Lázaro

Leonid Andréiev

I

Cuando Lázaro salió del sepulcro donde se había hallado durante tres días y tres noches bajo el misterioso poder de la muerte y regresó vivo a casa, nadie notó, al principio, las siniestras particularidades que, con el tiempo, hicieron que causara espanto incluso su nombre. Rebosantes de luminoso júbilo por su retorno a la vida, familiares y amigos le rodeaban constantemente de atenciones y saciaban su ávida solicitud con los afanes por procurarle comida, bebida y ropas nuevas. Le vistieron suntuosamente con los vivos colores de la esperanza y la risa y cuando él, semejante a un desposado con atuendo nupcial, volvió a sentarse con ellos a la mesa y de nuevo bebió y de nuevo comió, ellos vertieron lágrimas de ternura y llamaron a los vecinos para que contemplaran al que había resucitado milagrosamente. Acudían los vecinos, y se alegraban, conmovidos; acudían desconocidos de ciudades y pueblos lejanos, y con exclamaciones de júbilo expresaban su reverente admiración ante el milagro; como abejas rondaban en torno a la casa de María y Marta.

Y todo lo nuevo que había aparecido en el rostro y en los modales de Lázaro, lo explicaban de manera natural como huella de la grave dolencia y de las conmociones padecidas. Era evidente que la labor destructora de la muerte sobre el cadáver había sido tan sólo detenida, pero no anulada del todo, por el milagroso poder: lo que la muerte tuvo tiempo de hacer con el rostro y sobre el cuerpo de Lázaro era como el dibujo inconcluso de un pintor bajo un fino cristal. Las sienes de Lázaro, las ojeras y el cuenco de las mejillas tenían un denso color azulenco terroso, así como también los largos dedos de las manos, en cuyas uñas, crecidas en la tumba, el azul se tornaba más oscuro, ya cárdeno. Aquí y allá, en los labios y en el cuerpo, se había cuarteado la piel tumefacta, y en esos sitios quedaban finas grietas rojizas, brillantes como salpicadas de mica translúcida. Además, se había vuelto obeso. El cuerpo, hinchado en la tumba, conservaba unas proporciones monstruosas y unas repelentes protuberancias bajo las cuales se adivinaba la hedionda viscosidad de la putrefacción.

Sin embargo, pronto desapareció el olor a cadáver que impregnaba la mortaja de Lázaro y se hubiera dicho que también su cuerpo; de allí a poco se atenuó la lividez de las manos y del rostro y se cicatrizaron en parte las pequeñas grietas rojizas de la piel, aunque nunca llegaron a cerrarse del todo. Así se presentó a la gente en su segunda vida, pero su aspecto les pareció natural a quienes le habían visto en su lecho mortuorio.

Además del rostro, también el talante de Lázaro parecía cambiado; pero esta circunstancia tampoco sorprendió a nadie ni llamó debidamente la atención. Antes de su muerte, Lázaro había sido siempre un hombre jovial, despreocupado, amigo de la risa y de la burla inocente. Precisamente por esa agradable y sosegada jovialidad, exenta de malicia y de aspereza, le había cobrado tanto afecto el Maestro. Ahora, en cambio, se mostraba serio y taciturno; no bromeaba ni acogía con risas las chanzas de los demás; también las palabras que de tarde en tarde pronunciaba eran las palabras más imprescindibles, tan carentes de significado y enjundia como los sonidos con que un animal expresa el dolor y el contento, la sed y el hambre. Palabras que puede pronunciar un hombre toda la vida sin que nadie llegue a saber nunca cuáles fueron los sufrimientos o las alegrías de su alma.

Así, con la faz de un cadáver sobre el cual la muerte se había enseñoreado en las tinieblas durante tres días, vestido con el suntuoso atuendo nupcial resplandeciente de oro amarillo y de púrpura escarlata, hosco y taciturno, espantosamente distinto y extraño ya, aunque nadie lo hubiera advertido todavía, se sentaba Lázaro a la mesa del festín, entre sus amigos y allegados. El alborozo, en torno suyo, se desplegaba en anchurosas oleadas, unas veces suaves y otras estrepitosas, cálidas miradas de afecto buscaban su rostro, que aún conservaba el frío de la tumba, y la mano tibia de un amigo acariciaba la suya, grávida y azulenca. Sonaba la música. Habían llamado a unos músicos que tocaban alegremente el címbalo y la flauta, la cítara y el guzli. Era como si sobre la venturosa morada de María y de Marta zumbaran las abejas, cantaran las chicharras y trinaran los pájaros.

II

Algún incauto levantó el velo. Con el soplo imprudente de una palabra lanzada al azar, alguien rompió el luminoso hechizo y descubrió la verdad en su monstruosa desnudez.

La idea no se había concretado aún en su mente, y ya preguntaban los labios sonriendo:

—¿Por qué no nos cuentas lo que hubo allá, Lázaro?

Y todos enmudecieron, sobrecogidos por la pregunta. Como si sólo entonces cayeran en la cuenta de que Lázaro había estado muerto tres días, le miraban curiosamente en espera de la respuesta. Pero Lázaro callaba.

—¿No quieres contarlo? —se extrañó el que preguntaba—. ¿Tan espantoso ha sido?

Otra vez había quedado su pensamiento a la zaga de las palabras. De lo contrario, no habría formulado una pregunta que, en el mismo instante, hizo que un insoportable espanto oprimiera su propio corazón. Todos se sintieron inquietos y esperaron ya con angustia las palabras de Lázaro; pero él callaba, fría y severamente, y tenía los ojos gachos. Y de nuevo advirtieron, como por primera vez, la espantosa lividez azulenca del rostro y el repugnante abultamiento. Una de las manos de Lázaro, violácea, yacía sobre la mesa como olvidada por su dueño, y todas las miradas se habían clavado en ella, igual que si de ella esperasen la ansiada respuesta.

Los músicos tocaban aún, pero el silencio acabó llegando también hasta ellos y, lo mismo que el agua apaga las brasas dispersas, así apagó los alegres compases. Enmudeció la flauta; enmudecieron también el sonoro címbalo y el guzli susurrante, luego expiró la cítara con una nota trémula y quebrada como si se hubiera roto una cuerda, como si hubiera muerto la propia canción. Y se hizo el silencio.

—Entonces, ¿no quieres? —insistió el que preguntaba, incapaz de frenar su lengua incontinente.

Reinaba el silencio y la mano violácea yacía inmóvil. En esto, se agitó levemente. Todos exhalaron un suspiro de alivio y alzaron los ojos: Lázaro resurrecto los contemplaba fijamente con mirada grávida y terrible que lo abarcaba todo de golpe.

Habían transcurrido tres días desde que Lázaro salió del sepulcro. A partir de aquel momento, muchos habían advertido el nefasto poder de su mirada; pero, ni los que fueron sojuzgados por ella para siempre ni los que hallaron en la fuente prístina de la vida, tan misteriosa como la muerte, la fuerza necesaria para resistirle, ni unos ni otros lograron explicar jamás la tremenda sugestión encerrada en la profundidad de sus negras pupilas. Miraba Lázaro de manera tranquila y sencilla, sin deseo de ocultar nada pero también sin intención de expresar algo: miraba incluso fríamente, como quien siente infinita indiferencia por todo lo vivo. Muchos pasaban a su lado, distraídos, sin fijarse en él; pero más tarde se enteraban, admirados y sobrecogidos, de quién era aquel plácido hombre obeso que les había rozado con el vuelo de sus suntuosas y llamativas vestiduras. El sol no dejaba de brillar cuando él lo miraba, la fuente no cesaba de fluir y el cielo de su tierra natal permanecía límpido y azul, pero quien había caído bajo su mirada misteriosa no escuchaba ya el fluir del agua ni reconocía el cielo natal. Unas veces se ponía a llorar amargamente y otras, desesperado, se mesaba el cabello y suplicaba, enajenado, la ayuda de los demás. Sin embargo, lo más frecuente era que, sereno e indiferente, comenzara a morirse y continuara muriéndose durante años ante los ojos de todos, apático, pálido y mustio como un árbol que se seca silenciosamente sobre un terreno pedregoso. Los primeros, los que gritaban y se debatían, algunas veces volvían a la vida; pero los otros, jamás.

—Entonces, Lázaro, ¿no quieres contarnos lo que viste allá? —repitió por tercera vez el que preguntaba.

Pero su voz era ahora indiferente, apagada, y un denso tedio gris velaba sus ojos. Ese mismo tedio gris, muerto, cubrió todos los demás rostros como si fuera polvo, y los comensales se escrutaban unos a otros con obtuso estupor, incapaces de comprender por qué se habían reunido en torno a la mesa ricamente servida. Cesaron de hablar. Pensaban con abulia que probablemente sería hora de volver a sus casas, pero no lograban superar el indolente y pegajoso aburrimiento que debilitaba sus músculos, y continuaban sentados, ajenos los unos a los otros, semejantes a débiles lucecillas esparcidas por un campo nocturno.

Sin embargo, los músicos habían sido pagados para que tocaran; volvieron, pues, a tomar sus instrumentos y de nuevo fluyeron y saltaron los compases, estudiadamente tristes, estudiadamente alegres. En ellos se desplegaba la armonía de siempre, pero los comensales la escuchaban sorprendidos: no sabían qué falta hacía aquello ni por qué debían los músicos rasguear las cuerdas o hinchar los carrillos para soplar en sus flautas, produciendo un extraño ruido polifónico.

—¡Qué mal lo hacen! —dijo alguien.

Ofendidos, los músicos se marcharon. Tras ellos se dispersaron también los comensales uno por uno, ya que se había hecho de noche. Cuando se vieron envueltos en la apacible tiniebla, cuando empezaron a respirar más fácilmente, a cada uno se le apareció de pronto la imagen de Lázaro con un halo pavoroso: el rostro lívido del cadáver, la suntuosa y brillante indumentaria nupcial y la mirada fría, que en el fondo conservaba un quieto terror. Estaban como petrificados, aquí y allá, rodeados por sombras, y en las sombras adquiría creciente nitidez la tremenda visión, la imagen sobrenatural de aquel que durante tres días se había hallado bajo el misterioso poder de la muerte. Tres días estuvo muerto; tres veces salió y se puso el sol, y él estaba muerto; los niños jugaban, el agua de los torrentes rumoreaba entre las piedras, la cálida polvareda se arremolinaba sobre el camino, y él estaba muerto. Y ahora se hallaba de nuevo entre los hombres, los tocaba, los miraba: ¡los miraba! Y a través de los pequeños círculos negros de sus pupilas, como a través de cristales oscuros, contemplaba a los hombres el inescrutable más allá.

III

Nadie se preocupaba ya de Lázaro, no le quedaban parientes ni amigos, y el vasto desierto que abrazaba la ciudad santa llegó hasta el umbral de su vivienda. El desierto entró en la casa, se tendió sobre el lecho de Lázaro como una esposa y apagó el fuego del hogar. Nadie se preocupaba de Lázaro. Una tras otra, se marcharon María y Marta, sus hermanas. Marta se había resistido a abandonarle, preguntándose quién le alimentaría y le compadecería luego: lloraba y rezaba.

Pero una noche, mientras el viento galopaba por el desierto y los cipreses se doblaban, silbando, sobre el tejado, se vistió con sigilo y con sigilo se alejó. Lázaro oiría probablemente el ruido de la puerta y luego, al quedar mal encajada, su golpeteo bajo las ráfagas de viento; pero, no se levantó, no salió ni fue a mirar. Toda la noche, hasta por la mañana, zumbaron sobre su cabeza los cipreses y batió lastimeramente la puerta dejando entrar a bocanadas el aterido desierto que husmeaba ávidamente por todas partes. Todos le rehuían como a un leproso, y como a un leproso querían colgarle del cuello una campanilla para evitar a tiempo un encuentro con él. Pero alguien habló, palideciendo, de lo terrible que sería escuchar por la noche la campanilla de Lázaro al pie de la ventana, y todos, perdiendo también el color, estuvieron de acuerdo con él.

Ya que no se preocupaba de sí mismo, quizá se hubiera muerto Lázaro de hambre si los vecinos, impelidos por un vago temor, no se hubieran encargado de procurarle comida. Se la hacían llegar por los chiquillos, que no le temían, pero tampoco se burlaban de él como en su inconsciente crueldad suelen reírse de todos los desgraciados. Si ellos se mostraban indiferentes hacia él, Lázaro les pagaba con idéntica indiferencia: no experimentaba el deseo de acariciar una cabecita morena ni de asomarse a unos ojos ingenuos y brillantes. La casa de Lázaro iba derrumbándose bajo el poder del tiempo y del desierto, y hacía mucho que sus cabras, famélicas y balantes, habían buscado refugio en casas vecinas. Su atuendo nupcial tenía un aspecto lamentable. Desde que se lo puso, el fausto día en que vinieron los músicos, no se lo había quitado ni cambiado, como si para él no existiera diferencia entre lo nuevo y lo viejo, entre lo roto y lo intacto. Habían palidecido los vivos colores, apagados por el sol, y el delicado tejido quedó reducido a jirones por los rabiosos perros de la ciudad y las matas espinosas del desierto.

De día, cuando el sol implacable se convertía en asesino de todo lo viviente, e incluso los escorpiones se metían debajo de las piedras y allí se retorcían, presa del loco deseo de morder, él permanecía sentado, inmóvil, bajo los rayos ardientes, levantando hacia arriba el rostro lívido y la hirsuta barba salvaje.

Cuando la gente le dirigía todavía la palabra, le preguntaron una vez:

—¡Pobre Lázaro! ¿Te gusta estar sentado aquí mirando al sol?

Y él contestó:

—Sí. Me gusta.

«Probablemente, fue tanto el frío de la tumba durante esos tres días y tan profunda la oscuridad, que no existen sobre la tierra calor ni luces bastantes para devolver el calor a Lázaro y para iluminar la sombra de sus ojos», pensó el que había hecho la pregunta. Y se alejó con un suspiro.

Cuando el disco de púrpura incandescente declinaba sobre la tierra, Lázaro salía al desierto y caminaba en línea recta hacia el sol como si quisiera darle alcance. Siempre iba en la dirección del sol, y cuantos trataron de seguirle en su camino y enterarse de lo que hacía Lázaro de noche en el desierto conservaban en la mente una visión imborrable: la silueta negra de un hombre alto y obeso sobre el fondo rojo de un enorme disco encendido. La noche los ahuyentaba, con sus terrores, y no llegaban a enterarse de lo que hacía Lázaro en el desierto; pero la imagen negra sobre rojo se les grababa al fuego en el cerebro y no se desvanecía. Lo mismo que un animal se frota frenéticamente el hocico con las patas cuando se le ha metido algo en los ojos, así se restregaban ellos estúpidamente los párpados; pero la huella dejada por Lázaro era imborrable. Quizá no habría podido hacerla desaparecer nada más que la muerte. Sin embargo, había gente que vivía lejos, que no había visto nunca a Lázaro y sólo había oído hablar de él. Con atrevida curiosidad más fuerte que el temor y alimentada por el propio temor, con remota burla en el ánimo, iban hasta donde estaba sentado al sol y se ponían a hablarle. El aspecto de Lázaro había mejorado un poco por entonces y no era ya tan espantoso. Al pronto, esas gentes sacudían los dedos y pensaban con reprobación en la estupidez de los habitantes de la ciudad santa. Pero cuando terminaba el breve coloquio y ellos emprendían el regreso a sus casas, era tal su aspecto que los habitantes de Jerusalén los reconocían al instante y comentaban:

—Otro loco a quien ha mirado Lázaro —y llenos de compasión chascaban los dedos y elevaban los brazos al cielo.

Con gran estrépito de armas, llegaban valerosos guerreros que desconocían el miedo; llegaban alegres jóvenes entre canciones y risas; acudían por un instante graves hombres de negocios haciendo sonar las monedas; altivos sacerdotes del Templo dejaban sus báculos a la puerta de Lázaro. Pero, ninguno regresaba como había llegado: una idéntica sombra aterradora caía inevitablemente sobre sus almas y prestaba un aspecto nuevo al viejo mundo conocido.

Los que aún conservaban el deseo de hablar expresaban así sus sensaciones:

Todos los objetos visibles para los ojos y palpables para el tacto se volvían ligeros, huecos y transparentes; se volvían semejantes a sombras claras en la tiniebla de la noche; y es que la inmensa oscuridad que envuelve el universo no estaba iluminada por el sol, la luna ni las estrellas, sino que abrigaba a la tierra con un infinito velo negro, la abrazaba como una madre; penetraba en todos los cuerpos, en el hierro y en la piedra; y las partículas de esos cuerpos se tornaban solitarias al perder su vínculo; penetraba en la profundidad de las partículas y se tornaban solitarias las partículas de las partículas, porque el gran vacío que envuelve el universo no era colmado por nada visible, ni por el sol, ni por la luna ni por las estrellas, sino que reinaba ilimitadamente, penetraba en todas partes, lo desintegraba todo: un cuerpo de otro cuerpo y unas moléculas de otras moléculas; los árboles extendían sus raíces en el vacío, y ellos también estaban vacíos; en el vacío se alzaban los templos, los palacios y las casas, amenazando con un espectral derrumbamiento, y ellos mismos estaban vacíos; en el vacío se movía inquietamente el hombre, vacío y liviano él mismo como una sombra; porque el tiempo había dejado de existir y el comienzo de cada cosa se juntaba con su final: apenas se había levantado un edificio, los constructores golpeaban todavía con los martillos, cuando ya se divisaban sus ruinas, y el vacío en el lugar de las ruinas; apenas había nacido una criatura cuando sobre su cabeza se encendían ya los cirios mortuorios, cuando ya se apagaban y cuando se hacía ya el vacío en el lugar de la criatura y de los cirios mortuorios; y el hombre, envuelto en el vacío y la oscuridad, temblaba sin esperanza ante el horror infinito.

Así decían los que aún sentían ganas de hablar. Pero probablemente habrían podido decir mucho más los que no querían hablar y morían en silencio.

IV

Por entonces vivía en Roma un célebre escultor. Con barro, con mármol y con bronce había creado cuerpos de dioses y de hombres, infundiéndoles tan divina belleza que todos la reputaban por inmortal. Sin embargo, el escultor estaba descontento de sus obras y afirmaba que algo más había, realmente bellísimo, que él no podía plasmar ni en mármol ni en bronce.

—No he recogido aún el resplandor de la luna —decía— ni me he embriagado aún con la luz del sol, y no tiene alma mi mármol ni mi hermoso bronce tiene vida.

Y cuando, en las noches la luna, vagaba lentamente por el camino, envuelto en su blanca toga, pisando las sombras negras de los cipreses, los que se cruzaban con él reían amistosamente y decían:

—¿Vas a recoger la luz de la luna, Aurelio? ¿Por qué no llevas una cesta?

Él señalaba sus ojos, riendo también:

—Éstas son las cestas donde recojo la luz de la luna y el fulgor del sol.

Y era verdad: brillaba la luna en sus ojos y el sol resplandecía en ellos; pero no podía trasladarlos al mármol, y ése era el luminoso tormento de su vida.

Descendía de antiguo linaje patricio, tenía esposa buena y varios hijos y no carecía de nada.

Cuando llegó hasta sus oídos el vago rumor acerca de Lázaro, consultó con su mujer y sus amigos y emprendió la larga jornada hacia Judea para ver al hombre milagrosamente resucitado. Por aquellos días andaba algo aburrido y con el viaje esperaba reanimar un poco su atención fatigada. No le asustaba lo que le habían contado de Lázaro: había meditado mucho sobre la muerte, y no le agradaba, pero tampoco le agradaban los que la confundían con la vida. «A este lado, la vida, tan bella; al otro lado, la muerte misteriosa —reflexionaba—, y el hombre no puede idear nada mejor que, mientras vive, gozar de la vida y de la belleza de lo creado.» Alimentaba incluso cierto ambicioso deseo: persuadir a Lázaro de la validez de su opinión y volver su alma a la vida como había sido devuelto su cuerpo. El empeño le parecía tanto más fácil por cuanto los rumores sobre el resucitado, medrosos y extraños, no repetían toda la verdad acerca de él, y sólo prevenían vagamente contra algo aterrador.

Lázaro estaba a punto de levantarse de la piedra y seguir al sol que declinaba en el desierto cuando se le acercó el rico romano, a quien escoltaba un esclavo armado, y le interpeló con voz sonora:

—¡Lázaro!

Entonces vio Lázaro el hermoso y altivo rostro iluminado por la gloria, las espléndidas vestiduras, las piedras preciosas centelleando al sol. Los rayos rojizos prestaban a la cabeza y al rostro el brillo mate del bronce; Lázaro lo advirtió también. Quedó dócilmente sentado en su sitio y agachó los ojos, agobiado.

—La verdad es que eres feo, mi pobre Lázaro —dijo con calma el romano jugueteando con su cadena de oro—; eres incluso espantoso, mi pobre amigo. La muerte no anduvo perezosa el día en que caíste imprudentemente en sus manos. Pero, estás gordo como un tonel y los hombres gordos no son malvados, decía el gran César, y yo no atino a comprender por qué te tiene tanto miedo la gente. ¿Puedo quedarme en tu casa esta noche? Es tarde ya, y no tengo albergue.

Nadie le había pedido todavía a Lázaro que le hospedara una noche.

—No tengo lecho que ofrecerte —contestó.

—Yo soy un poco guerrero, conque puedo dormir sentado —objetó el romano—. Encenderemos lumbre…

—No tengo lumbre.

—Entonces, charlaremos en la oscuridad como dos amigos. Supongo que tendrás un poco de vino.

—No tengo vino.

El romano rió:

—Ahora comprendo por qué estás tan huraño y no te gusta tu segunda vida. ¡No tienes vino! Bueno, pues nos pasaremos sin él. Hay discursos que se suben a la cabeza tanto como el falerno.

Despidió al esclavo con un gesto y se quedaron solos. El escultor volvió a hablar, pero se hubiera dicho que con el sol declinante escapaba la vida de sus palabras, que se tornaban pálidas y hueras, parecían vacilar sobre piernas inseguras, hasta resbalar y caer, ebrias de un vino de pesares y desesperanza. Entre ellas quedaban negros intervalos como remotas alusiones al gran vacío y a la gran tiniebla.

—Ahora soy tu huésped y no me ofenderás, Lázaro —dijo—. La hospitalidad es un deber incluso para quien permaneció tres días muerto. Porque me han dicho que tú permaneciste tres días en el sepulcro. Haría mucho frío… y allí tomarías esa mala costumbre de prescindir del fuego y del vino. Pues, a mí me gusta el fuego; aquí oscurece tan pronto… Tienes unas líneas muy interesantes de la frente y de las cejas: se diría las ruinas de algunos palacios cubiertas de cenizas después de un terremoto. Pero, ¿por qué llevas ropas tan feas y extrañas? He visto a desposados en vuestro país y se ponen una indumentaria parecida, tan ridícula, tan horrible… Dime, ¿eres tú acaso un desposado?

El sol se había puesto ya, una sombra gigantesca acudió desde Oriente como si unos enormes pies descalzos hicieran crujir la arena, y el soplo de una rauda carrera bañó de frío sus espaldas.

—En la oscuridad pareces aún más voluminoso, Lázaro, igual que si hubieras engordado en estos minutos. ¿Te alimentas acaso de las tinieblas? Pues, a mí me gustaría que hubiera fuego, aunque fuese pequeño, sí, aunque fuese un fuego pequeño. Y siento un poco de frío. Tenéis aquí unas noches tan bárbaramente frías… Si no estuviera tan oscuro, yo diría que me estás mirando, Lázaro. Sí, me parece que me miras… Porque estás mirándome, lo noto. Y ahora te has sonreído. Había llegado la noche, y el aire se saturó de densa oscuridad.

—¡Qué gusto cuando vuelva a salir el sol mañana!… Ya sabrás que soy un gran escultor: así dicen mis amigos. Soy un creador; sí, lo que hago se llama crear, pero se precisa la luz del día para eso. Doy vida al mármol frío y fundo el bronce sonoro sobre el fuego vivo, sobre el fuego ardiente… ¿Por qué me tiendes la mano?

—Vamos —dijo Lázaro—. Eres mi huésped.

Y entraron en la casa. Y la larga noche se extendió sobre la tierra.

Como tardaba en regresar su señor, el esclavo fue en su busca cuando el sol estaba ya alto. Y bajo los rayos ardientes los vio sentados a los dos, a Lázaro y a su señor, el uno junto al otro; miraban hacia lo alto y callaban. El esclavo rompió a llorar y gritó con voz recia:

—¡Señor! ¿Qué te ocurre? ¡Señor!

Aquel mismo día emprendió Aurelio el regreso a Roma. Durante el viaje entero estuvo ensimismado y taciturno, observándolo atentamente todo —la gente, el barco y el mar—, como si se esforzara por grabar algo en su mente. En el mar les sorprendió una fuerte tempestad, y todo el tiempo que duró permaneció el escultor sobre cubierta mirando ávidamente las olas que se encrespaban y se venían abajo. En casa, sus familiares se asustaron al ver el terrible cambio operado en él, pero él los tranquilizó diciendo significativamente:

—Lo he encontrado.

Y se puso al trabajo, con las vestiduras sucias que no se había cambiado en todo el viaje, y el mármol resonó dócilmente bajo los golpes sordos del martillo. Trabajó larga y ávidamente, sin dejar que entrara nadie, hasta que finalmente anunció una mañana que la obra estaba lista y mandó llamar a los amigos, rigurosos apreciadores y entendidos en arte.

Mientras los esperaba, se vistió con magníficas ropas de fiesta, amarillas del oro y rojas de la púrpura.

—Esto es lo que he creado —dijo meditabundo.

Sus amigos contemplaron la obra, y una sombra de profunda tristeza veló sus rostros.

Era algo monstruoso, carente de cualquiera de las formas habituales al ojo humano, aunque no dejaba de dar la ilusión de una imagen nueva, ignota. Sobre una pequeña rama retorcida —o su remedo monstruoso— se asentaba, también de manera retorcida y extraña, una mole ciclópea, informe, atormentada, de un algo vuelto hacia dentro, de un algo vuelto hacia fuera, de feroces aristas que en vano intentaban huir de sí mismas. Y, por casualidad, debajo de uno de esos salientes que clamaban de modo feroz descubrieron una mariposa primorosamente cincelada cuyas alas translúcidas parecían estremecidas en un impotente anhelo de volar.

—¿Qué significa esta divina mariposa, Aurelio? —preguntó alguien indeciso.

—No lo sé —contestó el escultor.

Sin embargo, era preciso decir la verdad. Y uno de los amigos, el que mayor afecto profesaba a Aurelio, afirmó rotundamente:

—¡Esto es horrible, mi pobre Aurelio! Hay que destruirlo. Dame el martillo.

Y, de dos martillazos, desbarató la monstruosa mole, dejando tan sólo la mariposa primorosamente esculpida.

Desde entonces, Aurelio no creó ya nada más. Contemplaba con profunda indiferencia el mármol y el bronce, así como todas sus divinas creaciones anteriores, plasmación de la belleza inmortal. Con la esperanza de devolverle su antiguo ardor por el trabajo y despertar su ánimo apagado, le llevaban a ver hermosas obras de otros artistas; pero él permanecía igual de indiferente, y la sonrisa no entibiaba su boca prieta. Y sólo cuando le hablaban mucho y largamente de la belleza, objetaba con voz cansina y lánguida:

—Pero, si todo eso es mentira…

Durante el día, cuando alumbraba el sol, salía a su hermoso jardín, trazado con gran arte, buscaba un lugar donde no hubiera sombra y allí exponía a la luz y al calor su cabeza destocada y sus ojos opacos. Revoloteaban las mariposas blancas y rojas, el agua que brotaba de la boca torcida de un sátiro voluptuosamente ebrio caía chapoteando en el pilón de mármol, y Aurelio permanecía sentado, inmóvil, pálido reflejo del que, allá en la lejanía, estaba sentado, igualmente inmóvil, a la misma puerta del desierto pedregoso, bajo un sol de fuego.

V

Y sucedió que Lázaro fue llamado a comparecer ante el gran emperador, ante el divino Augusto.

Lázaro fue vestido suntuosamente con solemne atuendo nupcial, como si el tiempo hubiese dictaminado que hasta su muerte habría de seguir siendo el desposado de una desposada ignota. Era como si hubieran redorado y ornado con nuevas borlas flamantes un viejo ataúd medio podrido, que empezara ya a desbaratarse. Y le condujeron con gran pompa gentes que vestían ropas lujosas y llamativas, como si de verdad se tratara de una comitiva nupcial, y los batidores hacían sonar sus trompetas, pidiendo paso para los emisarios del emperador. Pero los caminos de Lázaro estaban solitarios: todo su país natal maldecía ya el odioso nombre del milagrosamente resurrecto, y la gente se dispersaba a la sola noticia de su nefasta proximidad. Las trompetas de cobre lanzaban sus toques en la soledad, y únicamente el desierto respondía con eco prolongado.

Luego le llevaron por mar en la más elegante y también la más lúgubre nave que jamás se reflejara en las aguas del Mediterráneo. Aunque iba mucha gente a bordo, el barco estaba triste y silencioso como un sepulcro y el agua parecía llorar con desesperanza al lamer la esbelta proa, graciosamente encorvada. Lázaro iba sentado, solitario, presentando al sol la cabeza destocada. Escuchaba el rumor de las olas y callaba mientras los marineros y los emisarios, formando aparte un borroso conjunto de sombras, estaban sentados o tendidos con indolencia y desmayo. Si en aquel momento hubiera resonado un trueno y el viento hubiese arrebatado las velas de púrpura, el barco habría zozobrado probablemente, pues ninguno de los que iban a bordo tenía fuerzas ni deseos de luchar por la vida. Con un supremo esfuerzo, algunos se llegaban hasta la borda y escrutaban ávidamente la sima azul y límpida por ver si no se deslizaba entre las olas el hombro rosado de una náyade o no pasaba al galope, levantando salpicaduras con los cascos, algún centauro locamente alborozado y ebrio. Pero el mar estaba desierto y mudo, y desierto estaba el abismo marino.

Lázaro recorrió con indiferencia las calles de la Ciudad Eterna como si todas sus riquezas, toda la magnificencia de los edificios levantados por titanes, todo el esplendor, la belleza y la armonía de una vida refinada sólo fueran el eco del viento en el desierto, el reflejo de las muertas arenas movedizas. Rodaban los carros veloces, se movían multitudes de hombres fuertes, agraciados y altivos, constructores de la Ciudad Eterna y orgullosos participantes de su vida; sonaban canciones, reían las fuentes y reían las mujeres con su risa perlada; filosofaban los borrachos y los sobrios los escuchaban con una sonrisa. Y los cascos de los caballos repicaban y repicaban sobre las piedras del pavimento. Rodeado de alegre rumor por todas partes, se movía en medio de la ciudad como un frío manchón de silencio un hombre obeso, pesado, sembrando a su paso fastidio, ira y una vaga angustia consuntiva. «¿Quién se atreve a estar triste en Roma?», se indignaban los ciudadanos frunciendo el ceño. A los dos días, toda la parlotera ciudad de Roma estaba enterada de la presencia del milagrosamente resurrecto y sus habitantes le rehuían con temor.

Pero también había allí muchos hombres audaces que querían probar sus fuerzas y Lázaro acudía dócilmente a su temeraria llamada. Ocupado por los asuntos estatales, el emperador aplazó su recepción, y el milagrosamente resurrecto anduvo entre la gente siete días enteros.

Así llegó Lázaro donde un jocoso borracho, y el borracho le acogió con risas de sus labios rojos.

—¡Bebe, Lázaro, bebe! —gritaba—. ¡Lo que se va a reír Augusto cuando te vea borracho!

Y reían las mujeres ebrias, desnudas, y posaban pétalos de rosas sobre las manos azulencas de Lázaro. Pero, fijó el borracho sus ojos en los ojos de Lázaro y concluyó para siempre su alegría. Toda su vida siguió borracho; no bebía ya nada, y sin embargo continuaba borracho, pero en lugar de las faustas ensoñaciones que proporciona el vino, eran pesadillas horribles las que poblaban su desdichada mente. Las horribles pesadillas se convirtieron en el único alimento de su espíritu doliente. Las pesadillas horribles le mantenían día y noche obsesionado con sus engendros monstruosos, y la propia muerte era menos espantosa que sus feroces augurios.

Llegó una vez Lázaro hasta un joven y una doncella que se amaban y eran hermosos en su amor. Abrazando orgullosa y fuertemente a su amada, el joven dijo con suave compasión:

—Míranos, Lázaro, y alégrate con nosotros. ¿Acaso hay nada más poderoso que el amor? Y Lázaro los miró. Y toda la vida siguieron ellos amándose, pero su amor se tornó triste y apagado como los cipreses fúnebres que nutren sus raíces con la podredumbre de los sepulcros y buscan vanamente el cielo con las lanzas de sus copas negras en la apacible hora crepuscular. Arrojados el uno en brazos del otro por la fuerza ignota de la vida, mezclaban los besos con las lágrimas y el placer con el dolor, sintiéndose doblemente esclavos: esclavos dóciles de la vida prepotente y sumisos siervos de la Nada, siniestramente silenciosa. Eternamente unidos y eternamente desunidos, se encendían como chispas y como chispas se apagaban en la oscuridad sin límites.

Llegó Lázaro hasta un orgulloso sabio, y el sabio le dijo:

—Conozco de antemano cuanto de espantoso puedas decirme, Lázaro. ¿Con qué otra cosa me puedes horrorizar?

Sin embargo, no había transcurrido mucho tiempo cuando ya se percató el sabio de que la noción del horror no es todavía horror y de que la visión de la muerte no es todavía la muerte. Y se percató de que la sabiduría y la estupidez son exactamente iguales ante la faz de lo Infinito, ya que lo Infinito las desconoce. Y desapareció la divisoria entre la sabiduría y la ignorancia, entre la verdad y la mentira, entre lo de arriba y lo de abajo, y su pensamiento informe quedó flotando en el vacío. Entonces se llevó las manos a su cabeza canosa y gritó frenéticamente:

—¡No puedo pensar! ¡No puedo pensar!

Así perecía, bajo la mirada apática del milagrosamente resurrecto, todo lo que es afirmación de la vida, de su espíritu y sus alegrías. La gente empezó a decir que era peligroso dejarle llegar hasta el emperador, que más valía matarlo y, después de enterrarlo, en secreto, decirle al emperador que se había marchado nadie sabía adónde. Ya sacaban filo a las espadas, y jóvenes leales al bien del pueblo se preparaban ya abnegadamente para hacer de asesinos, cuando Augusto ordenó la comparecencia de Lázaro para la mañana siguiente, desbaratando así los crueles propósitos.

Ya que no era posible eliminar totalmente a Lázaro, quisieron al menos mitigar la penosa impresión que causaba su rostro. Con este fin, juntaron a barberos y artistas habilidosos que se afanaron toda la noche en torno a la cabeza de Lázaro. Recortaron la barba y la rizaron, dándole un aire más aseado y presentable. Eliminaron con afeites la lividez cadavérica de las manos, blanqueándolas, y de las mejillas aplicándoles colorete. Las arrugas repelentes con que los sufrimientos habían surcado su rostro senil fueron rellenadas, estucadas, borradas del todo, y sobre aquel fondo liso trazaron hábilmente con pinceles muy finos las arrugas que imprimen la risa jovial y la alegría sana y benévola.

Lázaro se sometía con indiferencia a todas aquellas manipulaciones, y pronto quedó convertido en un anciano de buen ver, grueso por naturaleza, en un sosegado y afable abuelo de numerosos nietos que aún conservaba en los labios la sonrisa con que había contado alguna historia divertida y, en las comisuras de los ojos, una plácida ternura senil. Pero, no se atrevieron a despojarle de su atuendo nupcial; pero no pudieron cambiarle los ojos, cristales oscuros y extraños a través de los cuales contemplaba a los hombres el inescrutable más allá.

VI

El esplendor de los aposentos imperiales no impresionó a Lázaro. Al pasar miraba, y no miraba, con tanta indiferencia como si no hiciese distinción entre su casa derrumbada, hasta donde había llegado el desierto, y el bello y sólido palacio de piedra. Y, bajo sus pies, el firme mármol de los suelos se asemejaba a las arenas movedizas del desierto, y la multitud de arrogantes personajes magníficamente vestidos se asemejaba al vacío del aire bajo sus miradas. Nadie le miraba a la cara por temor al terrible maleficio de sus ojos, pero cuando el rumor de su pesado caminar indicaba a los presentes que había pasado ya por delante de ellos, levantaban la cabeza y observaban con medrosa curiosidad la elevada silueta del anciano obeso, algo encorvado, que se adentraba pausadamente en el corazón mismo del palacio imperial. De haber sido la propia muerte la que pasara, no les habría causado mayor sobresalto a las gentes, pues hasta entonces había sucedido que sólo los muertos conocían la muerte mientras que los vivos conocían sólo la vida, y no había ningún puente entre una y otra. En cambio, aquel hombre extraordinario conocía la muerte, y ese maldito conocimiento suyo era misterioso y terrible. «Matará a nuestro gran Augusto, a nuestro divino Augusto», pensaban las gentes con terror, y lanzaban estériles maldiciones en seguimiento de Lázaro que continuaba avanzando y adentrándose más y más.

También César estaba enterado de quién era Lázaro y se había preparado para el encuentro con él. Pero era hombre valeroso, tenía consciencia de su tremenda fuerza invencible y no quiso respaldarse en el débil apoyo de los hombres para su duelo fatal con el milagrosamente resurrecto. Recibió a Lázaro a solas, cara a cara los dos.

—No alces tu mirada hacia mí, Lázaro —ordenó al recién llegado—. He oído decir que tu cabeza es como la cabeza de la Medusa y conviertes en piedra a todo el que miras. Pero, yo quiero mirarte a ti bien y hablar contigo antes de convertirme en piedra —añadió el emperador con zumba no exenta de temor.

Acercándose a Lázaro, observó atentamente su rostro y el extraño atuendo de fiesta. Y cayó en la trampa del habilidoso retoque, a pesar de su mirada aguda y perspicaz.

—Bueno, pues a primera vista no pareces tan terrible, respetable anciano. Pero, cuando lo terrible adopta un aire tan respetable y grato, tanto peor para la gente. Ahora, vamos a hablar.

Augusto tomó asiento y entabló el diálogo, interrogando tanto con la mirada como con las palabras:

—¿Por qué no me has saludado al entrar?

Lázaro contestó con indiferencia:

—No sabía que fuera necesario.

—¿Eres cristiano?

—No.

Augusto aprobó con la cabeza.

—Eso está bien. A mí no me agradan los cristianos. Sacuden el árbol de la vida sin darle tiempo a cubrirse de frutos y esparcen al viento sus flores olorosas. Pero, entonces, ¿quién eres tú?

—He sido un muerto —respondió Lázaro con cierto esfuerzo.

—Lo he oído decir. Pero, ¿quién eres ahora?

Lázaro tardó en contestar, y al fin repitió, indiferente y opacamente:

—He sido un muerto.

—Escúchame, desconocido —profirió el emperador, exponiendo clara y severamente lo que ya tenía pensado decir: mi reino es un reino de seres vivos y mi pueblo es un pueblo de seres vivos y no de muertos. Y tú sobras aquí. No sé quién eres, no sé lo que habrás visto allá; pero, si mientes, yo odio tu mentira y si dices la verdad, yo odio tu verdad. En mi pecho siento el palpitar de la vida, en mis manos siento la fuerza y mis soberbios pensamientos circunvolan el espacio igual que águilas. Y allá, detrás de mis espaldas y bajo la protección de mi poder, al amparo de leyes que yo he dictado, viven, trabajan y gozan las gentes. ¿Captas tú esa divina armonía de la vida? ¿Captas tú ese grito de guerra que lanzan las gentes al porvenir retándolo a la lucha?

Augusto extendió los brazos en gesto de oración y exclamó solemnemente:

—¡Bendita seas tú, grande y divina vida!

Pero Lázaro callaba, y el emperador prosiguió con recalcado rigor:

—Tú sobras aquí. Mísero despojo que la muerte no acabó de devorar, inspiras a las gentes angustia y repulsión a la vida; tú, como la oruga en los campos, roes la espiga granada de la alegría y expeles la baba de la desesperanza y del pesar. Tu verdad es como una espada roñosa en manos de un asesino nocturno. Y como a un asesino te haré ajusticiar. Pero antes quiero mirar tus ojos. Es posible que sólo inspiren temor a los cobardes y en el valiente despierten el ansia de combatir y de vencer: en ese caso, eres digno de una recompensa y no del ajusticiamiento… ¡Mírame, pues, Lázaro!

En el primer instante le pareció al divino Augusto —tan suave, tierna y fascinante era la mirada de Lázaro— que era un amigo quien le contemplaba. No auguraba terror sino una dulce calma, y lo Infinito se le aparecía como una tierna amante, una hermana compasiva o una madre. Pero el tierno abrazo de lo Infinito iba estrechándose más, y ya le faltaba el aliento a la boca ávida de besos, y a través del suave tejido del cuerpo despuntaba ya el hierro de los huesos formando un cíngulo férreo y las uñas romas y frías de alguien rozaron el corazón y se hundieron blandamente en él.

—Me duele —dijo el divino Augusto palideciendo—. Pero, mira, Lázaro, ¡mira!

Fue como si se abriera lentamente una pesada puerta cerrada durante siglos y, a medida que se ensanchaba la abertura, se deslizase fría y pausadamente el tremendo horror de lo Infinito. Igual que dos sombras penetraron el vacío inabarcable y la inabarcable oscuridad y apagaron el sol, y se llevaron la tierra de debajo de los pies, y se llevaron el tejado de encima de la cabeza. Y el corazón, convertido en hielo, dejó de doler.

—¡Mira, Lázaro, mira! —ordenó Augusto tambaleándose.

El tiempo se detuvo y el comienzo y el final de cada cosa se aproximaron terriblemente. Recién erigido, ya se había derrumbado el trono de Augusto, y el vacío ocupaba ya el lugar del trono y de Augusto. Sin ruido se desmoronó Roma y una nueva ciudad se alzó en su lugar y fue absorbida por el vacío. Ciudades, estados y países caían rápidamente como gigantes fantasmales y desaparecían en el vacío, y las negras fauces de lo Infinito los engullían indiferentemente, sin saciarse.

—¡Detente! —ordenó el emperador.

En su voz resonaba ya la indiferencia, colgaban sus brazos inertes y en la vana lucha contra la tiniebla que avanzaba se encendían y se apagaban sus ojos de águila.

—Me has matado, Lázaro —dijo con voz opaca y lenta.

Y estas palabras de desesperanza le salvaron.

Se acordó del pueblo, al que tenía el deber de servir de escudo, y un dolor lancinante y salvador traspasó su corazón casi muerto. «Condenados a perecer», pensó angustiado. «Sombras luminosas en las tinieblas de lo Infinito», pensó con horror. «Vasos frágiles con sangre viva y palpitante, con un corazón que sabe de pesares y de grandes alegrías», pensó con ternura.

Reflexionando y sintiendo de esta manera, inclinando los platillos de la balanza unas veces hacia el lado de la vida y otras hacia el lado de la muerte, volvió lentamente a la vida para hallar, en sus padecimientos y sus gozos, un amparo contra las tinieblas del vacío y el horror de lo Infinito.

—¡No, no me has matado, Lázaro! —dijo con firmeza—. Pero yo te mataré a ti. ¡Vete!

Aquella noche saboreó con particular deleite la comida y la bebida el divino Augusto. Pero a veces quedaba su mano suspensa en el aire, y un brillo opaco sucedía al radiante fulgor de sus ojos de águila: era el horror que corría a sus pies en gélida oleada. Vencido pero no muerto, esperando fríamente su hora, el horror se convirtió para toda la vida en sombra negra a su cabecera, adueñándose de sus noches y cediendo sumisamente los días luminosos a los pesares y los gozos de la vida.

Al día siguiente, por orden del emperador, le abrasaron los ojos a Lázaro con un hierro candente y le mandaron a su tierra. El divino Augusto no se decidió a quitarle la vida.

Lázaro volvió al desierto, y el desierto le acogió con el hálito sibilante del viento y con el tórrido calor del sol. De nuevo se estaba sentado sobre una piedra, levantando hacia lo alto la barba hirsuta y salvaje, y las dos oquedades negras, en el sitio de los ojos abrasados, se clavaban en el cielo con espantosa fijeza. A lo lejos bullía y se agitaba la ciudad santa, pero allí cerca estaba todo solitario y callado: nadie se aproximaba al lugar donde terminaba sus días el hombre milagrosamente resucitado, y los vecinos habían abandonado sus casas hacía ya mucho tiempo. Arrinconado por el hierro candente hasta lo más profundo del cráneo, su maldito conocimiento se agazapaba allí como en una emboscada; como desde una emboscada clavaba en las personas un millar de ojos invisibles, y nadie se atrevía ya a mirar a Lázaro. Al atardecer, cuando el sol declinaba hacia su ocaso, rojeando y ensanchándose, Lázaro el ciego iba lentamente tras él. Obeso y débil, tropezaba en las piedras y caía, pero se levantaba pesadamente y de nuevo caminaba.

Y sobre la franja roja del crepúsculo, su cuerpo negro y sus brazos extendidos formaban un monstruoso simulacro de la cruz.

Sucedió que marchó una tarde al desierto y no volvió jamás. Aparentemente, así acabó la segunda vida de Lázaro, que permaneció tres días bajo el misterioso poder de la muerte y resucitó milagrosamente.