1941

La muerte de Sula Peace fue la mejor noticia que habían tenido las gentes del Fondo después de la promesa de que les darían trabajo en la construcción del túnel. De los pocos que no tenían miedo de asistir al funeral de una bruja y que habían ido al cementerio, algunos sólo fueron para verificar que la habían sepultado pero, por educación, se quedaron a cantar Nos encontraremos en el río, totalmente ignorantes de la sombría promesa que encerraba su canto. Otros acudieron a comprobar que no ocurriese nada fuera de lugar, que las personas de pocas luces y de corazón mezquino controlasen sus malos impulsos y todo el evento se caracterizase por la obediente mansedumbre de espíritu que ellos mismos habían alcanzado a través de la simple determinación de no permitir que nada, absolutamente nada, ni cosechas malogradas, ni blancos palurdos, empleos perdidos, hijos enfermos, patatas podridas, tuberías rotas, gorgojos en la harina, carbón de tercera clase, asistentes sociales instruidas, agentes de seguros ladrones, extranjeros con olor a ajo, católicos corruptos, protestantes racistas, judíos cobardes, musulmanes esclavistas, predicadores negros embusteros, chinos quisquillosos, ni el cólera, la hidropesía o la peste negra, ni mucho menos una mujer rara, les apartase de su Dios.

Como quiera que fuese, tanto los de espíritu rudo como los mansos —que acudieron no a la funeraria de los blancos, sino a la parte de color del cementerio de Beechnut— sintieron que, bien porque Sula había muerto o en inmediata sucesión después de su muerte, comenzaban a despuntar mejores tiempos. Hubo señales. El rumor de que en el túnel que atravesaría el río emplearían a trabajadores negros se convirtió en un anuncio oficial. Ese proyecto, planificado, abandonado y replanificado durante años, por fin se había puesto en marcha en 1937. Durante tres años corrieron rumores de que los negros trabajarían en él y las esperanzas eran grandes, pese al hecho de que la Carretera del Río que enlazaba con el túnel había alentado parecidas esperanzas en 1927 y al final había terminado construyéndose exclusivamente con mano de obra blanca, con montañeses e inmigrantes en los empleos más bajos. Pero el túnel en sí era otra cosa. El trabajo especializado no, ése no se lo darían. Pero era una obra importante y el gobierno parecía partidario de ampliar la contratación a los trabajadores negros. Lo cual significaba que los hombres negros no tendrían que barrer Medallion para comer, ni se verían obligados a dejar definitivamente la ciudad para irse a trabajar a las acerías de Akron y de las orillas del lago Erie.

La segunda señal fue el inicio de las obras de construcción de una residencia de ancianos. Cierto es que se trataba más de una renovación que de una construcción, pero los negros podrían ocuparla sin problemas, o eso se decía. Algunos decían que el traslado mismo de Eva de la casa desvencijada, que hacía las veces de residencia para las mujeres de color, al reluciente edificio nuevo era una clara muestra de los misteriosos caminos de Dios, cuyo poderoso pulgar habían visto sobre la garganta de Sula.

Las gentes del Fondo llegaron pues al final de octubre con un fuerte sentimiento de esperanza.

Después, Medallion se vistió de plata. Pareció ocurrir de repente, pero en realidad llevaban días y días sin nieve —sólo heladas— cuando, una tarde, a última hora, cayó una lluvia y heló. Los niños corrieron hacia los puntos de deslizamiento en la parte baja de Carpenter’s Road, donde empezaban las aceras de cemento, antes de que los tenderos y las viejas esparciesen cenizas de las estufas, como ónice antiguo sobre plata recién acuñada. Se abrazaban a los árboles por el mero deseo de estrechar un instante toda esa vida y esa grandeza inmovilizada en forma de cristal y contemplaron el sol aplastado contra el cielo gris como un doblón gastado sin parar de preguntarse, entre tanto, si no sería el fin del mundo. La hierba se levantaba erizada, brizna a brizna, en sobresaltada dispersión, por obra de una helada que se mantuvo durante varios días.

Las cosechas tardías se malograron, evidentemente, y las aves de corral murieron de frío y de rabia. La sidra se heló y rompió las vasijas, obligando a los hombres a beber el licor de caña demasiado pronto. En el valle, la situación era mejor, pues, como siempre, las colinas lo resguardaban, pero en el Fondo los negros sufrieron mucho en sus casas de paredes delgadas y sus ropas todavía más delgadas. El viento glacial se llevaba el poco calor que tenían, succionándolo a través de los cristales y por las hendiduras de las puertas mal ajustadas. Estuvieron varios días seguidos prácticamente recluidos en sus casas, aventurándose a salir sólo hasta las carboneras o hasta la casa de sus vecinos inmediatos para intercambiar alimentos de primera necesidad. Nunca hasta las tiendas. Además, éstas no recibían mercancías y, cuando las recibían, las reservaban para los clientes blancos, que pagaban mejor. Las mujeres no podían bajar las pendientes heladas y perdieron varios jornales que les eran terriblemente necesarios. La consecuencia de todo ese hielo fue un lastimoso Día de Acción de Gracias de diminutas aves duras, pesados pasteles de cerdo y sucintos boniatos. Cuando por fin comenzó a fundirse el hielo y vieron abrirse paso a través de la película helada del río la primera barcaza temblorosa, todos los menores de quince años tenían tos ferina o escarlatina, y los mayores tenían sabañones, reumatismo, pleuresía, otitis y un sinfín de enfermedades más.

Sin embargo, no fueron esas enfermedades, y ni siquiera el hielo, lo que marcó el comienzo de los problemas, esa profecía que encerraba su propio cumplimiento que Shadrack tenía siempre en la lengua. En cuanto las cosas empezaron a cubrirse de plata, mucho antes de que la sidra reventase las vasijas, algo empezó a ir mal. Empezó a producirse un desmembramiento, una dislocación casi inmediatamente después del alivio general que trajo consigo la muerte de Sula, apareció una inquieta irritabilidad. Teapot, por ejemplo, entró en la cocina y le pidió a su madre pan con mantequilla y azúcar. Ella se levantó para preparárselo y descubrió que no tenía mantequilla, sólo oleomargarina. Demasiado cansada para mezclar el polvo color azafrán con la dura pastilla de margarina, se limitó a untar el pan con el producto blanco y le espolvoreó el azúcar por encima. Teapot notó la diferencia y se negó a comérselo. Este insulto, el más intenso que puede sufrir una madre, que un hijo rechace la comida que le ha preparado, la enfureció, y le dio una zurra como no se la había dado desde que Sula le empujara por la escalera. Y no fue la única. Otras madres, que habían defendido a sus hijos de la malevolencia de Sula (o que habían defendido su condición de madres del desdén de Sula hacia ese papel), ahora no tenían con quién enfrentarse. Había desaparecido la tensión y, con ella, también la motivación de sus esfuerzos. Sin sus mofas, el afecto hacia los demás quedó fláccidamente maltrecho. Hijas que solían quejarse amargamente de las responsabilidades que conllevaba el cuidado de sus suegras ancianas habían cambiado de actitud cuando Sula encerró a Eva, y empezaron a limpiar las escupideras de las viejas sin un murmullo. Ahora que Sula estaba muerta y enterrada, volvieron a sentir un creciente resentimiento contra la carga de los viejos. Las mujeres dejaron de consentir a sus maridos; ya no parecía en absoluto necesario fortalecer su vanidad. E incluso los negros que se habían trasladado a Medallion desde Canadá, los que a la menor oportunidad remarcaban que nunca habían sido esclavos, sintieron aflojarse la compasión reaccionaria hacia los negros nacidos en el Sur que les había inspirado Sula y volvieron a sus originarias pretensiones de superioridad.

A la tacañería que habitualmente traía el invierno se sumó la mezquindad de espíritu, producto del hambre y la escarlatina. Ni siquiera una entrevista indiscutible, presenciada por testigos, con cuatro hombres de color para su contratación en el túnel (y la promesa de que habría otras en primavera) consiguió romper las frías tenazas de ese magro y amargo final de año.

Una mañana llegó la Navidad y golpeó los nervios de todos como un hacha mellada, demasiado maltrecha para un corte limpio, pero demasiado pesada para ignorarla. Los niños yacían con la mirada perdida sobre las camas rechinantes o en jergones cerca de la estufa, chupando menta y naranjas entre accesos de tos, mientras las madres daban furiosos golpes de pie en el suelo ante los bizcochos que no habían crecido porque el fuego de la cocina era demasiado mezquino, ante los cuerpos acurrucados de los hombres que habían optado por pasarse el día durmiendo antes que enfrentarse al silencio provocado por la ausencia de trenes de juguete, tambores, muñecas lloronas y caballitos de cartón. Por la tarde, los adolescentes se escabulleron en el teatro Elmira y dejaron que Tex Ritter les liberase del recuerdo de los zapatos de sus padres, impotentemente vacíos debajo de la cama. Algunos llevaban consigo una botella de vino, que se bebieron a los pies del rutilante señor Ritter, armando tal alboroto que el administrador tuvo que echarlos a la calle. Los blancos que se acercaron hasta allí, con bolsas de Navidad llenas de caramelos y ropas viejas, tuvieron dificultades para arrancar un «Sí, señor, gracias» de esas bocas taciturnas.

Igual que el hielo de octubre, también las flemas de diciembre se resistían a desaparecer, lo cual explica el enorme alivio que supusieron los tres primeros días de 1941. Fue como si la estación se hubiese agotado, pues el primero de enero la temperatura subió hasta los dieciséis grados y de un día para otro transformó la blancura en lodo. El 2 de enero comenzaron a entreverse sucias manchas de hierba en los campos. El 3 de enero salió el sol… y también lo hizo Shadrack con su cuerda, su campana y su infantil canto fúnebre.

Se había pasado la noche anterior contemplando una luna pequeñita. Las personas, las voces que le hacían compañía, le acompañaban cada vez menos y menos. Ahora se pasaba largos períodos sin escuchar nada, aparte del viento entre los árboles y el choque de las castañas de indias contra el suelo. En invierno, cuando era demasiado difícil atrapar peces, trabajaba haciendo recados para los pequeños comerciantes (nadie quería tenerle en su casa, ni siquiera en sus proximidades) y con eso seguía obteniendo dinero suficiente como para beber. No obstante, sus borracheras se habían hecho más profundas pero también más espaciadas. Como si ya no necesitase beber para olvidar lo que fuera que no conseguía recordar. Ahora ya no recordaba haber olvidado nunca nada. Tal vez por eso, por primera vez desde ese frío día en Francia, comenzó a echar de menos la presencia de otras personas. Shadrack había mejorado lo suficiente como para sentirse solo. Si alguna vez se había sentido solo antes, no se había dado cuenta porque el ruido que hacía, los gritos, el continuo ir y venir, le protegían impidiendo que lo notase. Ahora había ido perdiendo esa compulsión de hacer algo, de llenar las horas que no pasaba pescando alegremente en la orilla del río. A veces se dormía antes de emborracharse, a veces se pasaba días enteros mirando el río y el cielo; y fue abandonando progresivamente los hábitos de limpieza militar en su chabola. Un día, un pájaro —uno de los petirrojos que llegaron como una plaga— entró volando por su puerta y permaneció dentro, buscando una salida durante prácticamente una hora. Cuando el pájaro localizó la ventana y se alejó volando, Shadrack se quedó triste y, de hecho, lo estuvo esperando y permaneció atento a su regreso. Durante esos días de espera, no se hizo la cama, ni tampoco barrió ni sacudió la alfombrita de pingos, y casi se olvidó de marcar el paso de los días en el calendario con su cuchillo de limpiar pescado. Cuando volvió a ocuparse de las tareas domésticas, ya no lo hizo con la escrupulosa precisión que siempre había observado. Cuanto más aumentaba el desorden en su casa, más solo se sentía, y cada vez le resultaba más y más difícil invocar la presencia de sargentos y ordenanzas y ejércitos invasores; más y más difícil oír los disparos y mantener continuamente en marcha al pelotón. Empezó a contemplar y acariciar con más frecuencia la única prueba material que tenía de que una vez había recibido una visita en su casa: el cinturón rojo y blanco de una niña. El que se había dejado olvidado la niña cuando fue a verle. Shadrack recordaba claramente la escena. Al cruzar la puerta, se encontró una cara manchada de lágrimas que le miraba, le miraba, con ojos doloridos e interrogantes y la boca entreabierta en un intento de hacerle una pregunta. La niña había ido a pedirle algo, a él. Ni pescado ni un trabajo, sino algo que sólo él podía darle. Tenía un renacuajo encima de un ojo (por eso supo que era una amiga, porque llevaba la marca de los peces que él amaba) y se le había deshecho una trenza. Pero, al mirarle la cara, también le había visto la calavera debajo y creyendo que también ella la veía —que sabía que estaba allí y eso la asustaba— quiso decirle algo que pudiera consolarla, que pusiera fin a esa pena que se le derramaba por los ojos. Y por eso le dijo «siempre», para que no tuviese miedo del cambio: del desprendimiento de la piel, del resbalar y gotear de la sangre y de la aparición de los huesos que se escondían debajo. Le dijo «siempre» para convencerla, para darle la seguridad de su permanencia. Y dio resultado, pues cuando se lo dijo, su cara se iluminó y desapareció la pena. Entonces echó a correr, llevándose la información que le había dado, pero se le cayó la cinta del vestido y él la guardó como recuerdo. La tenía colgada de un clavo junto a su cama: sin una arruga ni una mancha después de tantos años, sólo con el doblez permanente marcado en la tela por su larga permanencia suspendida de un clavo. Era agradable tener consigo esa prueba de una visita, la única que había recibido. Y, al cabo de un tiempo, consiguió asociar la cinta con la cara, con esa cara con un renacuajo encima del ojo que a veces veía ahí arriba en el Fondo. Su visita, su acompañante, su invitada, su vida social, su mujer, su hija, su amiga, todas colgadas de un clavo junto a su cama.

Se quedó contemplando la luna pequeñita suspendida sobre el río bloqueado por el hielo. Su soledad se había deslizado hasta la zona de sus tobillos. Y también le invadió otra sensación. Una sensación que le hizo escocer los ojos y le obligó a entornarlos. Había vuelto a verla, meses —¿o semanas?— atrás. Estaba recogiendo las hojas secas para el señor Hodges y bajó al sótano en busca de dos cestas grandes donde ponerlas. En el pasillo cruzó por delante de una puerta abierta que comunicaba con un cuartito. Ella estaba allí tendida encima de una mesa. Ciertamente era la misma. La misma cara de niña, el mismo renacuajo encima del ojo. O sea que se había equivocado. Terriblemente. No era en absoluto para «siempre». Otra persona cuya cara conocía había muerto.

Fue entonces cuando empezó a sospechar que todos esos años en que había paseado con su cuerda y había hecho sonar la campana no le servirían, al final, para nada. Lo mismo le valdría no moverse de su orilla del rió y contemplar la luna a través de su ventana.

Su calendario de muescas diarias le indicó que el día siguiente era el señalado. Y, por primera vez, no tuvo ganas de salir. Quería quedarse en su casa con el cinturón rojo y blanco. No salir. No salir.

Aun así, cuando amaneció el día con un increíble estallido de sol, cogió sus cosas. A primera hora de la tarde, bañado por el sol y convencido de que seria la última vez que les invitada a poner fin a sus vidas limpiamente y sin dolor, cruzó el desvencijado puentecillo y continuó camino del Fondo. Pero esa vez no fue un gesto sentido, de amor, pues ya no le importaba ayudarles o no. Llevaba la cuerda mal anudada; su campana emitía un sonido de hojalata sin ninguna pasión. Su visitante había muerto y ya no iría nunca más a su casa.

Años más tarde, la gente discutiría quién había empezado primero. La mayoría decía que habían sido los Deweys, pero un par de personas estaban mejor informadas y sabían que las primeras fueron Dessie e Ivy. Decían que Dessie fue la primera que abrió la puerta y se quedó en el umbral, protegiéndose los ojos del sol con una mano, mientras observaba a Shadrack que se acercaba por el camino. Y se rió.

Puede que fuese el sol; quizá las manchas de verde que asomaban en las colinas, tan llenas de promesas; tal vez el contraste del fulgor de la amenazadora, lúgubre campana de Shadrack bajo la dulce caricia de todo ese sol. Puede que fuese sólo un breve instante en que, por una vez, no sintió miedo y contempló sin temor la muerte a la luz del sol. Y se rió.

Ivy la oyó desde arriba y se asomó para averiguar la causa de la densa melodía que sacudía los pechos de su vecina. Y después Ivy también se rió. Como la escarlatina que se les había pegado a todos chupándolos hasta los cartílagos, la risa de las dos mujeres se contagió a toda Carpenter’s Road. Pronto se vio a los niños dando saltos y riendo, y los hombres salieron a sus porches para reírse entre dientes. Cuando Shadrack Llegó a la primera casa, se encontró con una hilera de caras alegres.

Nunca se habían reído antes. Siempre cerraban sus puertas, bajaban las persianas y hacían entrar a sus hijos de la calle. Ese júbilo le asustó, pero continuó adelante, fiel a su costumbre: entonando su cántico, haciendo sonar la campana y sujetando firmemente la cuerda. Los Deweys salieron corriendo del número 7 con sus magníficas dentaduras y ejecutaron una pequeña danza alrededor del desconcertado Shadrack, después comenzaron a imitar desaforadamente su forma de andar, su cántico y sus campanillazos. A esas alturas, las mujeres tenían que sujetarse la barriga y los hombres se daban palmadas en las rodillas. Y la señora Jackson, la que comía hielo, bajó renqueando de su porche y se puso a desfilar —se puso a desfilar, así como suena— detrás de él. Era un espectáculo tan cómico que la gente salió a la calle para no perderse nada. Y así empezó el desfile.

Todos. Dessie, Tar Baby, Patsy, el señor Buckland Reed, la mamá de Teapot, Valentine, los Deweys, la señora Jackson, Irene, la propietaria del Palacio de la Cosmetología, Reba, los hermanos Herrod y multitud de adolescentes se dejaron llevar por el entusiasmo, y riendo, bailando, llamándose a gritos, siguieron a Shadrack en cortejo. A medida que el grupo inicial dé unas veinte personas pasaban por delante de otras casas, a los que estaban asomados a las puertas y ventanas los invitaron a unirse a ellos para que les ayudasen a ensanchar más esa abertura en el velo, ese respiro de la angustia, de la dignidad, de la seriedad, del peso de ese sufrimiento tan adulto que les había mantenido enfajados durante todos esos años. Les invitaron a salir y a jugar bajo el sol; como si el sol fuese a durar, como si realmente hubiese esperanza. La misma esperanza que les hacía seguir recogiendo judías para otros agricultores; que les impedía acabar marchándose como decían que harían; que les hacía seguir metidos hasta las rodillas en la porquería de otras personas; que les hacía continuar entusiasmándose con las guerras de otros; que les hacía seguir preocupándose por los hijos de los blancos; que mantenía su convencimiento de que algún «gobierno» mágico finalmente les elevaría por encima, les sacaría y les alejaría de esa suciedad, esas judías, esas guerras.

Naturalmente, algunos se negaron a salir, como Helene Wright, que contemplaba el alboroto con su característico desdén. Otros, que entendían la mano del Espíritu que les hacía bailar, que entendían que familias enteras encorvasen las espaldas en un campo mientras cantaban al unísono como una sola garganta, que entendían el éxtasis de los bautismos en el río bajo soles exactamente como ése, no comprendieron a qué venía ese curioso desorden, ese espectáculo sin director, y también se negaron a salir.

Aun así, el sol fue proyectándose sobre una multitud cada vez más numerosa que avanzaba pavoneándose, dando brincos, marcando el paso y arrastrando los pies camino abajo. Cuando llegaron al punto donde empezaban las aceras, algunos se detuvieron y decidieron volverse atrás, demasiado cohibidos para adentrarse en la parte blanca de la ciudad aullando como fantasmas. Pero, con la excepción de tres o cuatro personas, los más agresivos se burlaron de los pusilánimes y los abandonaron, y el desfile continuó avanzando a paso de baile por la calle Mayor, por delante de los almacenes Woolworth y del antiguo matadero de aves; dobló a la derecha y continuó por la Carretera Nueva del Río.

Cuando llegaron a la boca de la excavación del túnel, enfebrecidos de entusiasmo y alegría, vieron relucir la madera, los ladrillos, los nervios de acero y la desvencijada reja de la puerta bajo el hielo, que el sol trocaba en diamantes. Al principio, la visión los deslumbró y se quedaron repentinamente callados. Con las manos puestas de visera, pasearon la mirada por el lugar donde tenían colocadas sus esperanzas desde 1927. Ante ellos tenían la promesa: tan muerta como hojas caídas. Los dientes sin arreglar, el carbón que ya no les fiaban, los dolores del pecho sin cuidar, los zapatos para ir al colegio que no habían comprado, los colchones rellenos de juncos, los inodoros rotos, los porches tambaleantes, los comentarios murmurados entre dientes y la asombrosa malevolencia infantil de sus patronos. Todos reunidos ante sus ojos bajo el refulgente hielo iluminado por el sol, que empezaba a hacerse rápidamente agua.

Como antílopes saltaron la pequeña verja —una barrera de alambre pensada para cerrar el paso sólo a los perros, los conejos y los niños vagabundos— y, con los más duros, los más furiosos y los más jóvenes a la cabeza, cogieron los tablones de madera y los finos nervios de acero y destrozaron los ladrillos que nunca cocerían en los bostezantes hornos; rasgaron los sacos de cal que ellos no habían mezclado y que ni siquiera se les había permitido acarrear; destrozaron la malla de alambre; volcaron las carretillas e hicieron rodar las pértigas hasta el río, en cuya corriente inmovilizada por el hielo se adentraron.

Viejos y jóvenes, mujeres y niños, tímidos y lanzados, dieron muerte, como buenamente pudieron, al túnel que les habían impedido construir.

No tenían intención de meterse dentro, de llegar a internarse en la verdadera boca del túnel, pero su necesidad de matarlo por completo, todo entero, de borrar de la faz de la tierra el trabajo de los delgados brazos de los muchachitos de Virginia, de los griegos de cuello de toro y de los hombres con cara de cuchillo, que les habían agitado ante los ojos la promesa muerta como las hojas caídas, se adentraron demasiado hondo, demasiado lejos…

Muchos murieron allí. La tierra, que se había calentado ya, se movió; el primer soporte se deslizó; algunas rocas sueltas se desprendieron de la pared del túnel e hicieron desplomarse un muro de contención. Se encontraron metidos en una cámara de agua, lejos del sol que les había llevado hasta allí. Tras el primer crujido y la irrupción del primer chorro de agua, la estampida para salir fue tan salvaje que otros, que intentaban ayudarles, fueron arrastrados con ellos a la muerte. Aplastados contra los nervios de acero y los soportes de madera, varios jóvenes quedaron asfixiados cuando el oxígeno les abandonó para mezclarse con el agua. Fuera, los demás lo contemplaban todo aterrados, mientras veían abrirse el hielo y la tierra empezaba a temblar bajo sus pies. La señora Jackson, que pesaba menos de cincuenta kilos, resbaló por la margen del río y se hundió con la boca abierta entre el hielo que había deseado comer toda su vida. Tar Baby, Dessie, Ivy, Valentine, los chicos Herrod, algunos de los hermanos menores de Ajax y los Deweys (al menos eso se suponía, pues nunca se encontraron sus cuerpos) murieron todos allí. El señor Buckland Reed salió con vida y también Patsy y sus dos hijos, así como otros quince o veinte que no se habían acercado lo suficiente como para caer o cuya cobardía les había impedido entrar en un túnel no terminado.

Y Shadrack permaneció todo el rato allí sin moverse. Sin acordarse de su canción ni de su cuerda; se quedó en lo alto de la margen del río haciendo sonar su campana sin parar.