La ética, sin embargo, precisa de la verdad
(Carlo Maria Martini)

Las intervenciones sobre el interrogante «¿en qué creen los no creyentes?», incisivamente forjado por la redacción de la revista Liberal (con el riesgo de una interpretación algo reduccionista del problema propuesto por mí) han sido numerosas e importantes. Personalmente, me alegra que a partir de ella se haya planteado una discusión sobre los cimientos de la ética. Nos hacía falta, a todos.

Ahora la revista me invita a tomar de nuevo la pluma y, tras algunas incertezas, he decidido no decir que no. Como es lógico, nadie debe esperar una «respuesta» puntual y articulada. Me harían falta bastantes más de las pocas páginas de las que dispongo, y tal vez tampoco sea lo más conveniente. Quisiera, sin embargo, recalcar la atención con la que he leído las contribuciones individuales de Emanuele Severino, Manlio Sgalambro, Eugenio Scalfari, Indro Montanelli, Vittorio Foa y Claudio Martelli. Me alegra haber dado y recibido material y estímulos para pensar y dialogar. Aquí me voy a limitar a explicar mejor lo que estaba detrás de mis palabras.

Como premisa, quisiera hacer hincapié en la sincera intención dialógica de mi intervención. No pretendía ni «enseñar» ni «disertar» ni «polemizar», sino sobre todo interrogar, e interrogar para saber, para comprender cómo un laico sustenta teóricamente el carácter absoluto de sus principios morales. He podido captar en algunas respuestas (sobre todo en las aparecidas aquí y allá en la prensa, en realidad, más que en las de las seis intervenciones) cierta vena polémica y cierto esfuerzo de «apologética laica». He podido captar también cierta facilidad para simplificar la doctrina y la tradición cristiana a propósito de la ética, con síntesis en las cuales no leo mi pensamiento. Por ello me animo a dedicar al asunto algunas palabras más.

Lo que más agradezco, de hecho, a los participantes en el debate es su estímulo para una reflexión común sobre el sentido del deber, sobre la pureza de la vida moral, sobre los ideales éticos que en cierto modo todos sentimos o en los que quisiéramos inspirarnos. Y todo ello a partir de la cuestión que había suscitado mi carta a Eco: si la ética no es más que un elemento útil para regular la vida social, ¿cómo se podían justificar los imperativos éticos absolutos, cuando lo más cómodo es prescindir de ellos? Y además, ¿en qué se basa la dignidad humana, si no en el hecho de su apertura hacia algo más elevado y más grande que ella?

Lo primero que observo es que, pese a la amplia y desconcertante variedad de posiciones, casi todas las respuestas identifican en la ética un elemento propio del hombre, algo gracias a lo cual el hombre es lo que es. Los seres humanos no han esperado al cristianismo para dotarse de una ética y para plantearse problemas morales, señal de que la ética establece un elemento esencial de la condición humana, que a todos afecta. En ella, sea laica o trascendente, emerge una esfera fundamental del significado de la vida, en el que se patentiza el sentido del límite, de los interrogantes, de la esperanza, del bien.

Precisamente este último término, el «bien», merece una más atenta consideración, entre otras cosas porque varias intervenciones han considerado la responsabilidad hacia el rostro de los demás como un «bien», una elección moral justa.

Me gustaría invitar a la meditación sobre la dialéctica que es intrínseca a eso que se llama elección moral justa, sobre el movimiento interior del que se deriva un acto libre tan determinado. Esto puede suceder en cualquier momento de la vida: cada acto libre es siempre el primero, original, imprevisible. ¿Qué es lo que resulta implicado en ese acto, en la decisión, por ejemplo, de no decir una mentira porque está mal, y de decir la verdad porque está bien? Ello comporta la idea del bien como rectitud, como integridad y belleza, no como algo meramente útil. Lo que está implicado es el sentido de la vida, la división entre lo que está bien y lo que está mal y la existencia de un orden del bien y del mal.

En tal movimiento leo un dirigirse, que también puede ser preconsciente y hasta oponerse a nuestro sistema de conceptos, hacia el bien subsistente. Cabe observar que así resulta menos arduo dar cuenta de la sorprendente y no rara discrasia entre teorías morales insuficientes y comportamiento moral positivo, porque la corrección de los comportamientos morales no se mide en primer lugar por un esquema de conceptos, sino por la orientación de la voluntad y su rectitud. Pueden decantarse por el bien incluso quienes no lo perciben en teoría o lo niegan. Un acto justo, realizado porque es justo, conduce a una afirmación de trascendencia. «Si Dios no existe, todo está permitido», había observado Dostoievski. ¿Palabras vanas? Y sin embargo Sartre está de acuerdo precisamente desde su punto de vista ateo: «Con Dios desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no puede existir un bien a priori, porque no hay ninguna conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no se deba mentir» (El existencialismo es un humanismo).

Si se recorre adecuadamente, este itinerario de reflexión viene a indicar que la moral no regula sólo las relaciones interpersonales y que abarca una dimensión trascendente. Si bien por otros caminos, vuelvo a toparme con una idea a la que ya ha dado voz Eco, es decir, que una ética natural puede encontrarse con la ética surgida de la revelación bíblica, en cuanto que en la primera está incluido previamente un camino o una referencia a la trascendencia, no sólo al rostro de los demás. En la experiencia moral humana destaca una voz que nos llama, la «voz de la conciencia», que es inmanente en cada hombre y que establece la condición primera para que sea posible un diálogo moral entre hombres de razas, culturas o convicciones distintas.

Los recursos de la ética son por lo tanto mayores de lo que se piensa. Es necesario, sin embargo, demorarse de manera atenta y paciente en torno a la experiencia moral humana, evitando toda solución precipitada. Tal vez un modo «impaciente» de pensar la moral aflora en algunas de las intervenciones que me preceden, en las que la experiencia moral se reduce fundamentalmente a la vida corporal y al instinto. Con todo, parece imposible identificar en Antígona una moral surgida del instinto de supervivencia de la especie, cuando decide salir libremente al encuentro de la muerte para obedecer a leyes no escritas, superiores a las de la ciudad. Otros, en sus intervenciones, tienden a desfigurar la ética, considerando que la tradición la coloca del lado de la técnica. Si esta última produce, transforma, manipula, y puede ser pilotada por la voluntad de poder, la ética, en cambio, se mueve en un horizonte de libertad y atiende a la realización de la persona.

Quien pretende fundar la moral en el instinto de supervivencia de la especie, la considera relativa y mutable. Es cierto que cambian las circunstancias, pero lo que no cambian son las actitudes de fondo. Si reflexiono sobre el contenido moral esencial y sobre sus valores centrales, no veo que hayan cambiado en absoluto con el tiempo, que el código fundamental de la moralidad humana —contenido en los Diez Mandamientos— esté sujeto a revisión. No advierto que el matar, el robar o el mentir puedan llegar a convertirse en algo recomendable en sí mismo, o dependiente de nuestros contratos estatuidos. Ello es bien distinto de la cuestión de si en determinadas circunstancias una cierta acción pueda englobarse bajo esta o aquella categoría. Gravan muchas incertidumbres morales sobre las acciones individuales, se dan muchas oscilaciones concretas al juzgar los hechos, pero ello no quiere decir que resulte concebible que en un futuro llegue a decretarse que lo mejor es ser desleales, deshonestos o irresponsables.

Ya he aludido a la extrema variedad de las respuestas de los seis participantes, circunstancia sobre la que merece la pena meditar, porque constituye un índice de lo controvertida, y hasta confusa, que resulta la reflexión teorética acerca de la moral. Esto puede extenderse también al ámbito de los creyentes, donde a veces parece prevalecer una comprensión casi exclusivamente kantiana, es decir constrictiva, de la ética, en la que el acento recae exclusivamente sobre el deber. Yo mismo, en mi precedente intervención, me referí a los principios de la ética y a los imperativos universalmente válidos. Pero no me gustaría dar lugar a malas interpretaciones, como si yo quisiera hacer hincapié únicamente sobre lo que es obligatorio, sobre lo que es justo hacer o no hacer. Es cierto que he invocado, al empezar mi razonamiento, un aspecto de la moral, el deontológico y obligatorio, pero la esfera de lo ético no se reduce a eso; su rasgo más fascinante consiste en conducir al hombre hacia una vida justa y lograda, hacia la plenitud de una libertad responsable. Los imperativos éticos, rocosos, duros, si aplastan la voluntad malvada, dirigen hacia una espontaneidad mucho más alta la voluntad positiva de hacer el bien.

A una última reflexión me empuja la lectura de la contribuciones antes mencionadas. Persuadido de que la ética no totaliza la experiencia humana, quisiera tomar distancia de ella por un instante. El proceso del ateísmo moderno, ya en parte a nuestras espaldas, fue preparado y acompañado (quizás en algunos aspectos entre los creyentes también) por la degradación de la idea de Dios. Dios fue presentado como relojero del universo, enorme ser denotado únicamente por su potencia, inmenso y omnívoro Leviatán; como el enemigo del hombre hasta como un demiurgo malvado, entre otras cosas. La crítica de la religión, sin embargo, es provechosa si purifica la idea de Dios de caídas y antropomorfismos, no si la empobrece y la degrada respecto a la pureza que se comprueba en la revelación bíblica leída en su integridad.

Me parece, por lo tanto, que incluso entre los no creyentes debe llevarse a cabo una difícil lucha para no reducir al Dios en el que no se cree a ídolo dotado de atributos impropios. Nos preguntamos qué pueden tener en común el Dios bíblico que está junto al hombre, y es un «Dios para el hombre», y el «dios» de quien se dice que es la misma muerte y que nada tiene que ver con el bien (cfr. la intervención de Sgalambro). Tal vez fuera útil recordar el Salmo 23: «¡El Señor es mi pastor, nada me falta; por prados de fresca hierba me apacienta, hacia aguas de reposo me conduce!».

Scalfari da en el blanco parcialmente al advertir una evolución (o «involución») de pensamiento también en la cultura católica, que tiende a privilegiar únicamente la ética. Pero ésta por sí misma es frágil y debe ser sostenida por el sentido último y por la verdad de conjunto. La verdad es el remedio para esa fragilidad del bien con la que nos topamos constantemente en nuestra experiencia diaria. No expresaría pues mis convicciones del todo si no dijera que determinada producción de asertos apodícticos (la ya señalada separación entre Dios y bien, o la oposición arbitrariamente establecida entre casualidad y causalidad…) permiten adivinar una crisis del significado de lo verdadero. Si me interrogo como hombre, no puedo dejar de reconocer la posición central y decisiva de la experiencia moral en mí vida. Y esto casi nadie lo discute, al contrario, los no creyentes parecen hoy en día propensos en general al elogio de la ética.

Pero ¿la ética por sí misma es suficiente? ¿Constituye el horizonte único del sentido de la vida y de la verdad? Parece empresa descabellada fundar la ética sólo sobre sí misma, sin referencia o conexión a un horizonte global y, por lo tanto, al tema de la verdad. Pero ¿cuál es la esencia de la verdad? Pilato hizo a Jesús esa pregunta, pero no esperó a su respuesta, porque tenía prisa y quizá también porque no estaba realmente interesado en el problema. La cuestión de la ética está unida al problema de la verdad; tal vez se vea aquí una señal de las serias dificultades que gravan sobre el pensamiento contemporáneo, precisamente para afirmar que nada puede ser fundamentado y que todo puede ser criticado.

¿En qué creen los que no creen? Al menos es preciso creer en la vida, en una promesa de vida para los jóvenes, a quienes no es raro ver engañados por una cultura que les invita, bajo el pretexto de la libertad, a toda experiencia, con el riesgo de que todo concluya en derrota, desesperación, muerte, dolor. Es digno de reflexión que en muchas intervenciones resulten ausentes las interrogantes sobre el enigma del mal, y ello tanto más cuanto puede considerarse que vivimos en una época que ha conocido las más terribles manifestaciones de la maldad. Cierto clima de fácil optimismo, según el cual las cosas se van arreglando por sí mismas, no sólo enmascara el dramatismo de la presencia del mal, sino que apaga también el sentido de la vida moral como lucha, combate, tensión agónica; que la paz se consigue al precio de la laceración sufrida y superada.

Por ello me pregunto si estas inadecuadas ideas acerca del mal no están unidas a unas insuficientes ideas acerca del bien; si el pensamiento ilustrado no se equivoca al no captar o al infravalorar el elemento dramático inherente a la vida ética.

Carlo Maria Martini, marzo de 1996.