EL DÉFICIT DEMOCRÁTICO
Nos diferenciamos de otros Estados
en el hecho de considerar un inútil
a quien no toma parte en estos asuntos.
PERICLES
Una perceptible consecuencia de la desintegración del sector público ha sido la dificultad creciente para comprender qué tenemos en común con los demás. Ya estamos familiarizados con las quejas sobre el efecto «atomizador» de Internet: si cada uno selecciona los fragmentos de conocimiento e información que le interesan, pero evita el contacto con todo lo demás, formaremos comunidades globales de afinidades electivas, al mismo tiempo que perderemos el contacto con las afinidades de nuestros vecinos.
En ese caso, ¿qué vínculos tenemos? Mis alumnos me dicen con frecuencia que sólo conocen y les interesa un tipo muy especializado de noticias y acontecimientos públicos. Unos leen sobre catástrofes medioambientales y el cambio climático. A otros les preocupan los debates nacionales, pero ignoran todo lo que ocurre en los demás países. En el pasado, gracias al periódico que hojeaban o a las noticias que oían por televisión durante la cena, al menos estaban «expuestos» a otros asuntos. Hoy, esas preocupaciones ajenas se mantienen al margen.
Este problema llama la atención sobre un aspecto engañoso de la globalización. Es cierto que los jóvenes están en contacto con personas que piensan como ellos y que viven a muchos miles de kilómetros de distancia. Pero incluso si los estudiantes de Berkeley, Berlín y Bangalore comparten una serie de intereses, esto no se traduce en una comunidad. El espacio es importante. Y la política es una función del espacio: votamos donde vivimos y nuestros líderes tienen legitimidad y autoridad únicamente en el lugar en que fueron elegidos. El acceso en tiempo real a personas que piensan de la misma forma al otro lado del mundo no es un sustituto.
Pensemos por un momento en la importancia de algo tan corriente como las tarjetas del seguro o la cartilla de la pensión. Durante los primeros días del Estado del bienestar, su titular tenía que sellarlas o renovarlas cada cierto tiempo a fin de recibir la pensión, cupones de alimentos o la ayuda para sus hijos. Estos rituales de intercambio entre el benevolente Estado y sus ciudadanos tenían lugar en determinados sitios, como las oficinas de Correos, por ejemplo. Con el tiempo, la experiencia común de tener una relación con la autoridad y la política públicas —encarnadas en esos servicios y beneficios— contribuía poderosamente a reforzar el sentido de ciudadanía.
Este sentido fue crucial en la formación de los Estados modernos y las pacíficas sociedades que gobernaban. Hasta finales del siglo XIX, el gobierno no era más que el aparato mediante el cual la clase que lo había heredado ejercía el poder. Poco a poco el Estado fue haciéndose cargo de infinidad de tareas y responsabilidades que hasta el momento habían estado en manos de individuos o instituciones privadas.
Hay numerosos ejemplos. Los órganos de seguridad privados fueron sustituidos (y disueltos) por fuerzas de policía nacionales o municipales. Eso servicios postales privados perdieron su razón de ser con el desarrollo de los servicios de Correos nacionales. Los mercenarios se quedaron sin trabajo cuando en cada país fueron sustituidos por ejércitos de reclutas. Los servicios de transporte privados no desaparecieron —se limitarían al transporte de lujo para los muy acomodados—, pero fueron desplazados como el principal medio de comunicación por los autobuses, tranvías, trolebuses y trenes propiedad de los poderes públicos o regulados por éstos. El sistema de patronazgo de las actividades artísticas —adecuado para las representaciones privadas de óperas para nobles independientes y cortes aisladas— me desplazado poco a poco (aunque nunca completamente) por la subvención pública de las actividades artísticas y su administración por instituciones estatales.
Podríamos seguir indefinidamente. La aparición de las ligas nacionales de fútbol en toda Europa sirvió al mismo tiempo para canalizar las energías populares, forjar identidades locales y despertar en todo el país un entusiasmo compartido y un sentido del espacio. De forma muy parecida al famoso libro de geografía francés de comienzos de siglo Le Tour de la France par deux enfants, que socializó a una generación de escolares en la valoración del mapa de Francia, la formación de ligas de fútbol en Inglaterra y Escocia familiarizó a los jóvenes aficionados con la geografía de su país gracias a la competición de equipos de sus distintas regiones.
Desde sus primeros años hasta la década de 1970 la liga de fútbol fue siempre una entidad única: «meritocrática» en el sentido de que los equipos ascendían o descendían en sus respectivas divisiones de acuerdo con sus resultados. Los futbolistas, reclutados localmente, llevaban los colores de su equipo. La publicidad se limitaba a las vallas colocadas alrededor del campo; la idea de que los propios jugadores llevaran publicidad simplemente no se le había ocurrido a nadie: la cacofonía resultante de color y texto habría restado unidad visual al equipo.
En efecto, las representaciones visuales de la identidad colectiva solían ser muy importantes. Recordemos los taxis negros de Londres, cuyo color distintivo fue producto de un consenso de entreguerras y a partir de entonces no sólo distinguiría a los propios taxis, sino que también simbolizaría en cierta forma la austera unidad de la ciudad a la que servían. Después fueron los autobuses y los trenes, cuya uniformidad de color y diseño ponía de relieve su papel como medios de transporte de una comunidad única.
La misma finalidad puede atribuirse retrospectivamente al entusiasmo, típicamente británico, por los uniformes escolares (que también se utilizan en otros lugares, pero suelen estar asociados a identidades religiosas o comunitarias, como ocurre en los colegios parroquiales, por ejemplo). Volviendo la vista atrás, a través del abismo que se abrió con el entusiasta individualismo de los años sesenta, hoy nos resulta difícil apreciar sus virtudes. ¿Acaso no pensamos actualmente que esos códigos de vestimenta asfixian la identidad y la personalidad de los jóvenes?
Es cierto que los códigos de vestimenta rígidos pueden reforzar la autoridad y ahogar la individualidad: la finalidad de los uniformes militares es ésa precisamente. Pero, en su tiempo, los uniformes —ya los llevaran escolares, carteros, conductores de tren o encargados de ayudar a cruzar la calle a los niños— atestiguaban cierto igualitarismo. Un niño que lleva el uniforme reglamentario no tiene ninguna presión para competir en la vestimenta con sus compañeros más adinerados.
El uniforme le identifica con los demás a través de las diferencias sociales o étnicas, de manera involuntaria y, por lo tanto, en último término natural.
Hoy, en la medida en que todavía reconocemos obligaciones y derechos sociales comunes, se les suele dar satisfacción en privado. Los servicios postales están cada vez más acosados por los servicios de mensajería privados, que acaparan la parte rentable del negocio y dejan a Correos que subvencione los servicios de entrega y recogida más costosos en las zonas humildes y lejanas. Los autobuses y los trenes están en manos privadas, recubiertos de publicidad y colores chillones que anuncian la identidad de sus propietarios en vez del servicio que proporcionan. Las artes —en Gran Bretaña o en España, por ejemplo— están subvencionadas por los beneficios de loterías dependientes de administraciones privadas, que obtienen el dinero de los miembros más pobres de la comunidad mediante el fomento del juego legalizado.
En toda Europa las ligas de fútbol se han convertido en superligas millonarias para un reducido grupo de clubes privilegiados, mientras que los demás se quedan muy atrás, atascados en su pobreza e irrelevancia. La idea del espacio «nacional» ha sido sustituida por la competición internacional suscrita por efímeros magnates extranjeros, que resarcen sus arcas gracias a la explotación comercial de jugadores reclutados muy lejos y que no suelen permanecer mucho tiempo en el mismo sitio.
Los taxis de Londres, en el pasado famosos por su eficiente diseño y el asombroso conocimiento local de sus conductores, circulan ahora con una miríada de colores. En el último retroceso de la uniformidad funcional, se permite anunciarse como taxis a modelos y marcas no convencionales, aunque no puedan realizar las maniobras reglamentarias ni tengan la capacidad de carga establecida. En un futuro próximo quizá veamos cómo el famoso «conocimiento» —la íntima familiaridad con el laberinto de calles y plazas de Londres que se exigía a cada taxista para obtener la licencia desde 1865— se pierde o diluye en nombre de la libertad de empresa.
Los ejércitos, especialmente el estadounidense, confían cada vez más el apoyo logístico, el abastecimiento de materiales y la seguridad del transporte de las tropas a servicios privados, suministrados con un coste muy alto por compañías que contratan mercenarios por breves periodos: según el último recuento, había 190 000 empleados privados "auxiliares" que «ayudaban» alas fuerzas armadas estadounidenses en Afganistán e Irak. La policía encarnó en el pasado la ambición del Estado moderno de regular el intercambio social y monopolizar la autoridad y la dolencia. Menos de dos siglos después de su aparición, está siendo desplazada por compañías de seguridad privadas, cuya función es servir y proteger a las «comunidades cerradas» que han surgido en nuestras ciudades y suburbios en las tres últimas décadas.
¿Qué es exactamente una «comunidad cerrada» y por qué es importante? En su uso inicial, surgido en Estados Unidos —y que ahora se aplica con entusiasmo en algunas zonas de Londres y en otras regiones de Europa, así como en toda América Latina y en los enclaves asiáticos adinerados, desde Shangai hasta Singapur—, el término se refiere a personas que se han reunido en las zonas ricas de las ciudades y sus alrededores, y a las que les gusta creerse funcionalmente independientes del resto de la sociedad.
Antes de la aparición del Estado moderno, tales comunidades eran habituales. Si no estaban verdaderamente fortificadas, constituían un espacio privado separado cuyos límites estaban claramente señalizados y protegidos contra los intrusos. Con el desarrollo de los Estados-nación y las ciudades modernas, esos enclaves fortificados —con frecuencia propiedad de un aristócrata o una empresa privada— se integraron en el entorno urbano. Sus habitantes, que confiaban en la seguridad que les proporcionaban ahora las autoridades públicas, renunciaron a sus fuerzas de policía privadas, retiraron sus vallas y limitaron su exclusividad a las distinciones de riqueza y estatus. En una época tan reciente como la década de 1960 su reaparición entre nosotros habría parecido un tanto extraña.
Pero hoy están por todas partes: signo de «posición», muestra descarada del deseo de separarse de los demás miembros de la sociedad y reconocimiento formal de la incapacidad o la renuencia del Estado (o del ayuntamiento) de imponer su autoridad uniformemente en todo el espacio público. En Estados Unidos, las comunidades cerradas se suelen encontrar en zonas apartadas, pero en Inglaterra y en otros lugares han surgido en el corazón de las ciudades.
Stratford City, en el este de Londres, comprende unas 69 000 hectáreas y reclama el poder para controlar todas las actividades en las calles (públicas) que están bajo su jurisdicción. Cabot Circus, en Bristol; Highcross, en Leicester; Liverpool One (que abarca treinta y cuatro calles y es propiedad de Grosvenor, la empresa inmobiliaria del duque de Westminster son espacios de propiedad y gestión privadas en lo que una vez fueron municipios públicos). Se reservan el derecho de imponer las regulaciones y restricciones que les placen: no se permite patinar, comer en ciertos lugares, mendigar, vagabundear, hacer fotografías y, por supuesto, infinidad de cámaras de circuito cerrado y de empresas de seguridad garantizan el cumplimiento de esas normas.
Basta una breve reflexión para ver la contradicción de esas parasitarias comunidades-dentro-de-la-comunidad. Las empresas de seguridad privada que contratan no están autorizadas por la ley a actuar en nombre del Estado y por lo tanto deben pedir la ayuda de la policía si se produce un delito grave. Las calles que pretendidamente poseen y mantienen fueron planificadas, construidas, pavimentadas e iluminadas con cargo al erario público, de forma que los ciudadanos privatizados de hoy están beneficiándose inmerecidamente de los contribuyentes de ayer. Las carreteras públicas que permiten a los habitantes de una comunidad cerrada viajar entre su hogar y su trabajo también fueron construidas —y a veces siguen siendo mantenidas— por la sociedad en general, lo mismo que los servicios públicos (colegios, hospitales, oficinas de Correos, parques de bomberos, etcétera) que los «ciudadanos cerrados» pueden utilizar con los mismos derechos y expectativas que sus vecinos menos favorecidos.
Se pretende argumentar en su defensa que las comunidades cerradas actúan como un bastión contra la violación de las libertades de sus miembros. Las personas están más seguras en su interior y pagan por ese privilegio; son libres de vivir entre ellas. Por lo tanto, pueden establecer normas y regulaciones con respecto a la decoración, al diseño y a la conducta que reflejen sus «valores» y que no tratan de imponer a los no miembros de fuera. Pero, en la práctica, estos ejercicios excesivos de «privatización» de la vida diaria fragmentan y dividen el espacio público de una manera que amenaza la libertad de los demás.
El impulso contemporáneo de vivir en esos espacios privados con personas parecidas a uno mismo no existe sólo entre los propietarios adinerados. También empuja a los estudiantes afroamericanos o judíos a formar grupos separados en la universidad, a comer aparte e incluso a estudiar principalmente sobre ellos mismos matriculándose en asignaturas sobre su identidad. Pero en la universidad, como en la sociedad en general, estas actitudes de autoprotección no sólo privan a sus beneficiarios de acceso a una variedad más amplia de bienes intelectuales o públicos, sino que fragmentan y reducen la experiencia de todos.
Las personas que viven en espacios privados contribuyen activamente al menoscabo y la degradación del espacio público. En otras palabras, exacerban las circunstancias que inicialmente los condujeron a aislarse. Y con ello pagan un precio. Si los bienes públicos —los servicios públicos, los espacios públicos, los recursos públicos— se devalúan a los ojos de los ciudadanos y son sustituidos por servicios privados pagados al contado, perdemos el sentido de que los intereses y las necesidades comunes deben predominar sobre las preferencias particulares y el beneficio individual. Y una vez que dejamos de valorar más lo público que lo privado, seguramente estamos abocados a no entender por qué hemos de valorar más la ley (el bien público por excelencia) que la fuerza.
Durante los últimos años la idea de que la ley siempre debía tener prioridad sobre la fuerza ha caído en desuso: si no fuera así, no habríamos apoyado con tanta facilidad una guerra «preventiva» en desafío a toda la jurisprudencia internacional. Sin duda, en este caso se trata de política exterior, un ámbito en el que el realismo con frecuencia ha predominado sobre el cumplimiento de los tratados o de la ley. Pero ¿cuánto tiempo pasará antes de que apliquemos tales criterios a nuestros asuntos internos?
En una era en la que se anima a los jóvenes a maximizar el interés y el provecho propios, se han oscurecido las razones para el altruismo o incluso el buen comportamiento. A falta de una autoridad religiosa —que en ocasiones también ha resultado corrosiva para las instituciones seculares—, ¿qué puede aportar a una generación joven una meta más allá del beneficio a corto plazo? El difunto Albert Hirschman hablaba de la «experiencia liberadora» de una vida dirigida a la acción en beneficio público: «La mayor ventaja de la acción pública es su capacidad para satisfacer esa vaga necesidad de una meta y un significado más altos en las vidas de hombres y mujeres, especialmente en una época en la que el fervor religioso está en declive en muchos países».[20]
Una de las influencias moderadoras de los años sesenta fue el impulso general a entrar en el servicio público o en las profesiones liberales: la educación, la medicina, el periodismo, la administración, las artes o el ejercicio público del derecho. Antes de los años setenta había pocos —muy pocos— licenciados universitarios con estudios de «negocios» y el número de aspirantes para entrar en las facultades de Derecho era mucho menor que en la actualidad. El provecho propio instrumental entraba en conflicto con el hábito adquirido de trabajar con y para los conciudadanos.
Si no respetamos los bienes públicos; si permitimos o fomentamos la privatización del espacio, los recursos y los servicios públicos; si apoyamos con entusiasmo la tendencia de la joven generación a ocuparse exclusivamente de sus propias necesidades: no debería sorprendernos una disminución constante de la participación cívica en la toma de decisiones públicas. En años recientes se ha hablado mucho del llamado «déficit democrático». Los sondeos de opinión reflejan un desinterés cada vez mayor porlas elecciones locales y nacionales y un cínico desprecio hacia los políticos y las instituciones políticas, especialmente entre los jóvenes. Se ha generalizado la sensación de que como «ellos» harán lo que quieran en cualquier caso —al tiempo que sacan todo el beneficio personal posible— por qué habríamos de perder el tiempo «nosotros» en tratar de influir en sus actos.
A corto plazo, las democracias pueden sobrevivir a la indiferencia de sus ciudadanos. De hecho, solía pensarse que cuando los electores estaban demasiado agitados era una señal de problemas inminentes en una república estable. Por tanto, los asuntos del gobierno debían dejarse en manos de los elegidos para ese fin. Pero el péndulo ha oscilado hasta el extremo opuesto.
La participación estadounidense en las elecciones presidenciales y al Congreso lleva mucho tiempo siendo preocupantemente baja, y cada vez es menor. En el Reino Unido la participación en las elecciones parlamentarias —con motivo de las cuales se solía producir una gran movilización cívica— no ha dejado de disminuir desde la década de 1970: por tomar un caso ejemplar, Margaret Thatcher obtuvo más votos en su primera victoria que en las demás elecciones posteriores. Si siguió ganando fue porque la oposición perdía votos aún con más rapidez. Las elecciones al Parlamento Europeo, cuya primera convocatoria se produjo en 1979, son notorias por los pocos ciudadanos que se molestan en acudir a las urnas.
¿Por qué es esto importante? Porque, como sabían los griegos, la participación en la forma en que se nos gobierna no sólo aumenta el sentido colectivo de responsabilidad por los actos del gobierno, sino que también contribuye a que los líderes se comporten honestamente y constituye una salvaguarda ante los excesos autoritarios. La desmovilización política, más allá del saludable abandono de la polarización ideológica que caracterizó el desarrollo de la estabilidad política en la Europa occidental de la posguerra, constituye una peligrosa pendiente resbaladiza. Además, es acumulativa: si nos sentimos excluidos de la gestión de nuestros asuntos colectivos, no nos molestaremos en expresar nuestra opinión sobre ellos. En ese caso, no debería sorprendernos descubrir que nadie nos escucha.
El peligro del déficit democrático siempre está presente en los sistemas de representación indirecta. La democracia directa, en unidades políticas reducidas, incrementa la participación, aunque con el riesgo concomitante de inducir la conformidad y la opresión por parte de la mayoría: no hay nada tan potencialmente represivo de la diferencia y la disconformidad como la reunión de un ayuntamiento o de un kibutz. Escoger a personas para que nos representen en una asamblea distante es un mecanismo razonable para equilibrar la representación de intereses en comunidades grandes y complejas. Pero a no ser que sólo autoricemos a nuestros representantes a decir aquello que hemos aprobado previamente —un enfoque que cuenta con el apoyo de los estudiantes radicales y las muchedumbres revolucionarias—, estamos obligados a permitirles que sigan su propio juicio.
Los hombres y mujeres que dominan la política occidental actualmente son cada vez más producto —o, en el caso de Nicolás Sarkozy, subproducto— de los años sesenta. Bill y Hillary Clinton, Tony Blair y Gordon Brown pertenecen a la generación del baby boom, lo mismo que Anders Fogh Rasmussen, el primer ministro «liberal» de Dinamarca; Ségoléne Royal y Martine Aubry, las contendientes por el liderazgo del anémico Partido Socialista francés, y Hermán van Rompuy, el digno y un tanto gris nuevo presidente de la Unión Europea.
Esta cohorte de políticos tiene en común el entusiasmo que no son capaces de inspirar al electorado de sus respectivos países. No parece que crean muy firmemente en un conjunto coherente de principios o políticas, y aunque ninguno de ellos —con la posible excepción de Blair— ha sido tan execrado como el ex presidente George W. Bush (también de la generación del baby boom), contrastan llamativamente con los estadistas de la generación de la II Guerra Mundial. No transmiten ni convicción ni autoridad.
Beneficiarios de unos Estados del bienestar cuyas instituciones ponen ahora en entredicho, todos ellos son hijos de Thatcher: políticos que han supervisado el abandono de las ambiciones de sus predecesores. De pocos —de nuevo, con las excepciones de Bush y Blair— se podría decir que han traicionado activamente la confianza democrática puesta en ellos. Pero si hay una generación de hombres y mujeres públicos que comparten la responsabilidad por la desconfianza colectiva que nos inspira la política, sin duda ellos son sus representantes. Convencidos de que hay poco que puedan hacer, hacen poco. Lo mejor que puede decirse de ellos, como en tantos casos de la generación del baby boom, es que no representan nada en particular: son políticos light.
Al dejar de confiar en esas personas, perdemos la fe no sólo en los parlamentarios y congresistas, sino en el Parlamento y el Congreso. En una situación así, el instinto popular es «echar a esos sinvergüenzas» o dejarles que sigan haciendo de las suyas. Ninguna de esas respuestas presagia nada bueno: no sabemos cómo echarlos y no podemos permitirles que sigan haciendo de las suyas. Una tercera respuesta —«¡derroquemos el sistema!»— está desacreditada por su insensatez intrínseca: ¿qué partes de qué sistema y a favor de qué sustituto económico? Y, en cualquier caso, ¿quién va a derrocarlo?
Ya no tenemos movimientos políticos. Aunque miles de nosotros podamos acudir a una manifestación o a un mitin, en esas ocasiones nos une un solo interés común. Cualquier esfuerzo para convertir tales intereses en metas colectivas suele chocar con el individualismo fragmentado de nuestras preocupaciones. Objetivos muy loables —la lucha contra el cambio climático, la oposición a la guerra, la defensa de la sanidad pública o de penalizar a los banqueros— sólo están ligados por la expresión de esa emoción. Nos hemos convertido en consumidores no sólo en nuestra vida económica, sino también en la política: al escoger entre una amplia gama de objetivos rivales nos resulta difícil imaginar formas o razones para combinarlos en un conjunto coherente. Tendremos que conseguirlo.