ACEITE DE PERRO

CLÁSICO

AMBROSE BIERCE

Ambrose Bierce es famoso no sólo por sus obras, sino por su propia vida, o más especialmente por su muerte, ignorada, ya que desapareció sin dejar rastro en plena revolución mejicana de Pancho Villa. Participante en la Guerra de Secesión estadounidense, las imágenes de los enormes campos de batalla, tapizados de muertos, jamás iban a abandonar ya su mente y darían carácter a toda su obra posterior.

Mi nombre es Boffer Bings. Mis padres eran honestos y cada uno ejercía una profesión muy humilde: mi padre era fabricante de aceite de perro; mi madre tenía un pequeño taller, al lado de la iglesia, donde despedazaba a los bebés inoportunos. Desde mi infancia, mis padres me dieron el hábito del trabajo asiduo: no solamente ayudaba a mi padre en procurarse perros para sus cubas, sino que incluso mi madre me pedía frecuentemente que me llevara los restos de su labor. En el cumplimiento de esta tarea, había tenido frecuentemente necesidad de utilizar todos los recursos de mi inteligencia natural, ya que los agentes de policía de la vecindad se oponían a las actividades de mi madre. No es que hubieran sido elegidos por el partido de la oposición ni que nadie hubiera hecho jamás de este asunto una cuestión política: las cosas eran así, y nada más. La profesión de mi padre era, naturalmente, menos impopular, aunque los propietarios de los perros desaparecidos tuvieran contra él algunas sospechas que, en cierta medida, se reflejaban sobre mí. Mi padre tenía la complicidad benévola de todos los médicos de la villa, porque era rara la vez que estos extendían una receta que no contuviese lo que ellos se complacían en llamar Ol.can. Lo cierto es que este es el remedio más excelente que nadie haya descubierto jamás. Pero la mayor parte de la gente rehusaba contribuir con sacrificios personales en favor de los afligidos: era evidente que habían prohibido a varios de los perros más gordos el jugar conmigo, lo cual hirió dolorosamente mi tierna sensibilidad y, en un momento dado, casi hizo que llegara a embarcarme como pirata.

Cuando recuerdo esos felices días del pasado, no puedo evitar el lamentar algunas veces haber ocasionado, causando indirectamente la muerte de mis bienamados padres, desgracias que deberían ejercer una profunda influencia en mi porvenir.

Una tarde, mientras pasaba frente a la aceitería de mi padre transportando el cadáver de un niño abandonado que provenía del taller de mi madre, divisé a un agente de policía que parecía observar mis movimientos con la mayor de las atenciones. A pesar de lo joven que era, ya había aprendido que los actos de un agente de policía, sea cual sea su apariencia, están inspirados por los motivos más reprensibles; por tanto evité a este representante del orden introduciéndome en la aceitería por una puerta lateral entreabierta. La cerré en seguida con llave y quedé solo con el pequeño muerto. Mi padre se había ido a acostar. No había más iluminación que la luz del horno que formaba una mancha rojo oscuro bajo una cuba y proyectaba contra la pared reflejos amarillos. En la caldera, el aceite todavía en ebullición agitaba sus olas indolentes, lanzando de vez en cuando a la superficie un trozo de perro. Me senté para esperar a que el agente de policía se alejase, manteniendo sobre mis rodillas el cuerpo desnudo del niño abandonado, al que acaricié tiernamente los cortos y sedosos cabellos. ¡Ah, qué bello que era! Ya a esta edad sentía una verdadera pasión por los niños, y mientras contemplaba a este querubín sentía nacer en mi corazón el vago deseo de que la pequeña herida roja de su pecho (obra de mi madre) no hubiera sido mortal.

Hasta entonces, había tenido la costumbre de echar los niños al río que la previsora naturaleza había dispuesto justamente para tal cometido; pero, aquella noche, no osé abandonar la aceitería por temor al agente de policía.

Después de todo, me dije, si meto a este bebé en el caldero, no pasará nada. Mi padre no podrá distinguir nunca sus huesos de los de un perrito, y las pocas muertes que pudieran resultar del empleo de otro tipo de aceite en lugar del incomparable Ol.can. no representarán nada en el seno de una población que crece sin cesar con tal rapidez.

En breve, di mi primer paso sobre el camino del crimen e inicié una acción que me iba a provocar pesares indecibles al dejar caer el pequeño cadáver dentro del caldero.

A la mañana siguiente, para mi sorpresa, vi como mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informaba a mi madre y a mí el haber obtenido un aceite de una calidad excepcional: tal era la opinión de los médicos a los que había enseñado unas muestras. Añadió que ignoraba la causa de este resultado, ya que los perros pertenecían a una raza muy ordinaria y los había tratado en forma absolutamente normal. Juzgué que era mi deber el explicar lo que había pasado... pero mi lengua se hubiera quedado paralizada si hubiera podido prever las consecuencias de mi revelación. Deplorando la ceguera que les había hecho ignorar hasta entonces la ventaja de fusionar sus dos industrias, mis padres tomaron medidas inmediatas para reparar este error. Mi madre instaló su taller en un ala de la aceitería, y yo fui relevado de mis ocupaciones anteriores: ya no se me pidió que hiciera desaparecer los cadáveres de los niños superfluos, y ya no hubo necesidad de mí para que atrajese a los perros hacia su destino, pues mi padre renunció definitivamente a utilizarlos, conservándoles sin embargo un lugar honorable en el nombre del aceite. Naturalmente, se podía haber esperado que me convirtiese, en razón de mi holganza repentina, en un desalmado de moralidad infame, pero no ocurrió así. La santa influencia de mi madre bienamada no dejó de protegerme contra las tentaciones que asaltan a la juventud, y mi padre era diácono en la iglesia... Y decir ¡desesperación!, que por mi falta dos personas tan estimables hayan tenido un tan triste fin.

Habiendo encontrado una doble ventaja en su negocio, mi madre se consagró desde entonces a él con acrecentado celo. No contenta con despedazar bajo pedido los bebés inoportunos y superfluos, se fue a recorrer las carreteras y las rutas apartadas de las que traía a niños de más edad, hasta adultos, a los que había llegado a persuadir que la acompañasen a la aceitería. Mi padre, a su vez, emocionado por la calidad superior del aceite producido, alimentaba sus cubas con la mayor diligencia. Pronto, la transmutación de sus vecinos en aceite de perro se convirtió en su única pasión: una actividad absorbente, tiránica, que se apoderó de su alma y reemplazó en ellos la esperanza de ganar el cielo (por el que estaban igualmente inspirados).

Acabaron por mostrarse tan emprendedores que sus conciudadanos tuvieron una reunión pública en el curso de la cual fueron objeto de varias mociones de censura. El presidente de la asamblea les comunicó que todo nuevo ataque contra la población sería acogido con un espíritu hostil. Mis pobres padres abandonaron la reunión con el corazón destrozado, víctimas de la desesperación y, estoy convencido, sin estar en la total posesión de sus facultades mentales. Fuera lo que fuese, juzgué prudente no penetrar con ellos en la aceitería aquella noche, y me fui a dormir a una cuadra.

Hacia medianoche, bajo el efecto de un impulso misterioso, me levanté y fui a mirar por una ventana del cuarto de calderas en el que sabía que mi padre dormía ahora. Los fuegos brillaban claros, como si la provisión de la mañana hubiera sido abundante. Uno de los grandes calderos hervía suavemente, manifestando una misteriosa retención, pareciendo esperar el momento de dar curso libre a toda su energía. Mi padre no estaba en su cama; en pie, enfundado en su camisón, tenía en la mano una sólida cuerda en la que preparaba un nudo corredizo. Las miradas que lanzaba hacia la puerta de la alcoba de mi madre me hicieron comprender qué objeto se proponía alcanzar. Mi lengua y mis miembros estaban paralizados por el terror, no pude ni lanzar un grito de advertencia ni hacer cualquier movimiento para intervenir. Repentinamente, la puerta de la habitación de mi madre se abrió sin hacer ruido. Los dos esposos se hallaron frente a frente, ambos aparentemente muy sorprendidos. Mi madre iba también ataviada con su camisón, y llevaba en la mano derecha el útil de su profesión: un largo cuchillo de fina hoja.

Como su marido, no había podido resolverse a renunciar a la única ganancia que le quedaba dada mi ausencia y la decisión hostil de sus conciudadanos. Por espacio de un instante, se quedaron mirándose con ojos llameantes, después se abalanzaron el uno contra el otro en un acceso de furor indescriptible. Comenzaron a luchar por toda la habitación; el hombre profería juramentos, la mujer lanzaba gritos inarticulados; ella intentaba golpearlo con su cuchillo, él se esforzaba por estrangularla con sus fuertes manos. Ignoro durante cuanto tiempo tuve el infortunio de contemplar este desagradable cuadro de desdichas domésticas, pero por fin, al término de un encuentro particularmente vigoroso, los combatientes se apartaron de pronto el uno del otro.

El pecho de mi padre y el cuchillo de mi madre llevaban las sangrientas señales de un funesto contacto. Los esposos intercambiaron una mirada desprovista de amenidad; luego, mi pobre padre herido, sintiendo sobre él la mano de la muerte, saltó hacia adelante sin preocuparse por la resistencia de su adversario, estrechó entre sus brazos a mi madre bienamada, la llevó muy cerca del caldero hirviente y, reuniendo sus fuerzas, que ya le fallaban, ¡se lanzó dentro con ella! En un instante, los dos desaparecieron añadiendo su aceite al del comité de ciudadanos que habían venido la víspera anterior a invitarnos a asistir a la reunión pública.

Persuadido de que estos deplorables acontecimientos me bloqueaban toda posible carrera honorable en mi villa natal, me fui a instalar a la célebre ciudad de Otumwee, en la que redacto estas memorias, con el corazón repleto de remordimientos al pensar en mi acto atolondrado, que ha originado un desastre comercial tan deplorable.

Título original:

DOG’S OIL

Traducción de S. Velázquez