Capítulo 14
Lieneke regresó del colegio con Klaus y Gredda. Nuevas hojas verdosas empezaban a brotar bajo un cielo primaveral, y un aire fresco y seco alegraba el corazón como si algo bueno estuviese a punto de ocurrir. Lieneke y Gredda cogieron flores para ponerlas a secar después dentro de gruesos libros. Klaus, que creía que coleccionar flores secas era un asunto sólo de niñas, caminaba junto a ellas pensativo. De repente sacó de su cartera el gran libro de los inventos. Se lo tendió a Lieneke y se disculpó por haber tardado tanto en devolvérselo. Lieneke había olvidado por completo que le había prestado el libro de la biblioteca del médico. Klaus declaró que era el mejor libro que había leído en su vida, y añadió que lo había copiado entero en tres cuadernos.
—¿De verdad? —preguntó ella, sorprendida—. Pero si no tiene historias.
—Me da igual —dijo Klaus—. ¡Lo importante es que ahora sé lo que quiero ser!
—¿Inventor? —adivinó Lieneke, y le sonrió.
—¡Exactamente! —dijo Klaus.
—Podrías inventar medicamentos que curen enfermedades —propuso ella pensando en su madre.
Se calló un instante y entonces dijo:
—También yo creo que inventar medicamentos es lo más importante del mundo, pero había pensado ser inventor de otro tipo.
—¿Como los que inventaron el coche y el avión? —preguntó Lieneke.
—No exactamente —respondió Klaus—. Me gustaría inventar algo aparentemente sencillo, pero que de hecho fuera muy urgente y todo el mundo se preguntase cómo había podido arreglárselas antes sin ello.
—Como la bicicleta —sugirió Lieneke.
—Incluso más pequeño y sencillo —repuso Klaus—. Como el cortaúñas o el rallador. —Cortó un tallo y se lo puso entre los labios, a modo de cigarro.
Ella lo miró y preguntó de repente:
—No sabrás dónde cultivan tabaco, ¿verdad?
Klaus arrugó la nariz y se encogió de hombros.
—¿Para qué quieres eso? —preguntó Gredda retirándose el pelo de los ojos.
—Para mi abuelo —explicó Lieneke—, no tiene tabaco para la pipa.
—Podría fumar otra cosa —dijo Klaus en su tono serio—. ¿Quién ha dicho que haya que fumar precisamente hojas de tabaco?
Lieneke lo miró con curiosidad y esperó a que continuase.
—Seguro que la gente intentó fumar todo tipo de hojas hasta que descubrió que las del tabaco eran las mejores —dijo Pero quizá otras hojas puedan ser un sucedáneo. «Como el sucedáneo de las hojas de té», pensó Lieneke y sonrió. Empezó a cortar distintas hojas, de varias plantas, y se las metió en los bolsillos. Cuando llegó a casa subió rápidamente a su habitación y ordenó las hojas por clases. Salvo un grupo, las puso todas extendidas dentro de un grueso libro, para que se secasen. El grupo que había dejado aparte lo cortó en pedacitos muy pequeños, lo metió en un sobre y escribió: «Para el señor Kohly», y debajo: «Sucedáneo de tabaco. Experimento n.º 1». Con el sobre en el bolsillo bajó a la cocina a comer. Kornelia le sirvió sopa roja de remolacha forrajera y Lieneke se la comió toda, y luego le puso un plato de lombarda cortada en juliana, cocinada con trocitos de manzana ácida, y también una rebanada de pan de semillas de flores. Decidió no apenar a Vonnet y al doctor Kohly y comerse todo lo que le sirvieran, aunque no tuviera apetito y no le gustara. Comió de forma distraída, mirando embobada el armario barrigudo, mientras sus pensamientos saltaban de un asunto a otro. Pensó en el sobre que tenía en el bolsillo, en el próximo cumpleaños de Vonnet, en los bancales de fresas que habían plantado en el huerto. Pensó también en el conejo blanco con el hocico rosa que el doctor Kohly le había regalado al pasar de curso y que ahora la estaba esperando en una jaula.
Griet y Kornelia restregaban los cacharros mientras charlaban. Vera, la perra, entró en la cocina y posó su alargada cabeza sobre las rodillas de Lieneke.
—La cerda ha parido tres cochinillos —dijo Griet. Y añadió bajando la voz—: Pero a los alemanes les han informado sólo de dos. —Lieneke no prestó atención a la historia, pero aguzó el oído cuando le oyó decir—: A uno de los cochinillos, nada más nacer, lo han llevado al bosque, lo han atado y le han amordazado bien el hocico, si no, sus chillidos alertarían a los nazis. Lo están alimentando con un biberón. Quieren que engorde un poco, que tenga algo de carne sobre los huesos. Pronto lo degollarán.
Lieneke quitó los platos de la mesa, le dio las gracias a Kornelia y se fue. Dejó sobre las teclas del piano el sobre para el abuelo Kohly y bajó la tapa. Luego sacó de la jaula el conejo y se lo llevó a su habitación. Lo acarició, besó su pelo blanco e intentó no pensar en el cochinillo. Quería concentrarse en otra cosa, y se puso a escribir un poema para el cumpleaños de Vonnet. Era un poema sobre un girasol que iba volviendo la cara hacia el sol, absorbía su luz y brillaba por sí solo. De repente percibió un olor a humo, como si hubiese un incendio en algún bosque lejano, y oyó los pasos ligeros de Vonnet que subían a la carrera por la escalera. Abrió la puerta.
—Se está quemando algo, ¿lo hueles? —preguntó.
—Sí —dijo Lieneke.
—¿De dónde viene? —se inquietó Vonnet.
—¡No pasa nada! ¡No pasa nada! —se oyó la voz atronadora del abuelo Kohly, que salió de su habitación y se detuvo frente a la de Lieneke—. Estaba fumando junto a la ventana —se disculpó.
—Pero… —dijo Vonnet arrugando la nariz.
—Un sucedáneo de tabaco —explicó el abuelo Kohly.
—¿Funciona? —preguntó Lieneke con interés.
—¡En absoluto! —gritó el viejo, frunciendo sus espesas cejas—. ¡Repugnante! El experimento número uno ha fracasado. Hay que pasar al siguiente.
Vonnet se encogió de hombros, asombrada.
—En esta casa ya ni se entiende lo que dice la gente —masculló, y volvió a bajar por la escalera.
Unos días más tarde celebraron el cumpleaños de Vonnet. Lieneke ató cintas de colores alrededor de la silla de la homenajeada y adornó con flores silvestres la gran mesa del salón. Antes de sentarse a comer, recitó el poema del girasol y el abuelo Kohly la acompañó al piano. Vonnet se emocionó. Sus ojos brillaron al escuchar aquellas palabras. Aunque Lieneke no lo decía de forma explícita, Vonnet comprendió que el girasol del poema era ella misma.
El doctor Kohly compró carne especialmente para la ocasión. Hacía meses que no había carne en su mesa, y la pieza, que llevaba asándose en el horno desde el mediodía, llenó la casa de un aroma tan delicioso que se les hizo la boca agua. Los comensales realmente se emocionaron cuando la cena llegó a la mesa. Pero los ojos de Lieneke se nublaron cuando miró su plato: entre las patatas y las judías verdes había un pedazo de carne cubierta por completo de diminutas burbujas. Era lengua. «Es la lengua del cochinillo», se dijo. Masticó despacio las judías y las patatas, cortó un trozo de carne, pero no era capaz de metérselo en la boca.
—¡Qué rico! —suspiró Vonnet, y sonrió feliz a su marido.
—¡Exquisito! —gritó el abuelo Kohly, que masticaba haciendo mucho ruido.
Lieneke intentó no llamar la atención y fingió estar concentrada en la comida, pero Vonnet preguntó de pronto:
—Lieneke, ¿qué pasa?
—Nada —murmuró ella.
—No juegues con la comida. Cómetelo —dijo Vonnet con ternura.
—No puedo —respondió Lieneke.
—Está muy bueno, muy bueno —murmuró el abuelo con la boca llena de carne.
El doctor Kohly la miró.
—Después de tanto tiempo sin probar la carne —dijo, sorprendido—, ¡es imposible que no quieras comértela!
Todos clavaron los ojos en ella, Vonnet, el médico y su padre, esperando a que cogiera un pedazo y se lo metiese en la boca. Lieneke miró las pequeñas vesículas de la carne y suspiró.
—¡No lo entiendo! —dijo el médico en voz alta y en tono severo—. No es posible. Necesitas hierro. ¡Te comerás la carne!
«Si por lo menos no fuese lengua —pensó Lieneke—. Si por lo menos no viese esas pequeñas burbujas, si por lo menos no supiera que el cochinillo chillaba con el hocico amordazado…». Clavó el tenedor en un pequeño trozo de carne y se lo metió en la boca. Lo dejó encima de su lengua y sintió el contacto de las pequeñas burbujas. Luego se lo tragó rápidamente, y no pudo comer más.
—¡Lieneke! —gritó el médico—, ¡estoy muy enfadado contigo!
Vonnet la miró decepcionada, y el abuelo siguió masticando a sus anchas cuando el doctor Kohly, en mitad de la cena, mandó a Lieneke a su habitación.
Se sentó al borde de la cama con un nudo en la garganta. Hasta entonces jamás había oído al doctor Kohly alzar la voz. Jamás lo había visto tan enfadado. Una vez lo vio reprender a su mujer. Fue cuando Vonnet trepó a un árbol del huerto para coger una manzana de una rama alta. Se cayó y se arañó, y mientras el doctor Kohly le vendaba la herida masculló: «Vonnet, de verdad, no eres una niña, y la esposa de un médico no puede trepar a los árboles. Es indecoroso». También había visto las miradas de reproche que le dirigió al abuelo Kohly cuando llegó a la casa y maldijo en francés. Pero aquellas miradas fueron únicamente eso, miradas, y su enfado con Vonnet sólo lo expresó mascullando entre dientes, mientras que a ella le había gritado de verdad.
Antes de acostarse sacó del cajón del escritorio un frasco de perfume vacío, cubierto por una rejilla de mimbre, y aspiró el aroma de su interior. Eso la tranquilizó un poco, «pero pronto —pensó con tristeza— se le irá todo el olor». Se metió en la cama, abrazó a Bojki y cerró los ojos.
En sueños vio una colina lisa, puntiaguda, rodeada de arbustos. Al acercarse, comprobó que no era una colina, sino la cabeza calva y puntiaguda de su padre. Se volvió hacia ella. Tras las gafas la miraron sus ojos bondadosos, y bajo su bigote se dibujó una dulce sonrisa. Tamborileó sobre sus rodillas y la invitó a sentarse encima. Ella saltó hacia él y, a través de las lentes del microscopio que Frank Hanfch había construido, contemplaron juntos el álbum de pinturas.
—Renoir era un gran pintor —dijo su padre—, pero no sabía dibujar manos. Mira, es como si le faltasen a todas las personas.
Lieneke pasó la página. Hasta en sueños reconoció el siguiente cuadro. Era el de la joven con un pendiente de perla, del pintor holandés Vermeer, sólo que ahora la joven era como su hermana Hannie.
—Nadie en el mundo tiene un amarillo y un azul como el de Vermeer —dijo Lieneke en el sueño, algo que decía siempre su padre cuando hojeaban juntos el álbum—. Pero ¿qué es esto? —preguntó cuando pasó la página.
Dos manchas se movían sobre el siguiente dibujo. Reconoció el tono rojo amarronado, la forma difuminada y hasta su olor dulzón y cosmético. Eran las dos manchas de colorete que cubrían los prominentes pómulos de su madre. Lien solía maquillarse para ocultar el tono amarillento que la enfermedad hepática le había dado a su piel. No quería que le preguntasen por qué estaba tan pálida y si se encontraba bien, y se maquillaba las mejillas incluso cuando estaba tan mal que le costaba salir de la cama. Lieneke había visto a su madre sin colorete en contadas ocasiones, y de pronto se sintió mal, le entraron náuseas. Observó las manchas, se esforzó por ver el rostro detrás de ellas y no lo consiguió.
Las manchas se movían por la página y las anchas manos de su padre, que sujetaban el libro, desaparecieron de la hoja, como si las hubiese pintado Renoir. Pero Lieneke no miró las manos desaparecidas. Sólo quería ver el rostro detrás de las manchas.
—¿Por qué han venido sin ella? —le gritó a su padre, pero él ya no estaba allí, y se despertó aterrada por si le había ocurrido algo a su madre.
Ese miedo la angustió durante muchas horas. Sólo sintió alivio cuando el médico la llamó a su consulta y, sin decir una palabra, le dio una carta de su padre.