Antes de la ascensión del primarca, antes de su captura, la nave había llevado un nombre diferente. En aquellos días más inocentes, navegaba como la Resolución de Adamantina, la nave insignia de la Legión de los Perros de la Guerra.
Pero los tiempos cambian. Ahora la XII Legión eran los Devoradores de Mundos y su nave insignia llevaba el nombre de Conquistador.
Apenas se parecía a la nave que había sido antaño. Surcada por brutales placas de blindaje y erizada por incontables baterías de armas, el Conquistador se había convertido en un hosco bastión más allá de cualquier otra nave de guerra en el espacio imperial.
A la vanguardia de una inmensa flota de batalla, colgaba en el espacio con sus motores apagados y fila tras fila de baterías de armas apuntando a una nave de guerra dorada que dirigía a la flota oponente.
La nave enemiga nunca había cambiado su nombre. Más allá de la profanación de las águilas imperiales que antaño alineaban sus almenas espinales, permanecía inalterada excepto por las cicatrices de la batalla ganadas en nombre de la rebelión. Era la nave insignia de la XVII Legión y a lo largo de su proa, grabado en alto gótico, estaba su nombre: Fidelitas Lex.
Los Portadores de la Palabra y los Devoradores de Mundos estaban al borde de la guerra. Cientos de naves, suspendidas en el frío del vacío, cada bando esperando la orden de disparar primero.
En el puente del Conquistador, trescientas almas estaban fijas en sus tareas. Sólo se oía el monótono murmullo de los servidores trabajando y el ruido omnipresente del motor de la nave.
La mayoría de las almas, humanas y post-humanas por igual, sintió una mezcla de emociones. En algunos, el miedo mezclado con un entusiasmo culpable, mientras que en otros, la anticipación se convirtió en una descarga de sensación que no estaba lejos de la ira. Cada par de ojos permanecía fijo en la pantalla de observación del óculo, dando fe de la flota que se encontraba más allá.
Una figura destacaba por encima de todas las demás. Acorazado en capas de ceramita de oro y bronce, observaba el óculo con los ojos entrecerrados. Donde otros mostraban una sonrisa, él tenía un corte de tejido cicatrizal y dientes quebrados. Como todos sus hermanos, se parecía a su padre como una estatua se parece al hombre al que pretende honrar. Sin embargo, esta estatua estaba viciada por grietas y manchas, una contracción de los músculos que rodean su ojo, un barranco lleno de cicatrices que recorre a lo largo de su cráneo rapado.
Extendió una mano enguantada para rascarse la parte posterior de la cabeza, donde una vieja herida nunca se desvanecería del todo. Al fin, tomó aliento para hablar con la voz de un hombre distraído por el dolor.
—Podríamos abrir fuego. Podríamos dejar la mitad de sus naves convertidas en fríos cascarones y Horus seguiría sin enterarse.
A su espalda, sentada sobre un trono elevado, la capitana Lotara Sarrin se aclaró la garganta.
El escultural guerrero no se giró para mirarla.
—Uhnnh. ¿Tiene algo que decir capitana?
Lotara tragó antes de hablar.
—Mi señor…
—No soy el señor de nadie. ¿Cuántas veces tender que decirlo? —Se limpió los inicios de una hemorragia nasal con el dorso de su mano—. Di lo que tengas que decir.
—Angron —dijo ella escogiendo cuidadosamente sus palabras—. No podemos seguir con esto, tenemos que retirarnos.
Ahora el primarca se giró. Un temblor estremeció los dedos de su mano izquierda. Tal vez una necesidad reprimida de alcanzar un arma, tal vez nada más que los fallos de sinapsis en el núcleo de un cerebro maltratado.
—Dime por qué capitana.
Los ojos de la capitana oscilaron hacia la izquierda. Varios de los guerreros de Angron permanecían de pie junto a su trono, sus cascos se volvieron a la pantalla, los mismos avatares de la fría indiferencia. Miró a uno de ellos en particular, implorándole que hablara.
—¿Khârn?
—No mires a Khârn para que argumente en tu nombre, chica. Te pido a ti que hables. —Las manos del primarca temblaban y sus manos se sacudían como serpientes con un espasmo.
—No podemos seguir con esto. Si atacamos a su flota, incluso si ganamos, estaremos inutilizados tras las líneas enemigas con una sombra de la fuerza que necesitamos para llevar a cabo las órdenes del Señor de la Guerra.
—Yo no forcé este enfrentamiento, capitana.
—Con el mayor de los respetos, señor. Sí lo hicisteis. Habéis forzado la paciencia de Lord Aureliano una y otra vez. Cuatro mundos han caído ante nosotros y cada uno fue un asalto declarado en contra de nuestras órdenes principales. Sabíais que finalmente reaccionaría. —Lotara hizo un gesto al óculo, hacia la flota enemiga, docenas de naves de guerra que habían sido aliadas sólo horas antes, navegaban cada vez más cerca—. Usted forzó este enfrentamiento y tanto la tripulación como la Legión os han obedecido. Ahora estamos al borde del precipicio y no debemos ir más allá. No podemos cruzar esa línea.
Angron se volvió hacia el óculo, sus cicatrizados labios se fruncieron en algo parecido a una sonrisa. No estaba ciego a la verdad de sus palabras, pero ahí residía el problema. No había esperado que su hermano reaccionase. Nunca hubiera imaginado que Lorgar repentinamente se envalentonase.
—Khârn —murmuró Lotara, volviéndose de nuevo hacia los capitanes reunidos—, haced algo.
El primarca escuchó el acercamiento de su palafrenero desde atrás. La voz de Khârn era más suave que la de muchos de sus hijos, de ningún modo era amable, pero sí suave, baja y comedida.
—Tiene razón, lo sabéis.
Tal informalidad sería un anatema dentro de las demás Legiones. Sin embargo, los Devoradores de Mundos no obedecían más tradiciones que las suyas.
—Puede que tenga razón —concedió el primarca—, pero percibo una oportunidad en el aire. Lorgar siempre ha sido el más débil de nosotros y sus Portadores de la Palabra no son mejores. Podemos erradicar a esta miserable Legión y a su iluso amo de la faz de la galaxia ahora mismo. Si me dices que esto no te atrae Khârn, te llamaré mentiroso.
Khârn se quitó el casco con un leve siseo de presión de aire. Teniendo en cuenta su vida hasta el momento, el hecho de que su rostro no tuviese cicatrices parecía algo milagroso.
—Lorgar ha cambiado y su Legión también. Han cambiado la ingenuidad por el fanatismo e incluso en inferioridad numérica nos harían sangrar.
—Nacimos para sangrar, Khârn.
—Tal vez, pero podemos elegir nuestras batallas. Hemos forzado nuestra suerte con los Portadores de la Palabra y estoy de acuerdo con Lotara. Debemos unirnos a la flota, dejar de atacar mundos por capricho y continuar navegando al Segmentum Ultima.
Angron exhaló lentamente.
—Pero podríamos matarle.
—Por supuesto que sí. Pero ¿ganarías una batalla y le harías perder la guerra a Horus? Eso no suena propio de vos.
El primarca sonrió. Fue algo lento y siniestro, una curvatura del corte donde sus labios habían estado una vez.
—Mis detractores dirían que suena exactamente a mi. —Mientras hablaba, apoyó las puntas de los dedos en sus sienes palpitantes. Sus dolores de cabeza nunca cesaban, pero siempre eran más feroces cuando su sangre corría caliente. Hoy, la sangre del primarca ardía.
Lotara ignoró a los guerreros mientras conversaban. Tenía otros asuntos de los que ocuparse, como los trescientos tripulantes del puente atrapados entre observar a Angron, esperando sus órdenes, u observar a la flota enemiga creciendo en la pantalla.
—El Fidelitas Lex nos está emparejando. Ha acelerado a velocidad de ataque y ha cruzado el alcance máximo de armas. Sus escudos de vacío están aún levantados y sus matrices de armas están preparadas. Su escuadrón de apoyo llegará al alcance máximo de armas en veintitrés segundos.
Angron resopló sangre en la cubierta.
—No retrocederemos.
—¡Seguimos adelante! —exclamó Lotara. Luego, más calmada—. Señor, tenéis que reconsiderar esto.
—Vigila tu lengua, humana. Preparad las garras ursus.
—Como deseéis —transmitió la orden y el grito fue recogido por el puente, de oficial a oficial, de servidor a servidor—. Las garras ursus estarán preparadas en cuatro minutos.
—Bien. Las necesitaremos.
—Transmisión hololítica procedente del Lex —exclamó Lotara—. Es Lord Aureliano.
El primarca se rio de nuevo con un bajo rugido.
—Ahora veamos que tiene que decir la serpiente.
La imagen hololítica apareció en el aire ante Angron, reflejando al señor de los Devoradores de Mundos con una parpadeante imagen de espejo. Donde Angron estaba roto, Lorgar era perfecto, donde un hermano gruñía una mueca, el otro ofrecía una sonrisa fría y feroz. Cuando Lorgar habló tras unos largos momentos, sólo tenía una pregunta que hacer.
—¿Por qué?
Angron contempló a la distorsionada y crepitante imagen de su hermano.
—Soy un guerrero, Lorgar. Los guerreros hacen la guerra.
La imagen tartamudeó cuando se afianzó la interferencia.
—La edad de los guerreros se ha acabado, hermano. Ahora necesitamos cruzados. Fe, devoción, disciplina…
Angron soltó una carcajada.
—Nunca he dejado de ganar una guerra a mi manera. Yo compro mis victorias con el filo de mi hacha y estoy contento con cómo me juzgará la historia.
La imagen de Lorgar sacudió su cabeza tatuada.
—El señor de la guerra nos ha enviado aquí por una razón.
—Te tomaría más en serio sin no te escondieses detrás de Horus.
—Muy bien. —El roce de la interferencia robó la voz de Lorgar por un momento—. Yo nos traje aquí y mi plan se encuentra al borde del fracaso porque no puedes controlar tu ira. Perderemos esta guerra, hermano. ¿Cómo no puedes verlo? Unidos, tomaremos el mundo del Trono. Horus gobernará como el nuevo Emperador. Pero divididos, fallaremos. Puede que ahora estés satisfecho, pero ¿lo estarás si perdemos? ¿Si la historia nos muestra como herejes y traidores? Ese es el destino que no espera si trituramos a nuestras legiones aquí en el vacío.
Lorgar vaciló, estudiando al otro primarca como si pudiera recoger alguna respuesta oculta.
—Angron. Por favor, no fuerces esta batalla como has forzado tantas otras.
Las manos de Angron empezaron a temblar de nuevo. Hizo crujir los nudillos, para mantener sus dedos ocupados. El dolor en la parte posterior de su cabeza se había convertido en una continua palpitación; un picor intratable dentro de su cerebro.
—Las garras ursus están preparadas —dijo suavemente la capitana Sarrin—. Preparados para…
Sus palabras se desvanecieron cuando sonaron las sirenas de cubierta.
Irrumpieron en el vacío en una tormenta silenciosa. No era la violencia de una llegada imperial, no había vórtices de luz aullando, ni buques de guerra almenados de hierro oscuro derramándose por las heridas desgarradas en la realidad. Estas embarcaciones resplandecían en la existencia, fusionadas con el fondo de estrellas distantes. Se antepusieron, atravesando por delante a velocidades imposibles, cada una era un elegante modelo de afilada majestuosidad.
El Lex y el Conquistador actuaron primero, cada uno reaccionando a la nueva amenaza a su manera. El Fidelitas Lex disminuyó su impulso lo suficiente para que su escuadrón de apoyo mantuviese el ritmo. Cuando los destructores y escoltas se colocaron en formación de ataque, el Lex les condujo directamente al enemigo.
El Conquistador se impulsó hacia delante, sin hacer caso del peligro de ir en solitario. Los puertos de cañones se sacudieron al abrirse y el casco del barco vibró con el concentrado aumento de la alimentación de sus baterías de armas.
Las naves alienígenas se abalanzaban y pasaban por delante de la nave de guerra imperial, sin siquiera molestarse en disparar. Los navíos más rápidos, negros contra la infinita oscuridad, agitaron el vacío alrededor del Conquistador sin efectuar una sola andanada. La nave insignia de los Devoradores de Mundos ya estaba desatando su furia, escupiendo cargas inútilmente y consignando municiones al vacío. Las cubiertas de armas se estremecían mientras disparaban sin impactar a nada.
Las naves alienígenas se desvanecieron a un lado mientras el fuego láser golpeaba el espacio entre las estrellas. Más y más de las afiladas naves de guerra se unieron a la formación de baile, cortando en torno al rodeado Conquistador.
Y entonces, con una precisión que nunca podría nacer de la tecnología imperial, abrieron fuego exactamente en el mismo momento, en el tiempo que necesita un corazón humano para dar un único latido.
Al estar cazando en solitario, la nave insignia de los Devoradores de Mundos iluminó la oscuridad cuando sus escudos de vacío se incendiaron. Los rayos azotaron las barreras de energía, formando colores violentos a través de su superficie abovedada y reflejando las llamas de nuevo contra los sombríos cascos de los incursores alienígenas.
Las sirenas aún sonaban en el estrategium. La cubierta se estremeció como si estuviera a merced de fuertes vientos.
Sarrin revisó las pantallas tácticas de la nave.
—Escudos aguantando —gritó.
Angron se limpió los labios, gruñendo a los dolorosos tics que contraían los músculos en el lado izquierdo de su cara. Cuando habló, su voz era un gruñido bajo y peligroso.
—Que alguien me diga por qué estamos vomitando todas nuestras municiones en el vacío sin alcanzar ni a una sola nave enemiga.
—Estamos disparando a ciegas. —La capitana parecía distraída, golpeando órdenes para los servidores en los teclados de su trono—. Los escudos del enemigo les permiten salirse fuera del blanco.
—¿A este alcance? ¡Esos bastardos eldar están encima de nosotros!
—El resto de la flota está casi lista para trabarse en combate en alcance máximo. El Lex está más cerca… estará con nosotros en menos de un minuto. —La capitana Sarrin perjuró cuando su cabeza golpeó contra la parte posterior de su trono—. Escudos aguantando —dijo de nuevo—. Aunque no por mucho tiempo —añadió en un susurro.
El primarca rugió mientras señalaba con su hacha a la pantalla del óculo. Uno de los incursores se estremeció más allá de la pantalla, mientras que el más lento Conquistador luchaba por girarse y mantenerlo a la vista.
—¡Suficiente! ¡Estoy cansado de disparar a fantasmas! ¡Disparad las garras ursus!
El Conquistador tembló de nuevo, aunque no por un asalto lloviendo sobre sus escudos. Desde las erizadas almenas y puertos blindados a lo largo del casco de la nave de guerra, una marea de lo que parecían lanzas estalló en el vacío. Cada lanza era del tamaño de una pequeña nave escolta por derecho propio y de la docena disparada, siete se clavaron en los cascos de las naves alienígenas. Una vez clavadas, las enormes lanzas se activaron, aferrándose al devastado interior de sus presas con fusión magnética.
Pero aunque eran eficaces contra los enemigos convencionales, las naves alienígenas estaban forjadas a partir de materiales sintéticos más allá del mero metal. Dos de las naves lograron escaparse, arrastrando sus carcasas arruinadas lejos de la nave de guerra imperial, con sus núcleos agujereados y abiertos al espacio.
Estos fueron los afortunados. Los cinco cruceros eldar aún empalados temblaron cuando fueron arrastrados fuera de rumbo, estancados en el vacío. Sus motores ardían en un calor silencioso, pero cada uno de ellos permanecía anclado en su lugar. Las lanzas que atravesaban sus cuerpos eran más que proyectiles, eran armas lanzadas para inutilizar. Eran arpones, disparados para reclamar su presa.
Con una maliciosa lentitud, el Conquistador reclamó sus lanzas.
Las lanzas comenzaron a regresar al navío que las había disparado, arrastradas de vuelta mediante enormes cadenas. Sólo los Devoradores de Mundos desplegarían algo tan bárbaro y primitivo a tal escala y sólo los Devoradores de Mundos convertirían un armamento tan tosco en algo tan eficaz.
Un eslabón tras otro, el Conquistador arrastró a las cinco naves más cerca, con sus enormes motores luchando contra su impulso estancado. Los otros incursores eldar se separaron, encontrando cada vez más difícil disparar a la nave de guerra imperial ahora que usaba a cinco de sus propios navíos como barreras para protegerse.
Una nave intento liberar a sus agitados hermanos, concentrando sus armas sobre las grandes cadenas que unían al Conquistador y a su presa. Pero sumergirse lo bastante cerca para disparar lo colocó dentro del alcance de las baterías láser de la nave de guerra y los brillantes escudos del incursor eldar colapsaron en un suspiro anémico. Un momento después, el propio buque se partió bajo la furia del Conquistador.
Angron observaba como sucedía todo esto con una sonrisa en la hendidura de sus labios.
—Soltad a los perros.
El casco del Conquistador escupió las cápsulas de desembarco, que cruzaron la corta distancia en un abrir y cerrar de ojos y arrojaron a los Devoradores de Mundos en las entrañas de las naves eldar empaladas.
—Retirad las garras ursus que no impactaron. ¿Khârn?
—Señor.
—Ven conmigo. Vamos a saludar a estos eldar.
Según estrangulaba al guerrero eldar, Angron reflexionó sobre una desagradable verdad: tal vez Lorgar tenía razón.
El guerrero dio una patada en el agarre del primarca, luchando contra la mano con la que Angron le envolvía la garganta. Un apretón del puño terminó toda la lucha, con el crujido húmedo y silencioso de vertebras rotas. Arrojó el cadáver a un lado, golpeando su cráneo abierto contra la pared inclinada.
La nave eldar le enfermaba. Su vista y olor eran un asalto a los sentidos. Tan pronto como se abrió camino desde la cápsula de abordaje, con el hacha sierra acelerando en la mano, la pura podredumbre alienígena del lugar causó dolor en su mente. El olor extrañamente estéril y picante se burlaba de la nariz. Los extraños ángulos de las paredes, el retorcido auge y caída de la cubierta, o los extraños colores que parecían formados a partir de un centenar de tonalidades de negro. Bajo todo esto se encontraba el empalagoso olor del miedo y el fuerte sabor a cobre del fluido sanguíneo que se escapa de la piel abierta. Incluso las naves alienígenas podían oler a sangre, cuando se rajaban sus estómagos para revelar lo que había dentro. Había pureza en el olor - pureza y propósito. Había nacido para esas cosas.
Las astillas de metal alienígena resonaban contra su armadura, desgarrando cicatrices frescas a lo largo de lo poco que quedaba de su piel expuesta. Pero ¿qué era una cicatriz, en realidad? Ni una evidencia de la derrota, ni una medalla de triunfo. Una cicatriz no era más que una marca para indicar que un guerrero se enfrentaba a sus enemigos en todo momento y que ni una sola vez mostraba su espalda.
Angron empujó a sus hombres a un lado mientras perseguía a los eldar en retirada. Su maleable armadura y sus enjutas extremidades tenían una gracia perversa cuando se movían, pero eran algo alienígena y repugnante. Se puede admirar la letalidad de una serpiente, pero uno no puede nunca engañarse encontrándola hermosa y mucho menos digna de emulación.
Su hacha cayó sin prestar atención, sin cuidado, y cada uno de sus golpes más leves mataba allí donde caía. Ahh, los clavos del carnicero amartillados en la parte posterior de la cabeza estaban ahora zumbando. Sus músculos ardían y su cerebro hervía con ellos. Lo único que importaba era mantener esa sensación, enrojecida por la exquisita justificación de la honesta rabia. Esto era lo que significaba estar vivo. La humanidad era una especie colérica y la ira justificaba todos sus pecados.
Nada era tan honesto como la rabia: a lo largo de la historia de la humanidad, ¿qué liberación de las emociones había sido jamás más digna y verdadera que la ira sin reservas? Un padre al enfrentarse al asesino de su hijo. Un agricultor al defender a su familia contra los invasores. El guerrero que venga la muerte de sus hermanos. En la ira, todo estaba justificado. Era el más alto estado de sensibilidad. Con la rabia llegó la justificación y con ella llegó la paz.
Angron cargo a través de otra andanada de disparos cristalinos. La sangre bañaba su cuello mientras sentía los punzantes impactos contra su cabeza. Un repentino y agudo frío nervioso le hizo preguntarse, sólo por la sombra de un momento, si su rostro estaba destrozado y abierto hasta el hueso. No importaba. Había ocurrido antes. Ocurriría de nuevo.
Cargó hacia adelante, gritando sin darse cuenta, sin escuchar ni sentir nada más allá del zumbido asquerosamente agradable de los clavos del carnicero en su cerebro.
La rabio trajo la claridad. Por fin, con las puntas enterradas en la carne de su mente, finalmente escupió sus efluvios más irascibles y Angron se dejó llevar, para soñar, para recordar.
Serenidad. Nunca paz, no, eso jamás.
Pero serenidad en la rabia, como la calma en el corazón de una tormenta.
Tres meses antes, cuando empezaron esta Cruzada de la Sombra, Lorgar le había preguntado por qué mutilaba a su propia Legión. Los clavos del carnicero, por supuesto. Se refería a los clavos del carnicero.
—¿Sabes lo que esas cosas te hacen? ¿Sabes lo que realmente le hacen a tus hombres? —le había preguntado Lorgar.
Angron había asentido. Lo sabía mejor que nadie.
—Me dejan soñar —admitió. Fue uno de los escasos momentos en su vida en los que se arriesgó a admitir tal cosa. Todavía no estaba seguro de por qué lo había dicho—. Hacen difícil sentir cualquier cosa excepto la más feroz rectitud. —Un dolor de cabeza latía detrás de sus ojos, golpeándole todo hasta la columna vertebral. No estaba en el estado de ánimo adecuado para tener una charla así, pero Horus les había enviado al Segmentum Ultima para trabajar juntos. En esta etapa, tan al principio de su viaje, las grietas de la tensión aún tenían que mostrarse.
Lorgar sonrió tristemente y negó con la cabeza.
—Tus clavos del carnicero no se hicieron para la mente de un primarca, hermano. Te roban las curativas horas de sueño y no dejan que tu cerebro procese los sucesos del día. También cauterizan tus emociones, alimentando todo de nuevo en tus viles impulsos. Para matar. Para luchar. Para masacrar. Eso es todo lo que te da placer, ¿no es así? Estos implantes, toscos como son, han reconfigurado la cartografía de tu mente.
—No lo entiendes. —Quizás hacían todas esas cosas, pero también traían una paz enloquecedora que debe ser perseguida y la pureza de la furia absoluta—. No son simplemente una maldición, aunque así pueda parecértelo.
—Entonces ilumíname. Ayúdame a entender.
—Quieres quitármelos. Sé que quieres. —Moriría antes de permitir eso. A cambio del dolor, a cambio de los tirones, tics, espasmos y dolores en sus sangrientos huesos, los clavos del carnicero traían claridad y propósito. Nunca sacrificaría eso. No era tan débil ni siquiera para sentir la tentación.
—Hermano. —Lorgar pareció desanimado entonces, con sus ojos fríos por la preocupación—. No se pueden quitar, no sin matarte. No tengo intención de intentarlo. Si nos es posible morir, lo harás con esas malditas cosas aún dentro de tu cráneo.
—Sabes que podemos morir. Ferrus está muerto.
Lorgar apartó la mirada, como si mirase fijamente a través de la pared de la cámara de metal.
—Siempre me olvido de eso. Los acontecimientos están avanzando tan rápidamente, ¿no?
—Uhnnh. Si tú lo dices.
—Por tanto, ¿por qué infliges esto a tu Legión? Contéstame a eso al menos. ¿Por qué ordenas a tus tecnomarines que amartillen estos clavos del carnicero en la cabeza de cada guerrero a tu servicio?
Angron no dio su respuesta de inmediato. No le debía respuestas a Lorgar. Pero un pensamiento afloró lentamente en su mente: la idea de que si alguno de sus hermanos podía entenderlo, podría ser Lorgar. Después de todo, el señor de la XVII Legión había infligido castigos a sus propios hijos predilectos. Incluso ahora, los Portadores de la Palabra de los Gal Vorbak eran seres quebrados, existiendo con demonios atrapados en sus corazones.
—Es todo lo que conozco —admitió al fin—. Y es algo que nunca me ha fallado. Así es como gano mis guerras, Lorgar. Tú has hecho cosas parecidas para ganar las tuyas.
—Eso es cierto.
A partir de ahí, la memoria crecía nebulosa e indistinta. La degeneración siguió en el transcurso de semanas, cuando las dos legiones sufrieron el aumento de la tensión de sus amos. Cuarenta mil guerreros en el carmesí de los Portadores de la Palabra y setenta mil en el blanco de los Devoradores de Mundos, llenando las cubiertas y bodegas de una gran flotilla.
En un principio, los enfrentamientos entre la ideología de las legiones se había manifestado de formas manejables. Los guerreros Portadores de la Palabra habían sido honrados al ser invitados a las peleas en los fosos de gladiadores de la XII Legión y a los Devoradores de Mundos se les había ofrecido la entrada a las cámaras de entrenamiento de la XVII Legión. Fue sólo cuando el descontento de los primarcas se filtró a sus guerreros, cuando surgieron las divisiones.
La primera ruptura en la alianza se produjo en el mundo de Turem, un planeta leal a la distante Terra. La flota unificada sólo había salido de la disformidad para reabastecerse, repostar y penetrar más profundamente en territorio enemigo. Las legiones habían desechado la patética excusa de las defensas planetarias sin ningún esfuerzo en absoluto y saquearon las refinerías del mundo para tomar todo lo que necesitaban.
En el plazo de una semana, los Portadores de la Palabra estaban preparados para continuar. Las ciudades principales fueron sometidas al fuego purificador y todos los iconos que veneraban al Imperio fueron aplastados bajo botas de ceramita.
Pero los Devoradores de Mundos no habían acabado. Lo que siguió fueron largos días y noches de derramamiento de sangre y carnicería, cuando la XII Legión, dirigida por su primarca, persiguió a los miserables restos de la población a través del globo.
El desacuerdo inicial de Lorgar desembocó en disgusto y luego se convirtió en una fría rabia por lo que estaba descubriendo ahora. Angron no podía ser convocado, ni siquiera contactado, mientras asolaba la escasa vida que quedaba en el planeta.
Cuando los últimos Devoradores de Mundos regresaron a sus naves, la flotilla llevaba diez días de retraso y quedaba por detrás de sus estimaciones específicas.
Luego vino Garalon Prime. El primer mundo del sistema Garalon, que rotaba alrededor de su sol a la distancia ideal no sólo para permitir la vida humana, sino para permitirla florecer. Una extraña joya, un edén mitológico, Garalon Prime se alzaba como un hito del acatamiento imperial, proporcionando enormes cantidades de hombres y mujeres para los muy gloriosos regimientos del ejército imperial.
Después de aniquilar a las modestas defensas orbitales, Lorgar ordenó que una parte de la población fuese esclavizada y el mundo quemado. Juró dejar Garalon Prime como nada más que un cascarón ennegrecido, con la tripulación esclava y los contingentes de servidores de su nave aumentados con carne fresca.
Pero una vez más, los deseos de los primarcas divergieron. Angron llevó los Devoradores de Mundos a la superficie, saqueando las ciudades y destruyendo toda esperanza de un asalto cohesionado. Como siempre, su preferencia corría a lo largo de las líneas más sangrientas. No tenía ningún deseo de dejar un planeta de cenizas carbonizadas como un ejemplo para el Imperio. Dejaría un mundo tumba, un planeta de ciudades silenciosas y un billón de huesos blanqueándose al sol.
Y así continuó. Mundo tras mundo, separando a los hermanos por el deseo y la ideología, llevando a dos de las legiones traidoras cerca de una guerra civil. Cuando Angron ordenó a su flota salir de la disformidad para atacar a un quinto mundo, los primarcas llegaron finalmente al borde de la violencia.
—Si buscas detenerme, Lorgar, tú y tu miserable Legión moriréis primero.
—Así será, hermano. No dispararemos la primera andanada, pero no te permitiremos superarnos y desperdiciar vidas y recursos en una indigna carnicería.
—No es indigna. Son el enemigo.
—Pero no el verdadero enemigo.
—Todos los enemigos son verdaderos, Lorgar.
Era extraño cómo Angron recordaba esas palabras con tanta claridad mordaz, pero no así la mirada en el rostro de su hermano. Sólo habían pasado unas horas y sin embargo, se sentía tan intangible ahora como un sueño de infancia.
—Señor.
La voz le llegó desde muy lejos, débil por la euforia cobriza de la ira absoluta. Una rabia que dejó un profundo sabor en la lengua, algo no muy lejos del miedo o el éxtasis, pero más dulce que ambos.
—Señor —dijo la voz de nuevo.
Se volvió, pero por un momento no pudo ver, hasta que se quitó la sangre de sus ojos.
Uno de sus guerreros estaba de pie ante él, portando un hacha sierra de hierro negro con sus dientes obstruidos con carne.
—Señor —dijo el guerrero—. Esta hecho.
El suspiro de Angron liberó los últimos restos de su furia. En su lugar, el dolor se extendió de nuevo en su cráneo, llenando el vacío una vez más. Los músculos de su mano derecha sufrieron un espasmo y casi pierde el agarre de su propia hacha.
—Sabes que desprecio ese título, ni siquiera en broma. Uhnnh. Volvemos al Conquistador. —Vaciló por un instante, mirando a su alrededor, a las paredes oscuras veteadas con motas de sangre—. La nave está quieta. No hay movimiento. No se estremece. No retumba.
Khârn permanecía de pie con su bota sobre la coraza de un alienígena caído. La armadura del guerrero muerto estaba esculpida a imagen de la marcada y delgada musculatura por debajo.
—La batalla ha terminado. —Sabía que no debía preguntar si Angron había podido escuchar la retransmisión de voz de la resolución de la batalla en el vacío. El primarca nunca tomaba amablemente los recordatorios de su mente errante—. La flotilla enemiga se ha retirado. Nuestras flotas combinadas fueron más que suficiente para quebrarla.
Angron observó la sangre que goteaba de sus hachas sierra.
—La batalla no tuvo sentido desde el principio. ¿Qué es lo que esperaban lograr?
—La capitana Sarrin cree que la brujería xenos les permitió predecir el momento en que el Conquistador sería vulnerable, como cuando cargó por delante de la flota. Tal vez buscaban golpearnos, matar a la estructura de mando de la Legión y huir de vuelta en la noche.
—¿Cuántos han escapado?
—La mayoría de ellos. Una vez que falló la emboscada, se desvanecieron de vuelta al vacío antes de que nuestra flota pudiera comprometerles.
Angron reflexionó sobre esto, mientras observaba las gotas rojas caer desde el borde de sus hachas. Cada una de ellas formaba pequeñas ondas en el charco de sangre bajo sus botas.
—Les perseguiremos.
Khârn vaciló.
—Lord Aureliano ya ha ordenado a lo flota alinearse y avanzar más profundamente en el segmentum, según lo planeado.
—¿Te parece que me preocupa lo que él desea, Khârn? Nadie huye del Conquistador.
Se enfrentó a la imagen hololítica, haciendo todo lo posible para reprimir el dolor y mantener su temperamento bajo control. Las uñas del carnicero picaban y golpeaban con su propio pulso, por lo que concentrarse a través de su ritmo enloquecedor era una prueba en sí misma. Nunca paraban, porque nunca estaban apaciguados. Incluso con el reciente derramamiento de sangre, querían más.
En verdad, así era. La maldición de los clavos era hacerle anhelar esa serenidad en el corazón de la rabia.
La imagen de Lorgar vaciló con la distorsión, crepitando en la interferencia de su nave insignia preparando sus motores de disformidad.
—¿Tengo que recordarte que nuestras legiones estaban al borde de la batalla antes de esa patética desviación alienígena? Angron, mi hermano, esta es nuestra oportunidad de reunirnos y dejar que pensamientos más apaciguados nos lleven hacia adelante.
—Voy a perseguir a los eldar. Tu consentimiento es irrelevante para mí. Una vez que los hayamos cazado, nos reuniremos con tu flota.
—Divididos caeremos —suspiró Lorgar—. Se supone que tú eres el guerrero entre nosotros, pero ignoras los principios más básicos para mantenerse con vida en la batalla. Si me dejas con un tercio de mi Legión en el borde de Ultramar, ¿crees que quedará algo con lo que puedas reunirte después de concluir la idiotez de tu baile en el vacío? ¿Crees que lo que queda de tus Devoradores de Mundos será capaz de resistir un asalto si os coge la XIII Legión? ¿O Russ? ¿O el Khan?
—Si tienes miedo de ser superado en número, tal vez no deberías haber enviado a miles y miles a la picadora de carne en Calth. —Angron sorbió otra hemorragia nasal que goteaba—. Entonces ellos estarían ahora aquí contigo, en lugar de navegar hacia la muerte en la fortaleza de los Ultramarines. ¿Por qué no les reclamas antes de que ataquen? Tal vez te oirán gritar desde la superioridad moral.
Ambos hermanos se miraron el uno al otro en las imágenes hololíticas durante un largo rato. Fue Angron quien rompió el embarazoso silencio, pero no con otro insulto.
Esta vez se echó a reír. Se echó a reír por un largo tiempo, hasta que las lágrimas corrían por su arruinado rostro escultural.
—No veo qué tiene de divertido —Lorgar habló a través del crujido de comunicación, más irritado que confuso.
—¿Alguna vez has considerado que la forma más fácil de resolver esto, mi hermano sacerdote, podría ser la de venir con nosotros?
Lorgar no dijo nada.
—No estoy haciendo una broma estúpida. —Angron se rio de nuevo—. Ven con nosotros. Vamos a aplastar a esos cabrones alienígenas bajo nuestras botas y quemar sus naves frágiles desde adentro hacia afuera. Dime, ¿tus cruzados no tienen ningún deseo de castigar a los sucios alienígenas que se atrevieron a atacarnos?
—Tenemos un deber que cumplir aquí, Angron. Un deber sagrado.
—Y lo cumpliremos. Nuestro deber es desangrar el segmentum, apuñalar directamente en el corazón de los confines del Imperio. Lo haremos juntos. Tú, yo y las legiones que nos siguen, pero en nombre de los dioses que proclamas reales, no perdonaremos a nadie. Y vamos a empezar con estos impíos eldar. Venganza, Lorgar. Saborea esa palabra. Venganza.
Y al fin, Lorgar sonrío.
—Muy bien. Jugaremos a este juego con tus reglas, por ahora.
La capitana Sarrin nunca había intentado antes rastrear a una flota eldar. Se daba cuenta de que no se podía comparar a ninguna otra cosa en su experiencia.
—¿Rastro de disformidad? —preguntó.
—Negativo —respondió la voz muerta de un servidor.
—¿Ni siquiera de un barrido auspex centrado con las coordenadas que te di?
—Negativo.
—Bien… Prueba otra vez.
—Afirmativo.
Intento no hacer ruido al respirar. Lord Angron —su señor y comandante, independientemente de que le gustase ser nombrado como ‘señor’ o no— había exigido que condujese a la flota combinada de la Legión en persecución del enemigo. El problema con eso era simple: no tenía idea de cómo hacerlo. Los eldar no habían huido. Se habían desvanecido.
El ruido agudo de una armadura activa atrajo su atención hacia un lado de su trono. Khârn se acercaba con sus rasgos ocultos por su yelmo crestado, como de costumbre.
—La paciencia de Angron se está agotando. —Parecía tranquilo, distraído, casi resignado.
—También la mía. —Lotara entrecerró los ojos—. Y no veo con buenos ojos las amenazas, Khârn.
—Esa es una de las muchas razones por la que te dieron el mando del Conquistador. Y no era una amenaza. Simplemente una oferta de información.
—Me está pidiendo que persiga fantasmas. Las naves eldar no dejan rastro en la disformidad, por lo que ¿cómo voy a seguirlos? Mi maestra de astrópatas no ha sentido nada. Mi navegador no puede encontrar la estela de disformidad a seguir. El auspex no ve nada. —Miró a Khârn, calmando su propio temperamento—. Con el mayor respeto, ¿qué es lo que quiere que haga? ¿Volar con la nave en círculos amplios y esperar a que el enemigo regrese?
Khârn no dijo nada. Simplemente la miraba impasible.
—Tengo una idea —confesó. Lotara echó la mano hacia atrás para atarse el pelo en una cola de caballo, apartándolo de sus ojos—. Todavía podemos castigar a los eldar. Angron desea ver al enemigo muerto ante él. Creo que puedo arreglar eso.
—¿Y cómo planeas hacerlo? —preguntó Khârn al fin—. Si no puedes perseguirles…
—Nos atacaron cuando el Conquistador avanzó en solitario, superando al resto de la flota. Su objetivo éramos nosotros. Más específicamente, su objetivo era nuestro primarca. Cuando atacaron, habían estado esperando la oportunidad de alcanzarnos mientras éramos vulnerables y estaban dispuestos a arriesgar un gran número de vidas para ver a Angron muerto. Apuesto a que correrían el riesgo de nuevo.
—Creo ver a donde lleva esto.
—A veces parece que a Angron no le importa de donde fluye la sangre. Pero quiere venganza y voy a dársela. Envía a tus guerreros a sus puestos de combate y ten dispuestas a tus compañías de élite para cuando carguemos las garras ursus.
—Los Devoradores estarán sin duda preparados, capitana. —Parecía divertido, contento con su plan. Se conocían bien, porque Lotara había servido en la nave insignia como oficial de mando durante años antes de su ascenso. La capitana Sarrin disfrutaba los riesgos tanto como cualquier guerrero de la Legión en la que servía—. ¿Qué es lo que te hace sonreír, Lotara?
—Estamos a punto de probar la gran verdad de la Duodécima Legión, Khârn. Nadie huye del Conquistador.
Navegaron en solitario internándose más en el vacío, lejos de la distante Terra y alejados de su propia flota. Lotara no sabía cuándo atacarían de nuevo los alienígenas, sólo que lo harían. Tras once horas de sosegada deriva hacia la soledad, todavía estaba en el estrategium, recostada en su trono y mirando a los confines del espacio. Se negó fervientemente a dar descanso a sus doloridos ojos legañosos. No mientras hubiese un trabajo que hacer.
—Vamos —susurró, sin darse cuenta de que las palabras se habían convertido en un mantra murmurado—. Vamos.
—¿Capitana Sarrin?
Lotara se volvió hacia su primer oficial. Ivar Tobin vestía el mismo uniforme blanco reluciente que su capitana y parecía mucho menos cansado. La única diferencia en su atuendo era la palma roja impresa en el centro de su pecho: una rara marca de honor otorgada a los siervos más dignos de la Legión. Ella había ganado esta distinción del propio octavo capitán en su ascensión al trono de mando del Conquistador.
—¿Algo que informar, Tobin?
—Todo el seguimiento de auspex no muestra nada más que el espacio muerto —habló de nuevo tras una breve pausa, incapaz de ocultar la preocupación en su voz—. Debería dormir, señora.
Ella sonrió.
—Y tu deberías vigilar tu lengua. Este es mi nave tanto como del primarca y no voy a navegar en las garras del enemigo con los ojos cerrados. Me conoces mejor que eso.
—¿Cuándo fue la última vez que durmió, capitana?
En vez de admitir la verdad, optó por esconderse detrás de una mentira. Quizás haría que Tobin la dejara sola.
—No estoy segura.
—Entonces se lo diré. Su último sueño fue hace cuarenta y una horas, señora. ¿No preferiría estar descansada cuando nos enfrentemos a los xenos?
—Se anota su preocupación, oficial Tobin. Vuelva a sus deberes, por favor.
—¡Como ordenéis! —respondió con fuerza.
Lotara exhaló, bajo y lento. Se quedó mirando las estrellas encuadradas más allá del óculo y dejó que la caza continuase.
Dieciséis horas después, una vez que el Conquistador estuvo bien y verdaderamente fuera del alcance de su flota de apoyo, las sirenas del puente empezaron a sonar de nuevo.
Lotara se inclinó hacia delante en su trono, sonriendo a pesar de sus cansados y doloridos huesos.
—Vamos a intentar esto de nuevo, ¿de acuerdo? ¿Maestro de comunicaciones Kejic?
—Si, capitana.
—Abra una transmisión de pulso enfocada a la nave eldar más grande, si es tan amable.
—Abriendo, señora. Preparando ahora. Transmisión lista.
Lotara se levantó de su trono, moviéndose para agarrar la barandilla en el borde del estrado.
—Aquí la capitana Lotara Sarrin de la nave de guerra Conquistador de la XII Legión a la miserable flota alienígena que se desvanece a la existencia a través de nuestra proa. —Sonrió y sintió su corazón acelerarse. Esto era para lo que vivía y por lo que, en primer lugar, le habían puesto al mando de una nave tan poderosa. Que los legionarios luchasen con el hacha y la espada. Su arena era el vacío y las naves que bailaban en su interior—. Deseo ofrecer mis felicitaciones por el último error que van a cometer.
Para su sorpresa, una voz crepitó en respuesta por el comunicador. Viciado por sistemas de comunicación incompatibles, las palabras apenas salieron de una marea de ruido agitado.
—Escoria mon-keigh. Sangraréis por los miles de pecados que tu estirpe mongrel ha cometido en su patético ciclo vital.
—Si deseas matarnos, alienígena, eres más que bienvenido a intentarlo.
—Perros ensangrentados mon-keigh. Es un milagro que aún dominéis incluso este tosco discurso. Vuestro mutilado príncipe con el motor de dolor dentro de su cráneo debe morir esta noche. Nunca se le dará la oportunidad de convertirse en el hijo del Dios de la Sangre.
—Ya basta de locura religiosa. —Sonreía, sin molestarse en ocultar su maliciosa diversión ante su arrogancia.
—La historia estará mucho más limpia cuando seáis borrados de sus páginas.
—Valiente discurso de una raza al borde de la extinción —respondió—. ¿Por qué no os acercáis más? Trae a esas bonitas naves al alcance de mis garras.
Con un grito de ruido herido, que podía o no haber tenido orígenes orgánicos, los eldar cortaron el enlace.
—Una especie encantadora. —Lotara agarró el pasamanos.
—Flota enemiga entrante —indicó Tobin desde el estrategium.
—Oficial de cubierta Tobin, prepare todo lo que tenemos: todos los puertos de armas abiertos, todas las armas listas, todos los motores a toda máquina. Actualizar los holólitos tácticos en pulsos de dos segundos para compensar la velocidad del enemigo. Artilleros, fijar los objetivos principales por el nivel de amenaza y asignar objetivos secundarios por alcance. Escudos de vacío a extensión máxima. Helm, acelere hasta la velocidad de ataque y esté preparado para matar el empuje con las resistencias inerciales cuando encendamos las garras ursus. A todos los puestos, informe de estatus. Oficial de cubierta.
—Si, señora.
—Táctica.
—Holólitos encendidos, capitana.
—Puestos de artillería primario, secundario y terciario.
—Si.
—Si.
—Preparados, señora.
—Escudos de vacío.
—Afirmativo.
—Helm.
—¿Si, capitana?
Lotara se recostó en su decorado trono, sintiendo todos los rastros de su cansancio desaparecer con su ritmo cardiaco acelerado. Tecleó el código de ocho runas para activar la comunicación de toda la nave.
—Aquí la capitana Sarrin. A todos los puestos de batalla. Nos trabamos con el enemigo.
El Conquistador rompió a través de la flotilla alienígena, entre andanadas crecientes y los aguijones de los latigazos de fuego enemigo bailando en colores imposibles a lo largo de los maltratados escudos de vacío. Esta vez, la nave de guerra centró su caza en un único objetivo, persiguiéndolo con la pesada inevitabilidad de la carga de un mamut.
La nave insignia enemiga era algo contorneado, de alas arqueadas y hojas curvas, a lo largo de un casco acanalado, un instrumento de tortura, con el tamaño y el poder suficiente para navegar las estrellas. Se movía con gracia insidiosa, bailando para apartarse del avance del Conquistador. A su paso, sus buques de apoyo de alas de cuchillo desataron su crepitante fuego contra los escudos de la nave de guerra de los Devoradores de Mundos. Brillaban con fuego artificial, resplandeciendo tan brillantes como el propio sol de Terra e irrumpían con una brutal falta de ceremonia.
El Conquistador se lanzó hacia adelante, haciendo caso omiso, indiferente. Embistió a una nave alienígena a un lado, chocando con el centro del navío y enviando el casco destrozado girando lejos al vacío. El incursor descargó el aire en un largo aliento final y derramó a su tripulación en el espacio como si fuesen gotas de sangre saliendo de una herida.
Aun así, el Conquistador siguió avanzando. Su blindaje ganó nuevas cicatrices, nuevas quemaduras, nuevas heridas talladas a lo largo de las densas placas por el beso cortante de los láseres alienígenas.
La nave insignia enemiga estaba huyendo ahora, reconociendo el intento de la nave de guerra: no buscaba combatir contra toda la flota, sino que ignoraba a las embarcaciones menores en favor de inutilizar a la única que realmente importaba. Con una agilidad imposible, el crucero eldar viró y se alejó de nuevo, aumentando la distancia con su voluminoso perseguidor.
Los motores del Conquistador rugían al rojo vivo con bocas de bestia abiertas de par en par y gritando en el silencio del espacio. Cuando la enorme sombra de la nave de guerra eclipsó al incursor que huía, la capitana Lotara Sarrin se agarró a los brazos de su tembloroso trono y a través del humo que corría a lo largo del estrategium, gritó una única orden.
—¡Disparad las garras ursus!
Esta vez no hay gran dispersión de fuego. No hay intentos de perforar a varias naves enemigas y de separar a las fuerzas de abordaje. El Conquistador disparó ocho arpones. Cada uno de ellos impactó, golpeando directamente en el cuerpo de la ágil nave insignia enemiga. Por un segundo, sacudió al Conquistador hacia delante, antes de que los propulsores de la nave imperial hiciesen valer su mayor y más obstinada fuerza.
Al igual que un oso agarrando a un lobo, el Conquistador comenzó a tirar, a aplastar, a levantar. Las inmensas cadenas se recogieron de vuelta, un tintineante enlace tras otro, arrastrando a la nave insignia eldar más cerca.
Las cápsulas de abordaje ya se estaban derramando entre las naves, clavándose como agujas en el casco enemigo.
Lotara escuchó dos voces crepitar por el comunicador. Dos hermanos, luchando juntos por primera vez.
—Estamos dentro —comunicó Lorgar—. El olor de estos miserables inhumanos es tóxico para mis sentidos. —Angron respondió con un gruñido—. Sígueme, hermano.
Pocos eran los registros que podían proclamar un archivo legítimo de dos primarcas batallando codo con codo. Incluso en una época de guerra y prodigio, era el más raro de los sucesos.
Angron percibía todas sus acciones a través de la bruma de ira del zumbido de los clavos del carnicero. En esos largos momentos de claridad berserker, vio a su hermano luchando por primera vez.
No podrían haber sido menos parecidos en la forma en la que se movían y en cómo mataban. Lorgar avanzaba en cámara lenta, conduciendo sus pasos, agarrando su claveteada maza crozius a dos manos y dejándola caer en amplios arcos de barrido. Cada golpe tañía larga y fuertemente, como si la gran campana de un templo anunciase cada golpe de muerte. Cuando la maza se estrellaba en los grupos de delgados y chillones eldar, enviaba sus formas quebradas volando a un lado. Estos miserables desgraciados impactaban contra las paredes curvas de la nave y se deslizaban en consecuencia, como una horda de marionetas desechas con las cuerdas cortadas.
En contraste a la furia lucida y meticulosa de Lorgar, Angron estaba perdido a sus emociones y los tentáculos mecánicos vibraban dentro de su cerebro. Sus hachas gemelas, Destripadora y Desmembradora, caían frenéticas, cortando a tajos, destripando a sus enemigos, matando por decapitación tan a menudo como partiendo a los enemigos en dos. Las salpicaduras de sangre le envolvían, manchando su armadura de bronce hasta que se convirtió en un carmesí similar al de Lorgar.
Cuando los hermanos avanzaron a través de una enorme cámara con cúpula, Lorgar se puso al lado del Devorador de Mundos.
—Deberías pintarla en rojo, hermano.
La atención de Angron estaba en el flujo de sangre, el desgarro de carne y la rotura de hueso. Le llevó varios segundos sintonizar de nuevo y ser capaz de comprender las palabras de otros.
—¿Qué?
—Tu armadura. —Lorgar hizo una pausa, girándose para golpear con su crozius a un eldar que empuñaba una lanza. Golpeó al guerrero de pleno y aplastó los restos bajo su bota—. Tu armadura. Sólo píntala en rojo.
Angron sintió una sonrisa pelando sus labios por detrás de sus dientes de hierro de repuesto. Su hermano no era, ni de lejos, la primera persona en decir esas palabras, pero el hecho de que Lorgar hubiera sido realmente serio le hizo merecedor de un coro de risa fraternal.
El Devorador de Mundos alejó de una patada a otro eldar y diseccionó a un tercero con un revés oscilante de su hacha sierra. Vio a Lorgar a su lado, matando a tres alienígenas de un único revés.
—Ahora matas bien —dijo Angron. La saliva se acumulaba entre sus dientes. La sangre manaba caliente en lentos chorros de ambas fosas nasales y su ojo derecho estaba llorando en rojo, ensuciando su mejilla—. Has cambiado, Lorgar.
El Portador de la Palabra se tomó el cumplido con una elegancia silenciosa, matando al lado de su hermano, pero no pudo contener su lengua por mucho tiempo.
—Esos implantes te están matando.
Angron rugió en el mismo momento, marchando en vanguardia, masacrando a su paso por el pasillo angular y pintando los muros de rojo con el hedor químico de la sangre alienígena.
—Sé que me escuchas, hermano —dijo Lorgar tranquilamente por el comunicador—. Esos implantes te están matando.
Angron ni siquiera miró atrás. Era una imagen borrosa de una armadura de bronce empapada de sangre, con ambas hachas dentadas subiendo y bajando en un asesinato eficaz y arrítmico.
En lugar de defender la nave en un abatimiento sin esperanza, el capitán eldar espero a sus indeseados invitados en la comodidad del puente. Angron atravesó la puerta primero, después de serrar la mampara metálica xenos con los rugientes filos de Destripadora y Desmembradora.
Una fulminante lluvia de proyectiles cristalinos chocó y golpeó contra su armadura de ceramita, arrancando virutas y trozos de blindaje. Púas venenosas se hundieron en su escasa carne expuesta, pero Angron ignoró el veneno que bombeaba por sus venas, confiando en que su fisiología genética aumentada purificase su sangre.
Oh, cómo cantaban los clavos del carnicero. Golpeaban en la base de su cráneo, como si perforasen más profundo en la carne del cerebro para evitar la caricia del veneno eldar.
Resistió esta salvaje andanada de fuego y en medio de la segunda descarga dirigió su hacha sobre la figura sentada sobre el trono de hueso esculpido alienígena.
Lorgar entró tras él, con un tibio desprecio escrito a lo largo de sus rasgos dorados. La mínima elevación de su mano enguantada formó una barrera cinética en torno a ellos, protegiéndoles psíquicamente de la lluvia de proyectiles cristalinos.
—¿Has puesto el pie alguna vez en el Ocaso? —preguntó Lorgar, mientras sus ojos tranquilos bebían en la impía escena. Fosos de cadáveres rodeaban el trono central, con los restos de hombres y alienígenas empalados en inmundas estacas. Cadenas con ganchos colgaban del techo, muchos de ellos con fruta maloliente, en la forma de cuerpos inhumanos colgados sin miembros o piel.
Angron apenas podía responder. Fuertes contracciones nerviosas tensaron sus rasgos y obligó a sus dedos a encender sus hachas sierra entre espasmos musculares.
—No. Nunca he estado en la nave insignia de la Octava Legión.
El labio de Lorgar se torció.
—Esto… Esto se parece al dormitorio de Curze.
El Devorador de Mundos golpeo juntas sus hachas.
—Hagamos esto, hermano.
—Como desees.
Los primarcas alzaron sus armas y cargaron como uno solo. En primer lugar, los guerreros con máscaras blancas que portaban espadas implacables. Angron cortó su camino a través de ellos, mientras que Lorgar les arrojaba a los lados con la maza o les derribaba con ráfagas de fuego psíquico. Por primera vez en sus vidas, los dos hermanos lucharon en unión con otro ser. Angron se volvió, destripando a un espadachín de armadura oscura que intentaba atacar a Lorgar desde atrás. A su vez, el Portador de la Palabra protegió a su hermano salpicado de sangre, desviando el golpe de un eldar con la cabeza de su maza y matando al guerrero en el revés de vuelta.
La unión fue un esfuerzo de control y sostén, puesto que no surgió de forma natural de ninguno de ellos. Pero lo conservaron hasta que no quedó otra alma viva en el puente.
—¿Unas últimas palabras? —preguntó Lorgar. La nave tembló a su alrededor con mayor fuerza ahora. Las garras ursus habían mordido con demasiada profundidad. El Conquistador estaba destrozando a su presa únicamente por la fuerza de su agarre.
Angron se tambaleó al lado de su hermano, salivando y mareado. Una estatua defectuosa del guerrero perfecto, arruinado por el maltrato. Tan teñidos de sangre como estaban ambos, casi podrían haber sido gemelos.
El príncipe alienígena era algo vestido en una armadura barroca y ceremonial, una criatura de rasgos angelicalmente consuntivos y el hedor de la sangre impura por debajo de la piel aceitada. Las últimas palabras del señor eldar silbaron en el aire, escupidas de sus pálidos labios.
—Dos dioses-príncipes mon-keigh. Se suponía que sólo había uno. El que va a convertirse en el hijo del Dios de la Sangre. Los motores del dolor vinculan el alma a la senda del óctuplo. Esa senda conduce al Trono de Cráneos.
—El hijo del Dios de la Sangre… —La atención de Lorgar cambio a Angron, cuando las posibilidades jugaron detrás de sus suaves ojos—. No puede ser.
Angron alzó sus hachas. El incursor no movió ni un músculo.
—Espera. —Lorgar cogió el hombro de Angron—. Ha dicho…
Pero las hachas cayeron y la cabeza del capitán alienígena salió rodando.
Tres días después, el Conquistador renqueó de vuelta a su flota. Aunque su casco había sufrido extensos daños, la mayoría era superficial. Las pérdidas reales habían sido en términos de tripulación, la mitad de los siervos de la legión y de los adeptos mortales entrenados estaban muertos. En una nave de ese enorme tamaño, los varios miles que quedaron vivos fueron contados casi como una tripulación mínima.
De los tres mil guerreros que Angron llevó con él a bordo de la nave insignia, apenas un tercio había regresado. Los eldar cosecharon un saldo sangriento en su derrota y los ritos funerarios de la XII Legión duraron un día y una noche, mientras la nave regresaba de vuelta con su estirpe. Los conductos de aire se abrieron y cerraron, fauces silenciosas bostezando en el vacío, exhalando los cuerpos envueltos de los tripulantes y Devoradores de Mundos caídos.
Lorgar se dispuso a partir del Conquistador y se despidió de su hermano en la cubierta de embarque.
—Fue bueno purgar algo de la mala sangre entre nosotros —dijo Angron. A su favor, evitó que sus músculos rebeldes temblaran, sin importar que los clavos del carnicero apuñalasen a su sistema nervioso.
—Por ahora —accedió Lorgar—. No pretendamos que durará para siempre.
Angron se limpió la nariz sangrante con el dorso de la mano.
—Dijiste algo en la nave enemiga. Algo sobre los clavos.
Lorgar meditó por un momento.
—No lo recuerdo.
—Yo sí. Dijiste que los implantes me estaban matando.
Lorgar sacudió la cabeza, ofreciendo su sonrisa más amable y sincera. En su mente, escuchó las palabras del incursor eldar una vez más. El que va a convertirse en el hijo del Dios de la Sangre. Los motores del dolor vinculan el alma a la senda del óctuplo. Esa senda conduce al Trono de Cráneos.
—Estaba equivocado y mi preocupación era estúpida. Has sobrevivido todo este tiempo. Resistirás en el futuro.
—Me estás mintiendo, Lorgar.
—Por una vez, Angron, no lo hago. Tus clavos del carnicero nunca te matarán, estoy seguro de ello. Si pudiera aliviar un poco el dolor que debes estar sufriendo, entonces lo haría, pero no se pueden quitar y manipularlos es probable que te mate tan rápido como quitártelos. Son tan parte de ti ahora como las armas que empuñas y las cicatrices que llevas.
—Si no estás mintiendo, al menos estás ocultando algo.
—Estoy escondiendo muchas cosas. —Lorgar habló con una sonrisa, embustero a su pesar—. Hablaremos de ellas en su momento. No son secretos, simplemente verdades que no pueden florecer hasta el momento preciso y cuando las piezas de este gran puzle comiencen a caer en su lugar. Hay mucho que todavía no entiendo ni yo mismo.
El primarca de los Devoradores de Mundos mostró sus dientes en una sonrisa metálica. No contenía nada de calidez.
—Regresa a tu nave entonces, cruzado. Fue un placer derramar sangre contigo, mientras duró.
Lorgar asintió con la cabeza y no miró hacia atrás sobre su hombre cuando ascendía por la rampa a su cañonera.
—Adiós, hermano.
Angron observó a la cañonera abandonar el muelle de atraque y alejarse hacia el Fidelitas Lex.
—Khârn —dijo tranquilamente. El palafrenero avanzó desde la guardia de honor de su señor, que permanecía de pie y en silencio con su voluminosa armadura de exterminador.
—¿Sí?
—Lorgar ha cambiado pero aún conserva secretos bajo una lengua bífida. ¿Cuál es el nombre del Portador de la Palabra con el que tuviste un duelo?
—Argel Tal. El séptimo capitán.
—Le conoces desde hace mucho, ¿verdad?
—Décadas. Combatimos juntos en tres acatamientos. ¿Por qué preguntáis?
El primarca no respondió de inmediato. Extendió la mano para rascarse la parte posterior de la cabeza. Sentía la carne en pulpa, hinchada. El dolor de cabeza era peor de lo normal, llegando al máximo. Podía sentir un hilo de sangre arrastrando un rastro caliente en la nuca, corriendo desde el oído.
—Tenemos por delante muchos meses de difícil unidad con los Portadores de la Palabra. Permanece vigilante, Khârn. Es todo lo que pido.
Los dos guerreros tuvieron un duelo la noche siguiente: los hijos del cruzado y el gladiador enfrentándose en el foso, hacha sierra contra espada de energía. La armadura carmesí de Argel Tal no estaba decorada, carente de los pergaminos de fe y devoción que llevaba en la batalla. La blanca ceramita de Khârn tampoco tenía adornos, excepto por las cadenas que unían sus armas a sus brazos.
Ambos guerreros ignoraron los vítores y gritos de sus camaradas en el borde del foso. Sin cascos, se enfrentaron en la arena, un filo rompiendo contra otro.
Cuando sus armas se bloquearon de nuevo, los dos guerreros quedaron uno frente al otro, con sus botas aplastando la arena puesto que buscaban nivelarla. Sus rostros estaban a centímetros de distancia, respirando el maloliente aliento ácido mientras luchaban por salir del punto muerto. La voz de Argel Tal traicionó una curiosa dualidad, sus almas gemelas hablaban a través de una boca.
—Eres lento esta noche, Khârn. ¿Qué roba tu atención?
El Devorador de Mundos redobló sus esfuerzos, los músculos se tensaron para hacer retroceder a su enemigo. Argel Tal respondió del mismo modo, el icor formaba estalactitas a lo largo de sus incisivos superiores.
—No estoy lento. —Khârn forzó las palabras con una sonrisa burlona—. Es difícil… combatir… a dos de vosotros.
Argel Tal mostró una amplia sonrisa. Cuando tomó aire para hablar, le dio a Khârn toda la ventaja que necesitaba. El Devorador de Mundos se apoyó en un giro, dejando que su adversario perdiera el equilibrio. Las revoluciones del hacha de sierra aullaban a través del aire, sólo para chocar de nuevo contra el borde de la espada de oro del Portador de la Palabra.
—No estoy lento —se rio sin aliento, mostrando su agotamiento tan claramente como Khârn mostraba el suyo—. Pero no eres lo bastante rápido.
Los malditos implantes enviaron un rayo de dolor irregular, serrando la columna vertebral del Devorador de Mundos. Khârn sintió un ojo parpadear y que su brazo izquierdo temblaba en una respuesta torpe. Los clavos del carnicero amenazaban con apoderarse de él. Se soltó, retrocediendo con el hacha levantada y tomándose un momento para escupir la saliva ácida que reposaba debajo de su lengua. Las cadenas se sacudieron contra su armadura cuando se puso en guardia.
Las cadenas eran una tradición personal, extendida incluso entre las otras legiones después de que su popularidad se hubiese escapado más allá de las arenas de lucha de los Devoradores de Mundos. Sigismund, primer capitán de los Puños Imperiales, había adoptado la costumbre con su celo habitual, atando sus armas caballerescas a sus muñecas en gruesas cadenas negras. Se había ganado un nombre impresionante aquí, en las entrañas del Conquistador, enfrentándose con los mejores guerreros de la XII Legión a finales de la Gran Cruzada. Le llamaron el Caballero Negro, en honor a su destreza, su nobleza y su heráldica personal.
El Desgarrador de Carne fue otro que obtuvo una gran gloria en los fosos de los Devoradores de Mundos: Amit, un capitán de los Ángeles Sangrientos, que había luchado con el mismo salvajismo y brutalidad que sus anfitriones. Antes de Isstvan, Khârn había contado a ambos entre sus hermanos de juramento. Cuando llegase el momento de poner sitio a Terra y derribar los muros del palacio, lamentaría matar a esos dos guerreros por encima de todos los demás.
—Centrate —gruñó Argel Tal—. Estás a la deriva y tu habilidad se desvanece con tu atención.
Khârn se separó con un giro de su hacha y atacó en una serie de tajos viciosos y aulladores. Argel Tal se echó atrás, esquivando en lugar de arriesgarse a errar un bloqueo.
El portador de la Palabra cogió el último golpe con el filo de su espada y fijó a Khârn en su sitio de nuevo. Ambos guerreros quedaron inmóviles mientras empujaban entre sí con la misma fuerza.
—La guerra por venir —dijo Khârn—. ¿No la sientes innoble? ¿Deshonorable?
—¿Honor? —La voz gemela de Argel Tal sonaba gutural y con regocijo—. No me preocupo por el honor, primo. Me preocupo por la verdad y por la victoria.
Khârn sacó aliento para responder, justo cuando el comunicador de la cámara crepitó con vida.
—¿Capitán Khârn? ¿Capitán Argel Tal?
Ambos guerreros se quedaron helados. La serenidad de Argel Tal nacía del control inhumano sobre su cuerpo. Khârn no se movía, pero no estaba del todo quieto, se estremecía con los tics de los clavos del carnicero enfriándose en la parte trasera de su cráneo.
—¿Qué sucede Lotara? —preguntó.
—Estamos recibiendo noticias de la flota. Lord Aureliano está enviando una transmisión de pulso sincronizada desde todos los navíos de los Portadores de la Palabra, centrada por el Lex. La armada de Kor Phaeron acaba de lanzar su asalto sobre Calth —se detuvo, para tomar aliento—. La guerra en Ultramar ha comenzado.
Khârn desactivó su hacha y permaneció en silencio.
Argel Tal se rio por lo bajo, el ronroneo de un león que amenazaba en el coro de su gemelo demoníaco.
—Es el momento, primo. —Khârn sonrío, aunque la expresión no tenía nada de regocijo. Los clavos del carnicero aún zumbaban en la carne de su mente, chasqueando sus impulsos de dolor e ira irracional.
—Ahora empieza la Cruzada de la Sombra, mientras Calth arde.