POLLY MORGAN[8]
NO, yo no creo que existan fantasmas ni cosas parecidas —fantasmas de verdad al menos—, pero lo que sí sé es que es posible creer en uno. Acariciar una ilusión tan hermosa como inocente, vivir una feliz excepción hecha para una misma y para nadie más. Pues tal fue la experiencia de mi tía Agatha, y quién sabe si no será también la mía propia. Yo era su sobrina predilecta y pasaba todos los veranos en su casa.
La nuestra era una familia de marinos, pero ella vivía lejos de la costa, en una meseta alta y alargada en los Chilterns. Copson era un pueblecito tan entrañable como recatado. Empezaba en una avenida de árboles que parecía surgir como por ensalmo en aquellas peladas colinas, y que conducía al visitante a un pequeño prado comunal, donde el césped se mezclaba con la retama, un espacio soleado y sin sombras que hacía las delicias de los cuclillos, y luego se estrechaba en una vereda que salía de nuevo a campo abierto, a unas lomas donde había un molino de viento y una cañada. Lo primero, casi, que se veía al entrar en la calle principal de Copson era un «¡Atención, mendigos!», que lo mismo podía haberse interpretado como una invitación. Parecía que gravitaran en torno a la casa de tía Agatha. Siempre estaban asomando la cabeza por encima de la cerca, espiándola, mientras andaba entre los macizos de violetas, resedas y toda la demás flora que crecía en su jardín, cuando no se dedicaba a cortar la hierba demasiado crecida con un par de tijeras de coser. No necesitaban pedirle nada, les bastaba con efectuar una silenciosa incursión por el terreno de sus sentimientos caritativos.
Aquel brezal encaramado en lo alto parecía hundir sus raíces en la más completa soledad. Los campos de cultivo que alfombraban en pendiente las laderas constituían el único panorama que se ofrecía a la vista. En una distancia de un tiro de piedra toda referencia terrena parecía hurtarse a los ojos del visitante. A derecha e izquierda lo único que se veía era la bóveda del cielo, imponiendo un silencio admonitorio. Y la veintena aproximada de casas dispersas que allí había parecían obedientes a su mandato. Sus habitantes, aunque no huraños, eran reservados, y tía Agatha no tenía apenas trato con ninguno de ellos. Excepto de nombre, no conocía más que a unos cuantos, y con nadie tenía lo que puede llamarse una verdadera amistad. Y, sin embargo, aunque de un modo distante, su corazón estaba fervientemente con ellos.
Una mañana de otoño, mientras cortaba unas flores de crisantemo en su jardín, oyó el solemne tañido de la campana de la iglesia que se alzaba al otro extremo del prado comunal, indicando que iba a tener lugar un entierro. De quién, era algo que ignoraba. Poco a poco empezó a desfilar un cortejo, con un coche fúnebre que llevaba en una urna de cristal un ataúd color castaño, reluciente de bronces y barnices. Pero no había una sola flor, ni un solo deudo; aparte de las caras de circunstancias del cochero y de los porteadores, que iban a pie flanqueando la carroza fúnebre, no había el menor signo de dolor ni de duelo. ¿Quién podía ser? Alguna pobre criatura que había muerto falta de amigos. Su corazón se enterneció a la vista de tan deslucidas exequias, corrió adentro, se puso un vestido negro, cogió el manojo de crisantemos y salió en pos del difunto. Cuando llegó a la puerta de la iglesia, el oficio religioso ya había concluido y el cuerpo del finado salía camino de su sepultura. Al término de la inhumación, tía Agatha, entre sollozos, dejó caer sus flores en la tumba.
Fue en este momento cuando vio el nombre del muerto en la tapa del ataúd, Roland Bird, un granjero tan rico como excéntrico, cuya casa estaba no muy lejos de la suya. Pero ¿qué…?, ¿qué significaba aquello? Tenía hijos e hijas, criaturas de corazón duro como el pedernal. ¿Dónde estaban? Y también una esposa, tan carente de sentimientos, sin duda, como su prole. ¿Por qué no se hallaba ninguno presente? Todos no podían estar enfermos a la vez, ¿no? ¡Dejarle solo de aquella forma! ¿Cómo era posible que tan poco les importara, que a nadie le importara? Ni siquiera había hecho acto de presencia ningún mozo de su granja, ni un solo vecino, nadie. Se sintió profundamente conmovida y volvió a casa suspirando ante la ingratitud de la naturaleza humana.
Tía Agatha se enteró al día siguiente de que el extravagante granjero había dispuesto en su testamento de forma solemne y terminante que nadie le acompañara hasta la tumba y que no se malgastase estúpidamente ni una sola flor en tal evento.
Bien, la violación por parte de mi tía de la última voluntad del difunto había sido —me consta— tan inocente como cualquier acto de un niño pequeño, la impulsiva ofrenda de un corazón rebosante de ternura, pero dio lugar a habladurías, y con el tiempo, como un gusano en una manzana, creció el rumor de que debía haber tenido una relación íntima con el excéntrico granjero, que debía haber sido su amante en secreto, o algo así de ruin y mezquino. Mi pobre y querida tía tuvo sus escrúpulos de conciencia, pero ignoró durante algún tiempo aquel falso rumor, aquella grosera interpretación de un hecho tan sencillo, aunque, a la postre, debió de llegar a sus oídos. En cuanto a sus escrúpulos, tal palabra no acierta a describir la intensidad de sus remordimientos. Ya ven, se había burlado de la última voluntad de alguien que iba a morir, con toda inocencia, sin duda, pero mofarse del ruego de un moribundo era algo irreparable, fatal como la muerte misma, y tía Agatha era una viejecita tan dulce y tan chapada a la antigua, y aquello le produjo tal consternación que casi cayó enferma. Nunca, nunca podría enmendar tan desdichado error, cuyas consecuencias se harían sentir como las ondas de un seísmo hasta el fin de los tiempos. Aquello que el alma dispone con la mano ya presta a levantar el picaporte de la eternidad es algo sagrado, y sus razones y propósitos, por triviales e incluso estúpidos que puedan parecemos, poseen cierto imperativo místico. Y ella lo había echado todo a perder, no con mala intención, pero sí por ligereza, como cuando aplastamos un hormiguero con el pie sin darnos cuenta.
Cuando fui a pasar con ella el verano siguiente me enteré de las extrañas derivaciones de aquel asunto, en parte por ella misma y en parte por su doncella, una criatura bastante zafia que se llamaba Fittle, tan parlanchina como desmañada, pero que le era de una fidelidad ciega. La casa tenía seis habitaciones, con celosías en todas las ventanas, la techumbre de tejas rojas, los muros cubiertos de tupidas enredaderas, cuya verde hojarasca se volvía de un tono rojizo, y una preciosa chimenea, muy alta. ¿Qué tendrá de inefable una chimenea alta que hace que a su lado las bajas parezcan tan vulgares? Las ventanas eran motivo de queja continua para Fittle, pues su limpieza entrañaba gran dificultad y dejaban pasar el agua cuando llovía. Pero ya se sabe que todo lo artístico tiene siempre sus pequeños inconvenientes. La casa de la tía estaba tan completamente atestada de muebles que era difícil dar un paso sin tropezar o tener que apartar algo. Exóticas telas de algodón ponían una nota de color aquí y allá, y repisas y paredes rebosaban de inútiles cachivaches de metal o de porcelana. Pero era cómoda sin afectación y siempre se respiraba en ella un ambiente primaveral. Fuera florecían las limas, crecía la retama y cantaban los cuclillos. La casa parecía ganar con los años, y el jardincito resultaba cada vez más encantador, a excepción de aquel rincón donde un tendedero con la ropa interior de Fanny Fittle colgando siempre me crispaba los nervios. Parecerá absurdo, pero cuando se tienen treinta años, una se pone nerviosa por cualquier cosa.
Todo mejor y más bonito cada vez, como ya he dicho, pero aquel año en mi tía se había operado un cambio que, sin suponer una merma en su aspecto o facultades, no dejaba por ello de ser un tanto misterioso. Nosotras solíamos pasar las tardes jugando al ajedrez, haciendo solitarios o tocando el piano, pero ahora, en cuanto empezaba a anochecer, mi tía me decía adiós y se retiraba a su habitación a cenar allí sola, y ya no volvía a verla hasta la mañana siguiente. Al principio pensé que sería un síntoma de senilidad, pero su aspecto desmentía tal hipótesis. Se apreciaba en ella una nueva lozanía, aunque no fuese la lozanía de la juventud. Era más como una especie de gracia espiritual. Estaba pálida, pero más atildada y peripuesta que nunca, e iba siempre vestida con cosas pasadas de moda. Se peinaba sus cabellos, de un rubio ceniciento, con raya en medio y luego se los recogía por detrás en la nuca. Después de almorzar se ponía mitones de encaje y llevaba un abanico. Yo tenía la mitad de años que ella, pero carecía de su finura y delicadeza. Si me ofrecía a leerle en la cama cuando se acostara, me daba un golpecito en la mano con su abanico y muy finamente me disuadía de tal cosa: «No, Polly, querida». Sus modales eran tan suaves y dulces que me dejaban desarmada, y me hizo sentirme un tanto incómoda hasta que un día Fanny Fittle me abrió los ojos. En un primer momento no salí de mi asombro. Luego, durante algún tiempo, tuve miedo.
—Ella cree ver fantasmas, señorita Morgan, pero usted no le dé demasiada importancia —empezó diciendo Fittle—. No es más que un pequeño desvarío de la señora y yo he de hacer como que no me entero. Es una especie de juego.
—¿Un juego?
—Sí, ¿no lo entiende? Un juego que juega consigo misma.
—Pero ¿qué clase de juego?
—Bien, por lo que yo puedo decirle, señorita, se trata de un juego con un fantasma, aunque yo no creo en esas cosas. Sí, ¡y lo bien que se lo pasa! ¡Una señora de sesenta años! ¡Y aún tiene el brío de un caballo! No le dé usted mucho crédito. ¡No le faltaría más que eso! Yo no se lo doy. Ya sé que yo no soy quién, pero cuando le he hecho una observación, me ha dicho que me metiera en mis cosas. Quién sabe, a lo mejor hay fantasmas y fantasmas. Ha de verlo usted de ese modo, porque si no, no va a creer lo que oyen sus oídos.
Sin entender una sola palabra, me quedé mirando estupefacta a la mujer. Venía a tener mi misma edad, y un cuerpo tan anguloso como mal ensamblado, una anatomía que parecía un auténtico cajón de sastre. Me di cuenta de que la manía de mi tía la tenía verdaderamente perpleja.
—¿Quiere usted decir que… que ve cosas?
—Que yo sepa, señorita, no —respondió Fittle—. Yo, ver, no veo nada, así que no sé cómo puede verlas ella, pero se empeña en que sí.
—¡Pues claro que no ve nada! —exclamé—. ¡Por supuesto que no! Pero ¿y qué es lo que hay que ver? ¿Cuándo? ¿Y dónde?
Fittle siguió recogiendo la mesa en la que yo había cenado con provocadora diligencia.
—Por supuesto, señorita, no lo sé, pero lo que sí sé es que aquí está pasando algo que no llego a entender y se me escapa lo que hay detrás de todo este asunto. Y eso es lo que la pone a usted nerviosa. Desde luego, le pondría nervioso a cualquiera. Por ejemplo, ¿qué significa todo eso de la cena?
—Sí, Fanny. ¿Por qué cena ella siempre sola en su habitación?
—Bien —contestó Fittle, dándose tono—, pues ésa es la cuestión. ¿Cena realmente sola? —y guardó silencio ante la gravedad de la pregunta, como si tuviera para ella una respuesta increíble. Me limité a mover la cabeza, pero no negando, sino para expresar mi desconcierto.
—Puede que sí o puede que no —continuó la sirvienta—. Pero le diré algo que tal vez no sepa usted, señorita Morgan. Todas las noches yo he de servir cena para dos personas ahí arriba —señaló el techo con el dedo. Esperé a que prosiguiera.
—Para dos personas. De todo por partida doble…
La interrumpí:
—Tal vez sea para un amigo.
—Pues en tal caso es un amigo que no viene nunca —replicó Fittle.
—Y un fantasma no come nada, ¿no? —apunté yo—. ¿O sí que come?
Fanny contraatacó en tono triunfal:
—No, por lo que yo he podido observar, nunca come nada. Claro que no podría asegurarlo, porque no me permite retirar el servicio de la cena por la noche. Hasta la mañana siguiente nunca puedo hacerlo. Una vez que le subo la cena, ya no vuelve a dejarme entrar en la habitación. Todo ese tiempo la puerta está cerrada con llave. Yo sirvo cena para dos personas, pero sólo una se la come. O mucho me equivoco o sólo se usa un plato. El otro debe limpiarlo ella misma.
De nada servía que me engañara a mí misma diciéndome que todo aquello no era más que una extravagancia de mi tía. Intenté sin mucha convicción que Fanny Fittle lo viera de ese modo. Pero estaba gastando saliva en balde.
—Y el fantasma, ¿quién es? —le pregunté—. ¿Cuándo se aparece?
—Pero si, realmente, no hay ningún fantasma —aclaró ella—. No son más que imaginaciones suyas, un capricho. Muchas veces habla a solas ahí arriba, pero lo hace en un tono de voz tan bajo que no entiendo lo que dice.
—¿Cuándo?
—Muy a menudo. Siempre que le da por ahí.
—Pero ¿qué se supone que es? —pregunté impaciente—. ¿Es un hombre, una mujer, un niño, o qué? ¿Cuándo empezó todo? Nunca había oído ninguna vieja historia referente a esta casa. ¿Y usted?
La sirvienta siguió doblando meticulosamente el blanco mantel y sin dirigirme la mirada contestó:
—No, señorita.
—¿No qué?
—Quiero decir que yo tampoco he oído ninguna historia y que no sé quién pueda ser.
—¿Pero sí sabe cuándo empezó?
—Oh, eso sí. Empezó esta primavera, hace dos o tres meses.
—¿Y qué le hace pensar que sea un fantasma?
—No, a mí nada, señorita. Vuelvo a decirle que no creo que haya ningún fantasma. Ella está jugando consigo misma a una especie de juego, como hacen los niños.
Me negaba rotundamente a aceptar tal cosa. Parecía un síntoma demasiado evidente de senilidad, y tía Agatha nunca había estado tan llena de vida, tan rozagante.
—A ella daño no le hace ninguno —prosiguió Fittle—. Pero pensé que sería mejor que usted también lo supiera.
—No creerá usted que… bueno, ¿cómo lo diría?, que está empezando a chochear, ¿verdad, Fittle?
Fittle sonrió con compasiva lealtad:
—Oh, no tenga cuidado, que no —metió el mantel en un cajón y salió muy deprisa con la bandeja de platos, dejándome sumida en todos aquellos interrogantes a la luz de la vela que ardía en la habitación.
Antes de irme a la cama me acerqué a la cocina. Al ir por el pasillo oí a Fanny tocando un himno con su armónica, una afición que mi tía no sólo toleraba, sino que, tal vez, alentaba incluso. Aunque Fanny carecía del más mínimo sentimiento religioso, sus fervores rítmicos eran estimulados principalmente por composiciones evangélicas. Me paré mientras interpretaba «A través de la Noche de Duda y Pesar» y luego asomé la cabeza por la puerta. La cocina estaba iluminada por una lámpara de parafina, porque a Fittle no le gustaban las velas, y había un largo estante lleno de tarros marrones de conservas en escabeche y mermeladas, cosa bastante extraña, pues sabía que a mi tía no le gustaban.
—Fanny, hay una cosa que quería preguntarle: ¿cena también en su habitación cuando yo no estoy aquí?
—Oh, sí. No tiene nada que ver con que esté usted aquí o no, no piense eso, señorita Polly.
—¿Y ve «cosas» en más sitios, o es sólo en el piso de arriba?
No, por lo que Fanny sabía, era sólo arriba.
Al retirarme a mi habitación pasé casi de puntillas por delante de la puerta de mi tía, pero no oí nada, ni un susurro; ni tampoco vi ningún fantasma, nada de nada. Fanny era una necia. Pero, a pesar de todo, cuando me vi en la cama, sana y salva, di un suspiro de alivio.
¿Cómo describir aquello que había venido a habitar entre nosotras, cuya extrañeza iba en aumento a medida que transcurría el verano, hasta llegar a hacerse intolerable?, ¡aquel presagio, que sin augurar calamidades, advertía de trágicos anhelos, aquella fatalidad sin razón aparente que tantos sinsabores anunciaba! ¡Oh, si también yo hubiera podido bajar a la sepultura y dejar todos mis afectos e insensateces en el cedazo del tiempo! ¡Qué encantadora era nuestra casa antes de que la locura se apoderara de mí! Florecían las limas, crecía la retama y cantaba el cuclillo. Y de lo que no cabía duda era de que tía Agatha veía o creía ver la encarnación de algún deseo o fantasía procedente de un reino conocido, y cada día que pasaba iba ganando fuerza en mí la convicción de que debía estar abierta a un tipo de comunicaciones que yo, demasiado tosca, demasiado crudamente humana, no podía siquiera concebir, ni nunca habría de poder. ¿De qué se trataba? Fuera lo que fuese, si mi tía estaba embrujada, era el suyo un embrujo embellecedor, pues su aspecto era tan magnífico que parecía como si tuviera acceso a alguna fuente secreta de la eterna juventud. Sin embargo, siempre que me decidía a preguntarle eludía de tal manera las respuestas que no pude por menos de llegar a la conclusión de que en todo aquel misterioso asunto había más, mucho más, de lo que Fanny sabía o de lo que yo misma sabría jamás.
Una noche, mucho después de que mi tía se hubiera ido a acostar, me senté en el jardín. Y allí seguí sentada hasta que la luna, que brillaba muy alta aquella noche, entró en uno de esos éxtasis luminosos suyos que hacen aún más lívida la palidez de los rostros y acentúan la oscuridad de las sombras. No corría ni un soplo de aire, ni un suspiro; un minúsculo astil del plumón de un ave habría caído a plomo al suelo, sin revolotear siquiera. Y, sin embargo, las dos ventanas de la habitación de mi tía estaban cerradas. De ninguna de las dos salía luz, pero bajo aquella luna la sola idea de que pudiera volver a reinar la oscuridad se hacía inimaginable. Entonces fui y me puse bajo el espino, pues no me gusta quedarme inmóvil a plena luz de la luna, o al menos, no por mucho tiempo. Tengo la sensación de que me puede hacer daño. ¿Qué clase de daño? No lo sé, no soy tímida ni supersticiosa, pero es ese mismo tipo de aprensión que me lleva a cubrir los espejos cuando hay tormenta o a no pasar por debajo de escaleras de tijera abiertas. Parecerá tonto, tal vez, pero son cosas que no puedo reprimir aunque quiera. Y lo que sí creo es que la luz de la luna acaricia de un modo misterioso la apasionada naturaleza femenina, pues en aquel momento sentí un ansia irresistible de amor, de ese amor que nunca había conocido y tan a menudo desesperaba de encontrar. Yo no era atractiva, a diferencia de tía Agatha, que debía de haberlo sido y que aún seguía siéndolo, por más que me doblara en edad. Yo no era ni fina ni delicada. Ella no se había casado, pero no cabía duda de que en su juventud debía de haber sido cortejada por legiones de hombres. Yo estaba a punto de cumplir treinta años. Nunca me había cortejado ningún hombre, y la anunciada visita del ahijado de tía Agatha, Johnny Oliphant, me producía una especie de estremecimiento romántico. Era capitán de un buque que comerciaba en los mares de oriente, pero fondeado en aquel momento en el puerto de Bristol por reparaciones, y al cabo de uno o dos días iba a venir a Copson a pasar una semana con nosotras. Y allí de pie, bajo el espino, a la luz de la luna, empecé a pensar en alguien a quien nunca había visto. Y ya antes de que hubiese aparecido le imaginaba suspirando por mi amor. ¡Oh, locura divina!
De pronto algo me hizo mirar a mi alrededor. No vi nada, pero mi corazón latía con un ímpetu salvaje. Por un momento tuve la horrible sensación de que me asfixiaba bajo aquella luz maravillosa, de que estaba a punto de desplomarme muerta al suelo. Espantada, alcé los ojos a la habitación de tía Agatha. En aquel momento la hoja derecha de la ventana hacía un ligero ruido. Aún no había tenido tiempo de preguntarme cómo era posible que el batiente de una ventana diera golpes en aquel aire tan sereno, cuando vi que mi tía salía a la ventana con su bata de encaje y abría la otra hoja. Ante mi estupor asomó la cabeza y murmuró dulcemente: «Ah, ¡has venido!». No soplaba, puedo jurarlo, ni una bocanada de viento en toda la faz de la tierra, ni la más ligera ráfaga en aquel cielo tan rutilante. Pero vi y oí cómo la enredadera que trepaba por encima de la ventana se agitaba violentamente. Una mirada de inquietud flotaba en la palidez de su rostro.
—¡Roland, ten cuidado! —murmuró—. ¡Ay, ten cuidado!
Apoyó las manos en el alféizar de la ventana como si observara algún peligro oculto, que yo no acertaba a ver. Y después, con un apasionado suspiro de bienvenida alzó los brazos como hace una mujer cuando otros brazos la estrechan. Pero, a no ser que abrazara a una visión que escapaba a mis ojos, allí no había nadie. Un momento después tiró del batiente de la ventana hacia dentro y la cerró. Ya no vi más, y en el silencio que entonces se hizo resonaban impetuosos los latidos de mi corazón. Me tapé la cara con las manos, que me ardían. Cuando alcé la vista otra vez todo estaba como antes: la blanca luz de la luna, los árboles en calma, la casa imperturbable. Volví arrastrándome a la habitación iluminada por las velas. Fanny Fittle se había ido ya a la cama. Estaba sola con mis angustiosas cavilaciones.
¿Qué le ocurría a mi tía? ¿Veía fantasmas, o es que pesaba sobre ella alguna maldición? Me resistía a creer tanto lo uno como lo otro. Lo único que yo había visto había sido un gesto, un gesto amoroso que abrazaba nada más que una ilusión. ¡Pero aquel nombre! El nombre, dicho con tanta familiaridad, era el del granjero en cuya sepultura había dejado caer su ofrenda de flores prohibidas. ¡El hombre al que maliciosos rumores habían señalado como su amante, aunque yo bien sabía que no existía el menor asomo de verdad en tan malévolas habladurías!
Al cabo de un rato decidí subir a acostarme y cuando llegué ante la puerta de la habitación de mi tía sentí un pánico mortal y crucé a la carrera. Puedo jurar que oí ruidos de platos y de cuchillos, y unos murmullos. Ya era casi de día cuando, finalmente, pude conciliar el sueño.
Cuando desperté y me puse a recordar los acontecimientos y emociones vividos en el jardín bañado por la luz de la luna, todo me pareció absurdo y disparatado. Brillaba el sol, y mi tía se paseaba por la casa tarareando una alegre cancioncilla, pero no pude reprimirme y le pregunté qué tal había dormido.
—Oh, he pasado una noche deliciosa —me contestó—. ¿Y tú?
—Yo muy bien —le respondí—. ¿Has soñado algo?
—No. ¿Y tú?
—Yo no creo que haya soñado —le contesté—. ¿Tú sueñas, tía?
—A veces, Polly. Hace dos o tres noches tuve un sueño muy gracioso. Soñé que estaba en nuestro jardín y miraba hacia la iglesia. Era al atardecer, y en lo alto de la veleta dorada que remata el campanario había un mirlo que no dejaba de cantar. Yo le decía: «¡Deja de cantar ahora mismo!». Pero como no se callaba me puse a buscar a mi alrededor hasta que al fin encontré un arco y una flecha. El arco era negro, pero la flecha era dorada. Y entonces, cogiendo el arco y la flecha, le gritaba de nuevo al mirlo: «¿Quieres callarte de una vez?». Y al ver que no me hacía ningún caso ponía la flecha en el arco y le disparaba al mirlo.
Ante la idea de tía Agatha disparando una flecha a un pájaro no pude reprimir una risita nerviosa.
—¿Y lo mataste?
—No. La flecha se elevó centelleando en el cielo, describió una curva bellísima y luego se precipitó hacia el pájaro, y justo cuando iba a atravesarlo el pájaro abrió la boca, cogió la flecha con el pico, y se puso de nuevo a cantar como si nada hubiera pasado. ¡Era increíblemente listo, nunca había visto nada tan listo en mi vida! Y luego vino volando a donde yo estaba y dejó caer la flecha en mi mano. Oh, ¡me sentí tan avergonzada! ¡Qué lástima que no sepamos interpretar nuestros sueños!
La expresión de mi tía era de tal ingenuidad, de tal inocencia, que estuve a punto de echarme a llorar. Pero mi emotividad había sufrido un duro quebranto con lo que había visto a la luz de la luna.
—No parece muy difícil de interpretar —me atreví a decir.
—¿Y qué significado crees que tiene? —preguntó mi tía ansiosa.
—El pájaro y la iglesia son obvios —expliqué—. El pájaro es ese granjero que se llamaba Bird de apellido. El color negro del mirlo significa que está muerto. Es todo una visión simbólica de lo que ocurrió el año pasado, cuando arrojaste aquellas flores en su tumba. Y así todos los demás detalles.
Vi por su expresión que tía Agatha había pensado también lo mismo que yo.
—¡Pero qué lista eres! —exclamó—. Yo también creo que es ése su significado. Pero la flecha… ¡la flecha! —repetía anhelante—. ¿Qué quiere decir la flecha?
—Tal vez sean las flores…
—Ah, claro. Los crisantemos que cogí. Eran amarillos. Yo no debí habérselos llevado, y por eso él me los devuelve.
—Y también —proseguí con voz firme— es posible que simbolice la flecha de Cupido.
Los ojos de tía Agatha brillaron como los de un niño que está escuchando un cuento nuevo.
—¡La flecha de Cupido, Polly! ¿Quieres decir… amor?
—Sí, tía, claro que quiero decir amor —le contesté secamente.
—¡Amor! —repitió tía Agatha—. ¡Qué extraño!
—Cuéntamelo, tía —le dije casi a bocajarro—. Dime qué ocurre. Estoy preocupada. Ayer por la noche estaba en el jardín y… lo vi todo. Y tuve miedo.
—¿Que tuviste miedo? Pero ¿qué viste? ¿Un fantasma?
—No, no era un fantasma —le conté lo que la había visto hacer, las palabras que le había oído pronunciar, el crujir de la enredadera, la ventana que daba contra el muro.
—¡Hija mía! —contestó mi tía con ternura—. ¡Has debido de estar soñando!
—Y ahora, ¿estoy también soñando? —le pregunté—. ¿Soñabas tú en ese momento? Claro que no estabas soñando, ni yo tampoco. Pero algo te pasa con ese Roland Bird, tía, no lo niegues, ese granjero que murió. Es como si su maldición hubiera caído sobre ti. Parecerá fatuo preguntarte si se te aparece su fantasma o si es que te ha embrujado, pero, por lo que más quieras, tía, dime qué significa todo esto y entonces podré ayudarte.
Se quedó callada unos instantes. Yo podía oír con toda claridad el tictac de mi reloj de pulsera, y el zumbido de una avispa en la ventana llenaba toda la habitación con su estrépito.
—Tú no puedes ayudarme, querida mía —me contestó mi tía.
—Pero, tía, déjame al menos que lo intente —supliqué.
—No, no quiero la ayuda de nadie. Soy muy feliz como soy. Mi felicidad es algo mío, nadie debe interferirse en ella. Ni nadie tampoco puede compartirla. Yo no estoy embrujada, ni pesa sobre mí ninguna maldición. Pero, Polly, querida, ¿cómo has podido pensar una cosa así?
De este modo es como mi sorprendente tía respondió a mis buenos oficios. Volví al ataque, y con el tono más natural que pude encontrar, aunque bien sabe Dios que casi me ahogué al articular la frase, dije:
—Así que ese Roland Bird y tú os veis de vez en cuando. ¿Y qué hacéis?
—Ay, Polly —replicó mi tía—. No debes preguntarme esas cosas.
O mi tía estaba loca, o la que lo estaba era yo. Pero nunca ha de dudarse de la cordura de uno mismo, ni negar la propia experiencia. Yo había visto lo que había visto, mi tía no se había atrevido a negarlo, y todo era de lo más increíble. Pero las demás personas viven y tienen experiencias que no siempre coinciden con las de uno. El mundo se divide entre quienes afirman una cosa, la niegan, o no le dan importancia. Iba a aprender que, aunque no diera importancia al fantasma de mi tía, no podía pasar por alto su obsesión. Que podía negar sus reflexiones, pero que lo que no podía era negar su experiencia. Que podía decir que era todo una extravagancia, pero no podía afirmar que fuese una falsedad. Y a la vista de su renovada lozanía, de su tranquila felicidad, mis temores por su salud mental parecían más bien una burla de la mía propia. Y, sin embargo… ¿era verdad que vivía en una casa con una mujer que era visitada por un fantasma, un fantasma al que ella recibía con los brazos abiertos e incluso amaba, al que hasta trataba —¡Dios me ayude!— de dar de comer? ¿De qué está hecho el corazón humano? En lo que respecta al amor, quiero decir. Por un momento no se me ocurrió cosa mejor que ofrecerle a mi tía un purgante. Con una sonrisa serena me apartó la mano con que se lo daba, ¡y fui yo quien se lo tomó!
Y entonces, como caído del cielo en medio de aquel enervante rompecabezas, apareció Johnny, o mejor dicho, el Capitán Oliphant. Sólo por espacio de una semana, una brevísima semana que pasó como un soplo comparada con los diez mil días y noches que habíamos vivido sin conocernos, de forma que casi no lo traté lo suficiente como para ser capaz de describirlo, pero no era uno de esos lobos de mar que gritan «¡Basta ahí!» o «¡Al pairo!». Parecía mucho más un gentil abogado.
El primer día fuimos a dar un paso por las colinas. Él me besó y yo lo besé. Le conté, como era lógico, todos los detalles de la extraña conducta de la tía, y tuvo palabras de compasión y de afecto.
Pero al segundo día lo había pensado mejor y se mostró más pragmático. Dijo que eran un poco cosas de vieja solterona, y que lo mejor sería cortar la enredadera para que no llegara a la ventana y luego calzar el batiente que hacía ruido con unas cuñas. Y acordamos hacerlo los dos juntos sin que ella lo supiera. Luego nos fuimos a pasear por aquellos montes encantadores y nos olvidamos de todo lo demás. Estábamos solos y yo lo amaba ya desesperadamente.
Al tercer día me pidió que me casara con él y le dije que sí. Me respondió: «Gracias, Polly, gracias. ¡Nunca te arrepentirás! ¡Te amo apasionadamente!». Y yo le contesté: «Yo también te amo». Todo así de banal y, sin embargo, tan conmovedor. ¡Dios quiera que conserve siempre la inocencia! Le prometí casarme con él cuando volviera de la China en primavera. Le prometí que iría a Marsella a encontrarme con él. Le prometí esto, aquello, todo. Y todo también se lo di. ¡Mi guapo Johnny! Fui a su habitación y dormí con él, y todos los días y noches que pasó a mi lado no fuimos sino uno solo. ¡Qué momentos tan felices, tan felices! Y entonces hicimos algo que ojalá no hubiésemos hecho. Sin que la tía lo supiera cortamos la enredadera y secretamente metimos dos pequeñas cuñas en el batiente de la ventana. ¡Ojalá no lo hubiéramos hecho!
Me fue imposible ir con él a Bristol. Aunque mostró ardientes deseos y yo también lo deseaba con todo mi corazón, se fue solo, y ahora apenas podría describirle. ¡Qué es una brevísima semana en los diez mil días y noches de nuestras vidas! Antes de hacerse a la mar me envió un anillo de diamantes y unos poderes a través de un notario que me ayudarían a tener ya puesta una casa para cuando volviera, una casa como la de tía Agatha, pues le gustaba muchísimo, y también el bonito campo que la rodeaba.
Tras su partida no volví a ocuparme del secreto de mi tía. Mi propio secreto llenaba ya toda mi vida y en todo el tiempo que permanecí aún en Copson nunca se lo revelé. Al cabo de tres o cuatro semanas regresé a Londres, y me instalé para pasar el otoño y el largo invierno que aún tenían que transcurrir antes de que llegase la primavera.
Una de las cartas que él me escribió incluía un largo análisis de la historia de tía Agatha; había elaborado toda una teoría al respecto:
«Mi interpretación de los hechos es la siguiente: toda esa historia de asistir, sin que nadie la llamase, al entierro de ese individuo y de las flores que arrojó a su tumba la afectó de tal forma que empezó a creer que veía fantasmas o que algún tipo de maldición había caído sobre ella. Bien, y lo que ocurre es que cuando uno empieza a creer que ve fantasmas, lo más probable es que los acabe viendo realmente. Pero entonces corrió aquel rumor que la identificaba como amante del difunto y eso vino a darle un toque romántico a su obsesión. No cabe la menor duda. Está claro que todo es un fenómeno de autosugestión. El rumor, lejos de molestarla, de hecho, lo que hizo fue halagarla en su fuero interno. Que fuese cierto o no, no importa lo más mínimo. Y ya que uno tiene que ver fantasmas, lo mejor es que sea de forma agradable y civilizada, y eso explica la forma que fue tomando su estrafalaria fantasía. Él no la maldice, pero, eso sí, se le aparece como un fantasma, y si a su condición de fantasma une la de amante, mejor que mejor. Y acaba siendo ambas cosas. Así es como yo lo veo: uno empieza a pensar que ve fantasmas, y acaba viéndolos de verdad. La historia de las religiones está llena de casos parecidos. Ahora cree que él está enamorado de ella y que acude a visitarla. Bien, pues ya tienes la explicación. Es evidente que no puede hablarse de fantasmas, los fantasmas no existen, es un caso clarísimo de alucinación romántica. ¡Allá ella! Es una anciana solterona y no hace a nadie ningún daño».
Ahí dejé el asunto. No parecía más que media verdad, pero la otra media podía resultar tan odiosa que no hice más averiguaciones. Aunque la tía y yo nos carteábamos con regularidad seguí sin revelarle mi secreto. Al cabo de cierto tiempo no pude dejar de notar el tono de tristeza que se desprendía de sus cartas. No, ya no se encontraba tan bien como antes. Se cansaba con cualquier cosa. Era la vejez, suponía, o aquellos vientos tan terribles.
Le di ánimos y prometí hacerle una visita en Navidad, pero mucho antes de esa fecha me llamaron para que acudiese a Copson a toda prisa, donde la encontré gravísimamente enferma, casi con un pie ya en la tumba.
Estaba increíblemente consumida, un puro manojo de huesos, todo su lustre se había desvanecido. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué era lo que tenía? Ni Fanny Fittle, ni nadie, ni el médico siquiera, lo sabían. Incliné mi rostro bañado en lágrimas sobre su almohada.
Aún tardó unos días en decir adiós a este mundo, pero más que tía Agatha ya no era sino su pálido espectro. Antes de morir me habló de aquello que la estaba destruyendo. Yacía profundamente postrada con la vista fija en la ventana. Era un día triste y plomizo, no tan ominoso como pasivo, sin viento ni sol que vinieran a levantar los ánimos. La única nota de color, lo único que resaltaba, eran los grises penachos de humo que salían caracoleando de las chimeneas del pueblo.
—Ya no da señales de vida —murmuró—, ha desaparecido.
—¿El qué, tía?
—Se ha ido para siempre.
—¿Quién se ha ido?
En aquellos ojos que me miraban desde el lecho había un destello de reproche.
—Tú nos viste, ¿verdad?, una noche, ¿verdad que sí? ¿Nos viste o no? Dijiste que nos habías visto.
Tan vivo era su deseo de que le dijera que sí, que no tuve valor para negarle aquel Edén que se había forjado a la luz de la luna.
Con voz triste continuó en un susurro:
—Él me encontró. Me dijo que yo había ido a la tumba contrariando sus órdenes, y que por esa razón, añadió, su espíritu me perseguiría siempre. Vino y, según dijo, me perdonó. Fue algo extraño y hermoso, pero ahora ya todo ha acabado —sus finos labios dejaron escapar un suspiro—. ¡Qué duro es sentirse tan abandonada! Ahora no da señales de vida, ¿verdad? Durante un tiempo me sentí triste, Polly, muy triste, pero ahora ya vuelvo a sentirme bien otra vez —y apretó mi mano en un gesto cariñoso.
Dios sabe cómo sería Roland Bird en vida. Lo menos parecido a Endymión, seguramente. Pero aunque hubiese sido un patán de pueblo, gordo como una vaca —cosa más que probable—, no era eso lo que importaba. Había sido tan sólo la llave perversa que había abierto para mi tía un sendero en el jardín de las Hespérides, y por él se había paseado hasta que nuestras toscas manos, las de Johnny y las mías, habían echado a pique su sueño.
Fui la heredera universal de sus bienes. A excepción de un pequeño legado que dejó a su ahijado Johnny, toda su pequeña fortuna pasó a mis manos, y su casa también pasó a ser mía, pero hasta algún tiempo después de su muerte no pude hacerme a la idea de vivir en ella, sola al menos, así que dejé a Fanny Fittle a cargo de todo y regresé a Londres. Escribí a Johnny a Sumatra contándole todo lo sucedido. Obviamente, ahora ya no tenía que buscar casa para Johnny y para mí. Dispuse que se hicieran algunos cambios al año siguiente; me deshice de algunas cosas y añadí otras, pero siguió siendo la vieja casona de siempre, desde el felpudo de la entrada hasta la mismísima Fanny Fittle. Ahora era mi casa y la de Johnny. Le escribí a Rangún contándoselo todo. Todas las semanas recibía una carta suya desde algún lugar del lejano oriente, esa clase de cartas que escriben los hombres sencillos a sus prometidas, llenas de cariño y añoranza. Probablemente estaría de vuelta algo más tarde de lo que en un principio había pensado. Seguramente no llegaría a Marsella hasta primeros de mayo, pero me decía que ya tendría noticias suyas cuando supiera detalles más concretos. Me envió otra carta desde Tokio el lunes de Pascua, y eso fue lo último que supe de él.
Desde el principio me asaltó el temor, y ahora tengo la certeza, de que aquello fue la venganza del fantasma burlado. Habíamos traicionado a tía Agatha entre los dos. Yo había sido la que vio agitarse el arbusto en una noche sin viento y oyó golpear el batiente de la ventana, pero juntos hicimos enmudecer su traqueteo y cortamos los zarcillos que tupían el muro. Y quién sabe de qué insólitos recursos se vale el alma humana para satisfacer sus más hondos anhelos, o cuáles puedan ser éstos. Desde el principio tuve la sospecha y ahora ya estoy segura: hay algo o alguien que sigue revolviéndose lleno de angustia y que cobra un tributo a nuestras vidas.
Volví a Copson a mitad del verano y aquí me quedaré ya para siempre. Ni siquiera llevé luto. Sabía que estaba muerto, y, además, ¿qué había sido yo para Johnny o él para mí? Había pasado con él una semana apenas, un verdadero Edén, pero ahora no recuerdo siquiera qué aspecto tenía. Siento una laguna tal en mi memoria que a veces me he dicho a mí misma: «No, nunca conocí a ningún Capitán Oliphant. Soy como tía Agatha, que creyó que la amaba un hombre que ya había muerto». Y entonces, cuando mi mente trata de penetrar el vacío en busca de esa deidad que todos conocemos, siempre se interpone la figura de un hombre con un sombrero de tres picos y un sable al costado. Ésa es la estampa de un marino, supongo, pero cuando una oscura noche su barco chocó misteriosamente con otro, y mi Johnny se ahogó, no llevaba puesta más que la camisa. Sólo murieron siete hombres, pero mi Johnny fue uno de ellos, ahogado en esa blanca espuma que florece en los mares de China. ¡No fue su destino! ¡Nunca había tenido mala suerte! Fue una venganza.
Yo debía haber sido su novia y ahora no soy nada. Miro por la ventana de mi habitación a través de la celosía y veo la luz de la luna y el espino. La enredadera vuelve a trepar donde antaño y su hojarasca acaricia de nuevo el parteluz. Hace ya tiempo que quité las cuñas de la ventana. A lo lejos oigo el himno que Fanny Fittle interpreta con su armónica; detesto esa música, pero mi tía la toleraba y yo sigo su ejemplo. Ceno siempre aquí en mi habitación, sola. Aún ahora se sigue poniendo mesa para dos. ¡Pobre tonta crédula! ¿Por quién suspiro? El batiente de la ventana se agita con un leve traqueteo y la enredadera se estremece ligeramente, pero nadie viene, ni vendrá jamás, por mí.