III

Allí estaban los dos, cara a cara en aquel sótano de cemento iluminado por la cruda luz de un neón. Ève avanzaba despacio con el bisturí en la mano. Richard no se movía. Atado a la pared del habitáculo, Alex se puso a gritar. Por la abertura de la puerta, había visto a Ève caer de rodillas, salir arrastrándose, y ahora la veía avanzar con un cuchillo en la mano.

—¡Mi revólver, nena! —gritó—. ¡Mi revólver…! ¡Ven, lo ha dejado allí!

Ève entró donde estaba Alex y se apoderó de su arma, que en efecto había quedado abandonada sobre el sofá. Richard no daba muestras de inquietud, permanecía de pie, en el pasillo, sin retroceder ante el cañón del Colt que le apuntaba al pecho. En ese momento dijo algo increíble:

—¡Ève, por favor, explícame qué está pasando!

Ella se detuvo, desconcertada. Ese estupor fingido era otro ardid de Tarántula, no le cabía duda. ¡Pero ese cerdo no se libraría tan fácilmente!

—¡No te preocupes, Alex! —gritó—. ¡Vamos a acabar con este cabrón!

Alex tampoco comprendía gran cosa. ¿Ella sabía su nombre? Quizá se lo había dicho Lafargue… Ah, ya, ahora lo entendía todo: Lafargue tenía a su mujer encerrada, y ella aprovechaba la ocasión para librarse de su marido.

—¡Ève, mátame si quieres, pero dime qué pasa! —exclamó Richard. Se había dejado caer, deslizándose por la pared, hasta quedar sentado en el suelo.

—¡No te burles de mí! ¡No te burles de mí! ¡No te burles de mí! —repitió Ève, muy exaltada. Su protesta había empezado con un murmullo para terminar con un grito. Se le marcaban los músculos del cuello, tenía los ojos desorbitados y temblaba violentamente.

—Ève, por favor, explícame…

—¡Alex! ¡Alex Barny! Estaba conmigo, él también… violó a Viviane, incluso le dio por el culo mientras… mientras yo la sujetaba. Siempre creíste que lo había hecho yo solo, y yo nunca te dije nada porque no quería que fueras también a por él… ¡Pero él es tan culpable como yo de que tu hija esté loca, cabrón! ¡Y he sido yo quien ha pagado por todo!

Alex escuchaba a aquella mujer. ¿Qué demonios decía? «Quieren engañarme —pensó—, pretenden volverme loco entre los dos…». Después observó atentamente a la mujer de Lafargue, su boca, sus ojos…

—No sabías que éramos dos, ¿eh? —prosiguió Ève—. ¡Pues sí, Alex era mi amigo! El pobre no tenía mucho éxito con las chicas… Yo tenía que hacer de… de gancho. Con tu hija la cosa fue bastante más difícil que con otras. ¡Le gustó que la acariciase y la besase, pero en cuanto le metía la mano por debajo de la falda, se hacía la estrecha, así que tuvimos que forzarla un poco!

Richard movía la cabeza de un lado a otro, incrédulo, aniquilado por los constantes gritos de Ève, por su voz aguda.

—Yo me la follé primero mientras Alex la sujetaba. ¡Cómo se resistía! Y mientras tanto, vosotros, en el hotel, comíais y bailabais, ¿eh? Después le tocó el turno a Alex. Se lo pasó muy bien, ¿sabes, Richard? Ella gemía, porque Alex le hacía daño… aunque desde luego, menos del que me has hecho tú a mí. ¡Voy a matarte, Tarántula, te juro que voy a matarte!

No, Tarántula no lo sabía. Habías guardado el secreto. Cuando te confesó por qué te había mutilado —la violación de Viviane, que se había vuelto loca—, decidiste callar. Tu única venganza era proteger a Alex. Tarántula ignoraba que fuisteis dos.

Estabas tendido en la mesa de operaciones y recordaste lo sucedido aquella noche de julio de hacía dos años. Era un sábado. Tú y Alex paseabais por el pueblo, bastante aburridos. Las vacaciones escolares acababan de empezar. Tú ibas a ir a Inglaterra, y él, Alex, se quedaría a trabajar en la granja de su padre.

Fuisteis vagando de un lado a otro, recorristeis los bares, jugasteis al futbolín, al flipper. Luego montasteis los dos en la moto. Hacía buen tiempo. En Dinancourt, un pueblo grande que quedaba a unos treinta kilómetros, habían organizado un baile, una verbena. Alex estuvo haciendo puntería en una caseta de tiro al blanco. Tú mirabas a las chicas. Había muchas. Al final de la tarde te fijaste en esa chica. Era muy guapa. Caminaba del brazo de un tipo, un viejo, bueno, digamos que el hombre era mucho mayor que ella. Sería su padre. La muchacha llevaba un vestido de verano azul celeste. Tenía el pelo rubio y ondulado, y en su cara, de rasgos todavía infantiles, no había ni el menor rastro de maquillaje. Iban paseando en compañía de otras personas, y por su forma de vestir se notaba que no eran campesinos.

Se sentaron todos en la terraza de un bar, menos la chica, que continuó recorriendo sola la feria. Te presentaste educadamente, como siempre. Se llamaba Viviane. Sí, en efecto, el hombre de pelo blanco era su padre.

Por la noche había baile en la plaza del pueblo. Le propusiste a Viviane que os encontrarais allí. A ella le apetecía, pero no sabía si su padre… Habían ido a una boda, y el banquete se celebraría más tarde, en el hotel. El edificio estaba en una antigua finca un poco aislada y rodeada de un parque donde se organizaban muchas recepciones y fiestas. Ella tenía que asistir a la cena. Al final lograste convencerla: por la noche os encontraríais allí, junto al quiosco de patatas fritas. Sólo era una cría, un poco boba, ¡pero tan guapa!

Ésa noche pasaste varias veces por los alrededores de la finca. Esos ricachones habían contratado una orquesta. Oh, nada de cuatro palurdos con acordeón, no: era una verdadera orquesta; los músicos iban vestidos con esmoquin blanco y tocaban jazz. Habían cerrado las ventanas del hotel para proteger a los ricos de la vulgar pachanga del baile popular.

A eso de las diez, Viviane salió. La invitaste a tomar algo. Ella pidió una Coca-Cola; tú, un whisky. Bailasteis. Alex te observaba; le guiñaste un ojo. Durante un baile lento, besaste a Viviane. Notaste los fuertes latidos de su corazón contra tu pecho. No sabía besar, apretaba los labios con fuerza. ¡Luego, cuando le enseñaste cómo se hacía, se puso a sacar la lengua sin el menor reparo! Vaya con la niña. Olía bien, llevaba un perfume dulce, discreto, no como las chicas de allí, que se echaban litros y más litros de colonia. Mientras bailabais, le acariciaste la espalda desnuda. El vestido era escotado.

Paseasteis por las calles del pueblo. En una puerta cochera, la besaste de nuevo. Lo hizo mejor, había aprendido un poco. Le deslizaste una mano por debajo del vestido, recorriendo el interior del muslo hasta las bragas. Estaba excitada, pero se apartó. Tenía miedo de que su padre la riñera si tardaba demasiado. No insististe. Habíais regresado hacia la plaza. El padre había salido del hotel para buscar a su hija. Os vio a los dos, tú volviste la cabeza y seguiste tu camino.

Los observaste desde lejos. Discutían. Él parecía enfadado, pero al final se echó a reír y volvió al hotel. Viviane volvió a tu lado. Su padre la dejaba quedarse un rato más.

Bailasteis. Ella se pegaba a ti. En la penumbra, le acariciabas los pechos. Una hora más tarde, dijo que quería irse. Le hiciste una seña a Alex, que estaba apoyado en la barra del bar, junto a la pista de baile, sosteniendo una botella de cerveza. Le dijiste a Viviane que la acompañarías. Cogidos de la mano, disteis una vuelta alrededor de la finca. Riendo, la llevaste hasta los matorrales, en el extremo más alejado del parque. Ella protestaba, riendo también. Tenía muchas ganas de quedarse contigo.

Os apoyasteis contra un árbol. Ya había aprendido a besar a la perfección. Te dejó que le levantaras un poco el vestido. De repente, le tapaste la boca con una mano mientras con la otra le rasgabas las bragas de un tirón. Alex estaba muy cerca; agarrándole las manos, le dobló los brazos por detrás de la espalda y la tumbó en el suelo. Él la sujetaba firmemente mientras tú te arrodillabas entre sus piernas. Alex te miraba.

Después fuiste tú el que sujetaste a Viviane, a cuatro patas sobre la hierba, mientras Alex se colocaba detrás de ella. Alex no se conformó con lo que tú ya le habías hecho; él quería más, y le hizo mucho daño al penetrarla. Ella forcejeó con la energía de la desesperación y consiguió soltarse. Gritaba. La perseguiste, la agarraste de un pie. Lograste inmovilizarla. Querías abofetearla, pero cuando asestabas el golpe, tu mano se cerró y le diste con el puño en plena cara. Su nuca chocó contra el tronco del árbol junto al que estabais. Quedó medio aturdida, pero su cuerpo se agitó convulsivamente.

Tarántula te lo dijo más tarde. Cuando oyó los gritos, la orquesta del hotel estaba tocando The Man I Love. Salió disparado hacia el parque. Te vio de rodillas mientras tú tratabas de agarrar a Viviane por el tobillo, de atraparla para impedirle gritar.

Alex se había apresurado a huir, adentrándose entre los arbustos. Viviane salió huyendo. Tenías que largarte. Echaste a correr, perseguido por aquel tipo. Acababa de zamparse una cena opípara y lo dejaste atrás sin dificultad. Alex te esperaba en el otro extremo del pueblo, junto a la moto.

Los días siguientes estuviste muy preocupado. El tipo te había visto la cara, primero junto al quiosco y luego en el prado de detrás del hotel, durante esa fracción de segundo en que estuviste dudando antes de decidir en qué dirección debías huir… Menos mal que no eras de ese pueblo y vivías lejos de allí. Poco a poco, tu inquietud se fue calmando. A la semana siguiente te fuiste a Inglaterra y no volviste hasta finales de agosto. ¡Y además, no era la primera vez que Alex y tú os metíais en un lío!

Tarántula estuvo mucho tiempo buscándote. Sabía más o menos la edad que tenías. Conocía tus rasgos de forma imprecisa… No acudió a la policía. Quería ocuparse de ti él mismo. Peinó la región, ampliando poco apoco el círculo a los pueblos de alrededor, acechando a los jóvenes a la salida de las fábricas y cuando terminaban las clases en los institutos.

Tres meses más tarde, te localizó en un bar, justo delante del instituto de Meaux. Te siguió, te espió, tomó nota de tus costumbres, hasta la noche de finales de septiembre en que se abalanzó sobre ti en el bosque.

Desconocía la existencia de Alex, no podía saber… Por eso está ahí, delante de ti, agotadas ya sus fuerzas, a tu merced…

Richard no salía de su asombro. Ève, de rodillas en el suelo, lo apuntaba con el Colt con los brazos estirados y el dedo índice blanco a causa de la tensión con que lo mantenía sobre el gatillo. «Voy a matarte», repetía una y otra vez con voz apagada.

—Ève, yo no sabía… ¡Es injusto!

Ella se sintió conmovida por ese remordimiento incongruente y bajó un poco la guardia. Richard estaba esperando ese momento. Propinó un brusco puntapié a la joven, que soltó el arma profiriendo un grito de dolor. Inmediatamente, Richard dio un salto, se apoderó del Colt y se precipitó hacia la habitación donde Alex estaba encadenado. Hizo fuego dos veces. Alex se desplomó: las balas lo habían alcanzado en el cuello y en el corazón.

Richard salió de nuevo al pasillo, se inclinó sobre Ève, la ayudó a incorporarse, se arrodilló y le tendió el revólver.

Ella, tambaleándose, acabó de ponerse en pie, inspiró profundamente y, separando las piernas, apuntó, acercando la boca del cañón a la sien de Lafargue.

Él la miraba fijamente. Sus ojos no dejaban traslucir sentimiento alguno, como si con su impasibilidad quisiera ayudar a Ève a no ceder a la compasión, como si quisiera volver a ser Tarántula, Tarántula y sus ojos fríos, impenetrables.

Ève lo vio empequeñecido, aniquilado. Dejó caer el Colt.

Subió a la planta baja, salió corriendo al jardín, se detuvo sin aliento delante de la puerta de la verja. Hacía una noche preciosa, unos reflejos danzaban en el agua azul de la piscina.

Entonces Ève volvió sobre sus pasos, entró en la villa, subió al piso de arriba. Se sentó en la cama de su habitación. El caballete estaba allí, cubierto con una tela. La retiró, contempló un rato aquel cuadro repulsivo. Richard travestido, con cara de borracho, con la piel arrugada; Richard convertido en una vieja prostituta.

Lentamente, bajó de nuevo al sótano. El cuerpo de Alex seguía colgado de las cadenas. Sobre el suelo de cemento se había formado un gran charco de sangre. Le levantó la cabeza, sostuvo un instante la mirada de sus ojos muertos y salió de esa prisión.

Richard continuaba sentado en el pasillo, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo y las piernas estiradas. Un ligero tic le sacudía el labio superior. Ella se sentó a su lado y le tomó la mano. Apoyó la cabeza en su hombro.

En voz baja, susurró:

—Ven…, no podemos dejar el cadáver aquí…