III

Alex Barny descansaba en la cama plegable del cuarto abuhardillado. No hacía nada, se limitaba a esperar. El canto de las cigarras inundaba la garriga con una insistencia exasperante. A través de la ventana, Alex veía las siluetas deformes de los troncos de olivo retorciéndose en la noche, paralizados en posturas estrambóticas; con la manga de la camisa se secó la frente, impregnada de un sudor agrio.

La bombilla desnuda, colgada de un cable, atraía nubes de mosquitos; cada cuarto de hora, Alex perdía los nervios y les echaba un chorro de insecticida. En el suelo de cemento se extendía un amplio círculo negruzco de cadáveres aplastados, salpicado de minúsculos puntos rojos.

Alex se levantó trabajosamente y, apoyado en un bastón, salió del cuarto cojeando un poco para dirigirse a la cocina de aquella solitaria casa de campo, perdida en algún lugar entre Cagnes y Grasse.

El frigorífico estaba bien abastecido. Alex cogió una lata de cerveza, tiró de la anilla para abrirla y bebió. Soltó un potente eructo, abrió otra cerveza y salió de la casa con la lata en la mano. A lo lejos, al pie de las colinas tapizadas de olivos, la luz de la luna iluminaba la superficie del mar, resplandeciente bajo un cielo desprovisto de nubes.

Alex avanzó unos pasos con precaución. Sintió dolor en el muslo, unos leves pero intensos pinchazos. El vendaje le oprimía la carne. Ya hacía dos días que la herida no supuraba, pero tardaba en cerrarse. Milagrosamente, la bala había atravesado la masa muscular sin tocar la arteria femoral ni el hueso.

Alex se apoyó con una mano en el tronco de un olivo y orinó, regando con el chorro una columna de hormigas que se afanaban en trasladar un asombroso montón de ramitas.

Se acabó la cerveza chupando la lata, se enjuagó la boca y escupió. Resopló al sentarse en el banco del porche. Tras eructar de nuevo, se sacó del bolsillo del pantalón corto un paquete de Gauloises. Se había salpicado de cerveza la camiseta, ya sucia y grasienta. A través de la tela, se palpó la barriga y se pellizcó un rollo de grasa entre el índice y el pulgar. Estaba engordando. Las tres semanas que llevaba de inactividad forzosa, ocupado únicamente en descansar y comer, se estaban haciendo notar.

Alargó un pie para pisar un periódico de hacía más de quince días. La suela de la bota deportiva tapó la cara que aparecía en la primera plana. La suya. Un texto a una columna escrito en grandes caracteres, en el que destacaban unas mayúsculas todavía mayores: su nombre, Alex Barny.

Había otra foto, ésta más pequeña: un tipo rodeando con un brazo los hombros de una mujer que llevaba un bebé en brazos. Alex carraspeó y escupió sobre el periódico. El salivazo y unas briznas de tabaco cayeron sobre el rostro del bebé. Escupió de nuevo y esta vez dio en el blanco: la cara del poli que sonreía a su reducida familia. Ese poli que ahora estaba muerto…

Alex vertió el resto de la cerveza sobre el periódico; la tinta se diluyó, emborronando la foto, y el papel se empapó. Se quedó absorto en la contemplación de los regueros que ensuciaban poco a poco la página. Luego la pisoteó para romperla.

Una sensación de angustia lo invadió. Se le empañaron los ojos, pero las lágrimas no acudieron a ellos; los sollozos que nacían en su garganta se truncaron, dejándolo desamparado. Tensó la venda del apósito, que estaba arrugada, la alisó y cambió de sitio el imperdible.

Con las manos sobre las rodillas, permaneció allí contemplando la noche. Durante los primeros días que pasó en la casa le había costado horrores soportar la soledad. La herida infectada le provocaba un poco de fiebre y los oídos le zumbaban, una desagradable sensación que se mezclaba con el canto de las cigarras. Escrutaba el campo y muchas veces le parecía que un tronco se movía; los ruidos de la noche le inquietaban. Llevaba siempre el revólver en la mano o se lo apoyaba sobre el vientre cuando se tumbaba. Llegó a temer por su cordura.

La bolsa que contenía los billetes estaba junto a la cama. Alex solía alargar el brazo hacia el suelo y metía la mano entre los fajos, que removía y palpaba, disfrutando de ese contacto.

Tenía momentos de euforia en los que, de repente, se echaba a reír y se decía que después de todo no podía pasarle nada. Seguro que no lo encontrarían. Allí estaba a salvo. No había ninguna edificación a menos de un kilómetro de distancia. Sólo unos cuantos turistas holandeses y alemanes que habían comprado casas de labranza en ruinas para pasar las vacaciones, hippies con rebaños de cabras, un alfarero… En resumidas cuentas, nada que temer. Durante el día, a veces observaba la carretera y los alrededores con unos prismáticos. Los turistas daban largos paseos y recogían flores. Los hijos eran asombrosamente rubios; había dos niñas pequeñas y un niño un poco mayor. Su madre tomaba el sol, desnuda en la terraza de la casa. Alex la espiaba mientras se palpaba la entrepierna mascullando.

Entró en el comedor para hacerse una tortilla. Se la comió en la misma sartén, rebañando los residuos viscosos de huevo crudo. Luego jugó a los dardos, pero no tardó en cansarse de ir y volver después de cada lanzamiento para recuperar los proyectiles. Había también un flipper, que llevaba una semana estropeado.

Puso la tele. Dudó entre ver una película del Oeste en FR3 o un programa de variedades en la primera cadena. La película contaba la historia de un bandido que se había convertido en juez tras haber aterrorizado a todo un pueblo. El tipo en cuestión estaba chiflado, andaba por ahí acompañado de un oso y tenía la cabeza en una posición extraña, inclinada hacia un lado: el bandido juez había sobrevivido a un intento de ahorcamiento… Alex quitó el sonido.

Él había visto en una ocasión a un juez, uno de verdad, con la toga roja y esa especie de cuello de piel blanco que se ponen. Fue en el Palacio de Justicia de París. Lo había llevado Vincent para que asistiera al juicio de una causa criminal. Vincent, el único amigo de Alex, estaba un poco loco.

Ahora, Alex se encontraba en un buen lío. En una situación como ésta, pensaba, Vincent habría sabido qué hacer… ¿Cómo salir de ese agujero sin que lo pillara la poli? ¿Cómo utilizar los billetes, que seguro que estaban registrados? ¿Cómo salir del país y desaparecer hasta que se olvidaran de él? Vincent hablaba inglés, español…

Además, para empezar, Vincent no habría metido la pata de una forma tan tonta. Habría previsto la presencia del poli, la existencia de esa cámara oculta en el techo que había grabado las hazañas de Alex. ¡Y qué hazañas! La irrupción en la sucursal gritando, el revólver apuntando al cajero…

A Vincent se le habría ocurrido estudiar los movimientos de los clientes habituales de los lunes, sobre todo a ese poli, que siempre tenía el mismo día libre y entraba a las diez en el banco para sacar dinero antes de ir de compras a Carrefour. Vincent se habría puesto un pasamontañas, habría disparado contra la cámara… Alex llevaba un pasamontañas, pero el poli se lo había quitado. Vincent se habría apresurado a cargarse a ese tipo que había querido hacerse el héroe. Puestos a matar…

Pero Alex —paralizado de estupor por un instante, una fracción de segundo, antes de tomar la decisión: hacer fuego en el acto— se había dejado sorprender. Alex había sido herido en el muslo, Alex había escapado arrastrándose, chorreando sangre, cargando la bolsa llena de billetes. ¡Sí, por supuesto que Vincent habría salido mejor parado!

Pero Vincent ya no estaba allí. Nadie sabía dónde se había metido. ¿Habría muerto? En cualquier caso, su ausencia había resultado desastrosa.

Sin embargo, Alex había aprendido. Tras la desaparición de Vincent, había trabado amistad con gente que le había facilitado documentación falsa y ese escondite perdido en la campiña provenzal. En los casi cuatro años transcurridos desde la desaparición de Vincent, Alex había cambiado por completo. La granja de su padre, el tractor y las vacas quedaban muy lejos. Lo habían contratado de vigilante en un club nocturno de Meaux. Los sábados por la noche, sus enormes manazas a veces causaban estragos entre los clientes borrachos y pendencieros. Alex llevaba trajes elegantes, lucía un gran anillo, tenía coche…, ¡casi se había convertido en todo un señor!

A fuerza de dar palos por cuenta ajena, había llegado a la conclusión de que, después de todo, no estaría nada mal hacerlo por la suya propia. Alex había dado palos a diestro y siniestro, una y otra vez. A altas horas de la noche, en París, en los barrios selectos, a la salida de los clubes, de los restaurantes… Una auténtica cosecha de carteras más o menos abultadas, montones de tarjetas de crédito, muy prácticas para pagarse su nuevo vestuario, ahora considerable.

Con el tiempo, Alex se hartó de dar palos tan fuerte y tan a menudo para obtener un rendimiento que, en resumidas cuentas, era ridículo. Si daba un buen palo una sola vez en un banco, nunca más tendría que hacerlo en toda su vida.

Estaba apoltronado en un sillón, con los ojos clavados en la pantalla de la tele, ahora vacía. Un ratón pasó chillando junto al zócalo de la pared, muy cerca de su mano. Alex alargó rápidamente el brazo y sus dedos se cerraron en torno al pequeño cuerpo peludo. Sentía latir atropelladamente el minúsculo corazón. Recordó el campo, las ruedas del tractor que hacían salir corriendo a las ratas, los pájaros escondidos en los setos.

Se acercó el ratón a la cara y empezó a apretar suavemente. Sus uñas se hundían en el pelaje sedoso. Los chillidos se volvieron más agudos. Entonces vio de nuevo la página de periódico, los grandes caracteres, la foto encerrada entre columnas de palabrería periodística.

Se levantó, salió al porche y, en la oscuridad, lanzó con todas sus fuerzas el ratón a lo lejos.

…Tenías aquel gusto de tierra mohosa en la boca, todo aquel fango viscoso bajo el cuerpo, aquel contacto tibio y suave contra el torso —la camisa se había rasgado—, olor a musgo, a madera podrida. Y sus manos atenazándote el cuello, tapándote la cara, unos dedos crispados que te aprisionaban, aquella rodilla clavada en tus riñones con todo el peso de su cuerpo, como si quisiera hundirte en el suelo para hacerte desaparecer.

Él jadeaba, aunque ya empezaba a recobrar el aliento. Tú ya no te movías; esperar, simplemente había que esperar. El puñal estaba allí, sobre la hierba, en algún lugar a tu derecha. Pronto tendría que aflojar la presión. Entonces podrías apartarlo de un empujón, derribarlo, apoderarte de la daga y matarlo, matarlo, rajarle el vientre a aquel cerdo.

¿Quién era? ¿Un loco? ¿Un sádico que buscaba a sus víctimas en el bosque? Se hacían eternos los segundos que llevabais los dos tendidos, dolorosamente abrazados en el fango, acechando cada uno la respiración del otro en la oscuridad. ¿Quería matarte? ¿Violarte antes, quizá?

El bosque permanecía en completo silencio, inerte, como despojado de todo rastro de vida. Él no decía nada, su respiración se había sosegado. Tú esperabas un gesto. ¿Su mano bajando hacia tu sexo? Algo así… Poco a poco habías logrado controlar tu terror, sabías que estabas dispuesto a luchar, a clavarle los dedos en los ojos, a buscar su garganta para morderlo. En cambio, no pasaba nada. Seguías allí, debajo de él, aguardando.

Entonces se echó a reír. Era una risa alegre, sincera, pueril. La risa de un chiquillo que acaba de recibir el regalo de Navidad. La risa cesó y oíste su voz, serena, inexpresiva.

—No temas, jovencito, no te muevas, no voy a hacerte daño…

Apartó la mano izquierda para encender la linterna. El puñal, efectivamente, estaba allí, sobre la hierba, apenas a veinte centímetros. Pero él te pisó la muñeca con más fuerza antes de arrojar la daga a lo lejos. Tu última oportunidad…

Dejó la linterna en el suelo y, agarrándote del pelo, volvió tu cara hacia el haz de luz amarilla. La luz te cegaba. Él habló de nuevo.

—Sí…, eres tú.

Su rodilla se te clavaba cada vez más en la espalda. Gritaste, pero él te tapó la cara con un trapo que despedía un olor raro. Te esforzaste por no perder el conocimiento, pero cuando te soltó, muy despacio, ya estabas aturdido. Un gran torrente negro, borboteante, se precipitaba hacia ti.

Tardaste mucho rato en emerger del sopor. Tus recuerdos eran confusos. ¿Habías tenido una pesadilla, un sueño horrible, mientras dormías?

No, todo seguía oscuro, como en el sueño, aunque ya habías despertado. Gritaste durante largo rato. Intentaste moverte, levantarte.

En vano: unas cadenas te sujetaban las muñecas y los tobillos, limitando tus movimientos. En la oscuridad, palpaste el suelo sobre el que estabas tendido, un suelo duro, recubierto de una especie de hule. Y detrás, una pared forrada de espuma en la que estaban firmemente insertadas las cadenas. Tiraste de ellas apoyando un pie en la pared, pero habrían podido resistir una tracción mucho más fuerte.

De pronto fuiste consciente de tu desnudez. Estabas desnudo, completamente desnudo, encadenado a una pared. Nervioso, te palpaste en busca de heridas cuyo dolor hubiera permanecido dormido, pero tu fina piel no mostraba marca alguna.

En aquella oscura habitación no hacía frío. Estabas desnudo, pero no tenías frío. Llamaste, gritaste, rugiste… Después lloraste golpeando la pared con los puños, sacudiendo las cadenas, bramando de rabia y de impotencia.

Imaginabas que llevabas horas gritando. Te sentaste en el suelo, sobre el hule. Pensaste que te habían drogado, que todo eso eran alucinaciones, que estabas delirando… O que habías muerto esa noche en la carretera, mientras circulabas en moto; por el momento no guardabas recuerdo de tu muerte, pero quizá lo recuperarías. Sí, la muerte era eso, estar encadenado en la oscuridad sin saber absolutamente nada…

Pero no, vivías. Chillaste de nuevo. El sádico te había atrapado en el bosque; sin embargo, no te había hecho ningún daño, nada.

«Me he vuelto loco…». Eso pensaste también. Tenías la voz rota, ronca, debilitada, la garganta seca, no podías seguir gritando.

Entonces sentiste sed.

Dormiste. Al despertar, la sed seguía allí, agazapada en la oscuridad, esperándote. Había velado pacientemente tu sueño. Tenaz e insidiosa, te oprimía la garganta: un polvo rasposo y denso que te recubría el interior de la boca y cuyas motas crujían entre tus dientes. No eran simples ganas de beber, no, sino algo muy distinto que no habías sentido hasta entonces y cuyo nombre, sonoro y claro, restallaba como un latigazo: sed.

Intentaste pensar en otra cosa. Recitaste poemas mentalmente. De vez en cuando, te ponías en pie para pedir ayuda al tiempo que golpeabas la pared. Vociferabas: «¡Tengo sed!», luego murmurabas: «¡Tengo sed!», finalmente sólo podías pensar: «¡Tengo sed!». Gimoteando, imploraste, suplicaste que te dieran de beber. Lamentaste haber orinado al principio, al principio de todo. Habías tirado al máximo de las cadenas para mear lejos, a fin de mantener limpio el trozo de hule extendido sobre el suelo que te servía de lecho. Voy a morir de sed, debería haberme bebido mis propios meados…

Dormiste más. ¿Horas o sólo unos minutos? Imposible saberlo, desnudo en la oscuridad, sin ningún punto de referencia.

Transcurrió mucho tiempo. De pronto lo entendiste: ¡se trataba de un error! Te habían confundido con otro, no era a ti a quien querían torturar. Así que hiciste acopio de las últimas fuerzas que te quedaban para gritar:

—¡Señor, venga, se lo suplico! ¡Se ha equivocado! ¡Soy Vincent Moreau! ¡Se ha equivocado! ¡Soy Vincent Moreau! ¡Vincent Moreau!

Entonces recordaste la linterna en el bosque. El haz de luz amarilla en tu rostro y su voz, queda, diciendo: «Eres tú».

De modo que sí, eras tú.