Dos crímenes perfectos

Alberto Vital

¿Que cómo fue aquello? Preferiría no acordarme. Los dos eran muy buenos amigos míos. ¿Por qué tuve que quedar precisamente yo entre ellos y además como investigador y…? Bueno. ¿De veras tiene ganas de oír la historia? ¿Y contada por mí? Qué bueno que en este sitio se permite fumar.

Todo empezó cuando a él y a su equipo les rescindieron el contrato. ¿Se acuerda? Fue un escándalo. La prensa le hizo eco. Él y su equipo llevaban años doblando los capítulos de aquella serie famosa que se llamaba…, bueno, nunca me voy a acordar del nombre. No me voy a acordar ni del nombre de la serie ni del nombre del actor. Y los corrieron. Así. De plano. Competencia entre colegas. Lucha sin piedad en un gremio que de pronto se saturó y se desbordó.

Y a él además lo insultaron, lo humillaron, lo bañaron. Y en eso se le quedó la voz del actor al que doblaba. Sí, como lo oye. Yo digo que fue tanto el esfuerzo, tanta la presión, fueron tantas el ansia y la responsabilidad…

La cosa está en que las radiografías mostraron una especie de contractura que según esto iba de los bronquios a la bóveda palatina. Y allí se quedó: la voz del actor principal, voz que no le iba para nada al cuerpo de mi amigo, para nada.

Desde entonces él habló más bajo, casi inaudible, porque sólo así la gente no se daba cuenta. Y es que si hablaba alto, ¡no!, ¿para qué le cuento? ¡No! Si hablaba alto, la gente se volteaba a verlo y luego uno sentía recorrer por el ambiente una ráfaga de decepción al reconocer que alguien con un cuerpo tan distinto al del actor era el que estaba allí, dueño de aquella voz tan caudalosa, tan tranquilizante, tan dura, voz de roca. Y a él claro que le afectó. Hizo todo tipo de pruebas. De ejercicios. De maniobras. Aprovechó su grabadorcita de muy buena calidad para registrar y escuchar hasta los mínimos cambios en su voz a lo largo y ancho del día; era esa misma grabadorcita que ya de por sí él siempre traía como parte de su profesión, para ir grabando voces y luego analizarlas y recrearlas.

Tan tensas fueron aquellas semanas del pleito legal y del escándalo y luego de la enfermedad que él no se dio cuenta de que ella, quiero decir, Talía, su mujer, empezó de repente a ir y a venir, a arreglarse, a ponerle pretextos, a devolverse corriendo a la casa para recoger del cajón del buró algún papelito comprometedor que luego se llevaba muy apretado en el puño mientras dejaba una segunda cauda de la enroscada estela invisible de su perfume de azafrán y sándalo.

Él seguía amándola. Y más ahora. ¿Quién se divorcia cuando acaba de perder su trabajo? Yo siempre he dicho que el amor es invento de mujeres y que el hombre necesita años para educarse en él, algo que la mujer no necesita. Bueno. Esteban se tomó la molestia de contradecirme con sus actos. Esteban amaba a Talía. Talía ya no amaba a Esteban.

Y estaba el otro hombre. Un individuo que no la merecía, créame. No merecía esas tardes húmedas de ella, rápidas y eternas. No merecía la docilidad de unas piernas aromadas cuando él las separaba como quien abre las puertas oblicuas de un sótano, de una cava, de una cueva repleta de tesoros. No merecía los susurros con los ojos entreabiertos, ni mucho menos los gritos con las pupilas saltadas y menos todavía las uñas clavándosele en la espalda como zarpas repentinas.

Ella quiso divorciarse de Esteban, eso me consta. Pero el otro no la hizo fuerte. Ella un día le habló por teléfono a Esteban. Ya lo odiaba. Lo detestaba como se detesta el último muro antes del jardín de las delicias. El bueno de Esteban… Ella habría sido capaz de matarlo, a él, a aquel que más la amaba, a aquel que hasta la habría perdonado si ella le hubiera concedido la oportunidad de… Bueno. Esto ya es pura especulación. Uno no sabe. Uno por qué iba a saber, después de todo.

El cigarro, cuando se cuentan estas cosas, como que sabe diferente, ¿no cree usted? Sabe más a noche, a complicidad, a tregua. En fin. Sí, que curioso, sí, mis brazos son muy flexibles. Desde niño era capaz de hacer esto. Bueno. Usted disculpe, usted sabrá disculparme el desfiguro. Le digo. Le decía. Le estaba diciendo que ella le habló a su esposo por teléfono una tarde. Había quedado de llamarle a su celular. Él se lo había pedido, aunque fuera manejando; se lo había pedido casi como una candorosa estrategia (así lo pensó ella, así lo sospechó) para cerciorarse de que estaba sola mientras él andaba en la carretera, lejos de la casa, de aquella casona solitaria en una de esas zonas donde los vecinos nunca se enteran de nada y donde difícilmente pueden ser solidarios con la desgracia de un desconocido, víctima de una mala obra.

Sólo que ella no traía batería en su celular. Tuvo que bajarse y marcarle desde un teléfono público. Y no desde el primero que encontró, porque no daba línea. Ni desde el segundo, porque alguien le había arrancado los cables. Ni desde el tercero, porque oyó la voz de Esteban, pero él no oyó la de ella y sólo repitió “quién” con esa voz ajena cada vez más insoportable, cada vez más enojosa.

Desde el cuarto teléfono por fin habló. Y qué lejos estaba de la casa y en qué barrio tan hostil y qué molesta se sentía.

Él por fin identificó que era ella, al otro lado del hilo. Pero a los pocos segundos fue cuando se oyó un grito, un chirrido, una explosión, el inconfundible golpe crispado de un choque. Y nada. Después nada. Nada. Ella regresó a la casona, sobrecogida. ¿Adónde habría sido capaz de ir, si no alcanzó a preguntarle por dónde andaba? Bueno. De hecho, no pensaba preguntarle por dónde andaba. Sólo pensaba cumplir su promesa y ya. En la casona y con el celular prendido y cargándose esperaría que alguien se comunicara. ¿Y la policía? Llamar a la policía hubiera sido reconocer que el orden de la vida se había roto más allá de lo que ella estaba en condiciones de soportar. Aparte, ya que lo pensaba, acababa de cometer el crimen perfecto. Sí. Era una mujer y acababa de cometer el crimen perfecto: un teléfono público, un barrio hostil, un accidente espantoso. Esperó la llamada.

Llegó una. Una señorita preguntó si la podía comunicar con la señora Talía Stock. Soy yo, dijo. Le tembló la voz. No le temblaba así desde la vez en el coche en que, solos los dos una tarde con lluvia, se dio cuenta de que el hombre, esto es, el otro, la deseaba tanto como ella lo deseaba a él.

- No cuelgue, por favor. La voy a comunicar con el…

“No cuelgue, por favor.” No pensaba colgar. ¿Por qué iba a colgar? Y menos en ese momento y ante esa llamada que se sentía tan seria y tan oficial. Y sí. El tipo aquel le preguntó si conocía al señor Esteban P. Y le preguntó si estaba sola y si no estaba un familiar con ella y si se sentía bien y si estaba en condiciones de pasar a la delegación para… Y aquí, justo aquí, se cortó. Talía esperó. Esperó. Por fin llamó a aquel que la incitaba y la calmaba: el hombre se acercó a la casona de ella, de ellos. La abrazó. La reconfortó. Le sugirió que esperaran. La besó. La sedujo. Sí, la cautivó y luego ella se sintió forzada. No pudo contenerlo, no pudo contenerse: aquel chasquido del cinturón de él, que tanto le gustaba; aquella manera de quitarse el cinturón como si fuera a darle con un látigo; aquel olor suave y fuerte; aquel… Luego lo corrió. Le pidió que se fuera. Algo de la

Luego lo fiereza del hombre, de la indiferencia, del ansia de superioridad había penetrado en ella, y ya no lo necesitaba. A medianoche todo estaba como muerto. Ella se había quedado en la sala. Las luces naturales se habían ido, y no prendió ninguna. Tampoco se puso un suéter. No lo merecía. O no lo quería.

¿Un tequilita? ¿Por qué no? Ya va siendo la hora de comer. ¿Una botanita? Viendo pasar la gente, la conversa se hace más fácil, ¿no cree? Como que la gente inspira. Y los labios al mojarse con algo fuerte como que se sueltan más; porque no se crea, es la primera vez que alguien me pide que cuente esta historia.

El oficial no volvió a comunicarse. Ni la señorita del “No cuelgue, por favor.” ¡Qué absurdo! “No cuelgue, por favor.” ¿Por qué iba a colgar? Pero qué importaba eso. Lo que importaba era que ella empezó a tener miedo. Miedo. Puro miedo. Pensó en salir. No, no pensó. La cabeza de repente oyó un toctoctoc. Y se asustó. No pensó. Se le fue al suelo la capacidad de pensar. Y en el suelo se evaporó.

¡Ahora sí! Una puerta. Un paso. Dos pasos. Y luego nada. Habría sido mejor que siguieran hasta ella. No. Sólo dos pasos. Y un olor. La historia de la humanidad sería muy distinta si las mujeres poseyeran la mitad del olfato que poseen. Pero no. Y Talía era olfativa entre las olfativas. Una presencia, más allá de lo inconfundible.

Un punzón le atravesó la víscera cardiaca. Un estilete le rascó el pecho y lo quemó. Era el miedo. Seguía siendo el miedo. Se levantó y bajó. Eso sí. Allí conoció que: ante el miedo brutal, la valentía no menos brutal, juntando todas las fuerzas que queden.

No vio nada. Al día siguiente buscó en los perió-dicos. Nada. Al tercer día, un choque en una carretera de la frontera reportaba el saldo de un coche carbonizado al fondo de una barranca. La identificación no sería fácil. Llamó para preguntar. Quedaron de avisarle.

El amor y el miedo, el placer y la necesidad de cobijo, el éxtasis y el límite. El límite desbordado, ya que no del lado de la muerte, entonces del lado de la vida. Y el morbo, ¿por qué negarlo?, un cierto morbo como tenue sal en la piel, como polvo que provocaba delirios y olvidos extremos, mientras duraban. Todo eso en dos días. A la tercera noche otra vez los pasos.

Entonces le confesó al hombre entre las sábanas la causa de su terror. Le ordenó que buscara, si quería volver a verla.

El hombre se preguntó: ¿dónde? Casi estuvo dispuesto a renunciar a Talía, aunque el recuerdo de sus besos le había creado un segundo cuerpo, y era ese cuerpo el que ahora lo guiaba, le mandaba.

Salió de la casona. Vagó. Por la noche escuchó que un adulto y una niña discutían dentro de un baño de hombres. Su primer impulso fue entrar. Después no. Esperó. Sólo que la discusión subió de tono. Entonces empujó la puerta. No había nadie. Quiero decir, había un tipo. De la niña, nada. En ese preciso instante resolvió el caso.

Le habló a Talía: sal de inmediato de la casa. Nos vemos en… Y mencionó el café más cercano, el lugar público más seguro.

Cuando se encontraron, le contó la historia del tipo en el baño y de la niña invisible. Allí estaba la clave. Talía no entendió.

¿No entiendes? Esteban está en tu casa.

La tuvo que tomar de los hombros y luego pasarle varias veces la palma de la mano experta por el pelo abundante y terso de la nuca. Aun así, insistió, corroboró:

- Esteban está en tu casa. Lo entendí al oír a aquel tipo solitario del baño de hombres que tiene que imitar la voz de una niña inexistente. El tipo debe ser otro de los muchos dobladores de voz que ahora andan sueltos y desempleados. No me importó el motivo de la imitación. Me importó la imitación. Fue Esteban el que imitó la voz de la secretaria y la del oficial que te habló. Las contracturas pasan. Obedecen a varios factores, uno de ellos la tensión extrema. Y pasan. ¿Cómo no se me ocurrió antes? Un estudiante de primero de Medicina lo habría adivinado, y yo no lo adiviné. Esteban lo sabe todo. Quiere matarte de terror.

¿Y lo que oí en el teléfono? ¿El choque? El ruido fue espantoso. Sigo oyéndolo.

- La grabadora. La usa en todas partes. La lleva a todas partes. Pudo grabar cualquier choque sin querer mientras buscaba grabar otras voces, o grabarlo a propósito hasta de la televisión, ya con el plan en la cabeza. Te pidió que le llamaras, ¿no? Lo tramó bien. Después de todo, se ha pasado la vida doblando ficciones. Algo ha aprendido. Nadie habría preguntado qué hizo en estos días. A nadie le habría extrañado un infarto masivo en una mujer tan activa como tú. Habría sido el crimen perfecto.

¿Otro tequilita? ¿Por qué no? Y un cigarrito. Bueno. Ah. Esta comezón que no me deja, usted disculpará, usted sabrá disculparme el desfiguro. Ah. Ya está. Ahora sí. Lo tengo impresionado con la flexibilidad de mi brazo, ¿verdad? Desde niño era capaz de rascarme el omóplato izquierdo con la mano izquierda. Tengo toda la espalda descosida. ¿A usted también le duele? Pero no la debe tener roja y rayada como yo, ¿o sí? Bueno. Cómo no, claro que sí, con mucho gusto se la reviso uno de estos días. No, no se preocupe, ¡faltaba más! Para eso son los amigos.