La educación de sus hijos lo tiene sin cuidado. Como la instrucción no es obligatoria en esa época y el clero más bien desconfía de los mujiks que quieren saber demasiado, no ve ninguna razón para enviar a sus retoños a clase. Según él, aprenderán más abriendo los ojos sobre el vasto mundo que gastando sus fondillos en los bancos, junto a otros chicos descarados. De modo que Miguel y Gregorio crecen en los campos, ayudan mal que bien en los trabajos de la granja, no saben leer ni escribir y participan en todas las travesuras de los picaros de su edad. Su escuela es el campo, con sus espacios ilimitados, el misterio de sus selvas y sus llanuras, la astucia de sus animales salvajes y las supersticiones de un pueblo profundamente apegado a las tradiciones locales y a la fe ortodoxa.
En realidad, Pokrovskoi está en el extremo del mundo habitado. Allí se sabe vagamente que, muy lejos, en Rusia, hay ciudades gigantescas como San Petersburgo y Moscú, llenas de agitación, de riqueza, de luces y uniformes, pero nadie envidia a los "privilegiados" que viven en ellas. El pensamiento de los habitantes de la aldea, que se recuesta sobre la orilla izquierda del Tura, un afluente del Tobol, no va más allá de las ciudades de Tobolsk y Tiumen. Después comienza la tierra desconocida, otro planeta. Nadie, en Pokrovskoi, siente la tentación de ir a ver. ¡Se está tan bien en la atmósfera rústica y familiar de esa comarca ultramontana, que jamás conoció el vasallaje y se encuentra protegida de los males de la civilización por la barrera natural de los Urales! ¡Un paraíso para los niños prendados del aire del campo y la libertad! Miguel y Gregorio tienen plena conciencia de ello y no pierden ocasión de hacer una escapada y vagar de un lado a otro maquinando travesuras. Nadie los vigila cuando se alejan de la casa paterna. Un día, mientras juegan empujándose y riendo al borde del Tura, pierden el equilibrio y caen al río. A pesar de que la corriente los arrastra, logran ganar la orilla. Pero han tomado frío en el agua y se declara una neumonía. No hay médico en los alrededores. La comadrona del lugar se encarga de cuidar, a su manera, a los dos enfermitos, que castañetean los dientes y deliran.
La profecía recorre todo el caserío. En esa provincia apartada, la religión forma la trama de la vida cotidiana. No hay un gesto que no tenga su repercusión en los cielos. De ese modo, a pesar de los desbordes de sus instintos, hombres y mujeres creen en los milagros, las apariciones y las advertencias del más allá, en los efectos saludables de ciertas plantas, en la eficacia de la señal de la cruz y en la conversación de las almas con Dios ante los iconos. Según ellos, la torpeza de la condición carnal va a la par de los más puros impulsos de la fe. Aunque uno se conduzca a veces como un puerco, es un hijo querido del Señor.
Más que cualquiera, el pequeño Gregorio está convencido de haber sido beneficiado por una atención particular del poderío celestial. Su enfermedad lo ha debilitado, tiene la cabeza confusa y los nervios frágiles. Duerme mal, a menudo llora sin motivo y se queja porque la "hermosa dama vestida de azul y blanco" no vuelve a verlo. Además, la muerte de Miguel ha creado un gran vacío en su existencia. Se asombra de no tener ya hermano y se pregunta qué pasó con ese compañero de juegos tan ágil y alegre. ¿Por qué la Santa Virgen se lo ha llevado dejándolo a él en la Tierra?
Medita sobre ese enigma mientras rasquetea y alimenta los potros de la granja. Escondido en la caballeriza, les habla como si fueran seres humanos, en la certeza de que lo entienden. Piensa que los animales y él tienen el mismo lenguaje: el de la simplicidad. Varias veces, cuando el caballo de un vecino desaparece, adivina por instinto el nombre del ladrón y el lugar del escondite. Alrededor de él se susurra que, a pesar de su juventud, tiene el don de la videncia.
Con el correr de los meses, se siente cada vez más atraído por los vagabundos que andan errando por las rutas, pretenden ser staretz, elegidos de Dios, piden hospitalidad en las isbas y cuentan a los campesinos estupefactos sus visitas a los monasterios lejanos, los milagros que han presenciado en las tumbas de los bienaventurados y las iluminaciones que han tenido en el curso de sus plegarias. Barbudos, exangües, vestidos de arpillera y con un bastón en la mano, tienen toda la claridad del cielo en sus pupilas y toda la sabiduría del Evangelio en su voz. Al elegir la pobreza por propia voluntad, viven del pan de los demás y pagan a sus bienhechores con relatos edificantes, profecías sombrías y fórmulas curativas. Efim Rasputín los recibe de buena gana en su casa y la familia se reúne alrededor de ellos para escuchar el relato de sus peregrinaciones. Gregorio es todo ojos y oídos ante esos mensajeros del otro lado del mundo. Su sueño sería imitarlos un día, lo antes posible. Ambular sin fin, con una mochila a la espalda y un palo en la mano, mendigar su subsistencia al azar de los caminos y, al mismo tiempo que descubre nuevas comarcas, enseñar la palabra de Dios a los desconocidos. Poco importa que sea un ignorante analfabeto: piensa que en él hay una fuerza, una ciencia infusa que le han sido dadas por el Altísimo durante la enfermedad de la que estuvo a punto de morir. Lo exaspera ser todavía demasiado joven para escabullirse de su familia. Pero los años pasan. El niño se convierte en un adolescente inestable, propenso a ensoñaciones que parecen más bien alucinaciones. A la larga, persuade a sus progenitores de su vocación de peregrino y su padre, impresionado por esa convicción que se afirma de día en día, lo deja partir.
Gregorio empieza por visitar los santuarios locales, se acerca a los ermitaños de la región y se asombra de su miseria, su suciedad y las mortificaciones que se imponen para acercarse a los sufrimientos de Cristo. Al regresar de esas expediciones, se abstiene durante un tiempo de comer carne y renuncia a los dulces. Pero hay ciertas tentaciones a las que ni siquiera un alma bien templada puede resistir. A los diecinueve años conoce, en la fiesta del monasterio vecino de Abalatsk, a una joven seductora y juiciosa cuya cabellera rubia y los profundos ojos negros lo inflaman instantáneamente. Prascovia Dubrovina es cuatro años mayor que él. Se casan. Siguiendo la costumbre, la recién casada se instala en la casa de su suegro, viudo desde hace poco.
El matrimonio es tranquilo al comienzo, pero Prascovia se queja de que Dios tarda en bendecir su unión con un nacimiento. Ni las plegarias de Gregorio ni los ungüentos de la comadrona la curan de su esterilidad. Por fin, tiene un hijo. Gregorio exulta. ¡Ay! El bebé muere a los seis meses.
Ese duelo injusto subleva a Gregorio. Como para vengarse de una traición del Padre Eterno, se dedica a una vida de libertinaje y rapiñas. Él, el sobrio y fiel, bebe y se acuesta. Prascovia tiene sólo el derecho de callarse. En 1892 Gregorio es acusado de haber robado estacas de unas vallas. La asamblea de la aldea lo condena a una proscripción de un año. Él aprovecha para ir en peregrinación al monasterio de Verkhoturié, a cuatrocientos kilómetros al noroeste de Pokrovskoi. Emprende ese largo y penoso viaje sin cólera, con espíritu de penitencia y curiosidad. Tiene veintitrés años. Sin duda está cansado de la rutina de la casa paterna y de las quejas de Prascovia. Decididamente, ésta no sirve más que para comadrear y ocuparse de las tareas domésticas. ¿Pero dónde está el alma? Gregorio tiene, como dicen en Rusia, una "naturaleza libre". Después de años de una existencia casera, vuelve a experimentar el deseo de cambiar de horizonte, de lavarse el corazón frecuentando algunos ermitaños sapientísimos y de probarse a sí mismo que es capaz de andar con los pies sangrantes en busca de la verdad. En los alrededores de Verkhoturié le indican la presencia de un asceta, el staretz Macario, que vive solitario en la selva y se encadena para mortificar su carne. Según la creencia popular, el staretz no siempre es un monje. Puede ser un hombre de condición modesta que ha recibido de Dios el don de esclarecer a sus semejantes. Todo lo que se le pide es que tenga una videncia sobrenatural y que alivie con sus palabras las penas y las dudas de quienes imploran su consejo. Como máximo, su conocimiento de las Sagradas Escrituras debe ser igual a su conocimiento del corazón humano. Cuanto más simple y mísero es él mismo, mayor es su poder sobre los pecadores que solicitan su bendición.
Como muchos antes que él, Gregorio experimenta con gratitud y admiración el ascendiente de Macario. El staretz le enseña los rudimentos de la lectura y la escritura, lo ayuda a descifrar la Biblia y le habla del otro mundo con tanta elocuencia que, al volver a la aldea, Gregorio está transformado. Hay quienes hasta dicen que se nota en él una chifladura, que tiene "una vena de loco". En su rostro aparece a menudo una expresión extraviada. Está tan nervioso que gesticula y se persigna mientras entona cánticos. Unas veces abatido, otras sobreexcitado, pronuncia frases incoherentes, tropieza con las palabras, tartamudeando, y a cada instante invoca la voluntad divina. Prascovia tiene la impresión de que su marido no es del todo un hombre ni del todo un santo. No se atreve a oponerse a la necesidad de huir de la casa que él proclama de cuando en cuando. Incluso cuando va y viene por la isba, se siente que está en otra parte. Como Macario le había asegurado que encontraría la salvación en el vagabundeo, se lanza de nuevo a los caminos.
Va sin una meta precisa, de monasterio en monasterio, duerme entre los monjes o en casa de campesinos y se alimenta al azar de las mesas, agradeciendo a quienes lo hospedaron con oraciones y prédicas. Convertido en un vagabundo, en un strannik, sus viajes lo llevan cada vez más lejos. Realiza así un peregrinaje por el norte de Siberia, al monasterio de Bolok. Luego, en 1893, decide ir con su amigo Dimitri Petchorkin a Grecia, al monte Athos, la montaña santa, patria de los monjes más virtuosos y severos: Es una larga caminata a través de un país cuya lengua desconoce. Pero eso no disminuye su alegría por todo lo que ve, por todo lo que oye en esos asilos de la piedad ortodoxa. Subyugado por la regla de los cenobitas, Petchorkin decide permanecer en la cofradía, pero Gregorio, más tentado por las sorpresas de los grandes caminos que por las delicias espirituales del ascetismo, vuelve a partir en su búsqueda de paisajes y criaturas.
De regreso en Rusia, luego de la experiencia griega, todavía visita a lo largo de tres años la laura de la Trinidad San Sergio de Kiev, las islas Solovki, Valaamo, Sarov, Porchaev, la ermita de Optina, Nilov y otros lugares santos y milagrosos reverenciados por la Iglesia. De todos modos, siempre se las arregla para aparecer en Pokrovskoi en el curso del verano. Durante esos breves regresos al hogar, participa en los trabajos de la granja y el campo, cosecha y seca el heno con su padre y cumple con sus deberes conyugales hacia su mujer. En esos períodos de vida familiar recupera fuerzas para efectuar nuevas peregrinaciones. Por añadidura, sus escalas en Pokrovskoi tienen por resultado dejar embarazada tres veces a Prascovia: Dimitri nace en 1895, Matriona -llamada Maria- en 1898 y Varvara en 1900.
Esta triple paternidad lo alegra, por cierto, pero lo que para él cuenta ante todo es la propagación de la santa palabra. A partir de sus visitas a los diferentes lugares sagrados de la ortodoxia, se siente designado para una misión todavía confusa pero imperiosa: trasmitir a los demás la luminosa certeza que lo habita. Un rumor de confianza lo rodea. Numerosos lugareños lo consideran un sanador de almas y cuerpos. Alentado por esa popularidad, alquila una casa cercana a la suya y agranda el sótano para hacer en él una especie de oratorio subterráneo. Ayudado por algunos vecinos, instala bancos de piedra a los lados y excava nichos en las paredes para depositar en ellos las humildes reliquias traídas de sus viajes. En esa capilla secreta recibe a todos aquellos que sienten la necesidad de ser reconfortados por su voz.
En esos encuentros místicos se reúnen sobre todo las mujeres. En ellos se discuten versículos del Evangelio, se comentan las desdichas de cada uno, se busca el alivio por medio de la oración. Luego, entusiasmo mediante, los adeptos dan libre curso a su amor por el prójimo y se intercambian besos entre "hermanos" y "hermanas". Puede ocurrir también que se vaya en grupo a los baños de vapor o sudaderos. Allí, hombres y mujeres juntos, se dedican a abluciones purificadoras en medio del calor y el vapor. Tal como es costumbre en los baños públicos, se azotan ligeramente para activar la circulación de la sangre. A veces también hacen el amor extraconyugal, en el suelo mojado y bendiciendo a Dios por el placer que proporciona así a sus miserables criaturas.
Pero en la aldea no hay sólo discípulos de Rasputín. Hay quienes piensan que pasa los límites y pacta con el Maligno. Los ecos de esas saturnales se propagan por los alrededores. Inquieto por los desbordes de sus feligreses y por la competencia que le hace Gregorio con sus prédicas, el pope Pedro Ostrumov redacta, en 1901, un informe dirigido a monseñor Antonio, obispo de Tobolsk. Denuncia claramente a Rasputín como perteneciente a la secta de los khlysty, los flagelantes. Acusación de una gravedad capital porque esa secta, nacida en el siglo XVII, después de la revisión de los libros litúrgicos por el patriarca Nikon, no reconoce los nuevos ritos de la Iglesia Ortodoxa.
En sus comienzos, la moral de los khlysty era de un ascetismo estricto. Pero sus asambleas daban pretexto a "fervores" que no tardaron en degenerar en orgías. Primero se procedía a ejecutar danzas rítmicas. Hombres y mujeres, vestidos con túnicas blancas, giraban sobre sí mismos cada vez más rápidamente, alrededor de una pila de "agua bendita", hasta provocar escenas de histeria que correspondían al "descendimiento del Espíritu Santo". En el paroxismo de esos transportes, los cuerpos se buscaban al mismo tiempo que las almas. Y la ceremonia terminaba a menudo con flagelaciones y cópulas colectivas. Al entregarse a esos éxtasis "en montón", los cismáticos no apuntaban a una simple satisfacción erótica sino más bien, según ellos, a la destrucción del pecado por el pecado. Se elevaban hacia Dios hundiéndose en el lodo. Maldecidos por la Iglesia, debían esconderse para escapar de las persecuciones. Pero, a pesar de todos los esfuerzos del clero y de la policía, la herejía se propagaba cada vez más profundamente en el país.
No es seguro que los discípulos de Rasputín hayan llegado tan lejos en su provocación y su licencia. En todo caso, el sacerdote enviado por monseñor Antonio para hacer averiguaciones al respecto se muestra tranquilizador. Ni en ocasión de su visita al oratorio subterráneo ni cuando inspeccionó los baños de vapor encontró huellas de las bacanales descritas por el padre Pedro Ostrumov. Rasputín no es arrestado por falta de pruebas. No obstante, su legajo es conservado en los archivos del obispado para ser trasmitido al Santo Sínodo, en San Petersburgo, en caso de que las quejas se repitan.
Mientras tanto, Rasputín continúa reuniendo a "hermanos" y "hermanas" que experimentan la necesidad de recibir a Dios tanto en la falta como en la gracia. Sin duda Prascovia, demasiado juiciosa y demasiado inocentona, no participa en las prácticas de los iniciados. Pero aun sospechando que Gregorio profesa una religión personal, no piensa criticarlo ni vigilarlo. Por principio, un marido tiene todos los derechos. Y el suyo tiene tal fuego en la mirada que no puede ser otra cosa que un apóstol moderno en la Tierra. Su deber de esposa consiste en no contrariarlo. Por otra parte, él seguramente está en lo cierto, puesto que sus enseñanzas se extienden como una mancha de aceite en la región. Su sótano está abierto a todos los que buscan paz interior. Él les enseña los cantos y las danzas rituales de los khlysty y, a medida que adquiere seguridad, formula más netamente su doctrina, inspirada en la de la secta: el Mal es necesario para que triunfe el Bien. El Señor ama a sus criaturas sólo si se han purificado después de un baño en el pecado. Esta teoría tolerante está de acuerdo con el temperamento robusto y primitivo de Gregorio. Incapaz de castidad y sobriedad, decide que los placeres terrenos son agradables al Padre Eterno. ¡En todo caso, más agradables que la virtud extenuante del justo! ¿Qué sería el arrepentimiento si no hubiera caída? Sólo el que está de rodillas en el estiércol puede levantarse con alguna probabilidad de encontrar la mirada consoladora de Dios. Es Dios quien empuja a su servidor Gregorio a fornicar, a emborracharse, a bailar hasta el agotamiento. Cuando haya tomado esa purga, volverá a ser digno, por algún tiempo, de oír los consejos llegados de lo alto. Sin embargo, en la aldea se vuelve a murmurar acerca de él. Un olor a chamusquina flota en el aire alrededor de la casa de Rasputín. ¿No habrá una segunda denuncia?
Escarmentado por la visita del sacerdote investigador, Rasputín estima prudente alejarse y vuelve a partir para un largo viaje. Durante casi tres años sus recorridas piadosas lo llevan de ciudad en ciudad, de Kiev la santa, cuyas catacumbas visita, a Kazan, sede de una de las academias teológicas de Rusia. En esta última ciudad, llena del murmullo de las plegarias y del tañido de las campanas, conoce a un peletero que, impresionado por su mirada penetrante y su elocuencia torrentosa, le presenta a algunos amigos eclesiásticos: el padre Miguel, del gran seminario; el vicario Crisanto, jefe de la misión rusa en Corea, y el obispo Andrés. Seducido por los vaticinios de ese recién llegado, inculto e inspirado a la vez, el padre Miguel le aconseja dirigirse a la Academia de Teología de San Petersburgo donde, seguramente, encontrará oídos atentos. A fin de abrirle todas las puertas, hasta le da una carta de recomendación para el archimandrita Teófanes en persona. El documento especifica que el nombrado Gregorio Rasputín es un staretz seguro y un vidente sincero.
Provisto de ese viático, Rasputín no duda más. ¡Están olvidados el episodio de los khlysty, los chismes de los vecinos y la envidia del insignificante pope de la parroquia! Puesto que la Iglesia oficial lo apoya, no debe reparar en pequeneces sino salvar los obstáculos y conquistar la capital. Sin embargo, en su espíritu, no se trata de una maniobra ambiciosa. Lo que lo atrae no es el esplendor de San Petersburgo sino la extraordinaria concentración de hombres santos que allí tienen autoridad. Junto a ellos podrá perfeccionar sus dones de sanador y su conocimiento de la verdadera religión. Está convencido de que todo lo que emprenda de allí en adelante se hará por la mayor gloria de Dios. Lleva consigo algo de dinero de su casa. Lo suficiente para pagarse un viaje por barco y por tren sin tener que caminar ni mendigar en el trayecto. Una nueva vida empieza para él y, tal vez, piensa, para la piadosa y bienaventurada Rusia.
La misma indiferencia con respecto al qué dirán lo guía en sus modales en la mesa. Fiel a su voto de juventud, no come carne ni dulces. El pescado es su plato preferido. Toma la sopa con gran ruido y come de buena gana con los dedos. Le gustan también los huevos duros, las legumbres y el pan negro espolvoreado con sal y bebe té a toda hora. A pesar de su aspecto desaliñado, es relativamente aseado. La práctica campesina de los baños de vapor lo hace hasta más cuidado que muchos habitantes de la ciudad.
Desde el primer momento está, por supuesto, impresionado por el bullicio enorme de San Petersburgo, la altura y la belleza de los edificios, el esplendor de las iglesias, el lujo de los comercios y los carruajes, la apariencia importante de los transeúntes, la profusión de uniformes y esa conciencia difusa de la omnipotencia imperial. Ya sea que uno se encuentre en la calle o dentro de una casa, es imposible ignorar que el Zar, los ministros, los gendarmes están por todas partes, ven todo, oyen todo. En Pokrovskoi, uno está a mil leguas del poder; aquí se descubre su presencia como un olor en el aire que se respira. Hay que acostumbrarse si se quiere salir airoso. ¿De qué? Rasputín no lo sabe muy bien. Pero como en Verkhoturié, en Kiev, en Kazan, confía en Dios, que ha prometido guiarlo por la buena senda. Para empezar, se dirige a la laura de San Alejandro Nevski, se inclina ante las reliquias y hace celebrar una misa que le cuesta tres copecs más otros dos copecs por el cirio. Así reconfortado, parte al asalto de los medios eclesiásticos de la capital.
Gracias a su carta de recomendación, es recibido por monseñor Teófanes, inspector de la Academia de Teología de San Petersburgo. Este prelado, de un misticismo ardiente y riguroso, se siente sorprendido por el entusiasmo primitivo de su visitante. Cansado de los sacerdotes mundanos, ve en él un producto puro del suelo ruso, un cristiano de los primeros tiempos, cercano a las enseñanzas de Jesús. No un hombre de la Iglesia sino un hombre de Dios. El hecho de que se trate de un campesino sin modales, que se expresa en un lenguaje inculto, lo hace aún más creíble a los ojos del archimandrita. Hace mucho tiempo que las autoridades eclesiásticas buscan un modo de sacudir la conciencia de la alta sociedad, que ha perdido, a causa de las influencias occidentales y los excesos de la civilización, el sentido de los verdaderos valores de la ortodoxia. Para conducir a esa gente demasiado civilizada a la fe de sus ancestros es necesario un embate espiritual. ¿Y no es Rasputín el que puede llevarlo a cabo? ¿No es el hombre providencial que reconciliará a los incrédulos con el Cielo y al pueblo con el Zar? De pronto, Teófanes siente la certeza de tener al alcance de la mano al despabilador de almas que hace años está reclamando en vano. Convoca a eminentes representantes del clero para examinar al fenómeno. Alternativamente el obispo Sergio, rector de la Academia de Teología; el padre Benjamín, encargado de los cursos de instrucción religiosa; el obispo Hermógenes, portavoz de la ortodoxia, y el Jerónimo Eliodoro (cuyo verdadero nombre es Sergio Trufanov) se muestran subyugados por las virtudes del predicador en caftán y botas llegado hace poco de Siberia. El recién venido conoce los textos sagrados y comenta sus misterios y sus evidencias en un tono de rusticidad vigorizante. La originalidad de su aspecto y sus palabras lo harían el campeón ideal de la causa de Cristo ante un público hastiado. Es la encarnación del terruño ruso, de la conciencia popular rusa… Lo juzgan digno de ser presentado inmediatamente al padre Juan de Cronstadt, a quien todo el país venera como un santo.
Después de pasar cinco meses en la ruidosa e inquieta San Petersburgo, siente la necesidad de sumergirse en la paz de los campos para poner orden en sus ideas. En enero de 1904 retoma el camino de Pokrovskoi. Allí se reencuentra con las vastas planicies nevadas, el silencio, la soledad, su familia, que lo recibe como a un héroe de la fe, y el pequeño oratorio subterráneo que acoge cada vez más fieles.
Sin embargo, poco después de su partida para Siberia, Antonio, el obispo de Tobolsk, llega a San Petersburgo. Al oír a los miembros del clero cantar alabanzas a Rasputín, pierde la paciencia. Los informes que ha obtenido en el ínterin mencionan numerosos escándalos causados por el pretendido staretz en las aldeas e incluso en Kazan. El rumor público acusa a Rasputín de llevar una vida disoluta y de "cabalgar a las mujeres" con el pretexto de prepararlas para las alegrías de la comunión con el Señor. A pesar de esos motivos de queja detallados, Teófanes persiste en la idea de que su protegido es un vidente. Con algunas debilidades, puede ser… ¿Pero quién no las tiene? En todo caso, por sus creencias simples y su lenguaje directo, es más indicado que cualquiera para paliar las influencias deletéreas que se propagan entre la aristocracia, en la corte y a la sombra del trono.
En realidad, cuando hace ese cálculo, Teófanes tiene en cuenta sobre todo la extraña conducta de la emperatriz Alexandra Fedorovna y de su círculo, cuyas desviaciones místicas lo inquietan. Estima indispensable y urgente que las más altas figuras del Estado dejen de prestarse a las maniobras de ciertos magos, de ciertos espiritistas, y que vuelvan al seno de la ortodoxia. Rasputín ha llegado a tiempo para asumir la función de pastor congregador. ¡Que vuelva entonces lo antes posible a San Petersburgo! Eso se le hace saber discretamente. Y, a comienzos de 1905, está de regreso en la capital.
A instigación de Teófanes, Rasputín es recibido por algunas familias de la alta burguesía y de la nobleza. El monje Eliodoro, que se ha convertido en su guía, lo presenta a Olga Lokhtina, esposa de un ingeniero consejero de Estado. Ella sufre de neurastenia y los médicos que se sucedieron han renunciado a curarla. Rasputín, al verla, descubre de entrada las raíces de su melancolía. Le habla largamente, paternalmente, y, como ella desfallece al solo sonido de su voz, termina por decidir que no podrá desembarazarla de sus tristezas y sus angustias crónicas más que poseyéndola no sólo moralmente sino también físicamente. El remedio resulta de maravillas. La experiencia ha enseñado a Rasputín que, en la gimnasia del acoplamiento, no hay diferencia entre una campesina y una mujer de mundo. Ya sea que dispongan de un lecho con sábanas bordadas o de un jergón recubierto con una tela ordinaria, el secreto de su goce es el mismo. Basta con contentarlas en su carne para saciar, al mismo tiempo, su sed de absoluto.
El 1º de noviembre de 1905, Militza recibe, en su residencia de Znamenka, al Emperador y la Emperatriz. Con la impetuosidad audaz de una catecúmena, les presenta a su famoso protegido. Puesto en presencia de los soberanos, Rasputín no se sorprende ni se turba. Piensa que todo se desarrolla según la voluntad divina. Cada uno tiene su papel en la Tierra. Nicolás es zar, Gregorio es staretz. Ambos se necesitan mutuamente. Siempre con su caftán y sus botas de mujik, Rasputín tiene conciencia de ser, ante el Emperador, una encarnación de la Rusia viviente. Sin dudar, lo tutea y lo llama batiuchka, "padrecito"; y tutea también a Alejandra Fedorovna. Ella se estremece ante tanta impertinencia y simplicidad. Con complacencia, él habla a Sus Majestades de Siberia, de la existencia oscura en las aldeas, de la miseria y la infinita paciencia de la gente humilde, en fin, de la presencia de Dios en los menores acontecimientos del día. Nicolás II está encantado con ese intermedio místico-popular. Esa misma noche anota en su diario íntimo: "Conocí a un hombre de Dios, Gregorio, de la gobernación de Tobolsk".
Cuando vivía en su lejana provincia, Rasputín ignoraba casi todo acerca del Zar. Para él, Nicolás II era una especie de entidad superior, nimbada de misterio y con un poder sin límites. Pero en San Petersburgo, gracias a los ecos de los salones y de la calle, se forja poco a poco una imagen más precisa de la pareja imperial. Lo que le revelan sus diferentes interlocutores lo asombra y lo inquieta.
Están los que, como él, se rehusan a criticar al monarca y los que, en voz baja, no dudan en sugerir que Nicolás II no es más que un buen hombre sin voluntad, dominado por su mujer, y que prefiere la vida de familia, tranquila y discreta, a los fastos y las responsabilidades del poder. Se susurra que desde el comienzo de su reinado han aparecido signos nefastos sobre su cabeza. Apenas se había comprometido, muy joven, con la princesa alemana Alix de Hesse-Darmstadt, cuando su padre, Alejandro III moría a los cuarenta y nueve años de una afección renal. La joven se dirigió a Crimea, donde permanecía el Zar enfermo, justo a tiempo para recoger su último suspiro. Era una protestante ferviente y tuvo que abjurar de su fe para convertirse en una verdadera gran duquesa ortodoxa con el nombre de Alejandra Fedorovna. En ocasión del entierro del Zar en San Petersburgo, el 7 de noviembre de 1894, apareció cubierta con velos de duelo, lo que incitó a las malas lenguas a decir que, llegada al país "detrás de un féretro", era "un ave de mal agüero". Y, muy pronto, los hechos parecieron justificar esa aserción. Durante las fiestas de la coronación de Nicolás II, en mayo de 1896, cuando la multitud se apiñaba en el campo de la Khodynka, las planchas dispuestas a través de los fosos cedieron bajo el peso de los visitantes y más de dos mil personas murieron asfixiadas o aplastadas. Con el propósito de minimizar el desastre, los allegados del nuevo emperador le aconsejaron asistir al baile programado para esa noche en la Embajada de Francia. Pero, entre el público, muchos interpretaron esa decisión como una muestra de indiferencia con respecto a las víctimas de la Khodynka. "El Zar y su esposa" decían, "bailan sobre cadáveres." Más tarde, la opinión popular le reprochó también los atentados terroristas que no sabía impedir, la inútil matanza de la guerra contra el Japón, la inexcusable masacre de manifestantes en ocasión del "domingo rojo"…
Ya sea por mala suerte o por errores de criterio, parece que Nicolás II no puede emprender nada que no esté destinado al fracaso. Sin embargo, con la tozudez de los débiles, se rehusa a modificar su línea de conducta. Su idea fija es mantener, cueste lo que cueste, las bases de la dinastía y no ceder ni una parcela del poder que le han legado sus abuelos. Rasputín, monárquico fiel, no piensa censurarlo. Pero se pregunta si el soberano está bien secundado por su esposa. También se mantiene informado de lo que se dice de ella en los salones. Todos elogian su belleza, su dignidad, su rectitud moral, pero se cuenta que es excesivamente nerviosa, que siente horror hacia el mundo y las obligaciones protocolares, que es feliz sólo entre su marido y sus hijos y, por fin, que sus aspiraciones místicas la han llevado a rodearse de videntes y sanadores todos igualmente sospechosos. Se cita a un francés, el maestro Philippe de Lyon, magnetizador extralúcido, iunto con unosyurodivy, especie de inocentes semiidiotas que pretenden ser visitados por el Señor, como por ejemplo el tartamudo Mitia Koliaba, la loca Daria Osipova, el epiléptico Pacha, el peregrino Antonio, el pies-descalzos Basilio… El trato con estos impostores no impide que Alejandra Fedorovna rece ardiente y tradicionalmente en su oratorio decorado con numerosos iconos. Ya sean aprobadas por la Iglesia o nacidas de su imaginación enfermiza, todas las vías le parecen buenas para llegar a Dios.
Cuando la ve por primera vez en casa de la gran duquesa Militza, Rasputín adivina en seguida en ella la agitación de una naturaleza inquieta dada a los signos del más allá. Representa exactamente el tipo de mujeres que buscan su enseñanza. Pero él estima no tener nada en común con los charlatanes que hasta entonces han desfilado ante ella. Al contrario, él está dotado por Dios de un verdadero poder sobre los seres. Si lo dudara, el testimonio de los eclesiásticos que lo han distinguido bastaría para convencerlo de su vocación. Lamenta que la Emperatriz, que es seguramente una dama de clase, no recurra a él para que la libre de sus penas y sus angustias. Su método es simple. Mientras que la mayoría de los pretendidos sanadores imponen las manos o hacen pases magnéticos, él se contenta con orar con mucha intensidad pensando en el hombre o la mujer que se ha prometido a sí mismo salvar. Toma sobre sí el mal de aquellos que solicitan su ayuda. Los alivia de su fardo cargándolo sobre sus propios hombros. Por lo tanto, no es un médico cualquiera del espíritu sino un intercesor que tiene la suerte de saber atraer la atención del Señor sobre las miserias de aquí abajo. Al menos es así como se considera, sin orgullo ni falsa humildad. Lo que le interesa es el combate de las almas. Pues el alma manda al cuerpo. Y quien alivia el alma alivia el cuerpo por añadidura.
Esta toma de conciencia de sus facultades excepcionales incita a Rasputín a decirse que el Zar y la Zarina, decididamente, ya no pueden privarse de su mediación ante Dios. En este momento son como dos náufragos sacudidos por la tempestad. Las huelgas en San Petersburgo, las sediciones en Moscú, la huida de los ministros, la agitación charlatana de la Duma, todo irrita la opinión pública y, de rebote, atormenta a los soberanos. Rasputín no se ocupa en absoluto de política, pero no puede permanecer indiferente ante la confusión en que imagina sumida a la pareja imperial ante las dificultades de la hora.
Por fin, en julio de 1906, le es dado encontrar varias veces al Zar y la Zarina en el palacio Znamenka, de la gran duquesa Militza, y en Sergueieva, residencia de verano de la gran duquesa Anastasia. Esta última, recientemente divorciada del duque de Leuchtenberg, desea volver a casarse con su cuñado, el gran duque Nicolás Nicolaievich. Pero la Emperatriz, que es de un puritanismo de hierro, se muestra hostil a esa unión, cuya consecuencia sería la introducción de una divorciada en la familia. Anastasia y Militza cuentan con Rasputín para hacerla ceder. Él se desempeña a más y mejor en esa tarea ingrata, llegando a declarar que ese casamiento "del hermano y la hermana" contribuiría "a la salvación de Rusia". Alejandra Fedorovna lo escucha, pero no se decide a pronunciarse y entibia sus relaciones con Anastasia para castigarla por desafiar así las conveniencias sociales.
A pesar de este logro a medias, Rasputín hace llegar al Zar una carta del padre Iaroslav Medvedev, confesor de Militza de larga data, que solicita una audiencia oficial para el staretz Gregorio, que ha traído de Siberia un icono de san Simón de Verkhoturié destinado a Sus Majestades. El 15 de octubre de 1906, Nicolás II recibe a Rasputín en su palacio de Tsarskoie Selo. Lo rodean su esposa y sus hijos. Toman el té. Gregorio se siente en el colmo de la felicidad. Por fin accede al pináculo. Entrega al Emperador el icono milagroso y conversa libremente con la familia.
Mientras conversa, observa a su gente. La Emperatriz, que es de elevada estatura, posee una belleza fría, un porte altanero, una abundante cabellera rubia y ojos azules llenos de una gran dulzura, pero, ante la menor emoción, su rostro se llena de manchas rojas. No ha de saber controlar sus nervios. Su actitud desdeñosa se debe, con seguridad, a una extremada timidez. Eso no le impide ser categórica en sus juicios. Considera que la sociedad de San Petersburgo es inmoral, fútil, y lo dice sin ambages. A su lado, el Emperador parece pequeño y borroso. Tiene un lindo rostro, con barba cuidada y mirada inexpresiva. Es probablemente un hombre de raza, un buen marido, un buen padre de familia, ¿pero es un buen soberano? En todo caso, no tiene el aire de un conductor de pueblos: más bien de un oficial elegante, bien educado, que tiene por delante una carrera mediana en una guarnición de provincia. Es evidente que necesita que velen por él y que lo aconsejen en los momentos cruciales. Las cuatro grandes duquesas, de las que la mayor, Olga, tiene once años y la menor, Anastasia, cinco, son encantadoras. En cuanto al heredero del trono, de dos años de edad, todavía no es más que un niñito. Pero de aspecto paliducho y esmirriado. Su madre lo contempla con mirada ansiosa. Rasputín lo bendice así como a sus hermanas y sus padres. Luego se retira con lentitud y dignidad. La audiencia ha durado una hora. "Ha visto a los niños y ha conversado con nosotros hasta las siete y cuarto", anota Nicolás en su diario íntimo.
Militza está encantada del éxito de su maestro espiritual ante Sus Majestades. En diciembre del mismo año, la Emperatriz le pide que presente a Rasputín a su mejor amiga, la dama de honor Anna Taneieva, hija del jefe de la cancillería privada del Emperador. Un profundo afecto une a la Zarina con esa tonta charlatana de veintidós años, regordeta, ignorante y exaltada que, siguiendo su ejemplo, se apasiona por las manifestaciones del más allá. Como Anna acaba de comprometerse con el teniente de navio Alejandro Vasilievich Vyrubov, se le pide a Rasputín que dé su opinión sobre el porvenir del futuro hogar. Después de haberse concentrado, según acostumbra, declara de mala gana que no ve nada claro en la unión proyectada.
A pesar de esa advertencia, la boda tiene lugar. La pareja se instala en Tsarskoie Selo, en una casita blanca, a tres minutos de camino de la residencia imperial. Una línea telefónica que une la villa al palacio permite a Alejandra Fedorovna y Anna conversar largamente, a distancia, mientras llega el momento de su encuentro casi cotidiano. Anna no tarda en confesar a su amiga y protectora que no es feliz. Su marido, a quien ella idealizaba en sus sueños, es un desequilibrado, un borracho y un impotente que le niega las alegrías del amor conyugal. Después de un año y medio de vida en común, el matrimonio es anulado por la Iglesia por no consumación. Sin embargo, Anna continúa viviendo en Tsarskoie Selo. Está impresionada por el acierto de las predicciones de Rasputín, que le ha revelado, en el momento de su compromiso, el desencanto que la afligiría tarde o temprano. Está dispuesta a creer en adelante en las menores palabras del mago. Y la Zarina no está lejos de compartir su confianza.
Poco después, la gran duquesa Anastasia, ya divorciada del duque de Leuchtenberg, se casa con el gran duque Nicolás Nicolaievich. Aunque ha dado su consentimiento a esta alianza, la Emperatriz, herida en sus principios de moralidad y dignidad, se aleja de las dos hermanas montenegrinas que, decididamente, son demasiado ligeras de cascos. No obstante, conserva toda su estima por el hombre que le habían recomendado. Por otra parte él también, por diplomacia, toma distancia con respecto a Anastasia y Militza. Su objetivo sigue siendo la familia imperial. Piensa que, a menudo, los grandes de esta tierra toleran sufrimientos que sobrepasan los que sufren los humildes. Entre la gente circulan rumores acerca de la salud endeble del zarevich. Se afirma, en secreto, que tiene hemofilia. Esta afección congénita, trasmitida únicamente por las mujeres y que ataca sólo a los varones, salvo raras excepciones, se manifiesta por una deficiencia del proceso de coagulación. El menor golpe basta para provocar una hemorragia en el enfermo. La sangre acumulada en los tejidos o en las articulaciones ocasiona dolores insoportables. Renuentes a utilizar la morfina en grandes dosis, los médicos bajan los brazos y esperan el fin de la crisis. Se cree que la reina Victoria de Inglaterra, abuela de la Zarina, portaba el germen misterioso de esta enfermedad. La ha trasmitido a varios de sus descendientes, entre ellos, la que se convertiría en emperatriz de Rusia. Al enterarse de la hemofilia de su hijo poco después de su nacimiento, Alejandra Fedorovna quedó aterrada. Aun ahora, se siente culpable ante Rusia entera de haber traído al mundo un niño de complexión tan frágil. El temor de un desenlace fatal o de una invalidez definitiva domina sus días y sus noches. Tiembla cuando Alexis se golpea la rodilla o se rasguña un dedo. La incapacidad de los doctores más eminentes para curarlo o simplemente aliviarlo la persuade de que sólo Dios puede operar ese milagro. Cada vez más a menudo su pensamiento vuelve a Rasputín.
Hacia fines de octubre de 1907, cuando la familia imperial está instalada por el otoño en Tsarskoie Selo, Alexis se cae mientras juega en el jardín y se queja de violentos dolores en una pierna. Al comprobar que el edema le estira la piel, Alejandra Fedorovna es presa del pánico. Los médicos, llamados en seguida, prescriben baños de barro caliente y ponen al niño en cama. Es inútil. A la desesperada, la Emperatriz convoca a Rasputín. Después de todo, según los rumores, no es solamente un confidente de almas sino también un sanador de cuerpos. El llega al palacio a medianoche. La importancia de la intervención que se le encomienda no lo perturba. Como de costumbre, aparta los remedios recomendados por los médicos, se sienta a la cabecera de la cama y ora. Ni una vez roza al niño con sus manos, pero lo mira intensamente. Su meditación es larga, profunda, silenciosa. La Emperatriz, con los nervios crispados, se contiene para no interrumpirlo. Poco a poco, Alexis cesa de gemir y se distiende. Cuando Rasputín se aleja, el niño se ha tranquilizado. ¿Es la presencia del hombre barbudo, de ojos fijos, lo que ha terminado por calmar el sufrimiento del zarevich o hay que atribuir el aplacamiento a una evolución normal de la enfermedad? De todos modos, a la mañana siguiente, el paciente sonríe a su madre. El edema se ha reabsorbido. Alrededor del pequeño lecho los allegados pregonan que se trata de un milagro.
De todos modos, la noticia de ese acceso de hemofilia es mantenida en secreto. Según las consignas impartidas por el Zar, la salud de los miembros de la familia imperial debe estar al abrigo de cualquier indiscreción. Pero, ¿cómo impedir que los sirvientes hablen? En la ciudad, algunas personas ya saben que Rasputín ha curado al zarevich. Para los escépticos, se trata de un fenómeno de magnetismo, de sugestión sobre el espíritu del enfermo. Para los creyentes, Dios ha elegido al staretz siberiano como instrumento de su voluntad junto a la humanidad sufriente. En cuanto a Rasputín, está sinceramente convencido de que los poderes eternos se expresan a través de él cuando se esfuerza por aliviar a sus semejantes. Por medio de un acto de amor hacia el paciente, le trasmite su confianza en la curación y por otro acto de amor, esta vez hacia el Cielo, incita al Señor a ayudarlo en su empresa salvadora. En suma, el movimiento de su espíritu es doble en esos momentos: una zambullida en la conciencia de aquel que se le entrega y una ascensión hacia Aquel de quien todo depende aquí abajo.
Sea como sea, el renombre del taumaturgo adquiere una nueva dimensión. El es el único que no se sorprende. A partir de ese día, concurre a menudo al palacio. Para no divulgar esas visitas de un simple mujik a la familia imperial, los soberanos lo hacen subir por la escalera de servicio. Sin embargo, las reglas de seguridad exigen que su paso sea inscrito en los registros de cada uno de los puestos de guardia antes que pueda acceder a los departamentos particulares. Generalmente llega antes de la comida y juega con Alexis, que, entre sus malestares, se muestra vivo y alegre. El niño le toma afecto y le da el apodo de Novy, "el nuevo". Ese sobrenombre divierte a Sus Majestades y Rasputín será autorizado oficialmente a añadir Novy a su apellido. Por otra parte, es muy consciente del honor que le hacen el Emperador y la Emperatriz al recibirlo en su intimidad. Pero no por eso deja de hablarles con franqueza y sencillez, llamándolos batiuchka y matuchka ('padrecito" y "madrecita"), según la costumbre campesina. Con ese comportamiento rústico, acentúa todo lo que lo opone a él, representante de las masas rusas, a los cortesanos sofisticados que hormiguean alrededor del trono. Al hablar así, de igual a igual, con Sus Majestades, sin testigos molestos, sin mediadores circunspectos, se yergue como campeón de la Santa Trinidad que debe asegurar la gloria de Rusia: el Zar, la Iglesia, el Pueblo. No hay salvación, dictamina, fuera de esa unión entre los principios monárquicos y religiosos por una parte y el terruño en el que se hunden sus raíces por otra. El pueblo es el humus necesario que soporta y nutre el árbol de la autocracia ortodoxa.
Alejandra Fedorovna lo comprende y lo aprueba. De origen alemán, y habiendo aceptado abandonar el protestantismo por amor hacia su novio, se ha consagrado a su nueva patria y a su nueva religión con un entusiasmo de prosélito. A favor de ese cambio de país y de fe, se pretende más rusa que los rusos de origen. Lo que busca hoy, como sedienta, no es la Rusia que se encuentra en los salones y que está desflorada, falseada por las maneras europeas, sino la verdadera Rusia, la de los sufrimientos humildes, las devociones ancestrales, los trabajos oscuros, las dulces tradiciones y las supersticiones irrazonables. Su imaginería personal se puebla con troikas en la nieve, canciones nostálgicas, reuniones alrededor de un samovar en una isba y fieles arrodillados ante un pope de campo. Cuanto más folclórica es su visión del país, más se siente llamada a amarlo y cuidarlo. Está convencida de que los frecuentadores de la corte la denigran a sus espaldas, mientras que la inmensa nación rusa, todavía prisionera de las tinieblas, la adora y la respeta. Y Rasputín le parece el auténtico mensajero de esa Rusia. A través de él, se comunica no sólo con el Dios de la Iglesia, sino también con el espesor humano de la provincia. Cuando lo ve, barbudo, rústico y con esa mirada penetrante, es toda la raza rusa la que se prosterna ante ella. Se sentiría desolada si él no llevara más la blusa campesina y las botas o si hablara con el lenguaje refinado de los aristócratas. Muy pronto, Rasputín adivina el ascendiente que ha adquirido sobre ella y se alegra como de una victoria. Pero, al mismo tiempo, se siente emocionado por esa soberana que sueña con acercarse a sus subditos más insignificantes y desprovistos. Si ella ha encontrado en él un guía, él descubre en ella una amiga, una hermana, a la vez frágil y omnipotente. Se jura protegerla y proteger al Zar contra los malvados que pululan hasta en los corredores del palacio. Puede hacerlo puesto que tiene a Dios en su manga.
Sin embargo, de cuando en cuando, deja la capital y va a fortalecerse el corazón en Pokrovskoi. Allí se reencuentra con su mujer y sus hijos, que lo han esperado con paciencia y se congratulan por su buen aspecto.Gracias al cielo, dice él, todo le sale bien. Se ha hecho construir una isba nueva, más grande y hermosa que la anterior, y luce orgullosamente una cruz pectoral obsequio de Nicolás II. Pero, acerca de esto último hay una dificultad: sólo los sacerdotes están autorizados a llevar la insignia sacerdotal. Además, según ciertos chismes de provincia, el staretz Gregorio se conduciría de manera desvergonzada con las campesinas que escuchan sus predicciones y sus prédicas. Advertido de esos rumores, el obispo de Tobolsk ordena un segundo registro en casa del pretendido mago en enero de 1908. Una vez más, el resultado de la investigación policial es negativo. Decididamente, a Rasputín sólo se le puede reprochar el hacerse pasar por un sanador y sucumbir a veces al demonio de la carne, siempre alabando a Dios. Por otra parte, se dice que ahora está tan cerca del trono que molestarlo sería una torpeza.
Como para apuntalar esta información, el obispo Teófanes en persona, convertido mientras tanto en confesor de la familia imperial, se dirige a Pokrovskoi enviado por la Zarina. Llega en la primavera de 1908, pasa quince días en la casa de su protegido, va a saludar al staretz Macario en su retiro, cerca de Verkhoturié, y, después de mantener largas conversaciones con los dos hombres, se convence de que Rasputín merece su reputación de santidad. En el curso de esas entrevistas, Gregorio ha cuidado de contarle que no sólo ha visto a la Santa Virgen, sino que los apóstoles Pedro y Pablo se le han aparecido mientras él labraba su campo. De regreso en San Petersburgo, Teófanes presenta a Alejandra Fedorovna el informe de su viaje y le confirma la pureza de costumbres y el don de segunda visión de Rasputín. Se declara seguro de que el muy piadoso Gregorio ha sido elegido por Dios para reconciliar definitivamente al Zar y la Zarina con la nación rusa.
Cuando Rasputín regresa a la capital, es recibido en el palacio con los brazos abiertos. En varios salones de la ciudad se llega hasta el delirio. Alojado en el domicilio de Olga Lokhtina, a cuya cama sigue rindiendo honores, Gregorio es objeto de un verdadero culto por parte de las mujeres de mundo exaltadas que frecuentan la casa. Entre ellas hay personalidades cercanas a la pareja imperial y hasta oficiales de la guardia inclinados al misticismo. Todas y todos rodean al staretz de una deferencia que roza la idolatría. Sus más simples palabras son para ellos como perlas que caen del más allá. No le falta nada, aunque no pide dinero a ninguno de sus adeptos. Se lo dan espontáneamente por el placer de pagar sus propias culpas, como se paga un cirio en la iglesia. Ya sea cinco rublos para sus pobres, ya sea cinco rublos para él. Los bolsillos llenos y la frente serena, agradece a sus generosos discípulos con predicciones nebulosas y comentarios ardientes del Evangelio.
Este ideal elástico seduce a los fieles de Rasputín, encantados de conjugar sus apetitos sensuales con las aspiraciones religiosas que anidan en ellos. A través de él, se expande el ánimo con la ilusión de que Dios ama ante todo el arrepentimiento de sus criaturas. Ahora bien, para que haya arrepentimiento, es necesario que haya pecado. De allí a pretender que Dios quiere el pecado no hay más que un paso fácil de dar. Según la lección de Rasputín, la falta es ofrecida por Dios, aprobada por Dios. Para agradarle hay que caer lo más bajo posible y confesarse en seguida, levantándose con humildad. ¡Oh, la santa alegría del remordimiento! Si el Mal no existiera, el Bien no tendría ningún sabor. Gracias a esta nueva Biblia de las caídas humanas y de su perdón, Rasputín se considera como el iniciador de una alianza entre los frutos de la Tierra y las luces del Cielo. Al contrario de los sacerdotes que amonestan y maldicen en nombre de Cristo, pretende conciliar lo que, antes de él, era inconciliable.
Ya se encuentre en San Petersburgo o en Pokrovskoi, es el mismo hombre. Pero, en su aldea, labra la glebla y la siembra, mientras que en la ciudad labra y siembra las almas. En los dos casos, piensa, Dios guía su gesto de honesto cultivador. Por lo tanto es normal que aquellos que él ilumina con su palabra lo hospeden, lo alimenten y lo ayuden a vivir sin que él necesite trabajar ni mendigar ni robar. Poco a poco, un mito erótico-religioso se ha creado alrededor de su persona. Se cuenta que tiene el poder no solamente de aliviar las conciencias sino también de contentar las carnes sedientas de amor. El rumor público le atribuye un sexo de dimensiones excepcionales. Constituido como un sátiro, tiene, dicen las damas que han podido disfrutar de sus favores, un corazón de santo.
Con el pasar de los meses, decide mejorar su aspecto. Podría renunciar a su ropa de mujik, ¿pero para qué? Sabe, por instinto, que así perdería la mitad de su influencia sobre la pequeña sociedad que cultiva su compañía. Toda esa gente pretendidamente evolucionada está muy contenta de codearse con un staretz de aspecto pintoresco y lenguaje recio para que él los decepcione cambiando de ropa. Simplemente, ahora lleva una blusa rusa de seda sujeta con un hermoso cinturón, un pantalón negro abullonado de buen corte y botas nuevas. Estas ligeras concesiones a la elegancia vestimentaria no empañan en nada la devoción que le testimonian. Tal vez hasta la ha aumentado, extrañamente. ¡Ya no se teme que ensucie el tapizado de los sillones al sentarse! Es a la vez civilizado y bárbaro. ¿Que más desear en un "hombre de Dios".
Soterrado en su aldea, espera que amaine la tormenta Para distraerse, decora su interior "como en la ciudad" y cuelga por todas partes, en las paredes, fotografías que lo muestran en compañía de los personajes más en vista del imperio. Por suerte, parece que en los lugares encumbrados han olvidado sus travesuras. Sin duda el Zar ha ordenado a la policía que suspenda la vigilancia. En el lado opuesto, Stolypin, que ha sugerido a Sus Majestades que no reciban más al staretz, ve su crédito ante el soberano sensiblemente comprometido. Ahora se lo recibe sólo muy espaciadamente, se le pone mala cara, no se tienen en cuenta sus advertencias.
Retomando energías, Rasputín pasa al ataque: vuelve a San Petersburgo a comienzos de 1909, pide una audiencia a Stolypin y le expone sus quejas: él no tiene nada que reprocharse, los investigadores han sido engañados por calumnias, su consagración a la Iglesia y a la familia imperial es sin tacha… Deseoso de no disgustar más aún al Zar, Stolypin hace redactar un informe donde mezcla verdad y mentira y cierra el legajo provisoriamente.
Recobrado su equilibrio, Rasputín piensa aprovechar la muerte reciente del padre Juan de Cronstadt para participar activamente en los asuntos religiosos del país y dar apoyo a la carrera de los eclesiásticos amigos. En primer lugar entre esos aliados de elección figura el Jerónimo Eliodoro. Éste, instalado en Tsaritsyn, se ha metido en dificultades al atacar al gobierno de la provincia, las autoridades locales y la nobleza, que, según él, por su excesiva tolerancia hacen el juego de los judíos, los francmasones y los revolucionarios de toda laya. En castigo por esos excesos de lenguaje, el Santo Sínodo lo desplaza a Minsk, donde su audiencia no será tan grande. No hace falta más para que Rasputín asuma su defensa. En su indignación "fraternal" llega incluso a abogar por la causa de ese demasiado fogoso partidario del conservadorismo ante Nicolás II. Al encontrarse con Eliodoro en casa de Anna Vyrubova, el Zar consiente en que vuelva a Tsaritsyn, de donde ha sido expulsado por sus superiores jerárquicos.
Poco después de ese intermedio, Rasputín se dirige, con el obispo Hermógenes, a Tsaritsyn, a casa de Eliodoro. El Jerónimo los recibe con todos los honores imaginables. Llega hasta a invitar al " staretz Gregorio" a presentarse ante sus propios feligreses reunidos en la iglesia y proclama: "¡Hijos míos, he aquí a su bienhechor! ¡Agradézcanle!". Ante esas palabras, toda la asistencia se prosterna, la frente contra el suelo. Se apretuja alrededor del "bienhechor", lo colma de palabras de adoración, le besa las manos como si fueran reliquias. Y él acepta esos homenajes con emoción y gratitud. Esa misma noche escribe una carta a Sus Majestades para informarles, en su jerigonza, del recibimiento triunfal que ha tenido en Tsaritsyn: "Muy queridos papá y mamá, unos mil (miles) de personas me siguen… Hay que dar una metro (mitra) al pequeño Eliodoro."
Luego parte de Tsaritsyn hacia Pokrovskoi. Esta vez Eliodoro lo acompaña. En el camino, Rasputín, en confianza, le habla del ascendiente que ha adquirido sobre las mujeres en general y sobre la familia imperial en particular. Para apoyar sus palabras, le muestra, en Pokrovskoi, las cartas de la Zarina y de las grandes duquesas. Son tan sorprendentes en su abandono y su ingenuidad que Eliodoro no puede creer a sus propios ojos. La Zarina, que tiene treinta y siete años, escribe: "Mi inolvidable amigo y maestro, salvador y consejero, ¡cuánto me pesa tu ausencia! Mi alma no encuentra paz y no me encuentro distendida más que cuando tú, mi maestro, estás sentado a mi lado, cuando te beso las manos y apoyo mi cabeza sobre tu santo hombro. ¡Oh, qué liviana me siento entonces y no tengo más que un deseo: dormirme eternamente sobre tu hombro y en tus brazos… Vuelve pronto. Te espero y sufro sin ti… La que te ama por la eternidad. M (Mamá)".
Olga (catorce años) escribe por su parte: "Mi inapreciable amigo, me acuerdo a menudo de ti y de tus visitas en las que nos hablas de Dios. Te extraño mucho y no tengo a nadie a quien confiar mis penas, ¡y tengo tantas penas, tantas…! Reza por mí y bendíceme. Te beso las manos. La que te quiere. Olga".
Y Tatiana (doce años): "Querido y fiel amigo, ¿cuándo volverás por aquí? ¿Te vas a quedar encerrado mucho tiempo en Pokrovskoi…? Arréglate para volver lo antes posible: tú lo puedes todo, ¡Dios te ama tanto…! Sin ti es triste, triste… Beso tus santas manos… Siempre tuya. Tatiana".
María (diez años) también se queja de la ausencia del padre Gregorio: "Por la mañana, desde que me despierto, saco de debajo de la almohada el Evangelio que me regalaste y lo beso. Siento como si te besara a ti".
En cuanto al pequeño Alexis (cinco años), se contenta con enviar al adivino hojas de papel con la letra A (su inicial) trazada torpemente en el medio de la página y adornada con flechitas.
Rasputín está orgulloso de desplegar ante Eliodoro esas pruebas de amor de la familia imperial. Eliodoro se prodiga en comentarios maravillados. Decididamente, piensa, el amigo Gregorio es o un enviado del cielo o un genial usurpador. En las dos hipótesis merece una reverencia. Esas cartas queman las manos del Jerónimo. Las palpa, las huele. ¿Pide a Rasputín que le dé algunas o se las roba pensando que algún día podrán servirle? El caso es que terminan en su bolsillo.
Después de una semana en Pokrovskoi, los dos compinches parten juntos hacia Tsaritsyn. Allí, Rasputín pronuncia diversas prédicas y distribuye pequeños obsequios a los fieles reunidos en el monasterio del Espíritu Santo. Previamente, les ha advertido que todo objeto que viene de sus manos tiene un sentido oculto. "¡Según lo que cada uno reciba será su vida más tarde!", dice. Los asistentes se apiñan y se empujan para ser favorecidos por el santo hombre. Aquel que ha recibido un pañuelo se prepara para verter lágrimas; aquel a quien le toca un terrón de azúcar piensa que la vida será dulce, las jóvenes casaderas se arrebatan los anillos de pacotilla que les ofrece el staretz y se sienten desoladas si les tiende un pequeño icono, que significa que tomarán el velo.
Cuando se marcha de la ciudad, el 30 de diciembre de 1909, dos mil personas lo acompañan en procesión hasta la estación. Desde la plataforma de su vagón, dirige un discurso de adiós a la multitud. Se llora, se agitan las manos hacia él. Jamás se ha sentido más poderoso ni más amado. Eliodoro bendice el tren antes del último sonido de la campana. Pero, al hacerlo, se pregunta si su gran amigo no está a punto de adquirir demasiada importancia, lo que terminaría por perjudicar al clero oficial. Rasputín, por su parte, con su olfato habitual, adivina que su popularidad avanza sobre la de esos mismos eclesiásticos que habían empezado por apostar todo a su favor. Tanto peor, no puede volverse atrás. Dios ha trazado su camino entre las iglesias, los monasterios, las cunas y las tumbas. Debe proseguir sin desviarse una línea el destino que le ha sido asignado desde siempre por el Altísimo. Si un día tropieza, será con el consentimiento del Cielo.
Sin embargo, de regreso en San Petersburgo, se inquieta al sentir que el viento ha cambiado. Las acusaciones provienen de todas partes. Dos mujeres, Khionia Berladskaia y una tal Elena, se dirigen al dulce y modesto obispo Teófanes., en la Academia de Teología, para quejarse de los desbordes lúbricos del staretz. Khionia incluso pretende, jurando sobre el Evangelio, que Rasputín ha abusado de ella en un vagón de ferrocarril. Como ella se había confesado ante él de sus faltas, el oró con ella y luego la derribó de espaldas y la poseyó, afirmando que actuaba así para liberarla de las fuerzas oscuras. Teófanes ya ha oído repetidas veces ese tipo de recriminaciones con respecto a su protegido. Convoca al culpable y lo conmina secamente a explicarse, se niega a escuchar sus excusas embrolladas y le reprocha el haber traicionado su confianza. Luego de lo cual solicita una audiencia al Zar.
No lo recibe el Zar sino la Zarina, acompañada por la inevitable Anna Vyrubova. "Hablé durante una hora", contará Teófanes, "tratando de demostrar que Rasputín se encontraba en un estado de extravío espiritual." Pero Alejandra Fedorovna, aun diciendo que está entristecida por esas revelaciones, continúa pensando que los errores de Gregorio no le impiden ser un auténtico santo. Simplemente, lo es a su manera. En lugar de elevarse por la ausencia de pecado, se eleva por el conocimiento mismo del pecado. En tanto que los otros staretz olvidan que son hombres a fuerza de oraciones, él sigue siéndolo con todas sus debilidades, todos sus vicios, en seguida redimidos por el éxtasis. Por lo tanto está cerca de las criaturas imperfectas que somos, cerca del pueblo ruso, cerca de la verdad rusa y, lejos de ofender a Dios, lo sirve en las tinieblas como en la luz.
Trastornado, Rasputín se dirige a sus amigos para implorarles ayuda. Ante la aparición del artículo de Novoselov en Noticias Moscovitas, los "creyentes de Tsaritsyn", empujados por Eliodoro, se elevan en un "mensaje" contra las calumnias difundidas por la prensa acerca del "bienaventurado staretz Gregorio", quien presenta incontestablemente "todos los signos de la elección divina". Solicitado a su vez para que vuele en ayuda del "mártir", Hermógenes se muestra más reticente. Como ha escuchado las confidencias del obispo Teófanes y se ha interesado en las diatribas de los diarios, no se encuentra lejos de pensar que los detractores están en lo cierto. Pero reconocerlo sería enajenarse la benevolencia de Sus Majestades. Prudente, Hermógenes guarda silencio…
Con el fin de reforzar el campo de sus aliados en la lucha contra los poderes hostiles, Rasputín se dirige a Saratov e intenta engatusar al piadoso Hermógenes. Para convencerlo de sus buenas intenciones, le pide que lo prepare para el sacerdocio. El obispo encarga a Eliodoro esa misión delicada. Pero Rasputín se revela pronto incapaz de aprender de memoria el texto de las plegarias y los pasajes esenciales del Evangelio. Traduce todo a su propio lenguaje, sin preocuparse por las improvisaciones y la pronunciación defectuosa, a tal punto que su instructor renuncia a prolongar la experiencia. Para consolarse de ese fracaso, Rasputín se hace fotografiar en hábito de sacerdote, con sotana pero sin cruz pectoral, junto a Hermógenes y Eliodoro.
No obstante, algunos meses más tarde, un primer desacuerdo opone al mismo Eliodoro al " staretz amado de Dios" a propósito de León Tolstoi, excomulgado en 1901 por sus ataques contra la Iglesia Ortodoxa. A la muerte del escritor, el 7 de noviembre de 1910, Eliodoro envía un telegrama a Nicolás II para exigir que se pronuncie el anatema contra ese falso cristiano. Ahora bien, es Rasputín quien le responde en lugar de Su Majestad: "Telegrama demasiado severo, Tolstoi enmarañado en las ideas. Falta de los obispos, lo han querido mal. A ti también te critican tus propios hermanos. Tómate el trabajo de reflexionar". En lugar de seguir ese sano consejo, Eliodoro instala en una sala de su monasterio un retrato de Tolstoi sobre el cual los peregrinos son invitados a escupir hasta que los rasgos del modelo desaparezcan bajo la saliva. Puesto al corriente de esos ultrajes a la memoria del difunto, Rasputín se entristece. Él siempre ha admirado a Tolstoi. No como novelista, por supuesto -no ha leído nada de él-, sino como predicador religioso. Le parece notar una afinidad espiritual entre él y el autor de La guerra y la paz, pues ninguno de los dos necesita la mediación de los sacerdotes para comunicarse con Cristo.
Como Eliodoro persiste en vituperar a las autoridades gubernamentales, y por repercusión al régimen, cuya blandura, considera, entrega Rusia a los revolucionarios, a los francmasones, a los judíos y a los ateos, Stolypin decide desplazarlo de Tsaritsyn, donde se comporta como un reyezuelo, para instalarlo en el monasterio de Novosil, dependiente del obispado de Tula. Rasputín interviene en seguida ante el Zar para que su amigo el Jerónimo sea mantenido en la ciudad de su predilección. Pero he aquí que Stolypin, harto de todas esas intrigas, vuelve a su deseo de apartar al mismo Rasputín de San Petersburgo, donde su presencia agita demasiado la opinión pública. Habla de ello al Zar, que lo escucha flemático. Ante la referencia a ciertas escenas inconvenientes en los baños, Nicolás II tiene una sonrisa despreciativa y replica: "Ya sé; también allí predica las Santas Escrituras". Luego aconseja a Stolypin que hable con el staretz cara a cara para hacerse una idea personal de su valor.
La entrevista tiene lugar y el ministro descubre frente a él a un hombre astuto y obstinado, que cita la Biblia a cada momento, mueve las manos mientras masculla dentro de su barba, se proclama inocente de los horrores que le reprochan y se compara, en su humildad, a "una miguita". "Yo sentía nacer en mí un asco invencible", confiará Stolypin al diputado Rodzianko. "Ese hombre poseía una gran fuerza magnética y me produjo una profunda impresión moral, aunque fuera la de repulsión. Dominándome, levanté la voz y le espeté que, con los documentos que tenía en mi poder, su suerte estaba en mis manos." En fin, habiendo amenazado a Rasputín con llevarlo ante la justicia, Stolypin le sugiere evitar el escándalo regresando a Pokrovskoi y no volver más a San Petersburgo.
Puesto entre la espada y la pared, Rasputín implora, una vez más, la protección de los soberanos. Se la prometen, pero le parece que más por piedad que por convicción. Tranquilizado por la Zarina, sin embargo no se siente seguro. ¡Ha reunido a tanta gente contra él! Ante todo los obispos tradicionales, que ven su autoridad moral debilitada por un iluminado. Luego, ciertos miembros de la familia imperial y numerosos cortesanos, inquietos ante la idea de que un mujik pueda incitar a Sus Majestades a apoyarse en el pueblo en lugar de fiarse, como antes, en la aristocracia. Misma sospecha en la administración y la policía, que descubren en esa connivencia entre el Zar y un campesino una amenaza contra el buen funcionamiento de la máquina burocrática. En fin, los medios liberales, felices de poder denunciar, en esta ocasión, más allá de Rasputín todas las taras del régimen.
A pesar de la acumulación de nubarrones sobre su cabeza, el staretz Gregorio quiere creer que todavía tiene bastante influencia en el palacio como para intervenir en favor de sus amigos. Al ver que Stolypin insiste en su propósito de privar a Eliodoro de su feudo de tsaritsyn para enviarlo a otro monasterio, Rasputín se erige en campeón del Jerónimo "perseguido". Pero la maniobra fracasa. El investigador especial enviado al lugar por iniciativa del Zar regresa con informes demoledores tanto sobre la intolerancia ciega de Eliodoro como sobre las hazañas sexuales de Rasputín. Nicolás II termina por admitir que Stolypin tiene razón, que hay que dejar que las pasiones se calmen y que, en el interés general, sería necesario alejar a Rasputín durante algunos meses. Atacado por sus enemigos, aconsejado por sus amigos, Rasputín se resigna a abandonar la capital para emprender un peregrinaje a Jerusalén. Piensa que allí por lo menos a nadie se le ocurrirá espiarlo. Y esa visita a Tierra Santa también aumentará su reputación de piedad entre la población de la ingrata Rusia.
Al recibir esos preceptos de un evangelismo primitivo, los émulos de Rasputín se deleitan. A la cabeza está Anna Vyrubova, que continúa pregonando la radiante santidad del staretz Gregorio. Es ella quien informa a la Emperatriz acerca de los actos y pensamientos del ausente. Gracias a su intervención, Rasputín obtiene del Zar, a distancia, que Eliodoro sea restablecido en sus funciones. Stolypin, al contrario, siente que su poder se tambalea bajo los golpes de la extrema derecha. El 22 de marzo de 1911, a continuación de varios diferendos políticos, dimite Gutchkov, el presidente de la Duma, y lo reemplaza Rodzianko. Por su parte, El Santo Sínodo sigue exigiendo que Eliodoro abandone Tsaritsyn por el convento de Novosil. El Jerónimo lo hace a disgusto, luego se escapa, vuelve a la ciudad de su predilección y se encierra en su monasterio. Hermógenes se reúne con él. Ambos son aclamados por el populacho fanatizado, que amenaza con "romper todo" si tratan de privarlo de sus dos ídolos. Por orden del gobernador, la tropa rodea los edificios religiosos y se prepara para el asalto. El enfrentamiento parece inevitable. Inquieto por las consecuencias de ese alboroto, el gobernador consulta a Nicolás II, el que aconseja al Santo Sínodo rever su decisión y dejar a Eliodoro en Tsaritsyn, por lo menos provisoriamente. Advertido de ese retroceso por las cartas de sus a,migas, Rasputín se felicita de que su detractor, Stolypin, haya sido desautorizado y el Santo Sínodo llamado al orden. Juzga que, al actuar así, el soberano ha respondido con sabiduría al deseo de las masas anónimas del país.
Hace tres meses y medio que está en viaje. En el intervalo, su caída en desgracia ha sido olvidada. Su larga permanencia en Tierra Santa hasta ha redorado su aureola. Cuando vuelve a Rusia, a comienzos del verano de 1911, su primer recaudo es solicitar una audiencia al Emperador y la Emperatriz, que se encuentran en su residencia de Peterhof. Es recibido con alegría, se escucha con devoción el relato de su itinerario por las huellas de Cristo, le aseguran la atención afectuosa de toda la familia. Reconfortado, se instala en San Petersburgo, en casa de uno de sus amigos, el periodista Jorge Sazonov. Pero no se queda quieto. En agosto está en Tsaritsyn, donde Eliodoro hace cantar himnos en su honor y lo colma de presentes. Luego se dirige a Saratov, a la morada de Hermógenes. El obispo no está tan bien dispuesto hacia él como el Jerónimo. Le reprocha duramente su vida de libertinaje, cuyos ecos continúan llegando hasta él. A pesar del peregrinaje a Jerusalén, lo considera un cristiano descarriado y hasta peligroso. Lo acusa de comprometer la dinastía imperial a los ojos de toda Rusia. Indiferente a esas amonestaciones, Rasputín estima que, en ese asunto, la opinión de la Iglesia es menos importante que la del Zar. Ahora bien, éste le demuestra, en varias oportunidades, su consideración y su confianza consultándolo sobre decisiones políticas: Nicolás II piensa evidentemente en reemplazar a Stolypin y duda entre Witte y Kokovtsev para el cargo de presidente del Consejo. ¿Qué piensa el santo hombre? Rasputín da su opinión y se pavonea. ¿Será tan útil al país en los asuntos públicos como en los de la religión? Decididamente, después de su visita al sepulcro de Cristo, todo le sale bien.
A continuación, el Zar, la Zarina y la corte se trasladan a Kiev para la inauguración del monumento a Alejandro II, abuelo del soberano. El 1º de septiembre de 1911, en ocasión de una velada de gala en el teatro, se oyen disparos durante el entreacto. Un desconocido acaba de tirar dos balazos sobre Stolypin. Gravemente herido, éste tiene fuerzas para esbozar una señal de la cruz en dirección del palco imperial y se desploma. Detienen al asesino, un tal Bogrov, agente doble al que la policía creía tener a sueldo mientras que era un terrorista convicto. El espanto se apodera de la asistencia. ¿Hasta dónde llegará la audacia de los asesinos políticos? ¿No llegarán a atacar al soberano después de haber abatido a su primer ministro? Nicolás II está tan poco afectado por ese atentado contra Stolypin, de quien estaba resuelto a desligarse próximamente, que ni siquiera suspende la continuación de los festejos. Al día siguiente abandona Kiev para asistir a las grandes maniobras de Tchernigov. En su ausencia, la Zarina hace volver a Rasputín porque, dice, sólo él puede preservar al Emperador de la amenaza constante de los revolucionarios. La llegada del staretz agita de indignación a la corte. Los allegados a la familia imperial aceptan difícilmente que, en horas tan graves para la monarquía, Alejandra Fedorovna deposite toda su esperanza en los vaticinios de un mujik. Ella le pide que rece por la vida del agonizante, lo que él hace sin entusiasmo. El 29 de agosto de 1911, al encontrarse entre la multitud contemplando el paso del carruaje del presidente del Consejo, había sido presa de un temblor y había gritado: "¡La muerte está detrás de él… Lo sigue!". Esa premonición de un fin trágico se verifica punto por punto. Después de cuatro días de agonía, Stolypin sucumbe a sus heridas el 5 de septiembre. En seguida es reemplazado en su cargo por su adversario más acérrimo, Kokovtsev.
A pesar de las precauciones tomadas para no divulgar el caso, toda la prensa habla de él. Los partidarios de la extrema derecha sostienen a Hermógenes y publican una declaración discutiendo al Santo Sínodo el derecho de actuar tan brutalmente contra un obispo cuyo caso, según el estilo canónico, habría debido ser juzgado por un concilio. Novoselov lanza un folleto: Gregorio Rasputín, el libertino místico. Por orden de las autoridades, el plomo es destruido y la tirada, secuestrada. Entonces Novoselov inserta, en un cotidiano moscovita, un llamado solemne al Santo Sínodo, del cual deplora la pasividad. El diario es secuestrado, pero hay copias del artículo incriminado que sé distribuyen por toda la ciudad.
Eliodoro, que se esconde en la casa del médico tibetano Badmaiev, redacta un alegato titulado Gricha, en el que afirma que Rasputín pertenece a la secta maldita de los khlysty, que ha corrompido a decenas de mujeres y de jovencitas -sin precisar a quiénes-, y que socava cada día más el prestigio del Zar. Para dar más peso a la acusación, cita integralmente el texto de las cartas de la Zarina y de las grandes duquesas que se ha procurado (robándolas o "pidiéndolas prestadas") en ocasión de su paso por la casa del "amigo Gregorio", en Pokrovskoi. Después de lo cual se somete a la decisión de las autoridades eclesiásticas y parte para el convento de Floritcheva. Entretanto, ha cuidado de hacer llegar por medio de Badmaiev un ejemplar de su alegato al comandante del palacio, el general Diedulin, y otro a Rodzianko, el nuevo presidente de la Duma. Unos diputados toman conocimiento del documento. Entre ellos Gutchkov, cuyo resentimiento contra el staretz alcanza desde entonces la dimensión de un odio mortal y que da una amplia publicidad al panfleto y a la! correspondencia imperial que lo acompaña. Algunas de esas cartas son auténticas, pero se hacen circular otras, en el mismo estilo, que son pura invención.
En ese momento, en los salones de la capital se habla abiertamente de las relaciones íntimas entre la Emperatriz y el mujik siberiano. Aun aquellos que conocen la ternura profunda que une al Zar y la Zarina comienzan a pensar que tal vez haya una parte de verdad en ese tejido de calumnias. Los diarios del Partido Octubrista hunden el clavo. Se publican fotografías del "padre Gregorio" entre sus admiradoras, entre las cuales la gente malintencionada pretende reconocer a una u otra de las grandes duquesas. Cuando la censura, desbordada, logra apoderarse de una hoja, los ejemplares que han escapado a la requisa alcanzan precios fabulosos en el mercado, pasan de mano en mano y son pretexto para la lectura en pequeños grupos. El asunto alcanza proporciones nacionales. Las opiniones están divididas. Es el nuevo juego a la moda en las reuniones mundanas: ¿por o contra Rasputín, por o contra el Santo Sínodo, por o contra el régimen? La generala Bogdanovich, cuyo salón político da el tono a una parte de la opinión monárquica, escribe en su Diario: "No es el Zar quien gobierna en Rusia sino el caballero de industria Rasputín. Éste declara a quien quiere oírlo que no es la Zarina quien lo necesita sino 'Nicolás'. ¿No es horrible? Y muestra una carta en la cual la Zarina le asegura que 'no está tranquila más que cuando ella se apoya sobre su hombro'." Hasta la misma María Fedorovna, la emperatriz madre, alarmada por esa marejada nauseabunda alrededor del palacio, convoca a Kokovtsev, el presidente del Consejo, y le comunica su confusión. Ella ha sido siempre hostil a las maneras a la vez altaneras y exaltadas de su nuera. Ahora le reprocha conducir a Rusia al desastre. "Mi nuera no se da cuenta de que se está perdiendo y arrastra a la dinastía con ella", dice. "Cree de buena fe en la santidad de un aventurero y nosotros, impotentes, no podemos hacer nada para evitar una catástrofe que ya parece inevitable."
A la desesperada, Gutchkov decide vaciar el absceso por medio de una intervención radical de la Duma. Redacta una moción a la que se unen en seguida cuarenta y ocho firmantes, y el 26 de enero de 1912 interpela a Makarov, ministro del Interior, acerca de la incautación irregular de los órganos de prensa hostiles a Rasputín. Durante la discusión del presupuesto del Santo Sínodo, lleva más lejos la invectiva y exclama: "¡Usted sabe qué drama penoso está viviendo Rusia…! En el centro de este drama se encuentra un personaje enigmático y tragicómico, una especie de aparecido del otro mundo o el último producto de siglos de ignorancia… ¿Por qué medios ha accedido este hombre a esa posición central y acaparado tal poder que, ante él, se inclinan los más altos dignatarios del poder temporal y espiritual?".
Irritado por la audacia de los charlatanes de la Duma, Nicolás II ordena que no se hable más de Rasputín durante las sesiones de la Asamblea. Temiendo que esa prohibición hiera la susceptibilidad de los diputados y desencadene un descontento aun mayor contra la monarquía, el presidente Kokovtsev pone en guardia al Zar contra una medida tan rígida y le sugiere, como otros lo habían hecho antes que él, que envíe al indeseable de vuelta a su Siberia natal. Impávido, el Emperador responde: "Hoy exigen la partida de Rasputín y mañana se quejarán de otro y exigirán igualmente su partida". Sin embargo, acepta que Kokovtsev se encuentre con el staretz y le hable explicándole que sería de interés para él alejarse de la capital.
La entrevista tiene lugar a mediados de febrero de 1912. El presidente del Consejo tiene una impresión desfavorable y escribirá en sus Memorias: "Rasputín me pareció un típico vagabundo siberiano, inteligente pero haciéndose el tonto, el loco de Dios, según un papel aprendido. Físicamente, no le faltaba más que el uniforme de condenado a trabajos forzados". Kokovtsev le dice todo eso al Emperador en palabras veladas. Nicolás II, la mirada lejana, apenas lo escucha. Está visiblemente exasperado al oír denigrar de distintos lados a un hombre en quien su mujer y él han depositado su confianza de una vez por todas. Según él, las pretendidas desviaciones de Rasputín son sólo un pretexto inventado por los enemigos de la monarquía para ensuciar a la familia imperial. ¿Desde cuándo un zar debe sufrir en silencio que lo critiquen? ¿Él es sí o no el dueño absoluto de su destino y del de la nación?¡Ni Pedro el Grande ni Catalina II ni Nicolás I ni Alejandro III habrían tolerado semejante invasión de sus prerrogativas autocráticas!
Ahora bien, entretanto, el staretz, inquieto por las proporciones alcanzadas en pocos días por el escándalo, se ha resignado de nuevo a partir, con la cabeza baja, hacia Pokrovskoi. Pero, en su ausencia, el asunto resurge. Temiendo que vuelva llamado por la Zarina, Rodzianko, el presidente de la Duma, patriota y monárquico hasta la médula, decide consagrarse a sacar al Zar de las garras de un impostor sin escrúpulos. Confiado en su misión, reúne informes sobre las supuestas relaciones de Rasputín con la secta de los khlysty, la francmasonería y los medios judíos progresistas, interroga a los testigos de la violenta escena con Hermógenes, reúne todos los artículos de prensa que tratan acerca de ese tema escabroso y se hace entregar una copia de las famosas cartas de la familia imperial. El 20 de febrero de 1912, es recibido Por Nicolás II y durante dos horas le expone sus razones para considerar al "padre Gregorio" como un individuo peligroso para el trono. El Zar escucha esas frases alarmistas con su impasibilidad habitual, despide al visitante sin mostrar la menor contrariedad y, al día siguiente, le hace llegar el expediente del Santo Sínodo del que resulta que Rasputín no pertenece a la cofradía incriminada. En lugar de interpretar ese paso como una forma de no aceptación, Rodzianko se imagina que, al darle a conocer una pieza de semejante importancia, el soberano lo invita a proseguir sus investigaciones. Piensa que, aun si la acusación de afiliado a los khlysty ha sido levantada, quedan todas las otras. Por lo tanto, Su Majestad le da una muestra de satisfacción instándolo a perseverar en esa tarea de salubridad pública. Inmediatamente, la cancillería de la Duma es puesta a colaborar. Los secretarios de la Asamblea copian páginas y páginas de documentos comprometedores. El ingenuo organizador de esa "gran lejía" se vanagloria en la ciudad por los resultados ya obtenidos y por la confianza que Su Majestad demuestra hacia él. Cuando su trabajo está terminado, solicita una nueva audiencia. Nicolás II se niega a verlo y le ruega que le someta sus conclusiones por escrito. Algo despechado, Rodzianko lo hace el 8 de marzo. Nunca más oirá hablar del informe redactado por él con tanto celo.
En cuanto a la Emperatriz, ésta se contenta con telelgrafiar a Rasputín con el fin de exigirle explicaciones sobre la correspondencia de la familia imperial, de la que hay copias sobre todas las mesas. Elvprotesta con vigor declarando su inocencia: esas cartas, que él venera como reliquias, le han sido robadas, dice, por el despreciable Eliodoro. Sus enemigos no saben qué inventar para perjudicarlo. El no es ni un khlyst ni un fornicador ni un renegado sino un hombre enteramente consagrado a Cristo y a la familia imperial. Alejandra Fedorovna no pide más que creerle. Se consume por él. Con el consentimiento de su marido, lo hace volver a Tsarskoie Selo. El 13 de marzo lo encuentra en casa de Anna Vyrubova. Y el 16 de marzo, el Zar, la Zarina y sus hijos se dirigen a Crimea.
Rasputín no ha sido invitado. Pero, con la complicidad de Anna Vyrubova, sube clandestinamente al tren imperial. Como era de esperarse, un policía del servicio de seguridad avisa al Zar sobre la presencia del staretz en uno de los vagones del convoy oficial. Para evitar nuevas habladurías, Nicolás II lo hace bajar entre San Petersburgo y Moscú. ¡No importa: el "padre Gregorio" tomará el tren siguiente! En el camino, puede preguntarse si no sería mejor, por su tranquilidad personal, volver a Pokrovskoi en lugar de aferrarse así a Sus Majestades. Pero eso sería reconocer la victoria de sus enemigos, que son los de la Zarina. Tiene el deber de protegerla a ella, a su marido, a sus hijos. El es un soldado de Dios y, como tal, le está prohibido desertar. Su verdadera familia no es la que vive en Pokrovskoi sino aquella con la que va a reunirse a orillas del mar Negro. ¡Además, la vida en San Petersburgo, en Tsarskoie Selo y en los otros lugares de veraneo es tan agradable! El disfruta de los placeres del gran mundo mientras denuncia su vanidad. ¿Cómo aceptar exiliarse en su aldea cuando, aparte de algunos envidiosos, tanta gente de elevada posición, tantas mujeres sobre todo, buscan su compañía? Aun después de su peregrinaje a Jerusalén no ha cambiado su divisa: disfrutar de la existencia para mejor servir a Dios. El Altísimo no condena al hombre que sacia su hambre con un trozo de pan blanco. ¿Por qué habría de condenarlo cuando satisface otra necesidad natural, la de unirse carnalmente a una mujer? ¿Por qué lo que se le permite al estómago no se le permitiría al sexo?¿Por qué habría una parte del cuerpo que disgustaría al Creador? Dios es lógico, por lo tanto es tolerante. ¡Son los sacerdotes los que embrollan todo!
Rasputín llega a Yalta tres días después que Sus Majestades. Un diario local, La Riviera Rusa, anuncia qu se hospeda en el hotel Rossia, el palacio del lugar. El Zar, la Zarina, las grandes duquesas, el zarevich lo reciben como un amigo injustamente acosado por los malvados. Festeja Pascuas a su sombra. En seguida se propagan los comentarios malévolos entre los clientes del balneario. Tiene el diablo en el cuerpo, dicen. La Zarina no puede estar sin su mujik, ni como confesor ni como amante. Olfateando esos rumores, Nicolás II hace comprender a Rasputín que atándose a los pasos de la familia imperial corre el riesgo de comprometerla para siempre. Aunque le cueste, es necesario que el santo hombre tenga el coraje de desaparecer.
De mala gana, el staretz hace sus valijas y parte hacia Siberia. Para consolarlo, le afirman que la separación será corta. En realidad, no experimenta mucha inquietud por su porvenir: pase lo que pase, Sus Majestades no intentarán reemplazarlo. Por primera vez, un agente de la Okhrana está encargado de acompañarlo durante su viaje. ¿Para protegerlo o para vigilarlo? Las dos cosas a la vez, sin duda. Rasputín no sabe si debe sentirse orgulloso o contrariado. En todo caso, desde ese momento su decisión está tomada: no volverá a San Petersburgo antes de ser llamado como un salvador.