OJOS DE MUÑECA
Javier Trescuadras
No podré recoger el premio, si es que lo gano, por ello pido disculpas de antemano a la organización por si acaso. No me gustaría que, llegado el momento, algún miembro del jurado tenga que cargar con la estatuilla y lamentar mi ausencia al público. Más adelante comprenderán el porqué.
Por otra parte, quería contarles algo que me atenaza la boca del estómago desde hace algún tiempo y por mucho que digan los psicoanalistas que hablando de los problemas estos se solucionan, yo sinceramente no lo creo.
El mío reside en el jardín donde juega mi hija cada tarde. A decir verdad, es muy mono, como la mayoría de los que hay esturreados por toda la ciudad. No le falta de nada: tiene columpios, toboganes, rampas e incluso esa moqueta gomosa color granate a la que le falta siempre algún pedazo. Es inmenso, y al otro lado del césped que lo serpentea en islotes (donde más de un perro descarga su contribución al medio ambiente) hay otra zona de balancines. Sólo tiene un inconveniente; está maldito.
Sí, han leído bien, embrujado, poseído o como demonios se le llame a lo que ocurre allí. Pues aunque huela a césped recién cortado y todo eso, está podrido de maldad por mucho que parezca una locura. No les hablo de un lugar tétrico de Estados Unidos, de esos que salen en alguna cinta de terror con aureolas neblinosas y desgarros de violín; les hablo de Murcia, de un parque muy concreto.
Intentaré explicarme lo mejor que pueda pese a parecer un demente; imaginen que el columpio donde a menudo se mecen los niños se mueve solo y chirría sin cesar cuando pasas a su altura. O una risita de niña histérica te escarpia el vello de la nuca cuando consigues aparcar, a las once de la noche y lo atraviesas rumbo a casa. ¡No hay niños en los jardines a esas horas, maldita sea!
Imaginen al perro del vecino ladrándole a la nada hasta quedarse ronco. Y Rusky, que así se llama el animal, siempre ha sido dócil y juguetón con los niños. Cuando no revolotea junto a ellos (como uno más), te lo encuentras arrellanado a los pies de su amo, barriendo el parque con una mirada tranquila y lejana.
Antes de que ocurriera todo era así. Pero desde un tiempo a esta parte sólo pienso en que lo sacrifiquen. Su estado de ánimo cambia de rabioso a enloquecido, sin zonas grises, por no hablar de la fiebre virulenta que azota su voluntad haciendo que le muestre a todo el que pasa a dos kilómetros a la redonda un amasijo de dientes afilados, un charco de hilos babeantes y su consabida suerte de bufidos por la que más parece un lobo de trineo moribundo que un lazarillo urbano. Temo que se le escape al pobre viejo que sujeta el collar con esfuerzo titánico y muerda a algún niño. Últimamente la mueca artrítica con la que intenta retenerlo se ha vuelto endeble, temblorosa, agónica.
Aunque eso no es lo peor, lo peor son los dos engendros, crueles y de aspecto desaliñado que vagan por el jardín. Parece que soy el único que los ve. Nadie se ha percatado salvo yo de su presencia. Nunca he creído en las apariciones ni en el más allá pero… ya no estoy seguro de nada, aunque doy fe de la ponzoña con la que me clavan sus miradas pantanosas, cargadas de un pudín de malicia y repentina diversión.
Él es alto y desgarbado, con el pelo grasiento peinado de tal forma que parece moldeado con una espátula. Lo único que hace es ir de allá para acá zancajeando a mi alrededor mientras da puntapiés a una pelota imaginaria (o simula que lo hace), pero no me quita ojo y eso no intenta ocultarlo.
Ella, gorda y de aire bobalicón, lleva un vestido igual al de una muñeca con cuadros azules y un gran lazo amarillo. Pero no es una muñeca, es un monstruo. Lo más terrorífico son sus ojos, de un azul tan claro que parece blanco. Puedo sentirlos hurgando dentro de mi cabeza como dos anguilas negras y resbalosas.
Por los andrajos que visten diría que llevan muertos cien años lo menos. Pero no quieren marcharse. Se divierten mucho aquí, en el parque, conmigo. Ahora imaginen que tuvieran que bajar con sus hijos a este endemoniado lugar cada tarde.
—Si se te ocurre no venir lo lamentarás —me farfulló al oído una voz invisible—. Sabemos cuál es tu punto débil, dulzura —prosiguió socarrona hasta hacerse visible ante mí como papel de cebolla. Noté como me temblaban las piernas cuando «reapareció» junto a mi hija e intentaba atusarle el pelo con una mano etérea. Luego esbozó una sonrisa espantosa y desapareció ante mis narices lo que me hizo parpadear varias veces. Aunque tenía muy claro el mensaje: podían hacernos lo que quisieran y no dudarían ni un ápice si yo no cumplía con mi parte del trato.
Al principio no fue así, me refiero al jardín. Vivimos en una zona nueva, de esas que llaman en expansión, donde en medio de varios bloques de edificios plantaron un enorme parque. Como si con eso el ayuntamiento cumpliera con la asignación social que le corresponde, sólo con eso. El caso es que la mayoría de los vecinos, todo matrimonios jóvenes con niños pequeños, estrenamos el parque y poco a poco, fuimos entablando ese tipo de relaciones intrascendentes que llevan a conversaciones de índole similar mientras que nuestros hijos descascar filaban el mobiliario urbano infantil. Todo iba bien hasta que ocurrió algo horrible.
Fue, si me lo permiten, la cosa más extraña del mundo, de esas que nadie se explica cómo suceden. Celebrábamos el cumpleaños de un crío, no recuerdo el nombre (para esas cosas soy un desastre), cumplía cinco años creo y se había ganado a pulso lo de ser el «niño más insoportable de Murcia». Así que no teníamos muchas ganas de ir al ágape y encima tener que sonreírle y comprarle una chorrada de esas de los chinos (que duran media hora sin romperse). Mi mujer y yo (al igual que todos los demás vecinos) estábamos hartos de las judiadas a las que sometía al resto de niños, sin excluir a mi hija, por supuesto. No obstante, había que hacer el rendibú; además, no era el primer cumpleaños que se celebraba en el jardín y todos habíamos acudido en otras ocasiones; tampoco era para tanto, a fin de cuentas son niños. El caso es que estábamos todos y formábamos el corro vecinal típico, que si unos saladitos, que si unos refrescos y el revuelo de niños alrededor. Lo bueno de estas cosas es que acaban más tarde o más temprano, como todo.
Llegó el momento de soplar velas y el crío no aparecía por ningún sitio. De repente, alguien lo divisó al otro lado del parque. Recuerdo cómo me ardían las piernas cuando llegué sin resuello a su encuentro junto con dos padres más. Se había ahorcado con la cadena del columpio.
Nada volvió a ser igual. Tras el entierro, todos dejamos de bajar al jardín durante meses. Imagino que nadie tenía moral para ello. Y luego estaba lo macabro del asunto. Aunque la peor parte se la llevaron los niños, de hecho, algunos tuvieron que ir a tratamiento psicológico y todo eso.
Ahora es cuando tendría que contarles que el parque se erigió sobre un cementerio infantil lleno de tumbas o algo parecido, seguro que con una cosa así serían capaces de digerir toda esta ración paranormal extra; es lo que hacemos los humanos, intentar darle una explicación a todo, así nuestra vida es más soportable, pero la verdad es que no tengo ninguna razón que almohadille esta horrible anécdota, sencillamente sucedió, al igual que esos dos de los que les he hablado antes; se limitaron a aparecer y me jodieron la vida. Me la jodieron del todo.
Una noche volví del trabajo, era tarde. Había tenido un día de perros y notaba como si me estuviesen haciendo un torniquete en el brazo izquierdo. Un dolor intenso y agudo. Llegué a casa, me di una ducha y me acosté con la esperanza de que se esfumara. Me dormí al cabo de un minuto.
A la mañana siguiente era sábado, pensé que ya era hora de pasar página y me dispuse a bajar con mi hija al jardín. Me asomé por la ventana; mi mujer y ella estaban junto al tobogán. «Me han leído el pensamiento» me dije y bajé a toda prisa. Tenía ganas de estar con ellas.
Al llegar me senté en un banco a observarlas. Estaba feliz. «La vida sigue» me dije y respiré hondo. Las saludé y esbocé una sonrisa que mi mujer pareció corresponder levemente. Entonces la vi por el rabillo del ojo, a mi lado, era ella con su vestido de canesú y sus coletas desaliñadas. Salió de la nada. Un escalofrío me erizó la nuca. Sentí un frío extraño, denso y un olor penetrante (como a yogur caducado) me abofeteó la cara.
—Si no vuelves cada tarde, mataré a tu hija —me espetó mientras jugaba sentada en el suelo sin mirarme.
—¿Qué has dicho?
—Me has oído perfectamente… —repuso y siguió escribiendo con un dedo en la arena—. La degollaré como a un conejo. —Y me dedicó una sonrisa torva.
—Y no podrá impedirlo, señor. —Vaticinó aullando el Largo mientras pateaba el aire con torpeza. Me quedé perplejo, y por la frialdad de sus palabras, no tuve más remedio que creerlo.
Desde entonces, llevo una semana secuestrado en este banco. Todas las tardes de cuatro a cinco. No duermo y no dejo de pensar en ellos, en esos ojos macilentos taladrándome. Mi mujer ha dejado de hablarme. La distancia entre nosotros se ha vuelto densa, opresiva, insoportable.
Un día decidí no acudir a la cita, me dije: «¿Qué van a hacer?». Al día siguiente, mi hija casi se desnuca en el colegio. «… Como a un conejo», recordé. Mi mujer le dijo al médico que se había caído, pero yo sé que no fue así.
Llueva o truene tengo que ir. El larguirucho merodea por los columpios y, de vez en cuando, me lanza una de sus miradas quebradizas. Ella, en cambio, se limita a escrutar lo que pienso mientras dibuja en la tierra con un dedo.
—¿Tienes Facebook? —me inquirió ayer de repente con simulada indiferencia—. Intenté fulminarla con la mirada.
—Pues tu mujer sí… —contestó burlona— y folla con otros. —Y desgarró el aire con su risa histérica.
—Su mujer sí ¿eh?… Su mujer sí… —me farfulló el otro con tono bobalicón y obsceno a partes iguales mientras se sorbía los mocos.
—Podrías ser mi novio, ¿sabes? —convino ella de nuevo enarcando una ceja. Luego se levantó el vestido y me enseñó su sexo imberbe y sucio. Aparté la mirada con una mueca horrenda.
—Si vuelves a tocar a mi hija… —La amenacé con furia.
—¿Qué harás? —repuso con desdén—. ¿Matarme? Llegas tarde para eso, ricura. —Sus ojos brillaron exultantes, apocalípticos, viles.
No terminé de entender a qué coño se refería hasta que Rusky, ese perro iracundo del vecino, se puso a ladrar como un loco cuando pasé a su lado. Barrí con la mirada la arena, justo donde esa cosa dibujaba con letra infantilona. Leí lo siguiente: «Muerto. Estás muerto. Y no lo sabes.»
Entonces lo recordé todo. Aquella noche, el infarto, el agua cayendo sobre mí… de eso hace tanto tiempo.
—¡Deja de ladrar, Rusky! Aquí no hay nadie —le recriminó el viejo al animal que continuó esputando hebras de saliva y gruñéndole al aire.
Después, cuando consiguió que el perro se calmase un poco acariciándole el lomo con una mano, volvió a centrarse en su tarea de abuelo vigía, con la mirada puesta en la moqueta gomosa y granate donde su nieto, de pie, en lo alto del tobogán gritaba dispuesto a hacer de hombre-bala: «¡Abuelo, mira, soy el rey de la colina!».