LA ULTIMA VEZ

ARTHUR SELLINGS

Arthur Sellings, seudónimo de Arthur Gordon Ley (1921-68), nació en Londres. A los 17 años sintió deseos de ser escritor, y desde entonces empezó a moverse en el mundo de los libros, estableciendo en 1946 una tienda de libros de segunda mano que, en veinte años, se convirtió en una gran organización. Sus primeros cuentos cortos fueron publicados en 1953. Los lectores de Nueva Dimensión, indudablemente, recordarán los dos cuentos anteriores de este autor que publicamos en los números 1 y 6 de la revista.

ilustrado por RAMÓN ESCOLANO

Señaló su regreso a doce años-luz de distancia, al alcanzar su velocidad máxima. Las computadoras de la estación terrestre, cuando recibiesen finalmente su mensaje, calcularían su momento de arribada con una diferencia de cuarenta y ocho horas. Lo integrarían a partir de la forma de su señal y por una especie de paralaje. La deformación del continuo alrededor de una nave que volaba a una velocidad aproximada a la de la luz producía una doble imagen.

Les llevó una semana a las computadoras el comprobar y volver a comprobar los datos. Entonces la cinta fue enviada a las memorias del control de tráfico para que comenzasen a reprogramar los vuelos locales de los siguientes seis meses para dejarle el campo, y el espacio, libres a su llegada. Su nave «reaparecería» bien lejos de la eclíptica; pero no obstante una nave P.C.D. (Propulsión por Continuo Directo) requería una buena cantidad de espacio... y lo obtenía.

Salió de la noche permanente a la noche transitoria de su planeta madre. Pero el Campo Sheppard estaba más iluminado que durante el día. Las luces perdieron parte de su brillo al aterrizar. Siempre lo hacían. Se había convertido en una especie de saludo. De hecho, era más bien un gesto publicitario por parte de la compañía, para permitir una perfecta visión de las extrañas luces que se formaban alrededor de una nave de los espacios profundos al aterrizar.

Estas luces estaban desapareciendo cuando, terminado el proceso de aterrizaje, abrió y salió, y la batería de luces del campo recuperó de nuevo toda su brillantez. Los rostros eran manchas blancas más allá de la verja del perímetro. El sonido débil y lejano podría haber sido de aplausos. Probablemente lo era.

Los periodistas se arracimaban. Guardias del campo uniformados los hacían a un lado para permitir el paso de un individuo de pelo corto que se acercaba con el paso de un pequeño hombre determinado a demostrar que podía caminar tan rápidamente como cualquiera. Y, por implicación, hacer cualquier cosa. Extendió la mano. Las cámaras dispararon y filmaron.

—¿Grant?

Grant sonrió en su interior ante el tono interrogativo de la voz. Pero, después de todo, no se conocían, él y aquel hombre de traje malva.

—Soy Bassick, Jefe de la Programación de Vuelos. ¿Ha tenido un buen viaje?

—¿Bueno? —Grant se permitió ahora sonreír—. Eso depende de lo que obtengan sus analistas a partir de los datos que he traído. Al menos he traído muchos. No quedaba demasiado sitio en los bancos cuando terminé.

Bassick asintió complacido.

—Además, traigo algunos especímenes físicos que pueden encontrar interesantes.

—¿Artefactos? —Las comisuras de los labios de Bassick descendieron una pequeña fracción cuando Grant negó con la cabeza.

—Principalmente productos minerales. Había poca vida. Realmente poca. Pero era un planeta bastante placentero. Todo parecía dispuesto para una rica ecología, pero no existía. Ya tomé todos los datos acerca de eso.

—Bueno, hasta las negativas pueden ser útiles para alguien —el hombrecillo se volvió hacia los periodistas—. De acuerdo, chicos, ya lo han visto. Y ya tienen la declaración de la compañía. Denle un respiro al muchacho, ¿no les parece? Ha estado viajando catorce años para llegar aquí. —Se oyeron risas. El chiste no era tan viejo para ellos, una nueva generación, como lo era para Grant—. Habrá una conferencia de prensa mañana, a las quince horas.

Se dispersaron de bastante buen humor, mientras los fotógrafos tomaban algunas imágenes más de Bassick llevándose a Grant al Edificio de Personal.

—Tenía un coche preparado —le dijo Bassick—. Pero pensé que le gustaría volver a tocar suelo.

Usaba el vocabulario de los astronautas con la afectación de los que se quedan en tierra. Grant decidió que no le gustaba mucho ese Bassick... y que en realidad ni eso le importaba.

—¿Qué le pasó a Goodman?

El otro lo miró con un rostro oficial de condolencia.

—Falleció hace once años. Su corazón. Naturalmente trataron de reemplazárselo, pero luego fue rechazado. Yo estaba a su lado. En alguna manera, creo que no deseaba aceptarlo.

Eso era muy probable, pensó Grant. Goodman había estado siempre orgulloso de su forma física. Un hombre independiente en un mundo que cada vez dependía más de las ayudas artificiales. Traicionado por un cuerpo, no había deseado continuar fiándose de otro.

—Creí que su hijo le seguía en el escalafón para sustituirlo. Se llamaba... Paul, ¿no era así?

—Sí, pero yo tenía mejores cualificaciones como ejecutivo. Dejó la compañía. Creo que está con una que se dedica a los vuelos interplanetarios.

—¿Y... mis compañeros? —Grant pronunció esto último con cierta ironía. A uno de ellos no lo había visto nunca. Al otro desde los días de su entrenamiento, hacía doscientos años según el tiempo de la Tierra.

—Kroll va bien. A Hazlitt lo tuvimos que dejar en tierra después de su último viaje. Su reemplazo es un joven llamado Ebsen. Es una pena lo de Hazlitt. Tan solo le quedaba por hacer un viaje. Pero va tirando. Tiene una granja en Brasil. —Caminaron en silencio—. ¿Y usted, tiene algún plan?

—¿Se refiere para el caso en que no pase por mi reconocimiento médico?

—También es la última vez para usted. Pero no me refería a esto. Parece estar en buena forma. En realidad, quería decir si tenía algún plan para después de su última misión.

—Ya tendré bastante tiempo para pensar en eso. Pero no me puedo imaginar como granjero... ni en Brasil ni en ninguna otra parte. —El rostro de Grant se abrió en una sonrisa sardónica—. Quizá me compre una pequeña línea espacial, y yo también me dedique a contratar y despedir personal.

Pero, a pesar de sus bromas, sentía algo de temor mientras entraba en Personal. Un período de servicio no terminado representaba una gran diferencia para las finanzas de un hombre. Era algo contra lo que no se podía asegurar. Con la gran inversión que la compañía realizaba en una nave P.C.D. y su piloto, y el tiempo existente entre esa inversión y su amortización, la estructura de pagos resultaba bastante lógica, con sus cláusulas penalizadoras para el caso de que uno no pudiera seguir.

Inevitablemente, eso convertía aquella vida en una apuesta. Irónicamente, eso no era cierto en el espacio, ya que el instrumental cubría buena parte del riesgo, sino aquí, cuando un hombre regresaba. Cuando él había empezado a volar, existían chistes macabros acerca de si habría algo a lo que regresar. El vuelo a las estrellas se había producido en el momento álgido de la capacidad del hombre para destruirse a sí mismo. Pero las cosas se habían solucionado en los pasados dos siglos. Y a cada retorno el mundo parecía más loco en lo superficial, pero más sano en lo básico, que era lo que contaba.

Le molestó el estar pensando en el asunto monetario. No había sido el dinero lo que lo había atraído. Eran necesarias razones más complicadas para llevar a un hombre a una carrera como esta: a dar los años centrales de su vida a una existencia sin continuidad, aislado de todos los demás... más por el tiempo que por el espacio. Los psiquiatras de la compañía profundizaban mucho en un hombre para hallar el deseo por esto. Buscaban una especie de idealista, un tipo especial de solitario. Un tipo especial, pero del que había bastantes. La necesidad de una condición física impecable disminuía ese número. Y la posesión de un doctorado en ciencias conseguido lo bastante pronto como para permitir que el candidato completase un duro y especializado programa de entrenamiento antes de alcanzar la edad de veinticinco años, era otra cualificación que reducía el número a poco más de lo que necesitaba la compañía. Y eso que tan solo había sido de dos personas, al principio.

Aún ahora, tan solo había tres naves. Era un negocio demasiado costoso para una compañía. Y podría ser un negocio costoso para un hombre que regresase al mundo normal en un futuro indiscernible.

Algunos tripulantes interplanetarios, uniformados con su azul oscuro, estaban desparramados por el vestíbulo. Levantaron la vista de lo que hacían a la entrada de Grant con su uniforme verde; algunos lo saludaron cautelosamente. En sus miradas se veía la mezcla acostumbrada —no cambiaba con las generaciones— de... era difícil de analizar... algo de envidia, algo de «bienvenido muchacho», algo de resentimiento... y bastante de tranquilización, ya que, ahora que la nave P.C.D. había aterrizado, podrían volver a sus rutinas habituales en el espacio próximo.

Grant les hizo un saludo con la mano, en contestación a los de ellos: la suya era una camaradería de la que no podía prescindir, y se dirigió por el familiar camino que llevaba a la Sección Médica. Estaban esperándole.

Salió dos horas más tarde, habiendo superado con éxito el examen médico, sin necesidad de solicitar la consulta de otro doctor, como tenía derecho. Bassick lo esperaba fuera.

—Le he reservado una suite en el Venus.

—¿Qué es eso? Suena a burdel de alta categoría. ¿Qué tiene de malo el Universo?

—Lo derribaron hace veinte años para construir en su lugar una bóveda de caída libre. El Venus es el mejor y más moderno de toda la ciudad. —La mano de Bassick tiró de su corto cabello—. El otro servicio que... esto, usted acaba de mencionar... también podrá encontrarlo allí. Se supone que es también el mejor de la ciudad.

Grant hizo una mueca. Goodman había sido mucho más placenteramente directo, y llevaba al mismo astropuerto una selección de diversos tamaños y colores.

—Esto es algo a lo que uno ha de volver a habituarse. Lo único que deseo en este momento es un banquete de comida auténtica, una botella de verdadero licor, y una verdadera cama. Para mí solo.

Una hora antes de la conferencia de prensa, realizaron el desfile en su suite. Era el habitual conjunto de hechos y datos. Películas estéreo, comentarios entresacados de un centenar de artículos y documentales, y modelos que mostraban las modas al uso en ropas y ornamentos.

El esquema de repoblación del Sahara se había terminado ya. E inaugurado el monorail transaustraliano. En Costeaupólis, bajo el Mediterráneo, había nacido la tercera generación de sus habitantes, incluyendo un niño con lo que algunos excitados científicos decían ser agallas embrionarias, mientras que otros decían eran simples deformaciones. Un hombre había descendido en la Mancha Roja de Júpiter y salido de ella con vida.

El interés en el trasplante de órganos no parecía haber disminuido desde la última vez, a pesar de que tan solo permitían una extensión marginal del período normal de vida. Simplemente, lo que sí aseguraban era que un hombre llegase a disfrutar de todos los años de su vida. En aquella ocasión se comentaba con ironía lo ocurrido con la operación de un multimillonario indonesio: el que no hubiese logrado sobrevivir mas que seis meses se atribuía más a una sobrexcitación que a cualquier otra causa orgánica.

Los robots humanoides de producción corriente estaban a punto de salir al mercado. Pero hacía treinta años también se había dicho lo mismo.

Las faldas, si es que se podían llamar así, habían vuelto a la longitud, o brevedad, de los años cincuenta del siglo veintiuno. Mostrando las ligas, lo que le parecía poco estético a Grant. Y el efecto no era mejorado por el hecho de que una modelo llevase en ellas una radio miniatura.

Trató lo mejor que supo de ser amable con los periodistas, que fueron introducidos a las quince en punto. Era una rutina que a él ya le parecía aburrida, pero que según la compañía constituía un buen sistema de relaciones públicas.

Sí, creía que las actuales modas para la mujer eran muy femeninas. Le gustaba el estilo de los trajes color malva para los hombres, pero no pensaba comprar uno durante este permiso. Ya tenía bastante ropa. Parte de ella podía parecer algo anticuada, pero siempre podía hallar algo en su ropero que, como esto —hizo un gesto señalando a su chaqueta y pantalones oscuros—, pudieran servirle.

Sí, pensaba que los robots tal vez apareciesen pronto en el mercado. ¿Creía que fueran alguna vez a reemplazar a los hombres en las espacionaves? Quizá, pero personalmente no lo creía. Una espacionave era ya robot en un noventa y nueve por ciento, aunque no lo fuera. Pero aún necesitaba a un hombre para controlar, tener iniciativa, improvisar.

No podía comentar el asunto de las agallas; no era su especialidad. Una raza primitiva que había encontrado en Próxima Centauro II había parecido hallarse a punto de abandonar su lucha en tierra firme para volver a una vida acuática. Pero esto había sido hacía casi doscientos años. El mismo chiste rancio. La misma risa rutinaria...

Era como si, el pensamiento le llegó por enésima vez, fuera un visitante en un país extranjero.

—Este ha sido su séptimo viaje, capitán. El próximo es el último, ¿no?

—Pues sí, aunque lo que cuenta no es el número, sino el tiempo: veinte años. A medida que ampliamos las fronteras, los viajes son más largos. Mi sucesor hará menos viajes o será contratado para un período más largo.

Se volvió hacia Bassick, que alzó las manos en un gesto de no querer comentar el tema.

—¿Llegarán a haber verdaderas fronteras allá afuera, con hombres colonizando?

Contestó con un sí, de lealtad hacia su compañía, aunque a menudo tuviera sus dudas.

—Pero probablemente no será durante sus vidas. Ni siquiera durante la mía. —Las mismas risas, algo forzadas esta vez, con el resentimiento de los encadenados al tiempo hacia aquella extraña élite de los hombres que cruzaban los siglos. Pero, ¿cuántos de ellos, si se les ofreciera la posibilidad, hubieran tomado la misma decisión que él hacía doscientos años?

—No, no sé aún cuál será mi última misión. ¿Después de que me retire? No lo he decidido aún. ¿Uno de los planetas interiores? Lo dudo. ¿Mis planes para este permiso? ¿Familia? No, no tengo familia —Lo cual no era cierto del todo, se confesó a sí mismo con una punzada de dolor, pero se aproximaba a la verdad—. Ni tengo ciudad natal; la inundaron al construir un pantano hace un siglo. No, simplemente viviré, tratando de ponerme al día en este mundo. ¿Alguna otra pregunta?

No las hubo.

Mientras se alzaban para irse entró una figura familiar, a la que reconoció inmediatamente a pesar de su traje color púrpura oscuro. En la empresa Vandeleer y Vandeleer no había los problemas de sucesión habituales en la Compañía Anónima del Espacio Profundo. Grant le estrechó la mano.

—¿El octavo? —inquirió cortésmente.

—El noveno.

Grant sonrió con aflicción.

—Debo estar perdiendo la memoria.

—En absoluto. Lamento tener que decirle que mi padre murió. Trágicamente. Tan solo tenía veintiocho años. El Clipper Transmundial chocó con un carguero sobre el Cáucaso.

—Lo lamento. Y lamento no haberlo conocido. Debí haberme dado cuenta. Ya me pareció que era usted bastante joven.

—Trato de no aparentarlo —rió Richard Vandeleer IX—. Aunque su cartera me haya dado unos cuantos cabellos grises en estos últimos tres años.

Ahora, la habitación estaba vacía; el último en salir había sido Bassick, llevándose la mesilla con las bebidas.

—¿Cómo ha sido eso?

—Bueno, primero hubo la devaluación.

—¿Devaluación? ¿De qué? Creía que ahora existía una moneda mundial integrada.

—Devaluación del oro. La integración trajo sus problemas. Tenían que crear algún standard.

—Parece bastante primitivo para esta época. ¿Perdí mucho?

El otro sonrió.

—Tuve que empezar a una tierna edad, pero llevo sangre de los Vandeleer. Tuve un presentimiento y compré acciones preferentes del Oro Euroasiático. Ganó dinero en la operación. Pero no fue tan fácil con las revisiones de impuestos que vinieron luego. Estaban pensadas para racionalizar los impuestos pagados por la gente de los planetas interiores. Algunos sufrían una duplicación de impuestos. Todo estalló con un caso especialísimo de una persona a la que se le hacían demandas cuádruples... por un total de un cincuenta por ciento más de lo que estaba ganando.

«No me meteré en tecnicismos, pero le diré que la revisión habría significado que usted perdía todas las exenciones de impuestos de aquí sin recuperarlas en ningún otro sitio. No deseo sobrevalorar mis esfuerzos, pero fue un trabajo duro. Cuando la maquinaria estatal arregla los asuntos de una minoría de cincuenta mil individuos, no desea ser molestada con enmiendas destinadas a proteger a una minoría de tan solo tres personas.

—Especialmente —comentó Grant—, si dicha minoría no acostumbra a encontrarse aquí durante las elecciones.

—Exactamente. Me obligó a llegar hasta a... —hizo un gesto con una mano.

—¿Sobornar?

—Llamémosle programar. Una programación bastante cara. El lograr que unas preguntas adecuadas fueran hechas en los lugares exactos en su momento oportuno. Estaba dispuesto hasta a llevarlo al nivel del Tribunal Supremo Mundial si era necesario, pero esto hubiera sido aún más caro y hubiera llevado aún más tiempo. Logré arreglarlo a mi manera, pero tan solo con el tiempo justo para su regreso.

Sacó un legajo de papeles de su cartera.

—A pesar de estos gastos, acabó con medio millón hace treinta y dos años. En términos reales, teniendo en cuenta el inevitable aumento del costo de la vida, ha adelantado diez y siete coma veinticinco puntos. No es mucho, me temo, para todo ese tiempo, pero en vista de...

Grant cortó con un gesto sus disculpas.

—Lo ha hecho bien. Estoy satisfecho.

El otro era lo bastante joven como para dejar notar su alivio.

—Tengo aquí algunos papeles para que firme —sacó una pluma. Grant firmó sin leerlos, se fiaba de la empresa Vandeleer. Esperó a que le pasase el último papel. Richard lo retuvo.

—Y este... tenía que haberle hablado de ello antes —parecía embarazado—. Puedo ocuparme de las partes financieras, pero aún no tengo la suficiente frialdad en estos asuntos personales. Esto es un recibo por la herencia de su nieto... murió hace cinco años, sin descendencia.

—Nunca supuse que él fuera a tener descendencia —rió huecamente Grant—. Si es que él es el pronombre adecuado en su caso. ¿Qué clase de herencia?

—Tan solo unos pocos centenares de dólares tras el pago de los gastos.

—De todas maneras, eso no tiene importancia —vio un aire de desconcierto en el rostro del muchacho. Formaba parte de una dinastía muy unida, en la que los odios familiares debían de ser tabú—. Lo siento, no tengo derecho a sentirme amargado. Fue culpa mía. No tema, no volveré a cometer ese error.

Error... ¡eso si que era una expresión exageradamente moderada! Fue en el permiso entre su cuarto y quinto viajes, y todavía no podía comprender qué mal instinto le había guiado. Siempre había tenido éxito con las mujeres. No tenía presunciones acerca de su aspecto físico; sabía que para la mayor parte de ellas tan solo era una nueva experiencia. Un ser, extraño y enigmático, con pupilas de negro quemado en ojos de blanco tallado, con un cabello casi tan blanqueado como ellos resaltando sobre el cetrino bronceado de la radiación del espacio exterior. Una atracción de fenómeno de feria, una rara meretriz. Pero sabía que era mejor de esta manera; pasada la experiencia, la mayor parte de las mujeres pasaban de largo, no pidiendo nada a cambio.

Naturalmente, también había las cazadoras de fortunas, atraídas por las noticias sobre la riqueza de los hombres de las naves P.C.D. Pero las cazafortunas empleaban abogados, que rápidamente se daban cuenta de que la riqueza era más potencial que real. Las cláusulas de penalización aseguraban esto, con la compañía manteniendo un derecho sobre la parte del león hasta el día en que terminase el contrato y se firmasen los papeles de cancelación. Y, aún más claro, ninguna clase de marrullería podía separar el dinero de un hombre que, de todas maneras, iba a sobrevivirla a una.

Helen no había pertenecido a ninguna de las dos categorías. Sí, no le había pedido nada, pero por eso mismo le había exigido más que nadie, porque estaba profundamente enamorada de él. Había despertado en él la peor cosa que podía sentir un hombre en su posición: un sentimiento de responsabilidad hacia otra persona. Resistiéndose a aceptarlo, había tratado de convencerse de que también él la amaba a ella. Se habían casado en un pueblo de las montañas Catskills.

Una semana más tarde la compañía le había cablegrafiado la noticia de su próxima misión. Era un viaje largo; más largo de los que había hecho antes o haría después. Una decisión de la compañía, nacida de reuniones del consejo, balances y factores de tiempo, lo había mandado a viajar durante cuarenta años.

Había regresado para encontrarse con una Helen de sesenta y siete años, con un hijo al que había tratado penosamente de modelar según la imagen de su padre, tratando de que pudiese realizar el mismo trabajo. El hijo había sufrido tres derrumbes morales y a los cuarenta años era una triste criatura, de hecho más viejo que su padre, que pintaba cuadros de ínfima categoría en un intento de justificar el estar viviendo del depósito que Grant había dispuesto para su esposa.

Esto podría haber sido soportable, pues ningún hombre puede estar seguro de su progenie. Pero con Helen había sido peor.

Había estado preparado para hallarla envejecida; lealmente preparado para hacer todo lo que pudiese para hacerla feliz, para compensarla por la existencia nada natural a la que la había condenado. No había estado preparado para una Helen locamente dispuesta a pretender que el tiempo no había corrido. Una Helen que había usado de todo artificio conocido por los cirujanos plásticos del siglo veintidós, que se exhibió ante él para subyugarlo, ataviada con la grotesca ropa interior de un mundo extraño para él.

Fue esto: la contradicción de que ella desease hacer correr el reloj hacia atrás, necesitando sin embargo del apoyo de las últimas modas para sentirse joven, lo que simbolizaba el infranqueable abismo que les separaba. Esto, más que el viejo cuerpo tras aquella fachada de cosméticos y los gestos afectados e implorantes, fue lo que le hizo huir de ella.

Así pues, el viejo error ya había terminado. Pero sentía una punzada de dolor al pensar en ello, y mientras firmaba el documento se sentía como un verdugo.

Suspiró profudamente.

—Bueno, si hemos acabado con los negocios, vayamos abajo a beber algo. Tiene la suficiente edad como para poder beber, ¿no?

Richard Vandeleer IX levantó la vista tras cerrar la cremallera de su maletín.

—Déjeme que se lo demuestre.

  

Dos largos tragos más tarde, Grant no se sentía mejor. El ambiente no le ayudaba, con los diseños fluorescentes cambiando y girando por las paredes del gran bar. Quizá fueran lo más moderno en decoración, pero no eran nada confortables para los ojos que no habían tenido décadas de adaptación a ellos.

Pero no era el presente lo que le preocupaba... y no estaba seguro de si por el contrario lo era el pasado o el futuro. En treinta, cuarenta años (de tiempo de la Tierra, dos o tres de los suyos), regresaría definitivamente a la Tierra. La comparación que se le había ocurrido durante la conferencia de prensa: que era un extranjero en una tierra extraña, volvió a su mente. Uno podía pasar unos meses de vacaciones en un país extranjero y sentirse divertido por las costumbres diferentes, por el extraño idioma.

Pero, ¿quedarse a vivir allí?

Terminó su bebida. Había una respuesta a esa sensación, o quizá al problema básico: la vieja solución de la inoculación, de la pequeña dosis de la enfermedad. Chasqueó los dedos, llamando a un camarero. Vino a la carrera.

—Un prontuario geográfico —pidió Grant.

El hombre parpadeó.

—Lo siento, señor. No caigo... ¡Ah!, ¿un prontuario?

Grant asintió.

—Que sea mundial.

—No estoy seguro de que el hotel tenga uno, señor.

Grant sacó un billete de a cien.

—Encuentre uno.

Llegó en menos de cinco minutos; parecía recién salido de una librería, y Grant lo abrió al azar. Señaló un punto con el dedo, sin mirar.

«Biarritz. Departamento del Bajo Pirineo. Lugar de veraneo histórico, puesto de moda por los ingleses en el siglo XIX. Población...»

Miró a Richard.

Richard le devolvió la mirada durante largo rato, con una simpatía no muy propia de su edad.

—Prepararé el viaje. Y un buen hotel. —Terminó su bebida—. Todo corre a cuenta de la casa.

—Es usted un verdadero Vandeleer —le dijo Grant en voz baja—. Pero le pido un favor —las paredes llameaban ahora con color naranja—. Que sea un hotel pequeño.

Dos semanas en la ciudad francesa contribuyeron mucho a calmar su espíritu. Tan solo el cielo sabía donde habría hallado Richard el hotel, L’Auberge Basque. Desde luego era demasiado pequeño para aparecer en cualquier guía de turismo; un negocio familiar con una docena de habitaciones, un bar con mostrador de zinc y un pequeño restaurante. El propietario, Monsieur Vidal, era un hombre enjuto que fumaba cigarrillos negros franceses en una boquilla que mantenía en un desenfadado ángulo. A veces dejaba de hacerlo para servir (y ayudar a consumir) comidas poco acordes con su ascética figura.

La posada era representativa de la localidad. En un mundo sin nacionalidades, aún mantenía un ambiente esencialmente francés. Habiendo sido uno de los primeros lugares de turismo internacional (algunos viejos edificios aún llevaban nombres en inglés), había sido arrastrada por la corriente, y luego olvidada. Allí se habían instalado pocos rascacielos.

Era septiembre, y era menos distinto, menos different allí, en un lugar en el que todo el mundo estaba muy moreno. Las ropas veraniegas no parecían haber cambiado mucho; no dañaban a la vista como las extrañas creaciones de Nueva York. Pasó los días paseando por las arenas doradas, contemplando llegar las olas; ocasionalmente, cuando le venía el deseo, navegaba sobre ellas. Las tardes las pasaba tomando tragos en al terraza de uno u otro café, escuchando como niños, ataviados con pantalones de terciopelo, rasgueaban en guitarras antiguas tonadas francesas. Su paladar se fue adaptando a los mismos acres cigarrillos cuyo aroma era parte del aire del lugar y al Pernod, de sabor anisado.

Era una vida pacífica, cuyo climax emocional era una modesta puesta en las mesas de ruleta del casino. Y el juego más arriesgado que era su propia vida se fue haciendo más y más remoto. Hasta que...

Regresó al hostal para cenar, y tuvo que pasar junto a la mesa de ella para llegar a la suya. Las mesas estaban colocadas muy juntas en el restaurante. Le dijo:

Excusez-moi, madame —en su pobre francés, y luego, tal era su incertidumbre en el uso del idioma, añadió el sufijo -oiselle, haciendo sonar grotesca la simple frase.

La cabeza orlada de oro se volvió. Unos ojos ámbar se elevaron hacia él. Sus rojos labios se abrieron en una sonrisa:

Je vous en prie —le dijo.

En el bar, después de la cena, tan solo había un taburete vacante, y estaba junto a ella.

C’est libre? —le preguntó, y ella le respondió:

—Sea bienvenido —la expresión era norteamericana, pero el acento era inequívocamente inglés.

Fue así de simple. Fatalmente simple. Su nombre era Etta, Etta Waring. Uno de sus antepasados había escrito un diario sobre su vida allí, en los días antes de la Primera Guerra Mundial. Acababa de asistir a un congreso internacional en Barcelona y había viajado en coche hasta allí por curiosidad. Era doctora, especialista en antropología.

Le dijo que él también era doctor, en ciencias físicas. Y ella le contestó:

—Me recuerda a una historia de Thurber, ¿no?... uno de los humoristas clásicos... no, Leacock. Era doctor en Literatura: A bordo de un barco, una rubia se torció un tobillo y llamaron a un doctor. Leacock corrió a su camarote, pero se encontró que un doctor en teología se le había adelantado.

Rieron juntos, y el punto peligroso, el hablar de sus ocupaciones, quedó atrás, sin que hubiera tenido que revelar, u ocultar, la naturaleza exacta de su trabajo.

Fueron a practicar el surf, o a planear sobre las tranquilas aguas de St. Jean-de-Luz, junto a la costa, o simplemente descansaron en el viejo puerto de Bayonne, contemplando como los pescadores descargaban su inmemorial carga. Eran días enriquecidos por placeres sencillos.

Durante uno de ellos viajaron, en la réplica de un Jaguar tipo E de ella, Pirineos arriba, hasta los lugares en donde se encuentran las frías cascadas y los viejos poblados. Se quedaron en un pueblecito, en un albergue aún más pequeño que el Auberge Basque, en una habitación de tradicional aspecto, con vigas talladas.

Y entonces él supo, con terrible certidumbre, que se había cerrado el círculo... de vuelta a las amargas memorias, a unas montañas más humildes que aquellas, a un pueblo no tan antiguo, una posada...

Y esta vez podría ser más amargo, pues ahora era dolorosamente dulce... y en esta ocasión era un sentimiento mutuo. A la hora del desayuno supo lo que tendría que decirle. En lo que tendría que haber sido un momento de tranquila intimidad, de pocas palabras, sobre croissants, mermelada de moras y café, tendría que traer a colación el asombrosamente incongruente tema de su trabajo.

Dejó a un lado su plato y, a pesar de la temprana hora, ordenó un coñac. Las cejas de Etta se alzaron, pero no dijo nada. Trató de calmarse, pero las palabras surgieron terriblemente desmañadas:

—¿Sabes... quién soy? Me refiero... ¿conoces mi trabajo? No sabes...

—¿Qué quieres saber, si leo las revistas populares? No, casi nunca lo hago. No sabía quién eras, pero ahora lo sé. Escribí a mi familia... para hablarles de ti. Espero que no te importe. Ellos me lo contaron. Te reconocieron por tu nombre y la descripción que les di —sonrió dulcemente.

—¿Y estuvieron en contra?

—¿En contra? ¿De qué? —sonrió de nuevo—. De cualquier forma, ya soy mayorcita. Tengo treinta y tres años.

—Treinta y tres —dijo, con semblante extraño—. Sí, ya me lo habías dicho. Pero, evidentemente, no lo sabes todo, pues de lo contrario no hablarías con tanta tranquilidad.

—¿Qué es lo que no sé... el factor temporal? Sí.

—Pero no puedes conocer todas sus implicaciones. Para nosotros. A menos que... sientes lo que yo siento, ¿no?

—¿Tienes que preguntarlo?

—Eso es lo único que siempre estamos haciendo: preguntas. ¿Sabes?, no hay respuesta.

—Toda pregunta tiene una respuesta.

—Siendo una científica, ¿te atreves a decir eso?

—Sí... porque soy una científica. Todo tiene una respuesta a su tiempo.

—No te atrevas a mencionar de nuevo esa palabra —trató de sonreír, pero no tuvo éxito.

—¿No podría ir contigo en este último viaje? Con mi entrenamiento científico, podría...

—Serías simple carga. La antropología es la ciencia menos necesaria... la disciplina menos provechosa.

—¿Provechosa? Creí que era un proyecto del gobierno. ¿Quieres decir que es un negocio privado?

—Lo es hasta ahora. Por el momento, ningún gobierno interviene en ello. El tráfico interplanetario está protegido por los gobiernos. Aún quedan restos de ideas militaristas en ello, de intereses nacionales. Naturalmente, eso es una equivocación, pero los bloques han tomado postura. Con un gasto considerable. Pero cada asamblea del mundo tiene un fuerte grupo antiespacial. Ningún gobierno que aprecie su propia existencia puede arriesgarse aún a introducirse en los viajes interestelares.

Era confortador el poder hablar, por un momento, de cosas impersonales.

—Para la Compañía Anónima del Espacio Profundo este es un proyecto a largo plazo. Tan a largo plazo, y necesitando de tantos billones de inversión, que hasta ahora es la única empresa en este negocio... desde hace doscientos años. Venden los conocimientos que traemos a fundaciones de investigación científica o a otras compañías, pero eso no paga ni la mitad de los gastos. Están apostando a la carta de ser los primeros en este campo, con técnicas perfeccionadas, para el día en que realmente valga la pena ir allá afuera. Si es que alguna vez lo vale. Es una jugada arriesgada.

«Lo que hacemos es ampliar esas técnicas y nuestro conocimiento del espacio interestelar, sistema a sistema. Si uno de nosotros encontrase allá una civilización comparable a la nuestra, las cosas se acelerarían. Todo el mundo sabe ahora que eso fue lo que le dio ímpetu al hombre para llegar a los planetas: el deseo de hallar una raza amiga, un punto de mira externo. Hasta hubieran bastado los restos de una. Pero no se encontró nada, ni tampoco en las estrellas cercanas. Solo unas pocas especies primitivas. Valiosas para los biólogos, pero no lo bastante desarrolladas como para interesar a tu disciplina...

Estaba volviendo de nuevo al tema. Y ya no podía diferirlo más.

—Yo ya soy bastante carga. Se trata de rebajar cada gasto hasta la última centésima. La paga no es muy buena, según los standards del tiempo objetivo, pero se va acumulando mientras estoy fuera. Mas ni siquiera yo podría permitirme el lujo de llevar un pasajero... aunque seas tú.

—¿No podrías dejarlo ahora?

Podría. —Le explicó brevemente las cláusulas de penalización—. Significaría quedarme tan solo con unos pocos millares... el tener que comenzar de nuevo.

—El dinero no es tan importante. De todas maneras, yo tengo dinero.

—No... el dinero no es importante. Y no es lo que verdaderamente interesa aquí. Pero sí el completar mi misión. No diré que sea por lealtad a la compañía; las compañías parecen bien poca cosa allá en el espacio... pero he dedicado mi vida a este trabajo, y tengo que seguir con él hasta el final.

—Lo comprendo —dijo ella en voz baja—. Yo tampoco podría abandonar mi trabajo... ni siquiera por nosotros dos.

—En tu caso no tendrías el mismo problema de escoger una cosa u otra, podrías llegar a un compromiso. Pero no hay compromiso para mí —se golpeó la palma de la mano con el puño, impotente—. ¿Por qué tendrá que pasar esto ahora? ¡La última vez!

Ella puso una mano sobre la suya.

—Es duro... terriblemente duro. Lo sé desde hace tres días. Me imaginaba que traería complicaciones. Pero no he querido que estropease las cosas.

—No conocías todos los detalles.

—Sabía lo suficiente. Y tampoco dejaré que esto estropee las cosas ahora.

—Entonces, ¿puedes aceptarlo, aceptar... lo nuestro... como algo transitorio?

—No tiene por qué serlo. Estarás lejos... ¿cuánto tiempo? Veinte, treinta años. Estoy dispuesta a...

—No ¡No! Intenté eso ya una vez. No sirve. No podía servir.

Se puso en pie y paseó arriba y abajo de la pequeña habitación. El sol, moviéndose entre los picos, lanzó un súbito rayo a través de las ventanas sin cortinas, inundando de luz la habitación.

Ella se puso en pie y fue a su lado, con el cabello convertido en una neblina dorada.

—Entonces, tendremos que aceptarlo —dijo con voz suave.

—Eso es fácil de decir.

—Lo sé, cariño. Fácil y asombrosamente inadecuado, pero, ¿qué más podemos decir? ¿O hacer? Nos quedarán nuestros recuerdos. ¡Infiernos!, ¿por qué las cosas más simples y verdaderas suenan siempre tan huecas? Pero los tendremos. Y podemos... —se detuvo repentinamente—. ¿Cuánto tiempo nos queda?

—Tres, cuatro semanas. Por lo menos —la idea le hacía daño—. Eso es lo que me queda.

—Pues también a . Pronto comenzará un nuevo año académico, pero la Universidad se podrá pasar todo ese tiempo sin mí. Y yo sin la Universidad —su tono era sarcástico, pero su mirada, mientras lo contemplaba, de absoluta ternura.

¡Dios! —la tomó en brazos, y estaba temblando—. Siempre me he sentido feliz al volver al espacio. Cada vez me he sentido más y más alienado con la Tierra. Pero esta vez aquello me va a parecer muy solitario —rió amargamente—. Es un lugar tranquilo y solitario, pero creo que nadie allí se abraza.

—Eso no fue exactamente lo que el poeta dijo.

—Lo sé. Hablaba de la tumba. Ese es el único lugar en que todas las relaciones temporales se hacen iguales. El único sitio.

—No nos pongamos morbosos —le besó largamente—. Aún tenemos mucho que vivir. Regresemos a la gran ciudad.

Pero estaba abstraída, sin decir una palabra a menos que se le hiciese una pregunta directa, y contestando entonces con monosílabos. Durante todo el camino a la ciudad, estuvo conduciendo por las estrechas rutas de montaña como si fuera un autómata.

Cuando llegaron, se encontró con un telegrama esperándole. Estaba seguro de que ella lo había visto, pero no lo comentó, seguro también de que se habría imaginado lo que era. Lo abrió en su habitación. Hizo una simple suma en la que ya tenía mucha práctica. Estaría de viaje durante treinta y cuatro años del tiempo de la Tierra, dos y medio del suyo. Podría haber sido peor. Pero cuando regresase, por última vez, él tendría cuarenta y cinco. Etta tendría sesenta y siete, exactamente la misma edad que Helen había tenido...

  

A la mañana siguiente se levantó antes de las ocho. Llamó a la puerta de ella. No hubo respuesta. Se alzó de hombros; a pesar de lo temprano que era, ya debía haber bajado a desayunar. Bajó a la mesa que compartían desde aquella primera noche... y tampoco estaba allí. Tan solo había un sobre con su nombre en él.

Repentinamente, se sintió vacío. Apartó los visillos. Su coche había desaparecido del pequeño aparcamiento de grava. Se obligó a abrir el sobre.

Cariño,

He tomado el vuelo matutino a Londres. No sé cuanto tiempo pasaré allí. Espero que no sea más de dos semanas. Siento terriblemente el acortar nuestro tiempo... ¡de nuevo esa maldita palabra!, pero, créeme, es por un buen motivo. No puedo decirte más hasta que regrese... y quizá ni entonces pueda, si lo que hago no sirve.

No te busques ninguna antropóloga inglesa rubia mientras esté lejos. ¡Ni ninguna otra! Y, por favor... espérame, cariño.

Etta.

Los tristes días pasaron arrastrándose. Bebió más Pernod del usual, pasó más tiempo en el casino, halló que no podía enfrentarse con el mar; su inmensidad vacía era demasiado rememorativa de lo vacío de su vida.

Doce días más tarde, ella reapareció, tan súbitamente como se había ido. Su coche estaba de regreso en el aparcamiento, y lo estaba esperando en su mesa cuando fue a comer.

Se quedaron mirando por un momento. Luego ella estuvo en pie y entre sus brazos, diciendo:

—Querido, querido... —los franceses sonrieron en el comedor en esa forma en que siempre han sonreído a los enamorados, tolerantemente, con simpatía, los viejos con nostalgia.

—No podemos hablar aquí —dijo él—. ¿Has comido?

Ella negó con la cabeza.

—No podía.

—Ni tampoco puedo yo, ahora —la llevó a la terraza. Alguien sacó vasos y una botella de Pernod. Grant sirvió la bebida, contemplando como se tornaba lechosa al añadir agua y hielo. Al fin, alzó la mirada para encontrarse con la de ella.

—He decidido... no, no he podido llegar a hacerlo... estoy dispuesto a dejarte decidir a ti. Si tú lo quieres, no cumpliré con mi contrato. He tenido mucho tiempo para pensar en ello mientras tú no estabas. La compañía no perderá tanto. Deben de tener un piloto de reserva dispuesto. Yo...

Ella negó, moviendo la cabeza lentamente, cortando sus palabras.

—Eso es algo de lo que no quiero ni oír hablar. No quise antes, y tampoco ahora. Además, cariño, es demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde? ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué te marchaste a Londres tan apresuradamente?

—Para someterme a una operación ilegal —dijo esto sin ningún tono emotivo.

—Una... ¿qué?

—Bueno, no exactamente ilegal. Aún no aceptada. Es una nueva técnica, que lleva consigo todo tipo de problemas sociales. Ya sabes como nos preocupamos siempre los ingleses por los problemas sociales. Eso me llevó cinco días, desde el comienzo hasta las comprobaciones finales para asegurarnos de que había tenido éxito. Pero tuve que pasar toda una semana para convencer a los doctores de que la hiciesen.

Por favor... no le des vueltas al tema de esa manera. ¿Operación? ¿Qué operación? ¿Qué es lo que has dejado que te hicieran?

—Lo haces sonar como si fuera algo horrible —sonrió—. Y triste. Y no lo fue, dado mi motivo para hacerlo, aunque supongo que pudo haberlo sido —la sonrisa se deformó—. La clínica era un lugar tranquilo y solitario, pero creo que nadie allí se abraza. Ellos consideran que la mejor aplicación del proceso será el perpetuar la inteligencia. Es irónico, créeme, que haya sido usado en este caso para servir a unos enamorados.

—¡Por todos los cielos! ¡Maldita sea tu flema británica!

—No es fácil de explicar. Pero, en resumen: he arreglado las cosas para que me encuentres esperándote cuando regreses, sin que los años me hayan cambiado.

Anonadado, su mente retrocedió a Helen y sus conmiserables intentos de derrotar al tiempo y su transcurso.

—¡No puedes lograrlo! Ya me han comunicado mi misión. Estaré fuera treinta y cuatro años.

La sonrisa de ella se hizo enigmática mientras hacía ver que contaba con los dedos.

—Excelente. Te esperaré siendo una Etta más joven. Con algunos meses menos.

—¿Qué te ha sucedido? Creí conocerte. ¿Cuándo has adquirido esta tendencia sádica? —su voz parecía más asombrada que amargada.

—Lo siento, querido, de verdad lo siento. No estoy siendo sádica, sino un poco tímida. Tendré que contártelo... voy a tener una niña.

—¡Vas a...!

—No te quedes con la boca abierta. Escúchame cuidadosamente mientras lo digo de nuevo. Yo voy a tener una niña.

—Pero...

—Ya te dije que era una nueva técnica. ¿Tengo que entrar en detalles? —suspiró—. Supongo que sí. Bien, realmente no se trata de una técnica nueva, tan solo lo es su aplicación a los humanos. Fue usada por primera vez en la década de los sesenta del siglo veinte por un equipo de Oxford dirigido por un tal Dr. Gurdon con... si es que tengo que confesarlo... ranas. Descubrieron que si trasplantaban el núcleo de una célula corporal ordinaria a un huevo medio muerto por radiaciones (con su propio núcleo aniquilado), el huevo se desarrollaba como si estuviera fertilizado. La célula y el huevo tenían que ser del mismo ser. Tan solo recientemente se había descubierto la forma en que hacer lo mismo, con éxito, a un ser humano. ¿Comprendes ahora?

Sus defensas mentales, arrolladas, no le permitían comprenderlo. Escuchó anonadado mientras ella proseguía:

—Ya te he dicho que me hallarías esperándote. Así será. Seré yo, exactamente igual. Hasta en el nombre, puesto que naturalmente, la llamaré Etta. Y no te preocupes porque no sea una niña. Hoy en día, no hay problema para arreglar esta cosa, en este o en cualquier otro nacimiento.

La luz de la comprensión comenzó a filtrarse, y de pronto fue cegadora.

—Pero... no serás . Lo serás para mí, pero...

—Pero eso es lo único que importa. No podemos volver a estar juntos ambos, pero, de esta manera, uno de los dos lo conseguirá —se rió, pero él sabía que estaba a punto de llorar—. ¿Entiendes lo que quiero decir? Puede ser cierto para uno de los dos.

—No... no sé que decir.

—No digas nada, cariño.

—Debo hacerlo. Me siento egoísta... más egoísta de lo que había creído que se podía ser. Te fuiste, e hiciste... eso... y, mientras tanto, yo ni siquiera pude llegar a una decisión, excepto el dejarte a ti el tomarla. Creo que soy la peor clase de...

Ella le puso un dedo en los labios.

—No, cariño, no eres la peor clase de nada. Eres lo mejor de algo muy especial. Y no eres egoísta. La sociedad es la que lo es, al pedirte lo que te pide sin siquiera reconocer el alcance de tu sacrificio. Excepto...

—No —le interrumpió él—, no puedes decir eso de mí después de lo que has hecho. El tuyo que ha sido un sacrificio. Yo no...

—Por favor, déjame continuar. Insisto... excepto para tratarte como si fueras una especie de fenómeno de circo. Tuve mucho tiempo, en la clínica, para leerme las revistas populares. Mucho tiempo para darme cuenta de lo que debe de haber sido la vida para ti. Esto tan solo, ya me confirmó en mi decisión. Me alegra haberlo hecho... me alegra infinito. Así que, por favor, no protestes más. Era la única forma... y fue realmente una coincidencia el que existiese esa forma, y que yo supiese de ella y estuviese en la posición adecuada para poder convencerles que me la dejasen realizar.,

—Pero... no protestaré, pero... ¿cómo sabes siquiera que le agradaré? Un sacrificio es ya bastante. No puedes condenar a una niña a crecer hasta un punto preordenado de su vida, y luego... es una compulsión demasiado terrible para imponérsela a un ser humano.

Ella sonrió, pero sus labios temblaban mientras lo hacía.

—No será una compulsión, amado mío, sino un sueño por el que vivir. Una realización. Ella tendrá una ventaja sobre mí: yo no sabía, mientras vivía mis años, para lo que estaba esperando. Ella sí. Y se enamorará de ti, tal como yo me he enamorado. Porque ella seré yo. No una niña ordinaria, con todas las complicaciones genéticas de una doble paternidad, sino mi propia imagen.

—Pero ella no tendrá tus memorias... ni nada... sobre nosotros.

—¿En qué te crees que pasaré mis días mientras tú estás lejos? Mantendré nuestras memorias vivas, y se las transmitiré a mi hija. Mi hija. Es una pena que no sea nuestra hija; pero la próxima vez hasta eso podrá ser realidad.

De pronto, apartó su cara de él, escondiéndola en la fresca sombra de los árboles de la terraza. Pero cuando, tras largo rato, la volvió hacia él, estaba logrando sonreír de nuevo.

—Y, ¿quién sabe?... los informes sobre esto son aún escasos... ¿quién sabe si la memoria no podrá ser transmitida directamente a través de esta forma de reproducción? ¿Quién sabe si no solo mi imagen, sino parte de te esté esperando? Así que, ya está bien de hablar de sacrificios. Y aún quedan memorias por crear. Ni siquiera hemos tocado nuestras bebidas. Mira, el hielo casi se ha fundido.

Alzó su copa y esperó, con el rostro ya sereno, hasta que él hubo alzado la suya.

Título original:

THE LAST TIME AROUND

© 1968, by John Carnell

Traducción de Z. Álvarez