14. LA PALOMA

AL DOBLAR la esquina del pasillo que llevaba al ascensor, unos minutos después de las seis de la mañana, Spade vio una luz amarillenta a través del cristal esmerilado de la puerta de su despacho. Se detuvo bruscamente, apretó los labios, miró en ambas direcciones del corredor y avanzó hacia la puerta con zancadas silenciosas y rápidas.

Puso la mano sobre la bola de la puerta y la hizo girar con cuidado para que no hiciera el menor ruido. La hizo girar hasta el límite. La puerta estaba cerrada con llave. Sin soltar la bola, cambió de mano, sujetándola ahora con la izquierda. Se sacó las llaves cuidadosamente del bolsillo para que no hicieran ruido al entrechocar las unas contra las otras. Separó la llave del despacho y ahogó todo posible ruido de las demás llaves apretándolas en la mano mientras metía la primera por el ojo de la cerradura. Tampoco esta vez hizo ruido alguno. Se afianzó sobre las puntas de los pies, se lleno de aire los pulmones, hizo girar la llave, abrió la puerta y entró.

Allí estaba Effie, dormida, con la cabeza descansando sobre un antebrazo apoyado en la mesa. Tenía puesto el abrigo y otro de Spade, a guisa de capa.

Spade dejó escapar de los pulmones el aire convertido en risa apagada, cerró la puerta a su espalda y se dirigió hacia la segunda. El segundo despacho estaba vacío. Volvió junto a la muchacha y le puso una mano en el hombro.

Effie se movió ligeramente. La cabeza medio dormida se levantó y sus párpados temblaron. Se enderezó repentinamente y abrió los ojos por completo. Vio a Spade, sonrió, se recostó en la silla y se restregó los ojos con los dedos.

—Vaya, por fin has vuelto. ¿Qué hora es?

—Las seis. ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?

Effie se estremeció en un tiritón, se arrebujó en el abrigo de Spade y bostezó.

—¿No me dijiste que no me fuera hasta que volvieras o telefonearas?

—Ya. ¿Eres la hermanita del muchacho que se quedó en el puente cuando el buque ardía?

—No iba a…

Se interrumpió y se puso de pie, dejando que el abrigo de Spade se deslizara de sus hombros hasta quedar sobre la silla. Observó con ojos oscuros e inquietos la sien de Spade bajo el ala del sombrero y exclamó:

—¡Tu cabeza! ¿Qué te ha pasado?

La sien estaba enrojecida y tumefacta.

—No estoy seguro de si me caí o si me dieron un golpe. No creo que sea nada grave, pero duele a rabiar —se tocó la sien con dedos cuidadosos, hizo un gesto de dolor, que transmutó en sonrisa áspera y explicó—. He ido de visita. Me dieron unas gotitas para hacerme conciliar el sueño y he despertado doce horas más tarde tirado en el suelo de las habitaciones de un caballero.

Effie le quitó el sombrero.

—Eso está muy feo. Tendrás que llamar a un médico. No puedes andar por ahí con la cabeza en ese estado.

—No es tan grave como parece, excepto por el dolor de cabeza, y probablemente buena parte del dolor se deberá al narcótico.

Spade fue hasta el lavabo que había en una esquina del despacho y mojó el pañuelo en agua fría.

—¿Ha ocurrido algo después de irme yo? —preguntó.

—¿Encontraste a miss O’Shaughnessy, Sam?

—Todavía no. ¿Alguna cosa desde que me fui?

—El fiscal del distrito telefoneó. Quiere verte.

—¿Él mismo?

—Sí, así lo entendí. Y vino un chico con un recado: que mister Gutman tendría mucho gusto en verte antes de las cinco y media.

Spade cerró el grifo, escurrió el pañuelo, lo colocó contra la sien y se volvió hacia Effie:

—Ese recado lo recibí. Me encontré con el chico abajo, y la visita de mister Gutman me dejó como ves.

—¿Es el G que llamó por teléfono, Sam?

—Sí.

—¿Y qué?

Spade miró a través de la muchacha y habló como si el hacerlo le ayudara a ordenar sus pensamientos:

—Quiere algo que cree que puedo conseguir. Le convencí de que él no podría conseguirlo a menos de que hiciera un trato conmigo antes de las cinco y media. Entonces…, sí, claro que sí, cuando le dije que tendría que aguardar un par de días, me echó las gotas en el vaso. No es probable que creyera que me fuera a morir. Sabía que podría valerme por mí mismo pasadas diez o doce horas. O sea, que quizá la respuesta es que creyó poder conseguir sin mi ayuda lo que desea si me dejaba inutilizado durante esas horas. Espero que se haya equivocado —dijo, frunciendo el ceño; y, mirando a Effie menos vagamente, le preguntó—. ¿No has sabido nada de la O’Shaughnessy?

La muchacha dijo que no con la cabeza.

—¿Tiene algo que ver ella con todo eso?

—Algo.

—¿Es que esa cosa le pertenece a ella?

—A ella, o al rey de España. Cariño, ¿no tienes un tío que enseña Historia o algo así en la Universidad?

—Un primo. ¿Por qué?

—Si le alegráramos la vida con un supuesto secreto histórico de hace cuatrocientos años, ¿podríamos confiar en que estaría callado durante algún tiempo?

—Desde luego. Es buena gente.

—Espléndido. Coge tu lápiz y tu cuaderno de taquigrafía.

Effie los sacó del cajón y se sentó. Spade volvió a mojar en agua fría el pañuelo, y con él sobre la sien, permaneció de pie delante de la muchacha dictándole la historia del halcón, tal como la había oído de labios de Gutman, desde la donación hecha por Carlos V a los Hospitalarios hasta la llegada del pájaro a París —y nada más que hasta la llegada a París— en los tiempos en que abundaban allí los refugiados carlistas. Le supuso alguna dificultad repetir los nombres de los autores y los títulos de las obras que Gutman había citado, pero se las arregló para dar una versión fonética de ellos bastante aceptable. En cuanto al resto de la historia, lo repitió con la fidelidad de un entrevistador experimentado.

Cuando hubo terminado, la muchacha cerró el cuadernillo y alzó hacia Spade el rostro coloreado y excitado.

—¡Esto es de lo más emocionante! Es…

—Sí, o ridículo. Ahora ve a ver a tu primo, se lo lees y a ver qué le parece. Pregúntale si ha encontrado alguna vez algo que pueda tener relación con este cuento. Y que te diga si la historia es probable. O posible, aunque poco. O que si es un camelo. Si necesita más tiempo para estudiar el asunto, está bien, pero que te dé una opinión inmediatamente. Y por el amor de Dios, oblígale a que no diga una palabra.

—Me iré ahora, pero tú también te vas a ir a que el médico te vea esa cabeza.

—Primero vamos a desayunar.

—No. Desayunaré en Berkeley. Estoy impaciente por saber la opinión de Ted sobre todo esto.

—Está bien. Pero no te pongas a llorar si se ríe de ti.

Después de desayunar calmosamente en el hotel Palace y de leer los diarios de la mañana, Spade volvió a su casa, se afeitó y bañó, se dio masaje con hielo sobre la sien tumefacta y se puso ropa limpia.

Fue al apartamento de Brigid en el Coronet. No había nadie. Nada había cambiado tampoco desde la última vez.

Se encaminó luego al hotel Alexandria. Gutman no estaba, y tampoco ninguno de los demás ocupantes de sus habitaciones. Spade averiguó que los otros ocupantes eran el secretario del hombre gordo, Wilmer Cook, y la hija de Gutman, Rhea, una muchacha de ojos castaños, pelo rubio y poca estatura, descrita como chica preciosa por el personal del hotel. Le dijeron que Gutman y su gente habían llegado al hotel diez días antes, procedentes de Nueva York, y que aún conservaban las habitaciones.

Spade se dirigió al Belvedere y encontró al detective del hotel comiendo en el café del hotel.

—Hola, Sam. Siéntate y pégale unos bocados a un huevo.

El detective del hotel vio la sien de Spade y dijo:

—¡Caray! ¡Buen sopapo te han dado!

—Gracias, ya he desayunado —dijo al sentarse. Y luego, aludiendo a la sien, añadió—. Parece peor de lo que es. ¿Qué tal se porta mi buen Cairo?

—Salió del hotel a la media hora de irte tú y no le he echado la vista encima desde entonces. Tampoco durmió aquí anoche.

—Está cogiendo malas costumbres.

—Tú verás. Un tipo así en una ciudad tan grande como ésta… Oye, Sam, ¿quién te hizo eso de la sien?

—No fue Cairo.

Spade contempló pensativamente la pequeña cúpula plateada que se alzaba sobre las tostadas de Luke y acabó por preguntar:

—¿Y si echáramos un vistazo a su habitación ahora que no está?

—Podremos hacerlo. Ya sabes que siempre estoy dispuesto a colaborar contigo en todo lo posible.

Luke apartó el café, puso los codos sobre la mesa y miró a Spade con los ojos fruncidos:

—No sé por qué me parece que no me cuentas todo. ¿Quién es ese sujeto, Sam? No tienes por qué tener secretos conmigo. Ya sabes que te puedes fiar de mí.

Los ojos de Spade se apartaron de la bóveda plateada. Su mirada era ahora clara y cándida.

—Claro que lo sé. No te estoy ocultando nada. Te lo dije todo. Estoy trabajando para él, pero tiene unos amigos a quienes les caigo mal, y por eso debo andar con cuidado.

—El chico que echamos de aquí ayer, ¿es uno de sus amigos?

—Sí, Luke, lo es.

—Y uno de ellos se cargó a Miles.

Spade sacudió la cabeza:

—A Miles le mató Thursby.

—¿Y quién se cepilló a Thursby?

Spade se sonrió y respondió:

—Bueno, se supone que es un secreto, pero confidencialmente te diré que, según la policía, fui yo.

Luke gruñó, se puso en pie y dijo:

—Tienes más conchas que… Venga. Vamos a echar ese vistazo.

Se detuvieron en la conserjería el tiempo suficiente para que Luke conviniera que si regresaba Cairo, les llamasen a Spade y a él a la habitación. Los dos se dirigieron a registrar el cuarto de Cairo. La cama estaba hecha y lisa; pero los papeles en el cesto, los transparentes torcidos y un par de toallas arrugadas que había en el cuarto de baño decían bien a las claras que la doncella no había pasado por allí aún aquella mañana.

El equipaje de Cairo consistía en un baúl cuadrado, una maleta y un maletín. El cuarto de baño estaba bien abastecido de productos cosméticos: cajas, botes, frascos y botellines de polvos, cremas, ungüentos, perfumes, vinagrillos y tonificantes. En el armario había dos trajes y un abrigo, colgando encima de tres pares de zapatos con hormas, que cuidaban de su esmerada conservación.

La maleta y el maletín no estaban cerrados con llave. Luke ya había conseguido abrir el baúl, que estaba cerrado con llave, cuando Spade acabó de husmear lo demás.

—Hasta ahora, nada —dijo Spade cuando empezaron a registrar el baúl.

No hallaron nada que les interesara.

—¿Estamos buscando algo concreto? —preguntó Luke, mientras volvía a cerrar el baúl.

—No. Se supone que Cairo ha venido de Constantinopla. Me gustaría saber si es verdad. Todavía no he encontrado nada que pruebe que no lo es.

—¿De qué vive?

—Me gustaría saberlo —dijo Spade, sacudiendo la cabeza.

Cruzó la habitación, se inclinó sobre el cesto de los papeles y dijo:

—Nuestra última esperanza.

Sacó un periódico del cesto. Se le iluminaron los ojos al advertir que se trataba del Call de la víspera. Estaba doblado, con la página de anuncios por palabras hacia fuera. Lo abrió y examinó esa plana, sin descubrir nada. Dio la vuelta al periódico y examinó la página que estaba doblada hacia dentro, la que daba las noticias de Bolsa y el movimiento del puerto, el estado del tiempo, los nacimientos, las bodas, los divorcios y las muertes. En la esquina inferior de la izquierda había sido arrancado, de la parte baja de la segunda columna, un trozo como de dos pulgadas.

Justo encima del trozo que faltaba se leía un titular que decía: «Llegados hoy». Y a esto seguía:

12.20 mañana: Capac, procedente de Astoria.

5.05 mañana: Helen P. Drew, procedente de Greenwood.

5.06 mañana: Albarado, procedente de Bandon.

El papel rasgado no dejaba leer la línea siguiente, pero podía adivinarse «procedente de Sydney».

Spade dejó el Call encima de la mesa de escribir y escudriñó nuevamente el cesto de los papeles. Encontró un pedacito de papel de envolver, un trozo de cuerda, dos marbetes de una camisería, un recibo de media docena de pares de calcetines y, en el fondo del cesto, un trozo de periódico hecho una bola diminuta.

La abrió con cuidado, alisó el papel y lo encajó en el hueco que en el periódico había dejado el trozo cortado. Encajaba perfectamente por los bordes, pero entre la parte de arriba del trozo arrugado y la línea procedente de Sydney que podía adivinarse faltaba como media pulgada de papel, lo bastante como para dar el nombre de seis o siete buques arribados. Dio la vuelta a la página y comprobó que allí sólo estaba impresa la parte de la esquina, sin importancia, del anuncio de un corredor de Bolsa.

Luke se inclinó sobre Spade y le preguntó:

—¿Qué es eso?

—Parece que nuestro caballero siente interés por un barco.

—No lo prohíbe la ley. ¿O sí lo prohíbe? —dijo Luke, mientras Spade doblaba la página rota y el pedacito arrugado y se los metía en el bolsillo del abrigo—. ¿Has acabado con la habitación?

—Sí. Y muchas gracias, Luke. ¿Quieres llamarme por teléfono tan pronto como vuelva el ausente?

—Cuenta con ello.

En la redacción del Call, Spade compró un ejemplar de la edición de la víspera, lo abrió por la página de la sección del movimiento de buques en el puerto y la comparó con la que había encontrado en el cesto de los papeles de Cairo. El trozo que a ésta le faltaba decía así:

5.17 mañana: Tahití, procedente de Sydney y Papeete.

6.05 mañana: Admiral Peoples, procedente de Astoria.

8.07 mañana: Caddopeak, procedente de San Pedro.

8.17 mañana: Silverado, procedente de San Pedro.

8.05 mañana: La Paloma, procedente de Hong Kong.

9.03 mañana: Daisy Gray, procedente de Seattle.

Leyó la relación pausadamente y cuando acabó de hacerlo subrayó «Hong Kong» con la uña, recortó la lista de arribadas del periódico con la navaja, tiró el resto del periódico en el cesto junto con la hoja encontrada en la habitación de Cairo y retornó a su despacho.

Se sentó ante su escritorio, buscó un número en la guía telefónica y utilizó el teléfono.

—Kearny, uno, cuatro, cero, uno, por favor… ¿En dónde está atracado el La Paloma, que llegó ayer de Hong Kong? —repitió la pregunta y dijo «gracias».

Mantuvo el gancho del auricular bajado con el dedo un momento, lo soltó y pidió otro número:

—Davenport, dos, cero, dos, cero, por favor… Con la Brigada de Investigación, por favor… ¿Está ahí el sargento Polhaus?… Gracias… Hola, Tom, soy Sam Spade… Sí, traté de ponerme al habla contigo ayer por la tarde… Seguro que sí. ¿Te parece que comamos juntos?… Conforme.

Conservó el auricular pegado a la oreja mientras el dedo manipulaba una vez más.

—Davenport, cero, uno, siete, cero, por favor… ¿Oiga? Habla Samuel Spade. Mi secretaria recibió ayer un recado de que mister Bryan quería verme. ¿Quiere hacer el favor de preguntarle qué hora sería la mejor para él?… Sí, Spade, S-p-a-d-e —una larga pausa—. ¿Sí?… ¿A las dos y media? Perfectamente. Gracias.

Llamó a un quinto número y dijo:

—Hola, amor mío, ¿quieres ponerme con Sid?… Hola, Sid, Sam. Tengo una cita con el fiscal esta tarde a las dos y media. ¿Quieres darme un telefonazo, aquí o allí, a eso de las cuatro, para asegurarte de que no me encuentro en dificultades?… ¡Maldito sea tu golf del sábado por la tarde! Tu obligación es cuidar de que no me metan en la cárcel. Está bien, Sid… Hasta más ver.

Apartó el teléfono, bostezó, se estiró, se tocó la sien herida, miró el reloj y lió y encendió un pitillo. Estuvo fumando abstraídamente hasta que regresó Effie.

Effie Perine entró sonriendo, con la mirada alegre y la cara agradablemente sonrosada.

—Ted dice que puede ser verdad —informó—, y que espera que lo sea. Me ha dicho que no es un especialista en ese terreno, pero que los nombres son auténticos, y que ninguno de los autores ni de las obras que dijiste son puras invenciones. Está entusiasmado.

—Magnífico, con tal que el entusiasmo no le ciegue y le impida darse cuenta de que es un camelo.

—¿Quién? ¿Ted? Ni por pienso. Es demasiado competente en su terreno para tal cosa.

—Claro, claro. Toda la familia Perine es fabulosa —dijo Spade—, incluyéndote a ti y a ese tiznón que tienes en la nariz.

—Ted no es un Perine. Es un Christy.

Bajó la cabeza para mirarse en el espejito del bolso de mano y dijo:

—Seguramente el tiznón es del fuego —y se lo quitó con una esquina del pañuelo.

—¿Qué ocurrió? ¿Se prendió fuego la Universidad por el entusiasmo combinado de los Perines y los Christys?

Effie le hizo una mueca burlona mientras se daba suaves golpecitos en la nariz con una borla de polvos que parecía un sencillo disco rosado.

—Cuando volví había en el puerto un barco en llamas. Lo estaban remolcando para apartarlo del muelle, y el humo envolvió el trasbordador en que yo venía.

Spade agarró los brazos del sillón con ambas manos:

—¿Pasaste lo bastante cerca para ver el nombre del barco?

—Sí. La Paloma. ¿Por qué?

Spade sonrió tristemente y respondió:

—¿Por qué? No tengo la más remota idea, hija mía.