CAPÍTULO 24

PUNTO MUERTO, 1142-1174

ZENGUI, SOBERBIA Y JUSTO CASTIGO

Cuando no estaba combatiendo o leyendo, Osama cazaba ciervos, leones, lobos y hienas utilizando guepardos, halcones y perros, y en ese aspecto, no se diferenciaba demasiado de Zengui o del rey Fulco, que salían de caza siempre que les era posible. En el curso de la visita de Osama y el atabey de Damasco a Fulco, admiraron uno de sus azores, y el rey se lo regaló.

El 10 de noviembre de 1142, poco después del viaje de Osama a Jerusalén, mientras el rey Fulco cabalgaba cerca de Acre, vio una liebre y espoleó su caballo para darle caza. La cincha de su silla de montar se partió de repente, Fulco cayó del caballo, la silla salió volando tras él y le fracturó el cráneo. Fulco murió tres días más tarde y los jerosolimitanos acompañaron su cortejo fúnebre hasta el Sepulcro, donde fue enterrado. El día de Navidad, Melisenda coronaba a su hijo de doce años con el nombre de Balduino III, aunque en realidad la auténtica gobernante fuera ella. En una época dominada por los hombres, Melisenda fue «una mujer de gran sabiduría» quien, escribe Guillermo de Tiro, «se había alzado a un nivel tan superior al de las mujeres que se atrevió a tomar medidas importantes, y gobernó el reino con la misma habilidad que sus predecesoras».[*1]

En esos momentos amargos y dulces al mismo tiempo, el desastre se abatió sobre Ultramar. En el año 1144, Zengui el Sanguinario capturó Edesa, en medio de una carnicería de francos y esclavizó a las mujeres francas (pero protegió a las cristianas armenias), destruyendo así el primer estado cruzado y la cuna de la dinastía de Jerusalén. El mundo islámico estaba exultante. Los francos no eran invencibles y, sin duda, Jerusalén sería la siguiente en caer. «Si Edesa es alta mar», escribía Ibn al-Qaysarani, «Jerusalén es la costa». El califa abasí recompensó a Zengui con los títulos de Adorno del Islam, Lugarteniente del Comendador de los Creyentes y Rey con la Ayuda Divina. Con todo, la perversidad de las borracheras de Zengui acabaría con él en su propio tocador.

Durante un asedio en Iraq, un eunuco humillado, tal vez uno de aquellos a quienes Zengui castró para su propio placer, se introdujo en secreto en su tienda, burlando a los numerosos guardias, y apuñaló en su cama al borracho potentado, dejándolo apenas vivo. Un cortesano lo encontró desangrándose y suplicando en vano que le perdonara la vida. «Creyó que tenía la intención de matarle. Me hizo un gesto implorante con el dedo índice. Me detuve, sobrecogido, y le pregunté. “Mi señor, ¿quién os ha hecho esto?”». Allí murió el Príncipe Halcón.

Su personal saqueó sus efectos personales, cerca del cadáver todavía caliente, y su hijos se dividieron sus territorios: el más joven, Nur al-Din, de veintiocho años arrancó el anillo real del dedo de su padre y se apoderó de los territorios sirios. Nur al-Din, dotado de talento pero menos feroz que su padre, intensificó la yihad contra los francos. Melisenda, conmocionada por la caída de Edesa, apeló al papa Eugenio II, que convocó la segunda cruzada.[1]

LEONOR DE AQUITANIA Y EL REY LUIS: ESCÁNDALO Y DERROTA

Luis VII, el piadoso joven rey de Francia, acompañado por su esposa Leonor, duquesa de Aquitania, y por Conrado III, rey de Alemania, un veterano peregrino, respondieron al llamamiento del papa; a su paso por Anatolia los turcos vapulearon a los ejércitos alemanes y franceses. Luis VII consiguió a duras penas llegar hasta Antioquía, tras una desastrosa marcha en medio de incesantes combates, un viaje sin duda aterrador para su esposa Leonor, que perdió la mayor parte de su equipaje, y todo el respeto hacia su puritano e inepto marido.

El príncipe Raimundo de Antioquía urgió a Luis a que le ayudara a conquistar Alepo, pero el rey de Francia estaba decidido a realizar antes su peregrinación a Jerusalén. El mundano Raimundo era el tío de Leonor y «el más hermoso de los príncipes». Tras ese espantoso viaje, según Guillermo de Tiro, Leonor «desatendió sus votos matrimoniales y fue infiel a su marido», un marido que sentía una adoración infantil por ella, pero que consideraba el sexo, incluso dentro del matrimonio, como un vicio. No sorprende entonces que Leonor lo calificara de «más monje que hombre». Con todo, Leonor, dotada de una aguda inteligencia, de cabello y ojos oscuros y figura curvilínea, era la heredera más rica de Europa, educada en la sensual corte de Aquitania. Los cronistas religiosos afirmaron que por sus venas corría la sangre del pecado porque, por una parte, su abuelo era Guillermo el Trovador, un promiscuo guerrero-poeta, mientras que su abuela, por la otra, era la amante de su abuelo, apodada la Dangereuse, la peligrosa; recibió ese apodo porque el Trovador, para tener mayor acceso a la Dangereuse, había casado a su propio hijo con la hija de su amante.

Es posible que Leonor y Raimundo cometieran adulterio, o que no lo hicieran; en cualquier caso, su conducta fue lo suficientemente provocativa como para humillar al marido y dar pie a un escándalo internacional. El rey de Francia resolvió su problema conyugal raptando a Leonor y poniéndose en camino para reunirse con el rey de Alemania, que ya había llegado a Jerusalén. Cuando Luis y Leonor se acercaban a la ciudad, «todo el clero y el pueblo salieron a recibir al rey» y escoltarle hasta el Sepulcro «acompañado por himnos y cánticos». La pareja francesa y Conrado se alojaron en el Templo de Salomón, donde Leonor sin duda sería objeto de la atenta observación de los cortesanos franceses. Leonor se vio confinada en Jerusalén durante meses.

El 24 de junio de 1148, Melisenda y su hijo Balduino III convocaron un consejo en Acre en el que debía aprobarse el objetivo de la cruzada: Damasco. Aunque la ciudad había sido aliada de Jerusalén hasta hacía poco tiempo, no dejaba de ser un objetivo sensato, puesto que era sólo cuestión de tiempo que cayera en manos de Nur al-Din. El 23 de julio, los reyes de Jerusalén, Francia y Alemania, en medio de duros combates, lograron cruzar los huertos al oeste de Damasco pero, dos días más tarde, no se sabe por qué, trasladaron el campamento al este. Cuatro días después, la cruzada se desmoronaba y los tres reyes emprendían una vergonzosa retirada.

Tal vez Unur, el atabey de Damasco, sobornara a los nobles jerosolimitanos y les convenciera de que los cruzados de occidente querían el trofeo para ellos solos, una duplicidad venal muy creíble, aunque es más probable que los cruzados, sencillamente, se enteraran de que Nur al-Din, el hijo de Zengui, se acercaba con un ejército de refuerzo. En Jerusalén cundió el desaliento debido a la sensación de inminente desastre. Conrado zarpó hacia Alemania, y Luis, bañado en ascética penitencia, decidió quedarse en la Ciudad Santa y celebrar allí la Pascua. Leonor, por su parte, tenía mucha prisa por marcharse: a su regreso, su matrimonio sería anulado.[*2] [2]

Una vez se hubieron marchado, la reina Melisenda celebró su mayor triunfo, y sufrió su mayor humillación. El 15 de julio de 1149, ella y su hijo consagraron su nueva iglesia del Santo Sepulcro, entonces, y también ahora, una obra maestra, y el deslumbrante y sagrado decorado de la Jerusalén de los cruzados. Los arquitectos encontraron un desordenado y laberíntico conjunto de capillas y santuarios en el complejo construido en el año 1048 y restaurado en 1119, un reto que resolvieron con una audacia increíble. Cubrieron todo el complejo con una altísima rotonda y lo unificaron en un magnífico edifico románico que ampliaron hasta el antiguo jardín sagrado en el este. Abrieron la muralla oriental de la rotonda añadiendo capillas y un enorme deambulatorio. En el lugar en el que se había alzado la basílica de Constantino, construyeron un gran claustro. Conservaron la entrada sur de 1048, y crearon una fachada románica con dos portales (uno de ellos está ahora tapiado) sobre los que se instalaron dinteles esculpidos (ahora en el Museo Rockefeller). Las incomparables tallas de la escalera que lleva a la capilla de la Colina del Calvario son tal vez las más exquisitas que produjo el arte de los cruzados. Las características más sorprendentes de toda la fachada son las dos elaboradas balaustradas, en la parte superior y media, que fueron descubiertas y rescatadas de alguna manera por los cruzados después de que permanecieran en el templo pagano de Adriano, destruido por Constantino el Grande.

El hijo de Melisenda, resentido con su madre, reclamó plenos poderes para él. Ya tenía veinte años y su inteligencia, su cabello rubio y su físico robusto eran objeto de alabanzas. Se dijo de Balduino III que era el rey franco perfecto, con algunos vicios, pues era notoria su afición al juego y a seducir mujeres casadas. Una crisis en el norte demostraría sin embargo que Jerusalén necesitaba un rey-soldado activo que cabalgara al frente de sus huestes: el hijo de Zengui, Nur al-Din, había vencido a los antioquenos y matado a Raimundo, el tío de Leonor.

Balduino corrió al norte justo a tiempo de salvar a Antioquía, pero a su regreso, su madre Melisenda, ya de cuarenta y siete años, se resistió a aceptar su exigencia de ser coronado en Pascua. El rey decidió luchar.

MADRE E HIJO ENFRENTADOS: MELISENDA CONTRA BALDUINO III

Melisenda le ofreció los prósperos puertos de Tiro y Acre, conservando Jerusalén para ella. El «fuego que seguía latente se reavivó» cuando Balduino reunió su propio ejército con la intención de hacerse con el reino. Melisenda, con Balduino pisándole los talones, salió a toda prisa de Nablus en dirección a Jerusalén, pero la ciudad le abrió las puertas al rey y Melisenda se retiró a la Torre de David, donde Balduino le puso asedio. «Preparó sus máquinas de asedio», ballestas y catapultas que no dejaron de lanzar piedras durante varios días, hasta que finalmente, Melisenda renunció al poder, y a Jerusalén.

Balduino apenas se había hecho con lo que le pertenecía por derecho de nacimiento, cuando Nur al-Din atacó Antioquía de nuevo. Aprovechando que el rey estaba una vez más en el norte, la familia Ortuq, que había gobernado Jerusalén entre los años 1086 y 1098, salió de su feudo de Iraq para conquistar la Ciudad Santa y concentró sus tropas en el monte de los Olivos, pero los jerosolimitanos hicieron una salida y los aniquilaron en la carretera de Jericó. Con la moral por las nubes, Balduino condujo a su ejército, y la Vera Cruz, hasta Ascalón, que cayó tras un largo asedio. Sin embargo, en el norte, Damasco sucumbió por fin ante Nur al-Din, que se convirtió así en el señor de Siria y del este de Iraq.

Nur al-Din, «un hombre alto, barbudo, sin bigote, frente fina y físico agradable acentuado por una cálida mirada», podía ser tan cruel como Zengui, aunque era más comedido, más sutil. Incluso los cruzados lo llamaban «valiente y sabio», y se ganó el cariño de sus cortesanos, entre los que se encontraba ahora el flexible Osama bin Munqidh. A Nur al-Din le gustaba tanto jugar al polo, que lo hacía por la noche a la luz de las antorchas. Sería él quien canalizara la furia islámica provocada por la conquista de los francos, la convirtiera en un resurgimiento suní y le transmitiera una nueva seguridad militar. Una nueva oleada de obras fadail elogiando a Jerusalén impulsó la yihad de Nur al-Din para «purificar Jerusalén de la contaminación de la Cruz», una respuesta irónica a la descripción que los cruzados habían hecho en una ocasión de los musulmanes, «contaminadores del Santo Sepulcro». Encargó un minbar, o púlpito, adornado con elaborados relieves tallados que quería instalar en al-Aqsa cuando hubiera conquistado la ciudad.

Balduino y Nur al-Din habían quedado encallados en un punto muerto. Acordaron una tregua temporal durante la cual el rey buscó la ayuda de los bizantinos y se casó con la sobrina del emperador Manuel, Teodora. La ceremonia nupcial y la coronación en la iglesia, «las galas de la novia, sus vestiduras, perlas, oro y gemas», llevaron a Jerusalén el exótico esplendor de Constantinopla. El matrimonio no tenía todavía ningún hijo cuando Balduino cayó en Antioquía y murió unas pocas semanas más tarde, el 10 de febrero de 1162.

El cortejo fúnebre viajó de Beirut a Jerusalén entre escenas de un «profundo dolor y pena» sin precedentes. Los reyes de Jerusalén, igual que otras antiguas familias de cruzados, se habían convertido en notables levantinos, y, según observaría Guillermo de Tiro, «los francos han perdido un príncipe cuyo igual el mundo no ha conocido nunca».[3]

AMALARICO E INÉS: «NO ES REINA PARA UNA CIUDAD TAN SANTA COMO JERUSALÉN».

La mala reputación de una mujer casi logra descarrilar la sucesión al trono de Jerusalén. El hermano de Balduino, Amalarico, conde de Jaffa y de Ascalón, era el heredero, pero el patriarca se negó a coronarlo a menos que anulara su matrimonio con Inés, aduciendo que su relación familiar era demasiado estrecha, y ello, pese a que ya habían tenido un hijo juntos. El auténtico problema radicaba en que ella «no era reina para una ciudad tan santa como Jerusalén», apuntaría un remilgado cronista. Inés se había ganado fama de promiscua, pero es imposible saber si esa fama era merecida, habida de los numerosos prejuicios que los historiadores tenían en su contra. No obstante, parece evidente que era un trofeo muy deseado, ya que, en momentos diferentes, se le atribuyeron varios amantes, entre ellos un senescal, el patriarca y cuatro maridos.

Amalarico, obediente, se divorció de Inés y fue coronado a la edad de veintisiete años. Ya de por sí algo torpe, era tartamudo y hacía gorgoritos al reír, y no tardó en «engordarse en exceso y en tener unos pechos como los de una mujer, que le colgaban hasta la cintura». Los jerosolimitanos se burlaban de él por la calle, burlas a las que él no hacía caso «fingiendo no oír las cosas que se decían». A pesar de sus pechos colgantes, era un intelectual y un guerrero que ahora se enfrentaba al reto estratégico más abrumador desde la fundación del reino. Aunque Siria se había perdido, la conquista de Ascalón por Balduino III había abierto la puerta a Egipto. Amalarico iba a necesitar toda su energía y todos sus efectivos para combatir contra Nur al-Din por ese trofeo supremo.

Ésta fue la razón por la que Amalarico acogió en Jerusalén al granuja más notorio de la época, Andrónico Comneno, un príncipe bizantino «atendido por un gran séquito de caballeros», útiles refuerzos que, al principio, representaron una «fuente de gran aliento» en Jerusalén. Andrónico, primo del emperador Manuel, había seducido a la sobrina del emperador, había sido casi asesinado por los furiosos hermanos de la joven y pasado doce años en prisión antes de ser perdonado y nombrado gobernador de Cilicia. Después, tras ser destituido por deslealtad e incompetencia, huyó a Antioquía donde sedujo a Filipa, la hija del príncipe reinante, y de donde tuvo que huir de nuevo, esta vez a Jerusalén. «Pero, como una serpiente en el regazo o un ratón en el armario», recordaba el cortesano de Amalarico, Guillermo de Tiro, «demostró la verdad de aquel dicho que reza, “temo a los griegos, incluso cuando traen regalos”».

Amalarico le concedió a Andrónico su propio señorío, el de Beirut, pero el bizantino, ahora ya casi de sesenta años, abandonó a la princesa Filipa y sedujo a la grácil Teodora, la viuda de Balduino III y reina madre de Jerusalén, que sólo tenía veintitrés años. En Jerusalén se extendió la indignación y Andrónico tuvo que poner pies en polvorosa de nuevo. Secuestró a Teodora y se refugió en Damasco con Nur al-Din.[*3] Nadie lamentó la marcha de esta «serpiente», y menos aún el clérigo preferido de Amalarico, Guillermo de Tiro. Guillermo había nacido en Jerusalén y, tras estudiar en París, Orleans y Boloña, regresó y se convirtió en el consejero de mayor confianza de Amalarico. A lo largo de veinte años, como arzobispo de Tiro primero, y después como canciller, Guillermo fue testigo muy cercano de la dolorosa tragedia real que ahora coincidía con la crisis más grave de Jerusalén.[4]

GUILLERMO DE TIRO: LA BATALLA POR EGIPTO

El rey Amalarico le encargó a Guillermo que escribiera la historia de los reinos cruzados e islámicos, sin duda todo un proyecto. Guillermo no tenía ningún problema en escribir la historia de Ultramar, pero por muy bien que hablara, y escribiera algo, el árabe, ¿cómo iba a escribir sobre el islam?

En aquella época, el Egipto fatimí se estaba desmoronando. El botín sería lucrativo para los oportunistas avispados, así que, naturalmente, Osama bin Munqidh estaba en El Cairo, la capital egipcia donde los juegos de poder eran letales, pero lucrativos. Osama hizo fortuna y construyó una biblioteca, pero, por supuesto, las cosas salieron mal y se vio obligado a huir para salvar la vida, haciendo salir de El Cairo a su familia, su oro y su querida biblioteca en un barco. El barco se fue a pique en aguas de Acre, Osama perdió su tesoro y el rey de Jerusalén le confiscó la biblioteca: «Saber que mis hijos y nuestras mujeres estaban a salvo me hizo aceptar mejor la noticia de que había perdido toda mi fortuna, pero el dolor que me causó la pérdida de los libros, cuatro mil volúmenes, me rompió el corazón y nunca me recuperé». La pérdida de Osama le resultó muy provechosa a Guillermo, ya que heredó los libros de Osama y los utilizó para escribir su historia del islam.

Amalarico, mientras tanto, se metió de lleno en la batalla por Egipto, lanzando nada menos que cinco invasiones. Mucho era lo que estaba en juego. En la segunda invasión, parecía que Amalarico había conquistado Egipto. Si hubiera logrado conservar las riquezas y los recursos del país, el reino cristiano de Jerusalén hubiera probablemente perdurado y toda la historia de la región hubiera sido diferente. El derrocado visir egipcio había huido y se había refugiado con Nur al-Din, que envió a su general kurdo, el vigoroso aunque rechoncho Shirkuh, a conquistar Egipto. Amalarico derrotó a Shirkuh, y conquistó Alejandría, pero en lugar de consolidar sus conquistas, aceptó el pago de un tributo y regresó a Jerusalén.

Gracias al botín egipcio, la capital de Amalarico prosperó. La elegante sala gótica del Cenáculo en el monte Sión fue construida en esa época, y el rey levantó un nuevo palacio real, con pórticos y un tejado a dos aguas, una pequeña torre coronada con una cúpula y una gran torre circular, al sur de la Torre de David.[*4] Egipto, sin embargo, distaba mucho de estar sometido.

Empantanado en ese costoso conflicto, Amalarico buscó ayuda en Constantinopla: se casó con María, la sobrina del emperador Manuel, y envió a su historiador Guillermo a negociar una cooperación militar, pero el calendario de la guerra y el de la ayuda nunca coincidieron. En Egipto, Amalarico y sus aliados egipcios estaban a punto de tomar El Cairo cuando el comandante de Nur al-Din, Shirkuh, regresó y el rey se retiró con la promesa de nuevos pagos.

Amalarico enfermó en Gaza, y les pidió a sus aliados egipcios que le enviaran su mejor doctor; el rey era un admirador de la medicina oriental. Los egipcios le ofrecieron el trabajo a uno de los médicos judíos del califa, quien, por pura casualidad, acababa de regresar de Jerusalén.[5]

MOISÉS MAIMÓNIDES: EL GUÍA DE LOS PERPLEJOS

Maimónides se negó a tratar al rey cruzado, una decisión sin duda astuta, puesto que acababa de llegar hacía poco al Egipto de los fatimíes cuya alianza con Jerusalén duraría poco. Maimónides era un refugiado de las persecuciones musulmanas en España, donde ya hacía tiempo que había terminado la edad de oro de la civilización judeoislámica. La región estaba ahora divida entre los agresivos reinos cristianos del norte y el sur musulmán, que había sido conquistado por una tribu de bereberes fanáticos, los almohades, quienes les habían ofrecido a los judíos una elección, la conversión o la muerte. El joven Maimónides fingió convertirse, pero en 1165 escapó e inició una peregrinación a Jerusalén. El 14 de octubre, durante Tishri, el mes del año nuevo judío y del Día de la Expiación, la temporada favorita para peregrinar a Jerusalén, Maimónides estaba con su hermano y su padre en el monte de los Olivos, desde allí posaron la vista sobre la montaña del Templo judío y, se desgarraron ritualmente las vestiduras. Más tarde, Maimónides especificaría con exactitud cuánto debían desgarrarse (y después coserse) sus vestiduras los peregrinos judíos y en qué momento debía realizarse dicha acción.

Al entrar en la ciudad por el este, por la Puerta de Josafat, se encontró con una Jerusalén cristiana en la que, oficialmente, los judíos todavía estaban vetados, aunque, en realidad, cuatro tintoreros judíos vivían cerca de la Torre de David bajo la protección real.[*5] Maimónides expresó su dolor por el Templo: «en ruinas, su santidad perdura» y, a continuación, «entré en el gran templo sagrado y oré». Parece que le fue permitido orar en la Roca en el Templo[*6] del Señor (igual que también se les había permitido rezar en aquel lugar a musulmanes como Osama bin Munqidh), aunque él, más tarde, prohibiría cualquier visita al monte del Templo, una regla que todavía obedecen algunos judíos ortodoxos.

Después, se instaló en Egipto donde, conocido por los árabes con el nombre de Musa ibn Maymun, se labró una fama de erudito multidisciplinar y produjo obras sobre temas variados que iban desde la medicina a las leyes judías, entre ellas, su obra maestra, Guía de perplejos, en la que entrelazaba la filosofía, la religión y la ciencia; también ocupó el puesto de médico de la corte. Egipto estaba sumido en el caos mientras Amalarico y Nur al-Din luchaban por la hegemonía del asediado califato fatimí. Amalarico era incansable, pero tuvo mala suerte.

En 1169, el señor de Siria, Nur al-Din completó el cerco a Jerusalén cuando su emir Shirkuh se alzó con la victoria en la batalla por Egipto. A Shirkuh le asistía su joven sobrino Saladino, y tras la muerte del obeso Shirkuh en 1171, Saladino asumió el poder en Egipto, y nombró a Maimónides Rais al-Yahud, jefe de los judíos, y su médico personal. Mientras tanto en Jerusalén, la tragedia del heredero de la corona situaba a la medicina en el centro de la acción.[6]

Jerusalén: la biografía
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