4
Jumpy Joshi se convirtió en amante de Pamela Chamcha «por pura casualidad», como ella diría después, la noche en que ella se enteró de la muerte de su esposo en la explosión del Bostan, de manera que el sonido de la voz de su antiguo condiscípulo Saladin que le hablaba desde ultratumba a medianoche, murmurando las cinco palabras mágicas perdón, lo siento, número equivocado —lo que era más, que le hablaba menos de dos horas después de que Jumpy y Pamela formaran la bestia de dos espaldas, con ayuda de dos botellas de whisky— le sobrecogió. «¿Quién era?», se volvió a preguntar Pamela, más dormida que despierta, con un antifaz negro sobre los ojos. «Nadie, un bromista, no te preocupes», decidió responder él, lo cual estaba muy bien, salvo por la circunstancia de que ahora tenía que preocuparse él solo, sentado en la cama, desnudo y chupándose el dedo de la mano derecha, para consolarse, como siempre.
Era una persona pequeña, con hombros de percha de alambre y una enorme capacidad para la agitación nerviosa, evidenciada por su cara pálida, de ojos hundidos; por su pelo, más bien pobre —todavía completamente negro y rizado—, mesado tan a menudo por sus manos frenéticas que ya no le hacían el menor efecto los cepillos ni los peines sino que se disparaba en todas las direcciones, dando a su dueño en todo momento el aire de que acababa de levantarse de la cama, tarde y con prisas; y por su risa alta, tímida, contrita y simpática, pero hiposa y excesivamente nerviosa; todo ello había contribuido a convertir su nombre, Jamshed, en el Jumpy, o «Asustadizo», que todo el mundo utilizaba automáticamente, incluso los que acababan de conocerle; todos salvo Pamela Chamcha. La esposa de Saladin, pensaba él, chupando furiosamente. ¿O la viuda? O. Dios me asista, la esposa, a fin de cuentas. Descubrió un sordo rencor hacia Chamcha. El retorno de una tumba en el mar: un hecho tan espectacular, incluso para esta época, resultaba casi una indecencia, un acto de mala fe.
En cuanto se enteró de la noticia, corrió a casa de Pamela, y la encontró tranquila y con los ojos secos. Ella le hizo pasar a su estudio de partidaria del desorden, en cuyas paredes se alternaban las acuarelas de rosaledas con los carteles de puños cerrados con inscripciones de Partido Socialista, fotografías de amigos y un montón de máscaras africanas, y mientras él avanzaba con cautela por entre ceniceros, números del diario Voice y novelas de ciencia-ficción feminista, ella le dijo, con naturalidad: «Lo más sorprendente es que cuando me lo dijeron pensé, bien, qué se le va a hacer, su muerte dejará en mi vida un agujero realmente pequeño». Jumpy, que tenía ganas de llorar y reventaba de recuerdos, se quedó parado y agitó los brazos, con su gran abrigo negro y su cara pálida y aterrorizada, como un vampiro sorprendido por una repentina y abominable luz diurna. Entonces vio las botellas de whisky vacías. Pamela había empezado a beber, dijo, hacía varias horas, y desde entonces había continuado regular, rítmicamente, con la persistencia de un corredor de fondo. Él se sentó a su lado en el sofá-cama bajo y blando y se ofreció a actuar de liebre. «Como quieras», dijo ella pasándole la botella.
Ahora, sentado en la cama, con el pulgar en lugar de la botella, con su secreto y la resaca martillándole la cabeza de forma igualmente dolorosa (él nunca fue aficionado a la bebida ni a los secretos), Jumpy volvió a sentir que las lágrimas acudían a sus ojos y decidió levantarse y andar un poco por la casa. Se fue al piso de arriba, a la habitación que Saladin se empeñaba en llamar su «guarida», una gran extensión de buhardilla con claraboyas y ventanas que daban a unos jardines mancomunados salpicados de hermosos árboles, roble, arce, e incluso el último de los olmos, superviviente de los años de plaga. Antes, los olmos, ahora, nosotros, pensó Jumpy. Quizá lo de los árboles fue un aviso. Agitó la cabeza para ahuyentar el morbo del amanecer y se sentó en el canto del escritorio de caoba de su amigo. Una vez, en una fiesta de la Universidad, él se había sentado en una mesa que chorreaba vino y cerveza, al lado de una chica cadavérica con minivestido de blonda negra, un boa de plumas púrpura y unos párpados que eran como dos cascos plateados, sin atreverse a decirle hola. Por fin, la miró y tartamudeó una trivialidad; ella le lanzó una mirada de absoluto desprecio y, sin mover sus labios lacados de negro, dijo: la conversación ha muerto, tío. Él se mosqueó, tanto se mosqueó que le dijo: me gustaría que me explicaras por qué todas las chicas de esta ciudad son tan antipáticas, a lo que ella respondió sin pararse a pensar: porque la mayoría de los chicos son como tú. Instantes después, llegó Chamcha, oliendo a pachulí, vestido con kurta blanca, el consabido símbolo de los misterios de Oriente, y la chica se fue con él antes de cinco minutos. El muy cerdo, pensaba Jumpy Joshi mientras volvía a inundarle la vieja amargura, no tenía escrúpulos, él estaba dispuesto a ser lo que ellos quisieran, el Hare-Krishna quiromántico envuelto en una colcha y rezumando dharma, a mí ni muerto. Esto le detuvo, esa palabra. Muerto. Reconócelo, Jamshed, a ti nunca se te dieron bien las chicas, ésa es la verdad y todo lo demás es envidia. Bueno, quizá, concedió y otra vez: Quizá muerto, agregó, o quizá no.
Al intruso sin sueño la guarida de Chamcha le parecía artificial y, por consiguiente, triste: la caricatura de un camerino, con fotos de colegas firmadas, carteles, programas enmarcados, fotos de representaciones, diplomas, premios, tomos de memorias de artistas de cine, una habitación convencional, comprada de confección, una imitación de la vida, máscara de una máscara. En todas las superficies, chucherías: ceniceros en forma de piano, pierrots de porcelana que atisbaban desde el fondo de una librería. Y, en todas partes, en las paredes, en los carteles de películas, en el resplandor de la lámpara sostenida por un Eros de bronce, en el espejo en forma de corazón, rezumando de la alfombra rojo sangre, goteando del techo, el ansia de amor de Saladin. En el teatro todo el mundo se besa y todo el mundo es un amor. La vida del actor ofrece a diario el simulacro del amor; una máscara puede ser satisfecha o, por lo menos, consolada, por el eco de lo que anhela. Aquella desesperación, así lo comprendía Jumpy, estaba dentro de él, él habría hecho cualquier cosa, se habría puesto cualquier maldito traje de idiota, habría adoptado cualquier forma con tal de recibir una palabra de amor. A pesar de que Saladin no era desafortunado con las mujeres, ni mucho menos, como ya se ha dicho. El pobre idiota. Ni la misma Pamela, con toda su hermosura y su inteligencia, había sido suficiente.
Era evidente que también él empezaba a no ser suficiente para ella, ni de mucho. Al llegar al fondo de la segunda botella de whisky, ella apoyó la cabeza en su hombro y dijo con lengua torpe: «No tienes idea del descanso que supone estar con alguien con quien no tengo que pelearme cada vez que doy una opinión. Alguien que está del lado de los recondenados ángeles. —Él esperó; después de una pausa, llegó algo más—. Él y su Familia Real, es increíble. Cricket, el Parlamento, la Reina. Esto para él nunca dejó de ser una postal en color. No podías conseguir que viera lo realmente real». Cerró los ojos y dejó descansar una mano en la de él, como por casualidad. «Era un auténtico Saladin —dijo Jumpy—. Un hombre con una tierra santa que conquistar, su Inglaterra, la Inglaterra en la que él creía. Tú formabas parte de ella». Ella se apartó de su lado girando sobre sí misma y se tendió sobre revistas, bolas de papel, desorden. «¿Parte de ella? Yo era la mismísima jodida Britannia. Cerveza tibia, pastel de frutas, sentido común y yo. Pero yo también soy realmente real, J.J.; realmente, realmente. —Extendió los brazos hacia él y lo atrajo hasta donde su boca le esperaba, besándolo con un gran sorbetón impropio de Pamela—. ¿Ves lo que quiero decir?». Sí; lo veía.
«Habrías tenido que oírle hablar de la guerra de las islas Falkland —dijo ella después, desasiéndose y jugando con su pelo—. “Pamela, imagina que una noche oyes un ruido en la planta baja y, cuando vas a investigar, te encuentras a un hombrón en la sala con una escopeta que te dice: Vuelve arriba. ¿Qué harías?”. Yo volvería arriba, le contesté. “Pues es eso, ni más ni menos. Intrusos en la casa. Es intolerable”. —Jumpy observó que apretaba los puños y se le blanqueaban los nudillos—. Yo le dije: si te empeñas en usar metáforas trasnochadas, por lo menos, úsalas con propiedad. ¿Qué ocurre cuando dos personas dicen que son dueños de una casa y uno está ocupándola y el otro se presenta con una escopeta?. Porque es así». Jumpy asintió, muy serio: «Eso es lo realmente real». «Justo —ella le dio una palmada en la rodilla—. Lo realmente justo, Mr. Jam… es real y verdaderamente así. Realmente. Otro trago». Ella se inclinó hacia el cassette y oprimió un botón. Jesús, pensó Jumpy, ¿Boney M? Dame un respiro. A pesar de su actitud progre en cuestión de razas, la señora tenía mucho que aprender en música. Ya empezaba el bumchicabum. Y, de pronto, sin más, él se echó a llorar, le hizo llorar de verdad la emoción fingida, la imitación del dolor a base de música discotequera. Era el salmo ciento treinta y siete, «Super río». El rey David que hacía oír su voz a través de los siglos. Cómo cantaremos la canción del Señor en un país extranjero.
«Cuando iba al colegio me obligaban a aprender de memoria los salmos —dijo Pamela Chamcha, sentada en el suelo, con la cabeza apoyada en el sofá-cama y los párpados apretados. Junto a los ríos de Babilonia, nos sentábamos, llorábamos oh, oh… Paró la cinta, volvió a recostarse y recitó—: Si yo me olvidara de ti, Jerusalén, olvidada sea mi diestra. Péguese mi lengua al paladar si no me acordara de ti, si no pusiera a Jerusalén por encima de mi alegría».
Después, en la cama, soñaba con su colegio de monjas, con maitines y vísperas y con el canto de los salmos cuando Jumpy entró corriendo y la despertó gritando: «No puedo seguir callando, tengo que decírtelo. Él no ha muerto. Saladin está recondenadamente vivo».
Ella despertó de golpe, hundiendo las manos en su cabello espeso rizado y alheñado en el que empezaban a asomar las primeras hebras blancas; se arrodilló en la cama, desnuda, con las manos en la cabeza, sin poder moverse, hasta que Jumpy acabó de hablar, y entonces, sin avisar, empezó a pegarle puñetazos en el pecho, los brazos y los hombros y hasta en la cara, con todas sus fuerzas. Él estaba sentado en la cama, a su lado, ridículo con el camisón de puntillas de ella, mientras ella le pegaba; él dejaba el cuerpo inerte, recibiendo los golpes, sometiéndose. Cuando a ella se le acabaron los golpes, tenía el cuerpo sudoroso y él pensó que tal vez le había roto un brazo. Ella se sentó a su lado jadeando y los dos permanecieron callados.
En la habitación entró el perro de Pamela, con cara de preocupado, y se acercó a ella para darle la pata y lamerle la pierna izquierda. Jumpy se movió con cautela. «Creí que lo habían robado», dijo al fin. Pamela movió la cabeza en un sí, pero. «Los ladrones me llamaron y pagué el rescate. Ahora se llama Glenn. No importa. De todos modos, nunca llegué a pronunciar Sher Khan como es debido».
Al cabo de un rato, Jumpy observó que ella tenía ganas de hablar. «Lo que hiciste antes…», empezó. «Oh, Dios».
«No. Es como lo que yo hice una vez. Quizá la cosa más sensata que haya hecho en mi vida». En el verano de 1967, había arrastrado al «apolítico». Saladin, que tenía veintiún años, a una manifestación pacifista. «Una vez en la vida, Mister Remilgos, voy a rebajarte a mi nivel». Harold Wilson venía a la ciudad y, a causa del apoyo del gobierno laborista a la intervención estadounidense en el Vietnam, se organizó una protesta masiva. Chamcha fue «por curiosidad», según dijo él. «Yo fui para ver cómo personas autodenominadas inteligentes se convertían en masa».
Aquel día llovía a mares. Los manifestantes congregados en Market Square quedaron calados. Jumpy y Chamcha, arrastrados por la multitud, se encontraron subiendo las escaleras del Ayuntamiento; localidad de tribuna, dijo Chamcha con tosca ironía. A su lado había dos estudiantes disfrazados de asesinos rusos, con sombrero negro de ala ancha, abrigo y gafas negras, que llevaban debajo del brazo unas cajas de zapatos llenas de tomates embadurnados de tinta, con una etiqueta en la que en letras grandes se leía bombas. Poco antes de la llegada del Primer Ministro, uno de ellos tocó en el hombro a un policía y dijo: «Perrdon, favor. Cuando llega Mr. Wilson autodenominado Primer Ministro en coche largo, favor pedirle bajar ventana para que aquí mi amigo poder arrojar bombas». El policía contestó: «Jo, jo, muy bueno. Ahora escuche. Usted puede tirarle huevos, por mí no hay inconveniente. Y también puede tirarle tomates, como los que tiene en esa caja pintados de negro y etiquetados bombas, por mí no hay inconveniente. Pero si le tira algo duro, señor, aquí mi compañero le disparará a usted con su pistola». Oh, días de inocencia, cuando el mundo era joven… Cuando llegó el coche hubo una avalancha y Chamcha y Jumpy fueron separados. Luego apareció Jumpy, se subió al capó del coche negro de Harold Wilson y empezó a dar saltos, abollándolo, brincando como un loco al ritmo del estribillo que cantaba la gente: Lucharemos, venceremos, que viva Ho Chi Minh.
«Saladin empezó a gritarme que me bajara, en parte porque entre la gente había cantidad de tipos de las Brigadas Especiales que iban hacia el coche desde todas las direcciones, pero principalmente porque se sentía recondenadamente violento». Pero él seguía saltando, subiendo más arriba y cayendo con más fuerza, calado hasta los huesos, agitando la larga melena: Jumpy el saltarín, saltando hacia la mitología de los viejos tiempos. Y Wilson y Marcia, encogidos en el asiento de atrás. ¡Ho! ¡Ho! ¡Ho Chi Minh! En el último momento, Jumpy se llenó los pulmones de aire y se zambulló de cabeza en un mar de caras mojadas y amigas; y desapareció. No pudieron dar con él: negrata de mierda. «Saladin estuvo una semana sin dirigirme la palabra —rememoró Jumpy—. Y, cuando me habló, fue para decirme: “Espero que te darás cuenta de que esos policías hubieran podido acribillarte, y no te acribillaron”».
Seguían sentados en el borde de la cama, uno al lado del otro. Jumpy oprimió el antebrazo de Pamela. «Sólo quiero decir que sé lo que es eso. ¡Pumba, bam! Aquello fue increíble. Y parecía necesario».
«Ay, Dios mío —dijo ella, volviéndose a mirarle—. Ay, Dios mío, perdona, pero así ha sido».
Por la mañana, le costó una hora comunicar con la Compañía Aérea, a causa del volumen de llamadas que seguía generando la catástrofe, más de veinticinco minutos de insistir —pero él me llamó, era su voz—, mientras, al otro extremo del hilo telefónico, una voz femenina, adiestrada especialmente para tratar con seres humanos en estado de crisis, comprendía sus sentimientos, se identificaba con ella en este momento de dolor y derrochaba paciencia, pero evidentemente, no le creía ni una palabra. Lo siento, señora, no quiero ser brutal, pero el avión estalló a diez mil metros de altura. Al final de la conversación, Pamela Chamcha, habitualmente la más serena de las mujeres, que para llorar se encerraba en el cuarto de baño, gritaba al teléfono: por Dios, mujer, ¿por qué no se guarda sus discursos bondadosos y presta atención a lo que le digo? Finalmente, colgó con fuerza el auricular y se revolvió contra Jumpy Joshi, que al ver la expresión de sus ojos derramó el café de la taza que le llevaba, porque empezaron a temblarle las manos de miedo. «Gusano de mierda —le acusó—. Conque todavía está vivo, ¿eh? Seguramente bajó del cielo volando y se metió en la primera cabina de teléfono, para quitarse el jodido traje de Superman y llamar a su mujercita». Estaban en la cocina y Jumpy reparó en una serie de cuchillos suspendidos de una cinta magnética en la pared situada a la izquierda de Pamela. Él abrió la boca para decir algo pero ella no le dejó. «Sal de aquí antes de que haga algo. No me explico cómo pude picar. Tú y tus jodidas voces telefónicas: debí figurármelo».
A principio de los años setenta, Jumpy tenía una discoteca ambulante instalada en su minifurgoneta amarilla. La llamaba «El Pulgar de Finn» en honor de Finn MacCool, el legendario gigante dormido de Irlanda, otro capullo, como decía Chamcha. Un día, Saladin gastó una broma a Jumpy. Le llamó por teléfono adoptando un acento vagamente mediterráneo y solicitando los servicios del Pulgar musical en la isla de Skorpios en nombre de Mrs. Jacqueline Kennedy Onassis, por unos honorarios de diez mil dólares y traslado a Grecia en avión privado para hasta seis personas. Era algo terrible que hacer a una persona tan inocente y tan íntegra como Jamshed Joshi. «Necesito una hora para pensarlo», dijo, y entonces sufrió un calvario del espíritu. Cuando Saladin llamó al cabo de una hora y oyó que Jumpy rehusaba la oferta de Mrs. Onassis por razones políticas, comprendió que su amigo iba para santo y de nada servía tratar de tomarle el pelo. «Mrs. Onassis se sentirá muy apenada sin duda», concluyó, y
Jumpy respondió, preocupado: «Por favor, dígale que no es cuestión personal. En realidad, personalmente yo la admiro mucho».
Hace demasiado que nos conocemos, pensó Pamela cuando Jumpy se fue. Podemos mortificarnos el uno al otro con recuerdos de dos décadas.
Sobre el tema de las confusiones a que pueden dar lugar las voces, pensaba aquella tarde mientras conducía a excesiva velocidad por la M4 en su viejo MG, lo cual le producía un placer que, según había confesado siempre alegremente, era «ideológicamente del todo malsano»; sobre ese tema, precisamente yo debería ser más caritativa.
Pamela Chamcha, née Lovelace, era poseedora de una voz que, durante toda su vida, ella había tratado de contrarrestar por todos los medios. Era una voz que sugería trajes de tweed, pañuelos a la cabeza, pudding, palos de hockey, tejados de paja, jaboncillo para limpiar botas de montar, fines de semana en el campo, monjas, bancos de propiedad en la iglesia, perros grandes y materialismo y, pese a sus esfuerzos por reducir su volumen, era sonora y llamaba tanto la atención como un borracho vestido de smoking que arrojara panecillos en un Club. Fue la tragedia de su juventud que, gracias a aquella voz, fuera asediada por los terratenientes y los galanes y los buenos partidos de la City, a los que ella despreciaba de corazón, mientras que los ecologistas y los pacifistas y los revolucionarios con los que ella instintivamente se encontraba a gusto la trataban con suspicacia rayana en la aversión. ¿Cómo podía ella estar del lado de los ángeles, si en cuanto abría la boca sonaba como un parásito? Al pasar por Reading, Pamela aceleró y rechinó los dientes. Una de las razones por las que, reconozcámoslo, había decidido poner fin a su matrimonio antes de que el destino lo deshiciera por ella, era la de que una mañana al despertar se había dado cuenta de que Chamcha no estaba enamorado de ella sino de su voz que apestaba a pudding de Yorkshire y a madera de roble, esa voz cordial y rubicunda de la vieja Inglaterra soñada en la que con tanto afán deseaba habitar él. Fue un matrimonio contrariado porque cada uno de ellos buscaba en el otro lo que el otro trataba de descartar.
No hay supervivientes. Y, a medianoche, el idiota de Jumpy con su estúpida falsa alarma. Quedó tan impresionada por la noticia que no tuvo tiempo de impresionarse por haberse acostado con Jumpy y haber copulado de una forma, reconozcámoslo, bastante satisfactoria, déjate de disimulos, se reprendió a sí misma, ¿cuánto tiempo hacía que no te divertías tanto? Ella tenía mucho que afrontar y aquí estaba ahora, afrontándolo por el procedimiento de escapar a la mayor velocidad. Unos cuantos días de recreo en un hotel campestre caro y el mundo puede empezar a parecer un agujero infernal menos jodido. Lujoterapia; «deacuerdodeacuerdo», reconoció, ya lo sé: una recaída en el sistema de clases. A hacer puñetas. Si alguien tiene objeciones, que se joda.
Después de Swindon se puso a cien millas por hora, y el tiempo empeoró bruscamente. Súbitas nubes negras, rayos, aguaceros; ella mantenía el pie en el acelerador. No hay supervivientes. Siempre se le moría la gente dejándola con la boca llena de palabras y nadie a quien escupírselas. Su padre, el especialista en Lenguas Clásicas, que podía hacer frases de doble sentido en griego antiguo y del que ella heredó la voz, su legado y su maldición; y su madre, que sufrió por él durante la guerra, cuando era piloto explorador —ciento once veces regresó de Alemania, de noche, volando en un avión lento, iluminado por sus propias balizas, lanzadas para guiar a los bombarderos— y que, cuando él volvía a casa con el ruido de los antiaéreos en los oídos, le juraba que nunca le dejaría, y por eso le siguió a todas partes, incluso al callejón sin salida de la depresión y de las deudas, porque él no tenía cara de póquer y, cuando acabó su propio dinero, echó mano del de ella, y, finalmente, a la azotea de un edificio alto a la que al fin se encaminaron los dos. Pamela nunca los perdonó, especialmente, por hacerle imposible decirles que les negaba el perdón. Para desquitarse, se impuso la tarea de desterrar todo lo que conservaba de ellos. Por ejemplo, la inteligencia: se negó a estudiar. Y, ya que no podía cambiarse la voz, le hizo expresar ideas que los suicidas conservadores de sus padres habrían reprobado. Se caso con un indio. Y, puesto que él resultó igual que ellos, le hubiera dejado. Había decidido dejarle. Cuando, una vez más, fue burlada por la muerte.
Estaba adelantando a un camión-remolque de congelados, cegada por las salpicaduras que levantaban las ruedas, cuando se metió en un gran charco de agua que se había formado en una pequeña depresión del asfalto y que estaba esperándola, y el MG patinó a una velocidad escalofriante, se salió del carril rápido y giró en redondo de manera que ella vio los faros del camión-remolque que la miraban sin pestañear como los ojos de Azrael, el ángel exterminador. «Telón», pensó ella; pero su coche derrapó saliéndose del camino del mastodonte, cruzando los tres carriles de la carretera, que milagrosamente estaban vacíos, y fue a incrustarse con menos violencia de la que cabía esperar en la barrera del arcén, después de hacer otro giro de ciento ochenta grados, quedando, una vez más, cara al Oeste, donde con el cursi romanticismo de la vida real, el sol disipaba las nubes de tormenta.
El hecho de estar vivo te compensa de las cosas que te hace la vida. Aquella noche, en un comedor de paredes de roble, decorado con banderas medievales, Pamela Chamcha, con su traje más deslumbrante, comió un asado de caza y se bebió una botella de Chateau Talbot, sentada a una mesa cargada de plata y cristal, celebrando un nuevo comienzo, el escape de las fauces de, la otra oportunidad, para volver a nacer antes tienes que: bueno, casi, de todos modos. Bebió y comió sola, ante la mirada lasciva de americanos y viajantes, y se retiró temprano a una habitación de princesa en una torre de piedra, donde tomó un largo baño y estuvo viendo películas viejas en televisión. Ahora, después de haber visto a la muerte tan cerca, sentía que se desprendía del pasado: por ejemplo, de su adolescencia bajo la tutela del malvado tío Harry Higham, que vivía en una mansión del siglo XVII que había sido propiedad de un pariente lejano, Matthew Hopkins, el Descubridor de Brujas General, que con macabro sentido del humor le puso el nombre de Cremlins. Ahora, al recordar al juez Higham a fin de olvidarlo, Pamela murmuró, dirigiéndose al ausente Jumpy, que también ella tenía su historia de Vietnam. Después de la gran manifestación celebrada en Grosvenor Square, en la que mucha gente lanzó canicas bajo los cascos de los caballos de la policía que cargaba, se produjo el único caso en la historia jurídica británica en el que la canica fue considerada arma letal y muchos jóvenes fueron encarcelados e, incluso, deportados por posesión de las pequeñas esferas de vidrio. El juez que presidía el tribunal del caso de las Canicas de Grosvenor era el mismo Henry Higham (al que en adelante se apodó «Hang'em», es decir «Colgadlos»), y ser su sobrina fue muy dura carga para una joven aquejada ya de una voz de derechas. Ahora, en la tibia cama de su castillo temporal, Pamela Chamcha se libró de este viejo demonio, adiós, Hang'em, no tengo tiempo para ti; y de los fantasmas de sus padres; y se dispuso a liberarse del más reciente de todos sus fantasmas.
Mientras degustaba un coñac, Pamela contemplaba vampiros en televisión y se permitía sentirse satisfecha, en fin, satisfecha de sí misma. ¿No se había inventado a sí misma a su propia imagen? Yo soy lo que soy, brindó por sí misma con coñac Napoleón. Yo trabajo en el consejo de asistencia a la comunidad del barrio de Brickhall, Londres, NE1; encargada de la asistencia a la comunidad y muy buena en mi trabajo, aunquemestémaleldecirlo. ¡Salud! Acabamos de elegir a nuestro primer presidente negro, y todos los votos emitidos contra él eran blancos. ¡Adentro! Hace una semana, un respetado comerciante asiático, por el que habían intercedido parlamentarios de todos los partidos, fue deportado, después de haber vivido en Inglaterra dieciocho años porque hace quince echó al correo determinado impreso con cuarenta y ocho horas de retraso. ¡Chin-chin! La semana próxima, en la audiencia de Brickhall, la policía tratará de ajustarle las cuentas a una nigeriana de cincuenta años, acusándola de asalto, después de haberla molido a palos. ¡Skol! Ésta es mi cabeza, ¿la ven? Lo que yo llamo mi trabajo consiste en romperme la cabeza contra Brickhall.
Saladin estaba muerto y ella estaba viva.
Bebió por eso. Había muchas cosas que yo quería decirte, Saladin. Cosas importantes: sobre el rascacielos de oficinas de la Brickhall High Street, frente al McDonald's; lo insonorizaron completamente, pero el silencio agobiaba a los empleados y ahora ponen cintas de ruido ambiental blanco en el sistema de altavoces… Esto te habría gustado, ¿eh? Y esa mujer parsi conocida mía, Bapsy se llama, que vivió una temporada en Alemania y se enamoró de un turco. Lo malo es que el único idioma que tenían en común era el alemán; ahora Bapsy ha olvidado casi todo el alemán que sabía mientras que él lo habla cada vez mejor; él le escribe unas cartas cada vez más poéticas y ella casi no puede contestarle ni con canciones infantiles. El amor que muere por causa de un desfase lingüístico, ¿qué te parece? El amor que muere. Un tema que nos va, ¿eh, Saladin? ¿Qué dices tú?
Y un par de cosillas más. Hay un asesino suelto en mi demarcación que está especializado en matar viejas; por lo tanto, no te apures, estoy segura. Hay muchas más viejas que yo.
Y otra cosa: te dejo. Se acabó. Hemos terminado.
Yo no podía decirte nada, ni lo más mínimo. Si te decía que estabas engordando, te pasabas una hora gritándome, como si eso pudiera cambiar lo que veías en el espejo, lo que te decía la tirantez del pantalón. Me interrumpías en público. La gente se daba cuenta de lo que pensabas de mí. Yo te perdonaba, ése fue mi error; yo podía ver el centro de tu ser esa cosa tan terrible que tenías que proteger con todo tu aplomo y afectación. Ese espacio vacío.
Adiós, Saladin. Vació la copa y la dejó a su lado. La lluvia que volvía a caer azotaba los cristales emplomados de sus ventanas; ella corrió las cortinas y apagó la luz.
Tendida en la cama, deslizándose hacia el sueño, Pamela pensó en las últimas cosas que necesitaba decir a su difunto marido. «En la cama —así le vinieron las palabras— nunca parecías interesado en mí; no en mi placer ni en lo que yo deseaba, nunca. Llegué a pensar que lo que tú deseabas no era una esposa sino una criada. Ya lo sabes. Ahora descansa en paz».
Soñó con él, su cara llenaba todo el sueño. «Las cosas se acaban —le decía—. Esta civilización; los desastres se acercan. Ha sido toda una cultura, brillante e inmunda, caníbal y cristiana, la gloria del mundo. Deberíamos celebrarla mientras podamos; hasta que llegue la noche».
Ella no estaba de acuerdo, ni siquiera en el sueño, pero soñando comprendió que no serviría de nada decírselo ahora.
minutos de insistirCuando Pamela lo echó, Jumpy Joshi se fue al Café Shaandaar de Mr. Sufyan, situado en Brickhall High Street, y se sentó a tratar de averiguar si era idiota. Era temprano y el local estaba casi vacío, exceptuando a una señora gruesa que compraba una caja de pista barfi y jalebis, un par de jóvenes trabajadores de la industria de la confección que bebían cha-loo chai y una mujer polaca de los viejos tiempos cuando los que regentaban las confiterías del barrio eran los judíos, que se pasaba el día sentada en un rincón con dos sarnosas vegetales, un puri y un vaso de leche, participando a todo el que entraba que si ella estaba allí era porque allí se servía «lo más parecido al kosher y hoy en día tienes que arreglártelas como buenamente puedas». Jumpy se sentó con su café debajo de una chillona pintura de una mujer mítica de pechos desnudos y varias cabezas, con nubecillas que le velaban los pezones, pintada de tamaño natural en rosa salmón, verde neón y oro, y dado que aún no había empezado la aglomeración, Mr. Sufyan observó que estaba mustio.
«Eh, San Jumpy —gritó—, ¿por qué traes tu mal tiempo a mi casa? ¿Es que no hay bastantes nubes en esta tierra?». Jumpy se puso colorado cuando Sufyan se acercó a él contoneándose, con su gorrita blanca de devoción bien puesta, y la barba, porque bigote no tenía, alheñada tras la reciente peregrinación de su dueño a La Meca. Muhammad Sufyan era un sujeto fornido y barrigudo, de gruesos antebrazos, creyente más devoto y exento de fanatismo no encontrarían, y Joshi veía en él a una especie de pariente mayor. «Escúchame, tío —dijo cuando el dueño del café estuvo delante de él—, ¿te parezco un auténtico idiota o qué?».
«¿Tú has hecho dinero en tu vida?», preguntó Sufyan.
«Yo no, tío».
«¿Negocios? ¿Importación y exportación? ¿Mercancía liberalizada? ¿Tenderete?».
«Los números nunca fueron mi fuerte».
«¿Y dónde está tu familia?».
«No tengo familia, tío. Estoy solo».
«Entonces, debes de estar siempre rogando a Dios que te guíe en tu soledad, ¿no?».
«Tú me conoces, tío. Yo no rezo».
«Entonces, no cabe duda —dictaminó Safyan—. Eres un idiota mayor de lo que piensas».
«Gracias, tío —dijo Jumpy apurando el café—. Me has ayudado mucho».
Sufyan, advirtiendo que su broma animaba al otro, a pesar de que mantenía la cara larga, llamó al asiático de tez clara y ojos azules que acababa de entrar con un elegante abrigo a cuadros, de grandes solapas. «Eh, Hanif Johnson —llamó—, ven a resolver un misterio». Johnson, abogado sagaz y chico del vecindario que había prosperado y que tenía su bufete encima del Shaandaar Café, se apartó de las dos hermosas hijas de Sufyan y se acercó a la mesa de Jumpy. «A ver si me explicas lo que es este hombre —dijo Sufyan—. No lo entiendo. No bebe, el dinero le parece una enfermedad, posee a lo sumo dos camisas, no tiene vídeo, a los cuarenta años sigue soltero, trabaja por una miseria en el centro deportivo enseñando artes marciales y qué sé yo, vive del aire, se comporta como un rishi o un pir pero no tiene fe, no va a ningún sitio y parece conocer un secreto. Y, además, ha estudiado en la universidad. A ver si me lo explicas».
Hanif Johnson golpeó a Joshi en el hombro. «Oye voces», dijo. Sufyan levantó las manos con fingido asombro. «¡Voces, oooh baba! ¿Voces de dónde? ¿Del teléfono? ¿Del cielo? ¿Tiene un Walkman Sony escondido en la chaqueta?».
«Voces interiores —dijo Hanif con solemnidad—. Arriba, en su escritorio, hay un papel que tiene escritos unos versos. Y un título: El río de sangre».
Jumpy saltó, tirando la taza vacía. «Te mataré», gritó a Hanif, que cruzó rápidamente el local cantando: «Tenemos a un poeta entre nosotros, Sufyan Sahib. Trátalo con respeto Manéjalo con cuidado. Dice que una calle es un río y nosotros somos la corriente; la humanidad es un río de sangre ésta es la imagen del poeta. También el individuo. —Se interrumpió mientras corría hasta una mesa para ocho y Jumpy fue tras él, muy colorado, moviendo los brazos como aspas—. En nuestro propio cuerpo, ¿no corre también el río de sangre?». Al igual que el romano, dijo el inquieto Enoch Powell yo creo ver el río Tíber espumeante de sangre. Recupera la metáfora, se dijo Jumpy Joshi. Dale la vuelta; haz de ella algo que podamos aprovechar. «Esto es como una violación —suplicó a Hanif—. Por Dios, déjalo ya».
«Las voces que oye uno están en el exterior —rumiaba el dueño del café—. Juana de Arco, na. O ése del gato, cómo se llama: Whittington, el que vuelve. Pero con las voces uno se hace grande o, por lo menos, rico. Y este chico no tiene nada de grande, y es pobre».
«Basta. —Jumpy levantó las manos sobre su cabeza sonriendo sin ganas de sonreír—. Me rindo».
Después de aquello, durante tres días, a pesar de los esfuerzos de Mr. Sufyan, Mrs. Sufyan, sus hijas Mishal y Anahita, y el abogado Hanif Johnson, Jumpy Joshi no era el de siempre. Estaba «mustio», como decía Sufyan. Hacía su trabajo en los clubs juveniles, en las oficinas de la cooperativa cinematográfica a la que pertenecía y en las calles, distribuyendo folletos, vendiendo determinados periódicos, paseando; pero caminaba pesadamente. Hasta que, a la cuarta noche, detrás del mostrador del Shaandaar Café, sonó el teléfono.
«Mr. Jamshed Joshi —entonó Anahita Safyan imitando un elegante acento inglés—. Se ruega a Mr. Joshi que acuda al aparato. Tiene una llamada personal».
El padre, al ver la alegría que estallaba en la cara de Jumpy, dijo en voz baja a su mujer: «Señora, la voz que este chico está deseando oír no es interior de ninguna de las maneras».
Lo imposible se produjo entre Pamela y Jamshed después de que estuvieran siete días en la cama amándose con inagotable entusiasmo, infinita ternura y una frescura de espíritu que cualquiera hubiera podido pensar que acababan de inventar el procedimiento. Siete días estuvieron desnudos con la calefacción a tope, fingiendo ser amantes tropicales, en un país cálido y luminoso del Sur. Jamshed, que siempre había sido patoso con las mujeres, dijo a Pamela que no se había sentido tan maravillosamente desde el día en que, a los dieciocho años, por fin aprendió a ir en bicicleta. Apenas lo hubo dicho temió haberlo estropeado todo, que esta comparación del gran amor de su vida con la vieja bicicleta de sus días de estudiante sería tomada por el insulto que era indiscutiblemente; pero no tenía por qué preocuparse, porque Pamela le besó en los labios y le dio las gracias por haberle dicho lo más hermoso que un hombre podía decir a una mujer. En aquel momento, él comprendió que nunca podría hacer nada malo y, por primera vez en su vida, empezó a sentirse verdaderamente seguro, seguro como una casa, seguro como un ser humano que es amado: y lo mismo le ocurrió a Pamela Chamcha.
A la séptima noche, el ruido inconfundible de alguien que trataba de entrar por la fuerza en la casa los despertó de un plácido sueño. «Debajo de la cama tengo un palo de hockey», susurró Pamela, aterrorizada. «Dámelo», respondió Jumpy, no menos asustado. «Bajo contigo», dijo Pamela con voz quebrada, y Jumpy tartamudeó: «Oh, no, no». Al fin, bajaron los dos, cada uno con una de las vaporosas négligés de Pamela, cada uno con una mano en el palo de hockey que ninguno de los dos se atrevería a usar. Y si es un hombre con una escopeta, pensaba Pamela, que me dice: Vuelva arriba… Llegaron al pie de la escalera. Alguien encendió las luces.
Pamela y Jumpy chillaron al unísono, dejaron caer el palo y corrieron escaleras arriba con toda la rapidez de que eran capaces; mientras abajo, en el vestíbulo, de pie, bien iluminada junto a la puerta de entrada con el panel de cristal que había roto para hacer girar el picaporte (Pamela, en la efervescencia de su pasión, olvidó echar los cerrojos de seguridad), había una figura que parecía salida de una pesadilla o de una película de terror de la televisión, una figura cubierta de barro, hielo y sangre, la criatura más peluda que hayan visto ustedes, con las patas y pezuñas de un macho cabrío gigante, brazos humanos y una cabeza armada de cuernos pero, por lo demás, humana, cubierta de tizne y mugre y un poco de barba. Aquella cosa imposible, sola y sin ser observada, cayó de bruces y se quedó inmóvil.
Arriba, en la habitación más alta de la casa, es decir, la «guarida» de Saladin, Mrs. Pamela Chamcha se retorcía en los brazos de su amante, llorando desconsoladamente y berreando: «No es verdad. Mi marido explotó. No hubo supervivientes. ¿Me has oído? Yo soy la viuda Chamcha y mi marido está jodidamente muerto».