5
EL KINYEN
A pesar de los cuidados de Raphael, aún pasaron dos días antes de que la fiebre de Illarion bajase y el ruteno se recuperase lo suficiente para sentarse y hablar con coherencia.
Cnán no se lo reprochó, ya que ella también los pasó casi enteros comiendo y durmiendo. Por las tardes se sentaba en el centro del claro, bastante alejada del muro del cementerio, y se dedicaba a arreglar sus ropas de viaje y a mirar la instrucción de la Hermandad del Escudo. Cada día llegaban más de toda la cristiandad. Cuando su cuerpo recuperó las fuerzas, también mejoró su humor y empezó a ver con más optimismo sus progresos en la lucha.
Combatían por parejas una y otra vez, haciendo pausas momentáneas en el combate para diseccionar cada movimiento en elementos más pequeños que repetían con insistencia. Cnán no pudo integrar sus intermitentes ejercicios en ningún procedimiento sistemático. ¿Cómo iban a poder reunir todos aquellos fragmentos de acción que aprendían para enfrentarse al caos de una batalla real, donde nadie hace una pausa y nadie tiene una segunda oportunidad? Todo aquello parecía un juego estúpido.
Pero cuando pelearon de verdad, fintando y desplazándose durante minutos sin interrupciones, de poder a poder, fueron capaces de hacer cosas que asombraron a Cnán. Y estudiando su determinación y su habilidad vio con más claridad lo deficiente que era su propio entrenamiento. Le habían enseñado a viajar siempre escondida tras algún manto o capa que la ocultase, a no revelar nunca su verdadera identidad, a llevar mensajes oculta a la vista de todos, amigos o enemigos. Y a no parar de ir de un lado para otro de aquella extensa e inacabable tierra arrasada sin permanecer mucho tiempo en el mismo lugar; como un ave condenada a no anidar, a no comprender nunca la sabiduría que encierra el sentarse tranquilamente.
Al comienzo de la tarde del segundo día, Feronantus hizo público que al día siguiente los hermanos novicios montarían guardia alrededor del campamento mientras se celebraba en la gran mesa de la casa capitular el Kinyen, la comida comunitaria de la orden. Cnán sabía que el Kinyen era una tradición antiquísima, algo que se tomaban muy en serio. El campamento hervía con los preparativos: espetaron una hembra de jabalí y la colocaron abierta y extendida sobre un gran lecho de carbón para asarla a fuego lento. Sacaron las vigas del monasterio, las trabajaron con hachas y, ensamblándolas con clavijas, improvisaron bancos para que todos los monjes guerreros (que ya eran dos docenas sin contar los cerca de diez novicios que se quedarían fuera haciendo guardia) pudieran sentarse junto a los muros de la sala.
Esa noche los miembros de la Hermandad del Escudo estuvieron levantados hasta tarde bebiendo, cantando y narrando largas historias sobre sus hazañas y aventuras en diversos lugares de Occidente. Cnán pasó la mayor parte del tiempo fuera, en su tienda, con la esperanza de que todos la ignoraran, aunque sospechaba que nadie deseaba su presencia.
Durante una historia especialmente larga contada por Raphael acerca de suturas realizadas por él tanto a cruzados como a musulmanes, oyó que un hombre solo salía de la casa capitular. Por una cierta irregularidad en su paso, Cnán supo que se tambaleaba un poco. El viento venía de su dirección y pudo notar varios cuernos de aguamiel en su agitado aliento; y también en sus eructos.
—¿Por qué estás sola? —chilló. Era Haakon.
—¿Por qué gritas? —contestó ella con el volumen de voz más bajo que consideró audible.
Los caballeros, por muy diestros que pudieran ser en los combates cuerpo a cuerpo, no sentían la menor preocupación por no delatar su presencia a los recolectores. Quizá se sentían protegidos por la magia del dios de los cristianos o de sus dioses guerreros (cualesquiera que rigieran la fe de Feronantus). O tal vez simplemente pensaban que ya eran bastantes para acabar con cualquiera que no fuera un ejército mongol.
Oyó cómo caminaba dando traspiés sobre las hojas caídas y el polvo del campo de instrucción. Su sombra se proyectaba con la luz de la luna sobre la lona de la tienda, inclinándose alternativamente a uno y otro lado.
—No es natural —dijo él—. Una mujer..., un hombre... a punto de morir. Tú crees que voy a morir, ¿verdad?
Desde luego, Haakon parecía el único que tenía grandes problemas para repetir los precisos movimientos de Taran. Titubeaba, como si lo pensara todo dos veces, y después hacía una finta o un bloqueo y el resultado era que recibía golpes dolorosos. Taran no podía apiadarse de él ni darle tiempo para recuperarse.
—Tienes el mejor instructor que he conocido —dijo Cnán para su propia sorpresa—. Vivirás si le prestas atención y aprendes.
—Para ti es fácil decirlo. Tú no luchas. —Haakon se sentó con las piernas cruzadas al lado de su tienda. Parecía tener suficiente con hablar a través de la lona, como un cristiano que se confiesa a través de una celosía—. Soy valiente. Soy bueno en la batalla. Firme. La espada es mi arma. La conozco como a un amigo. Pero haga lo que haga... Haga lo que haga... —Paró; aplastó algunos bichos—. Cuéntame algo de ti.
—Preferiría dormir —dijo ella con bastante sinceridad.
—Puedo hacerte compañía. Darte calor.
—Las noches son bastante templadas —dijo Cnán.
Ella se tomó como una especie de victoria no haber llegado a reírse. No es que no le pareciese bien acostarse con un hombre de vez en cuando, cuando le apetecía, pero no había ido hasta allí para buscar un pretendiente, y, desde luego, no uno que supuestamente debía ser un monje célibe.
De repente sintió una punzada de simpatía y suspicacia a partes iguales. Tal vez el joven no fuera tan estúpido como ella creía. Haakon debía de haberla pillado, debía de haber visto en su cara algo que había estado intentando ocultar a los demás y a sí misma.
—Vete —dijo.
Si fuera a romper el celibato de algún hombre sería el de Percival, pero Percival no la veía de esa manera.
Haakon se levantó y luego se inclinó para sacudir algunas hojas y ramas de la tienda como si quisiera mostrar un poco de torpe deferencia hacia su caparazón, hacia su escondite.
—De acuerdo —dijo él—. No pasa nada. Una noche maravillosa. Me siento listo... para... Para cualquier cosa. Solo pensaba...
Dejó las palabras flotando y deshizo su camino hasta la casa capitular, dejando a Cnán más triste y sola que nunca.
¿Qué se suponía que debían hacer un hombre y una mujer cuando no estaban en perpetua huida, corriendo con el voraz ejército mongol pisándoles los talones? Las torpes palabras de Haakon eran lo más parecido a alguna clase de cortejo que ella había conocido y lo había despachado desconsideradamente; sin agradecimiento, sin simpatía.
Haakon fue el primero esa noche, pero no el último, en acercarse a su refugio e intentar trabar conversación. Todos célibes, todos patosos, todos borrachos (y ninguno era Percival). Ni Raphael, por supuesto, que parecía hecho a otras técnicas más urbanas; el sirio tampoco la molestó.
Esa noche se mantuvo alejada del abrazo de cualquiera de los monjes borrachos y a la mañana siguiente se despertó tarde, se vistió con la túnica y el pantalón y, cuando la llamaron, caminó hasta la casa capitular para asistir al Kinyen.
Los caballeros, tras haber dormido una o dos horas, se habían recuperado lo suficiente de sus bravuconerías y sus hazañas alcohólicas para abrir otro barril y reanudar la ceremonia.
En la penumbra del refectorio del viejo monasterio, a la luz de un polvoriento rayo de sol que se colaba por el tejado roto y de cabos de vela repartidos por todas partes, vio a Feronantus sentado a la cabecera de una gran mesa, con Illarion a su derecha. El rayo de luz caía entre los dos e iluminaba sus hombros, manos y copas rebosantes. Los demás caballeros estaban sentados bajo diversas intensidades de luz y sombra, hablando en voz baja y pasándose pan y jarras de cerveza. Bebían como esponjas. Pensándolo bien, Cnán se dio cuenta de que todos los caballeros bebían mucho. Probablemente el celibato tuviera algo que ver con eso.
La mesa había sido rectangular, pero la habían ampliado colocando encima tablas toscamente serradas hasta que quedó casi redonda. La forma la sorprendió y se preguntó por su significado.
Illarion estaba casi irreconocible tras la desaparición de la espectacular inflamación de su cara. Se había afeitado la oscura barba. La comida y la cerveza habían dado color a su rostro, y cuando hablaba, sus ideas eran claras, y su voz, firme. Si no fuera por la falta de una oreja y por su semblante siempre sombrío, nadie podría imaginar nunca por lo que había pasado en los últimos meses.
Cnán recorrió con la mirada la sala ocupada por la Ordo Militum Vindicis Intactae y volvió a sentir la inquietantemente extraña sensación de seguridad. Apartó la idea de su cabeza y se calificó a sí misma de estúpida; sin duda aquellos caballeros no podrían resistir el ataque de un grupo de mongoles durante más de algunos minutos. Salvo que los acompañara la suerte en forma de espectro, por supuesto.
Feronantus presentó al fantasma ruteno con una sola oreja al Kinyen y con un gesto lo animó a hablar.
—Lo que voy a decir ya se lo dije a Feronantus al llegar —comenzó Illarion—, pero ya que me lo pide os lo diré ahora directamente: todos vosotros habéis llegado a este lugar por una causa perdida.
Feronantus, un poco desconcertado, apoyó afectuosamente la mano sobre el hombro de Illarion y dijo: —Esperaba que pudieras ofrecer una explicación más completa.
—La palestra que están construyendo los mongoles cerca de Legnica, pegada a su laberinto de tiendas, no es más que el proyecto de algo que yo ya he visto junto a las puertas de Lodomeria, mi ciudad —dijo Illarion—. Una ciudad que ya no existe. Solo yo sobreviví. Pensad en eso mientras os preparáis para la competición a la que Onghwe Kan os ha invitado; a vosotros y al resto de los grandes guerreros de la cristiandad.
Una vez captada su atención, Illarion se remojó la garganta con un largo trago de cerveza espumosa antes de continuar en un tono menos ominoso. Durante un instante pareció temer que no se tuviera en cuenta su consejo, pero algo en el rostro de Feronantus y en la actitud atenta de los monjes allí reunidos lo animó.
—Los ejércitos de Onghwe Kan nos sitiaron con cañones y torres, derribaron nuestra muralla este y después tornaron el barrio oriental y lo arrasaron; la historia no es diferente de millares de otras desde nuestra misma puerta hasta el océano oriental. El resto de la ciudad esperaba la muerte y estábamos preparados para ella. Pero entonces, al final del séptimo mes, cuando nuestros siervos estaban muriendo de hambre, la enfermedad corría por nuestras calles y las carretillas iban de puerta en puerta, sucedió algo inesperado: un gesto de magnanimidad del propio Onghwe. Me llamó a la muralla sur, la más fuerte. Sabía mi nombre y los de mis generales. Tenía espías entre nosotros; sospecho que eran comerciantes de pieles. ¿Hace falta que diga cuál fue su oferta? Nos recordó que la ciudad estaba a su merced y que con un gesto de su mano podría destruirnos como a los demás. Afirmó que, contrariamente a los terroríficos rumores que lo precedían, él no era un monstruo, sino un guerrero orgulloso de una estirpe antigua y honorable.
»Como tal, nos ofrecía una nueva opción. Por supuesto, siempre cabe escoger entre rendirse o luchar; pero él había podido ver con sus propios ojos que nosotros habíamos elegido la segunda, por lo cual nos respetaba. Y en lugar de derrotarnos y pasarnos a cuchillo a todos, nos pidió que enviáramos a nuestros mejores guerreros a enfrentarse con sus campeones en una palestra que construiría frente a las puertas de nuestra ciudad. Si vencían los nuestros, sus ejércitos se retirarían y nos dejarían en paz, con una condición que ahora explicaré. Si eran nuestros campeones los derrotados, rendiríamos la ciudad y la saquearían, pero se dejaría vivir a la gente.
»A1 no ver otra alternativa, aceptamos su oferta. Hice que despejaran un terreno de entrenamiento en la plaza que había frente a la catedral. Los demás caballeros principales de la ciudad y yo pasamos el resto de los días entrenándonos allí, transmitiendo nuestras habilidades lo mejor que podíamos a los guerreros más jóvenes que se habían ofrecido voluntariamente a luchar en la palestra de Onghwe Kan.
»Por las tardes íbamos a la torre de vigilancia de la puerta principal de la ciudad y observábamos la construcción de la palestra, tan cerca que podíamos lanzar piedras a su interior. Cavaron un túnel que conducía desde nuestra puerta hasta la entrada oeste de la palestra. En el otro lado preparaban una entrada semejante, desde el campamento de la hueste que nos asediaba hasta la palestra, y no hacía falta ser muy astuto para ver que los campeones de Onghwe entrarían por ese lado. Pero la palestra tenía una tercera entrada; o más bien salida. Estaba en el lado sur, bajo una alta plataforma preparada para que tomase asiento el kan. Como ahora sabemos, esas competiciones son para él una especie de entretenimiento, como la caza de osos o la cetrería, y su único propósito era proporcionarle placer. El túnel que salía bajo la plataforma del kan estaba oculto por un velo escarlata.
»Vinieron emisarios a la ciudad para informarnos de las reglas y costumbres del torneo. Nos explicaron que, de vez en cuando, tras el final de un combate, el kan podía hacer una seña al vencedor, en cuyo caso debía abandonar la palestra no por el túnel por donde había entrado, sino cruzando el velo rojo sin saber qué lo esperaba allí.
»Así que la cosa fue tomando forma y nuestros campeones se entrenaron como nadie, conscientes de que el destino de todos los habitantes de la ciudad dependía de su habilidad en el combate. Al final elegimos a tres y los enviamos por el túnel para luchar frente a una audiencia de rugientes mongoles y de la menos honorable escoria que los seguía.
»Nuestro primer campeón, a quien yo tenía por el mejor de todos, fue derribado y decapitado en un instante por un demonio con una espada curva. Nunca supe de dónde venía aquel demonio. Nunca antes había visto gentes así ni había oído hablar de ellas.
»E1 segundo era un luchador, creo que mongol, que para mi sorpresa fue derrotado por nuestro campeón. Creo que el mongol confiaba demasiado en su habilidad y mi hombre lo cogió por sorpresa y lo derribó y aturdió antes de que tuviera tiempo de empezar a pelear en serio. Al parecer, era uno de los favoritos y la victoria de nuestro campeón no fue del gusto de la multitud.
»Entonces llegó mi turno. Porque yo era el tercer campeón. Luché con lanza contra un kitai. No intentaré crear intriga, ya que veis que estoy aquí. Aquel hombre era bueno con la punta y su arma era flexible y rápida porque tenía el asta de alguna clase de caña hueca, pero su insistencia en utilizar la punta afilada me hizo pensar que no debía de ser tan diestro con el otro extremo. Fui acercándome y pude desviar su acero, girar mi arma con habilidad y alcanzar con el extremo romo un lado de su cabeza.
Los caballeros asintieron y se oyeron murmullos de aprobación. Cnán puso cara de desesperación.
—Cayó y no se levantó. Me volví para mirar a Onghwe. Esa fue la vez que estuvimos más cerca. Podría haberle lanzado mi arma y no me habría costado mucho alcanzar su pecho. Y, aunque hubiera sido satisfactorio, habría condenado a mi ciudad a la destrucción, así que no lo hice. Nunca había visto un rostro tan malvado. Me observó durante un instante y luego hizo una seña con la cabeza hacia el túnel por donde yo había llegado unos minutos antes.
»Volví a mi ciudad. Los mongoles desmontaron la palestra, que había sido ideada con gran habilidad para poder plantarla y levantarla en muy poco tiempo, como una tienda. Levantaron todo el campamento y se marcharon. Tres días después volvieron y nos destruyeron.
Illarion bebió otro largo trago de cerveza y dio tiempo para que lo que había dicho quedara en la memoria de todos.
—Podría hacer un emocionante relato de nuestra defensa y nuestra derrota —continuó Illarion—, y otros todavía más emocionantes de lo que sucedió después. —Se llevó la mano al pecho y cerró la mano sobre un relicario que llevaba; Cnán sabía que contenía un pequeño retrato de su esposa y de su hijo, que habían sido aplastados hasta la muerte a su lado, bajo las tablas—. Pero no es mi deseo distraeros de lo importante de esta historia.
—Que es... —preguntó Feronantus, aunque por su expresión era evidente que ya lo sabía.
—Que hice lo que todos vosotros os estáis preparando para hacer en este momento... y, de todos modos, el lugar que yo defendía fue arrasado y la gente fue masacrada —respondió Illarion—. La invitación a la que habéis respondido es una farsa. La única diferencia es lo que hay en juego. Porque, si no me han informado mal, estáis aquí como campeones, y no solo de una ciudad en medio de Rutenia, sino de toda la cristiandad.
—La oferta que anunció Onghwe Kan, no solo a nosotros sino a todos los reyes, obispos y popes de todas las tierras aún no dominadas por la Horda, era exactamente como la has descrito. En lugar de ofrecer la salvación a una ciudad, la ofrece a toda la cristiandad si envía a sus campeones a la palestra que visteis que está construyendo junto a Legnica. Por las grandes distancias que deben recorrer los mensajes ha concedido a esos reyes y obispos varios meses para responder —dijo Feronantus.
—¿Hace falta que os diga —preguntó Illarion— que no hace eso por equidad o misericordia? Lo hace porque este entretenimiento, como el circo de espadas, no es más que una táctica de diversión que utilizan él y sus hermanos kanes para desviar la atención de su objetivo, mientras los ejércitos mongoles maniobran y establecen líneas de suministro para la próxima carnicería.
—¿De verdad lo creísteis? —preguntó una voz.
Cnán y varios más volvieron la cabeza para identificar su origen. Era Roger, el normando que había llegado desde Sicilia con Percival.
—Cuando os estabais entrenando en la plaza de la catedral, ¿creíais que Onghwe cumpliría su palabra? —Su tono era de escepticismo. Estaba molesto por cómo había hablado Illarion.
De entrada, Illarion se indignó, pero luego apartó la mirada y le dio la razón.
—Por supuesto que me hice esa pregunta cada día —dijo—, pero ¿qué alternativa teníamos?
—Exacto —dijo Roger—. ¿Y tenéis en cuenta que durante esos meses de demora no solo los mongoles maniobran ejércitos y preparan líneas de suministro?
—¡Qué más quisiéramos que fuera así! —gritó Taran—. Pero no encontraréis en la cristiandad la unidad de objetivos de los mongoles. Federico y el Papa están en guerra por la península itálica. No les importa en absoluto lo que suceda más al norte.
—De todos modos, es mejor que nos ataquen más tarde que ahora —comentó Roger.
—No si el resultado ya está escrito —dijo Raphael—. Parece que nada detendrá a esos kanes salvo las olas del océano occidental lamiendo los cascos de sus ponis.
Y aquí la conversación se fragmentó en al menos media docena de grupos de tres o cuatro hombres dedicados a discutir un detalle u otro. Pero, hasta donde Cnán pudo entender, todo lo que hicieron fue encontrar nuevas formas de expresar su acuerdo sobre el carácter desesperado de la situación.
—¿Cómo lo hacen? —preguntó Feronantus haciendo callar a toda la mesa. Su mirada vagó a su alrededor hasta que se encontró con la de Cnán—. Sabemos muy poco de ellos. Solo tú, Vaetha, te has adentrado en los territorios orientales de donde vinieron los mongoles. Al principio solo había uno: Gengis, el grande. Ahora hay varios: su hijo Ogodei en el centro; Onghwe, hijo de Ogodei; su sobrino Batu, y otros, supongo, cuyos nombres ignoro. ¿Cómo coordinan sus movimientos? ¿Cómo puede Ogodei controlar a subordinados que están a miles de leguas de distancia?
Cnán estaba impresionada por lo mucho que había llegado a saber Feronantus. Otras unificadoras podían haberle traído mensajes antes que ella, pero lo más probable era que él hubiese recabado información de los comerciantes o cautivos enviados al emperador romano Federico; tal vez los enviados de esos pobres bastardos que eran los ismailíes. Estos, restos ruinosos de los hassasins que habían sido la pesadilla de Saladino, de los califas y de los seleúcidas por igual, también habían contratado los servicios de las unificadoras para que los guiaran hacia el oeste.
—Podría tardar días en dar respuesta a todas vuestras preguntas —observó Cnán. A fin de cuentas quizá tuviera información que ellos necesitaban, información que podría servir a los propósitos de las unificadoras y también de la Skjaldbræður.
—¿No hay otra cosa en la cabeza de esos kanes —preguntó Feronantus— que seguir conquistando tierras hasta que, como dijo Raphael, el océano lama los cascos de sus ponis?
—Disponen de gran libertad de acción, como debe de ser evidente para ti —respondió Cnán—, pero obedecen órdenes del poder central y compiten entre ellos.
—¿Qué clase de competición merecedora de tal nombre puede darse entre un kan y otro que está al otro lado del mundo? Sus dominios parecen claramente delimitados; nunca se ha visto a dos kanes intentando conquistar el mismo lugar.
—No lo has entendido —dijo Cnán—. Cuando hablo de competición no quiero decir que compitan por el mismo botín. Para un hombre tan rico y poderoso solo hay un premio que siga mereciendo la pena: convertirse en el próximo kagan, el kan de kanes.
Se hizo el silencio en toda la mesa mientras pensaban en ello.
—Los conocimientos de esta mensajera no nos aportan nada importante —protestó alguien—. ¿De qué nos sirve saber que hay varios kanes soñando con suceder a Ogodei a su muerte?
—Me gustaría oír más cosas —replicó Feronantus—. ¿Cómo se elige al kagan? ¿Elige él a su sucesor o está determinado por alguna ley sucesoria? Y, si hay algún procedimiento de ese tipo, ¿lo respetan o ignoran su dictado y luchan entre ellos?
—El kagan hace público el nombre de su sucesor y, a su muerte, el kuriltai lo ratifica.
—¿Y qué es eso? ¿Alguna clase de sumo sacerdote?
—No tienen sacerdotes como los que conocéis —negó Cnán—, y mucho menos una clase superior de ellos. El kuriltai es un alto consejo de kanes. Se reune en un lugar para decidir sobre algún asunto importante, en este caso la identidad del próximo kagan.
—¿Y se reune el kuriltai regularmente en fechas determinadas?
—No. Se reune por voluntad del kagan.
Feronantus parecía frustrado.
—Entonces, ¿no podemos predecir cuándo será la próxima reunión?
—No.
—Perdón, pero tengo una pregunta —dijo una voz nueva. Era Yasper, el holandés que Cnán había visto bebiendo con Raphael el día de su llegada. No era miembro de la Hermandad del Escudo, pero era respetado porque era una especie de alquimista.
Feronantus asintió y Yasper continuó.
—Dices que el kuriltai ratifica el sucesor de ese kagan, el kan de kanes.
—Sí.
—Pero también has dicho que él es el único que puede convocar el kuriltai.
—Sí.
—¿Ves la contradicción?
A Cnán se le escapó una sonrisa.
—Hay otra regla que olvidé mencionar —admitió—. A la muerte del kagan se convoca de inmediato un kuriltai.
Yasper asintió, satisfecho con la respuesta, y con eso el asunto parecía liquidado para todos, menos para Feronantus. Tras pensarlo un poco más, levantó una mano para acallar a la persona que intentaba hablar a continuación.
—¿Y la convocatoria de un kuriltai implica que todos los kanes deben ir sin demora al mismo lugar?
—Eso es un kuriltai.
—¿Y se puede convocar en cualquier lugar o...?
—Impensable —dijo Cnán—. Sienten una reverencia supersticiosa por algunos lugares mágicos de su tierra. Solo en esos lugares se puede convocar un kuriltai.
—Entonces estás diciéndome —dijo Feronantus, que ahora la miraba fijamente de una manera que le producía cierta incomodidad— que si Ogodei, el kan de kanes, muriera, todos los demás kanes (Onghwe, aquí en Legnica, y Batu en Hungría, y todos los demás, dondequiera que estén) ¿tendrían que dejar todo lo que estuvieran haciendo de inmediato para viajar de vuelta a Mongolia?
—Es correcto —respondió Cnán sin saber bien por qué Feronantus parecía tan fascinado por aquella hipotética observancia de las leyes tribales mongolas—. Si quisieran convertirse en kagan. Y todos quieren.
De repente, Feronantus parecía enormemente aliviado. Sus ojos se iluminaron y se cogió las manos por delante de las rodillas. Recorrió la habitación con la mirada buscando a sus mejores tácticos: Raphael, Finn, Rædwulf y Taran.
—Si es así, ¡nuestro camino es completamente obvio! —proclamó—. Ya no seremos uno sino dos. Dividiremos nuestro grupo y nuestros esfuerzos, y enseñaremos a esos jinetes del diablo a respetar el pomo tanto como la hoja.
El silencio que se hizo en la sala y las expresiones de todos, que se habían quedado con la mirada clavada en él, dejaron claro que Cnán no era la única que no conseguía captar su plan. Feronantus levantó las manos, exasperado por la incapacidad de todos de ver lo que para él era evidente.
—Algunos lucharán en el circo. Eso nos dará cobertura y diversión.
Cnán se quedó boquiabierta, pero inmediatamente volvió la vista hacia Haakon, que parecía ajeno a todo. Volvió a sentirse enferma, como si mirara las tenazas ensangrentadas de Raphael o estuviera oliendo la podredumbre que rodeaba Legnica.
Supo que Feronantus acababa de sellar el destino del joven vikingo: Haakon moriría el primero, junto con sus hermanos más jóvenes e inexpertos. La orden estaba a punto de arrojar a sus niños desde las murallas.
El Kinyen seguía en silencio esperando a que Feronantus explicase la otra mitad de su plan.
—Y los demás —dijo Feronantus— cabalgarán hacia el este, más allá de la tierra de las calaveras, hasta la tierra sagrada de los mongoles, y encontrarán al kagan. Y lo matarán.