Ocho
Victoria sintió un nudo en el estómago al escuchar la noticia que Gabriel Masters le había dado a Max. Fingió estar dormida, pues rara vez se quedaba profundamente dormida mientras echaba una siesta, y decidió que no diría que lo sabía a menos que él se lo contara directamente.
Se preguntó si él habría previsto aquello, si había evitado que ella saliera con él de caza para librarse justamente de este tipo de cosas. Max no querría preocuparla, pese a que el hecho de contárselo haría que los dos dejaran de discutir por su decisión de mantenerla fuera.
Max acompañó a Gabriel a la puerta y, a continuación, fue hasta la cama en silencio. Ella lo oyó, lo olió, se sentía más calmada por su presencia a medida que él se acercaba. La cama se hundió cuando él se sentó a su lado. Le pasó la mano por el costado.
—Gatita —dijo en voz baja inclinándose hacia ella y besándola en el hombro—. Tengo que irme.
Cuando se incorporó, ella se puso boca arriba y alzó la mirada hacia él.
—¿No deberías dormir un poco? ¿O es que vas a volver pronto a casa?
—Cuanto antes termine con esta caza, mejor. —Sus ojos grises se suavizaron mientras la miraban—. Después, nos iremos durante una temporada. Puede que a algún lugar tropical donde estés desnuda todo el día. O a otro que esté aislado por la nieve, para que pueda tenerte tumbada delante de una chimenea.
Victoria le agarró la mano que él había dejado apoyada sobre su cadera y la apretó.
—Suena maravilloso.
—¿Quieres quedarte aquí? ¿O te llevo a tu apartamento?
—A casa —respondió ella con un suspiro—. Tengo que trabajar. Hoy ha sido un día de locos en el hotel.
—¿Puedes trabajar desde casa durante unos días?
—Claro. —No le gustaba trabajar en otro sitio que no fuera en su despacho, pero no iba a discutir. Max ya tenía suficientes cosas en la cabeza.
—Entonces, vamos a lavarnos —murmuró él con una suave sonrisa en los labios.
Treinta minutos después, Victoria sintió un indicio de ecuanimidad. Max la había lavado de la cabeza a los pies y sus diestros dedos le habían masajeado el cráneo y cada uno de sus músculos. Era muy bueno con ella. Muy bueno para ella.
La vistió con un simple pijama, asegurándose de abrocharle cada botón con sus propios dedos en lugar de hacerlo a través de la magia.
—Ya está.
—Ya está. —Ella se puso de puntillas y le besó en la mandíbula—. Y estaré esperándote cuando regreses.
Un áspero sonido salió de él y la atrajo hacia sí para envolverla con sus brazos. La sostuvo así durante un momento y, a continuación, estaban en casa. La brusca aparición de música de saxo la sobresaltó. Pero se impresionó aún más cuando vio a la rubia desnuda con un collar de piel que entraba en la sala de estar desde la puerta del dormitorio.
—Max —dijo Jezebel con un ronroneo, estirándose como si acabara de despertarse—. Creía que estabas de broma cuando dijiste que ibas a traer a tu gatita a casa para que jugara con nosotros.
La mirada de Victoria estaba fija en el «MAX» que había grabado en el cuero negro que rodeaba el cuello de la bruja y en las marcas que había en sus pechos y que estaban perfectamente dispuestas y alineadas según el reconocible patrón de Max.
—Jezebel —gruñó Max—. ¿Qué cojones quieres ahora?
—Los tuyos, cariño —respondió con una sonrisa mientras se colocaba la mano en los pechos, ofreciéndoselos—. De la forma que tú quieras.
Una magia feroz apareció dentro de Victoria, densa, negra y ardiente. Se agitaba entre sus manos y se las quemaba, rabiando por ser liberada.
—Puta —la insultó con un siseo—. Más vale que desaparezcas rápidamente.
—Ya te lo dije, cariño —dijo Jezebel lamiéndose los labios mientras se tiraba de sus propios pezones—. A los Familiares no les gusta jugar con otros.
Max se acercó a ella con paso airado y Victoria perdió la paciencia, incapaz de dejarlo que pusiera las manos sobre otra mujer. Sobre todo, si era una mujer desnuda que llevaba un collar con el nombre de su hombre.
Echó las manos hacia delante antes siquiera de darse cuenta y la magia salió de sus dedos en forma de arcos de rayos verdes. El golpe levantó a Jezebel del suelo y la lanzó hacia atrás por el pasillo.
—¡Joder! —La cabeza de Max se volvió hacia Victoria con una expresión de rabia—. ¿Has perdido la cabeza?
—¡Está claro que tú sí la perdiste cuando trajiste a esa basura a mi casa! —espetó con los puños cerrados para contener los deseos de volver a atacar.
Una carretilla chocó contra su pecho. Al menos, eso es lo que sintió. Fue lanzada hacia atrás y se deslizó hasta el sofá. Victoria gritó, con un escozor en el pecho y la parte superior de su pijama echando humo por el impacto.
—¡Para ya! —bramó Max colocándose en medio del pasillo para hacer de barrera.
Jezebel saltó por encima de él y dio una vuelta en el aire para caer de pie, con el pelo levantándose alrededor de ella como una capa. Victoria fue aún más ágil y con sus reflejos de gata lanzó una patada como venganza. Max embistió, agarró a la bruja por la espalda y ¡puf! Desaparecieron.
Una furia irracional recorrió el cuerpo de Victoria junto con una oleada de magia más fuerte de lo que había sentido nunca. Confiaba en Max, creía en él. Estaba lo suficientemente cuerda como para saber que no podía estar con ella del modo en que había estado toda la noche si ya se había acostado antes con otra.
Eso no significaba que no echara pestes por el hecho de que hubiese llevado a su ex a su casa. Una ex que estaba loca de remate y dolida porque la hubiesen dejado.
—¡Max! —gritó. Pero se había ido.
Furiosa, apagó el equipo de música y dio vueltas por la casa buscando cualquier señal de Jezebel. Su rabia aumentó cuando encontró la cama de ella y Max revuelta y oliendo al perfume de la bruja. También olía a otra cosa. A algo ahumado y acre. Arrancó las sábanas y las hizo jirones con las zarpas, que no se había dado cuenta de que le habían salido.
Estaba repasando todas las cosas que tenía que decirle a Max cuando regresara —y su rabia iba en aumento a cada minuto que pasaba—, cuando la protección que rodeaba el apartamento sonó con un tintineo de aviso.
—¿Quieres más, bruja? —murmuró mientras dejaba caer las sábanas al suelo y se dirigía hacia la puerta. Volvió a sentir un hormigueo en las palmas de las manos, lo que le hizo recordar el ataque que había lanzado antes. Su magia no se había manifestado nunca a modo de arcos con rayos de fuerza. Necesitaba que Max la ayudara a comprender aquello. Y que le aclarara la mente.
«Por todos los Dioses, ¿cuánto les ha afectado esta caza?».
Extendió la mano hacia la puerta de la calle y se dio cuenta de la amenaza que había tras ella. Los pelos de la nuca se le pusieron de punta y se giró, cambiando su forma a la felina para convertirse en un objetivo menor. Las ventanas crujían por la energía que llegaba desde fuera, se desprendió de la ropa que estaba en el suelo, entre sus patas, y fue corriendo hacia una de ellas, saltando sobre una mesa para poder ver mejor.
Movió convulsivamente los ojos por la línea del horizonte y no vio nada a lo que enfrentarse, pero sí sentía la atracción de la magia. Le penetró por el pecho, por donde aún sentía la palpitación de la herida, y la obligó a cambiar a la forma humana en contra de su voluntad. Se cayó de la mesa con la espalda arqueada y la magia estalló con una oleada de poder que hizo añicos las ventanas.
Una nube negra entró por la brecha y se solidificó a su lado en forma de hombre. Con el pelo cobrizo y unos ojos tan oscuros que parecían negros, irradiaba un poder oscuro que hizo que a todo su cuerpo desnudo se le pusiera la carne de gallina.
Se arrodilló junto a ella y Victoria se percató de que no podía moverse ni apenas respirar. El punto de su pecho donde Jezebel la había golpeado con su magia le escocía como si le hubiesen echado ácido. La corroía con movimientos atroces y se extendía por todo su cuerpo.
—Tranquila. No durará mucho —dijo él con una sonrisa.
El dolor le llegó hasta el corazón y gritó, y los músculos se le agarrotaron. Después, afortunadamente, perdió la conciencia.
En el momento en que Max se materializó en casa de Jezebel, la apartó de él y las manos le quemaron por el tacto de su piel. Irradiaba un calor febril y su mirada era salvaje. El profundo corte junto al hombro que le había provocado el ataque de Victoria no parecía afectarla en absoluto. Y su sonrisa era tan demente que hizo que Max sintiera escalofríos.
Movió una mano en el aire para vestirla con una bata.
—Max, antes no te ponías tan tenso —dijo ella negando con la cabeza—. Está claro que tu Familiar no te hace feliz.
—Más te vale que no me conviertas en tu enemigo, Jezebel —le advirtió—. Te sugiero que pienses en mí como un cariñoso recuerdo y te mantengas bien alejada.
—Pero ¡estamos hechos el uno para el otro! Sé que tú también lo sientes así. —Dio un paso al frente con la mano extendida como si fuera a tocarle.
Y él sí que lo sentía. Lo suficiente como para quedarse de pronto sin respiración. La llamada entre iguales era fuerte, pero no se trataba de algo sexual. Era magia.
Max se acercó también y le arrancó el tejido que le cubría la herida. Al hacerlo, el pecho quedó al descubierto y ella ahogó un grito de excitación, pero él sólo prestaba atención al corte que ella tenía en la carne, que no sangraba y que era oscuro, no porque estuviese cauterizado, sino porque su sangre estaba contaminada.
—¿Cuándo llegó él hasta ti? —le preguntó—. ¿Qué te ha hecho?
Jezebel deslizó las manos por el pecho de Max.
—Me interesa más saber qué es lo que me vas a hacer tú —respondió en voz baja.
La agarró de las manos y recorrió la distancia hasta el Consejo Supremo. La llevó directamente hasta la antecámara previa a la sala de recepciones. La estancia estaba vacía, como era habitual, y su repentina aparición con Jezebel medio desnuda hizo que las conversaciones y movimientos se detuvieran.
La muchedumbre de hechiceros y brujas se fue apartando de él a medida que avanzaba hacia la mesa donde se tomaba nota de las peticiones de audiencia, agarrando del codo a Jezebel y arrastrándola hacia delante.
—Ha sido puesta en peligro por Xander Barnes —dijo con frialdad—. Va a necesitar tratamiento y rehabilitación.
La soltó y se dispuso a alejarse.
—El Consejo querrá interrogarte —respondió al instante el secretario.
—Yo no sé lo que ha pasado. No estaba presente. —De pronto, Max reculó y se tambaleó hacia atrás cuando un dolor agudo y candente le traspasó el pecho como una espada. Sintió que un grito resonaba en su interior y que la sangre se le helaba—. Victoria —susurró mientras el pánico le atravesaba el cuerpo.
Distraído y sin haberlo previsto, la había dejado sola y desprotegida. Mientras daba un paso hacia delante, se trasladó. Fue como nadar en miel. Su magia iba desapareciendo de él con cada latido de su corazón. Apareció tambaleándose en su sala de estar unos interminables segundos después, aterrizando sobre sus manos y rodillas en medio de un remolino de cristales rotos, desorientado y mareado.
Ante sus ojos aparecieron unas botas de piel con tacones altos y levantó la vista para recorrer unas piernas kilométricas rematadas con unos ajustados pantalones cortos y negros y un corsé de cuero. Victoria se colocó las manos sobre las caderas y sus labios pintados de rojo se curvaron formando una sonrisa carente de humor. El color esmeralda de sus ojos pintados con rímel era tan oscuro como su aura.
—Así es exactamente como te quiero —ronroneó.