Las brillantes agujas tintinearon cuando un soplo de brisa hizo mover las ramas de los árboles; algunas de ellas cayeron, como fragmentos de cristal. Hasta entonces, Duncan había encontrado que los bosques eran una fuente de maravilla y delicia. Sólo que su precaución natural le impedía apresurarse a tocar, oler o probar nada. Pero es que esos bosques no eran los de la Tierra, y no había forma de saber qué peligros extraños les podían esperar, ocultos en los claros iluminados por el sol; así es que avanzó con precaución, alerta a cualquier movimiento que pudiera producirse entre los arbustos de extrañas formas y colores.

Para Len, que caminaba a su lado, el paseo era simplemente otro paseo: tantos miles de pasos hacia el interior de los bosques, y otros tantos miles para salir de ellos. El ejercicio sólo tenía algún aliciente debido a la oportunidad que proporcionaba para estirar las piernas después de haber estado encerrado tanto tiempo en una nave espacial, y también por—el hecho de que se tratara de algo expresamente prohibido. Probablemente, ni siquiera habría considerado la posibilidad de transgredir las reglas de no haber sido por un cartel en el que se advertía: «Los estudiantes de primer año no se deben aventurar en ningún caso más allá del perímetro de tránsito del campamento». Después de haber leído aquel cartel no podía permitirse permanecer confinado a las burbujas translúcidas que constituían los alojamientos para los recién llegados al planeta. Había lanzado amenazas y halagos hasta que Duncan estuvo de acuerdo en acompañarle.

Duncan, que por naturaleza se atenía a las leyes y observaba conscientemente las reglas, se resistió a la persuasión de Len, hasta que éste le provocó. Entonces, aquello se convirtió en una cuestión de honor. Aun cuando el propio Duncan se maldijo a sí mismo por ser tan sensible. Delgado, pálido y con un aspecto casi afeminado, creía que la gente esperaba verle correr a la menor señal de peligro, desmayarse a la vista de la sangre, o temblar al tener que soportar la carga que le correspondiera; y, en consecuencia, siempre estaba soportando cargas adicionales y ofreciéndose voluntario para cualquier proyecto arriesgado. Lo que, desde luego, era la causa de que hubiera firmado para cumplir su servicio extraterrestre. Ahora se acusaba a sí mismo de ser un estúpido por haber mordido el anzuelo tendido por Len. ¿Qué era una provocación? Nada m s que palabras. ¿Qué habría pasado si Len le hubiera desafiado a poner su mano en el fuego? Y, sin embargo, aquí estaba, en una situación que podía terminar con un daño mucho peor que una mano quemada. Aún se sabía muy poco sobre el planeta que estaban abriendo a la colonización. El cartel de advertencia no era más que algo con mucho sentido común.

Duncan y Len eran cadetes de los hombres de la frontera, aunque, por el momento, aquello no representaba más que un simple título de cortesía. Porque, desde que habían llegado, hacía apenas dos días, toda su rutina consistía en conservar los uniformes nuevos lo más rígidos posible, y en limpiar los nuevos alojamientos hasta dejarlos en condiciones intachables. Más tarde, tendrían lecturas y ejercicios y todavía más adelante podrían realizar verdaderos servicios; pero, por el momento, sólo tenían que obedecer órdenes y mantenerse apartados del camino de quienes tenían trabajo que hacer. De hecho, no había fin para los trabajos que se podía ver obligado a realizar un hombre de la frontera: desde hacer un cocido con raíces nativas, hasta determinar las estaciones alrededor del campamento y en las que los colonos establecerían las primeras comodidades. La exploración del planeta había sido llevada a cabo de una forma ordenada y controlada. Primero habían llegado los astronautas, quienes informaron que la atmósfera y la gravedad eran casi idénticas a las de la Tierra. A ellos les siguieron los técnicos, que recogieron muestras de los depósitos minerales, trazaron mapas e investigaron la flora y la fauna. Y con los técnicos llegaron los hombres de la frontera, los primeros en realizar extraños trabajos. Duncan y Len estaban ahí para aprender ese oficio.

Ni siquiera se agradaban el uno al otro. Tenían la misma edad, el mínimo permitido para los reclutas. Aparte de eso, lo único que tenían en común era su incapacidad para hacer amigos. Duncan era demasiado tímido y, a la menor sugerencia de que otras personas se habían dado cuenta de su presencia, enrojecía hasta la raíz de su pelo rubio pajizo. Len era demasiado receloso. Había luchado una batalla perdida contra la autoridad durante toda su vida y siempre esperaba que cualquier mano extendida en gesto amistoso terminara por convertirse en un puño. El caso es que los dos solían verse juntos muy a menudo, aunque sólo fuera por simple accidente, o porque les dejaban solos cuando todos los demás se marchaban juntos.

Mientras Duncan miraba a su alrededor en todas direcciones, percibiendo colores y sonidos que parecían pertenecer a los sueños, Len tramaba algo a su lado, con sus oscuras cejas recogidas en su habitual gesto de ceño fruncido, mirando fijamente unas botas que le iban demasiado grandes. Sus respectivas ideas sobre la aventura ilícita se habían invertido. Duncan empezaba a disfrutar, a pesar de los inoportunos temores que sentía en el fondo de su mente; por su parte, Len empezaba a preguntarse con gesto taciturno por qué se habría tomado tanto trabajo para dar un simple paseo rutinario, y ya estaba calculando lo que aquello le iba a costar en trabajos extras cuando se descubriera su escapada.

Sus reflexiones se vieron interrumpidas por una amortiguada explosión, procedente de un grupo de matorrales, que impulsó en todas direcciones un puñado de bolas de apariencia ovoide. Lanzó una maldición cuando una de ellas le alcanzó en la mejilla. Duncan cogió algunos de aquellos proyectiles suaves y delicados, de color marrón.

—Avellanas rompedoras —dijo.

—Lleva cuidado —murmuró Len—. No sabes lo que estás cogiendo.

—Ya nos hablaron de esto en la conferencia de reclutamiento —le recordó Duncan— Una vez que se han secado, se las puede convertir en polvo apretándolas entre los dedos. ¿No lo recuerdas?

—No recuerdo nada sobre esa conferencia, excepto a aquel tipo que nos dijo que ya nos podíamos marchar de la Tierra. Tuve la impresión de no poder salir de allí lo bastante pronto.

—Antes de que hayamos terminado, desearemos volver a estar allí —observó Duncan; después, sonrió y le extendió una avellana—. Toma una. Se pueden comer.

—Eso no lo sabemos —gruñó Len—. No sabemos nada.

Un tentáculo surgió entonces, en forma de espiral, del tronco moteado de negro y naranja de un árbol cercano. Se curvó sobre la mano de Duncan y a continuación, con gran furia, se enrolló alrededor de la avellana. Tras haberse asegurado el alimento, el tentáculo se retiró hacia el árbol con la velocidad de una cinta elástica soltada de repente.

—¿Has visto eso? —preguntó Duncan, lleno de excitación.

—¡Vaya! —exclamó Len—. ¡Bichos!

—¿Es algo animal o vegetal?

—No te preocupes —dijo Len—. A mí no me gustan.

—Pero es fascinante.

Duncan extendió otra avellana. Al cabo de un momento el tentáculo se extendió de nuevo desde el árbol, en su búsqueda.

—¡Deja eso! —espetó Len, dándole un manotazo a la mano de Duncan y haciendo que la avellana cayera en el suelo.

Cuando ésta cayó sobre el espeso musgo que se extendía a sus pies, el tentáculo se curvó hacia abajo, en busca de ella. Dando gruñidos de disgusto, Len lanzó una patada contra el tentáculo, que quedó separado del árbol, se revolcó y se agitó durante unos pocos segundos y finalmente quedó allí, quieto.

—¡Eres un tonto! —gritó Duncan—. Lo has matado.

—Son bichos. Los odio —gruñó Len—. ¿Y a quién estás llamando tonto, pequeño?

El rostro de Duncan se puso rojo. Ante aquel insulto, sólo cabía una respuesta. Cerró los puños; pero todos aquellos meses de entrenamiento por los que habían pasado los dos, le detuvieron.

—Seríamos unos verdaderos tontos si lucháramos aquí —jadeó—. Si uno de nosotros resultara herido, podríamos retrasarnos hasta después que oscureciera, y quedar atrapados en estos bosques en la oscuridad sería fatal. Pero ya me encargaré de ti en cuanto regresemos al campamento.

—Como quieras. ¿Prefieres regresar ahora mismo?

Eso quiere decir que él desea regresar, pensó Duncan.

—¿Y por qué vamos a volver ahora? —preguntó en voz alta—. De todos modos, nos van a castigar por haber infringido las reglas. Sabiendo ya que vamos a ser castigados, será mejor aprovecharlo. ¡Mira eso!

Un nuevo tentáculo había surgido desde un lugar cercano a las raíces del árbol. Fue ondulando lentamente, como si estuviera buscando algo. Duncan cogió a Len por el brazo.

—Si lo tocas, te voy a aplastar la nariz sobre tu fea cara —siseó.

El nuevo tentáculo se enroscó alrededor del que había quedado inmóvil. En esta ocasión no parecía haber prisa alguna. Tranquilamente, se llevó su carga hacia el árbol.

—Como si fuera una condenada serpiente —dijo Len, y Duncan se dio cuenta entonces de que el brazo de su compañero estaba temblando—. Está pensando —gritó Len—. Una planta no tiene ningún derecho a pensar.

Los dos tentáculos llegaron al tronco del árbol. Con la lentitud de un pequeño chorro de vapor dispersándose en el aire, se introdujeron en la corteza hasta que no quedó el menor rastro de ellos.

—¡Fíjate! —exclamó Duncan, con los ojos muy abiertos.

—¿En qué clase de lugar nos hemos metido? —preguntó Len en un susurro.

—Vamos —le dijo Duncan—. Vamos a ver lo que hay por ahí.

Aunque sentía verdaderos deseos por explorar la zona, le encantaba hacer sudar a Len.

—¿Qué otra cosa puede haber por ahí para ver?

¿Había un ligero temblor en la voz de Len al hacer la pregunta?

—Por ejemplo, eso —contestó Duncan, señalando hacia lo que parecía ser un grupo de flores coloreadas encima de un arbusto.

Se dio cuenta de que se trataba de las alas multicolores de una mariposa, que revoloteaba alrededor de unas flores. Esta flor también se marchitó: era otra mariposa. Los enormes insectos iniciaron una danza aérea, trazando círculos, descendiendo, girando, apresurándose, en un remolino de rojos, azules, amarillos y verdes.

—Podría ser una danza de apareamiento —observó Duncan.

Como si trataran de demostrar su teoría, las mariposas se juntaron y los cuerpos se apretaron, suspensos en el aire. Las alas de la mariposa de arriba permanecían inmóviles, mientras que las alas de la mariposa inferior se agitaban febrilmente, hasta que dejaron de moverse por completo. Poco a poco, el color fue desapareciendo de ellas. Finalmente, un trozo de membrana de color gris amarronado, que era todo lo que quedó del insecto de abajo, flotó como un trozo de papel arrugado, cayendo al suelo.

Len se pasó la lengua por los labios resecos.

—Si eso es una danza de apareamiento, que me cuelguen —murmuró, mientras la vencedora desaparecía por entre un laberinto de ramas.

—Éste es un mundo diferente —observó Duncan casualmente, encogiendo sus delgados hombros—. Pero hay algo divertido en ese matorral.

Al investigar el matorral sobre el que había estado descansando la mariposa, descubrieron que no se trataba de ningún vegetal, sino del esqueleto espinoso de algún animal.

—¿Pero qué clase de animal puede poseer un esqueleto como éste? —protestó Len—. Debe tener un aspecto de pesadilla.

Lo tenía. Era una criatura negra, similar a una babosa, a la que encontraron, un cuarto de hora después, paciendo en un terreno cubierto de delicadas campánulas, y haciendo un ruido parecido al de enormes bramidos, disfrutando, sin duda alguna, de su alimento. Elevó su cabeza, que no era tal cabeza, sino la terminación redondeada de su cuerpo, y se quedó mirando fijamente con su único ojo a los intrusos.

—¿Pasamos a su lado? —preguntó Len con voz ronca—, ¿o regresamos?

Duncan habría deseado obligar a Len a acercarse más a aquella mancha deforme, aunque sólo fuera para enseñarle respeto por otras formas de vida, pero eso habría significado correr un riesgo estúpido.

—Creo que ser mucho mejor que regresemos —dijo Duncan.

—Y esperemos que no haya más arrastrándose detrás de nosotros —gruñó Len.

—De todos modos, ya es hora de volver —dijo Duncan, racionalizando su retirada; los rayos del sol caían muy oblicuos a través de los árboles—. Reconozco que sólo nos queda una hora de luz.

Una mariposa danzó a través de las barras de luz. Era tan enorme como las demás, pero tenía señales muy diferentes. «Sangre manchando el pavimento», pensó Duncan al volverse.

Entonces, a través de los bosques, sonó un chirrido, de un tono tan elevado que se encontraba ya en el mismo límite de audibilidad del oído humano. Aunque apenas si fue audible, su intensidad resultó casi insoportable. Los jóvenes se llevaron las manos a las orejas y miraron hacia atrás, por encima de sus hombros. La criatura negra estaba gritando.

La mariposa blanca y escarlata se había posado sobre su lomo, retorciéndose. El aire se estremeció cuando otras muchas mariposas revolotearon, bajando como una lluvia de sangre. Cuando cubrieron el cuerpo del animal, el quejido dejó de sonar. Después, una mariposa echó a volar, alejándose. Las otras la siguieron. Finalmente, sólo quedó allí una, descansando sobre lo que parecía ser un matorral seco… el esqueleto de la criatura negra.

—Empecemos a movernos —gruñó Len.

Por su rostro moreno se deslizaban pequeñas gotas de sudor. Duncan se dio cuenta de que él mismo estaba temblando. Sus pasos se fueron haciendo más y más rápidos, hasta que se encontró corriendo, junto a Len. Tropezó con un diminuto hormiguero, del que se elevó un enjambre de motas doradas que volvieron a asentarse en el suelo. Para no perder el equilibrio, se agarró a la túnica de Len. Éste trató de desembarazarse de él.

—Espera —jadeó Duncan—. Esto es estúpido. A esta velocidad, habremos quedado agotados antes de recorrer la mitad del camino que nos queda hasta el campamento.

Le dejó ir, y permaneció de pie, respirando profundamente. Len avanzó unos diez metros y finalmente se detuvo.

—Nadie… nos habló jamás… de esto —balbució.

—No les dimos ninguna oportunidad —resolló Duncan—. Sólo hace dos días que estamos aquí. En espera de entrenamiento posterior. Confinados al campamento.

—Sin duda alguna, alguien tuvo que haberse escapado antes que nosotros —dijo Len.

—Si lo hizo, no sabemos qué le sucedió —replicó Duncan, hoscamente.

Siguieron avanzando durante un rato, en silencio. La sensación de maravilla se había convertido ahora en otra de recelo. Cualquier movimiento procedente de los matorrales podría haber indicado peligro. Hasta el propio Len se mantenía muy alerta, con los ojos muy abiertos cuando, normalmente, los mantenía semicerrados, en un gesto de mal humor.

—¿Estás seguro de que podremos regresar antes de que se haga de noche? —preguntó Len, tratando de no darle importancia a la cuestión—. ¿Conoces el camino de regreso?

—Tenemos que mantener el sol a nuestra izquierda —contestó Duncan—. Si seguimos avanzando a esta velocidad, aún nos sobrará tiempo. Hasta puede que regresemos antes de que hayan descubierto nuestra ausencia.

Len deseaba apresurar el paso. Al darse cuenta, Duncan retardó deliberadamente el suyo. Muy bien, estaba nervioso, pero no iba a demostrarlo. Además, no había olvidado aquella observación insultante sobre su aspecto… como si pudiera evitar los grandes párpados oscuros y las mejillas sonrosadas en las que los pocos pelos de su barba crecían de mala gana. Ésta era una forma de castigar a Len tan buena como el pegarle con sus puños.

—Vamos, empieza a moverte, piernas cortas —gruñó Len, con irritación.

—Ve tú delante si estás asustado

—Deja ya de actuar —le dijo Len, volviéndose hacia él—. Tienes tanto miedo como yo. Si yo no estuviera aquí, ya te habrías meado de miedo.

—¿Lo crees así? —preguntó Duncan, sonriendo forzadamente, e inclinándose después a propósito para recoger una delicada flor azul—. Es bonita, ¿verdad?

Diminutas gotas de humedad cayeron de las pequeñas campanillas, salpicando la mano de Duncan.

—Supongo que recoger flores es lo mejor que puedes hacer. ¿Te las vas a poner en el pelo?

De las pequeñas gotitas desperdigadas se elevó un aroma casi abrumador. Aquello le recordó a Duncan otra época en la que cruzó la puerta abierta de un restaurante muy caro, oliendo los aromas combinados de muchas flores, de comidas exóticas, de una vida cálida, buena y cómoda. Duncan se llevó la palma de la mano hacia la nariz. Y se sintió inmediatamente atormentado por grandes estornudos.

A cada «¡achís!» le seguía el boqueo preliminar que precedía al siguiente estornudo. Sus ojos se humedecieron, la cabeza le dio vueltas y fue dando tumbos ciegamente de un lado a otro, chocando primero contra un árbol y después contra algo más cálido y suave que resultó ser el propio Len. Su nariz empezaba a calentarse e inflamarse, y sus piernas le temblaban, pero las convulsiones continuaron. Se preguntó vagamente si se detendrían alguna vez y, a medida que la respiración se le hizo cada vez más difícil, entre los estornudos, empezó a pensar en lo tonto que sería morir estornudando…

Se dio cuenta poco a poco de que Len le estaba sosteniendo y de que había dejado de estornudar. Su visión se fue aclarando. Al parpadear, volvió a oír los nuevos gruñidos de Len.

—Si ya puedes ver, también podrás soportar tu propio peso —le dijo—. No es que tengas mucho, pero lo poco que tienes molesta condenadamente.

Duncan notó entonces que su mano derecha le quemaba como si estuviera sosteniendo un carbón encendido. Al mirarla, la vio tan alejada e inactiva como si perteneciera a alguna otra persona. Tenía un color rojo y estaba salpicada de grandes ampollas allí donde habían caído las gotitas. También estaba empezando a hincharse. A cierta distancia, escuchó la voz de Len:

—No te podía dejar tendido entre esas cosas venenosas. ¿Pero no podrías ponerte de pie ahora?

Duncan hizo lo que le pedía y, con gran esfuerzo, enderezó sus hombros.

—Lo siento —dijo, tratando de sonreír sin conseguirlo del todo—. Fue una tontería. Ya debí haber aprendido que, en este planeta, lo que parece bonito puede ser peligroso.

—Esa cosa negra se las estaba comiendo —recordó Len con aprensión.

—Quizá sea así como se mantiene todo. Las cosas negras se las comen y las mariposas se comen a las cosas negras. Y eso es lo que mantiene el equilibrio de la naturaleza.

—¿Y qué es lo que se come a las mariposas?

—Quizá se coman entre ellas. Ahora ya puedo andar. Sigamos, ¿quieres?

Sin embargo, el avance se hizo más lento. A cada paso que daba Duncan su mano le producía dolorosas sacudidas y cada una de ellas era como un latigazo. Se desabrochó la parte delantera de su túnica para que le sirviera de cabestrillo: aquello era más cómodo, pero la distribución poco usual del peso hizo que el andar le fuera más difícil. Tropezaba casi con cualquier irregularidad del suelo. El sol se puso en el horizonte.

—Todavía queda tiempo —dijo, dándose cuenta del acento falso de su optimismo—. Llegaremos, si no pasa nada antes.

En lugar de apresurarle para que aumentara la velocidad de su marcha, Len se detuvo de pronto.

—Mira allí; Esos árboles. Se están moviendo —dijo.

El camuflaje natural era el responsable, desde luego. Mientras aquella aparición permaneció inmóvil, resultó casi invisible; y ellos habían estado caminando directamente hacia ella. Ahora que se estaba moviendo, aunque con lentitud, podían juzgar su anchura y longitud. Y su parte más gruesa debía ser, por lo menos, el doble de la altura de un hombre y se extendía desde un extremo del claro al otro. ¿Dieciocho, veinte, veinticinco metros?

—¿Qué es? —preguntó Len en un susurro.

—No lo sé —contestó Duncan, hablando también en susurros—. Pero según mi libro debería estar extinguido.

—Se encuentra en nuestro camino. ¿Qué vamos a hacer?

—¿Pedirle que se aparte? —Duncan deseó inmediatamente no haber dicho aquello.

No era momento para mostrarse sarcástico, sobre todo cuando Len percibió el tono de burla.

—Muy bien, sabelotodo. Todos sabemos que no eres solamente una cara bonita. Si eres tan inteligente, piensa en algo. El sol ya ha desaparecido. Si no queremos quedar atrapados aquí, en la oscuridad, tenemos que pasar por encima, por debajo o alrededor de eso. ¿Y bien?

Una mariposa plateada se balanceó entre los árboles y trazó círculos sobre los jóvenes, pero su atención iba dirigida hacia las sombras de la bestia, que esperaba al acecho, más allá de los árboles. Su cabeza había permanecido vuelta hacia el otro lado, por el momento. Pero entonces giró rápidamente en su dirección. Una lengua negra restalló como un látigo y la mariposa plateada desapareció. Después, el monstruo se fijó directamente en ellos. Era horrible.

De color grisáceo y púrpura, estaba cubierto de verrugosas protuberancias. Surgiendo de un amplio hocico flotaban hilillos de vapor y daba la impresión de que, en las circunstancias adecuadas, podría exhalar fuego. Las numerosas facetas de su único ojo brillaban como manchas a la luz escarlata del sol poniente. Aquello podría haber sido soportable, pero cuando el ojo sobresalió de la masa, transportado sobre el extremo de la antena que se inclinó hacia ellos, no hubo otra alternativa que echar a correr.

Gritando como pájaros asustados, la pareja corrió estrepitosamente por entre el bosque; a veces, el uno se abalanzaba sobre el otro, otras veces se agarraban mutuamente; perdieron todo sentido de la orientación y no quedó en sus mentes otra cosa que la necesidad de escapar de la pesadilla que se encontraba detrás de ellos. Sólo se detuvieron cuando Len tropezó, pegó un salto en el aire y cayó sobre el suelo, con el rostro hacia abajo.

El impulso hizo que Duncan siguiera corriendo unos cuantos metros más. Cuando se volvió, Len estaba intentando ponerse de pie. No muy lejos de uno de los pies de Len, las hormigas ya habían empezado a reparar su hormiguero, a la luz dorada que ya indicaba la aproximación de la noche. Duncan ofreció su mano izquierda a Len, para ayudarle a levantarse, pero éste la rechazó.

—Puedo levantarme sin necesidad de ayuda —espetó—. ¿Pero dónde está el monstruo?

—Debemos haberlo dejado muy atrás —contestó Duncan—. Quizá ni siquiera se molestó en perseguirnos.

Escudriñó las sombras, confiando en que tendría razón y, en realidad, no vio aquella cosa a su lado, invisible.

Len había hablado demasiado pronto. Al aplicar ligeramente el peso de su cuerpo sobre su pie izquierdo, dio un grito y se volvió a caer. Al tratar de sujetarse, extendió las manos para agarrarse al punto de apoyo más cercano. Podría haberse salvado de no haberse agarrado precisamente a la mano hinchada de Duncan. Éste lanzó un grito de dolor. Len cayó al suelo. Y, durante algunos minutos, se lanzaron un insulto tras otro, consciente cada uno de ellos de su propio dolor. Finalmente, el dolor se fue aplacando y permanecieron en silencio, considerando sombríamente su situación.

—Estamos en un buen lío —dijo al fin Duncan.

—Supongo que será por culpa mía —rugió Len, acariciándose suavemente su tobillo que estaba roto o torcido.

—Un lío es un lío, sin que importe cómo nos metimos en él —dijo Duncan con tranquilidad—. Yo con un solo brazo útil, y tú con sólo una pierna.

—Podría caminar cojeando si tuviera algo en que apoyarme —dijo Len—. Un palo grueso sería suficiente, ¿pero de dónde lo vamos a sacar? Trata de arrancar una rama de esos árboles y te apuesto a que morderán.

—Puedes apoyarte en mí —le dijo Duncan.

—¿En ti? —preguntó Len con sarcasmo.

—Pero no vale la pena caminar si no se sabe hacia donde —siguió diciendo Duncan con serenidad—. Estamos perdidos. Ahora que ya se ha puesto el sol podríamos estar caminando en dirección opuesta al campamento. Nos echarían en falta al pasar la lista por la noche. Supongo que, antes o después, enviarán a un grupo a buscarnos. Nuestro mejor plan consiste en quedarnos aquí hasta que alguien nos encuentre.

—A menos que algo nos encuentre primero —añadió, Len con una risa restallante.

—¡Cállate! —espetó Duncan—. Deja ya de aterrorizarte a ti mismo.

—¿A mí? —se burló Len—. Si yo fuera un monstruo, iría primero a por ti. Un buen bocado delicado… todo azúcar y jugo.

—Tú le darías mayor alimento —replicó Duncan.

Actuando con suavidad, apartó la mano de la parte frontal de su túnica, con la esperanza de que el aire frío aliviara la hinchazón y el dolor. La sensación de hervor ya se había extendido hasta la altura de su codo. Sabía lo ridículo que era estar discutiendo con Len, pero no pudo evitar una observación sarcástica.

—No tienes que preocuparte por ser feo. Recuerda cómo las mariposas se zamparon esa cosa negra.

Las palabras habían salido antes de que tuviera tiempo para darse cuenta de su significado, antes de que pudiera pensar en la precipitación con que aquellas hermosas criaturas habían devorado a su víctima hasta dejarla en los huesos. Como si hubiera sido atraído por sus pensamientos, un fragmento de algo plateado osciló entre los troncos negros de los árboles, con sus alas brillando al último destello de luz.

—¿Has visto eso? —susurró Len, olvidada ya toda la discusión.

—Sí. Confiemos en que sólo sea una de ellas… y en que tome otra cosa para cenar.

La mariposa plateada revoloteó alrededor de sus cabezas. En una ocasión se acercó tanto a sus rostros, que pudieron apreciar su tamaño: de la punta de un ala a la otra, debía tener aproximadamente la longitud del brazo de Len.

—En la Tierra, las mariposas se alimentan de miel —murmuró Duncan.

—¿Cuánta miel crees tú que se necesitar para satisfacer a ésa? —preguntó Len.

Entonces, dos mariposas plateadas aparecieron girando, revolviéndose una cerca de la otra y bajando y subiendo, en un pas de deux aéreo. Duncan y Len podrían haber quedado absortos contemplando el espectáculo de no haber sido conscientes de la amenaza sangrienta que había tras él. Las dos mariposas se convirtieron en dos parejas y, detrás de ellas, las manchas de luz se extendieron, convirtiéndose en alas, a medida que se iban aproximando otras.

—Esto sí que es una fiesta —observó Len—. ¿Quién va a ser el invitado de honor?

No permaneció mucho tiempo con aquella duda. Una mariposa descendió súbitamente hacia su rostro. Instintivamente, extendió un brazo para protegerse los ojos, y algo rasgó la manga de su túnica.

—Deben tener garras como cuchillas —gritó.

Cuando una de ellas se lanzaba contra Duncan, consiguió agarrarla por un ala. Le azotó con impotencia mientras él la golpeaba contra el suelo. El ala se rasgó y la mariposa comenzó a garrapatear, trazando círculos. No sufrió mucho, pues otra mariposa acabó de destrozarla. Al parecer, aquellos insectos no sentían el menor escrúpulo contra el canibalismo, siempre que se presentara la oportunidad.

Las mariposas flotaron sobre ellos como una bóveda brillante y después se lanzaron a un ataque concertado. Durante un rato, los rígidos uniformes del gobierno impidieron que sufrieran graves daños, y los jóvenes infligieron graves pérdidas al enemigo, desgarrando las finas membranas y pisoteando los cuerpos que se retorcían. Sus manos y rostros comenzaron a brillar con las relucientes escamas que caían de las alas. Pero, a la larga, fueron vencidos por la superioridad numérica. Las gruesas túnicas y capas fueron destrozadas gradualmente. La sangre surgió de los cortes que Len había sufrido en las manos, y Duncan quedó casi cegado cuando una de las garras le produjo una herida sobre la frente. Impedido por un brazo, casi inútil, y tratando de proteger sus ojos, se convirtió en el objetivo principal de las atacantes. Un agudo dolor en la nuca le advirtió que una de ellas ya había encontrado un lugar vulnerable. Se dejó caer al suelo, rodando sobre sí mismo, tratando de aplastarla, pero, al hacerlo, otras mariposas se abalanzaron sobre sus ropas. Una de las perneras del pantalón quedó desgarrada. Lejos de él, escuchó gritos, pero no pudo distinguir si se trataba de la voz de Len, de la suya propia, o de ambas a la vez.

Por encima de los aleteos y chillidos, escuchó una serie de disparos. ¿Era la caballería que cabalgaba para salvarles? ¿Acaso un grupo de reconocimiento podía haberles encontrado tan pronto? Levantó la cabeza y consiguió captar un instante a Len, que permanecía echado, con el rostro hacia el suelo, inmóvil, con media docena de criaturas plateadas desgarrándole la espalda, cuando un brillante destello le hizo un corte en la mejilla y volvió a hundirse. Los disparos continuaron, aumentando hasta convertirse en un fuego rápido; después, disminuyeron, transformándose en disparos ocasionales e irregulares. Al mismo tiempo, se dio cuenta de que ya no tenía nada desgarrándole el cuerpo.

Se arriesgó a volver a mirar. Len seguía allí tendido sin moverse. Cuando un trozo plateado se inclinó hacia abajo, disponiéndose a lanzarse al asalto, un disparo sonó entre los bosques y la mariposa desapareció. O quizá no fuera tanto un disparo, sino más bien el restallar de un látigo. Y Duncan recordó entonces dónde había escuchado antes aquello mismo. Necesitó todo el resto de su decreciente coraje para mirar por encima de su hombro. Sólo para confirmar que, inclinado sobre él, tan cerca que podía sentir el vapor procedente de su hocico, se encontraba el monstruo del que habían huido corriendo no hacía mucho.

Hilillos de saliva colgaban de sus mandíbulas, de aspecto verrugoso. Cuando el ojo móvil se extendió hasta quedar a poco más de un metro de su rostro, Duncan le golpeó. El ojo se retiró inmediatamente, pero Duncan pudo sentir cómo el suelo se estremecía bajo él, mientras el gigante lo pateaba impaciente con sus patas. El ojo se extendió aún más para investigar al postrado Len. Aprovechando que su atención se había distraído por el momento, Duncan trató de alejarse, manteniéndose por el suelo y utilizando las técnicas que podía recordar del Entrenamiento Básico.

Sólo había conseguido avanzar unos pocos metros cuando se dio cuenta de que algo largo, grueso y sinuoso se estaba abriendo paso hacia él. Al principio, pensó que debía tratarse de una serpiente, pero no pudo distinguir ninguna cabeza a la débil luz y se dio cuenta entonces de que estaba mirando la cola de la bestia. Al tocarla, se elevó y pasó sobre él, abriéndose camino hacia Len.

Ya se había enroscado dos veces alrededor del cuerpo inmóvil de Len cuando Duncan se sobrepuso a la inercia inducida por su temor y se lanzó contra aquella cosa. Había conseguido propinarle unos pocos puntapiés y puñetazos cuando la cola se desenroscó y le tumbó con un chasquido.

Echado sobre sus espaldas, vio a Len, herido desde el hombro hasta los tobillos, que era elevado en el aire. Después, su compañero desapareció.

Cualquier sensación de lástima tenía que esperar si Duncan no quería compartir un destino similar. Se puso de pie y trató de echar a correr. Después de haber dado una docena o más de pasos vacilantes, como los de un borracho, algo le golpeó en el hombro. Se trataba de la punta de la cola. Ya no podía hacer nada. Con las mandíbulas aflojadas y los ojos vidriosos, Duncan esperó la muerte, sin resistirse, mientras se sentía absorbido por la cola que se enrollaba a su alrededor. Al ser elevado para ser devorado por alguna feroz quijada como de ostra, según pensó en aquel último instante, se desmayó.

Cuando recobró el sentido se encontraba echado en un profundo foso. Sobre él, las estrellas brillaban en el cielo de la noche. A su débil luz, pudo distinguir a alguien, que permanecía echado junto a él. Se trataba de Len, que seguía inconsciente, pero aún respiraba. ¿Se encontraban en alguna especie de prisión? ¿Era aquello una celda? Duncan palpó las paredes detrás de él: estaban extrañamente cálidas. También eran desiguales. Por un tiempo, su mente trató de rechazar la evidente conclusión. Cuando ya pareció ineludible, se sintió desgarrado, sin saber si vomitar o desmayarse otra vez. El monstruo se había ensortijado a su alrededor.

Escuchó voces humanas a distancia. Quiso gritar, pero de su garganta no surgió ningún sonido. ¿Quería advertirles? ¿Quería que le rescataran? No lo sabía. Golpeó febrilmente una o dos veces contra las paredes carnosas de su celda, y finalmente hundió su rostro entre las manos, lleno de desesperación.

—¡Hola, capitán! ¿Qué nos ha traído por aquí? —saludó una voz alegre—. ¿Algo que quizás hemos estado buscando?

Las elevadas paredes se desmoronaron y Duncan se encontró inconcebiblemente ante el primer teniente, adecuadamente armado contra la vida salvaje de los bosques con un traje de acero plastificado.

—Habéis tenido suerte de que el capitán os encontrara, pues en caso contrario habríamos hallado huesos, en lugar de… —el teniente acercó su antorcha al rostro de Duncan y después iluminó al postrado Len—. Seréis sometidos a juicio, desde luego —añadió, con una alegría un tanto casual—. Pero ser mejor que os llevemos a Bahía de los Enfermos antes de haceros regresar al Viejo Hombre.

Unos pocos días en el hospital repararon las heridas hasta conseguir recuperar algo semejante a la salud, aunque Len se vio obligado a descansar sobre una muleta y el brazo de Duncan tuvo que ser sostenido con un cabestrillo. Al final de aquella semana quitaron los puntos de la espalda de Len y del rostro de Duncan.

—Es lo más que hemos podido hacer —dijo el médico—, pero me parece que ya no volverás a tener un aspecto tan bonito como antes.

—Tendría que haber visto al otro tipo —dijo Duncan, sonriendo, y después, poniéndose repentinamente serio, preguntó—: ¿Hace mucho tiempo que está aquí?

—Hace un año. Vine justo después de que se abriera la base. Ahora ya tenemos más de una docena de campamentos abiertos. Una vez hayamos descubierto más cosas sobre este lugar, animaremos a los colonos para que vengan a establecerse aquí. Entonces empezarán los verdaderos problemas.

—Aquella cosa que llamaron el capitán… ¿qué sabe de él?

—He oído contar muchas historias sobre eso. En realidad, nunca me he encontrado directamente con él. Tampoco estoy muy seguro de desearlo. Dicen que le gustan los humanos. Pero creo que es realmente extraño. A mí no me gusta él.

—Es algo tan terrible… Es casi imposible de imaginar que pueda ser amistoso.

—Ésa es una de las reglas generales de este lugar. Cuanto más fea parece una cosa, tanto más amorosa es en el fondo.

Con el transcurso del tiempo hubo poca posibilidad de elección entre el monstruo y el oficial comandante, sólo que este último parecía tener más dientes y mayor capacidad para exhalar fuego. Permaneciendo delante de él, en una carga, Duncan y Len sólo podían confiar en que aquella regla general se mantuviera.