5
Como el sargento Petrov era un oficial de policía, el caso no se había asignado a un inspector de la oficina del procurador, sino a un miembro de la policía militar; el coronel Snitkonoy, el «Lobo gris». El coronel Snitkonoy era un hombre desaforado, colérico, impetuoso; siempre dispuesto a armar bronca, y echar pestes durante horas, hasta que se le prestaba atención.
Rostnikov sabía que tiempo atrás aquel coronel había trabajado como un auténtico lobo, persiguiendo delincuentes con el corazón clamando venganza y los dientes teñidos de sangre. El «Lobo gris» era la antítesis de su colega Porfiry, «la Bañera». Snitkonoy era alto, esbelto, pero no delgado, y lucía unas elegantes sienes grises; un retrato de Rublev en carne y hueso. Era impresionante. No podía verse ni una sola arruga en su uniforme profusamente condecorado; hasta sus medallas eran sobrias, y estaban perfectamente dispuestas, no como una doble hilera de guirnaldas de cartón, sino como un discreto trío de cintas, escogidas más por los colores que por su importancia.
La fachada del «Lobo gris» era impresionante, pero su interior estaba vacío. La administración de la policía militar había cambiado bajo su mando. Durante quince años, se había hecho más y más burocrática, pero también más eficiente. Snitkonoy parecía, y era en realidad, una reliquia del pasado. Su perfil a lo Sherlock Holmes resultaba casi cómico, y cada vez se le exhibía más en actos públicos, para que representara su papel ante los dignatarios visitantes.
Los visitantes extranjeros, al menos aquellos que no estaban muy al corriente, abandonaban Moscú convencidos de haber disfrutado del privilegio de tener audiencia con un gran hombre. Un búlgaro había vuelto a Sofía absolutamente impresionado por su talento, y había escrito una novela cuyo protagonista era el vivo retrato del coronel.
Porfiry Petrovich tomó asiento silenciosamente, extendió las manos sobre la mesa del salón de conferencias y prestó atención al «Lobo gris». El viernes a primera hora, Rostnikov ya había hablado con Zelach, Karpo y Tkach en su pequeño despacho. Había asignado a Zelach un nuevo caso que le mantendría alejado, había convencido a Tkach de la importancia de encontrar el Chaika del camarada Khabolov, y había ofrecido su ayuda a Karpo, quien aseguró que haría lo que el procurador considerara conveniente. El estómago de Rostnikov se hizo sentir, y Zelach dejó escapar una risita nerviosa. Este había sido el único momento de relajación, antes de que Porfiry Petrovich y Karpo tuvieran que comparecer en el salón de conferencias de la segunda torre de Petrovka.
—Todos los efectivos de la milicia serán movilizados para este caso —dijo «el Lobo», golpeando la pulida mesa con la palma de la mano para dar énfasis a sus palabras.
Rostnikov, anticipándose al golpe de efecto, había levantado su taza; Karpo, que estaba a su lado, no tomaba té, y la mayoría de los asistentes ya habían celebrado reuniones con aquel destacado miembro de la policía militar. Sólo un hombre adormilado, de unos cincuenta años, de rostro rosado y mofletes abultados, se había dejado sorprender por la comedia. El té de su taza se agitó y acabó por derramarse. El hombre se inclinó para secar la mesa con la manga.
Porfiry Petrovich se inclinó, a su vez, para anotar algo en un bloc, gesto que gustó mucho a Snitkonoy. La nota decía: «Toda la milicia corriendo por la calle Gorky, estorbándose unos a otros, matando más gente que “el Llorica”». Después dibujó, con trazos descuidados, las figuras de dos policías uniformados chocando uno con otro, y luego, las tachó. La imagen del rostro de Petrov comenzó a perfilarse sobre el papel. Rostnikov suspiró, y, de pronto, se encontró dibujando un candelabro.
—¿Preguntas? —dijo «el Lobo», cruzándose de brazos y mirando a su alrededor.
—¿Qué está haciendo la milicia exactamente? —preguntó el hombre de rostro rosado.
Rostnikov pensó que la pregunta apropiada sería: «¿Para qué perdemos el tiempo aquí?».
El «Lobo gris» sonrió satisfecho, como si aquélla fuese la pregunta que estaba esperando. Después se volvió hacia el mapa de Moscú que estaba colgado a su espalda, y comenzó a señalar edificios, mientras hablaba.
—Durante las próximas tres semanas, un oficial de policía, armado, se apostará en la azotea del Hotel Ucrania, del edificio del Consejo para la Mutua Ayuda Económica, del Hotel Mir de Kalinin Prospekt, del Hotel Moskva de la Plaza Sverdlov, del edificio del hvestia en la calle Gorky, y en todos los edificios desde los que se supone que disparó «el Llorica». Suponemos que el francotirador volverá a alguno de estos edificios, como ya hizo con el Hotel Ucrania. ¿Más preguntas?
—¿Tenía familia el sargento Petrov? —preguntó Rostnikov, apartando la vista de sus garabatos.
—No lo sé —contestó «el Lobo», frotándose las manos—. ¿Hasta qué punto cree que eso pueda ser relevante?
En lugar de contestar, Rostnikov se limitó a encogerse de hombros. No se sentía en la obligación de satisfacer la curiosidad del «Lobo gris».
—Atraparemos a nuestro francotirador antes de que acabe la semana, dos semanas como máximo —aseguró Snitkonoy, pasando su mano derecha sobre el pecho—. Me he comprometido personalmente.
—Eso nos tranquiliza —afirmó Rostnikov, dando los últimos toques al cubo que estaba dibujando.
Snitkonoy ya había hecho promesas de este tipo, y en una o dos ocasiones pudo cumplirlas, pero en ningún caso se debió al coronel.
—¡Ya hemos hablado bastante! —exclamó Snitkonoy, mirando a Rostnikov, a quien estaba seguro de no comprender—. ¡Camaradas, manos a la obra!
El hombre rosado se levantó, y comenzó a mirar a su alrededor; visiblemente incómodo, ya que nadie más se había movido. Volvió a tomar asiento de inmediato, mientras el resto de los asistentes, a excepción de Rostnikov y Karpo, se levantaban. Todos esperaban que Snitkonoy intentase mantener la atención del público, pero era muy posible que la molesta presencia de «la Bañera» le hubiera hecho cambiar de idea. «El Lobo» fue el primero en abandonar la habitación. Su paso era marcial, decidido, como si fuera a librar un combate, cuerpo a cuerpo, con «el Llorica». En realidad, como todos sabían, excepto el hombre rosado, «el Lobo» volvería a su oficina, a esperar que se le encargara un acto público de estilo teatral.
Cuando la sala quedó prácticamente vacía, el hombre rosado se levantó y se dirigió a Rostnikov y Karpo.
—No nos han presentado, camaradas. Me llamo Sergei Yefros, del Comité Soviético de Solidaridad Afroasiática.
—¿Y qué hace usted en esta reunión? —le preguntó Rostnikov.
—No sé por qué me dijeron que viniera a esta reunión —agregó el hombrecillo rosado en tono de excusa, como respuesta a la pregunta no formulada, pero obvia—. Supongo que ha habido algún error.
—Imposible —afirmó Rostnikov tajante—. Nosotros no cometemos errores; el coronel Snitkonoy no comete errores.
—No —aceptó el hombre mientras se escurría hacia la puerta, apoyando la mano abierta en su pecho—. Quiero decir que cometí un error. Yo… cometí… yo cometí un error, ¿comprenden?
—Eso es posible —admitió Rostnikov.
Y el hombre desapareció por la puerta, dejando a Rostnikov y a Karpo solos en la habitación. Ambos permanecieron en silencio durante un minuto eterno. Rostnikov apretaba los labios, buscando una respuesta al asesinato del candelabro que había dibujado. Karpo intentaba no pensar en nada, y casi lo consiguió.
—Un par de preguntas, camarada Karpo —dijo Rostnikov con un suspiro—. Primero, ¿por qué razón podría un hombre matar a un viejo y llevarse un candelabro de bronce como único botín?
Karpo no llegó a considerar la posibilidad de que se tratara de una broma. Karpo no sabía lo que era una broma. Sabía que otras personas intercambiaban palabras, incongruencias, insultos, o se maltrataban físicamente, lo que les hacía sonreír o incluso reír; pero nunca había podido comprender la función o el proceso de formación de lo que los demás consideraban cómico. De modo que respondió a una pregunta que la mayoría de la gente no hubiera tomado en serio.
—Parece improbable que el asesinato se haya cometido para robar un candelabro —apuntó Karpo mirando al frente—, pero eso ya lo sabe usted.
Rostnikov asintió con la cabeza, sin apartar la vista del dibujo.
—¿El candelabro era nuevo, viejo, muy antiguo?
—Muy antiguo —respondió Rostnikov—. Tal vez tenga cien años o más; pero no creo que sea una antigüedad o un objeto de valor. Al menos, no de tanto valor como para que un extranjero bien vestido ambicione poseerlo.
—Entonces debe tratarse de un truco, de un ardid para hacernos creer que tiene alguna importancia especial, para hacernos tomar un camino equivocado; lo que sería un truco muy tonto y muy inteligente a la vez.
—¿Por qué tonto?
—Porque de ese modo perseguiremos tanto el candelabro como al hombre en cuestión. No consideraremos la posibilidad de que se trate de aspectos independientes del problema, sino que buscaremos a ambos. Tenemos la ventaja de que nunca nos cansaremos.
Rostnikov miró a Karpo y al mapa de Moscú: cerca de ocho millones de personas; la cuarta ciudad más grande del planeta. En un mapa, Moscú se parece a la sección transversal de un tronco, cuyos anillos nos indican su edad: el Kremlin en el centro, y a su alrededor cinco anillos, cada uno de los cuales marca los límites de la ciudad, siglos atrás, y sobre los que se construyeron empalizadas, muros de piedra y rampas de tierra. En aquellos días, sólo se podía entrar en Moscú a través de puertas especiales construidas en las murallas.
El segundo anillo, el anillo del Bulevard, está rodeado de árboles, y se convierte en una cinta verde durante el verano. El tercer anillo, el anillo del jardín, es la principal arteria de transporte, con sus dieciséis kilómetros que rodean el centro de la ciudad. Más al exterior, se encuentra el cuarto anillo que hace dos siglos servía de frontera y aduana, y sobre el cual se desplaza el Ferrocarril Circular de Moscú. Por último, el quinto anillo y el más moderno, la autopista circular de Moscú que delimita la ciudad actual.
—Yo estoy muy cansado, camarada —afirmó Rostnikov.
—Individualmente, sí —respondió Karpo con toda seriedad— pero no somos individuos aislados, formamos parte de un todo.
—Eso introduce mi segunda pregunta —continuó Rostnikov, dejando el lápiz y girándose torpemente para contemplar a su pálido subordinado—. ¿Cuándo admitirá que su brazo ya no puede funcionar? ¿Cuándo permitirá que le examine un médico competente?
A pesar del mucho tiempo que había pasado desde que Karpo había conocido a Rostnikov, casi quince años, seguía sorprendiéndose por la manera en que el inspector aludía a posibles errores. Karpo se prometía una y otra vez que tendría más cuidado, pero no dejaba de sentirse orgulloso por la capacidad de su superior para penetrar hasta el fondo de las cosas, para burlarse amistosamente. Si los individuos carecen de importancia, ¿por qué Karpo no admitía su incapacidad y dejaba que otra persona, en plenas facultades, ocupara su puesto? ¿Acaso la pérdida de un brazo no era suficiente para abandonar, para reconocer que no podía estar a la altura en determinadas circunstancias?
—Tal vez no lo haga nunca —contestó Karpo con los ojos fijos en su superior.
Rostnikov se incorporó con un suspiro, apoyando su brazo derecho sobre la mesa hasta que pudo enderezar su pierna izquierda.
—¿Nunca?
—Tal vez, después de atrapar «al Llorica» —corrigió Karpo.
Tal corrección era adecuada. Karpo dedicaba su vida a la causa con tal entrega, y ello le llevaba a tal conclusión.
—El tener un solo brazo no es motivo para pensar en la jubilación —apuntó Rostnikov, sacudiendo la cabeza—. De hecho, yo sólo tengo una pierna, y «el Lobo gris» sólo tiene medio cerebro.
—No quisiera resultar un estorbo…
—¡Ja! —interrumpió Rostnikov exasperado—. Aun con un solo brazo, usted es el mejor hombre de la oficina del procurador. ¿Lo ve? Ahora nos sonrojaremos con tanto piropo. Si sigue así, pronto me volveré cordial, amable y educado, y acabaremos haciendo lo mismo que ese osito rosado que acaba de salir.
Karpo se levantó y asintió con un movimiento de cabeza.
—Tendré en cuenta su consejo —apuntó.
—«El Llorica» —dijo Rostnikov, conteniendo un bostezo.
—«El Llorica» volverá a subir a alguna de las azoteas de esos hoteles —aseguró Karpo suavemente.
—Parece una persona de costumbres rijas —observó Rostnikov.
Karpo asintió.
—Los atentados se hacen más frecuentes. Creo que «el Llorica» se ha impuesto algún tipo de programa, alguna restricción; creo que dejará de disparar al buen tuntún. El sargento Petrov ha sido la primera víctima premeditada. He estudiado los informes de cada atentado y he hablado con todos los testigos: todos los tiroteos se han producido en presencia de personas uniformadas, policías o militares, pero ahora, «el Llorica» parece haber adquirido la seguridad suficiente como para escoger sus víctimas.
—¿Y qué se deduce de todo eso? —preguntó Rostnikov con una sonrisa.
—Que pronto se cometerá otro atentado en algún lugar infestado de uniformes.
—Eso podría ocurrir en…
—En muchos lugares —interrumpió Karpo—; estoy seguro. Me gustaría poder apostar varios hombres en las azoteas de los edificios que quedan enfrente de las instalaciones militares. Tal vez situaría un hombre en lo alto de la tienda infantil de Destky Mir, justo enfrente de los cuarteles generales de la KGB, y, por supuesto, otro en la azotea de estos últimos.
Rostnikov guardó sus garabatos en el bolsillo, sacudiendo la cabeza, y dedicó una sonrisa a Karpo, diciendo:
—No tiene pruebas. No son más que especulaciones.
—Me permito recordar al inspector jefe que en otras ocasiones…
—… he acertado en mis sospechas —completó Rostnikov.
La afirmación de Karpo sobre su historial no era producto de su amor propio. No pretendía mostrarse ufano, sino seguro, decidido a continuar la caza. Tal vez podía estar equivocado, pero Rostnikov sabía que a Karpo le tenía sin cuidado que se limitaría a formular otra teoría, y muchas más, hasta conseguir capturar «al Llorica», a no ser que otro se le adelantara.
—Podrá apostar a sus hombres en lo alto de cualquier edificio, pero no puedo asumir la responsabilidad de situarlos frente al cuartel general de la KGB —dijo Rostnikov mientras se dirigía a la puerta—. Si la KGB llegara a enterarse, nos sería difícil explicar por qué no les habíamos confiado nuestros planes. Nada de eso, la KGB tendrá que conformarse con su reputación. Por otra$ parte, ellos disfrutan de una mayor operatividad. Disponen de más efectivos.
Karpo no dio muestras de haber captado la ironía que encerraban las palabras de «la Bañera», y se limitó a asentir y a seguir a Rostnikov a través de la puerta abierta.
—Una última pregunta —dijo «la Bañera»—. ¿Por qué cree que «el Llorica» es una mujer?
—No he dicho tal cosa… —empezó Karpo.
—Ha evitado referirse a su sexo al describirle, de manera que…
—«El Llorica» podría ser un hombre o una mujer —aseveró Karpo—. Podría tratarse de un hombre de voz aguda, o de una mujer.
En ese momento se encontraban en el vestíbulo, cerca de una ventana abierta que dejaba entrar un poco de aire en aquel ambiente caluroso. Rostnikov sintió en las mejillas el toque de humedad que precede a la lluvia, y ello le produjo una extraña satisfacción. Los ladridos de los pastores alemanes, encerrados en las perreras de la policía, justo debajo de la ventana, conferían a la escena un punto de melancolía.
—Emil —dijo Rostnikov, mientras caminaba al lado de aquel hombre alto y demacrado cuyo brazo fláccido desaparecía bajo la chaqueta—. ¿Ha leído alguna vez Las aventuras de Huckleberry Finn?
—No —contestó Karpo, al tiempo que ambos se apartaban para dejar pasar a un joven uniformado, cargado con una pila de legajos—. ¿Tendría que haberlo leído?
—En cierto pasaje, el muchacho vagabundo percibe el ruido de alguien que corta leña a lo lejos —explicó Rostnikov—. El ruido viene de lejos, el eco de cada golpe de hacha en la madera. Es un pasaje de gran belleza, Emil. Es un pasaje que vibra como un día de verano en Moscú.
—Ya veo —respondió Karpo, incapaz de comprender los súbitos cambios de conversación de aquel hombre robusto y cojo que tenía a su lado. Porfíry Petrovich Rostnikov era un enigma en la vida de Emil Karpo, pero lo aceptaba porque admiraba las aptitudes de su superior.
Pero Karpo sabía que Rostnikov no era infalible; de vez en cuando, detectaba algún indicio de ello. El ejemplo lo tenía allí mismo. Rostnikov no tenía ni idea de que Karpo planeaba convertirse en la próxima víctima propiciatoria de «el Llorica».
Sasha Tkach tenía dolor de cabeza. No estaba acostumbrado a beber vodka. Sabía el daño que la bebida causaba a su alrededor, y a menudo tenía la impresión de que Moscú, por la noche, parecía un enorme criadero de borrachos que se tambaleaban como zombies mareados. Había oído decir que la situación era peor en otros países —como Islandia o los Estados Unidos—, pero estaba seguro de que el porcentaje de los que hallaban consuelo en el alcohol era muy alto en Moscú. Uno de ellos era su vecino Bazhen Surikov, el carpintero. A Surikov le gustaba presumir de pintor. Llevaba una pequeña barba, como una caricatura de un artista parisino de los años veinte, y andaba siempre salpicado de pintura, aunque a Sasha le parecía que las pocas obras que había visto de aquel hombre enjuto, eran, cuando menos, mediocres. De todas maneras, Sasha no se consideraba un experto en arte; más bien se tenía por un hombre lleno de problemas.
Maya y él no se habían, lo que se dice, peleado la noche anterior. Ella intentaba hablar sobre el futuro, pero él trató de evitarlo. Estaba cansado, agotado tras el encuentro con el hombre del taller, disgustado con su trabajo, e incapaz de encontrar una solución al problema de qué hacer, cuando la criatura que Maya llevaba en el vientre se decidiera a ver la luz de este mundo.
Lydia, la madre de Sasha, no era de gran ayuda. Sólo aportaba su sempiterna sabiduría. «Después de un día viene otro. Tenemos pan en la mesa, zapatos en los pies y una cama en la que dormir».
Uno no puede oponerse a tanta sabiduría, especialmente cuando tu madre está medio sorda, y se refugia en frases hechas, en vez de afrontar la realidad.
De modo que, cuando Bazhen Surikov le invitó a visitar su apartamento para echar un vistazo a su nueva obra, Sasha decidió aceptar, dejando madre, esposa y un bebé en ciernes, en su apartamento de dos habitaciones. Cuando Bazhen le mostró una absurda pintura que representaba a un caballo, o un verraco o un oso arrodillado, Sasha se deshizo en halagos, y Bazhen le ofreció compartir una botella de vodka. Dos horas más tarde, cuando Sasha consiguió regresar a su apartamento, Maya observó su sonrisa ebria y dejó a un lado el libro que estaba leyendo, debatiéndose entre enfadarse, o echarse a llorar. No hizo ni una cosa ni otra, sino que se encaminó al dormitorio, y recordando que su suegra estaba allí, lanzó una mirada a Sasha que decía bien a las claras: «Mira, ni siquiera tengo un sitio en donde meterme cuando estoy enfadada y harta; y pronto tendremos un hijo, ¡tu hijo!».
Al día siguiente, los efectos del vodka habían desaparecido. El sol calentaba de lo lindo, y Sasha no se veía con ánimos para simular que era el hijo mimado de un miembro del Politburó. Creyó entender cómo debía sentirse un actor que tuviera resaca, una úlcera, una esposa quejica y un amigo moribundo, y que tuviera que subir a un escenario para encarnar, durante dos horas, a Alejandro el Grande.
Sasha ya había celebrado una reunión con Porfiry Petrovich Rostnikov y se había presentado en dos de las direcciones de su lista, para tacharlas más tarde, convencido de que no respondían a lo que estaban buscando. Estaba particularmente molesto porque, durante la temprana reunión de aquella mañana, Porfiry Petrovich, que solía prestar atención y comentar sugerencias aun en los casos de menor relevancia, no mostró gran interés por las investigaciones de Sasha, a pesar de haber admitido que se estaban ejerciendo fuertes presiones, ya que un «importante oficial» había sido víctima de los ladrones de coches.
Sasha tomó la línea verde del metro, la de Gorkovsko-Zamoskvoretskaya, hasta el final, apeándose en Rechnoi Vokzal, y vagando por territorio desconocido en busca del edificio en el que se había observado la presencia de un coche enorme y nuevo. Tal información se había recibido hacía más de dos semanas, y procedía, según los informes, de una mujer conocida por su afición a entrometerse en todos los asuntos; una de esas personas que se atreverían a pararte en la calle, para decirte que llevas la corbata mal anudada. Sasha Tkach conocía a ese tipo de personas; una de ellas se había casado con su padre, y ahora vivía en su pequeño apartamento.
Era difícil dar con el edificio en cuestión, pero Sasha insistió, y, aunque los datos eran escasos, acabó por encontrarlo. Se trataba de un edificio de ladrillo, de una sola planta que parecía haber sido una pequeña fábrica. Había una enorme puerta de garaje cuya chapa metálica estaba cerrada. Los cristales de las ventanas estaban sucios, y no podía ver el interior por estar echadas las cortinas. Era la dirección número veintitrés de las que había visitado durante las dos últimas semanas; nada extraordinario, si se comparaba con otros casos, como la búsqueda de francotiradores que asesinaban policías, o de misteriosos pistoleros que robaban candelabros. La vida no siempre resultaba agradable.
Sasha encontró una puerta a un lado del edificio, dudó un instante, suspirando profundamente, sintiendo autocompasión, y llamó con los nudillos. A continuación entró, antes de que alguien pudiera decir «adelante» o «espere afuera».
Al otro lado de la puerta, Tkach se encontró frente a una joven rubia bastante guapa, de aspecto fornido y atlético que no llevaba maquillaje, ni lo necesitaba.
—Se supone que la puerta estaba cerrada con llave —dijo ella, mirando a Sasha a los ojos—. Esto es un club privado para mecánicos en potencia.
Tkach miró a su alrededor sin perderla de vista. Había un panel de madera a su espalda, un panel sucio pintado de gris, tras el cual podía oírse el ruido de las máquinas, el choque de los metales. Había algo desafiante y atrayente en aquella joven que sostenía una llave inglesa en una mano, y apoyaba la otra en la cadera. Incluso, los churretes de grasa que salpicaban su guardapolvo resultaban atractivos. Un escalofrío de temor y de atracción física sacudió al detective, que estaba convencido de que, si bien podría tratarse de alguien no relacionado con el caso, ocultaba alguna cosa.
—Mi nombre es Pashkov —dijo él, mientras la mujer le agarraba por una manga para conducirle a la salida—. Un conocido mutuo que me hizo prometer que no revelaría su identidad, me dio su dirección.
—No sé de qué está usted desbarrando —contestó ella.
Sus rostros estaban muy próximos, tanto como para que él pudiera oler su perfume, y lo suficiente como para que ella pudiera advertir su temblor, el temblor de una horrible resaca.
—Mi padre es miembro del Politburó —apuntó Sasha breve y rápidamente, mientras ella abría la puerta, y señalaba el exterior con la llave inglesa.
—¡Qué suerte la suya! —exclamó ella sarcásticamente.
—Busco un coche —tanteó él, parándose ante la puerta—. Un coche muy bueno.
La joven no cerró la puerta y él intentó una insípida sonrisa mientras la examinaba. Su rostro de bellas facciones casi lograba ocultar sus emociones, pero Tkach había sido investigador durante más de seis años, y pudo percibir un brillo sospechoso en sus ojos. Pese a ello, no advirtió ningún signo de temor por su parte, y se convenció de que, en cualquier caso, tenía ante sí a una mujer admirable.
—¿Quién le envió aquí?
—¡De eso nada! —contestó él, sacudiendo la cabeza—. ¡Nada de nombres! Yo no le pregunto el suyo, y usted no me pregunta el mío.
—Yo ya conozco el suyo.
—Lo había olvidado —contestó Tkach—. Anoche estuve tomando unas copas con un amigo y…
—Vuelva a entrar —atajó ella, alargando el brazo para conducirle de nuevo adentro.
Antes de cerrar la puerta, la joven salió al exterior para echar un vistazo. Tkach la observaba con admiración. Una mujer como aquélla podría hacerse cargo de cualquier cosa; encontrar apartamentos, coches, hacer las cosas bien hechas, y aún le sobraría tiempo para prodigar calor y muchos niños.
—Busco un coche para mí —puntualizó Sasha, cuando ella le encaró. Tuvo que hacerse oír en medio del ruido que provenía del otro lado del panel—. Espero encontrar un precio razonable, y si todo sale bien, tengo amigos a quienes les gustaría…
Ella examinaba su rostro minuciosamente; Sasha se daba cuenta, pero hizo lo posible para disimularlo.
—Si eres de la policía —dijo ella lentamente— puedes registrar el local cuando te vayas. En ese caso, no hay razón para ocultar lo que tenemos aquí.
—Espera —la retuvo Sasha, dando un paso adelante.
Se sentía incómodo y acalorado, y deseaba poder deshacerse de aquella absurda corbata.
—Si eres quien dices que eres —prosiguió ella, sin prestarle atención— podríamos llegar a un acuerdo. Eres bien parecido, pero no me pareces ni muy discreto, ni muy inteligente.
El temblor de la resaca se convirtió en ira, pero lo controló, a sabiendas de que la joven le estaba poniendo a prueba. En cierto modo, no importaba. Ella ya había confesado más que suficiente, y tenía bastante razón. Lo que él tenía que hacer era abrirse camino, llegar al teléfono más cercano, y conseguir que la policía rodeara el lugar rápidamente. Pero él quería seguir el juego para ganarlo. Si iban a jugar al ajedrez, quería disfrutar de su respeto cuando acabara la partida.
—No estoy acostumbrado a que se me insulte —afirmó Sasha, dejando aflorar parte de su cólera—. Fui a la Universidad de Moscú. Estoy licenciado en económicas. Yo… —prosiguió indignado, convencido de estar haciendo su papel lo mejor posible.
La mujer frunció sus labios carnosos en una sonrisa. A Tkach no le gustó aquella sonrisa, ni las palabras que le siguieron.
—Ven —le indicó ella— te enseñaré algunos coches, y quizás lleguemos a un trato.
En ese momento, Tkach pensó en dejar a un lado la partida de ajedrez, y asegurarse la victoria en aquella guerra, pero cambió de idea. Sintió una presencia a su espalda, confirmada por la mirada que la mujer dirigió por encima de su hombro. Había alguien detrás de él, alguien que probablemente le pararía en seco si intentaba llegar a la puerta.
—Bueno —aprobó Sasha con un suspiro—, ¿tenéis algo que beber? Vengo de muy lejos.
Sasha caminó hacia el otro lado del panel, en dirección al ruido, y se topó con un hombre de nariz chata y ligeramente colorada; un hombre fornido y corpulento, con un pelo negro y crespo que caía sobre la frente. Gozaba de una musculatura envidiable y de un aspecto más que saludable, y no parecía muy complacido con la mirada que la mujer había dirigido a Sasha Tkach, a quien, al parecer, ella empezaba a considerar como un buen compañero de juegos.
En la calle Gorky, frente a la Oficina Central de Telégrafos, se halla el Teatro de las Artes de Moscú. El edificio está decorado con las menciones especiales de Lenin y con la Banda Roja del Trabajo de la que el teatro se ha hecho merecedor. También hay una placa con la figura de una gaviota, el emblema del teatro, inspirada en una obra de Chekhov que fue estrenada allí. El Teatro de las Artes de Moscú dispone de otros dos edificios, uno, en la calle Moskvin, el otro, en el Bulevard Tverskoi.
El Teatro de las Artes de Moscú fue fundado en 1898 por el teórico y director Konstantin Stanislavski y por Vladimir Nemirovich-Danchenko. Tanto Chekhov como Gorky estaban relacionados con aquel teatro, actualmente especializado en la obra de ambos autores; Rostnikov sólo había ido tres veces a aquel teatro, antes de aquella visita matutina. Pero esto no quería decir que no le gustase el teatro; al contrario, le gustaba, pero no se interesaba por representaciones tradicionales, sino por obras de mayor impacto que se representaban en otros lugares.
Tras dejar dicho en Petrovka a dónde se dirigía, y adelantándose a su ascenso temporal, pidió un coche con chófer, argumentando que se trataba de una orden del diputado procurador. En las cocheras de la policía no hicieron preguntas, pero el coche tardó más de cinco minutos en llegar, durante los cuales Porfiry Petrovich permaneció en pie, en la calle, intentando imaginar qué tipo de delitos podían cometer las personas que pasaban por allí. Estaba convencido de que con un buen motivo, o en una circunstancia adecuada, cualquiera podía cometer un asesinato. Pero no buscaba un rostro de asesino; sólo imaginaba a carteristas, atracadores y ladrones de coches entre los rostros sombríos que pasaban a su lado.
Localizar a Lev Ostrovsky había resultado bastante sencillo. La Sociedad Teatral Rusa proporcionó una dirección y aseguró que, a pesar de sus ochenta y tres años, Ostrovsky todavía trabajaba en el Teatro de las Artes de Moscú. De manera que Rostnikov se acomodó en el asiento, y se entretuvo viendo pasar las altas farolas, mientras el conductor, sin rostro, bajaba por la calle Gorky, y giraba en el pasaje del Teatro de las Artes.
Entrar en el teatro resultó más difícil. Rostnikov ordenó al chófer, un joven con nariz de patata, que esperara en el coche, a lo que el joven uniformado asintió inexpresivamente. No es que tuviera la sospecha de que el conductor era un agente de la KGB o un confidente del diputado procurador, sino que estaba completamente seguro. Desde su degradación oficiosa, Porfiry Petrovich estaba bajo vigilancia, constaba en varios informes y era objeto de investigación por parte de varios departamentos que trabajaban por separado, acumulando papeleo, y manteniendo ocupada a mucha gente. «Pero —meditaba Rostnikov, mientras se alejaba cojeando de la puerta principal y buscaba la entrada al escenario—. ¿Qué otra labor útil podría mantener ocupados a todos aquellos que le espiaban? Tal vez se les podría meter en un camión y enviarles a Yekteraslav para trabajar en la fábrica de chalecos».
«¡“Bañera”, tienes demasiada imaginación! —dijo para sus adentros, al tiempo que encontraba una puerta de madera que se abrió sin esfuerzo—. Tanta imaginación te hará soñar, y los sueños se convertirán en esperanzas, y las esperanzas en anhelos, y los anhelos en desesperación, y la desesperación dará paso a las carcajadas, y las carcajadas te causarán problemas».
Al atravesar la puerta de madera, Rostnikov penetró en un mundo oscuro, un mundo inmenso, alto y oscuro que contrastaba con el brillo ardiente del exterior. El olor del teatro le sorprendió. Olía a madera vieja, a alfombras y a pintura. Sus ojos, adaptados al entorno, se volvieron hacia la voz que le hablaba.
—¿Qué está buscando?
La pregunta procedía de una joven vestida de negro y con el pelo recogido en una trenza. Su belleza era felina, y su rostro sugería una gran inteligencia; la de quien ha visto muchas cosas y nada nuevo le sorprende. Sus palabras hicieron que Rostnikov abandonara la idea de inventar un cuento, así que metió la mano en el bolsillo trasero y sacó la identificación de mala gana, advirtiendo que su cartera de piel estaba deformada y raída. La deformación provenía, en parte, del fajo de billetes destinados a satisfacer las necesidades de última hora, y en parte, de su incapacidad para abandonar la oficina sin llevar consigo un montón de papelitos, donde anotaba los recados que nunca llegaba a cumplir.
Los ojos de la mujer se clavaron en la cartera para volver, acto seguido, al rostro del inspector. Él estaba seguro de que la joven había visto la tarjeta, pero no parecía impresionada.
—Le repito, camarada inspector, ¿qué desea? En este momento estamos ocupados con la producción y tenemos que…
—Lev Ostrovsky —interrumpió él, mirando a su alrededor.
Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Estaba en medio de un estrecho pasillo, flanqueado por una hilera de luces que se perdía en el interior del edificio. A ambos lados del pasillo había puertas, pero él no percibió sonido alguno tras ellas.
—Yo no… —empezó ella con un suspiro que Rostnikov reconoció como la introducción de una excusa.
—Seguro que sí —afirmó él, interrumpiéndola de nuevo. Era el momento propicio para adoptar un papel diferente—. Lev Ostrovsky está aquí. Me gustaría verle de inmediato. No tengo tiempo para verla actuar. Estoy de buen humor, de muy buen humor, a pesar de varias cuestiones que no deseo comentar con usted, pero ese buen humor puede fácilmente…
Rostnikov levantó la mano derecha y la dejó caer, agitándola como un pájaro herido.
La joven cruzó los brazos sobre sus reducidos pechos, y dejó escapar el tercer suspiro de aquella breve conversación. Rostnikov estaba seguro de que no era una actriz; su repertorio de ademanes era demasiado limitado. Tal vez no tenía experiencia, tal vez no había cultivado su talento.
—Al fondo del pasillo —indicó ella entre dientes, esbozando una sonrisa de falsa cordialidad—. Cuando llegue al final, gire a la izquierda, y luego a la derecha.
Tras decir esto, se dio la vuelta, caminando en dirección a la puerta, con un repiqueteo de tacones, y desapareció.
Rostnikov, no pudiendo recordar las indicaciones que la joven le había dado, avanzó cojeando a lo largo del pasillo, tratando de oír el sonido de alguna voz, de algún movimiento. Tras dar la vuelta a un par de esquinas, cuando ya se encaminaba hacia una puerta que rezaba «Entrada al escenario», oyó una música.
Atravesó la puerta en dirección al escenario, siguiendo el rumor de la música, ascendió por un pequeño tramo de escaleras y encontró otra puerta. Detrás se hallaban los bastidores. La música subía de tono; una orquesta. Resultaba familiar y extraña al mismo tiempo. La parte trasera del escenario era aún más oscura que el pasillo, y Rostnikov caminó con precaución en dirección a una luz que seguía los compases de la música. Se hallaba a la derecha del escenario, detrás de una silla y del cuadro de luminotecnia. Sobre el escenario, bajo una leve luz cenital, había un hombre viejo con un mocho en las manos. Sobre una silla, cerca del viejo, había un tocadiscos antiguo. El volumen estaba muy alto; el hombre era muy viejo.
—¿Lev Ostrovsky? —gritó Rostnikov para hacerse oír en medio de aquella música.
Pero el hombre se limitó a escurrir el mocho en el cubo que tenía delante, y continuó de espaldas al policía. Rostnikov distinguió, entre la luz mortecina, un rastro de agua jabonosa en el suelo del escenario. Ocultas en la penumbra había cientos de butacas, y pudo oír cómo su voz se estrellaba contra aquel muro de oscuridad.
Cuando Rostnikov desconectó el tocadiscos, el viejo no se volvió de inmediato. Se hizo un silencio absoluto, y Rostnikov oyó el chapoteo del mocho sobre el suelo.
El viejo tardó unos instantes en darse cuenta de que la música había cesado. Se enderezó, y se volvió hacia Rostnikov. Aquel rostro arrugado esbozaba una sonrisa permanente, una sonrisa que a Rostnikov no le parecía que reflejara la alegría del momento, sino que más bien era un tipo de máscara que a alguna gente le gustaba llevar. Era un hombre chaparro, vestido con unos pantalones sujetos con tirantes, y con una camisa de loneta azul de manga larga. Escurrió el mocho a dos manos, apretando los labios, mientras examinaba al hombretón que tenía delante.
—¿Qué música era ésa? —preguntó Rostnikov.
Pero el viejo continuó ausente, de modo que Rostnikov repitió su pregunta a voz en cuello.
—La banda sonora de Rocky —contestó Ostrovsky con voz cantarina, mirando el tocadiscos.
—¿Rocky? —preguntó Rostnikov, sintiéndose como si estuviera interpretando una obra absurda, y como si hubiera cientos de asistentes en el patio de butacas, tratando de contener las carcajadas.
—Una película americana —explicó Ostrovsky—. Se la compré a un americano. En realidad, se la cambié por dos entradas para Vassa Zheleznova. Salí ganando con el cambio.
Rostnikov asintió con un movimiento de cabeza, en parte para no tener que forzar la voz y en parte, porque no fue capaz de encontrar las palabras adecuadas.
—Me recuerda a un policía —dijo el viejo, manteniendo su sempiterna sonrisa, mientras apartaba la mano del mocho para señalar a Rostnikov—; un policía que conocí una vez. Solía haber un policía en nuestro teatro, en Kostroma; un tío alto, de ojos saltones. No caminaba, corría. Y no sólo fumaba, sino que parecía envuelto en una humareda. Uno tenía la impresión de que se pasaba la vida saltando y dando vueltas, intentando atrapar algo a toda velocidad. Lo que fue de él, ni él mismo lo sabe.
—Soy… —principió Rostnikov, olvidándose de gritar.
El viejo continuó hablando sin mirar al policía, y dirigiéndose a un público imaginario.
—Cuando un hombre tiene un objetivo claro, avanza hacia él con toda calma, pero aquél tenía prisa. Era una prisa muy peculiar, le salía de dentro, y corría y corría, tropezando con todo el mundo, incluido él mismo. No era avaricioso, sólo deseaba con ansia acabar lo que tenía entre manos, lo más rápidamente posible. Quería cumplir con sus obligaciones, sin dejar de lado el aceptar sobornos. Pero ni siquiera los aceptaba; no, más bien los cogía de un manotazo, olvidándose de dar las gracias. Un día fue arrollado por unos caballos y murió.
El viejo se volvió hacia Rostnikov, quien no tenía la menor duda de que estaba ante un caso claro de senilidad, y que haría mejor en despedirse amablemente, y salir de allí.
—¿Tiene algún nombre, su policía? —dijo Rostnikov—. Este sí que tiene.
Sacó la cartera y se la mostró, aunque el hombrecillo ya debía haber comprendido cuál era su ocupación.
—No hay tal policía —dijo Ostrovsky, sacudiendo la cabeza— estaba actuando. ¿Se ha dado cuenta? Esa es la cuestión, lo que todos esos jóvenes actores olvidan. El tema del policía es uno de los monólogos de Tatyana en Los enemigos, de Gorky. ¿La ha visto alguna vez?
—No —admitió Rostnikov.
En el escenario hacía frío, y el inspector jefe temía que los fantasmas de públicos anteriores se aparecieran para burlarse de su confusión.
—Demasiada palabrería —dijo el viejo mientras levantaba su artrítica mano derecha, abriéndola y cerrándola para ilustrar lo que entendía por palabrería—; pero le he engañado, ¿eh? Todavía podría dar una lección a esa gente de ahora, a esos actores. El hombre demostraba su habilidad dando lecciones a los que le frecuentaban, blandiendo el mocho.
—Ya lo veo —afirmó Rostnikov.
—Llegué a conocer a Antón Chekhov cuando era un muchacho —presumió Ostrovsky, señalando a un rincón del escenario, donde se suponía que le había conocido—. Aquí mismo fue.
—Chekhov murió antes de que usted naciera —apuntó Rostnikov.
—Entonces debió ser Tolstoi —rectificó el viejo, encogiéndose de hombros.
—Abraham Savitskaya —dijo Rostnikov. Su pierna empezaba a ponerse rígida, así que avanzó cojeando hasta la única silla que había en el escenario, puso el tocadiscos en el suelo, tomó asiento, y se quedó mirando al viejo, que había enmudecido súbitamente ante aquel nombre del pasado.
—Está muerto —respondió Ostrovsky, mientras su sonrisa permanente empezaba a marchitarse.
—¿Cómo lo sabe?
Ahora, Rostnikov dirigía la obra, actuando ante un público inexistente. Había vuelto a su papel habitual.
—Todos están muertos —aseguró el viejo encogiéndose de hombros—. Tengo que fregar el escenario.
—Mikhail Posniky —gritó Rostnikov, cuando el viejo se disponía a acabar su tarea.
Aquel nombre le frenó en seco. Rostnikov sabía unos cuantos más que podía pronunciar en caso necesario.
—Muerto —aseguró Ostrovsky.
—No. Creo que mató a Abraham Savitskaya hace dos noches, aquí en Moscú.
—No he visto a ninguno de los dos desde hace… mil años —afirmó Ostrovsky—. ¿Cómo quiere que me acuerde de…?
—Puede recordar párrafos enteros de obras antiguas.
—¡Ah! —dijo el viejo con una sonrisa emocionada y brillante—. Eso es fantasía, es fácil de recordar; pero la realidad no es del todo real para un actor.
¿Cuánto podía tenerse en pie aquel hombre de ochenta años? Rostnikov tendría que experimentarlo, si quería obtener algunas respuestas.
—Un candelabro de bronce —observó Rostnikov—. ¿Recuerda el candelabro de bronce que tenía Abraham Savitskaya?
El rostro del viejo parecía vacío, y comenzó a sacudir la cabeza a medida que evocaba una imagen, un recuerdo. Movió un pie para mantener el equilibrio.
—No, era Mikhail el de los candelabros —contestó, al tiempo que parecía contemplar una vaga imagen del pasado—. Mikhail y Abraham se fueron juntos, dijeron que a América. Cada uno llevaba una maleta pequeña, y Mikhail tenía un candelabro. Su madre se la dio antes de partir. ¿Por qué recuerdo estas cosas, estos detalles? ¿Quién quiere recordar cosas como ésta?
Rostnikov no tenía respuestas, sólo preguntas.
—¿Y ha vuelto a ver a alguno de los dos desde que dejaron el pueblo, desde que se fueron de Yekteraslav?
—¿A quién?
—A Posniky o a Savitskaya.
Ostrovsky se encogió de hombros.
—Rumores. Oí los rumores de la* gente del pueblo, sólo rumores, rumores, rumores. ¿Sabe lo que son los rumores?
—Lo sé —admitió Rostnikov, dirigiéndose a la máscara sonriente que se movía frente a él—. ¿Qué clase de rumores?
—Que Mikhail en América se había convertido en un importante gángster, como los de las películas. Como el pequeño César, el Padrino. Pistolas y todo eso. Es posible, ¿quién sabe? Era un muchacho duro; un joven duro. Yo era un payaso.
—¿Y Savitskaya?
—¡Ah! —dijo Ostrovsky, mientras se acercaba para susurrarle algo al oído—. Era un macher.
—¿Un macher?
—Es yiddish —explicó Ostrovsky—. Una lengua muerta, para judíos muertos como yo. Savitskaya era un comerciante, un hombre en el que no se podía confiar.
—Un nombre más —afirmó Rostnikov, levantándose—. Otro amigo suyo del pueblo, Shmuel Prensky, ¿qué fue de…?
Rostnikov se limitaba a llevar a cabo aquella rutina, buscando otra pista, otra dirección. No podía suponer cuál sería su reacción. Lev Ostrovsky palideció y empezó a temblar. Su sonrisa se convirtió en una mueca de dolor y temor al mismo tiempo.
—¡Muerto! —exclamó Ostrovsky, agarrando el palo del mocho.
Sus nudillos eran blancos y deformes.
—¿Y cuándo…? —empezó a preguntar Rostnikov.
—Hace mucho tiempo. Está muerto, muerto del todo; enterrado. Hace mucho de eso.
—Yuri Pashkov vive todavía en Yekteraslav —apuntó Rostnikov, acercándose al viejo, y preparándose para agarrarle en caso de que se desmayara—. Pashkov, seguro que le recuerda. El también pareció asustarse con el nombre de Shmuel Prensky.
—¿Asustado yo? —dijo Ostrovsky con una risa falsa.
Empezaba a actuar muy mal. Sus declaraciones, en caso de que pudiera sobrevivir al terror que experimentaba, serían poco aprovechables.
—Shmuel Prensky está muerto. Por si no lo ha notado, le diré que soy un hombre muy viejo; nada ni nadie en este mundo puede ya asustarme. He interpretado los papeles más importantes. En este mismo escenario interpreté al Grigory Stepanovich Smirnov de El patán, de Chekhov. Y todavía estaría actuando, si a los judíos les dieran papeles decentes. Mire, no me da miedo decirle estas cosas a un policía. Así que…
Rostnikov cerró los ojos, para volverlos a abrir suspirando.
—Quizá me he equivocado —dijo él.
—Equivocado —repitió el viejo con vehemencia, y empezó a fregar el suelo sin molestarse en mojar el mocho.
Entonces, le vino a la mente un pensamiento, y se volvió hacia Rostnikov, temblando de pies a cabeza.
—El mismísimo Gorky —recordó, como apartando las tinieblas con un gesto de la mano— dijo que el Teatro de las Artes es tan extraordinario como la Galería Trtyakov, la Catedral de San Basilio o cualquier otro monumento famoso de Moscú. Es imposible no quedarse prendado de él.
—Me doy cuenta —asintió Rostnikov, contemplando a aquel hombre que se autojustificaba.
—Para mí es suficiente estar aquí, en este escenario, e interpretar alguna pieza mientras friego el suelo. De ese modo viviré sin problemas los últimos años de mi vida.
—Comprendo —respondió Rostnikov.
—La vida —continuó el viejo, como para sus adentros— se ha ido como si nunca la hubiera vivido. Me echaré un rato. Ya no te quedan fuerzas, viejo amigo; ya no queda nada, nada, cabeza de chorlito.
—El monólogo final de Firs en El huerto de ciruelos —apuntó Rostnikov—. Una interpretación excelente.
—¡Gracias! —respondió Ostrovsky, mientras sus mejillas recobraban un poco de color—. Pero…
El viejo miraba al otro lado del escenario, por encima del hombro de Rostnikov que se volvió, y advirtió la presencia de su chófer que se acercaba a toda prisa. Su uniforme había devuelto el temor a los ojos de Ostrovsky.
—Camarada inspector —dijo el joven de la cara chata, ignorando al viejo actor—, he recibido un mensaje; un mensaje urgente del inspector Zelach.
—Ya voy —contestó Rostnikov, para luego dirigirse al viejo—. Tal vez podamos discutir de historia antigua y de la vida del teatro, en otra ocasión.
—Con mucho gusto —contestó Ostrovsky recuperando su sonrisa.
Pero su actitud dejaba claro que tal encuentro no sería del todo placentero.
Rostnikov siguió al chófer entre bastidores. Debido al estado de su pierna, no podía seguirle, pero decidió confiar en lo que siempre había confiado: su paso firme. Guardaría en su mente la imagen del policía de Gorky, el de Kostroma; mentaría moverse con precaución para no ser arrollado por algún caballo desbocado.
Tras la partida de Rostnikov, Lev Ostrovsky esperó, esperó cinco largos minutos para cerciorarse de que no se trataba de un truco, y de que el policía no se había quedado escondido entre las sombras. Después reemprendió su tarea, y empezó a dibujar líneas de agua jabonosa en el suelo. Conectó de nuevo el tocadiscos, y escuchó la música marcial de Rocky. Volvió a recuperar el control de sí mismo y a interpretar el papel de empleado de la limpieza; un papel que quería interpretar hasta el fin de sus días. Esperó cinco minutos largos, y, cuando se cercioró de que de nuevo estaba solo, dejó a un lado el mocho, apagó el tocadiscos y salió a toda prisa en busca de un teléfono.
—Es un rifle viejo. ¿Qué más puedo decirle?
Karpo observó cómo Paulinin rebuscaba en un cajón de su escritorio, en el laboratorio situado en el segundo sótano de Petrovka. Paulinin llevaba un guardapolvo azul, y parecía más un florista del Parque Dzerzhinsky, que la enciclopedia ambulante que era en realidad. Parecía más bien un mono enjaulado y vigilado, con aquella cabeza desproporcionada, cubierta con una mata de pelo crespo y entrecano. Siempre estaba buscando algo, ordenando cosas, proponiéndose el «más difícil todavía». Su oficina semejaba un corral, siempre abarrotada de montañas de libros y de reliquias de anteriores investigaciones. Aquí una pistola sin cañón, allí, sobre la pila de libros que basculaba a un extremo del escritorio, una dentadura postiza.
—Seguro que puedes decirme algo más —insistió Karpo, inmóvil ante el escritorio—. Dime cuándo se fabricó, quién lo hizo, cómo lo hizo, y así podré descubrir a quién pertenece.
—¡Milagros! —exclamó el hombre mono, sacando del cajón un cable muy largo y examinándolo con los ojos entornados para volver a guardarlo de nuevo—. ¡El señor quiere milagros!
Karpo sabía que hacer milagros era precisamente lo que le gustaba a Paulinin. De manera que esperó pacientemente, inmóvil, como una torre oscura alrededor de la cual merodeaba el inteligente mono araña.
Paulinin cerró el cajón, puso las manos sobre el escritorio y reflexionó unos instantes. Una idea iluminó su mente, y de un manotazo, apartó un informe para agarrar una jeringa, como si ésta fuese a salir volando.
—Un Moisin de 1891-30, el rifle más usado en la última guerra contra los alemanes —afirmó Paulinin mientras levantaba la jeringa para examinarla a la luz—. Todavía quedan miles por ahí. Es sorprendente que éste todavía pueda disparar. La bala salió a través de un cañón muy desgastado. Debe ser una reliquia. Ni siquiera podría acertar al Kremlin, y perdone el ejemplo, y menos aún a un policía a catorce pisos de distancia.
Paulinin se dio la vuelta para examinar la jeringuilla sobre una pila pequeña que había en un rincón.
—¡Sigue!
Desde hacía varios días, el brazo de Karpo empezaba a perder sensibilidad. Cada mañana tenía que colocarlo en el cabestrillo como si fuera un bebé dormido. Se preguntaba si aquella falta de sensibilidad se extendería desde el hombro al resto del cuerpo. No temía tal posibilidad, pero en lo más hondo de su ser sentía curiosidad y cierto remordimiento.
—Además —continuó Paulinin, dirigiéndose de nuevo a Karpo mientras cruzaba los brazos y se apoyaba en el fregadero—, estos rifles no son desmontables. No pueden desmontarse y meterse en un maletín. No es como… ¿cómo se llamaba aquella película americana?
Karpo no iba nunca al cine. Sólo había visto un trozo de película cinco años atrás, mientras intentaba atrapar a un carterista que trabajaba en el teatro Rossia.
—Harry el sucio —dijo Paulinin—. Se llamaba así. Desde lo de Kennedy, los americanos van locos por los rifles. Películas, libros, montones de rifles, montones de gente que dispara desde las azoteas. Como su «Llorica».
—El rifle no se puede transportar desmontado —recordó Karpo a Paulinin, que se apartó del fregado y empezó a rebuscar entre la pila de libros que había sobre el escritorio.
—«El Llorica» ese tiene que llevar, el rifle enterito. Tiene un metro cincuenta y siete centímetros de largo, y pesa dos kilos cuatrocientos treinta gramos, sin bayoneta. No es pequeño, que digamos. Es grande, largo; el pene del cosaco, solíamos llamarle. Así que, usted mismo, camarada Karpo. ¿Cómo puede «el Llorica» subir y bajar de los tejados con un rifle como ése? ¿Dónde lo lleva metido? ¿Enrollado en una alfombra? Es demasiado grande para llevarlo en una funda de violín, como en las películas americanas.
—Ya he tomado nota —dijo Karpo, en el momento en que Paulinin hacía una pausa para mirarle. Normalmente, Karpo tomaba notas detalladas, y se iba a su habitación para transcribirlas porque resultaba bastante difícil hacerlo con una sola mano. No quería que Paulinin le viera, ni que hiciera comentarios. No eran amigos. A decir verdad, Karpo, «el Vampiro», «el Tártaro», no quería tener amigos. No quería tener más responsabilidades que la que reportaba su servicio al estado.
Paulinin observó el brazo inútil a través de sus gruesas gafas, y se encogió de hombros antes de continuar.
—Su asesino es zurdo. El Moisin sufre el desvío en la trayectoria, hacia la derecha; pero esta bala entró por la izquierda. Podría haberla disparado un tirador normal, pero alguien que escoge un blanco suele esperar a que éste quede situado en el punto medio o ligeramente desviado a la derecha. Es una conjetura, desde luego; basada en la experiencia.
—Desde luego —corroboró Karpo.
—Para acabar —dijo Paulinin, levantando el dedo índice al localizar el informe que estaba buscando—; su asesino es un tipo fuerte. Ese rifle pega como un miembro del Soviet Supremo cuando se le niega un cartón extra de cigarrillos americanos. ¿Se va haciendo una idea, camarada inspector?
—Una persona fuerte, probablemente corpulenta, zurda, y que lleva algo lo suficientemente grande como para ocultar un rifle largo y pesado.
—¡Eso es! —corroboró Paulinin, mientras se acomodaba las gafas sobre la nariz, y volvía a examinar el informe que tenía en la mano. Se había olvidado de Karpo.
—¡Muy bien! —agradeció el detective, sin ofenderse en lo más mínimo por su falta de atención—. Sí… cuando encuentre el rifle, te lo traeré para que lo identifiques.
Paulinin rió, sacudiendo la cabeza.
—Está buscando una antigüedad, camarada Karpo, un mastodonte. Si lo encuentra, no le será difícil verificar su relación con los crímenes. Si me trajera aquí el cadáver de Stalin, y me preguntara si era ése el Stalin que se había sentado sobre la cara de mi madre, el Stalin que llevaba el cuello de la camisa demasiado apretado, el Stalin dirigente de todas las Rusias, ¿qué podría contestarle yo?
—Podrías contestar lo que todos los rusos: es posible —respondió Karpo, abriendo la puerta y desapareciendo.
Paulinin estaba sorprendido de veras. Nunca, durante los quince años en que había tratado a aquel hueso duro y astuto que era Karpo, le había visto u oído un solo comentario con sentido del humor. Cuando la puerta se cerró volvió a su informe sobre los análisis químicos del vómito con una dedicación profesional.
Pero Karpo no había tratado de*resultar gracioso; el humor no tenía cabida en su manera de ser. Era una precaución que solía tomar, pero ahora había algo en su interior que le sugería, le instaba, a desecharla. Sabía que el tiempo jugaba en su contra. «El Llorica» volvería a actuar, y mataría a otro policía. O mostraba el brazo en perfecto estado o sería degradado de inmediato; y eso no debería ocurrir hasta que atrapase al «Llorica».
Cuando subió las escaleras no habló con nadie. Karpo sólo usaba los ascensores cuando se lo ordenaban, o cuando tenía que acompañar a un superior. Le gustaba pisar sobre cosas sólidas. Caminó de vuelta a casa bajo el calor del mediodía, advirtiendo la presencia de las figuras empapadas de sudor que pasaban a su lado en mangas de camisa, o vistiendo blusas anchas de manga corta. La joven que le miraba desde la esquina le impactó profundamente sin proponérselo. Sus pechos eran grandes, sueltos, atrayentes. Mientras cruzaba la Plaza Sverdlov, y pasaba sobre el desgastado pavimento que precedía a la estación de metro, evocó la imagen de Mathilde. Se detuvo, respiró profundamente e intentó apartarla de sí. Imaginó un anillo de plata, respiró relajadamente, ignorando al hombre que le miraba con una hogaza de pan bajo el brazo, y esperó a que el impacto de aquel cuerpo desapareciera. Cuando reemprendió la marcha, se convenció de que tendría que controlar aquel diablillo interior. De nada servía ignorar el instinto animal. Le podía desconcentrar, pero también le ayudaba a confirmar, y a recordar. Había dado señales de vida, y merecía una respuesta; de lo contrario, podría perturbar el cuerpo más disciplinado, y apartarle de su deber. Era mejor asumir, reconocer o satisfacer, que reprimir el impulso.
Subió al tren de Marx Prospekt, y permaneció en pie hasta llegar a la estación de Komsomolskaya, cuatro paradas más adelante. Había algunos asientos libres, pero Karpo no quería sentarse. Prefería soportar aquella incomodidad, pues creía que le ayudaría a superar la desazón física.
A continuación se apeó del tren, y avanzó lentamente entre la multitud, evitando chocar contra un empleado de ferrocarriles que llevaba una bolsa de red repleta de manzanas verdes, para dirigirse a las escaleras mecánicas. La estación, con sus lámparas de cristal, sus columnas arqueadas, y sus techos abovedados, decorados con pinturas le recordaba tiempos pasados. Prefería las estaciones funcionales del extrarradio, a aquella complicidad con el pasado.
Diez minutos más tarde, se detuvo ante la puerta de su habitación, en la parte trasera de la quinta planta de un bloque de apartamentos, construido hacía menos de treinta años, y que ya olía a moho y a orín. Como siempre solía hacer antes de entrar, Emil Karpo examinó el pelito colocado por él en el ángulo superior de la puerta, para asegurarse de que nadie había entrado en su ausencia. Sólo entonces introdujo las llaves de la cerradura, y penetró en la oscuridad.
Como siempre, las cortinas estaban echadas. No había nada que ver a través de la ventana, nada que él deseara contemplar. Karpo encendió la lámpara del techo y se dirigió al escritorio para encender el flexo. La habitación era extremadamente pequeña, incluso para un pobre moscovita. Sólo era una celda, una celda con una sencilla mesa de trabajo, una cama que era poco más que un jergón, un plato abandonado en un rincón, y estanterías llenas de cuadernos de notas, todos con idénticas tapas negras, cuadernos llenos de informes escritos a mano, sobre todas y cada una de las investigaciones que se le habían encomendado.
Lenin había trabajado en una habitación similar, y a Emil Karpo no le resultaba opresiva; al contrario, le gustaba aquella solidez compacta, aquellas paredes que mantenían su energía intacta.
Karpo tomó asiento, cogió el cuaderno que estaba a punto de acabar y lo abrió por la página deseada, no sin cierta torpeza, ya que sólo podía usar un brazo. Después, acercó otro cuaderno y empezó a escribir, y a pensar sobre el siguiente paso de su plan para capturar al «Llorica».