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LA nave de reconocimiento voló sobre la espuma, de regreso hacia la línea como perseguida por los demonios que Clian debía haber enviado para capturarla. Todos los científicos habían desaparecido en sus respectivas cámaras oscuras y camarotes. La mayor parte de los tribunos y observadores diplomáticos conversaban en las pasarelas, tratando de eludir la mutua vigilancia lo suficiente como para deslizarse bajo cubierta en busca de alguna migaja de información. Pero el único hombre que hasta ahora había logrado bajar a la parte interior de la nave, fue casi literalmente obligado a subir por la escalera, bajo un rugido indignado acerca de placas fotográficas veladas.

Aidregh, que había estado tratando con científicos casi diariamente desde que se le entregó su cartera ministerial, sabía bastante bien que nada coherente saldría con toda probabilidad de los nuevos datos, al menos durante varios días. Incluso, después de ello, habría un lapso de seguridad para discutir los nuevos hallazgos. Thrennen y Noone no habían superado aún la tentación de tratar de forzar la cosa para ocupar un puesto superior entre las pequeñas naciones isleñas del archipiélago, aún con Rathe pendiendo por encima de sus cabezas, y aún después de siglos de guerra entre islas.

En cuanto a Aidregh, habíase decidido a no mirar una sola película o cifra hasta estar de vuelta en su despacho. Habían allí demasiados tribunos de Thrennen —como Signath—, que esperaban pescarle en algún pequeño acto que, en lugar del bien de Thrennen, pudiera ser para bien de todo el planeta... y así enviarle a la isla, con los extranjeros.

Y si Signath le daba bastante cuerda, podría pillarle rompiendo la seguridad... y bon voyage. Después de todo ésta era su fiesta, la que consiguió los donativos para aquellas mismas normas de regulación de la seguridad, con cada contacto diplomático posible con Rathe.

En lugar de espiar, Aidregh fue hasta el camarote del doctor Ni, el médico de la expedición, un viejo amigo... y pronto pariente, debido al matrimonio de sus hijos. El hombre era una paradoja, cuyos misterios siempre habían proporcionado un alivio muy bienvenido al constante peso de las preocupaciones oficiales de Aidregh: una voz más allá de los límites de su especialidad, particularmente en Historia; sin embargo, curiosamente destacado hacia la época en que estaban actualmente viviendo. Apenas pasaba la media edad; sin embargo, con toda evidencia, era un hombre de amplia experiencia en todo lo concerniente al vivir humano, pareciendo ya al punto del aburrimiento. Era oficial de la marina, pero de los que consideraban todos los servicios armados con la misma actitud que podía haberse mostrado hacia un juego.

Así, Aidregh no se sorprendió mucho al encontrarle sin el uniforme, balanceándose cómodamente en su hamaca y leyendo un libro. Posiblemente no pudo estar en cubierta durante el eclipse, como hubiera hecho cualquier hombre libre de servicio.

—Hola, Aidregh. Entre; tome un trago.

—Gracias. Evidentemente, lleva usted aquí bastante rato. ¿Por qué no presenció el eclipse?

El doctor Ni sonrió y alzó el libro. Aidregh pudo ver el título: eran las «Baladas Medaníes», un volumen que el físico debía haber leído veinte veces; podía citarlo de memoria y lo hacía con frecuencia.

—No lo entiendo —dijo Aidregh—. Yo pensaría que todos ustedes sentirían por lo menos cierta curiosidad por el eclipse... como científicos, y en su caso también como aficionado a la historia.

—Ya lo vi una vez antes —dijo el doctor Ni, realizando al mismo tiempo la difícil tarea de encogerse graciosamente de hombros en la hamaca—. Como no soy un especialista, apenas podía esperar aprender algo nuevo en un segundo vistazo. Además, Aidregh, las ciencias difieren. Los motivos por los cuales yo estaba interesado en el eclipse vienen a ser los mismos que los muchachos de la astronomía al mostrarse fascinados por los aglutinógenos.

—Seguramente hay más que eso. Rathe no es una simple luz en el cielo; es todo un mundo habitado... y que puede tener en sus manos la vida de usted.

—Cuando un hombre mezcla sus metáforas con tanta libertad —dijo el doctor Ni, sonriendo de nuevo—, me inclino a dudar de que piense correctamente. Y en cuanto a ese asunto, Aidregh, usted también tiene mi vida en sus manos, ¿no? ¿Qué me amenaza más... un planeta a cuatrocientos mil kilómetros de distancia, o el Primer Ministro de Thrennen, con su cabeza hecha un lío de ideas?

—Está bien, Ni... supongamos que usted me dice lo que yo debiera estar pensando. Yo no pretendo conseguir más que una comprensión marginal de cómo enfrentarnos a Rathe, o cuáles son las implicaciones... y la Oposición aulla pidiendo mi cabeza cuando no doy las respuestas que a ellos les interesan. Todo lo que sé es que moriré si el asunto no se maneja con talento. Margent no proporcionará ninguna cifra, pero no ha hecho un secreto de la cuestión de que su pueblo tiene un gran almacén de bombas de sedición preparadas para caer sobre nosotros, si alguna vez llegamos a la guerra. Yo escucharía el consejo de cualquiera... literalmente de cualquiera.

—Lo eludo también —dijo Ni, con malicia—. Supongo que debió esperarlo de mí. Con franqueza, Aidregh... creo que va a haber guerra, y me parece que usted puede hacer poco más que yo para impedirlo. Quizás logre aplazarla un tiempo, cosa que desde luego queda fuera de mis posibilidades. Pero aún así, no daría un comino por la extensión de la vida de la próxima generación.

—Está usted hablando de Corlant, ya lo sabe.

—Estoy hablando de mi hija —contestó Ni, sin acalorarse—, y de su hijo, y de toda la población de este planeta. El descubrimiento de Rathe llegó demasiado pronto o demasiado tarde, Aidregh. En bien de la supervivencia, quizá debiéramos haberlo descubierto anteriormente, en algún momento de la prehistoria, para acostumbrarnos ahora a su presencia, o dentro de varios siglos, cuando... y le digo esto con mis dudas... cuando fuéramos más racionales.

—Usted me parece bastante racional —dijo Aidregh, sombrío.

—Eso no significa nada. Hay una gran cantidad de hombres racionales en Thrennen, y también en Noone; de otro modo no hubiéramos podido efectuar la alianza, por muy vacilante que parezca ser. Pero el sentimiento popular es lo que decidirá al fin y al cabo... y usted ya sabe lo que es eso.

La vieja, viejísima depresión comenzó a inundar con plena fuerza a Aidregh. Lo sabía. Él mismo creyó en la débil red de ese superticioso error allá en cubierta, cuando contemplaba cómo la sombra Aliento era destruida por la cosa que colgaba del cielo.

—Sí... Piensan que Rathe no tiene por qué estar allá arriba, en su firmamento —dijo—. Y nada significa para ellos que menos de un uno por ciento de la población haya visto jamás a Rathe. O el que toda esta extensión de océano pueda igualmente no estar aquí en absoluto, porque ninguna de las dos cosas ofrecería ninguna diferencia en su forma de vivir.

—Puesto que no es bueno ni útil para ellos, están decididos a considerarlo malo —dijo Ni—. Así van las cosas. Poco más o menos nos encontramos en una época científica, Aidregh; pero se necesita una situación como ésta para revelar cuan pocas personas viven en la actualidad con sus cerebros, al igual que con sus cuerpos.

»¿Sabe usted? En tiempos de Clian, el porcentaje de personas que creían en la astrología era más pequeño de lo que es ahora. Nueve de cada diez de mis pacientes no saldrán a la calle cuando Rathe se oculta tras la constelación de su signo del zodíaco, o se alinea con alguno de los planetas exteriores en alguna estupida configuración. Y la mayor parte del tiempo, el astrólogo al que ellos consultan no les da ni una sola cifra exacta en absoluto; él sabe que no serán capaces de comprobar la actual posición de Rathe en ese momento. Sabe que ni siquiera la comprobarían aunque el planeta estuviera sobre sus cabezas; no digamos en otros confines del mundo, que es donde se encuentra de manera permanente.

Aidregh no contestó. ¡Nueve de cada diez! Y la mayor parte de los pacientes de Ni eran de alta categoría, pertenecientes a las jerarquías civiles del gobierno. Claro que la cifra era probablemente exagerada, pero aún así...

—Le diré una tontería —añadió Ni, en tono conversacional—. Sabe usted que el año pasado se descubrió el nuevo planeta... el quinto, si contamos nuestro par como uno... ese colosal gigante gaseoso, olvidé su nombre. Bueno, los astrólogos han decidido que controla las líneas del monorriel. Y de nada sirve preguntarles qué controlaba antes de que hubiesen líneas de monorriel; es como si no existiera antes de descubrirse. Y sin embargo, esa cosa tiene ciento ochenta mil kilómetros de diámetro y una de sus lunas es tan grande como el planeta Nesmet... ¡el llamado Planeta de la Guerra! Espere a que esos chicos se pongan a trabajar en el satélite; entonces veremos algunas racionalizaciones de campeonato. ¡Puede resultar que ha estado influenciando las radios populares todo este tiempo!

El planeta del que Ni hablaba era Herak, claro. Estaba a trece mil sescientos millones de kilómetros del sol blanco, tenía catorce satélites según los últimos informes, poseía un período orbital de doscientos sesenta y cinco años... Las cifras cayeron en su lugar automáticamente. Ser Primer Ministro en estos días requería un conocimiento extenso de la astronomía descriptiva; un conocimiento que tenía que mantenerse oculto del público, porque podía conducir a la gente a pensar que el vuelo espacial a los otros planetas estaba más próximo de lo que se les había inducido a creer, y hacerles preguntarse qué planeta iba a ser visitado... y eso quizá condujera a la conclusión de que naturalmente sería el más próximo, excepto Rathe; y también conducirles a suponer que había una expedición sobre Nesmet ahora mismo, y tarde o temprano el discurso volvería a Rathe, fuese como fuese...

Y en aquel momento la expedición a Nesmet llevaba retraso, lo que significaba que pasarían ochenta y un días antes de que ese planeta estuviera en posición tal que permitiera el despegue para el regreso a la patria. Oficialmente, el primer vuelo espacial tripulado estaba sólo a punto de efectuarse. El público sabía solamente que un satélite orbital había sido colocado en el espacio con éxito seis años antes, con el ostensible propósito de servir de estación retransmisora de televisión. Inmediatamente los aficionados informados llegaron a la conclusión de que tal estación no era necesaria, dada las breves distancias en las que tenía que operar la televisión sobre los continentes isleños; asumieron entonces —con toda corrección— que el satélite estaba allí para comunicarse con Rathe. Hubo una isla que se lo tomó muy a pecho; el rumor se acalló solamente cuando desde el Gobierno se reveló que la estación estaba también vigilando a Rathe, en una acción continuada de exploración y centinela.

Desde que esa serie de deducciones dieron en el clavo, no se dijo más palabra acerca del vuelo espacial, excepto que «se efectuaban progresos» en ese orden. Los acontecimientos subsiguientes habían incluso asustado más, debido a sus posibilidades de ser usados por el sensacionalismo. Hubo, por ejemplo, el proyectil no tripulado que se supuso orbitaba en torno a Rathe, tomaba fotos y volvía de nuevo a la patria. Margent informó, con toda educación, que los de Rathe lo habían derribado. Además añadió, con tonos moderados, que cualquiera que se aproximara a Rathe de aquí en adelante tenía ese aviso por anticipado, y que no se le permitiría volver a la patria antes de aterrizar en un lugar designado en Rathe, para sufrir una cuidadosa inspección.

En resumen: aunque Margent no lo dijo así, los de Rathe sabían que el terreno del lado opuesto de su planeta había sido siempre invisible a su astro hermano, y pensaban proteger esa invisibilidad durante una temporada más. Poco después el mundo patrio de Aidregh tuvo un visitante similar, y se le envió de vuelta con un mensaje igualmente similar.

Los intentos por ambas partes de enviar proyectiles fuera del rango de la detección —o por lo menos de la factible acción antiaérea— aparentemente habían llegado a idénticos malos finales; por lo menos, Aidregh sabía que no había fotografías del hemisferio lejano de Rathe en sus archivos. Las fotografías que pudiera haber en los archivos de Margent sólo podían deducirse, pero Aidregh estaba razonablemente seguro de que si existía alguna, sería de muy mala calidad. El clima en su húmedo mundo no era tan cooperativo con las cámaras como el aire claro del desértico Rathe.

Si sólo la expedición a Nesmet no hubiera sido obligada a mantener el silencio de radio...

Alzó la vista, con un severo salto de embarazo. El doctor Ni había reanudado la lectura de su libro, pero lo volvió a dejar ante el movimiento de Aidregh.

—Espero algo brillante en respuesta, después de todos esos pensamientos —dijo.

—Lo siento, Ni. Me distraje. Ni siquiera recuerdo lo último que dijo usted. En estos días no soy muy buen compañero, me temo.

—No me importa permanecer en silencio mientras piensa un hombre. Pero usted necesita ejercitarse en pensar en otras cosas. Se preocupa usted demasiado, hasta la histeria. No lo niegue: soy médico, veo los signos. ¿Tiene usted alguna afición, Aidregh?

—¿Aficiones? No, creo que Aidresne es casi la única afición que yo...

—No, no —dijo el doctor Ni, frunciendo el ceño—. No es usted un hombre que descanse en el seno de la familia. Aidresne es un buen muchacho, pero me refiero a algún interés que no le preocupe a usted. ¿Le gusta la música?

—Me temo que tengo muy mal oído.

—Hum. Sabe, desearía que nuestras escuelas reconocieran que es un defecto físico, tan grave como ser cojo, y ofrecieran una enseñanza compensadora; pero no lo hacen, así que ahí queda la cosa. ¿Qué hay de la lectura? ¿Le gusta esto? —agitó las «Baladas Medaníes».

—No tengo mucho tiempo para leer. Claro que en el colegio, yo...

—Oh, el colegio. La poesía es para los adultos, no para los niños. Mire, escuche esto.

Ojeó el volumen durante un breve instante, y luego leyó:

Esperanza de poesía, el corazón que mira cerca

Siente su miopía aliviada por unos cristales de fuego;

Las heridas sangran y la fatalidad se lamenta,

Sollozando, esto no pasa.

Sollozar es amargo, pero la tragedia en las lágrimas

Yace tensa y salada en un pecho reseco.

El pasado es arena. Junto al reloj

Incluso el corazón es débil.

En silencio, las dudas del dolor se vacían,

Enmarcadas en una conversación con los suspiros sonrientes.

No hay lluvia excepto la lluvia,

Ni mejor eje que el del paraguas de los años.

—Es... interesante —dijo Aidregh, con tono dudoso—. No estoy muy seguro de haberlo comprendido. Ahí dice... que esto también pasará, ¿no es verdad?

—Sí, pero aún hay algo más. Dice el poeta que perder incluso el impacto inmediato de una pena es perder algo valioso... una pérdida tan grave, como olvidar la viveza de una alegría. Los meganíes eran personas muy sabias. Fue Thrennen quien los barrió del mapa, ¿verdad?

—Creo que sí.

Un breve fantasma cruzó la frente de Aidregh: el fantasma de su esposa, muerta antes de oír el primer grito de Aidresne. Ni, que fue su médico de cabecera, había dicho que la muerte en la infancia no era previsible, ni siquiera ahora. El matrimonio, tardío para Aidregh, había sido una unión política; pero él aprendió a amar a la silenciosa muchacha de Noone.

En el instante del paso de la sombra, Rathe pareció perder toda importancia. Luego la sombra se fue. Se sacudió, como para despertar.

—Creo que eso no es para mí, Ni. Es algo deprimente. Ya tengo bastantes cosas que me deprimen ahora.

—Pero ninguna es suya, amigo mío. Usted necesita algo que le recuerde a sí mismo de vez en cuando, las cosas que son importantes para usted como persona. Se está matando en el nombre de un juego de abstracciones.

—Bueno —dijo Aidregh, levantándose—, para eso me pagan.