CAPITULO I
NO te haría daño», rió su madre. No reía a menudo y el sonido resultó tan placentero a los oídos de Cuco como el ruido provocado por el silbido del viento. Pero ni siquiera su risa consiguió tranquilizarlo. Sentado en un taburete de tres patas en su habitación de muchas ventanas, estaba ordeñando las mandíbulas de una araña, una de esas arañas gigantescas y peludas que proporcionaba el veneno para las armas de las dríadas... las horquillas que llevaban en el pelo, los dardos que llevaban en manojos bajo sus fajines.
Su tía Segeta, que estaba sentada al lado de su madre, sonreía de manera distante, y daba la impresión de estar hablando desde la casa que había en el árbol de al lado. A Cuco le gustaba pero daba la impresión de que nunca se encontraba en la misma habitación que él. Se decía que las almas de los durmientes abandonaban sus cuerpos por la noche y vagaban por los páramos de las Pesadillas o los Campos Elíseos del Sueño, y Cuco se preguntaba a menudo si por las mañanas regresaba tan sólo una parte del alma de Segeta, mientras que la otra parte se quedaba en una región más feliz, donde las dríadas tenían esposos y los niños tenían padres.
Cuco es más hombre que dríada», dijo Segeta. «Por eso le disgustan las arañas.» Era una de las pocas dríadas que pronunciaba la palabra «hombre» sin estremecerse.
Y esa criatura lo sabe», dijo Cuco. «No hay nada que pudiera complacerle más que el hecho de morder la parte de hombre que hay en mí.» Por naturaleza, las arañas eran pacíficas aunque también fueran criaturas venenosas, pero en una época antigua las dríadas las habían entrenado para morder a los hombres y proteger a las mujeres, y su capacidad para saltar sobre un blanco móvil —es decir, sobre un hombre— sólo era superada por la rapidez y virulencia de su veneno.
Un hijo debe parecerse a su padre», dijo Melonia. «Pero hay muchas cosas que no puedo enseñarle.» Nunca le había dicho el nombre de su padre; sólo que era un troyano, un guerrero, un bardo, y una persona cuya grandeza se acercaba a la divinidad.
¿Incluso aunque el padre sea un troyano? Son afirmaciones como esas, querida, las que te convierten en una exilada virtual en el seno de la tribu.
Volumna te hubiera podido perdonar si hubieras llegado a admitir tu error alguna vez. Ya sabes cómo le gusta recibir confesiones. Pero tú das la indiscutible impresión de estar encantada por aquel desafortunado suceso.
Volumna incluso lamenta que venga a charlar contigo aunque eres mi propia sobrina.
»Quiero marcharme», dijo Cuco repentinamente.
Ya he terminado con la araña», dijo su madre. «Tengo veneno suficiente como para derribar a un león. Segeta se la llevará para devolverla a sus otras amigas.» Las arañas vivían en una caverna que se encontraba bajo el árbol de Volumna. («Por la noche se mueven más», decía a menudo. «Sus ruidos me ayudan a dormir. Algunas veces las dejo quedarse en la habitación conmigo».)
Melonia subió a la araña hasta depositarla en el techo y Segeta silbó algunas notas bajas. Caminó tortuosamente por la habitación —daba la impresión de que sus ojos verdes estaban clavados en Cuco— y Segeta se la guardó en la mano.
No era la araña», dijo Cuco. «Era sólo que... quería marcharme.» No se atrevía a decirle que su corazón de once años se sentía indescriptiblemente triste al verla sometida a un «exilio virtual.» Volumna no la mantenía encerrada en su árbol, pero cuando caminaba por el bosque nadie más podía hacerlo con ella, salvo Segeta o Cuco, y cuando asistía a alguna reunión en la cámara del consejo, se sentaba en la fila de más atrás con nadie cerca, y Cuco de manera similar estaba aislado de los otros niños. Era el único chico entre treinta chicas. No era que a la tribu no le gustara Melonia. Un saludo susurrado, una sonrisa, unas granadas regaladas... cosas como esas le ponían de manifiesto que las amigas de la infancia ni la habían olvidado ni la condenaban. Pero Volumna gustaba de decir que cualquiera que tuviera amistad con una «amante de hombres» acabaría seguramente por seguir su ejemplo y terminaría por perder su honor y su reputación. La ira de Volumna, incluso su desaprobación, evitaban el que se pudiera trabar amistad con Melonia. Una reina de las dríadas no podía ejecutar a sus súbditos, fueran cuales fueran sus pecados, incluso aunque amaran a un hombre, pero podía encerrarlos permanentemente, eternamente, en sus árboles. A veces se jactaba de que había mostrado una compasión excesiva en relación con Melonia a causa de su madre muerta, «mi querida amiga».
Muy bien, Cuco. Voy a ocuparme de tu nueva túnica. Segeta me trajo tejido sin desbastar del que fabrican los centauros.
»Cuco la besó en la mejilla y su madre lo abrazó brevemente, con fuerza, y después le dejó dirigirse hacia la puerta. Siempre olía a bergamota.
Tráeme algunas bayas», dijo.
Se me ocurre algo mejor», dijo Cuco.
¿El qué?
»Mi padre.
»Amazona», gritó el fauno, bajando la cabeza para cargar y cornear, pero cambió de opinión escondiéndose entre unos olmos cuando una piedra de la honda de Cuco le golpeó en los cuernos.
Cuco, que tenía cuatro pies de alto, defendía su terreno como un centauro hasta que las pisadas de su contrario se mezclaron con el sonido de los matorrales y las hojas del bosque, aquella música de tonos bajos que sólo se apagaba por las noches o ante la cercanía del león. Cuando era pequeño, los faunos lo llamaban «niña» porque era delgado y de aspecto delicado. Ahora que era alto, y todavía de mejillas y miembros suaves en comparación con los de los faunos que estaban cubiertos de pelo, habían dado con lo que consideraban que era un apelativo aún menos adulador, ya que los faunos y las amazonas a veces hacían el amor pero no se gustaban entre sí. (Su nombre real era Halción, pero sólo lo conocía su madre. «Era el nombre secreto de tu padre. Era un gran guerrero... el más grande. Pero las dríadas lo odiaban. Es mejor no hablar de ello salvo cuando estemos solos»). Los demás lo llaman Cuco porque decían que era feo como el pájaro del mismo nombre, y porque el cuco pone sus huevos en el nido de otro pájaro, y este Cuco había nacido obviamente en el nido equivocado.
Echó un vistazo y bajó la honda. Algunas de las piedras cayeron de la bolsa que llevaba en el fajín de la túnica. No se molestó en recogerlas. Detrás de él, oculto a la vista por los olmos, el círculo de robles de las dríadas sonó lleno de melodías y cantó las canciones de las tejedoras. Oyó a su madre, la más dulce de las cantoras, y reanudó su misión con renovado entusiasmo.
El bosque es tu amigo», le había dicho a menudo su madre, pero él no se sentía amigo de aquellos robles y olmos y laureles. Tampoco les tenía miedo. Cuando se han burlado de uno los faunos y lo han criado las dríadas durante once años, hay poco a lo que se pueda tener miedo. Pero lo cierto es que los árboles no lo acompañaban como hacían con su madre. Eran sencillamente árboles, algunos hermosos, otros nudosos y feos, y ninguno le dirigía la palabra, como tampoco lo hacían las flores ni la hierba. El a quien realmente quería era a los animales: el viejo oso pardo que a veces intentaba robar miel de los panales que poseían las dríadas y que era expulsado a pedradas por las encolerizadas dueñas (aunque Cuco se llevaba la miel a su cueva en una copa que había tejido con pétalos de lirios); el delfín, Delfo, igualmente viejo y herido por el tridente de Tritón, que a veces nadaba en el Tíber; e incluso un león sin dientes que vivía en la parte del bosque que era conocida como los bosques de Saturno.
Una dríada emergió de un grupo de olmos. Se movía con tanta languidez que parecía brotar, en lugar de salir, de los troncos de hojas verdiblancas. Su nombre era Pomona, por la diosa de la fruta, y a Cuco le hacía pensar en una higuera con higos por lo madura y suculenta que estaba. Era la hija pequeña de Volumna. A los doce años, para consternación de su madre, ya había planeado una visita al Roble Sagrado. Pero no tenía pelos en la lengua. Siempre decía la verdad aunque doliera, incluso a veces precisamente porque dolía, y se las arreglaba para ver siempre más arañas que libélulas.
Lo he visto todo», dijo, «y me sentí muy orgullosa de ti». Cuco se preparó para el insulto que invariablemente seguía a todos sus cumplidos. «Esos faunos son unos desvergonzados. ¿Por qué no se quedan en sus miserables cabañuchas y no estropean el resto del bosque? Todavía puedo captar en el aire el olor a pescado.
»Quizá, tras insultar a los faunos, ahora iba a ser agradable con él. «Quizá me parezco a una amazona», dijo Cuco, «pero no es Porrazos el que tiene derecho a decirlo.
»No se trata tanto de que te parezcas a una amazona, aunque por supuesto te asemejas a ellas al ser tan alto. Se trata sencillamente de que eres bastante feo.
Además, seguramente Porrazos ni volverá a acordarse de ti.
»A veces yo mismo me olvido de cómo soy y me miro en la corriente, y allí me veo, mitad de una cosa, mitad de otra, pero no mucho de nada en realidad. Mi pelo no es ni verde como el de mi madre ni castaño como el de un fauno.
»Es rubio», dijo Pomona, «y con manchas plateadas. Nadie tiene un color de pelo así. ¿Y tienes que usar ese estúpido amuleto? Nunca he visto un pájaro como ese.
»Es un alción. Un ave marina.» Su madre se lo había dado.
¿Un ave marina? Debería haberlo supuesto. Tu padre vino del mar. Creo que era un pirata.
»Pero yo tengo orejas puntiagudas.
»Sí, pero las puntas son casi redondas. Y tu oído no es tan agudo como el nuestro. Además, eres grande y desagradable. Cuando llevas una túnica, das la impresión de ir casi desnudo porque enseñas las piernas, y en su mayor parte eres sólo piernas. Eres más de dos palmos más alto que yo y precisamente yo tengo la estatura correcta para mi edad. Eso dice mi madre.
»Puedo hablar con las abejas mejor de lo que tu puedas hacerlo.
»Pero no puedes oír las flores. Podrías pisar a una margarita y ni siquiera oír su grito.
»Era verdad. A menudo había pisado margaritas por descuido como si fueran insensibles narcisos hasta que una dríada le recordó la diferencia al apilar un puñado de pequeños cuerpos destrozados ante la puerta del tronco de su madre.
Espero que un día llegues a ser demasiado grande para vivir en casa de tu madre. Entonces tendrás que marcharte de esta tribu.
»Pero sin mi árbol...
»Tu padre era un pirata, ¿verdad? Deberías tener la capacidad necesaria para vivir en un barco. Quizá te resultaría igual tener madera bajo tus pies que encima de tu cabeza, incluso aunque no procediera de tu propio árbol.
»Quizá era verdad. Quizá podía vivir sin necesidad de estar cerca de su árbol. Pero la vez que fue corriendo hasta la costa para ver si llegaba algún barco pirata estuvo a punto de morirse.
En cualquier caso», añadió Pomona, «no vas a significar ninguna pérdida para la tribu.
»Oh, que te dé Silvano», gruñó Cuco, y se internó entre los árboles. No sabía el significado de aquella expresión, salvo que era una vulgaridad porque la había aprendido de los faunos, y la palabra «dar» significaba en este caso algo más que «entregar.» Sin embargo, Pomona permaneció imperturbable. Estaba haciendo un nido de musgo y, olvidándose de que estaba aplastando margaritas, se tumbó al sol y dijo con una voz dulce pero penetrante a la vez
:Los juncos son amarillos. El polen es amarillo. Pero no el pelo. Realmente es contrario a la Naturaleza. Como lo es un tritón sin cola. Creo que Silvano fue tu padre en lugar de ese pirata del que habla tu madre.
»Su madre no hablaba de su «pirata» salvo estando en privado con Cuco; Volumna sí que hablaba de él. Era Volumna la que había dicho a la tribu que Melonia, al no conseguir quedar embarazada en el Árbol Sagrado, se había acostado con uno de los invasores troyanos... aquellos mismos exiliados que más tarde habían juntado sus fuerzas con las del rey Latino para derrotar a los volscos y a los rútulos y edificar la ciudad de Lavinio al norte. Su jefe era llamado Eneas.
Cuco no perdía el tiempo en autocompadecerse de manera fútil. Era raro el día en que no se burlaban de él o lo ignoraban, y había aprendido que los sentimientos de dolor no debían apartarlo de practicar con la honda o de plantar semillas de granada en el huerto que había al lado del árbol de su madre. Ahora iría a coger algunas bayas. Su madre las utilizaba para hacer pasteles y galletas. Conocía un terreno situado al lado de un riachuelo llamado el Númico...
Al principio pensó que el hombre estaba tumbado boca abajo y que bebía de la corriente. Cuco nunca había visto a un verdadero guerrero, pero había oído a su madre hablar tanto de ellos —«seres valientes con armadura»— y tanto a Pomona —«asesinos y violadores, peores que los faunos»— que se sintió picado por la curiosidad.
Entonces vio que el hombre estaba muerto. Sintió una oleada de cólera irrazonable y de terrible tristeza. Encontrarse con un guerrero y sólo para encontrárselo muerto. Podía manejar la cólera; agudizaba su corazón y le daba un brote de fuerza. Pero la tristeza era algo más, un letargo que descendía por sus miembros, una escarcha lenta de letargo. También le vinieron a la cabeza una serie de imágenes... Veía a una mujer lamentándose en una tienda, con su hijo al lado, y tenía que recordarse a sí mismo que sólo se trataba de imaginaciones. Sin embargo, sentía pesar por ellos, un pesar insoportable porque su guerrero nunca regresaría al lado de los otros.
Agarró los pies del hombre y tiró de él hasta la orilla para después darle la vuelta. Un yelmo, con su alta pluma mojada por la corriente pero todavía noblemente erguida, escondía el rostro a excepción de los ojos que estaban completamente cerrados. Era como si la cara se encontrara encerrada en una prisión. El yelmo era de bronce, con piezas movibles de cuero en las mejillas.
Una de las piezas cayó al suelo cuando Cuco liberó la cabeza, contempló una mejilla suave y tuvo que tragar aire cuando vio todo el rostro.
El hombre estaba muy pálido. Debía haberse desangrado por la herida del costado (Cuco llegó a la conclusión de que se trataba de una herida de daga, porque era demasiado pequeña y limpia como para ser de espada y a la vez era muy muy profunda). Sin embargo, salvo por su quietud absoluta, no daba la impresión de estar muerto, más bien parecía pacíficamente dormido. Su pelo era plateado como el de un anciano. Le hizo pensar en el Sueño Blanco. Pero el rostro no era ni viejo ni joven, carecía de edad. Las dríadas quizá no lo considerarían atractivo. Salvo su madre, ninguna creía que los hombres fueran atractivos ni se hacían imágenes de su dios. Pero Cuco vio en aquel hombre aquello en lo que le gustaría convertirse (como si un chico feo de pelo amarillo pudiera convertirse en un gran guerrero).
Miró el rostro durante un buen rato y se preguntó lo que debía hacer con aquel hombre. Si lo dejaba al lado de la corriente, las dríadas le atarían piedras y lo lanzarían al agua, o los faunos le robarían la armadura, o los leones se comerían su carne. Tenía que cavar una tumba. No tenía pala. Los centauros tenían palas pero, aunque eran bastante amistosos dentro de sus aires de superioridad, no tenía tiempo para ir a visitarlos atravesando para ello el Bosque Maravilloso. Tendría que utilizar las manos.
La tierra era relativamente blanda al lado del río, que inundaba sus orillas cuando llovía en los Apeninos y dejaba un suelo enriquecida con una cantidad abundante de trébol y hierba. Se arrodilló y comenzó a sacar tierra furiosamente, utilizando un palo para apartar alguna testaruda piedra que aparecía de vez en cuando. Estaba muy cansado cuando terminó la tumba. Tenía las manos destrozadas y le sangraban. Se tumbo boca arriba y descansó hasta que se dio cuenta de que lo hacía no porque se encontrara agotado, sino porque no deseaba entregar el guerrero a los gusanos y su alma al Hades. Quizá una pira funeraria... Aquiles... Héctor... Su madre le había hablado de aquellos héroes y de cómo el rápido fuego había salvado sus cuerpos de esa lenta devoradora que era la tierra. No, un fuego podría atraer enemigos.
Se echó mano a la garganta y se quitó el amuleto de calcedonia, labrado en forma de alción, y lo colocó en torno al cuello del hombre como regalo para Caronte. Sabía que no era especialmente valioso, no tanto como el ámbar o la cornalina, pero le gustaba y quizá el barquero gris evaluaría el regalo por lo que le costaba en amor y no en monedas.
Deseaba con todas sus fuerzas conservar el yelmo. Pero los amigos del guerrero podrían venir en su busca y tuvo que dejar el yelmo en la orilla como una señal del lugar en que se encontraba la tumba, mostrando así que el hombre había recibido una sepultura apropiada. Quizá el yelmo sería devuelto a la tienda donde la esposa y el hijo, en su imaginación, lo habían llorado (aquellas ridículas fantasías le parecían reales algunas veces). Por supuesto, los faunos podían hacerse con él; podía asustar a un fauno aislado con pedradas tiradas con la honda, pero no era adversario para varios. Sería mejor que esperara hasta que fuera de noche a ver si llegaban los amigos del guerrero.
Hizo rodar el cuerpo, pesado a causa de la armadura, hasta el interior de la tumba. De forma momentánea y maravillosa sus ojos se abrieron y parecieron mirarlo. Eran ojos azules. Azules como las plumas del alción. Sin embargo, se habían abierto sólo por el movimiento que implicaba el rodar; cuando el cuerpo yació boca arriba en la estrecha tumba, se cerraron solos como si estuviera incómodamente dormido. Se puso entonces a recoger violetas. A su madre le encantaban —las había colocado en la tumba que había cavado para su zángano favorito, asesinado por abejas obreras el pasado otoño—, las colocó sobre el cuerpo y después echó sobre las mismas la tierra recién cavada.
No conocía ninguna oración por los muertos. Todo lo que se le ocurrió decir fue: «Madre Tierra, recíbelo amablemente.» Se deslizó luego entre los árboles y se subió al tronco de un olmo para esperar en su copa oval llena de ramas.
El sol estaba sentado en los cielos como un gran disco de bronce cuando Cuco comenzó la vigilancia. Se escondía tras las copas de los árboles cuando escuchó algo y después vio a un hombre que caminaba a la orilla del río. Era un hombre alto. Sin armadura. Con pelliza y sandalias, y una daga al costado. Y la cara... no tenía palabras para expresar la intensidad azul de sus ojos, el destello solar de su cabello que seguramente nunca había conocido el paso de un peine. Pensó en un Fénix. Una vez había estado espiando a ese pájaro en el Tíber. Había saltado del suelo como una llama, dejando en pos de sí una sencilla pluma dorada y un dolor en el corazón de Cuco porque su color dorado era feo —todos se lo decían— y además él se veía atado a la tierra y al bosque.
¿Era amigo o enemigo aquel hombre? Por su rostro, parecía caminar en sueños, como una de las dríadas que salían del Árbol Sagrado, salvo que éste caminaba erguido y orgulloso en lugar de abatido, daba paso tras paso con precisión militar. Estuvo a punto de tropezar con el yelmo. Lo cogió, lo limpió de suciedad y se lo colocó en la cabeza, y después rápidamente se lo quitó y cayó de rodillas sobre la blanda tierra que había sobre la tumba. ¿Desenterraría el cuerpo? Quizá era un enemigo. Se había hecho con el yelmo y quizá deseaba tener también el resto de la armadura. Cuco colocó una piedra en su honda.
Nunca había escuchado las lágrimas de un hombre. Había escuchado el lamento de las mujeres cuando una amiga era atrapada por un león. Era un sollozo agudo y penetrante.
Había escuchado a su madre llorar cuando pensaba que él ya estaba durmiendo en su cama de piel de león, en su pequeña cabaña en forma de colmena, arriba del árbol. Pero los sollozos de un hombre —de este hombre, al menos— eran como el estallido de uno de esos embalses construidos en los ríos cuando el agua se extiende con toda su turbulenta libertad. Era el llanto de un hombre que probablemente no había llorado desde la niñez. Seguramente se suponía que los guerreros no lloraban. Y no obstante su madre le había dicho: «Un hombre de verdad no se avergüenza de mostrar lo que siente. Aquiles lloró por su amigo Patroclo. Tu padre y su primer hijo —tu mediohermano— se abrazaban sin avergonzarse delante de sus guerreros. La verdadera virilidad no teme que alguien la confunda con la feminidad.
»El embalse había estallado y la corriente que se había escapado aún seguía fluyendo. Majestuoso entre las violetas, el hombre se inclinó y cayó sobre su silencioso amigo. Cuco abandonó su árbol y caminó hacia él. No se le pasó por la cabeza ser más prudente; sus pies pisaron las hojas haciéndolas crujir; de cualquier forma, el hombre no escuchaba sus pisadas. Ni siquiera se percató de la presencia de Cuco hasta que el muchacho se arrodilló a su lado y le tocó en el hombro. El hombre dio un respingo como si un hierro candente, uno de esos horribles artefactos utilizados con los esclavos, le hubiera tocado, y se puso de pie, mirando al muchacho, que todavía seguía de rodillas, como si fuera un cíclope colérico.
Cuco levantó la vista hacia él y lo hizo, cosa rara, sin miedo. «Yo fui el que enterró a tu amigo», dijo. «Espero que no te importe. Lo hice simplemente porque no deseaba que los leones se apoderaran de él. Ya ves, no han podido descubrirlo.
»La cólera se convirtió en perplejidad en el rostro del hombre. Los ojos azules se ensancharon en un gesto de hiriente dolor. Finalmente habló, pero con un sonido musical profundo y áspero que Cuco nunca había escuchado en la mesurada elocuencia de los centauros o en los gruñidos guturales de los faunos.
Hiciste bien al enterrarlo.
»No pronuncié una oración. No conocía ninguna para un guerrero.
»Tampoco yo sé mucho de oraciones. Además no creo que este hombre necesite ninguna.
»¿Era tu amigo?
»Era mi padre.
»Cuco sabía lo que significaba perder a un padre. «Mi madre me enseñó un poema», dijo. «No estoy seguro de lo que significa, pero puede que resulte apropiado para él. ¿Lo digo?
»Sí.
»La distancia es púrpura
;hay jacintos en lo alto de la colina
,y murex de Tiro.
La distancia es solamente púrpura
:las violetas se marchitan en la mano.
»El hombre no habló ni se movió. ¿Se había disgustado?
El silencio era tan aplastante que necesitaba ser llenado. «No tenía mucho para darle como óbolo para Caronte. Sólo un amuleto de calcedonia. Estaba labrado en forma de ave marina.
»Cuco había estado de rodillas hasta que empezó a sentir dolor, pero ahora tenía miedo de levantarse —miedo por primera vez— porque no conseguía leer la expresión que había en aquellos ojos azules y penetrantes. No tuvo que levantarse. Se vio tomado, envuelto y levantado como por una ola repentina.
Pensó: He enterrado a su amigo con el poema equivocado y el óbolo equivocado. Va a sacrificarme a Caronte.
Pero el hombre no lo mató, lo abrazó. Cuco nunca había sido abrazado por nadie salvo por su madre. ¿Se suponía que los hombres abrazaban? Los faunos sí, pero realmente no eran hombres. Bueno, era bueno si significaba que no lo iban a matar. Era bueno que alguien quisiera abrazarlo a él, un chico grandote y desagradable, aunque parecía un enano al lado de aquel gigante. Intentó con todas sus fuerzas devolver el abrazo, incluso aunque sentía que se le podían partir las costillas, y notó la mejilla del hombre, que no era exactamente barbuda pero con barba de varios días le arañaba la cara. El olor que le vino fue el de tierra mezclada con mar.
Y entonces oyó su nombre secreto
:Halción.
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