Capítulo XVIII
erruga estaba despierto en la cama, como le
habían dicho que hiciera. Tenía que esperar hasta que Kay estuviese
dormido, y entonces Arquímedes iría a buscarle para someterse a la
magia de Merlín. Reposaba debajo de la gran piel de oso, y
contemplaba a través de la ventana las estrellas del cielo nocturno
de primavera, que ya no aparecían heladas y metálicas, sino como si
las acabasen de lavar y se hubieran hinchado con el agua. Era una
noche hermosa, y el cielo estaba totalmente despejado. Entre las
estrellas, el firmamento parecía un terciopelo oscuro y espeso.
Enmarcadas en la ventana del oeste, Aldebarán y Betelgeuse corrían
en pos de Sirio, ya sobre el horizonte, y la estrella Cazadora,
como un sabueso, observaba a su amo, Orión, que aún no había
aparecido. También por la ventana penetraba el aromático olor de
las flores, pues las grosellas, las fresas silvestres, los ciruelos
y los espinos se hallaban en plena floración, y no menos de cinco
ruiseñores estaban compitiendo en un concierto de melodías, entre
las oscuras frondas de los árboles.
Verruga escuchaba cubierto a medias por la piel de oso, con las manos cruzadas detrás de la cabeza. Todo aquello resultaba demasiado hermoso para poder dormirse. Siguió observando las estrellas en una especie de trance. Pronto llegaría el verano, de nuevo; podría dormir junto a las almenas, y contemplar esas estrellas justamente encima de su rostro, como si fueran luciérnagas, y «Vía Láctea», que parecía hecha con el polen de las flores. Imagino que iba hacia arriba, cada vez más alto, entre los astros, sin alcanzarlos nunca, sin dejar de remontarse, abandonándose calladamente a la suave velocidad de los espacios.
Aún estaba totalmente despierto cuando llegó Arquímedes.
—Ten, cómete esto —dijo el búho, y entregó a Verruga un ratón.
Verruga notó una sensación tan extraña, que cogió la presa sin protestar y se la llevó a la boca, como si no sintiera repugnancia. No le sorprendió notar que era un bocado excelente, con un jugoso sabor parecido al melocotón, aunque la piel no era tan sabrosa como el animalillo, claro está.
—Ahora será mejor que vueles un poco —dijo Arquímedes—. Hazlo desde la ventana al suelo de la habitación, para que te acostumbres, antes que nos marchemos.
Verruga, o el búho, saltó para encaramarse a la ventana, y en seguida notó el impulso que le proporcionaban sus alas. Aterrizó en el antepecho de la ventana con un golpe sordo, como suelen hacerlo las lechuzas y los búhos; pero no calculó bien la distancia, siguió un trecho y cayó afuera, al vacío.
«Ahora es cuando me rompí el cuello», pensó alegremente. Era curioso, pero no se tomaba la vida en serio. Vio que los muros desfilaban rápidamente, a su lado, y que el suelo y el foso crecían con gran rapidez. Dio unos aletazos, y la caída pareció detenerse, pero en seguida se reanudó. De nuevo aleteó, y notó la extraña sensación de ver la tierra oscilar debajo de él, en medio del silencio de la noche.
—Por todos los cielos —jadeó Arquímedes, balanceándose en el aire, a su lado— deja ya de volar como un picamaderos. No haces más que avanzar a empellones. Así no hay quien te siga.
—Si dejo de hacerlo —repuso Verruga—, me voy de cabeza contra el suelo.
—Necio, mueve las alas continuamente, como lo hago yo, en lugar de agitarlas a saltos.
Verruga hizo lo que le mandaban, y se sorprendió al ver que la tierra dejaba de balancearse debajo. Le pareció que ni siquiera se movía en el aire.
—Eso ya está mejor —dijo el búho.
—Es curioso cómo se ve todo —observó el muchacho, con aire maravillado, ahora que podía mirar a su alrededor.
Y lo cierto es que el mundo tenía un singular aspecto desde allí arriba. En cierto modo podía decirse que semejaba al negativo de una fotografía, pues alcanzaba a ver una raya más allá, en el espectro, de lo que percibe el ojo humano. Una cámara de rayos infrarrojos es capaz de tomar fotografías en la oscuridad, cuando nosotros no podemos ver, y también puede tomarlas a la luz del día. A los búhos les ocurre lo mismo, pues es inexacto que sólo puedan ver de noche. También lo hacen de día perfectamente, con la diferencia de que poseen la ventaja de apreciar las cosas de noche con toda claridad. Por lo tanto, es lógico que prefieran cazar cuando reina la oscuridad y muchos animalillos están a su merced. A Verruga, las verdes copas de los árboles le habrían parecido blanquecinas a la luz del día, como si estuvieran cubiertas por una floración de manzano, en tanto que ahora, por la noche, todo parecía diferente. Era como volar en un crepúsculo que redujera todo a sombras del mismo color.
—¿Te gusta?
—Muchísimo. ¿Sabes?, cuando era pez noté que en el agua había algunas partes que estaban más calientes y otras más frías. Lo mismo ocurre en el aire.
—La temperatura —dijo Arquímedes— depende de la vegetación que hay debajo. Tanto si son bosques como si es maleza, calientan el medio que está más arriba.
—Ahora comprendo por qué los reptiles que se cansaron de estar en el agua se transformaron en aves. Ciertamente, es mucho más entretenido.
—Ya empiezas a pensar con cordura —hizo notar Arquímedes—. ¿Te importaría que descansáramos un poco?
—¿Cómo se hace para posarse en tierra?
—Debes reducir la velocidad todo lo posible. Es decir, remóntate hasta que pierdas el impulso, y ya cerca del suelo te posas en él. ¿Nunca has notado cómo ascienden un poco los pájaros, antes de posarse? No caen directamente sobre la rama, sino que bajan un poco por debajo de ella, y luego suben. En el ápice del ascenso pierden velocidad y se posan.
—Pero los pájaros también descienden a la tierra. ¿Y qué me dices de los patos silvestres, en el agua? No pueden posarse de ese modo.
—Bueno, es perfectamente posible posarse en superficies llanas, aunque resulte más difícil hacerlo. Para ello es necesario deslizarse a la velocidad mínima, y luego aumentar la resistencia al viento ahuecando las alas y bajando las patas y la cola. Habrás notado que pocos pájaros lo hacen con gracia. Fíjate cómo el cuervo da un golpe al caer, y cómo el ánade chapotea en el agua. Las aves que tienen alas en forma de cuchara, como la garza o el avefría, lo hacen mejor. Sin pecar de inmodesto, debo decir que nosotros, los búhos como las lechuzas o los mochuelos, no lo hacemos del todo mal.
—¿Y las aves de alas largas, como los vencejos? Seguramente serán los peores, pues no deben poder despegar desde una superficie plana, ¿verdad?
—La razón es diferente, aunque es cierto que les ocurre eso —dijo Arquímedes—. Pero ¿es necesario que hablemos mientras volamos? Estoy comenzando a cansarme.
—Y yo también.
—Los búhos preferimos descansar cada cien yardas.
Verruga imitó a Arquímedes, para posarse hacia arriba en la rama que habían elegido. Comenzó a caer justamente cuando estaban encima, y se aferró a la rama en el último momento. Balanceóse de atrás adelante dos veces, y al fin se dio cuenta de que se había posado felizmente. Luego plegó las alas.
Mientras Verruga se quedaba quieto, admirando el panorama, su amigo procedió a hacer una disertación acerca del vuelo de las aves. Le contó que si bien el vencejo era tan diestro en el vuelo que podía dormir mientras se hallaba en el aire, y que si el mismo Verruga había mostrado admiración por las evoluciones de las cornejas, el pájaro que mejor volaba de todos era el avefría. Explicó las acrobacias que hacía, por el simple placer de hacerlas. Eran las únicas aves que consideraban una diversión el deslizarse desde una altura al suelo, con excepción del más viejo, alegre y hermoso de todos los pájaros, el cuervo.
Verruga prestó escasa atención a la conferencia, pues trataba de acostumbrar sus ojos a los extraños tonos de luz, al tiempo que observaba a Arquímedes con el rabillo de uno de sus ojos. Pues el otro búho, mientras hablaba, se dedicaba inconscientemente a espiar la presencia de una posible presa. Para hacerlo, Arquímedes tenía quietas las patas en las ramas, pero movía el cuerpo de un lado a otro, como la persona que en el cine tiene una señora gorda sentada delante y no sabe bien por qué lado debe mirar. Como al mismo tiempo Arquímedes podía volver la cabeza casi hasta quedar mirando a sus espaldas, cabe imaginarse que sus contorsiones eran dignas de ser observadas.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Verruga.
Pese a la pregunta, Arquímedes se marchó. En un momento había un búho hablando de avefrías, y un segundo más tarde el ave había desaparecido. Pero bastante más abajo de donde estaba Verruga posado, oyóse en seguida un golpe sordo y un crujido de hojas, mientras el proyectil aéreo caía en medio de la hojarasca.
Un minuto después el búho se hallaba junto a Verruga en la rama, picoteando un gorrión muerto.
—¿Puedo hacer eso? —preguntó Verruga, dispuesto a mostrarse sanguinario.
—En realidad no debes hacerlo —repuso Arquímedes—. El ratón mágico que te convirtió en búho es bastante para ti, por ahora. Además, has estado comiendo como ser humano todo el día, y ten en cuenta que los búhos no matamos por placer. Por último, me han encomendado la misión de que te instruya, y una vez que termine mi cena, eso será lo que haremos.
—¿Adonde piensas llevarme?
Arquímedes terminó con el gorrión, limpióse educadamente el pico en la rama, y volvióse a mirar de frente a Verruga. Aquellos ojos grandes y redondos tenían, como lo había expresado un famoso escritor, cierto fulgor luminoso semejante al de las uvas maduras.
—Una vez que hayas aprendido a volar —manifestó Arquímedes—, Merlín quiere que pruebes a ser un ganso salvaje.
El lugar que Verruga dominaba con la vista era absolutamente llano. En el mundo de los hombres raramente vemos extensiones llanas, puesto que los árboles, las casas y las desigualdades del terreno son algo habitual. Pero allí, en el vientre de la noche, el chato e infinito cieno era tan informe como un oscuro requesón. De haber sido arena húmeda, solamente, incluso habría tenido esas pequeñas marcas parecidas a olas, que se asemejan a la superficie del cielo de la boca.
En aquella vasta planicie imperaba un elemento, el viento. Pues era un elemento, realmente, con su dimensión y su oscuro potencial. En el mundo de los seres humanos el viento procede siempre de alguna parte y se dirige a otra. En este tránsito, pasa a través de algo, bien sean copas de árboles, calles o setos. Pero aquel viento que notaba Verruga no venía de ninguna parte, no atravesaba nada, y tampoco tenía un destino preciso. Siempre horizontal, silencioso tangible, infinito, su fuerza se ejercía toda sobre el cieno.
Verruga, dando la cara al viento, sintió como si no hubiese sido creado. Con excepción de la húmeda solidez bajo sus palmeadas patas, el chico vivía sobre la nada, en una sólida nada parecida al caos. Pero se había establecido un límite a aquel estremecedor vacío. Muy lejos, hacia el este, tal vez a una milla de distancia, había una fuente de sonido. Resultaba amenazadora, deseosa de cobrarse víctimas. Era el vasto, el inmisericorde mar.
Dos millas hacia el oeste, había tres puntos de luz formando un triángulo. Eran los débiles candiles de una cabaña de pescadores. Éstos se habían levantado temprano para aprovechar la marea en las sinuosas caletas de la marisma salada, cuyas aguas, a veces, corrían en sentido contrario a las del océano. Ésos eran todos los indicios de este mundo: el rumor del mar y las tres endebles lucecillas. Lo demás eran tinieblas, vastedad, monotonía, humedad, y en el seno de la noche, la corriente interminable del viento.
Cuando ya iba a amanecer, el muchacho se dio cuenta de que estaba descansando entre un vasto grupo de congéneres. Casi todos se hallaban sentados sobre el cieno, pero algunos ya se encontraban nadando en el agua, algo más lejos de las rompientes. Los gansos que estaban en el barro parecían como grandes teteras, mientras que los que nadaban en el agua sumergían la cabeza y al sacarla la sacudían. Unos pocos, despertándose sobre el cieno, agitaban las alas vigorosamente. El profundo silencio comenzó a verse roto por la amistosa cháchara. Había unos cuatrocientos de ellos distribuidos por la parda vecindad. Los gansos salvajes de frente blanca son hermosas criaturas a las que una vez vistas de cerca, el hombre no puede olvidar.
Mucho antes de que el sol apareciese en el horizonte, habían comenzado a prepararse para el vuelo. Las familias de la nidada del año anterior se mezclaban entre sí, tal vez por orden de algún abuelo, alguna abuela, o de un jefe de grupo. Cuando todo estuvo dispuesto, pudo advertirse una leve nota de excitación en el parloteo de las aves, que comenzaron a mover la cabeza de lado a lado, con bruscos movimientos.
Luego, volviéndose de cara al viento, repentinamente echaron a volar en bandadas de treinta o cuarenta, con las alas batiendo en la negrura, y un graznido de triunfo que surgía de sus gargantas. Describían un amplio círculo y luego ascendían rápidamente, para perderse de vista en seguida. A veinte yardas por encima del suelo, ya eran invisibles en la oscuridad. Los que partían más temprano no se mostraban comunicativos. Por lo general, eran aves taciturnas antes de la salida del sol; sólo hacían observaciones ocasionales, o graznaban advertencias de una sola nota, si algún peligro amenazaba. En tal caso, toda la bandada ascendía verticalmente hacia el cielo.
Verruga comenzó a sentirse inquieto. El continuo despegue de las escuadrillas de aves le impulsaba a seguir el ejemplo, aunque estaba un poco atemorizado. Tal vez los grupos familiares se dieran cuenta de que era un intruso. Pero no quería continuar en solitario. Deseaba unirse a los demás y gozar del ejercicio del vuelo matinal, que tan grato parecía resultar. Aquellas aves tenían sentido de la camaradería, de la disciplina, y una evidente y contagiosa alegría de vivir.
Cuando el ganso que estaba al lado de Verruga extendió las alas, el muchacho le imitó maquinalmente. Ocho de sus vecinos habían estado sacudiendo los picos, y él hizo lo propio. Ahora, con esos mismos ocho gansos se encontró hendiendo el aire. En cuanto abandonó el suelo, el viento pareció desvanecerse. Su inquietud y violencia pareció haber sido cortada con un cuchillo. Estaba volando, y se sentía en paz.
Los ocho gansos se dispusieron en línea, ampliamente espaciados, quedando Verruga detrás. Dirigiéronse hacia el este, donde se había visto el tenue fulgor del amanecer, y ahora, ya más cerca, el denodado sol comenzó a elevarse.
Un destello anaranjado apareció en la oscura faja de nubes, situada más allá de la tierra. El glorioso color fue extendiéndose, y la marisma salada se hizo más visible debajo. Era una ciénaga informe que se había hecho marítima por accidente. Sus brezos, aun pareciendo tales, se habían emparejado con las algas hasta convertirse en brezos marinos, de resbaladizas frondas.
El sol, al elevarse, tiño el mercurio de las caletas y el fulgurante cieno. El chorlito, que había estado lanzando sus plañideras quejas desde mucho antes de amanecer, echó a volar. La cerceta, que dormía sobre el agua, llegó silbando sus notas dobles. El ánade silvestre acudió volando trabajosamente contra el viento, desde tierra. Una nube compacta de estorninos giró en el aire produciendo un gran alboroto. La negra guardia de los cuervos se alzó desde los pinos de las dunas lanzando alegres graznidos. Aves de tierra de todas clases poblaban la línea de las mareas, llenándola de actividad y de belleza.
El amanecer, ese amanecer del mar, y la majestad de los ordenados vuelos, eran de una hermosura tan intensa que Verruga sintióse impulsado a cantar. Deseaba lanzar un canto a la vida, Y como un millar de gansos estaban volando a su alrededor, no tuvo que esperar demasiado.
Las filas de aves, girando como el humo en el cielo, mientras se enfrentaban con el amanecer, estallaron de pronto en cánticos de alegría. Cada bandada tenía su tono diferente, algunos joviales, otros triunfantes, otros sentimentales. El alba se anunció con sus heraldos, que cantaban así:
Oh tú, mundo que giras bajo nuestras alas,
Deja levantar al sol para que alegre nuestro canto.
Mira, en cada pecho, el escarlata, el bermellón,
Escucha de cada garganta los clarines.
Oye el rumor de los oscuros batallones,
Cuernos de caza, sabuesos y nobles caballos del alba y del cielo.
Libres, libres; lejos, lejos, sobre las batientes alas,
Vuela el Ansar albifrons, entonando su canto.
Verruga se hallaba ahora en un abrupto campo, a la luz del día. Sus compañeros de vuelo buscaban comida a su alrededor, entre la hierba, con movimientos laterales de sus suaves picos, doblando los cuellos en forzadas curvas, a diferencia de los cisnes, cuyos cuellos siempre trazan líneas graciosas. Mientras se alimentaban, uno de los del grupo se hallaba de guardia, con la cabeza en alto, parecida a una serpiente. Esas aves se apareaban durante el invierno, por lo que tendían a alimentarse por parejas, dentro del grupo familiar. La joven hembra que Verruga tuvo por vecina en las marismas, tenía un año de edad, y le miraba con ojos complacientes.
Por fin, la joven gansa dio un empujón a Verruga con el pico. Éste se dio cuenta de que era ella la que había estado actuando de centinela.
—Tú vas ahora —dijo la gansa.
Luego el ave bajó la cabeza sin esperar respuesta alguna, empezó a comer, y se alejó de Verruga.
Éste se colocó de centinela. No sabía bien lo que debía vigilar, si no eran las otras bandadas que picoteaban allá lejos. De todos modos, sintióse orgulloso de que le tuvieran confianza como para dejarle de centinela.
—¿Qué estás haciendo ahí? —le preguntó la gansa, cuando volvió a pasar, media hora más tarde.
—Hago de centinela.
—¡Vamos, no seas tonto! —respondió ella, riéndose jovialmente.
—¿Qué ocurre?
—Bien lo sabes.
—No, no lo sé —repuso él—. ¿He hecho algo malo? No te entiendo.
—Vamos, picotea al de al lado. Has estado haciendo guardia al menos durante el doble del tiempo que te correspondía.
Verruga hizo lo que le decían, y el ganso que se hallaba al lado de él asumió la vigilancia. Luego Verruga se acercó a la gansa y se puso a comer junto a ella. Picotearon entre las hierbas mirándose discretamente.
—Creerás que soy un estúpido —manifestó Verruga, tímidamente, y por vez primera confesó a un animal el secreto de su verdadera naturaleza—, pero es que en realidad no soy un ganso. Nací como ser humano. Éste ha sido mi primer vuelo.
Ella se mostró discretamente sorprendida.
—Esto no es lo acostumbrado —dijo—. Los seres humanos suelen convertirse en cisnes. Los últimos que se transformaron fueron los Hermanos de Lir.
—He oído hablar de ellos.
—No les gustó. Eran unos nacionalistas y religiosos furibundos, como seres humanos, y como cisnes se pasaron todo el tiempo en torno a una capilla de Irlanda. Puede decirse que apenas si tuvieron en cuenta a los demás cisnes.
—Yo, en cambio, lo estoy pasando muy bien —manifestó Verruga.
—Eso me parece. ¿Para qué te han enviado?
—Para que perfeccionase mi educación.
Comieron un poco en silencio, hasta que Verruga recordó algo e inquirió:
—Oye, esos centinelas, ¿se deben acaso a que estamos en guerra?
La gansa no entendió la última palabra.
—¿Guerra? —preguntó.
—Sí. ¿Somos aves luchadoras?
—¿Luchadoras? —preguntó ella de nuevo—. Ah, sí. Los hombres suelen luchar por sus mujeres, y cosas de ésas. Claro que sólo se trata de saber quién es el mejor de ellos. ¿Era eso lo que querías decir?
—No. Me refiero a luchas entre ejércitos, contra otros gansos, en nuestro caso.
Ella se mostró divertida.
—¡Qué ridiculez! —manifestó—. ¿Hablas de un montón de gansos, peleando todos a la vez? Bueno, creo que sería algo entretenido de ver.
El tono de voz de la gansa sorprendió a Verruga, que no había esperado esa observación.
—¿Dices que debe de ser entretenido ver cómo se matan unos a otros? —preguntó.
—¿Matarse unos a otros? ¿Un ejército de gansos matando a otros gansos?
Comenzó a entender lo que Verruga quería decir, y una expresión de disgusto apareció en su rostro. Entonces le abandonó, dirigiéndose a otra parte del campo, sin decir nada más. Verruga la siguió, pero ella le volvió la espalda. Él dio una vuelta en torno a la gansa, para mirarla a los ojos, y se estremeció al verle la expresión, tan dolorida como si le hubiese hecho una proposición obscena.
—Lo siento —dijo Verruga—, es que no te comprendía.
—No es necesario que hables de eso.
—Lo lamento de veras.
Al cabo de un momento, Verruga añadió afligido:
—Creo que todos tenemos derecho a saber. Me pareció una pregunta natural, al ver a los centinelas.
Pero ella estaba muy enfadada.
—¡Calla de una vez! —exclamó—. ¡Qué horrible mentalidad debéis de tener! No debieras decir semejantes cosas. Y desde luego, tiene que haber centinelas. Hay halcones y gavilanes al acecho, y también zorros, armiños; y están los hombres, con sus redes. Ésos son nuestros enemigos naturales. Pero ¿qué seres pueden ser tan ruines como para ir en bandas a matar a otros de su propia sangre?
—Las hormigas lo hacen —manifestó Verruga, con aire obstinado—. Yo sólo trataba de aprender.
Ella se calmó, haciendo un esfuerzo por mostrarse bien predispuesta. Deseaba comprenderle, si era posible, pues se preciaba de ser una gansa culta.
—Yo me llamo Lyo-lyok —manifestó ella, al fin—, y tú puedes hacerte llamar Kii-Kua; de ese modo los demás creerán que vienes de Hungría.
—¿Acaso los que estáis aquí provenís de diferentes naciones?
—Las bandadas sí, desde luego. Hay algunas que vienen de Siberia, otras de Laponia, y puedo ver una o dos que han llegado de Islandia.
—¿Pero no luchan esas bandadas entre sí, por los mejores sitios de pasto?
—Mira que eres tonto. Entre los gansos no existen fronteras o límites.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¿Cómo van a existir límites cuando se vuela? Esas hormigas de las que hablas, y los mismos seres humanos, dejarían de pelear si pudieran alzar el vuelo.
—La lucha —aseguró Verruga— es una actividad propia de caballeros. Me gusta luchar.
—Eso es porque aún eres una criatura.
