusos? Lo de los Protocolos de los Ancianos de Sión fue una pamema rusa. No hace mucho que tú me hablaste de Kipling.
—Sí, de Kipling, maravilloso escritor —dije—. Me mostraron unas cartas suyas y encontré en una ciertas demostraciones airadas contra Einstein. Fue a principios de siglo. Decía que los judíos habían distorsionado la realidad social en beneficio de sus propósitos judaicos. Pero, no satisfechos con esto, Einstein estaba desfigurando la realidad física con su teoría de la relatividad y los judíos trataban de dar un sesgo hebreo al universo físico.
—Tendrás que suprimir a Kipling de tu lista de favoritos, entonces —dijo Ravelstein.
—No, no toleraremos un Indice judío. Además, no conseguiríamos imponerlo, ni siquiera a los lectores judíos. ¿Cómo se va a suprimir a Céline?
A propósito, te presté mi ejemplar de su panfleto Les Beaux Draps...
—No he tenido oportunidad de leerlo.
—Tú tienes debilidad por los nihilistas —le dije.
—Supongo que será porque no sueltan mentiras dictadas por la arrogancia. Me gustan los que aceptan el nihilismo como condición y viven de acuerdo con dicha condición. A los que no soporto es a los nihilistas intelectuales. Prefiero a los que viven con sus perversidades, francamente. Los nihilistas naturales.
—Céline recomendó que se exterminase a los judíos como si fueran bacterias. Supongo que lo diría el médico que había en él. En sus novelas le pesa la influencia del arte como una restricción, pero en su propaganda es un asesino en toda la extensión de la palabra.
Dejamos temporalmente aquella conversación en aquel punto, ya que una vez más la silenciosa ambulancia se acercó a la puerta de su casa y los camilleros, familiarizados ya con la distribución del inmueble, volvieron a pulsar el timbre del montacargas. Ravelstein había entrado y salido tantas veces del hospital que había conseguido sentirse indiferente al hecho.
El doctor Schley no me habló nunca de la enfermedad de Ravelstein. Era un médico extremadamente serio: bajo, tieso, aquilino, eficiente. Se peinaba enhiesto y hacia arriba el escaso pelo que le quedaba, estilo indio iroqués. A mí no me debía explicaciones médicas. Yo no estaba unido a Ravelstein por lazos de sangre. Pero a aquellas alturas Schley había tenido ocasión de ver que Ravelstein y yo éramos muy amigos, por lo que comenzó a transmitirme señales silenciosas..., las que una dama parisina que conocí hace unas décadas en el cabaret ABC me enseñó a designar con el nombre de chanson a la carpe. Parece que nadie ha oído nunca esa expresión, pero puedo jurar que me ciño a la verdad: dos grandes peces entre diáfanas burbujas se comunican en silencio abriendo la boca. Fue así cómo el doctor Schley me notificó que los días de Ravelstein estaban contados. Y Rosamund añadió:
—Éste podría ser el último viaje de Ravelstein al hospital.
Asentí. Nikki, naturalmente, había llegado a la misma conclusión. Había dedicado muchas horas a cumplir encargos, a atender llamadas telefónicas. Era Nikki, no las enfermeras, quien afeitaba a Ravelstein con la maquinilla eléctrica mientras él, con los ojos cerrados, echaba la cabeza para atrás levantando la barbilla. Un pequeño cuenco de plástico debajo de la nariz le suministraba oxígeno.
—Eso tiene mal cariz, ¿no crees? —me dijo Nikki en el pasillo.
—Así es.
—Tiene un encargo para su abogado. Y me ha dicho que avise a Morris Herbst.
No había recuperación posible de aquella enfermedad, como sabíamos todos. La última vez que Ravelstein había sido hospitalizado había organizado seminarios improvisados desde la cama del hospital y los había presidido con brillantez.
Así se las ingeniaba para que siguiera funcionando el vodevil de la docencia. Sus alumnos continuaban sentándose debajo del gran tragaluz de la sala de espera aguardando a que los llamasen y, aunque él seguía llamando por su nombre a alguno que otro, ya no enseñaba ni se dejaba admirar. Yo ya había descubierto en sus movimientos los primeros signos de la muerte que se acercaba: la cabeza convertida de pronto en insoportable carga para los hombros y el cuello, el cambio de color, especialmente debajo de los ojos. Ahora sus opiniones eran más perentorias, ya le preocupaba menos lo que pensasen los demás. Convenía, pues, centrarse en cuestiones neutras. Sobre Vela dijo:
—Cediste..., quisiste venderme un recortable a todo color de aquella mujer, como esas figuras de cartón que en otros tiempos colocaban en los vestíbulos de los cines. Mira, Chick, dices a veces que tú no tienes nada que ocultarme. Pero la imagen de tu ex mujer..., me la falsificaste. Me dirás que lo hiciste en bien del matrimonio pero ¿qué clase de moral es ésa?
—Tienes toda la razón —le dije.
Me había atrapado, no tenía posibilidad de huida. Podría haber añadido, cuando lo acusé de preferir a los nihilistas de sus coetáneos académicos «con más principios», que por lo menos los nihilistas no esgrimían deformidades y falsedades pequeño burguesas a manera de ejemplos de principios elevados e incluso de belleza.
Nikki, el hijo chino de Ravelstein, totalmente ajeno a estas conversaciones, estaba presente en ellas para secarle la cara. Sólo se hacía a un lado delante de los técnicos que acudían a hacerle radiografías o a sacarle muestras de sangre. De vez en cuando, yo ponía la mano en la calva cabeza de mi amigo. Me daba cuenta de que tenía necesidad de que lo tocasen. Me sorprendió descubrir que tenía en el cráneo un invisible rastrojo. Al parecer, había decidido que prefería la calvicie total que unos cabellos endebles y se afeitaba la cabeza al igual que las mejillas. En cualquier caso, era una cabeza que ya rodaba hacia la tumba.
—¿El día es oscuro? —me preguntó—. ¿O soy yo que estoy de un humor lúgubre?
—No eres tú. Hay nubes muy espesas.
Pero no era habitual que Ravelstein se preocupase del tiempo. El tiempo debía adaptarse a lo que pensaba la gente que importaba realmente y a veces me había censurado por «verificar lo externo»... o por tener un ojo en las nubes.
—Puedes contar con que la naturaleza hará lo que viene haciendo desde siempre. ¿Crees que puedes irrumpir en la Naturaleza y discernir en ella? —me diría.
Pero ahora raras veces tenía estos momentos de brillantez. A menudo parecía comatoso..., lo que hacía que Rosamund murmurase, llena de ansiedad:
—¿Sigue ahí?
Algunas veces yo no lo sabía muy bien. En repetidas ocasiones habían dejado claro que no sobreviviría y allí estaba, tendido, respirando irregularmente, con un estante atiborrado de frascos de medicamentos junto a su cabeza, detrás mismo de sus conspicuas y grandes orejas. A ratos tenías la impresión de que debía de preferir ir medio dormido al encuentro de la muerte. O tal vez reflexionaba sobre algo que no tenía interés en exponer. Se había consagrado sobre todo a los dos polos de la vida humana —religión y gobierno—, según los había calificado Voltaire. Ravelstein no creía que Voltaire fuera serio en el aspecto intelectual, pese a lo cual a veces hacía convenientes compendios. Y ahora Ravelstein añadiría que Voltaire, famoso por sus campañas —«Ecrasez l’infame!»—, odiaba de manera violenta a los judíos. Y todavía había otra diferencia física que observar. El cuerpo de Ravelstein, tendido en la cama, era de una gran largura, medía casi los dos metros, y la bata que llevaba, que a los pacientes les llegaba normalmente a los tobillos, a él le terminaba en las rodillas. En su cara, el grueso labio inferior dibujaba una curva afectuosa, pero la nariz, grande, era severa. Respiraba por la boca. Su piel tenía la textura de la fécula hervida.
Me di cuenta de que seguía un rastro de ideas o de esencias judaicas. Era raro ahora que, en una conversación, saliera a relucir Platón o Tucídides. Ahora las Sagradas Escrituras lo desbordaban. Hablaba de religión y del difícil proyecto de ser hombre en el sentido pleno, ser hombre y nada más que hombre. A veces era coherente. Las más de las veces me desorientaba.
Cuando se lo comenté a Morris Herbst, éste dijo:
—Por supuesto que seguirá hablando sin tapujos mientras le quede un soplo de aire en el cuerpo. Para él esto es prioritario porque está conectado con el gran mal.
Entendí muy bien a qué se refería. La guerra había dejado claro que prácticamente todo el mundo estaba de acuerdo en que los judíos no tenían derecho a la vida.
Son cosas que te penetran hasta los huesos.
Hay algunos que pueden optar, su atención se ve solicitada por ésta u otra cuestión y, acosados por diferentes cuestiones, optan por la que más se acomoda a sus inclinaciones. Pero en el caso de «los elegidos» no hay opción. Nunca se había oído hablar de un odio de tales proporciones, nunca se había sentido, nunca se había negado de tal forma el derecho a la vida, y la voluntad que reclamaba muerte se había visto confirmada y justificada por el inmenso acuerdo colectivo de que el mundo mejoraría con la desaparición y extinción de aquellos seres. Rismus: ésa era la palabra que empleaba el profesor Davarr para designar la agresión, el odio, la determinación de desembarazarse de la población intrusa despachándola en hornos crematorios o en fosas comunes. No es preciso profundizar más en la cuestión. Pero la conclusión a la que personas como Herbst y Ravelstein habían llegado era que es imposible librarse de los propios orígenes, es imposible no ser judío. Los judíos, según Ravelstein y Herbst, de acuerdo con la línea trazada por su maestro Davarr, eran, desde el punto de vista histórico, testigos de la ausencia de redención.
Así pues, mientras se moría pensando en estas cuestiones, Ravelstein formuló lo que habría dicho sin poder extraer sus conclusiones. Y una de dichas conclusiones era que todo judío debe interesarse profundamente en la historia de los judíos, en sus principios de justicia, para poner un ejemplo. Pero no todos los problemas pueden resolverse. ¿Qué podría haber hecho Ravelstein?
De todos modos, él ya no estaría presente para hacer nada. En ese caso, ¿qué sugerencia importante podía hacer a sus amigos? Lo primero que hizo fue hablar de las grandes fiestas que ya se aproximaban y decirme que llevara a Rosamund a la sinagoga. Herbst tenía la plena seguridad de que Ravelstein indicaba con ello el mejor camino para el pueblo judío, el cual no poseía nada más valioso que su legado religioso.
Herbst y Ravelstein eran muy amigos desde hacía cuarenta años, la época en que eran estudiantes, por lo que me convenía recurrir a Herbst para que me guiase. Pero si lo hubiera acribillado a preguntas, me habría visto envuelto en justificaciones que no tenía estómago para aguantar. Ravelstein se moría, tendido en la cama cuan largo era, totalmente cubierto con la ropa, los ojos cerrados. O dormía o quizá pensaba lo que pueda pensarse en los últimos días. Creo que procuraba hacer lo que puede hacerse en esos momentos finales, y cuando digo hacer me refiero a hacer por aquellos que tenía bajo su cuidado, por sus alumnos. Yo era demasiado viejo para ser alumno suyo, Ravelstein no creía en la educación de los adultos. Para mí era demasiado tarde para entrar en Platón. Eso que la gente llama cultura no es más que una palabra fantasiosa para encubrir su ignorancia. Ravelstein decía a veces que yo era sonámbulo por elección, lo que no significaba que no fuera educable sino que me correspondía a mí decidir cuándo me consideraría preparado para ponerme en marcha.
Cuando me dicen algo muy importante, lo entiendo bastante bien, si bien me niego de plano a asimilarlo. No se puede decir que sea una tozudez de tipo corriente.
Ahora bien, no son muchos aquellos con quienes se puede hablar de esas cuestiones. Es una lástima. Como se nos conmina tan a menudo a emitir juicios, el uso o el abuso constante acaba endureciéndonos de una manera natural. Ya no distinguimos lo original, lo nuevo; al final ya no somos capaces de conmovernos delante de un rostro, de una persona. Y aquí es donde entra en escena Ravelstein. El te hacía volver el rostro hacia lo original. Te forzaba a que reabrieras lo que tú mismo habías cerrado.
Un día llegué al extremo de dictar algunas notas sobre el tema y mi secretaria de entonces, Rosamund, hizo un comentario personal insólito. Me dijo:
—Creo que sé de qué estás hablando.
Con el tiempo he ido convenciéndome de que, en efecto, era así.
Nikki, el heredero de Ravelstein y quien presidió el luto —los rivales fueron numerosos—, ocupó su piso, situado a la vuelta de la esquina desde mi casa. Entre su inmueble y el nuestro había un espacio cubierto de césped con niños que retozaban y aprendían a lanzar la pelota y a cogerla al vuelo. Desde la ventana de mi dormitorio veía al otro lado lo que un tiempo fuera la casa de Ravelstein. Se veían luces. Ya no se celebraban fiestas. Pero había algo peor, como Rosamund dijo acertadamente:
—Este vecindario se ha convertido en un cementerio, una comunidad de muertos. No puedes dar un paseo sin señalar con el dedo puertas y ventanas de viejos amigos y conocidos. No puedes dar una vuelta a la manzana sin recordar a viejos compañeros y compañeras. Ravelstein era muy querido, uno entre un millón, pero él te diría que llevas encima una sobrecarga de depresión.
Rosamund opinaba que debíamos mudarnos. Disponíamos de la casa de New Hampshire y, por otra parte, una universidad de Boston me había invitado a dar unos cursos de tres años que Ravelstein y yo habíamos dado juntos para que yo, lo mejor que pudiera, los diera solo. Nos ofrecían un alojamiento cómodo en la zona de Back Bay. Ella se las arreglaría sola para el traslado, de eso no tenía que preocuparme lo más mínimo. Como el piso de Back Bay estaba totalmente amueblado, podíamos subarrendar el del Medio Oeste. Siempre nos quedaría el recurso de volver si no estábamos a gusto en el Este. Allí, por lo menos, no existiría el temor de ver las ventanas de Ravelstein al otro lado del césped.
—Y como regalo especial...
Rosamund me mostró unos deslumbrantes folletos de viajes a todo color..., playas bañadas de sol, colinas boscosas, palmeras, pescadores locales. Lo que me estaba proponiendo eran unas vacaciones caribeñas. Descargaríamos el equipaje en Boston y nos desharíamos de las cajas de cartón en las que habíamos transportado nuestras cosas. Seguidamente tomaríamos el avión rumbo a Saint Martin vía San Juan. Una vez allí, nos dejaríamos flotar en la pereza, soñaríamos a orillas de aquel mar cálido, recargaríamos las baterías vitales.
—¿De dónde has sacado toda esa fabulosa propaganda turística, Rosamund? ¿Saint Martin? ¿No es dónde van los Durkin?
—No importa. Son buenos amigos nuestros. Ellos saben muy bien lo que te conviene. Las Indias Occidentales te quitarán todas esas capas de estrés que llevas encima y en seguida te sentirás estupendamente, con fuerzas suficientes para emprender las memorias de Ravelstein. Bueno, no es que te proponga unas vacaciones para trabajar —dijo Rosamund—. Supongo que ya habrás estado en el Caribe.
—Sí.
—¿Y no te gusta?
—En conjunto el Caribe es como unos inmensos barrios bajos pero tropicales... Yo acostumbro a visitar la zona de Puerto Rico. Garitos donde se juega fuerte, una vasta laguna hedionda, oscura y fangosa..., multitudes de nativos que se ve a la legua que viven mal. Los europeos aterrizan allí en vuelos charter y, cuando se van, se llevan la impresión de que los americanos lo han embarullado todo y de que Castro se merece el apoyo de escandinavos y holandeses independientes e inteligentes.
Al final Rosamund se salió con la suya. Descubrí, sin embargo, ya en los primeros días de nuestro matrimonio, que siempre que se salía con la suya ponía mis intereses delante de los suyos. Los Durkin nos recomendaron un pequeño apartamento en la playa. Facturamos el equipaje, la ropa de verano, los papeles, los trajes de baño, los filtros solares, las sandalias, los repelentes de insectos. San Juan nos pareció esplendoroso, por lo menos, al borde del mar. Debíamos matar el tiempo entre los vuelos y lo matamos en el bar del mejor hotel. Allí nos sentamos junto a un americano que bebía a más y mejor y que nos contó que su mujer había contraído una enfermedad desconocida. Nos dijo que se veía obligado a hacer continuos viajes desde Dallas, donde tenía un negocio, al gran hospital de dimensiones industriales de San Juan, en el que su mujer se encontraba sometida a tratamiento. Se había pasado varias semanas sin poder hablar y quizá sin oír lo que le decían..., ¿quién habría podido asegurarlo? Su mujer estaba inconsciente. No abría los ojos, tal vez no podía.
—No responde. Me siento un idiota cuando le hablo.
Cuando nuestro autobús estuvo a punto, lo dejamos en el bar. Era como un farallón de arenisca roja con un voladizo cubierto de hierba descolorida. A Rosamund le costó abandonarlo viéndolo tan desgraciado..., ella es así. Pero el hombre no respondió cuando le dijimos adiós.
Alrededor de media hora más tarde, así que aterrizamos en Saint Martin, tuvimos que pasar por el hangar de inmigración, una enorme cabaña Quonset de metal verde corrugado. En los trópicos todo parecía tener un carácter provisional. Delante de un mostrador oficial y bajo unas luces que crepitaban tuvimos que hacer cola para satisfacer unas tasas y hacer que nos sellaran el pasaporte. Después montamos en un taxi, que nos condujo al extremo francés de la isla. La patrona estuvo antipática con nosotros porque la habíamos tenido levantada hasta tan tarde. Hacía poco rato que estábamos en la cama cuando llegó un hombre enfurecido que comenzó a dar puntapiés y puñetazos en la puerta de la casa y a desgañitarse gritando que mataría a la mujer.
—Como la cadena de seguridad no aguante, esto puede acabar en asesinato —dije.
Pero acudió un coche de policía con muchos destellos de luces en la capota y se llevó al individuo.
—¿Tú qué piensas? —dijo Rosamund.
Recuerdo que respondí que aquello podía ser normal dado el clima. Fabuloso pero inestable.
Me negué a dejarme cautivar por el lugar. Tal vez eran los años. Yo había sido en otros tiempos un viajero despreocupado; ahora, en cambio, siempre olfateo las sábanas cuando me acuesto. Y lo que aquella noche olí en ellas y en las almohadas fue detergente y, en el cuarto de baño, la fosa séptica que había debajo.
Pero despertamos a una mañana tropical despejada y poblada de lagartos y gallos. En el océano, delante mismo de nosotros, los yates remolcaban botes neumáticos. En el campo de aviación no paraban de despegar y aterrizar aviones. Pero la playa era hermosa, firme, amplia, bordeada de árboles y arbustos floridos, y a través del aire viajaban multitud de mariposas amarillas. En el lado interior de la casa se levantaba un árbol espléndido con una pesada carga de limas. Detrás había una colina escarpada.
Para tomar el café matinal caminábamos hasta el otro extremo de la calle principal. En los bares y panaderías se hablaba una especie de francés. Nos sentábamos en la terraza y nos dedicábamos a mirar. ¿Qué se podía ver? ¿O qué se podía hacer? Para empezar, comprar las cosas esenciales diarias. Después, nadar. En la bahía rara vez había oleaje. Podías quedarte horas flotando boca arriba en el agua o secarte en la arena. También podías pasearte junto a la orilla y observar a las mujeres desnudas de cintura para arriba tomando el sol o exhibiendo los pechos. Naturales, supongo. Los ojos de aquellas mujeres te informaban, sin embargo, de que, si les dirigías la palabra, no pensaban responderte.
Cuando volvíamos ya estaban abriendo los chiringuitos donde servían comida. Unas veinte parrillas, apretujadas, ofrecían costillas, pollo y langosta entre llamaradas chisporroteantes, más llamas que las necesarias para una cocina sensata. Cada chiringuito tenía su agente promotor, un tipo todo sonrisas, que gritaba y agitaba con la mano langostas vivas, agarradas por las antenas o por la cola. Si se desprendía alguna parte de la criatura y ésta caía al suelo, el incidente formaba parte de la fiesta.
—Vayámonos de aquí —dijo Rosamund.
Se lamentaba del humo de las parrillas, decía que le irritaba los ojos. Lo que no podía soportar, en realidad, era la tortura de las langostas. En New Hampshire, cuando veía una salamandra en la carretera la recogía y la llevaba a un lugar seguro.
—A lo mejor no quiere estar donde la pones tú —yo le decía.
Reconozco que no estaba bien que yo me tomara a broma sus impulsos humanos. Tener el corazón tierno es un problema molesto para todos. El que lo tiene deja que el más duro diga:
—Es la ley de la vida. Hay que comer. ¿Acaso los crustáceos no son caníbales?
Pero eso es evasión. Uno salpica su «interpretación» con la ciencia aprendida en los libros escolares. ¿Es verdad que esas langostas acorazadas regeneran las pinzas cuando las pierden? No parece sino que las clases de ciencias que nos dieron tuvieran como único propósito armar de dureza nuestro corazón. O, por lo menos, refinada. Polonio está en un banquete, no un lugar donde come sino donde lo comen los gusanos..., la recompensa a toda una vida de banquetes.
No puedes utilizar tu cinta métrica humana con ninguna finalidad. Aún no has conseguido tener a raya a tus muertos, cuando descubres de pronto que te tienen rodeado. ¿Qué habría dicho de esto Ravelstein? Pues él habría dicho:
—Remilgos de muchachas.
Con lo que tal vez habría querido decir:
—Rosamund es un ser humano de corazón tierno, tiene que resolverlo ella sola. Es una cuestión en la que los adultos deben reflexionar profundamente. En cuanto a las salamandras rojas, quizá se podrían incorporar a la salsa de los espaguetis...
En Saint Martin estábamos instalados en una casa de dos pisos en el extremo más bajo de la bahía, el oriental. Debajo de nosotros, una familia de turistas procedentes del norte de Francia se habían adueñado del jardín. Pero ellos estaban en famille mientras que nosotros no teníamos una necesidad especial del mismo. Lo que nos interesaba era la playa, que se extendía al otro lado de una tapia baja. Nos encontrábamos a unos diez metros del borde del agua. Una barca con el fondo de vidrio llevaba regularmente a los turistas a los arrecifes de coral situados al Norte.
Menos mal que tenía a mano la bahía. Nos brindaba un cercado. Agradezco los límites. Me gusta tener unas líneas trazadas a mi alrededor. Yo no estaba allí para batallar con los mares, sino para nadar y flotar tranquilamente. Para abrir mis pensamientos a Ravelstein. Rosamund solía remolcarme o sostenerme en el agua hasta la altura de los hombros. Pasaba los brazos por debajo de mi cuerpo y me llevaba caminando de aquí para allá. No era una mujer fuerte, no le hacía falta serlo. Parece que se flota mejor en el agua de mar, no hay que porfiar para mantenerse a flote, como ocurre, por ejemplo, en un lago o en un estanque. Rosamund es de complexión delgada, pero no flaca ni abrupta. Los cabellos castaños le caen sobre los hombros. Son un bien ilimitado. Sus ojos almendrados, en cambio, son azules, no castaños como cabría esperar de sus cabellos oscuros. La tonada que cantaba mientras hacía navegar mi cuerpo sobre el agua era del Salomón de Hándel. Lo habíamos escuchado en Budapest hacía unos meses. «Vive siempre, feliz, feliz Salomón», cantaba Rosamund. El coro que sólo entonaba su voz tenía debajo el susurro del agua del mar. Tendido en sus brazos, yo contemplaba las mariposas de color amarillo pálido que revoloteaban en lentos remolinos, arracimadas a centenares. Debía de ser su época de apareamiento. Y por encima de la calle principal se veía flotar la nube de humo de las barbacoas, mientras los pregoneros de los chiringuitos, hijos de Belial, cegados por el sol, debían de reírse y agitar en el aire las langostas vivas asidas por las antenas para tentar con ellas a los turistas.
Me di cuenta de que nunca encerraría en mi corazón aquel paraíso tropical. En lugar de ello, mientras Rosamund con su hermosa voz cantaba «Vive siempre», pensé en Ravelstein encerrado en su tumba, junto con todos sus dones, su talante y su intelecto ramificándose incesantemente, todo lo cual, ahora, se había quedado absolutamente inmóvil. No creo que, cuando me pidió que escribiera unas memorias sobre su vida, esperase que yo me centrara en lo que era característico..., característico en mí, es lo que quiero decir, naturalmente.
Rosamund y yo trocamos nuestros papeles y ahora fui yo quien la transporté a ella a través del agua. La arena bajo nuestros pies formaba crestas al tiempo que la superficie del mar se rizaba y, dentro de la boca, el paladar duro estaba también recorrido por crestas.
—¿Nos paramos en Le Forgeron camino de casa y reservamos mesa para esta noche? Está en la playa, a unos cinco minutos.
Roxie Durkin nos había dado una nota para Monsieur Bédier, que regentaba el lugar. Rosamund ya había encargado la cena. En materia de restaurantes, se podía confiar en los Durkin. En los últimos años de vida de Ravelstein se habían visto a menudo con él. Habíamos cenado juntos muchas veces en el barrio griego o en el club de Kurbanski.
Los Durkin habían sido muy atentos con nosotros. Sólo nos habían pedido un favor a cambio. Durkin, que era abogado, se había llevado unos enormes volúmenes a Saint Martin y se había olvidado de copiar varios pasajes relacionados con un caso que estaba al caer. Nos pidió, a manera de favor especial, que los localizásemos y se los enviásemos por correo electrónico. Rosamund me había recordado en varias ocasiones los volúmenes en cuestión. La patrona hizo que una sirvienta nos los subiera a nuestro pequeño apartamento.
Aquella noche fuimos andando hasta Le Forgeron a través del frescor de la playa. Rosamund llevaba los zapatos y las sandalias en una bolsa de redecilla. Nos calzamos antes de atravesar la puerta por el lado del océano. En el jardín había un agradable goteo de agua, parras y arbustos, flores. Madame Bédier, que trabajaba en la cocina, no se fijó en nosotros. Monsieur Bédier echó un vistazo a la nota amable y cordial de Roxie sin mostrar un verdadero interés. Era un hombre alto, calvo, de constitución fuerte, en su organización física había una especie de violencia. El mensaje que transmitía, de haberlo podido expresar en palabras, habría sido:
—Estoy dispuesto a hacer todo lo que un client me pida, pero estoy sometido a una presión tan tremenda que puedo estallar de un momento a otro.
El era el único camarero y el lugar estaba a tope. No lo ayudaba nadie. Su mujer se encargaba ella sola de la cocina. Pese a lo cual, los turistas, como Monsieur Bédier procuraba que quedase muy claro, no eran sus iguales socialmente hablando.
Fui consciente de la influencia de Ravelstein cuando tracé aquel bosquejo. Habría podido admitir igualmente que a menudo participaba en los hechos de la vida diaria. Esto obedecía a la fuerza de su personalidad. También era porque su vida tenía más estructura interna que la mía y yo me había hecho dependiente de su poder para ordenar la experiencia. O quizá era porque él deseaba persistir. El, por su parte, también me necesitaba. Son muchos los que quieren verse libres de los muertos. Yo, en cambio, tiendo a aferrarme a ellos.
Me acosa el presentimiento insistente —tendría que haber quedado aclarado a estas alturas— de que no se han ido para siempre. El propio Ravelstein habría apartado a un lado estas ideas tachándolas de infantiles. Bien, tal vez lo sean. No estoy discutiendo un caso, me limito a informar de una situación. Sé que cuando se reconoce este tipo de fantasías uno pierde respetabilidad intelectual. Hasta yo mismo, puedo asegurarlo, cedo ante la opinión aceptada. Pero tiene que haber explicaciones simples que justifiquen la persistencia de Ravelstein en mi vida diaria. Por algo, cuando murió, me apercibí de que yo tenía la costumbre de contarle todo lo que me había ocurrido desde la última vez que nos habíamos visto.
Con todo, él tenía curiosas maneras de presentarse y tal vez acuda de manera tortuosa desde el sitio donde esté, dondequiera que sea. No quisiera que esto pareciera una argumentación sobre la vida después de la muerte. No me siento inclinado a argumentar. Lo que ocurre es que no puedo dejar de procesar una información por el simple hecho de que no es intelectualmente respetable.
Ahora bien, ¿qué nos recomendaba Monsieur Bédier de Le Forgeron aquella noche para cenar? Pues cubera roja, servida fría con mayonesa. Rosamund pidió otro pescado. Ninguno de los dos estaba bien cocido. La cubera, servida a temperatura ambiente, estaba pegajosa. La mayonesa parecía pomada de cinc.
—¿Qué tal está? —preguntó Rosamund.
—Crudo.
Tras probarlo, opinó como yo que no estaba bien cocido. El interior estaba crudo.
—Díselo al patrón. Tú puedes hablar en francés con él.
—Su inglés es mejor. A la gente no le gusta caer en la trampa de conversaciones idiotas. ¿Por qué tiene que engañarme en francés? Pensará que mejor que haga un curso en la Berlitz.
No pude acabarme la cubera. La cena fue interminable.
Rosamund dijo:
—Una noche perdida... No entiendo cómo pueden preparar una comida tan mala en un sitio tan bonito como éste.
No es lícito servir cenas incomestibles junto a este mar cálido, tropical, y con luna para rematar el cuadro. Un restaurante situado a una distancia de diez minutos a pie desde tu casa habría sido el sueño de una desposada: ni compras, ni mondar nada, ni cocinar, ni servir, ni lavar platos, ni hacer basura. Alrededor de la medianoche se produjo un descanso pasajero del tráfico aéreo. Muy pronto hube de enterarme de los muchos aviones de propiedad privada que aterrizaban en el aeropuerto local, lo que me reveló la opulencia y las habilidades que como piloto tiene un considerable sector de la población americana, mexicana, venezolana, hondureña, e incluso los deportistas italianos y franceses, personas a quienes les gusta que la realidad siga sus pensamientos. Uno piensa en un sitio y en cosa de horas ya puede estar en él. En el siglo dieciséis, los viajes que los españoles hacían por mar a veces duraban meses. Hoy uno puede jugar al golf en Venezuela y cenar esa misma noche en el Yucatán. Y estar de regreso en Pasadena por la mañana, con tiempo suficiente para el Orange Bowl.
Cuando uno se detiene a reflexionar sobre esas personas lo bastante ricas para circular zumbando por ahí, trazando itinerarios y cubriendo tantísimos kilómetros a base de gastar gasolina, acaba sintiendo como fatiga propia toda esa fatiga producida por tantas horas de vuelo.
Pero se dio el caso de que Bédier de Le Forgeron me contaminó.
Cada vez que me quejaba de cansancio y de falta de energía, Rosamund me decía que era la fatiga acumulada y que a ella se añadían las preocupaciones y el pesar que sentía. También ella estaba triste por lo ocurrido al pobre Ravelstein, víctima de sus temerarios hábitos sexuales. Rosamund no era de las que hacen oídos sordos a las quejas de los demás, sino que les prestaba la máxima atención sin muestra alguna de irritabilidad. Me decía que es habitual que las vacaciones comiencen con esta sensación de agobio y de sentimientos negativos. Me acariciaba la cara con cariño y me decía que me recuperaría durmiendo.
Yo seguía sus consejos pero no me sentía mejor. La toxina transmitida por el pescado era resistente al calor, según hube de saber después, y ni la ebullición ni la cocción al horno bastaban para neutralizarla. Como me enteraría más tarde en Boston, el cuerpo no tardaba en excretar la toxina de la cigua, pero nunca antes de que ya hubiera dañado radicalmente el sistema nervioso. Era algo muy parecido al síndrome de Guillain-Barré que había afectado a Ravelstein. Uno de los primeros síntomas es la aversión repentina a la comida. Me repugnaba incluso mirarla. Acabé aborreciendo cualquier olor a comida. Lo único que me sentía capaz de cenar eran palomitas de maíz con un poco de leche. No cesaba de repetir a Rosamund que aquello redundaba en beneficio: estaba perdiendo el exceso de peso. Como todos los habitantes de Estados Unidos, le dije, estaba sobrealimentado.
La familia francesa que habitaba el piso inferior había venido de Ruán para estar a sus anchas y vagar a su antojo, sin constricción alguna, en el trópico. Nadaban en el mar apacible al igual que Rosamund y yo. Nos secábamos en la playa y conversábamos agradablemente. Pero los olores que subían de su cocina se me hicieron insoportables. Le dije a Rosamund:
—Pero ¿qué mierda cocinan?
—¿Tan mala te parece? —dijo Rosamund.
Seguidamente le di una conferencia sobre la decadencia de la cocina francesa.
—Antes se comía bien en cualquier bistrot. Tal vez el turismo tenga la culpa de que el nivel haya bajado de ese modo. ¿O será que la desaparición de los campesinos ha arruinado la cocina francesa?
—Uno de los placeres de vivir contigo, Chick, es que sabes tanto de todo. Pero me doy cuenta de que has perdido el apetito por completo. Yo tengo mi teoría propia al respecto: estás tan agotado, tan exhausto y acabado, que este lugar es demasiado tranquilo para ti. Lo que te ocurre es que estás sometido a una presión excesiva.
Era evidente que le preocupaban la fuerza y la violencia de mis reacciones.
—Tengo que huir de este espantoso hedor a comida.
—Salgamos, pues.
—Sí, salgamos. Tú necesitas comer, Rosamund, tú tienes que cenar bien. Yo no tengo apetito, pero me gustará que comas.
Las noches en esa isla eran inquietas, mi corazón se portaba mal. Había aumentado la dosis de quinina que me había recetado el doctor Schley, el cardiólogo. Me tragaba las tabletas con vasos de agua de quinina. Tenía la cabeza bastante clara pero me notaba entumecidas las plantas de los pies.
—Siento en los pies un estremecimiento muy desagradable —dije.
—A lo mejor es por la manera de sentarte. Procura estar de pie. Quizá tomas un exceso de quinina —dijo Rosamund.
—El doctor Schley me dijo que tomara toda la que quisiera para solucionar lo de la arritmia, las fibrilaciones. ¡Dios santo, hoy en día todo el mundo parece médico!
Nos paseábamos por la playa para huir de aquella peste a pollo y a langosta que emanaba de los chiringuitos de la calle principal. En Le Forgeron, el patrón, ocioso en la entrada de su establecimiento, hacía como que miraba el mar y no me devolvió el saludo.
—Estar a ocho mil kilómetros de Francia lo emancipa de la politesse —dije.
—No volveremos a su restaurante...
—Machts nicht. Es un cerdo a quien le enseñaron buenas maneras, pero no se le han quedado. Hay gente horrible en todas partes. No se pueden pedir peras al olmo.
Yo no sabía lo enfermo que estaba. Lo único que sabía es que me sentía terriblemente irritable, me había salido de los raíles, estaba un poco trastornado. Me daba cuenta de que no hacía más que repetir las mismas cosas y de que Rosamund estaba angustiada. Rosamund no sabía qué hacer. Probablemente se sentía culpable de haberme traído a aquel lugar. Vale la pena que describa una de mis obsesiones. Muchas veces había dicho a Rosamund que uno de los problemas que comporta la vejez es la rapidez con la que transcurre el tiempo. En varias ocasiones le había comentado que los días pasaban raudos «como las estaciones subterráneas vistas desde un tren expreso». Para ilustrárselo le había citado La muerte de Ivan Illych. En la infancia los días son muy largos pero en la vejez pasan en un vuelo, «más veloces que la lanzadera», dice Job. Ivan Illych también habla de la lenta ascensión de una piedra lanzada al aire. «Cuando vuelve a la tierra, se acelera a razón de nueve metros setenta y cinco centímetros por segundo.» Estamos bajo el influjo del magnetismo gravitacional y todo el universo participa en esa aceleración del final de cada uno. Si pudiéramos recuperar la plenitud de los días que vivimos en nuestra infancia... Pero a mí me parece que nos familiarizamos demasiado con los datos de la experiencia. Nuestra forma de organizar los datos que se precipitan al estilo gestalt —es decir, en formas progresivamente más abstractas— acelera las experiencias convirtiéndolas en una comedia que es un peligroso desbarajuste proyectado hacia adelante. Nuestra necesidad de eliminación rápida suprime los detalles que seducen, atraen o entretienen a los niños. El arte es lo único que se salva de esta aceleración caótica. La métrica en la poesía, el compás en la música, la forma y el color en la pintura. Tenemos la sensación de que aceleramos la velocidad con la que corremos hacia la tierra y que acabaremos estrellándonos en la tumba.
—Ojalá que no fueran más que palabras —dije a Rosamund—, pero es una sensación que tengo todos los días. Impotentes, esos pensamientos se van comiendo lo que me queda de vida...
La pobre Rosamund tenía que escuchar toda esta paparrucha noche tras noche a la hora de cenar..., y pensar que aquellas vacaciones caribeñas tenían que ser unas vacaciones románticas, una especie de luna de miel...
—¿Hablaste de esas cosas con Ravelstein?
—Pues..., sí, las hablé con él.
—¿Y él qué decía?
—Decía que Ivan Illych había hecho un mariage de convenance y que si él y su mujer se hubieran querido, habrían visto las cosas con ojos diferentes.
—Pero los pobres se odiaban —dijo Rosamund—. Leer su historia es como pisar cristales rotos. Una pesadilla.
Era muy inteligente, Rosamund. No sólo podíamos hablar sino que teníamos la seguridad de que nos entendíamos.
Pasamos a enfrascarnos en los libros que nuestro amigo Durkin nos había pedido que examináramos y trabajamos juntos en las páginas que nos había pedido que le copiásemos. La verdad es que se trataba de muy poco trabajo y que Rosamund se encargó de la mayor parte del mismo. Allí no había máquinas fotocopiadoras para libros de aquellas dimensiones. Yo leía en voz alta los extractos y Rosamund los copiaba en su procesador de textos. Si en un primer momento el material apenas despertó mi interés, no tardó en absorber mi atención. No me refiero al aspecto legal, el pleito por una cuestión de derechos de autor presentado por el cliente de Durkin. El autor del diario en el que el libro estaba basado era un médico americano que había pasado años en la selva tropical de Nueva Guinea con una beca destinada a investigación concedida por el Instituto Nacional de Esto y lo de Más Allá, un hombre que hablaba la jerga o jerigonza de la isla. El hecho de estar bien escrita hacía la crónica más convincente y, en algunos momentos, supermemorable. En ella se describía un acantilado cubierto de grandes flores como una «cascada de orquídeas carmesí». Había muchos pasajes recargados, pero estaban justificados como respuesta a lo recargado de la naturaleza. Su objetivo era decididamente científico, el artículo tenía importancia global y era absorbente por lo humano. Comenzaba describiendo la escasez de proteínas en la dieta de las tribus que había estudiado. Decía que, en las guerras primitivas, los nativos no podían permitirse el lujo de desperdiciar los cuerpos de sus enemigos.
Pero mi interés primordial no se centraba en la especulación científica. Ya he dicho en diversas ocasiones que mi especialidad son los detalles corrientes de la vida diaria. Ravelstein también lo había señalado diferentes veces: lo mío no eran los noumena o «las cosas en sí», yo dejaba ese tipo de cosas a los «Kants» de ese mundo. Cuerpos negros sin cabeza en una jungla donde se derraman desde centenares de metros cascadas de orquídeas carmesí no serían más que fenómenos, ¿o no? Los hombres, recién asesinados, eran descabezados. Las cabezas quedaban aparte. El investigador que se encargó de registrar estos hechos dijo que las cabezas eran la moneda utilizada para la compra de mujeres. Esa era la razón de que los cazadores de cabezas cazaran cabezas. Pero aquel investigador americano se había sentido atraído hacia aquel escondrijo al borde del agua no porque le interesasen aquellos esforzados guerreros sino por el olor a carne asada.
«Era exactamente aquel mismo olorcillo de la cocina de mi casa, la tajada de carne en el horno. O el pavo del Día de Acción de Gracias. Igual de apetitoso. La carne humana también excita las glándulas salivares... Los guerreros me ofrecieron un poco del shish-kebab humano. Las víctimas estaban boca abajo. El suelo estaba empapado de sangre roja. Los vencedores encontraban cómica la expresión de mi rostro. “¿Qué pasa? Es carne, una carne como otra cualquiera”, decían.»
De hecho, el autor se extendía más de lo necesario en la incitante fragancia de la carne. Los cazadores le explicaron que, de haber caído ellos en la emboscada, ahora serían ellos los muertos y suya la carne que los otros se comerían. Entre nosotros, aquello habría podido ser una racionalización. En el caso de ellos, era una realidad de la vida. En la jungla no abunda la caza. Los cazadores acostumbran a estar agotados y tienen una gran necesidad de comida. El americano seguía con sus reflexiones en torno a Leningrado en los tiempos del sitio al que los nazis sometieron la ciudad y también hablaba de los soldados japoneses que, acorralados en las selvas de Filipinas, se comían sus muertos, y mencionaba igualmente a los atletas sudamericanos cuyo avión se estrelló en los Andes. A buen seguro que nuestros propios nihilistas, que afirman que todo está permitido, también estarían de acuerdo en que el canibalismo es algo perfectamente lógico. El investigador americano escribe:
«Pero lo que me ponía las cosas más difíciles era el apetitoso olor del asado de muslo humano amputado de un cadáver aún sangrante en aquel paraíso de flores. Aquello era para mí lo más duro de superar. No las cabezas que llevaban los guerreros asidas por los cabellos cuando salían a cortejar.»
Rosamund, advirtiendo al fin que yo estaba realmente enfermo —pese a que yo lo negaba—, recorrió varios kilómetros a pie a través del humo y las fogatas de las parrillas alineadas a lo largo de la acera en busca de un pavo estilo Día de Acción de Gracias. No hubo manera de encontrar ninguno. No parecía sino que las flacuchas gallinas locales criasen pelo, no plumas. En el fondo de un congelador del mercado encontró unos paquetes de muslos y alas de pollo petrificado. Dijo Rosamund que, después de soltar el líquido, tenían mucho peor aspecto que antes. En aquella isla de ñames y cocoteros no había vegetales que cocinar. Pese a ello, Rosamund se las ingenió, tras horas de denodados esfuerzos, para hacer una sopa de pollo. Movido por la gratitud, quise hacer un chiste con mi incapacidad de comerla... recordando a una mujer inmigrante de mi infancia que había dicho:
—Mi Joey no quiere comer un cucurucho de helado, vuelve la cabeza a un lado. Si no puede lamer un helado quiere decir que está muy mal.
Tal vez porque sentía los trópicos como una amenaza de muerte, el instinto me decía que me tomase las cosas por el lado cómico. Por un lado no me quitaba de la cabeza que aquella tierra era más porosa que la nuestra. No era tan compacta como en el Norte. Debía de ser más difícil enterrar un cadáver en aquel suelo coralino en proceso de putrefacción. De todos modos, no pensaba suscitar un tema tan desatinado como aquél cuando hablase con Rosamund. No hacía más que lamentarse de haberme embarcado en unas vacaciones tan deliciosas como aquéllas..., pese a lo cual, yo sabía que podía confiar en que Rosamund haría lo más conveniente. Me sentía muy extraño, pero me decía que era un malestar que me había traído del Norte —una especie de ansiedad, un encontrarme fuera de sitio, algo parecido a unos sufrimientos metafísicos. Años atrás, cierta vez que fui a parar a Puerto Rico y permanecí allí un largo periodo de tiempo, sentí aquella misma desazón provocada por el entorno tropical, los olores de agua salobre estancada y residuos marinos putrefactos que emanaba la laguna, extraños tufos escapados de la vida vegetal de la jungla, la podredumbre de la materia animal. La mangosta era tan habitual en Puerto Rico como los perros en las calles de otros países. Nadie creería que, en los caminos y calles periféricas de los pueblos, puedan vivir animales tan voluminosos...
Por la noche llegaban del pueblo estallidos de música tribal. Los gallos cortaban el sueño de raíz. Pero yo dormía poco y lo único que comía eran palomitas de maíz. Como me quejaba del agua del grifo, Rosamund, que ahora estaba seriamente preocupada, hacía frecuentes viajes a la tienda de comestibles, de donde regresaba cargada con pesados botellones de agua.
Era evidente que yo estaba enfermo, pero no toleraba que me dijeran que lo estaba. Pensaba cosas raras y poco a poco vi que me obsesionaba profundamente por el problema de la evolución. Yo, por supuesto, creía en la evolución, ¿quién se negará a aceptar los miles de pruebas que la avalan?
Lo que no estaba tan claro era que hubiese ocurrido a través de unos cambios aleatorios, según afirmaban muy convencidos tantos científicos. «Si se dispone del tiempo suficiente, puede ocurrir cualquier cosa y unos billones de años dan tiempo para todos los errores y callejones sin salida posibles.» Watson, el genetista, había establecido la ley al respecto. Pero, según dije a Rosamund, enfrentándome aquí con Watson, si uno tiene en cuenta los sutiles recursos del cuerpo —los posee a millares—, demasiado sutiles para ser accidentales, las palabras de Watson eran burda carpintería, toscos trabajos de taller, no ebanistería fina.
Juzgadas las cosas con mirada retrospectiva, siento lástima de Rosamund, que vio entonces que yo estaba realmente enfermo. Intentaba encontrar remedios, que preparaba en la pequeña cocina. Me preparaba comidas que en condiciones normales yo habría ingerido con gusto. Pero la carne del mercado era basta. De las sopas que me hacía, yo no conseguía engullir ni una cucharada. Y entretanto la familia francesa instalada debajo de nosotros seguía cocinando aquellos mejunjes cuyo solo olor me descomponía.
—¿Será posible que personas decentes, civilizadas y amables cocinen —y lo que es peor aún, coman— esos apestosos comistrajos?
—Temo que se molestarían si les dijese que tuvieran las ventanas cerradas —dijo Rosamund—. De todos modos, ¿no crees que debería verte un médico? En esta misma calle hay un médico francés. Hemos visto el letrero docenas de veces.
Estábamos en el porche tomando un vaso de vino como preámbulo de la cena que yo no conseguiría tragar. Comía las aceitunas rellenas que Rosamund había puesto en la mesa. Me gustaban las aceitunas rellenas de anchoa, al estilo español. Aquí sólo se encontraban las rellenas de pimiento. Era imposible contemplar el cielo de las noches caribeñas sin pensar en Dios, según yo había descubierto. Ni pensar en Dios sin que en el cuadro entraran las personas que habías amado y habían muerto. Revivías entonces los lazos que tenías con ellas y terminabas haciendo una estimación todo lo sincera que podías aguantar y, al mismo tiempo, ibas pasando revista a toda una vida de actividades, afectos, apegos. Yo, esto, lo llevaba mal.
Y como, gracias a Rosamund, tenía la tendencia a hacer todo lo posible para llegar al fondo científico de las cosas, al día siguiente fui a ver al médico. Los americanos no valoran demasiado la medicina extranjera. Suelen pensar que un médico francés te dirá que tienes una crise de foie y que dejes de tomar vino tinto. Pero aquel médico no habló del vino. Lo que me dijo, en cambio, fue que tenía el dengue. No era tan grave como parecía. El dengue es una enfermedad tropical transmitida por mosquitos, se trata con quinina. Por consiguiente, añadí quinina local al Quinaglute que el médico americano —Schley, el mismo médico que había regañado a Ravelstein por haberse puesto a fumar minutos después de salir de cuidados intensivos— me había recetado para que el corazón no se me desmandara.
Rosamund tuvo que volver una vez más a la farmacia, una excursión de cuatro kilómetros y medio sin protegerse del sol. El diagnóstico del médico francés pareció tranquilizarla en parte. Por muy grave que fuera el dengue, tenía tratamiento.
Los vecinos, los efluvios de cuyas apestosas comidas seguían revolviéndome el estómago, me brindaron su ayuda. Dijeron que podían llevarme en coche al hospital de la ciudad de M., situado a cuarenta kilómetros de distancia. La carretera era pintoresca pero, como tuve ocasión de comprobar, estaba atiborrada de destartalados vehículos agrícolas y guaguas (autobuses).
El médico era un hombre de maneras suaves, de esos que evitan alarmismos, nada inclinado a los diagnósticos melodramáticos. Decidí, pues, aceptar el dengue sin protestas y tomarme el mejunje a base de quinina que me recetó. Rosamund y yo leímos juntos Antonio y Cleopatra, recordando que Ravelstein decía que sin gran política no hay pasión. Rosamund lloró cuando Antonio dice: «Me muero, Egipto, me muero» y cuando Cleopatra acerca el áspid a su pecho. Después nos acostamos y nos dormimos, pero no por mucho tiempo.
Me desmayé sobre las frías baldosas del cuarto de baño. Estaba a oscuras y había salido a tientas de la habitación antes de desplomarme. Rosamund no podía incorporarme ni llevarme a rastras a la cama. Bajó corriendo a despertar a la patrona, que inmediatamente reclamó por teléfono una ambulancia. Cuando me dijeron que la ambulancia se hallaba en camino, dije que me negaba en redondo a que me llevasen al hospital. Había visto demasiados. La medicina colonial, especialmente en los trópicos, era materia delicada.
—Tienes que ir por fuerza —dijo Rosamund.
Pero al ver que yo me empecinaba en no ir, volvió abajo para avisar al médico a través del teléfono de la patrona. Vivía a unos cinco minutos de distancia, en nuestra misma calle. Mostrándose muy considerado pese a haberlo despertado, me iluminó la garganta y los ojos con la linterna. Dos fornidos camilleros subían ya la escalera con una litera plegable. Los dos negros, vestidos con sus batas, desplegaban la camilla cuando les interrumpí diciéndoles:
—Yo no voy a ninguna parte.
Rosamund pidió su parecer al doctor, quien repuso:
—Bueno, si tanto se opone, no es que sea absolutamente nécessaire...
Y despidió a la ambulancia. A los camilleros, que desaparecieron en silencio, no pareció importarles demasiado. Se oyó el rugido del motor.
Dejamos transcurrir como pudimos el resto de la noche y, ya con luz de día, sin mencionar para nada el desayuno, me senté fuera a contemplar los negros arrecifes, la atmósfera, el agua, todos ellos haciendo lo mismo de siempre. Uno de los atractivos de la temporada eran las nubes de pálidas mariposas, una variedad de color amarillo claro. No eran grandes ni tenían una particular belleza, revoloteaban en dirección al mar y regresaban después hacia la vegetación.
Rosamund se encontraba abajo utilizando el teléfono de la patrona, al que hasta entonces no habíamos tenido acceso. La patrona no cogía recados. Los inquilinos no estaban autorizados a hacer llamadas. Pero ahora yo estaba enfermo y la mujer no estaba dispuesta a que estirara la pata en su casa. Supongo que Rosamund también lo advertía y, por extraño que parezca, a mí me era prácticamente indiferente lo que pudiera pasar. El sol no se había levantado todavía y la luz bastaba apenas para distinguir lo líquido de lo sólido, un mar, una especie de planicie y el correspondiente vacío interior. Sólo Rosamund, normalmente dúctil, muy señora, deferente y gentil, revelaba ahora (sin posibilidad de discutírselo) una fortaleza interior y la voluntad evidente de salir al paso del mal carácter de la patrona y de la frialdad burocrática del personal que atendía el teléfono de la compañía aérea. Y cuando subió, luciendo una ligera sonrisa, dijo:
—Nos vamos mañana temprano. Hay cantidad de plazas libres en San Juan porque es el Día de Acción de Gracias. El problema era el vuelo hasta San Juan. Pero les he dicho que se trataba de una urgencia médica. Me han dicho que tendrán una silla de ruedas a punto.
¡Una silla de ruedas! No creía estar tan mal como para que me fuese necesaria una silla de ruedas. Resultó que la inexperta Rosamund había visto la realidad con más claridad que nadie. A mí no se me habría ocurrido la posibilidad de que nos halláramos ante una urgencia o una crisis.
¿Podríamos contar con un taxi a primera hora de la mañana?
Sí. En parte porque la afrocaribeña patrona, mujer expeditiva y severa, de mediana edad y de buen ver, se había percatado la noche anterior, gracias a la presencia de la ambulancia y del médico, de la situación en que nos encontrábamos. Es posible que cruzara también algunas palabras con el escrupuloso, aunque no del todo fiable, médico francés. De todas formas, a ella no le hacía ninguna falta la opinión del médico, le bastaba echar un vistazo a mi arrugado semblante, un rostro de moribundo de muy mal augurio.
Rosamund, que ahora estaba muy asustada, también estaba contenta de que nos fuéramos. Su cara, ligeramente bronceada, miraba ya hacia Boston y a su miríada de médicos. Al parecer había captado el mensaje: de continuar en la isla, la muerte era segura. Cuando me preguntó:
—¿Qué libros y periódicos tiramos?
La respuesta fue fácil.
—Nos desharemos de todos los libros pesados. Y sobre todo de los Poemas de Browning.
Me revolvía contra Browning. Lo tenía clasificado en el mismo lugar que la cocina y los vecinos franceses.
De lo que no pensaba deshacerme era de la revista de mi amigo Durkin, el número del caníbal. El asado de carne humana, los caníbales y las cabezas cortadas boca arriba diseminadas sobre la hierba empapada de sangre, mirando tal vez los arrecifes cubiertos de orquídeas, eran cosas que me tenían fascinado. El consumo de carne humana se había quedado flotando en mi conciencia, que, lo admito, estaba contaminada. Era mi enfermedad lo que me hacía particularmente susceptible. Por nada del mundo me habría desprendido de aquellas páginas. Quizá podía encubrirme alegando mi enfermedad en descargo. Pero las páginas desaparecieron durante el vuelo.
El alivio que demostró nuestra bella patrona hablaba por sí solo. ¡Qué contenta, qué orgullosa se sentía al desembarazarse de mí! Que se vaya y se muera en otro sitio, en un taxi o en un avión. Se levantó antes del amanecer para vernos partir. También aparecieron los vecinos franceses. La noche anterior debió de despertarlos la ambulancia con la sirena y los destellos de luces. Apesadumbrados, nos desearon lo mejor y nos despidieron con adioses de la mano. Personas muy decentes, todo hay que decirlo. El adiós de la patrona fue como si nos dijera: «¡Hasta nunca!». En su lugar, quizá yo habría pensado lo mismo. Despedirse de alguien a la luz de las cinco de la mañana..., ¡que se fuera con viento fresco!
Rosamund, comentando nuestras frustradas vacaciones, dijo:
—¡Vaya pesadilla!
Ya en el ruidoso taxi, lanzado a toda velocidad, Rosamund se despidió de la isla con profundo alivio.
Por lo menos se libraría del motorista enmascarado que una o dos veces por semana se adueñaba de la calle principal. Iba totalmente recubierto de cuero y llevaba un casco Buck Rogers. Lo único desnudo eran sus grandes dientes. El guardia desaparecía así que iniciaba el barrido. La gente huía a la desbandada cuando llegaba volando. Rugía de un lado a otro en medio de tempestades de polvo, habría matado a los viandantes que se le pusieran a tiro.
—El loco del pueblo —lo llamaba Rosamund—. Ya no tendré que preocuparme de que aparezca yendo y viniendo de la farmacia —dijo.
En el inmenso cobertizo de metal verde que cubría los millares de metros cuadrados del aeropuerto, Rosamund me ayudó a mí, el enfermo, a llegar a la silla de ruedas que me estaba esperando. Me senté en ella sintiéndome un imbécil y firmé sobre las rodillas los cheques de viajero para pagar la tarifa de salida. No me parecía necesaria la silla de ruedas. Todavía estaba en condiciones de caminar, le dije a Rosamund, como hube de demostrarle subiendo sin ayuda los peldaños del avión. Después, vuelta a bajar en San Juan, donde me desplomé, agradecido, en la segunda silla de ruedas que me esperaba. Amontonaron gran parte del equipaje a mi alrededor y sobre mis rodillas. Pero seguidamente venía la inspección del pasaporte, para la cual tuve que ponerme de pie. Lo peor fue la aduana. Rosamund tuvo que trasladar ella sola las grandes maletas y bolsas del carro a las mesas de inspección, abrirlas después, responder preguntas, cerrarlas de nuevo y cargarlas al carro para que las trasladaran al vuelo de Estados Unidos. Rosamund no tenía la fuerza de un hombre, el músculo necesario. Y aquí fue donde descubrí con claridad meridiana que yo había dejado de ser el viajero autónomo que había sido. Rosamund les dijo a los inspectores que no me encontraba bien, pero no le prestaron particular atención.
Era el Día de Acción de Gracias y el avión no tenía ni la mitad de las plazas ocupadas. La azafata dijo que, si quería, podía viajar tendido y nos condujo a la parte trasera del avión, donde levantó los brazos de una fila de asientos. Pedí agua y seguidamente más agua. No había tenido tanta sed en toda mi vida. El jefe de los camareros, que había tenido el dengue en el Pacífico Sur durante la guerra, me dio una serie de consejos sensatos. También me ofreció oxígeno. Rosamund insistió en que lo tomara, pero yo sólo quería más agua.
Rosamund, entretanto, intentó ponerse en contacto telefónico con mis médicos de Boston. Tenía dos, el «principal» y el cardiólogo. El cardiólogo estaba jugando al golf y no era posible hablar con él; el «principal» había ido a New Hampshire para asistir a una cena de familia.
Recuerdo que en el curso del vuelo volví a hablar de aquel joven amigo de Grielescu que fue asesinado en un compartimento del lavabo de caballeros.
—Ya me lo contaste.
—¿Cuándo?
—No hace mucho.
—No puedo sacármelo de la cabeza. No volveré a hablar de él. Tengo la impresión de que, de alguna manera, lo relaciono con Ravelstein. Mira, a mí Grielescu no me gustaba, pero lo encontraba divertido, y a Ravelstein esto le parecía una capitulación, algo característico en mí. Decir de él que era divertido era como darle el visto bueno. Sin embargo, era un tipo sospechoso, se cree que estaba en connivencia con asesinos. Parece que no calo muy bien a ese tipo de verdugos.
Rosamund se esforzaba en estar atenta. Me alentaba a hablar. Estaba muy preocupada.
—Murió en plena faena..., mientras se estaba aliviando. Le pegaron un tiro a quemarropa. Ravelstein opinaba que yo había cometido uno de mis errores típicos...
—¿Te dijo que Grielescu estaba relacionado con asesinos?
—Exactamente. Me dijo que yo habría debido estar mejor informado.
—Pero ese asesinato de que me hablas ocurrió después de la muerte de Ravelstein.
—Pero había dado en el clavo. El famoso y sabiondo Grielescu, según decía él, era un nazi.
En un intento de hacerme bajar de aquel tiovivo centrado en Grielescu, Rosamund dijo:
—Pero ¿se puede saber qué cosas teníais en común?
—El me citaba las mismas cosas que yo había dicho.
Había desenterrado algo que yo había dicho sobre el desencanto moderno. Debajo de los escombros de las ideas modernas el mundo seguía en el mismo sitio, todavía por descubrir. Y la manera que tenía él de expresarlo era que aquella red grisácea de abstracciones que cubría el mundo con el objetivo de simplificarlo y explicarlo de manera que sirviera a nuestros fines culturales había pasado a convertirse a nuestros ojos en el mundo. Nos hacían falta visiones alternativas, una diversidad de puntos de vista, y con esto se refería a puntos de vista, no a dejarse dominar por ideas. El lo veía como una cuestión de palabras: «valores», «estilos de vida», «relativismo». Yo estaba de acuerdo con él hasta cierto punto. Nosotros necesitamos saber, pero esos términos no pueden satisfacer nuestra profunda necesidad humana. No podemos salir del pozo de «cultura» y de las «ideas» que supuestamente se utilizan para expresarlo. Sería de gran ayuda contar con las palabras adecuadas. Y más aún con un don para leer la realidad, el impulso de dirigir tu rostro amoroso hacia ella y de apresarla con las manos.
«Pero después resulta que, desde el bando izquierdo (¿o será el derecho?), Ravelstein insta a todo el mundo a que lea a Céline. Faltaría más. Céline tenía muchos méritos, pero era un loco terrible que antes de la guerra había publicado sus Bagatelles pour un massacre. En ese panfleto Céline abominaba de los judíos y los denunciaba por haber ocupado Francia y haberla secuestrado. Eran muchos los franceses que veían el enemigo en los judíos, no en Alemania. Hider, esto ocurría en 1937, liberaría Francia de la ocupación judía. Los ingleses, aliados de los judíos, estaban conchabados con ellos para destruir la Frunce. El país ya se había convertido en un burdel judío. Un lupanar Juif-Bordel de Dieu. Volvió a ponerse sobre el tapete el caso Dreyfus. Las autoridades recibieron millones de cartas envenenadas de los antidreyfusianos, enemigos de los judíos. Yo opinaba como Ravelstein que Céline no habría pretendido no haber tenido parte en la Solución Final de Hitler. Tampoco habría comerciado con el interbase Grielescu en favor del exterior derecho Céline. Al reducirlo todo a la jerga del béisbol, se advierte al momento la insensatez del intento.»
Rosamund me seguía la corriente. No había estado nunca tan enfermo. Pero no se me ocurrió ni por un momento que lo estuviese realmente. No estaba bien, eso sí; era evidente que no estaba en condiciones. Pero había vivido lo bastante para poder afirmar que no me estaba muriendo, simplemente no me encontraba bien y aquí se acababa todo. Una sociedad secreta reaccionaria puede decidir que te ha llegado la hora de morir, una camarilla de conciudadanos tuyos ha votado que hay que asesinarte. Se ha estudiado tu programa. Se trata de una situación que podría calificarse de política, pero en realidad es voluntad de violencia. Un playboy erudito y excéntrico, sujeto a la regularidad de los hábitos normales, estaba en aquel momento sentado atendiendo una necesidad natural —algo que le ocurría a diario— y había recibido un disparo de un asesino instalado en el compartimento adyacente. Murió al instante.
Rosamund estaba empeñada en ir directamente desde el aeropuerto al hospital.
Pero yo insistí en ir a casa. Cuando me encontrase en la cama estaría perfectamente. Yo, claro, no podía verme. Ignoraba por completo si tenía fiebre, volcado como estaba en demostrar que me encontraba perfectamente bien. Rosamund cedió y amontonó maletas y bolsas en el maletero del taxi. Ya en el otro extremo del trayecto quedaba totalmente descartado que pudiera subir el equipaje escaleras arriba después de pagada la carrera, y en cuanto al taxista, viendo que se avecinaba tormenta, cogió el dinero y desapareció más que corriendo. El vio el problema, no yo. Me arrastré hasta casa y me acosté.
—Me encanta haber abandonado la isla abominable —le dije a Rosamund—. ¿Será posible que estemos en el mismo día? ¿Son las doce? Cuando hemos salido estaba amaneciendo. «La mano del tiempo toca la pica del mediodía», como dijo Mercutio. Una de las citas de Shakespeare favorita de Ravelstein.
Sintiéndome a salvo y cómodo entre las sábanas, dije a Rosamund que lo único que necesitaba era dormir. Pero era primera hora de la tarde, no hora de acostarse. Rosamund no aceptaba que dormir fuera la solución. En virtud de alguna facultad para mí invisible, reconocía que me encontraba en situación desesperada.
—Te habrías muerto mientras dormías —me diría más tarde, y siguió tratando de hablar con los médicos—. El Día de Acción de Gracias es un día de familia, día de pasárselo bien, de jugar al golf.
Rosamund se mantenía en muy buena forma. Hacía meditación, tomaba clases de yoga. Alcanzaba a tocarse la sien con el dedo del pie. Pero se había quedado exhausta por culpa del equipaje, ya que había tenido que cargarlo desde Saint Martin. Pese a todo, se las arregló para arrastrarlo escaleras arriba hasta nuestro apartamento del tercer piso. Jamás habría pensado que tuviera músculos suficientes.
Pero aquello había sido más fácil que conseguir ayuda del hospital, como me diría después. No hubo nadie que contestara a sus llamadas. Se supone que los días de fiesta, cuando los médicos titulares están de vacaciones, los residentes se encargan de sustituirlos.
—No es tan urgente como tú crees —le dije—. Mañana hablas con los médicos y asunto concluido.
Pero para Rosamund estaba muy claro que yo no sabía de qué hablaba. Si me hubiera quedado en Saint Martin, me habría muerto antes de que se hiciera de día. Si hubiera perdido el vuelo de enlace procedente de Puerto Rico, habría muerto en San Juan. Y si me hubiera salido con la mía y me hubiera dormido en mi propia cama, me habría muerto en ella. Rosamund dijo que, sin oxígeno, no habría pasado de aquella noche.
A medida que el sol iba bajando, los cuervos hacían sonar sus bocinas. Trasplantados a la ciudad, eran urbanos. Un poeta francés los había llamado les corbeaux delicieux, pero..., ¿cuál? Creo que ni siquiera Ravelstein lo habría sabido. Mi cerebro ya no conseguía darse alcance. Pese a todo, yo estaba convencido de que las almohadas y el edredón me salvarían.
Rosamund se había puesto en contacto telefónico con su padre en la zona norte de Nueva York.
—Busca la persona más influyente que conozcas —le dijo su padre— y pídele que te ayude.
Rosamund tuvo la suerte de encontrar en mi agenda el número de teléfono particular del doctor Starling, que había sido quien nos había llevado a Boston. Cuando Rosamund le contó lo que ocurría, el doctor Starling dijo:
—Dentro de diez minutos la llamará Andras, el director del hospital. Mantenga despejada la línea.
Al poco rato el doctor Andras, un señor muy anciano, sometía a Rosamund a interrogatorio para informarse de mis síntomas; seguidamente le dijo que enviaba una ambulancia a recogerme. Rosamund le previno de que, en el Caribe, yo me había negado a subir a una ambulancia. El médico quiso hablar conmigo al respecto. Le dije que me encontraba bien donde estaba, en mi cama, pero que para complacer a mi esposa accedería a que me vieran los médicos. De todos modos, me negaba de plano a que me llevaran en camilla. Pacté la estúpida negociación de ir de pasajero.
—¡Hecho! —exclamó el doctor Andras—. Lo queremos aquí inmediatamente.
Así pues, sentado al lado del conductor, fui trasladado en ambulancia, con rotaciones de luces y lamentos de sirenas, al departamento de urgencias del hospital. Allí me pusieron en una camilla de ruedas y, en un rincón retirado, me sometí al examen de varios médicos. No tengo un conocimiento coherente de lo que ocurrió después. Lo que recuerdo sobre todo es que me aplicaron oxígeno en seguida. A continuación siguió un largo intervalo. Unos decían que había que ingresarme de inmediato en cuidados intensivos de cardiología. Otros opinaban que el problema era respiratorio. La enfermera me ponía la máscara de oxígeno en la cara y yo me empeñaba en apartarla. Rosamund estaba a mi lado velando por mí. Dijo:
—Necesitas el oxígeno, Chick, no me gustaría que los obligaras a atarte las manos.
—Pero es que me ahogo —dije.
Tengo una versión personal de lo que ocurrió. Había un médico de servicio que no llevaba bata blanca, iba en mangas de camisa. Era hablador y muy técnico, tenía un color de cara subido y se encargó de describir a los demás y con gran naturalidad el estado en que me encontraba. En esas circunstancias surgen hombres y mujeres, aparecen, se materializan. Aquel médico parlanchín parecía hablar de cosas técnicas que no guardaban relación alguna con mi estado. Sin embargo, yo me había equivocado por completo con respecto a lo que me ocurría. Me enviaron a cuidados intensivos de cardiología y, una vez ingresado, aquella misma noche tuve una crisis cardíaca. Sin embargo, no guardo memoria del hecho. Como tampoco de la unidad de cuidados intensivos del servicio respiratorio a la que fui trasladado después. Rosamund me cuenta que, para servirnos de la terminología clínica, la neumonía me había dejado los pulmones opacos. Una máquina se encargaba de respirar por mí..., por la garganta me bajaban unos tubos que me subían después por la nariz.
Ni sabía dónde estaba ni me enteré tampoco de que Rosamund dormía a mi lado en un sillón abatible. Muchas veces había pasado noches críticas velando en unidades de cuidados intensivos a familiares, hijos o hermanas que pasaban momentos de crisis. Rosamund pasó los diez primeros días sin ir a casa, alimentándose de restos que encontraba en bandejas. No quería comer en la cafetería por miedo a que yo me muriese mientras ella estaba comiendo. Cuando las enfermeras se hicieron cargo de la situación, se dispusieron a alimentarla.
Hube de enterarme más tarde de todas estas cosas. Yo no era consciente de que luchaba por la vida. Fueron semanas en las que estuve sometido a altas dosis de Verset. Uno de los efectos de este medicamento consiste en suspender toda vida mental. No sabía si estaba vivo o muerto. Toda apariencia (el mundo exterior) quedó borrada. Una vez, mis hermanos difuntos, los dos, se me acercaron. Llevaban las camisas de siempre, sus mismas corbatas, los zapatos, los trajes que les habían hecho sus sastres. Mi padre se quedó en segundo término. No avanzó. Mis hermanos me indicaron que estaban satisfechos con su situación. No llamé a mi padre. Él conocía las reglas. No vi la utilidad de hacer preguntas. Como me sabía a medio camino, no era urgente preguntar. Quería saber, pero las respuestas podían esperar. Entonces mis hermanos se retiraron o los retiraron. Yo no me veía como un moribundo. Tenía la cabeza llena de delirios, alucinaciones, las causas y los efectos estaban distorsionados. Dicen que el Verset mata la memoria. Pero mi memoria siempre ha sido tenaz. Recuerdo que a menudo me daban la vuelta a un lado y a otro. Alguna enfermera o algún sanitario que sabía lo que se traía entre manos me golpeaba la espalda y me ordenaba que tosiera.
Alguna vez había visitado a Ravelstein y a otros amigos y parientes internados en unidades de cuidados intensivos de diversos hospitales y, con esa estupidez natural en un hombre sano, fuerte, había considerado la posibilidad de que un día podía ser yo la persona maniatada, enchufada a las máquinas que prolongan la vida.
Ahora el moribundo era yo. Me habían fallado los pulmones, Había una máquina que respiraba por mí. Falto de conciencia, tenía de la muerte la idea que de ella tienen los muertos. Pero mi cabeza (digo yo que sería la cabeza) estaba poblada de visiones, delirios, alucinaciones. No eran sueños ni pesadillas. Las pesadillas tienen una compuerta por la que uno puede escapar...
Recuerdo sobre todo que vagaba sin rumbo, lo pasaba mal. En una de aquellas visiones me veo en la calle de una ciudad buscando el sitio donde se supone que debo pasar la noche. Al final lo encuentro. Entro en lo que hace muchísimo tiempo, en los años veinte, era un cine. La taquilla está tapiada. Pero detrás de la misma, sobre un pavimento embaldosado que va elevándose progresivamente, hay una serie de literas plegables de tipo militar. No están pasando ninguna película. Hay centenares de asientos, todos vacíos. Pero yo sé que el aire que se respira aquí dentro ha sido sometido a un tratamiento especial y es bueno respirarlo. Pasar aquí la noche equivale a ganar puntos médicos camino de la recuperación. O sea que me junto con media docena de tipos más y me tumbo. Se supone que mi mujer vendrá a recogerme por la mañana. Tengo el coche en un párking próximo. Aquí nadie tiene sueño. Pero los hombres tampoco tienen ganas de hablar. Se levantan. Deambulan por el pasillo o están sentados en el borde de la litera. Hace cincuenta años o más que no se ha barrido el suelo. No hay calefacción. Se duerme con toda la ropa puesta, el abrigo abotonado hasta arriba. Con el sombrero, la gorra, los zapatos.
Antes de que me dieran el alta de la unidad de cuidados intensivos, cuando me levanté de la cama, me figuraba estar en New Hampshire y que una de mis nietas esquiaba alrededor de la casa. Estaba molesto con sus padres porque no la habían llevado a ver a su abuelo. Era una mañana de invierno o eso creía yo. En realidad, debía de ser plena noche, pero me pareció que el sol resplandecía en la nieve. Me encaramé a la barandilla de la cama sin advertir que estaba conectado a través de tubos y agujas a toda una serie de frascos colgados, llenos de toda suerte de mixturas intravenosas. Vi, como si fueran los de otra persona, mis pies en el suelo bañado de sol. Parecían reacios a sostener mi cuerpo, pero los forcé a obedecer mi voluntad. Entonces caí y aterricé de espaldas. En un primer momento no sentí dolor alguno. Lo que más me dolía era no haber podido salir de la cama ni acercarme a la ventana. Mientras estaba tendido en el suelo, sin posibilidad de hacer nada, entró corriendo un sanitario, que exclamó:
—Ya me habían advertido que usted armaba mucho alboroto.
Uno de los médicos comentó que yo tenía la espalda tan inflamada que parecía un bosque en llamas visto desde un avión. Los médicos me hicieron un TAC. Tuve la impresión de que estaba en un tranvía atestado de gente y que me ahogaban y empujaban desde atrás. Les rogué por favor que me dejaran tranquilo. Pero no había nadie dispuesto a complacerme.
Estaba sometido entonces a fuertes dosis de un fluidificador de la sangre y la caída sufrida había sido peligrosa. Tenía una hemorragia interna. Las enfermeras me pusieron una camisa de fuerza. Pedí a mis hijos mayores que llamaran un taxi. Les dije que estaría mejor en casa, remojándome en la bañera.
—Estamos a cinco minutos —les dije—. Está a la vuelta de la esquina.
A menudo tenía la sensación de que me encontraba debajo mismo de Kenmore Square, en Boston. Lo extraño de aquellos ambientes alucinatorios era que, en cierto modo, constituían una liberación. A veces me pregunto si, situado en el umbral de la muerte, no quise quizá demorarme, libre de cuidados, como una persona normal cualquiera, disfrutando de aquellos delirios descabellados..., unas fantasías que no necesitaba inventar.
Me encontraba en un inmenso sótano. Hacía mucho, muchísimo tiempo, que habían pintado las paredes de ladrillo. Había lugares tan blancos aún que parecían requesón. Pero requesón sucio. El sitio estaba iluminado con tubos fluorescentes..., había mesas y más mesas y más mesas de chucherías, ropa de mujer, la mayor parte donada al hospital para revenderla: ropa interior, medias, jerseys, bufandas, faldas. Una infinidad de mesas. Era un sitio que me hacía pensar en el sótano de Filene, donde los clientes no tardan en empujarse y pelearse para hacerse con las gangas. Pero los de aquí no estaban para peleas. A mucha distancia había unas muchachas, al parecer voluntarias que se dedicaban a hacer obra benéfica. Yo estaba sentado, acorralado, rodeado de centenares de divanes de cuero. Huir de aquel rincón de queso sucio estaba fuera de lo posible. Detrás de mí, unas enormes tuberías atravesaban el techo y se hundían en el suelo.
Me inquietaba y me dolía aquella camisa o jersey de fuerza que me obligaban a llevar. Aquella prenda agobiante de color caqui me tenía inmovilizado..., me estaba matando, me tenía maniatado. Intenté, en vano, liberarme de ella. Si, por lo menos, pensaba yo, hubiera podido conseguir que una de aquellas voluntarias de la obra social me trajera un cuchillo o un par de tijeras. Pero estaban a varios bloques de distancia, jamás conseguiría hacerme oír. Yo estaba en un rincón lejano, muy lejano, rodeado de BarcaLoungers.
Otra de mis experiencias memorables fue la siguiente.
Un sanitario del hospital está subido a una escalera colgando de las lámparas de pared guirnaldas plateadas, muérdago, ramitas de hoja perenne y otros adornos navideños. El hombre no se ocupa de mí. Es el mismo que me había dicho que yo armaba mucho ruido. Pero esto no impide que yo lo observe. Observarlo forma parte de la descripción de los trabajos que hago. La existencia es —o era— el trabajo. O sea que lo observo, en lo alto de la escalera de tres peldaños, hombros caídos, ancha la espalda. Después baja y traslada la escalera al pilar siguiente. Más guirnaldas de plata y más ramas de hoja perenne que pincha.
A un lado había otro tipo, bajo, nervioso e inquieto, se mueve de un lado a otro calzado con zapatillas de felpa. Era mi vecino. Su habitáculo tenía la puerta a un extremo de mi habitación, pero él no me habría reconocido. Tenía una barba esmirriada, su nariz era como una espátula de plástico de las usadas para limpiar pucheros, llevaba gorra. Habría debido ser un artista. Pero me parecía que sus rasgos carecían por completo de interés.
Al cabo de un rato recordé que lo había visto en la televisión. En efecto, era un artista, y muy respetado además. Aleccionaba mientras iba pintando. Sus temas eran cosas que están de moda: ambientalismo, esencias holísticas de flores y otras cosas por el estilo. Sus esbozos eran vagos, sugerían amor a los ambientes naturales y responsabilidad ante los mismos. En una pizarra comenzaba pintando la superficie del mar cubierta de neblina y después, con la parte lateral de la tiza, creaba la ilusión de un rostro que estaba acechando —la cabellera ondulada de una mujer parecida a un ruibarbo cocido, atisbos de naturaleza que aludían a una presencia humana—, alguna cosa mítica o, con igual probabilidad, una proyección. Tal vez una ondina o una doncella del Rin. De hecho, no se podía acusar a aquel tipo de engaño ni de superstición. Si de algo se le podía tildar era, como mucho, de darse importancia y de autocomplacencia (en francés, suffisancé). Prefiero suffisance a smugness,16 por la misma razón que prefiero el inglés suffocating al francés suffoquant: Tout suffoquant et bléme (Verlaine?). Si uno se ahoga, ¿a qué viene preocuparse de si está pálido o no?
Aquel Ananías o falso profeta (el artista) vivía allí, tenía un apartamento angosto en uno de los flancos del hospital. Su casa quedaba al doblar la esquina, o sea, que yo no podía verla desde la cama. Conseguía apenas atisbar su librería y la alfombra verde que cubría todo el pavimento. El sanitario encargado de los adornos de Navidad se mostraba muy deferente con el artista, que por su parte no me hacía ningún caso. Ni el más mínimo. No entraba dentro de mis posibilidades registrar ninguna impresión. Con lo que quiero decir únicamente que yo no encajaba en ninguno de sus conceptos.
En cualquier caso, aquel artiste de la televisión tenía todo el aire de estar instalado allí desde hacía mucho tiempo, aun cuando muy pronto se vio con toda claridad que se iba aquel día. De su apartamento —o ala del edificio— estaban sacando cajas de embalaje. Los hombres encargados de la mudanza iban amontonando cosas. De los estantes desaparecían los libros, desmontaban estantes con inusitada prisa. Se acercó una furgoneta, que fue cargada con gran apremio y, acto seguido, salió la anciana esposa del artista, encorvada, vestida con un traje largo verde y oro, a la que ayudaron a acomodarse en la delantera de la furgoneta. Llevaba un sombrero de seda. El artista de la televisión se enfundó las zapatillas de felpa en los bolsillos del abrigo, se calzó unos mocasines y se coló en la furgoneta junto a su mujer.
El sanitario estaba allí para verlo partir y seguidamente me dijo:
—Tú eres el siguiente. Necesitamos espacio y tengo órdenes de sacarte de aquí más que aprisa.
Inmediatamente una cuadrilla de hombres procedió a desmontar los estantes y a desmantelarlo todo. Lo desbarataron todo, como los bastidores de un teatro. No quedó nada. Entretanto ya se había acercado una furgoneta, ya habían metido en ella mis trajes de calle, mi Borsalino, la afeitadora eléctrica, los artículos de aseo, los CDs, etcétera, todo en bolsas de plástico. Me ayudaron a sentarme en una silla de ruedas y me izaron dentro de un camión con remolque. Allí dentro encontré un despacho..., no, no era un despacho, era una mesa de las que usan las enfermeras, pequeña pero completa, con muchas luces eléctricas. Se levantó la puerta trasera; la parte de arriba estaba abierta y la furgoneta salió zumbando bajo tierra, engullida por un túnel. Siguió un rato a toda velocidad. Después nos paramos mientras el gigantesco motor continuaba en punto muerto. Siguió en punto muerto.
Tan sólo había una enfermera de servicio. Al verme agitado, se ofreció a afeitarme. Admití que no me iría mal un afeitado. Así pues, me enjabonó y se encargó de la labor con una Schick o una Gillette desechable. Pocas enfermeras saben afeitar a un hombre. Enjabonan la cara sin suavizar la barba primero, a diferencia de los antiguos barberos con sus toallitas calientes. Como no te enjabonen y te remojen bien, la hoja te rasca, tira de los pelos y después te deja escozor en la cara.
Le dije a la enfermera que esperaba a mi esposa Rosamund a las cuatro y que en el gran reloj circular ya eran las cuatro pasadas.
—¿Dónde le parece que estamos?
La enfermera no habría sabido decirlo. A mí me parecía que estábamos debajo de Kenmore Square, en Boston, y que si hubieran parado el motor habríamos oído el ruido de los trenes subterráneos de la línea verde. Eran cerca de las seis, ¿Quién habría podido decir si de la mañana o de la tarde? En aquel momento estábamos arrimándonos lentamente a un acceso de peatones por el que algunas personas, no muchas, subían a la calle o bajaban de ella.
—Parece un guerrero indio —me dijo la enfermera—. Como ha adelgazado tanto, está muy arrugado y tiene pelos en los pliegues de la barba. Cuesta llegar a ellos. ¿Era usted fornido antes?
—No, pero he cambiado muchas veces. Siempre quedo mejor sentado que de pie —dije, y, pese a tener el corazón encogido, me eché a reír.
Pero no pareció sacar nada en limpio de mis observaciones.
La furgoneta no estaba. Yo había tenido que desalojar la habitación, puesto que la necesitaban urgentemente y me habían trasladado de noche a otra parte del hospital.
—¿Dónde has estado? —le dije a Rosamund cuando llegó.
Estaba enfadado con ella. Pero me explicó que se había despertado de pronto y se había quedado sentada en la cama, preocupada por mí. Había telefoneado a cuidados intensivos y le habían dicho que me habían trasladado, había subido a un taxi y había venido corriendo hasta aquí.
—Está anocheciendo —dije.
—No, está amaneciendo.
—¿Dónde estoy?
La enfermera de servicio era muy expeditiva y comprensiva. Corrió la cortina alrededor de mi cama y dijo a mi mujer:
—Quítese los zapatos y acuéstese con él. Lo que necesitan es dormir unas horas. Los dos.
*
Otra breve visión, ésta con fines orientativos.
En ella aparece Vela.
Y nos exponemos los dos para que todo el mundo juzgue. Ella, con la mano abierta y gesto elegante, dirige la atención hacia mi incómoda postura.
Nos encontramos los dos en escena, estamos de pie ante la pared de piedra bruñida del interior de un banco, un banco de inversiones. Volvíamos a estar enemistados pero, a petición suya, me había reunido con ella en el banco. Iba acompañada de un hombre de unos veinticinco a treinta años, muy elegante y con aire español. Había un tercer hombre, un banquero que hablaba en francés. En la deslumbrante pared de mármol situada ante nuestros ojos había dos monedas. Una era una moneda americana de diez centavos y la otra un dólar de plata de unos tres metros o tres metros y medio de diámetro.
Vela me presentó a su acompañante español. No fue, de hecho, una verdadera presentación, ya que él no me hizo el más mínimo caso. Después ella, a manera de explicación, dijo:
—Hasta ahora yo no había tenido nunca una experiencia sexual auténtica y por esto he pensado que, ateniéndome a lo que tú has llamado siempre revolución sexual, debía saber de qué se trataba..., a fin de descubrir de una vez qué me había perdido estando contigo.
—Es como una enorme conejera con millones de conejos donde las hembras disfrutan de todos los machos —dije.
Pero aquella primera fase del encuentro no tardó en quedar atrás. Era evidente que el objetivo que perseguía era hacerme sentir culpable inoculándome un disolvente o suavizante mental.
—¿Puedes decirme dónde estamos? —pregunté—. ¿Y por qué estamos delante de estas monedas? ¿Qué significan?
Entonces se adelantó el banquero y explicó que, con los años, la moneda de diez centavos de la derecha se transformaría en el dólar de tres metros de diámetro.
—¿En cuánto tiempo?
—Un siglo o poco más.
—Bueno, no dudo en absoluto de la aritmética... pero ¿a quién va a servirle?
—A ti —dijo Vela.
—¿A mí? ¿De qué manera?
—Gracias a la criogenia —dijo Vela—. La persona autoriza a que la congelen y la guarden en depósito. Pasado un siglo, la descongelan y la devuelven a la vida. ¿No recuerdas que una vez leimos en una revista sensacionalista que Howard Hughes se había hecho congelar y que lo descongelarían y resucitarían cuando encontrasen un remedio para la enfermedad que lo estaba matando? Pues a esto se le llama criogenia.
—Dime claramente qué quieres de mí. No sirve de nada andarse con adivinanzas. Dime qué te traes entre manos. ¿Cuándo querrías que me congelasen?
—A ti, ahora. A mí, más adelante. Nos despertaríamos juntos en el siglo veintidós.
El resplandor grisáceo y el brillo intenso de las losas de mármol tenían como finalidad convencer a cualquiera de la estabilidad eterna del dólar. Pero, además, eran la fachada de una planta..., o cripta de congelación. Era una locura, seguramente. Hacinaban tu cuerpo junto con el de otros inversores detrás de aquella fachada de mármol. Te almacenaban en un laboratorio atendido por unos técnicos-sacerdotes que te vigilaban generación tras generación, regulaban la temperatura, la humedad y observaban los indicadores de tu estado.
—Volverías a vivir de nuevo... —dijo Vela—. Calcula el interés compuesto por millón. Viviríamos los dos.
—¿Compañeros en la vejez?
El banquero, que iba vestido de chaqué, dijo en tono práctico:
—Para entonces la duración de la vida se habrá ampliado a doscientos años.
—Es la única oportunidad que le queda a nuestro matrimonio —me dijo Vela.
En la gran palabra «matrimonio» percibí una cierta nota de gracia serbia (si bemol la, si bemol do).
—¡Oh, por el amor de Dios, Vela! Ésta no es manera de enfocar la cuestión de la muerte. Retrasarla un siglo no resuelve nada.
Debo recordarles que yo ya había muerto y resurgido a continuación y que existía una curiosa distancia en mi mente entre la antigua manera de ver las cosas (falsa) y la nueva (extraña pero liberadora).
El inglés no era la lengua nativa de Vela y, por ello, era incapaz de reformular nada valiéndose de ella, porque bastante esfuerzo había hecho para estructurar las formulaciones que postulaba. Lo único que podía hacer era repetir lo que ya se había dicho antes. Volvió a exponer los hechos tal como los había entendido, lo que no sirvió para solucionar la discusión.
—No puedo hacerlo —le dije.
—¿Por qué no puedes hacerlo?
—Me pides que me suicide. El suicidio está prohibido.
—¿Quién ha prohibido el suicidio?
—Va contra mi religión. Los judíos no se suicidan a menos que se vean obligados a sucumbir a un asedio, como ocurrió en Masada. O que vayan a despedazarlos, como en las cruzadas. Entonces matan a sus hijos y se suicidan después.
—Tú no recurres nunca a la religión como no sea para ganar una discusión —dijo Vela.
—Supongamos que cambias de parecer y pones una demanda al banco cuando me tienen congelado —dije—. Y después reclamas mis bienes porque he muerto. No pueden garantizarme que entonces me descongelarían y me devolverían a la vida. ¿O es que crees que me sacarían de aquí sólo para que ganara el pleito? ¿Un pleito dirimido delante de un juez más corto que un rabo de conejo?
Así que mencioné los pleitos, el representante del banco se quedó lívido, lo que me indujo a ponerme en su lugar, aunque tampoco yo me encontraba a mis anchas y más bien tenía el alma en los pies.
—Ésta me la pagarás —dijo Vela.
¿Qué había querido decir con esto? Yo, de todos modos, tengo por principio no discutir nada con gente que no razona. Me limité a negar con el gesto y a repetir:
—No se puede hacer, no se puede y no se hará.
—¿No?
—No sabes lo que me pides —dije.
—¿No?
—Por tu manera de pedírmelo demuestras que te figuras que no sé lo que me hago. Estupendo.
Pero nunca lo había sabido menos que el día que nos reunimos para casarnos en el despacho del juez. Un antiguo amigo mío de la escuela, a quien había invitado a la boda, estaba muy entusiasmado con Vela. Mientras el juez estaba enfrascado leyendo en el libro el formulario de la ceremonia, me susurró al oído:
—Aunque no dure más que seis meses, o incluso un mes, la cosa vale la pena..., con ese pecho y esas caderas y esa cara que tiene.
Volviendo al diálogo que sostuve con Vela en el banco, me oí decir con esa convicción que es fruto de la máxima seriedad:
—Hace mucho tiempo que me hice a la idea de morir de muerte natural, como todo el mundo. En mi vida he tenido ocasión de ver muchos muertos y estoy preparado para lo que venga. Quizá he sido demasiado imaginativo en relación con la tumba..., humedad, frío. Me la he representado con excesivo detalle y quizá he tenido sentimientos exagerados —anormales— al pensar en los muertos. Pero no existe ni la más remota posibilidad de que me convenzan de ponerme en manos de la ciencia experimental. Me siento insultado con tu proposición. A lo mejor piensas que si supiste convencerme de que me casara contigo, me brindaré a estar un siglo congelado.
—Sí, creo que me debes algo —dijo Vela, como para redondear lo que yo acababa de decir.
Una de nuestras dificultades, origen de muchos malentendidos entre los dos, era que mis observaciones le resultaban incomprensibles. Un perro es capaz de entender un chiste. Los gatos nunca, los gatos no saben reír. En el caso de Vela, cuando veía reír a los demás, también se reía. Pero si le faltaban pistas («esto que han dicho es cómico»), ni sonreía siquiera. Y cuando yo, en una cena, me dedicaba a divertir a la gente, me hacía sospechoso a sus ojos de hacerla blanco de mis bromas.
Es posible que yo no fuera muy consciente, cuando me vi en aquel banco delante de una moneda pequeña de diez centavos y de una enorme de dólar engastadas en bruñido mármol, de que en el mundo real había gente volcada en salvarme la vida. Los médicos con sus medicamentos, las enfermeras con sus cuidados, los técnicos con su pericia, todos colaboraban en mi salvación. Cuando me salvara, si me salvaba, mi vida seguiría adelante.
De no haber sido por el artículo sobre Howard Hughes, Vela no me habría propuesto la maravillosa idea de que me congelasen por espacio de un siglo... ni se habría lanzado a explorar la lascivia con su amiguito español (dicho sea de paso, él ni me dio los buenos días) mientras yo esperaba congelado, convertido en un bloque de hielo, a la espera de que me renaciesen o resucitasen.
No puse en duda la realidad de aquel banco, de aquellas monedas, de aquellos interlocutores: Vela, su semental español, el consejero en inversiones y las observaciones de Vela sobre la revolución sexual.
—En cuanto a ese encuentro del banco de cuya realidad estás convencido —me dijo más adelante mi esposa, Rosamund, mi esposa real, tras haberle descrito aquel momento—, ¿por qué será que siempre te parece más real todo lo malo? A veces me pregunto si alguna vez conseguiré convencerte de que no seas sádico contigo mismo.
—Sí —convine con ella—, para mí encierra un tipo curioso de satisfacción, lo malo garantiza que se trata de una experiencia real. Es aquello que nos ocurre, la existencia es así. El cerebro es un espejo y refleja el mundo. Naturalmente, lo que vemos son imágenes, no la realidad, pero son imágenes que nos encantan, acabamos por amarlas pese a ser conscientes de que el cerebro-espejo es un órgano que lo distorsiona todo. Pero no es momento de adentrarnos en la metafísica.
Yo fui uno de esos pacientes de cuidados intensivos que, si el personal hubiera sido dado al juego, me habría convertido en objeto de sus apuestas. Pero era gente demasiado seria para apostar sobre si viviría o no. Más adelante, cuando me encontraba con algún sanitario en otros departamentos del hospital, me decía:
—¡Vaya, lo consiguió! ¡Maravilloso! Jamás lo habría dicho. ¡Vaya lucha la de usted! Lo que es yo, no habría dado dos centavos por su vida...
Así pues..., ¡hasta la vista!17 Nos veremos en la otra vida.
Si estos encuentros hubieran sido más largos (aunque yo prefería que fueran lo más cortos posible), habría tenido que mencionar a mi mujer, dado su mérito. Por todas partes surgían médicos que la habían detectado:
—¡Qué mujer tan encantadora!
—¡Qué devoción la suya!
A menudo los parientes del moribundo son como pájaros deslumbrados por las luces del centro del campo. Vuelan, ciegos, de aquí para allá. No era el caso de Rosamund. Ella habría hecho lo que fuera para salvarme. Por eso, por ella, el personal de cuidados intensivos extremó su dedicación normal. El personal tenía un conocimiento amplio y complejo de hermanos, hermanas, madres, maridos y esposas. La supervivencia no era, en mi caso, una opción probable. Era como si Rosamund respaldara a un perdedor. Otras personas, sobre todo mujeres, tenían la impresión de que Rosamund me tenía aferrado a este lado de la línea que nos separa de la muerte.
¿Se atribuye al amor de esas mujeres el hecho de que salven vidas? Ellas negarían que fuera así si tuvieran que contestar esa pregunta en una encuesta. Como Ravelstein, en frase famosa, había dicho, el nihilismo americano era nihilismo sin el abismo. Parece que el amor, por derecho propio —o desde una luz moderna—, debería considerarse una pasión desacreditada, pero las enfermeras de las unidades de cuidados intensivos, en primera línea frente a la muerte, estaban más abiertas a los sentimientos puros que las que se movían en corredores más tranquilos. Y Rosamund, aquella beldad esbelta de cabellos oscuros y nariz recta, era un ser que, por paradójico que resulte, se movía en aquel medio con naturalidad. Pese a poseer una educación superior —doctorada en filosofía, demasiado lista para dejarse tomar el pelo—, amaba a su marido. El amor supo encontrar un secreto apoyo en aquellas enfermeras que estaban en la línea de fondo, las que tenían en sus manos unos casos, un ochenta por ciento de los cuales terminaba en el depósito de cadáveres. Pero el personal extremó su dedicación normal. Lo hizo por ella..., por nosotros. La autorizaron a dormir junto a mi cama, dentro del cubículo donde yo estaba.
Cuando en la unidad de cuidados intensivos me licenciaron con el diploma correspondiente, ofrecieron una modesta cena a Rosamund. El doctor Bertolucci trajo de su casa pasta marinara. También yo me senté y hasta comí algunos bocados mientras les daba una conferencia sobre el canibalismo en Nueva Guinea, un lugar donde los nativos mataban a sus enemigos y los asaban junto a unos acantilados cubiertos de cascadas de flores tropicales despeñadas desde centenares de metros de altura.
Cuando me sacaron de cuidados intensivos siguieron dejando que Rosamund entrara y saliera de mi habitación sin imponerle restricción alguna. Después de cenar regresaba a casa conduciendo el Crown Vic. Para que no me preocupase me decía:
—Es estable, es de fiar. Es el coche preferido de la policía y me siento segura con él en los semáforos. Los malos actores saben que soy una agente de policía vestida de paisano y que llevo un arma.
Pese a ello, una noche que el coche estaba en el párking situado detrás de nuestro edificio nos rompieron uno de los cristales laterales. A Rosamund tampoco le gustaba contemplar, cuando llegaba por la noche, las ratas que, formadas en hileras, estaban al acecho husmeando los olores del restaurante de Beacon Street.
—Esperan formando varias hileras. Parecen un jurado metido en su compartimento —decía Rosamund—. Sus ojos recogen toda la luz que hay a su alrededor.
Tras subir jadeando hasta el tercer piso donde teníamos nuestra casa encontraba el gato que la estaba esperando para saludarla o acusarla de negligencia. Era un gato de campo, que había vivido de ratones, ardillas listadas y pájaros. Ahora pasaba sus días siguiendo con los ojos a los estorninos, los gayos y los cuervos gigantes. Estos parecían mucho más grandes que los cuervos que se ven en el bosque, tal vez por la escala más reducida de las plantas de la ciudad, vegetación domesticada. Al caer la tarde, en el tejado, armaban tal alboroto que parecían sierras metálicas.
Supongo que era algo que obedecía a alguna finalidad biológica, pero a mí no me interesaba. En aquellos momentos yo era sordo a las teorías, por la misma razón que me negaba a pensar que estaba librando entonces una lucha por la existencia. De haberme parado a considerarlo, me habría percatado de que estaba bajo tierra intentando desenterrarme con las manos desnudas. Algunos habrían visto con buenos ojos mi tenacidad o mi fidelidad a la vida. Para mí la cosa era muy diferente..., algo más insípido que las patatas.
Después de echar una ojeada a la despoblada nevera (no había tiempo para ir de compras), Rosamund roía unas cortezas de queso y después, con los cabellos protegidos con un alto cono de toallas, muy a la turca, se daba una ducha caliente. Ya en la cama, llamaba por teléfono a sus padres y charlaba con ellos. El despertador sonaría a las siete, llegaba al hospital muy temprano. Se sabía los nombres de todos los medicamentos que me habían recetado, los médicos pudieron comprobar que sabía informarles de cómo había reaccionado mi organismo con cada uno, decirles a cuáles era alérgico o cuál era mi tensión sanguínea hacía dos días. En la cabeza de aquella mujer tan bonita había un gran aparato clasificador. Llena de confianza, me dijo que nos esperaba una larga vida, que estaríamos juntos hasta que fuéramos muy viejos, hasta muy entrado el siglo. Me decía que yo era un prodigio. Yo, en cambio, me veía como una especie de monstruo.
No había tema que se tocase que ella no captase ai momento. Ravelstein podía estar satisfecho de ella. Claro que él no dispuso nunca de las ventajas que yo tenía, un acceso a Rosamund que él nunca tuvo. Pasada la crisis, Rosamund me dijo que en ningún momento había puesto en duda que yo sobreviviría. En cuanto a mí, parecía creer que no me iba a morir simplemente porque me quedaban cosas por hacer. Ravelstein esperaba que yo cumpliera mi promesa de escribir las memorias que me había encargado. Y si tenía que cumplir mi palabra, tenía que vivir. Claro que había un corolario evidente: una vez escrita aquella crónica, me quedaba sin protección y pasaba a ser tan fungible como el primero.
—En tu caso, esto no reza —dijo Rosamund—. Una vez te pones en marcha, no hay quien te pare. Pero es que además tienes que vivir por otra razón: por mí.
Recuerdo que en diversas ocasiones le había preguntado a Ravelstein cuál de sus amigos creía él que le seguiría pronto.
—Cuál te hará compañía —le dije.
Y tras observar con detenimiento el color de mi piel, mis arrugas, mi aspecto, dijo que lo más probable era que fuera yo. El era así. Si le pedías que fuera directo contigo, no se privaba en absoluto de ello. ¿Se refería, acaso, a que yo sería el primero de sus amigos que se reuniría con él en la otra vida? A eso apuntaba el tono de nuestra conversación. Pero es que él no creía en otra vida. Platón, que era su guía en estas cuestiones, hablaba a menudo de una vida futura, pero habría sido difícil asegurar hasta qué punto se lo tomaba Ravelstein en serio. Yo no me sentía dispuesto a lanzarme a la arena para contender con aquel campeón de sumo, representante de la metafísica platónica. Habría bastado un barrigazo de su protuberante vientre para expulsarme del magnífico cuadrilátero y devolverme a la atronadora oscuridad.
Aun así, me preguntó cómo imaginaba la muerte..., y al responderle que sería el cese de las imágenes, se quedó reflexionando profundamente en mi respuesta, hizo parada y fonda, y consideró qué había querido yo decir con aquella frase. Nadie puede renunciar a las imágenes. Las imágenes podrían continuar, es posible que continúen. Si Ravelstein, el materialista ateo, me había dicho de forma implícita que tarde o temprano nos veríamos, quería decir con ello que no aceptaba que la tumba fuera el final. Nadie puede aceptarlo y nadie lo acepta. Lo que pasa es que hablamos con dureza.
Por tanto, cuando hice mi observación acerca de las imágenes, Ravelstein me respondió con una explosiva y tartajeante carcajada:
—Ja, ja.
Pero la respuesta le había merecido una cierta consideración, un cierto respeto.
Después, sin embargo, se dejó llevar hasta el extremo de decir:
—No parece sino que podrías acabar reuniéndote conmigo.
Ésta es la confidencia involuntaria y normal, secreta y esotérica, del hombre de carne y hueso. La carne se contraería y desaparecería, la sangre se secaría, pero nadie, en el fondo de su mente y en el fondo de su corazón, cree que vayan a cesar de veras las imágenes.
Aproximadamente el cuarenta por ciento de los pacientes de cuidados intensivos mueren en dicha unidad. El veinte por ciento de los restantes sufren mermas permanentes. Son inválidos que van a parar a eso que la industria sanitaria llama «instituciones para enfermos crónicos». No cabe esperar ya que vuelvan a llevar una vida normal. Al hablar de los restantes, los afortunados, se dice que están «en la planta».
Cuando pasé a la planta dejé de estar atendido por el equipo de médicos adscritos a cuidados intensivos. Exhaustos a consecuencia de los centenares de horas que habían pasado en la unidad, dos de los médicos vinieron a decirme que se iban de vacaciones. Como yo había sido uno de sus grandes éxitos, venían a verme a la planta para despedirse. La doctora Alba me trajo sopa de pollo preparada en su cocina. El regalo del doctor Bertolucci fue una lasaña hecha en casa con un suplemento de albóndigas aderezadas con salsa de tomate, como la que había comido en cuidados intensivos. Todavía no estaba en condiciones de comer por mi cuenta. La cuchara me temblaba en la mano y tamborileaba en el plato, pero no podía llevármela a la boca. El doctor Bertolucci comió con Rosamund y conmigo. Yo, que distaba mucho de estar normal, seguía llevando la conversación hacia el tema del canibalismo. El doctor Bertolucci estaba muy contento conmigo y me dijo:
—Acaba de salir del peligro.
Me había salvado la vida. Ahora yo estaba allí sentado, cenando un plato que había preparado el propio médico, tranquilo, de cháchara con él. También Rosamund estaba contenta y muy excitada. Aquélla era mi primera noche en la planta, no tendrían que llevarme a una institución para enfermos crónicos ni me esperaba una vida de inválido.
Cuando me trasladaron a la planta, el residente de neurología me hizo un examen preliminar. Mi historial médico, en la mesa de la enfermera, era un grueso legajo. Rosamund había llevado un historial diario propio durante las semanas de crisis y el residente también habló con ella.
Aquella misma noche, el doctor Bakst, jefe del servicio de neurología, apareció a última hora e hizo varias preguntas a Rosamund. Ella dormía en la butaca al lado de mi cama.
Me habían sometido a tratamiento por neumonía e insuficiencia cardíaca. Y pese a que me encontraba en la planta, no estaba libre de peligro. Todavía no. No del todo. Mis problemas no tienen mucho que ver con lo que aquí se trata. Permítaseme simplemente que diga que la situación distaba mucho de ser normal y que mi futuro seguía siendo comprometido.
El doctor Bakst se trajo un paquete de agujas. Tras un examen en el que me hincó varias agujas en la cara, descubrió que tenía el labio superior mermado (para decirlo a mi manera). Incluso cuando hablaba o reía, tenía una extraña inmovilidad, una especie de parálisis. Me sometió a unas cuantas pruebas sencillas..., en las que fallé. Me pidió repetidas veces que dibujara esferas de relojes. En un primer momento me vi incapaz de dibujar nada. Tenía las manos inútiles. No las dominaba. Me resultaba imposible comer sopa, firmar. No podía manejar la pluma. Cuando me dijo que dibujara un reloj, lo que me salió fue un cero deforme. En opinión del doctor Bakst, los síntomas indicaban envenenamiento. Bédier, de Saint Martin, me había servido un pescado contaminado. El neurólogo me comunicó que había sufrido una contaminación de toxina cigua. Tenía motivos sobrados para hablar mal del Caribe. El médico francés que me había visitado en la isla me había diagnosticado el dengue. Habría debido estar más enterado. Un australiano, experto en la toxina cigua, describió por teléfono al doctor Bakst, en Boston, los síntomas de aquella enfermedad. Algunos colegas de Boston del doctor Bakst no aceptaron el diagnóstico. Pero yo, por razones que, estrictamente hablando, tenían poco que ver con la medicina, me puse de parte del doctor Bakst.
Para decir las cosas claramente, lo primero que tuve que hacer fue decidir si hacía o no los esfuerzos necesarios para recuperarme. Había estado largas semanas inconsciente, mi cuerpo estaba debilitado, irreconocible. Mis esfínteres estaban hechos un lío, andaba a tropezones más que caminaba, siempre colgado de una estructura metálica. Yo había sido el más joven de una familia numerosa. Ahora tenía hijos adultos. Cuando vinieron a verme, los que habían heredado mis rasgos me produjeron la impresión de estar contemplándome con mis propios ojos, afines aún pero preparados para que los reemplazara un modelo más reciente. Ravelstein me habría aconsejado que conservara la cabeza. Me sentía casi vencido pero, aunque vulnerado y totalmente enfermo, no exonerado aún.
Rosamund estaba resuelta a que yo viviera. Fue ella, qué duda cabe, quien me salvó..., ella la que me había traído volando desde el Caribe justo a tiempo, la que me había vigilado durante todo el tiempo que duraron los cuidados intensivos, la que había dormido en una silla al lado de mi cama. Cuando yo porfiaba por seguir respirando, ella me levantaba la máscara de oxígeno para despejarme el interior de la boca. Hasta que instalaron el respirador no se movió de mi lado, después sólo se ausentaba una hora para ir a casa y ponerse ropa limpia.
El único médico que me visitó regularmente fue el doctor Bakst. Pero sus visitas eran irregulares porque se presentaba a horas extrañas. Y me decía:
—Dibújeme un reloj que marque las diez y cuarenta y siete minutos.
O bien:
—¿Qué día es hoy? Y no me venga con que se encuentra en un plano superior donde no le hace falta saber la fecha exacta. Quiero respuestas concretas.
O bien:
—Multiplique setenta y dos por noventa y tres, y ahora..., divida cinco mil trescientos veintidós por cuarenta y seis.
Gracias a Dios, mis tablas de multiplicar estaban en buenas condiciones.
El médico no estaba dispuesto a discutir conmigo cuestiones «más profundas»..., ni nada que pudiera tener que ver con mi nivel de recuperación.
Cuando yo era un niño de ocho años había tenido que recuperarme de una peritonitis complicada con neumonía. A mi regreso del hospital me había visto obligado a decidir si quería ser un inválido de por vida, dejando que mis dos hermanos mayores me odiasen por monopolizar el cariño y las inquietudes de nuestros padres. Cómo pueden llegar a tomarse estas decisiones en la infancia es algo que está fuera de toda comprensión. Ahora me doy cuenta, sin embargo, de que fue entonces cuando opté por no ser un niño canijo. En un bazar de trastos viejos encontré un libro que trataba de la manera de estar en buena forma física. Estaba escrito por Walter P. Camp y, gracias a él, hice lo que había hecho el famoso entrenador de fútbol: subir cubos de carbón de la bodega con los brazos extendidos. Hice flexiones, practiqué con el saco de arena y las porras indias Turverein. Estudié un estimulante tratado titulado Cómo ser fuerte y mantenerse. Decía a todos que me estaba entrenando. No exageraba. La verdad es que yo no estaba dotado para los deportes, pero aquella elección que había hecho a los ocho años seguía siendo efectiva. Unos setenta años después volvía a prepararme para lo mismo.
Por una rara coincidencia, el doctor Bakst tenía en el piso de arriba a otro paciente, una mujer, con la toxina cigua. Se había contaminado en un viaje a Florida. La toxina entra a saco en el sistema nervioso, pero no tarda en ser eliminada por el organismo, hasta el punto de que a los pocos días no queda en el cuerpo ni rastro de ella. Afortunadamente para la mujer, la enfermedad había sido cogida a tiempo, en el primer estadio de la misma y, tan pronto como consiguió eliminar de la corriente sanguínea el veneno transmitido por el pescado, la paciente pudo volver a su casa.
Yo seguía empujando el andador a través de serpenteantes pasillos, decidido a recuperar el uso de las piernas. Tenían que sostenerme para mantenerme de pie en la ducha y tuve que sufrir la humillación de que unas enfermeras acostumbradas a ver de todo me enjabonaran y me lavaran sin que mi cuerpo les produjera especial impresión.
Di por sentado que mi neurólogo y ángel de la guarda estaba familiarizado con casos como el mío y que sabía en qué punto exacto me encontraba. Mis maltrechas manos y piernas se habrían anquilosado y habría perdido el sentido del equilibrio de haber dejado que se me atrofiaran los pequeños músculos del cuerpo. Habría podido decidir que, puesto que las cosas iban por aquel camino, no tenía por qué hacer el esfuerzo. Uno acaba cansándose de tantas tretas, de andar sobando bolas de masilla y encajando piezas de rompecabezas para ver finalmente, cuando se contempla, los largos surcos de las arrugas que recorren el interior de sus brazos enjutos.
Sólo ahora he entendido el tacto que desplegó el médico en su conducta y he visto que sabía muy bien que yo me habría desintegrado de no haber hecho los ejercicios que me recomendaba. Odiaba aquellas prácticas pero no quería derrumbarme. Además, debía hacer un esfuerzo por recuperarme, era una deuda que tenía con Rosamund. Sí, aunque sentía la tentación de abandonarlo todo, veía que ella había puesto toda su alma en mi supervivencia. Batirme en retirada habría sido insultarla. Y, en último lugar, vivir suponía necesariamente hacer lo que había hecho siempre, debía estar lo bastante fuerte para hacer de manera autónoma todas aquellas cosas que constituían mi vida.
El doctor Bakst, en mi opinión, era un hacha haciendo diagnósticos, pero en mi caso su diagnóstico había sido puesto en cuarentena. La ciguatera es una enfermedad tropical causada por una toxina vehiculada por aquellos peces que se alimentan en los arrecifes, «piscavores» los llamaba el médico. Por intensas que sean las llamas de la parrilla y persistente la ebullición a que se la someta, no se consigue aniquilar el veneno que transporta la cubera roja que Bédier, aquel tipo duro que jugaba a franchute de comensales franceses, colocó ante mí. Se había trasladado a los trópicos para hacer dinero y dar una educación a sus hijas. Ahora ya no se estilaba darles dot, sino educación. (Ravelstein, que planea por encima de esos personajes y circunstancias, habría preferido dot a dote.) Más allá del papel que se había asignado, Bédier no debía nada a sus clientes. Ellos corrían sus riesgos con los piscavores de los arrecifes de coral, él con el dinero que había invertido. Ni Bédier ni el médico que me había diagnosticado el dengue respondieron a las preguntas que les hicieron desde Boston.
El diagnóstico de ciguatera que había hecho el doctor Bakst fue puesto en tela de juicio por otros médicos. Por eso él tenía un motivo más para demostrar que tenía razón y me llevó a todos los rincones del hospital a que me hicieran varios TAC, resonancias magnéticas y cantidad de esos exámenes esotéricos que hacen sentir sobre ti las fuerzas de todo el planeta. Hasta cierto punto me veía con ánimos de desvincular sus inquietudes profesionales de otros motivos que pudiera tener. Era evidente que él sabía que yo necesitaba sus visitas «personales», su presencia diaria, quería convencerse de que yo dependía de él.
En uno de esos días fragmentados y desesperanzados se me ocurrió pensar que tal vez yo fuera uno de esos pacientes astutos cuyo plan primordial consiste en acaparar la atención del médico. El enfermo se da cuenta de que el médico tiene que dividirse entre muchos, pero al mismo tiempo reconoce una necesidad especial de situarse por encima de sus rivales enfermos y moribundos. Como es natural, el médico tiene que protegerse frente a los impulsos monopolizadores, instintos tal vez, de aquellos que tienden ciegamente a la recuperación, que sienten esa profunda y especial avidez del enfermo que decide no morir.
El doctor Bakst era un hombre de sólida constitución, pero cuya cabeza, parecida a la de un boxeador, tenía un curioso ademán. Había que descartar de plano la posibilidad de adivinar qué pensaba. Iba y venía a su antojo. A veces sus gafas te miraban cuando no te miraban sus ojos. Cosas que me llevaron a pensar que habría sido un error intentar comunicarle las muchas cosas extrañas que me pasaban por la cabeza. Los problemas aritméticos que me planteaba se parecían mucho a los deberes que imponía a David Copperfield su malvado y tiránico padrastro: «Nueve docenas de quesos a dos libras, ocho chelines, cuatro peniques. Debes hacer ese cálculo en menos de tres minutos». En mis tiempos escolares yo había sido bueno en las sumas, eran actividades que me retrotraían a la infancia. También fueron buena terapia para mis dedos y no tardé en estar en condiciones de firmar cheques y pagar facturas.
El médico adoptó entonces un estilo más brusco conmigo.
—¿A qué día de la semana estamos?
—Martes.
—No es martes. Todas las personas adultas saben qué día es hoy.
—Entonces será miércoles.
—Sí. ¿Qué día del mes?
—No tengo ni idea.
—Bueno, se prepara para hacer un esfuerzo, una jugada atrevida. De ahora en adelante tendrá que saber la fecha como toda persona normal. La comprobará cada mañana y a partir de ahora sabrá decir el día de la semana y la fecha exacta.
Y colgó un calendario de la pared. El médico se había dado cuenta de que, a medida que pasaban los días, derivaba hacia la confusión, me sentía desmoralizado, me dejaba llevar y la dejadez y el desorden me hacían perder el ánimo.
Es posible que el doctor Bakst me salvara. Creo que le debo la vida a él y, por supuesto, a Rosamund. Bakst no creía que hubiera sido un error trasladarme «a la planta», ni que hubiera que llevarme a una institución para enfermos crónicos. Él creía que yo podía —y que por tanto debía— salir airoso. En cierto modo él me evaluó como capaz de regresar. Lo que me digo es qué sería la práctica médica si los médicos no hicieran caso de esas intuiciones. El doctor Bakst, como los hábiles exploradores indios del siglo pasado, arrimaba la oreja a los raíles de la vía férrea y sabía si se acercaba una locomotora. La vida estaba acercándose, pronto volvería a sentarme en el tren de la vida. La muerte retrocedería y se agazaparía en el sitio que ocupaba antes en el borde del paisaje. El ansia del enfermo es trasladarse a rastras, renqueando o como sea, a la vida que precedió a la enfermedad y levantar después barricadas a su alrededor, fortificarse en la posición de antes.
De haber muerto, como es lógico me habría liberado de la promesa que había hecho años atrás a Ravelstein de escribir una breve descripción de su vida. Puesto que yo, a mi vez, me había acercado a la muerte, no necesitaba abrigar aquel remordimiento que a veces sienten los vivos con respecto a aquellos —padres, esposas, maridos, hermanos y amigos— que están en la tumba.
Recién salido de la universidad a finales de los años treinta, fui ayudante de unos trabajos de investigación y colaboré en la compilación de una guía geográfica, por la que hube de enterarme de que prácticamente en todos los Estados de la Unión había una ciudad llamada Athens. Era un hecho también que, durante una estancia en Chicago, A. N. Whitehead había profetizado que aquella ciudad estaba destinada a regir el mundo moderno. La inteligencia estaba allí, se encontraba a la libre disposición de todo el mundo, era muy posible, pues, que aquella ciudad pudiese convertirse en una nueva Atenas.
Recuerdo que, cuando se lo dije a Ravelstein, se echó a reír a mandíbula batiente y dijo:
—Si ocurre, no será porque lo haya dicho Whitehead. Con la filosofía que llevaba dentro no se habría llenado ni un globo de cumpleaños. No es que Russell fuera mucho mejor.
Si me interesaban esas opiniones no era porque yo tuviera ambiciones políticas sino porque, sin tener grandes conocimientos de filosofía política, me disponía a escribir, había acordado que escribiría, unas memorias de Ravelstein, filósofo político. Yo no estaba en condiciones de afirmar que Whitehead y Russell hubieran desarrollado o no ideas que valiera la pena examinar. Pero Ravelstein me dijo de manera perentoria que no me molestara en conocer los estudios, ensayos y opiniones de ninguno de los dos. Hay que agradecer los buenos consejos en materias de esta índole, puesto que la vida es demasiado corta para desperdiciarla dedicando todo un mes, pongamos por caso, a la Historia de la filosofía de Russell, libro evidentemente deformado y hasta estrafalario, aunque muy moderno, porque nos ahorra el tiempo que dedicaríamos al estudio de diversos filósofos alemanes y franceses.
A su manera, Ravelstein quería protegerme e impedir que me enfrascara en las obras de los pensadores que él más admiraba. Me había pedido que escribiera unas memorias suyas, eso sí, pero no tenía por necesario que me empollase los clásicos del pensamiento occidental. Yo conocía a Ravelstein lo suficiente para escribir una breve biografía suya y concordaba con él en el sentido de que era una labor que debía hacer alguien como yo. Por otra parte, creo profundamente en el poder que tiene la obra inacabada para prolongar la vida. Con todo, la supervivencia no puede explicarse a través de esta simple equivalencia abstracta de uno a uno. Rosamund había impedido que yo muriera. Esto es algo que no me puedo representar sin asumirlo frontalmente y no puedo asumirlo frontalmente mientras mis intereses sigan centrados en Ravelstein. Rosamund había estudiado el amor —el amor romántico rousseauniano y también el Eros platónico, con Ravelstein—, pero sabía muchísimo más del amor que su maestro y que su marido.
Pero prefiero volver a ver a Ravelstein que explicar cuestiones que no sirve de nada explicar:
Ravelstein, que está vistiéndose para salir, habla conmigo y yo lo sigo de un lado a otro tratando de oír qué dice. De su aparato de alta fidelidad se derrama la música, los múltiples planos de su cabeza desnuda y calva me anteceden pasillo adelante entre la sala de estar y su monumental dormitorio principal. Se para delante del entrepaño de vidrio —aquí no hay espejos de pared—, y se coloca en los puños los gemelos de oro macizo, se abrocha la camisa a rayas Kisser & Asser de Jermyn Street. La lavandería y tintorería American Trustworthy le entrega las camisas rellenas de papel de seda. El almidón hace crujir el cuello de la camisa al levantárselo para pasar la corbata. Se la ata en un lujuriante nudo. Los titubeantes dedos, largos, mal coordinados, nerviosos hasta el límite de la decadencia, la anudan con doble vuelta. A Ravelstein le gustan los nudos de corbata grandes; al fin y al cabo, es un hombre alto. Se sienta después sobre los cuidados vellones de la cama y se calza las botas Wellington de color tostado Poulsen and Skone. Tiene el pie izquierdo varios números más pequeño que el derecho, pero no cojea. Fuma, por supuesto, fuma siempre, y ladea la cabeza para evitar el humo mientras se ata los cordones y coloca el lazo en su sitio. Los cantantes y la orquesta desparraman La italiana en Argel por toda la casa. Es música para vestirse, música accesoria o de ambiente, pero Ravelstein adopta una postura nietzscheana, propicia a la comedia y a los estrados. Mejor Bizet y Carmen que Wagner y el Anillo. A Ravelstein le gusta poner al máximo el volumen del potente aparato. Que se encargue el contestador del teléfono de recoger las llamadas. Se pone su traje de cinco mil dólares, lana italiana entremezclada con seda. Con las puntas de los dedos tira de la bocamanga y se restriega la parte superior de la cabeza. Tal vez esté deleitándose con la serenata en la que intervienen tantos instrumentos, tantos músicos. Mantiene correspondencia con las editoras de discos compactos del otro lado del Telón de Acero. Dispone de quien se ofrece a ir de su parte a la oficina de correos a pagar en su nombre los gastos de aduanas.
—¿Qué te parece esa grabación, Chick? —dice—. Tocan con los instrumentos antiguos originales del siglo diecisiete.
Se pierde en la música sublime, una música en la que se disuelven las ideas que se reflejan después en sentimientos. Ravelstein se los lleva con él a la calle. Los altos arbustos se han vestido de nieve temprana, los mismos arbustos que se llenan de bandadas de loros..., los que escaparon un día de sus jaulas y ahora se construyen, en algunos callejones, nidos en forma de largos sacos. Se alimentan de bayas rojas. Ravelstein me mira, ríe entre contento y asombrado, gesticula porque la algarabía de pájaros me impide oír su voz.
No es fácil entregar a un ser como Ravelstein a la muerte.