Capítulo I:
El cristianismo contra lo sagrado

Slavoj Žižek

Aunque el origen de la frase «Si Dios no existe, todo está permitido» se suele situar en Los hermanos Karamázov, en realidad Dostoyevski nunca la formuló [24]. (El primero que se la atribuyó fuer Sartre en El ser y la nada.) Sin embargo, que esa atribución errónea haya persistido durante decenios demuestra que, aunque sea factualmente falsa, pone el dedo en cierta llaga de nuestro edificio ideológico. No es de extrañar que a los conservadores les guste recurrir a ella para referirse a los escándalos de la elite atea y hedonista: desde los millones de personas muertas en los gulags hasta la zoofilia y el matrimonio homosexual, ahí es donde siempre acabamos cuando negamos toda autoridad trascendente que ponga unos límites insuperables a la conducta humana. Sin esos límites —argumentan— no hay una barrera última que impida explotar despiadadamente a nuestros semejantes, utilizarlos como instrumentos para nuestro propio beneficio y placer, esclavizarlos y humillarlos o asesinarlos en masa. Lo único que nos separa de ese vacío moral son «pactos entre lobos» temporales y no obligatorios, limitaciones autoimpuestas aceptadas en beneficio de la propia supervivencia y bienestar, que pueden transgredirse en cualquier momento… Pero, ¿de verdad es así?

De todos es sabido que, según Jacques Lacan, la práctica psicoanalítica nos enseña a dar la vuelta a la máxima de Dostoyevski: «Si no hay Dios, todo está prohibido». Esta inversión va en contra de la moralidad habitual: en una reseña por lo demás favorable de un libro sobre Lacan, un periódico esloveno de izquierdas ofreció esta versión de la frase: «¡Aunque Dios no exista, no todo está permitido!»; una vulgaridad benévola, que mudaba la inversión provocadora de Lacan en una tranquilizadora garantía de que hasta los ateos respetamos ciertos límites éticos… Sin embargo, aun cuando la versión de Lacan parece una paradoja insustancial, una mirada rápida a nuestro paisaje moral confirma que resulta mucho más apropiada para describir el universo de los hedonistas liberales ateos: dedican su vida a la búsqueda del placer, pero como no hay una autoridad externa que les garantice el espacio de esa búsqueda, se ven atrapados en una densa red de regulaciones autoimpuestas políticamente correctas, como si los controlara un superyó mucho más severo que el de la moralidad tradicional. Se obsesionan con la idea de que, al buscar su placer, pueden humillar a otros o transgredir su espacio, de modo que regulan su conducta con normas detalladas para no «acosar» a nadie, por no hablar de la regulación, igualmente compleja, del cuidado a su persona (estar en forma, comer sano, vivir en paz…). De hecho, no hay nada más opresivo y regulado que ser un simple hedonista.

Lo segundo que cabe señalar, en correlación estricta con la primera observación, es que, en la actualidad, a quienes todo les está permitido es más bien a quienes se refieren a Dios de una manera crudamente directa y se consideran instrumentos de Su voluntad. Son los llamados fundamentalistas los que practican una versión pervertida de lo que Kierkegaard llamó la suspensión religiosa de la ética: en una misión encomendada por Dios, nos está permitido matar a miles de inocentes… Pero, ¿por qué presenciamos en la actualidad un surgimiento de la violencia justificada desde un punto de vista religioso (o étnico)? Porque vivimos en una época que se considera postideológica. Como ya no es posible apelar a grandes causas públicas para llevar a cabo una violencia a gran escala (o una guerra), es decir, como nuestra ideología hegemónica nos llama a disfrutar de la vida y realizarnos, es difícil para la mayoría superar la repulsión que provoca la tortura y el asesinato de otro ser humano. La inmensa mayoría de la gente es espontáneamente moral: torturar o asesinar a un ser humano les resulta profundamente traumático. Por tanto, para que lo hagan, se necesita una causa más grande, «sagrada», que haga que los insignificantes reparos individuales al asesinato parezcan triviales. La religión y la etnia desempeñan este papel perfectamente. Por supuesto, hay casos de ateos patológicos capaces de cometer matanzas solo por placer, sin ningún otro propósito, pero son raras excepciones. La mayoría de la gente necesita una anestesia de su sensibilidad elemental ante el sufrimiento del otro. Para ello se necesita una causa sagrada: sin ella, tendríamos que soportar el peso de nuestros actos, sin un Absoluto que nos descargue de nuestra responsabilidad última. Los ideólogos religiosos suelen afirmar que, sea o no verdadera, la religión hace que personas por lo demás malas realicen algunos actos buenos. A tenor de nuestra experiencia, deberíamos sostener más bien la idea de Steve Weinberg de que, aunque sin religión la gente buena seguiría haciendo cosas buenas y la gente mala cosas malas, solo la religión consigue que la gente buena haga cosas malas.

No menos importante resulta que parezca posible afirmar lo mismo de la exhibición de la llamadas «debilidades humanas»: formas extremas y aisladas de sexualidad practicadas por algunos hedonistas impíos se convierten inmediatamente en símbolos representativos de la depravación de los ateos, mientras que cualquier reflexión sobre, digamos, el vínculo entre un fenómeno mucho más extendido como la pederastia entre los sacerdotes y la Iglesia como institución se rechaza como una calumnia antirreligiosa. La historia, bien documentada, de la protección institucional dada por la Iglesia católica a los sacerdotes pederastas es otro buen ejemplo de que, si Dios existe, todo está permitido (para quienes se legitiman a sí mismos como sus sirvientes). Lo que hace tan repulsiva la protección a los pederastas es que no la practican los tolerantes hedonistas, sino —para más inri— la propia institución que pretende ser el guardián moral de la sociedad.

Pero, ¿qué hay de las matanzas estalinistas? ¿De la liquidación extralegal de millones de personas anónimas? Es fácil comprobar que esos crímenes siempre estaban justificado por el dios sustitutivo de los estalinistas, «el Dios que fracasó», como Ignazio Silone, uno de los grandes desencantados del comunismo, lo llamó. Los estalinistas tenían su propio Dios, y por eso todo les estaba permitido. Dicho de otro modo, aquí rige la misma lógica de la violencia religiosa. Los estalinistas no se veían como individualistas hedonistas abandonados a su libre albedrío, sino como instrumentos del progreso histórico, de una necesidad que impulsaba a la humanidad hacia el estado «más elevado» del comunismo; esta referencia a su propio Absoluto (y a su relación privilegiada con él) les permitió hacer lo que querían (o consideraban necesario). Por eso, en cuanto aparecieron grietas en su coraza protectora, el peso de sus actos se volvió intolerable para muchos comunistas, al tener que enfrentarse a sus actos como actos propios, sin el amparo de una razón histórica más elevada. Por eso, tras el discurso pronunciado en 1956 por Jrushchov en el que denunciaba los crímenes de Stalin, se suicidaron muchos cuadros: el discurso no les había informado de nada nuevo, conocían más o menos todos los hechos, pero habían quedado despojados de la legitimación histórica de sus crímenes por el Absoluto histórico del comunismo.

El estalinismo añade otro giro perverso a esta lógica: para justificar su despiadado ejercicio del poder y de la violencia, los estalinistas no solo tuvieron que elevar su propio papel a la categoría de instrumento de lo Absoluto, sino también que demonizar a sus oponentes, a representarlos como la corrupción y la decadencia personificadas. Lo mismo resulta aplicable, e incluso en mayor medida, al fascismo. Para los nazis, todo fenómeno de depravación quedaba elevado de inmediato a la categoría de símbolo de la degeneración judía. Inmediatamente se afirmó una continuidad entre especulación financiera, antimilitarismo, modernidad cultural, libertad sexual, etc., dado que se pensaba que todo eso emanaba de la misma esencia judía, de la misma instancia medio oculta que controlaba en secreto la sociedad. Esa demonización tenía una función estratégica precisa: servía a los nazis de justificación para hacer lo que querían, porque, contra ese enemigo, en un estado de emergencia permanente, está permitido todo.

Por último, no debemos pasar por alto lo más irónico: si bien muchos de los que deploran la desintegración de los límites trascendentes se presentan como cristianos, el anhelo de un nuevo límite externo/trascendente, para un agente divino que lo impone, es profundamente no cristiano. El dios cristiano no es un dios de limitaciones trascendentes, sino un dios de amor inmanente; después de todo, Dios es amor, está presente cuando hay amor entre sus seguidores. Por tanto, no es de extrañar que algunos cristianos afirmen abiertamente la idea de Lacan según la cual, si Dios existe, todo está permitido. Esa afirmación es resultado de la idea cristiana de la superación de la Ley prohibitoria en el amor: si moras en el amor divino, no necesitas prohibiciones, puedes hacer lo que te plazca; si realmente moras en el amor divino, nunca querrás hacer ningún mal… San Agustín ya propuso la fórmula de la suspensión religiosa «fundamentalista» cuando escribió: «Ama a Dios y obra a tu gusto» (o «Ama y haz lo que quieras»: desde la perspectiva cristiana, las dos son equivalentes, porque Dios es Amor). Por supuesto, la trampa está en que, si de verdad amas a Dios, entonces querrás lo que quiera Él: lo que le guste a Él te gustará a ti, y lo que le disguste te hará desgraciado. No es que puedas «hacer todo lo que quieras»: si tu amor por Dios es auténtico, garantiza que todo lo que quieras hacer se atendrá a los más altos criterios morales. Todo esto se parece un poco a ese chiste que dice: «Mi novia nunca llega tarde: si llega tarde, deja de ser mi novia». Si amas a Dios, puedes hacer lo que te plazca, porque, si haces algo malo, eso prueba que, en realidad, no amas a Dios. Sin embargo, la ambigüedad persiste, dado que no hay ninguna garantía externa a tu creencia acerca de lo que Dios quiere de verdad que hagas. En ausencia de criterios éticos externos a tu creencia en Dios y a tu amor por Él, siempre hay el peligro de que utilices tu amor a Dios como una legitimación para cometer los actos más horrendos.

Por otra parte, cuando Dostoyevski introduce la idea según la cual si Dios no existe, todo está permitido, en absoluto se limita a advertirnos contra la libertad ilimitada, es decir, en propugnar que Dios es la instancia de una prohibición trascendente que limitaría la libertad humana. En una sociedad dominada por la Inquisición, desde luego no está permitido todo: Dios obra aquí no como fuente de libertad, sino como un poder supremo que constriñe nuestra libertad. El sentido de la parábola del Gran Inquisidor radica precisamente en que dicha sociedad destruye el propio mensaje de Jesucristo: si habitara en ella, lo quemarían por ser un peligro mortal para la felicidad y el orden públicos, dado que entregó a la gente el don (que resulta ser una pesada carga) de la libertad y la responsabilidad. La pretensión implícita de que, si Dios no existe, todo está permitido, resulta ser entonces mucho más ambigua. Merece la pena examinar con mayor detenimiento esta parte de Los hermanos Karamázov, la larga conversación del libro quinto que mantienen Iván y Aliosha en un restaurante. Iván le cuenta a Aliosha una historia que se le ha ocurrido sobre el Gran Inquisidor: Jesucristo vuelve a la Tierra en Sevilla en los tiempos de la Inquisición; tras obrar varios milagros, el pueblo lo reconoce y lo adora, pero la Inquisición se apresta a detenerlo y lo sentencia a morir en la hoguera al día siguiente. El Gran Inquisidor va a verlo a su celda para decirle que la Iglesia ya no lo necesita: su vuelta es un impedimento para la misión de la Iglesia, que consiste en hacer feliz a la gente. Jesucristo ha juzgado mal la naturaleza humana: la inmensa mayoría de la humanidad no sabe utilizar la libertad que les ha dado; al dar a los seres humanos libertad para elegir, Jesucristo ha hecho imposible la redención de la mayor parte de la humanidad y la ha condenado al sufrimiento.

Para hacer feliz a la gente, el inquisidor y la Iglesia siguen «al sabio y temible espíritu de la destrucción y la muerte»: el demonio, el único que puede proporcionar los instrumentos para acabar con el sufrimiento humano y unir a todo el mundo bajo el estandarte de la Iglesia. La multitud debe ser guiada por esos pocos que son lo bastante fuertes para asumir la carga de la libertad; solo así la humanidad entera podrá vivir y morir felizmente en la ignorancia. Esos pocos son los verdaderos mártires y dedican su vida a proteger a la humanidad de tener que enfrentarse al libre albedrío. Por eso, cuando el demonio tentó a Jesucristo en el desierto, este hizo mal en rechazar la propuesta de que las piedras se convirtieran en panes: la gente seguirá siempre a quienes llenen su estómago. Jesucristo resistió a la tentación diciendo: «No solo de pan vive el hombre»; con ello pasó por alto que para exigir a los hombres que sean virtuosos, primero hay que alimentarlos (o, como dijo Brecht en La ópera de los tres peniques: «Erst kommt das Fressen, dann kommt die Moral!»).

En lugar de responder al Inquisidor, Jesucristo, que ha guardado silencio todo el rato, le da un beso en los labios. Asombrado, el Inquisidor lo libera, pero le dice que no regrese nunca… Aliosha reacciona a la historia repitiendo el gesto de Jesucristo: da un suave beso a Iván en los labios.

El sentido de la historia no consiste simplemente en atacar a la Iglesia y en abogar por la vuelta de la plena libertad que Jesucristo nos otorga. El propio Dostoyevski no podía dar una respuesta sencilla a la cuestión. Cabe sostener que la historia de la vida del starets Zosima, que viene casi inmediatamente a continuación, es un intento de responder a las preguntas de Iván. En su lecho de muerte, Zosima relata cómo encontró la fe en su rebelde juventud, en mitad de un duelo, y decidió hacerse monje. Enseña que la gente debe perdonar a sus semejantes reconociendo sus propios pecados y su culpa ante ellos: no existe el pecado aislado, así que todo el mundo es responsable de los pecados del prójimo… ¿No es esta la versión de Dostoyevski de la idea de que, si Dios no existe, todo está prohibido? Si el don que nos concede Jesucristo es el de hacernos radicalmente libres, esta libertad trae consigo la pesada carga de la responsabilidad total. ¿Entraña esta postura más auténtica también un sacrificio? Depende de lo que entendamos por sacrificio.

En su «Esbozo de un concepto fenomenológico del sacrificio» [25], Jean-Luc Marion comienza afirmando que nuestra época impía ha «abolido toda diferencia entre lo sagrado y lo profano, y, por tanto, toda posibilidad de superarla mediante un sacrifiement (o, a la inversa, mediante una profanación)». Lo primero que cabe examinar es la distinción de Agamben entre lo secular y lo profano: lo profano no es lo secular-utilitario, sino el resultado de la profanación de lo sagrado, y, por tanto, es inherente a lo sagrado. (Hay que tomar la fórmula «hacer sagrado» al pie de la letra: el sacrificio hace que un objeto ordinario sea sagrado, es decir, en el objeto como tal, en su ser inmediato, no hay nada sagrado.) A continuación, Marion proporciona una detallada descripción de las tres formas principales del sacrificio.

En primer lugar, está la modalidad negativa-destructiva, que perdura en nuestra época impía como pura destrucción (terrorista): ya solo podemos aprehender lo Sagrado mediante actos de destrucción carentes de sentido, que sustraen algo del curso utilitario-funcional de las cosas. Una cosa se «hace sagrada» destruyéndola: por eso, las ruinas del 11 de septiembre (la «zona cero») son sagradas… (En este punto, Marion añade una subdivisión a este sacrificio negativo-destructivo: el sacrificio ascético de todos los bienes o caracteres materiales, «patológicos», del Yo para afirmar el propio Yo en su autonomía autárquica. Como lo sacrificado es un contenido «patológico», no esencial, la operación permite la autoapropiación de la autonomía autárquica del Yo: al hacer el sacrificio, no pierdo nada, es decir, solo pierdo lo que en sí mismo es irrelevante.)

En segundo lugar, está la modalidad del intercambio, el sacrificio como dádiva condicional. Damos algo para obtener algo a cambio: «el sacrificio no destruye más de lo que cede la dádiva; o, mejor dicho, cuando el sacrificio destruye y la dádiva cede, trabajan exactamente del mismo modo para establecer la economía de la reciprocidad». Eso lleva a un callejón sin salida, puesto que el sacrificio como acto e intercambio se cancela a sí mismo:

La verdad del sacrificio acaba en un intercambio, es decir, en la no verdad del sacrificio, porque el sacrificio tendría que consistir precisamente en ceder sin tomar nada a cambio; en consecuencia, es también equivalente a la verdad del no regalo por excelencia, es decir, a la confirmación de que, cuando una persona tiene fe, habla de sacrificio y lo lleva a cabo, de hecho siempre espera un intercambio, y un intercambio que le favorezca, en tanto ha afirmado que lo ha perdido todo.

El problema estriba en determinar si esas dos modalidades de sacrificio son suficientes. Marion deja claro que, en la lógica del intercambio, la dimensión esencial del sacrificio, la de dar de forma superflua, se pierde: «La dádiva puede y debe liberarse del intercambio dejando que su significado natural se reduzca a lo dado. Pues mientras la economía (del intercambio) crea una economía de la dádiva, la dádiva, reducida a lo dado, se sustrae de la economía, al liberarse de las reglas del intercambio». Obsérvese la exacta simetría entre los dos aspectos: si el sacrificio-como-destrucción acaba en la autoapropiación de la autonomía, que cancela la propia dimensión del sacrificio (dado que perdemos solo lo no esencial-indiferente), el sacrificio-como-intercambio cancela la dimensión del intercambio: realmente, no sacrifico ni entrego nada, dado que cuento con que la autoridad suprema para la que hago el sacrificio me retribuya por lo que he dado. En los dos casos, la pérdida sacrificial queda cancelada.

Lo que falta en esta descripción es una dimensión más radical del intercambio, inmanente al sacrificio-como-intercambio: primero debo sacrificar algo para entrar en el ámbito del intercambio, y ese sacrificio es anterior a todo sacrificio particular de algún contenido y objeto. El sacrificio en mi propia posición subjetiva hace de mí un sujeto de intercambio. Ese sacrificio es el precio que hay que pagar por el sentido: sacrifico el contenido por la forma, es decir, entro en la forma dialógica del intercambio. Aunque mi sacrificio no tenga ningún efecto, puedo interpretar tal cosa como una respuesta (negativa), dado que puedo interpretar todo lo que suceda a partir de ese momento como una respuesta con sentido: comoquiera que sea, hay alguien con quien comunicarse, alguien a quien puedo ofrecer mi sacrificio.

En tercer lugar, para elaborar un concepto de sacrificio que no se anule a sí mismo, Marion se centra en la paradoja de la dádiva (o del sacrificio como dádiva, para ser más exactos), el acto puro de dar sin obtener nada a cambio. La paradoja consiste en que, si la dádiva se da realmente, al margen de toda economía de intercambio, entonces se cancela como dádiva, puesto que lo dado de la dádiva y, por tanto, su dador desaparecen: «El receptor no puede aceptar la dádiva mientras vea en ella el rostro y el poder de su anterior propietario. Dicho propietario, el dador, debe desaparecer para que la dádiva pueda empezar a parecer algo dado; por último, el dador debe desaparecer por completo para que la dádiva aparezca como definitivamente dada, es decir, como cedida». Aquí aparece el sacrificio, en virtud del cual lo dado (y, en consecuencia, el dador) se hacen visibles:

El sacrificio devuelve la dádiva a lo dado, de lo que procede, al retornarlo al propio retorno que lo constituye en origen. El sacrificio no abandona la dádiva, sino que mora en ella por completo. Lo manifiesta retornando a la dádiva lo dado, porque lo repite a partir de su origen […]. No se trata de una contradádiva, como si el dador necesitara o bien recuperar lo dado (intercambio) o bien recibir un tributo suplementario (la gratitud como salario simbólico), sino de reconocer la dádiva como tal, repitiendo en sentido inverso el proceso de dar, restituyendo la dádiva ahí y rescatándola de su caída factual a la categoría de objeto encontrado (despojado del carácter de lo dado).

En un sacrificio de esta índole, no pierdo nada. Simplemente, lo que tengo queda afirmado como dádiva. No es de extrañar que el principal ejemplo de Marion sea el de Abraham e Isaac, en el que Abraham no pierde a su hijo: lo único que debe hacer es manifestar su disposición a sacrificarlo, a partir del reconocimiento de que su hijo no es suyo, de que es una dádiva que le ha dado Dios:

A condición de advertir que, al impedirle que mate a Isaac, Dios no rechaza el sacrificio de Abraham: anula solo que llegue a la muerte, porque tal cosa no pertenece a la esencia del sacrificio. La muerte de Isaac solo se habría ajustado al concepto común de sacrificio (destrucción, desposesión, intercambio y contrato) […]. Al perdonar a Isaac, reconocido (por Abraham) a partir de ahora como una dádiva (de Dios), Dios vuelve a dárselo, se lo da por segunda vez; presentando la dádiva mediante una redundancia, la consagra definitivamente como dádiva […]. El sacrificio redobla la dádiva y la confirma como tal por vez primera.

La expresión «como tal» resulta crucial: mediante la repetición, la dádiva ya no queda obliterada por lo dado, sino afirmada como dádiva. Así, pues, ¿quién se sacrifica aquí? La dádiva y el sacrificio se oponen: Dios da una dádiva, el hombre la sacrifica para recuperarla como lo dado… El sacrificio se detiene en el último momento, como una oferta amable que se debe rechazar: ofrezco algo (mis disculpas, pagar la cuenta…), pero a condición de que rechaces la oferta. Sin embargo, aquí se da una diferencia crucial: mientras que en una oferta que se debe rechazar tanto el dador como el receptor saben que la oferta se debe rechazar, en el sacrificio como dádiva repetida recupero la dádiva (se me vuelve a dar) solo si de verdad estaba dispuesto a perderla. Pero, ¿puede decirse lo mismo del sacrificio de Jesucristo, con el que pierde la vida y la recupera en la Resurrección? ¿Quién es ahí el dador y el receptor? En un intento enrevesado y poco convincente de lograr que el sacrificio de Jesucristo encaje en este esquema, Marion ve a Dios Padre como el dador, al Hijo como receptor y al Espíritu Santo como el objeto de sacrificio que Jesucristo devuelve a su padre y recupera (en la Resurrección) como dádiva:

La muerte del Cristo constituye un sacrificio en un sentido distinto del habitual: al devolver su espíritu al Padre, que se lo ha dado, Jesucristo hace que el velo del Templo (que separa a Dios de los hombres y lo vuelve invisible a sus ojos) se rasgue, y él mismo se muestra como «verdaderamente hijo de Dios» (Mateo 27, 51-54), con lo que hace aparecer al invisible Padre. La dádiva hace visible al dador y el proceso (trinitario) de dar.

¿Acaso el sentido del sacrificio de Jesucristo —que es el del propio Jesucristo, quien, al morir en la cruz, da su vida como dádiva incondicional a la humanidad, su receptora— no se pierde aquí? ¿No es la interpretación de Marion básicamente precristiana, puesto que reduce a Jesucristo al papel de mero mediador y se centra en Dios Padre como el único dador verdadero? ¿No son las cosas exactamente al revés? ¿Acaso lo que aparece en la cruz de forma más palmaria no es precisamente Jesucristo como dador, y no Dios Padre, que desaparece tras la fascinante figura del Cristo sufriente? ¿No es su sacrificio la dádiva por antonomasia? Dicho de otro modo, ¿no resulta mucho más apropiado interpretar la muerte de Jesucristo como un sacrificio de verdad, en el que Jesucristo muere real y plenamente en la cruz para entregar a los hombres la dádiva del Espíritu Santo (la comunidad de creyentes)? Por otra parte, si tomamos esa dádiva en toda su radicalidad, ¿no nos obliga a interpretar su significado como la plena aceptación de que Dios ha muerto, de que el Otro no existe? El Espíritu Santo no es el Otro de la comunidad simbólica, sino una comunidad que ne s’autorise que de lui-même, ante la ausencia radical de apoyo por parte del Otro. Eso significa que el sacrificio de Jesucristo abole (sacrifica) precisamente la forma más perversa de sacrificio, la que falta en la clasificación de Marion y cuyo papel capital desarrolló Lacan.

Según Lacan, esta otra clase de sacrificio, «perverso», tiene dos modalidades. En primer lugar, un sacrificio representa la denegación de la impotencia del Otro: en lo fundamental, el sujeto no ofrece su sacrificio para aprovecharse él mismo del sacrificio, sino para llenar la falta existente en el Otro, para apoyar la apariencia de la omnipotencia del Otro, o, al menos, para darle consistencia. Permítaseme recordar Beau Geste, melodrama hollywoodiense de aventuras producido en 1939, en el que el mayor de los tres hermanos que viven con su benevolente tía, roba —en lo que parece un gesto desagradecido de crueldad excesiva— el collar de diamantes, extraordinariamente caro, que es el orgullo de la familia, y desaparece con él, sabiendo que arruina su reputación, que siempre se le recordará como el ruin desfalcador de su benefactora. ¿Por qué lo ha hecho? Al final de la película, nos enteramos de que lo ha hecho para impedir que se descubra que el collar era una falsificación: solo él sabía que la tía había tenido que venderlo a un rico maharajá para salvar a la familia de la ruina y lo había sustituido por una vulgar imitación. Justo antes del «robo» se había enterado de que un tío lejano que codiciaba el collar quería venderlo para ganar dinero; de producirse la venta, sin duda se descubriría que era falso, así que la única forma de proteger el honor de la tía —y, por tanto, el de la familia— era escenificar el robo… Ahí tenemos la ilusión propia del robo: ocultar que, en última instancia, no hay nada que robar. Con ello, se oculta la falta constitutiva del Otro, es decir, se mantiene la ilusión de que el Otro poseía lo que se le ha robado. Si en el amor se da lo que no se posee, en un delito por amor se roba al Otro amado lo que no posee… A eso alude el beau geste al que alude el título de la película. Y ahí reside asimismo el significado del sacrificio: uno se sacrifica (sacrifica su honor y su futuro en la sociedad digna) para mantener la apariencia del honor del Otro, para salvar al amado Otro de la vergüenza.

El sacrificio ofrece todavía otra dimensión, mucho más siniestra. Permítaseme citar otro ejemplo cinematográfico. Enigma (1983), de Jeannot Szwarc, la historia de un periodista disidente metido a espía que emigra a Occidente, es reclutado por la CIA y enviado a Alemania Oriental para apoderarse de un chip que permite leer todas las comunicaciones entre el cuartel general del KGB y sus agentes. Algunos indicios le hacen sospechar que en la misión hay algo que no encaja, que han avisado a los alemanes y a los rusos de su llegada. ¿Cuál es la verdad? ¿Tienen los comunistas un topo en el cuartel general de la CIA que les ha informado de su misión secreta? Al final de la película, nos enteramos de que la solución es mucho más ingeniosa: la CIA ya posee el chip, pero, por desgracia, los rusos lo sospechan, con lo que han dejado de utilizarlo para sus comunicaciones. El auténtico propósito de la operación es convencer a los rusos de que la CIA no tiene el chip, contando, por supuesto, con la probabilidad de que detengan al espía. Por tanto, al abortar la misión, los rusos se convencerán de que los americanos no tienen el chip y que, por tanto, es un medio de comunicación seguro… El aspecto trágico de la historia radica en que la CIA quiere que la misión fracase: se sacrifica al agente por adelantado para convencer al oponente de que no se está en posesión de su secreto.

La estrategia consiste aquí en escenificar una operación para convencer al Otro (el enemigo) de que no se tiene lo que se busca; en resumen, se finge una falta, un deseo, para ocultar al Otro que ya se está en posesión de la agalma, el secreto más íntimo del Otro. ¿No está en cierto modo conectada esta estructura con la paradoja básica de la castración simbólica como constitutiva del deseo, en la que hay que perder el objeto para obtenerlo en la escala inversa del deseo regulada por la Ley? Se suele definir la castración simbólica como la pérdida de algo que nunca se ha tenido, es decir, el objeto-causa de deseo es un objeto que aparece mediante el propio gesto de su pérdida/abandono; sin embargo, aquí tenemos la estructura opuesta, el fingimiento de una pérdida. En cuanto el Otro de la Ley simbólica prohíbe la jouissance, el único modo en que el sujeto puede gozar consiste en fingir que carece del objeto que proporciona la jouissance, es decir, ocultar a la mirada del Otro su posesión representando el espectáculo de la búsqueda desesperada de dicho objeto.

Todo esto arroja nueva luz sobre el tema del sacrificio: uno no se sacrifica para obtener algo del Otro, sino para engañarlo, para convencerlo de que a uno le falta algo, a saber, la jouissance. Por eso los neuróticos obsesivos tienen la compulsión de repetir una y otra vez sus rituales de sacrificio: para no reconocer su goce ante los ojos del Otro… ¿Qué entrañan esas dos versiones psicoanalíticas del sacrificio desde una perspectiva teológica? ¿Cómo podemos evitar su trampa? La respuesta se pone de manifiesto en La marque du sacré, de Jean-Pierre Dupuy, un libro sobre el vínculo entre el sacrificio y lo sagrado [26]. El libro se enfrenta al misterio último de las llamadas ciencias humanas o sociales, el de los orígenes de lo que Lacan llama «el Otro», Hegel «exteriorización» (Entäusserung), Marx «alienación» y —por qué no– Hayek «autotrascendencia»: ¿cómo, a partir de la interacción entre individuos, puede producirse la aparición de un «orden objetivo» que no se puede reducir a dicha interacción, pero que los individuos experimentan como una instancia sustancial que determina su vida? Es muy sencillo «desenmascarar» esa «sustancia», demostrar, mediante una génesis fenomenológica, cómo va «reificándose» y sedimentándose a partir de la interacción de los individuos: el problema es que la presuposición de esa sustancia espectral/virtual resulta en cierto modo consustancial al hecho de ser humanos. A los que son incapaces de relacionarse con ella en cuanto tal, a los que la subjetivan directamente, se los llama psicóticos: para los psicóticos, detrás del Otro impersonal, hay otro personal, el amo/agente secreto del paranoico que maneja los hilos. (Dupuy prefiere dejar sin resolver la gran cuestión que hay detrás de este tema —¿puede surgir esa sustancia trascendente de la interacción inmanente entre individuos o debe estar cimentada en una trascendencia real?—, mientras nosotros intentamos demostrar que, en cuanto uno se plantea esta cuestión, la respuesta «materialista» es la única coherente.)

La gran innovación teórica de Dupuy consiste en vincular la aparición del Otro con la lógica compleja del sacrificio, constitutiva de la dimensión de lo sagrado, es decir, del surgimiento de la distinción entre lo sagrado y lo profano: con el sacrificio, el Otro, la instancia transcendente que pone límites a nuestra actividad, queda cimentado. El tercer eslabón de esta cadena es el de la jerarquía: la función última del sacrificio consiste en legitimar y representar un orden jerárquico (que solo es operativo si se cimenta en alguna figura del Otro trascendente). Aquí acontece el primer giro propiamente dialéctico en la línea de argumentación de Dupuy: a partir del Homo Hierarchicus de Louis Dumont [27], muestra que la jerarquía no implica solo un orden jerárquico, sino también su inversión inmanente: ciertamente, el espacio social está dividido en niveles jerárquicos superiores e inferiores, pero dentro del nivel inferior, lo que está por encima es superior a lo que está por debajo. La relación entre la Iglesia y el Estado en el cristianismo constituye un ejemplo paradigmático: en principio, por supuesto, la Iglesia está por encima del Estado; sin embargo, como han dejado claro pensadores que van desde san Agustín hasta Hegel, dentro del orden secular del Estado, el Estado está por encima de la Iglesia (es decir, la Iglesia, como institución social, debe subordinarse al Estado); si no lo está, si la Iglesia quiere gobernar directamente también como poder secular, se corrompe inevitablemente desde dentro y queda reducida a no ser más que un mero poder secular, que emplea su doctrina como una ideología para justificarse en ese plano. (Como ha demostrado Dumont, esta inversión paradójica se da, mucho antes del cristianismo, en el vedismo de la antigua India, la primera ideología de la jerarquía verdaderamente elaborada: la casta sacerdotal es, en principio, superior a la guerrera, pero, dentro de la estructura de poder del Estado, los sacerdotes están subordinados de facto a los guerreros.)

El siguiente paso de Dupuy, más crucial aún que el primero, consiste en formular este giro dentro de la lógica de la jerarquía —condición inmanente de su funcionamiento— como la autorrelación negativa entre lo universal y lo particular, entre el Todo y sus partes, es decir, como un proceso en que lo universal se encuentra a sí mismo entre sus especies a modo de su «determinación antitética». Si volvemos al ejemplo de la Iglesia y el Estado, la Iglesia es la unidad que abarca toda la vida humana, que representa su autoridad suprema y que confiere a todas sus partes el lugar que les es propio en el gran orden jerárquico del universo; sin embargo, se encuentra a sí misma como un elemento subordinado del poder terrenal del Estado, que, en principio, está subordinado a ella: la Iglesia, como institución social, está protegida por las leyes del Estado y tiene que obedecerlas. Dado que lo superior y lo inferior también se relacionan aquí como el Bien y el Mal (el ámbito de lo divino frente a la esfera terrenal de luchas por el poder, intereses egoístas, búsqueda de vanos placeres, etc.), cabe decir que, mediante esta inversión inmanente de la jerarquía, el Bien «superior» domina, controla y usa al Mal «inferior», aunque superficialmente pueda parecer (es decir, a una mirada limitada a la perspectiva terrenal de la realidad como el ámbito de las luchas egoístas por el poder y de la búsqueda de los placeres vanos) que la religión, con su pretensión de ocupar un lugar «más alto», no constituye sino una legitimación de los intereses «más bajos» (es decir, que la Iglesia, en última instancia, únicamente legitima las relaciones sociales jerárquicas). Desde esta perspectiva, la religión es la que maneja los hilos en secreto, es el poder oculto que permite y moviliza el Mal para obtener un Bien mayor. Es difícil resistirse a la tentación de emplear el término «sobredeterminación»: aunque el poder secular desempeña inmediatamente el papel determinante, dicho papel está sobredeterminado a su vez por el Todo religioso/sagrado. (Por supuesto, para los partidarios de la «crítica de la ideología», la idea de que la religión domina en secreto la vida social, como un poder que controla y dirige con delicadeza la lucha caótica que se desarrolla en ella, es la ilusión ideológica por excelencia.) ¿Cómo debemos interpretar este complejo entrelazamiento autorreflexivo de «lo superior» y «lo más abajo»? Hay dos grandes posibilidades, que encajan perfectamente con la oposición entre idealismo y materialismo:

(1) La matriz teológica (pseudo)hegeliana tradicional que contiene el pharmakon: la Totalidad omnicomprensiva suprema permite la bajeza del Mal, pero lo contiene y lo hace servir al propósito supremo. Existen muchas figuras de esta matriz: la (pseudo)hegeliana «astucia de la razón» (la razón es la unidad de sí misma y de las pasiones egoístas particulares, a las que moviliza para alcanzar el propósito secreto de la racionalidad universal; la «marcha de la historia» marxista, en la que la violencia está al servicio del progreso; la «mano invisible» del mercado, que moviliza el egoísmo individual y lo pone al servicio del bien común…

(2) La idea más radical (y auténticamente hegeliana) de un Mal que se diferencia de sí exteriorizándose en una figura trascendente del Bien. Desde esta perspectiva, lejos de abarcar el Mal como un momento subordinado, la diferencia entre el Bien y el Mal es inherente al Mal, el Bien no es más que un Mal universalizado, y el Mal es la unidad de sí mismo y del Bien. El Mal se autocontrola/autocontiene produciendo el espectro de un Bien trascendente; sin embargo, solo puede lograrlo sustituyendo su modalidad habitual por otra infinitizada/absolutizada. Por eso, la autocontención del Mal mediante la postulación de un poder trascendente que lo limita siempre puede explotar; de ahí que Hegel haya de admitir un exceso de negatividad que siempre amenaza con alterar el orden racional. Todos los debates sobre la «inversión materialista» de Hegel, sobre la tensión entre el Hegel «idealista» y el «materialista», carecen de sentido si no se cimentan en la existencia de dos formas opuestas de interpretar la autorreflexividad negativa de la universalidad. Lo mismo cabe decirse recurriendo a la metáfora del Mal como una mancha en el cuadro: si, dentro de la teleología tradicional, el Mal es una mancha legitimada por la armonía global y contribuye a ella, desde un punto de vista materialista el Bien es una autoorganización/autolimitación de la mancha, el resultado de un límite, una «diferencia mínima» dentro del ámbito del Mal. Por eso, los momentos de crisis son tan peligrosos: en ellos, el oscuro reverso del Bien trascendente, la «cara oscura de Dios», la violencia que sostiene la propia contención de la violencia aparece como tal: «Pensábamos que el bien dominaba al mal, su “opuesto”, pero ahora resulta que es el mal el que se domina a sí mismo, al situarse a cierta distancia de sí mismo saliendo de sí; “autoexteriorizado” de tal modo, el nivel superior aparece como el bien» (13).

Lo que Dupuy quiere decir es que lo sagrado es, en lo tocante a su contenido, lo mismo que el terrible mal; su diferencia es puramente formal/estructural: lo que lo hace «sagrado» es su carácter exorbitante, que lo convierte en una limitación del mal «ordinario». Para advertirlo, no solo debemos centrarnos en las prohibiciones y obligaciones religiosas, sino también tener presentes los rituales religiosos y la contradicción, señalada ya por Hegel, entre prohibiciones y rituales: «El ritual suele consistir en representar la transgresión de esas prohibiciones y violaciones» (143). Lo sagrado no es más que la violencia de los seres humanos, pero «expulsada, exteriorizada, hipostasiada» (151). El sacrificio sagrado a los dioses es lo mismo que un asesinato: lo que lo hace sagrado es que limita/contiene la violencia, incluido el asesinato, en la vida cotidiana. En tiempos de crisis de lo sagrado, esta distinción se desintegra: no hay excepción sagrada, el sacrificio se percibe como un simple asesinato; pero eso también significa que no hay nada, ningún límite externo, que contenga nuestra violencia ordinaria.

Ahí reside el dilema ético que el cristianismo intenta resolver: ¿cómo contener la violencia sin la excepción sacrificial, sin un límite externo? Siguiendo a René Girard, Dupuy demuestra que el cristianismo representa el mismo proceso sacrificial, pero con un giro cognitivo crucial: el narrador de la historia no es la comunidad que representa el sacrificio, sino la víctima, cuya inocencia queda así afirmada. (El primer paso hacia esta inversión se puede discernir ya en el Libro de Job, en la que la historia se relata desde el punto de vista de la víctima inocente de la ira divina.) Una vez conocida la inocencia de la víctima sacrificial, la eficacia de todo el mecanismo sacrificial del chivo expiatorio queda socavada: los sacrificios (incluso de la magnitud de un holocausto) se vuelven fraudulentos, inoperativos, falsos, pero, además, perdemos la contención de la violencia representada por el sacrificio: «Por lo que respecta al cristianismo, no se trata de una moralidad, sino de una epistemología: dice la verdad sobre lo sagrado, y, en consecuencia, lo priva de su poder creativo, para bien o para mal. Eso solo lo deciden los hombres» (161). Ahí reside la ruptura en la historia universal introducida por el cristianismo: ahora sabemos y ya no podemos fingir lo contrario. Y, como hemos visto, los efectos de este conocimiento no solo son liberadores, sino también profundamente ambiguos: privan a la sociedad del papel estabilizador del cabeza de turco y, con ello, inauguran el espacio de una violencia no contenida por ningún límite mítico. Así es como interpreta Dupuy, de manera francamente lúcida, estas escandalosas palabras del Evangelio de Mateo: «No penséis que he venido a sembrar paz en la tierra: no he venido a sembrar paz, sino espadas» (Mateo 10, 34). La misma lógica resulta válida para las relaciones internacionales: la abolición de los estados soberanos y el establecimiento de un solo Estado o de una sola potencia mundial, lejos de hacer imposibles los conflictos violentos, daría pie a nuevas formas de violencia dentro de ese «imperio mundial», sin que ningún Estado soberano le pusiera límite: «Lejos de asegurar la paz eterna, el ideal cosmopolita sería más bien la condición favorable para una violencia ilimitada» [28].

A este respecto, el papel de la contingencia resulta crucial: en el mundo postsagrado, cuando la eficiencia del Otro trascendente queda suspendida y hay que afrontar el proceso (de decisión) en su contingencia, el problema es que la contingencia no se puede asumir plenamente, así que tiene que quedar sostenida por lo que Lacan llamó le peu du réel, un fragmento de lo real contingente que actúa como la réponse du réel, la «respuesta de lo real». Hegel tenía presente esta paradoja cuando opuso la antigua democracia a la moderna monarquía: precisamente porque los antiguos griegos no tenían una figura de pura subjetividad (el rey) en la cumbre de su aparato estatal, tenían que recurrir a prácticas «supersticiosas» —como buscar señales en el vuelo de los pájaros o en las entrañas de los animales— para guiar a la polis en la toma de decisiones cruciales. Hegel veía claramente que el mundo moderno no podía prescindir de lo real contingente y organizar la vida social solo a través de opciones y decisiones basadas en determinaciones «objetivas» (la ilusión de lo que Lacan llamó más adelante el discurso de la Universidad): ser investido con un título siempre tiene algo de ritual, aun cuando la concesión del título provenga automáticamente del cumplimiento de ciertos criterios «objetivos». El análisis semántico de lo que significa «aprobar los exámenes con la máxima calificación» no puede reducirse a «demostrar que uno tiene determinadas propiedades reales (conocimiento, capacidades, etc.)»; a todo esto hay que añadir el ritual en el que se exhiben los resultados del examen y el título se certifica y se concede. Siempre hay un hiato o una distancia mínima entre esos dos niveles: aun cuando esté completamente seguro de que he respondido correctamente a todas las preguntas del examen, tiene que haber algo contingente —un momento de sorpresa, la emoción de lo inesperado– en el anuncio de los resultados; por eso, cuando esperamos el anuncio de los resultados, no podemos dejar completamente de lado la ansiedad de la expectación. Pensemos en las elecciones: aun cuando el resultado se sepa por adelantado, su proclamación pública se espera con emoción: en efecto, la contingencia es necesaria para que algo se convierta en Destino. Eso es lo que suelen pasar por alto los críticos de los métodos habituales de «evaluación»: lo que hace problemática la evaluación no es que reduzca la riqueza de la experiencia interior de unos sujetos únicos a un conjunto de propiedades cuantificables, sino que intenta reducir el acto simbólico de la investidura (la investidura de un sujeto con un título) a un procedimiento totalmente cimentado en el conocimiento y la medida de lo que el sujeto en cuestión «realmente es».

La violencia amenaza con explotar no cuando hay demasiada contingencia en el espacio social, sino cuando se intenta eliminarla. Es en este plano donde debemos buscar lo que podemos llamar, en términos más bien desabridos, la función social de la jerarquía. Dupuy introduce en este punto otro giro inesperado, al concebir la jerarquía como uno de los cuatro procedimientos («dispositivos simbólicos») cuya función consiste en hacer que la relación de superioridad no resulte humillante para los subordinados: (1) la propia jerarquía (la ordenación impuesta desde fuera de papeles sociales en clara contraposición al mayor o menor valor inmanente de los individuos, que me lleva a sentir que mi categoría social, inferior, es completamente independiente de mi valor intrínseco); (2) desmitificación (procedimiento crítico-ideológico que demuestra que las relaciones de superioridad/inferioridad no se basan en la meritocracia, sino que son el resultado de luchas sociales e ideológicas objetivas: mi categoría social depende de procesos sociales objetivos, no de mis méritos –como dice mordazmente Dupuy, la desmitificación social «desempeña en nuestras sociedades igualitarias, competitivas y meritocráticas el mismo papel que la jerarquía en las sociedades tradicionales» (208)–; nos permite eludir la penosa conclusión de que la superioridad del otro es el resultado de sus méritos y logros); (3) contingencia (el mismo mecanismo, solo que sin su lado crítico-social: nuestra posición en la escala social depende de una lotería natural y social; quienes nacen con mejores disposición y en familias ricas son los más afortunados); (4) complejidad (la superioridad o la inferioridad depende de un complejo proceso social, independiente de las intenciones o los méritos individuales: por ejemplo, la mano invisible del mercado puede ser la causa de mi fracaso y del éxito de mi vecino, aunque yo haya trabajado mucho más y sea mucho más inteligente). Pese a lo que pueda parecer, ninguno de estos mecanismos refutan o amenazan la jerarquía; más bien, la hacen aceptable, pues «lo que desencadena la agitación de la envidia es la idea de que el otro merece su buena suerte, no la contraria, que es la única que puede expresarse abiertamente» (211). Dupuy extrae de esa premisa la conclusión (evidente para él) de que es un gran error pensar que una sociedad que es justa y se ve como tal estará libre de resentimiento; al contrario, en esa sociedad, los que ocupen posiciones inferiores solo hallarán una salida para su orgullo herido en violentos estallidos de resentimiento.

Las limitaciones de Dupuy resultan claramente discernibles en su rechazo a la idea de que la lucha de clases esté determinada por esta lógica de la violencia envidiosa: para él, la lucha de clases constituye un caso ejemplar de lo que Rousseau denominó el amor propio pervertido, en el que uno se preocupa más de la destrucción del enemigo (considerado un obstáculo para la felicidad de uno) que de su propia felicidad. Para Dupuy, la única salida es abandonar la lógica del victimismo y aceptar las negociaciones entre todas las partes concernidas, tratadas como igualmente dignas: «La transformación de los conflictos entre las clases sociales, entre el capital y el trabajo, a lo largo del siglo XX demuestra de forma manifiesta que no se trata de un camino utópico. Pasamos poco a poco de la lucha de clases a la coordinación social; la retórica del victimismo dio paso en gran medida a las negociaciones salariales. En adelante, los patronos y los sindicatos se consideran compañeros de viaje cuyos intereses divergen y, simultáneamente, convergen» (224). Pero, ¿de verdad es esta la única conclusión que cabe extraer de las premisas de Dupuy? ¿Acaso la sustitución de la lucha por la negociación no se basa también en una mágica desaparición de la envidia, que a continuación escenifica un retorno sorprendente en la forma de los diversos fundamentalismos?

Asimismo, nos topamos con otra ambigüedad: no es que haya que interpretar esta ausencia de límites como la habitual alternativa «o la humanidad encuentra una forma de imponerse límites o perecerá a causa de su violencia incontenida». Si las llamadas experiencias «totalitarias» pueden enseñarnos algo, es que la tentación es justamente la contraria: el peligro de imponer, ante la inexistencia de un límite divino, un nuevo pseudolímite, una falsa trascendencia en cuyo nombre actúo (desde el estalinismo hasta el fundamentalismo religioso). Hasta la ecología funciona como ideología desde el momento en que se la evoca como nuevo Límite: tiene todas las posibilidades de convertirse en la forma predominante de ideología del capitalismo mundializado, un nuevo opio para las masas, que sustituirá a la antigua religión [29] adoptando la función fundamental de esta última, la de asumir una autoridad incuestionable que puede imponer límites. La ideología subraya sin cesar nuestra finitud: no somos sujetos cartesianos abstraídos de la realidad, sino seres finitos que habitamos una biosfera que sobrepasa ampliamente nuestros horizontes. Nuestra explotación de los recursos naturales toma en préstamo los recursos del futuro; sin embargo, deberíamos tratar a la Tierra con respeto, como algo sumamente Sagrado, que no habría que revelar del todo, que es y será siempre un Misterio, un poder en el que confiar, no que dominar.

En algunos círculos «postseculares» neopaganos, está de moda afirmar la dimensión de lo Sagrado como un espacio que toda religión habita, pero que es anterior a la religión (lo Sagrado puede existir sin religión, pero no al revés). (En ocasiones, a esta prioridad de lo Sagrado se le da incluso un giro antirreligioso: es una forma de ser agnóstico al tiempo que se participa en una profunda experiencia espiritual.) Según Dupuy, habría que considerar las cosas exactamente al contrario: la ruptura radical introducida por el cristianismo consiste en que es la primera religión ajena a lo sagrado, una religión cuyo logro máximo ha sido precisamente desmitificar lo Sagrado.

¿Qué postura práctica resulta de esta paradoja de una religión ajena a lo sagrado? Hay una historia judía sobre un especialista en el Talmud opuesto a la pena de muerte, que, avergonzado porque el castigo estaba ordenado por el propio Dios, propuso una solución maravillosamente práctica: en lugar de abolir el mandato divino, lo que sería una blasfemia, habría que tratarlo como un desliz divino, un momento de locura, y crear una compleja red de subregulaciones y condiciones que, dejando intacta la posibilidad de aplicar la pena de muerte, asegure que nunca se materialice. La belleza de esta solución radica en que invierte el procedimiento habitual de prohibir algo en principio (por ejemplo, la tortura), pero, a continuación, introducir las salvedades suficientes («salvo en circunstancias extremas…») para asegurarse de que se recurrirá a ello siempre que se quiera. Por tanto, la alternativa es o «En principio, sí, pero en la práctica, nunca» o «En principio, no, pero cuando lo exijan circunstancias excepcionales, sí». Obsérvese la asimetría entre los dos casos: la prohibición es mucho más severa cuando se permite en principio la tortura; en ese caso, nunca se permite que el «sí» por principio llegue a materializarse, mientras que, en el otro caso, se permite que el «no» por principio pueda materializarse de manera excepcional… Dado que el «Dios que nos impone matar» es uno de los nombres de la Cosa apocalíptica, la estrategia del erudito del Talmud es una forma de practicar lo que Dupuy llama «catastrofismo ilustrado»: aceptamos la catástrofe final –la obscenidad de la muerte de personas a manos de sus semejantes– como si fuera inevitable, como si estuviera escrita en nuestro destino, y a continuación nos esforzamos en posponerla el mayor tiempo posible, con la esperanza de lograrlo indefinidamente. Así es como, al hilo de esto, Dupuy resume las reflexiones de Günther Anders sobre la explosión de la bomba atómica en Hiroshima:

Aquel día, la historia se volvió «obsoleta». La humanidad adquirió la capacidad de destruirse a sí misma, y nada puede hacerla perder su «omnipotencia negativa», ni siquiera un desarme mundial o una desnuclearización total. El apocalipsis se inscribe como destino en nuestro futuro, y lo mejor que podemos hacer es retrasar indefinidamente su aparición. Estamos de más. En agosto de 1945, entramos en la época de la «congelación» y de la «segunda muerte» de todo lo que existía: si el significado del pasado depende de actos futuros, la obsolescencia del futuro, su final programado, no significa que el pasado no tenga ya significado, sino que nunca lo tuvo. (240)

Sobre este trasfondo hay que interpretar la idea paulina de vivir en un «tiempo apocalíptico», un «tiempo al final del tiempo»: el tiempo apocalíptico es precisamente el tiempo de esta postergación indefinida, de la congelación entre las dos muertes: en cierto sentido, ya estamos muertos, porque la catástrofe ya está aquí, proyectando su sombra desde el futuro: después de Hiroshima, no podemos seguir jugando al simple juego humanista de qué opción tenemos («depende de nosotros seguir el camino de la autodestrucción o de la curación gradual»). Una vez ocurrida la catástrofe, perdemos la inocencia de esa postura: únicamente podemos posponer (quizá indefinidamente) que vuelva a ocurrir. (De forma análoga, el peligro de la nanotecnología no radica solo en que los científicos diseñen un monstruo que escape a –nuestro– control: cuando intentamos crear una nueva vida, nuestro objetivo es generar una entidad incontrolable, con una organización y un desarrollo autónomos (43). Así es como Dupuy, con otro giro hermenéutico, interpreta las escépticas palabras de Jesucristo dirigidas a los agoreros:

Al salir Jesús del templo, uno de sus discípulos le dijo: «Maestro, ¡mira qué sillares y qué edificios!». Jesús le repuso: «¿Ves estos magníficos edificios? Los derribarán hasta que no quede piedra sobre piedra. Estando Él sentado en el Monte de los Olivos, enfrente del templo, Pedro, Santiago, Juan y Andrés le preguntan en un aparte: «Dinos cuándo va a ocurrir todo eso y cuál será la señal de que esto está para acabarse todo». Jesús empezó: «Cuidado con que nadie os extravíe. Van a venir muchos usando mi título, diciendo «ese soy yo», y extraviarán a mucha gente. Y cuando oigáis estruendo de batallas y noticias de guerra, no os alarméis; eso tiene que suceder, pero no es todavía el final. […] Si alguno os dice entonces: «¡Mira, aquí está el Mesías, míralo, allí está!», no os lo creáis. Porque saldrán mesías falsos y profetas falsos, y realizarán señales y prodigios que extraviarían, si fuera posible, a los elegidos. Vosotros estad sobre aviso, os he prevenido de todo. (Marcos 13, 1-23)

Estas palabras revelan una sabiduría extraordinaria. ¿Acaso no corresponden exactamente a la posición del erudito del Talmud al que nos hemos referido antes? Su mensaje es: sí, por supuesto, se producirá una catástrofe, pero vigilemos con paciencia, no creamos en ello, no nos dejemos atrapar por extrapolaciones precipitadas, no nos entreguemos al placer realmente perverso de pensar «¡Ha llegado el momento!» en todas sus diversas formas (el calentamiento global nos hará perecer ahogados dentro de diez años, la biogenética acabará con el ser humano, etcétera). En lugar de llevarnos a un éxtasis autodestructivo, adoptar la postura apocalíptica apropiada es, hoy más que nunca, el único modo de mantener la calma.