II
Algo parecido a un limón; no, a un melón. No, se estaba alargando; un pepino. No, porque se curva; un plátano. No, rizado. Una rebanada de melón. No, nuevamente un melón. ¿O era —estaba todo deformado—, era un rostro? Se agitó, se solidificó. Se transformó en una firme quijada y unos ojos que miraban fijamente hacia abajo. Se convirtió en la cara de Murray Mumford, vista a través de una bruma de debilidad.
—Eh —gruñó Tyne. Se encontraba sobre una tarima que todavía se agitaba por los bordes, y miraba a Murray.
—¿Qué tal? —preguntó Murray—. ¿Te sientes mejor?
—Agua —dijo Tyne.
Se la bebió de un trago cuando se la trajeron. Su cabeza se aclaró, recordó el accidente en la 101, la entumecedora explosión en su traje espacial.
—¿Dónde estamos, Murray? —preguntó.
—A una hora de la base lunar, sin persecución, derechitos a casa —dijo Murray—. Se la di con queso a los Rosks. Pensé que nunca te ibas a recuperar. ¿Cómo te sientes?
—Ésta es mi mejor parte —dijo Tyne con ironía, alzando su enguantada mano izquierda. Bajo el guante se encontraba su mano metálica; la mano auténtica se la habían amputado tras un accidente aéreo varios años atrás.
—No creo que tengas nada mal —dijo Murray—, aparte de algunas magulladuras. Los Rosks dispararon sobre nosotros. Una bala alcanzó tu traje espacial en la parte del hombro; afortunadamente no partió las junturas, y los amortiguadores acapararon el máximo de la explosión. ¿Cómo lo hiciste… con una pata de conejo?
—¿Cómo vine aquí? ¿No perdí la memoria?
—Perdiste el conocimiento de arriba abajo y te desplomaste como un buey con las patas cortadas. Te traje aquí, primero a rastras, y luego a hombros —dijo Murray—. Afortunadamente, mientras comenzaste a desplomarte tuve tiempo de cargarme el segundo foco Rosk.
—Gracias, Murray —dijo Tyne, y sólo después, con un deje de culpa, recordó a su amigo—: ¿Dónde sé encuentra Allan?
Murray apartó la mirada, encogiendo las pobladas cejas como en un gesto doloroso.
—Me temo que Allan no se encuentre —dijo pausadamente.
—¿Qué quieres decir con eso de que no se encuentra? Apartándose de la tarima, como si repentinamente hubiera encontrado las palabras exactas, dijo Murray:
—Tyne, esto puede ser algo difícil de aceptar. Las cosas se te escapan a veces de las manos. Era un sitio horrible, ya lo sabes. Cuando te desplomaste, te agarré y te subí hombros. Allan me instó a que corriera y te dejara allí, supongo que lo hizo en un momento de pánico. Quería abandonarte a los Rosks. Le dije que cubriera mi retirada, y lo último que sé es que estaba agitando su pistola rente a mi cara, alegando que me dispararía si no te abandonaba.
—¡Allan! —protestó Tyne—. ¿Allan dijo eso?
—¿Nunca has tenido miedo? —preguntó Murray— Las situaciones en las que las amarras se te sueltan y ni siquiera sabes lo que haces o dices. Cuando vi la pistola de Allan ante mi cara, y sabiendo que los Rosks se nos acercaban por la espalda, perdí también el control de lo que hacía.
De nuevo volvió la cabeza; todo su cuerpo sufría una tensión como jamás había visto Tyne anteriormente. El hombre de la tarima sintió la garganta seca al preguntar:
—¿Qué hiciste, Murray?
El espacio se deslizó por el exterior, furtiva, viperinamente, frío como tiempo de crisis, ignorando a Murray cuando éste dijo:
—Disparé contra Allan. Justo en el estómago.
Tyne estaba sujeto a la tarima. Tan sólo podía agitar su puño metálico y su puño de carne con impotencia.
—No había otra cosa que hacer —dijo Murray salvajemente, atenazándose una muñeca—. Escúchame, Tyne, ¿podía haberte dejado allí? No podíamos permanecer en el área 101, sin permiso legal. ¿Habrías preferido quedarte rodeado de un grupo de Rosks asesinos? Hice lo único que podía hacer. Allan Cunliffe se amotinó; como capitán, resolví el asunto sobre el terreno. No había nada más que hacer.
—Pero yo conocía a Allan —gritó Tyne—. ¿Cómo iba él a…? Él no habría… no es la clase de…
—Realmente no nos conocemos los unos a los otros —dijo Murray. Su rostro aparecía oscuro, bañado por un febril aspecto de excitación—. Ni siquiera nos conocemos a nosotros mismos. En un momento de crisis, algo brota en nosotros… nuestro id, o lo que sea. Eso es lo que le ocurrió a Allan. Ahora escupe y ponte a pensar lo que quieras hasta que comprendas que hice lo que debía hacer.
Echó a andar hacia la cabina, cerrando la puerta de golpe a sus espaldas y dejando solo a Tyne.
Tyne yacía, removiendo todo lo dicho en el interior de su cerebro… No podía creer que su amigo estuviera muerto ni que hubiera perdido el control de sí mismo. Sin embargo, nada podía hacer sino creer. A fin de cuentas, siempre había existido una subterránea rivalidad por el ascenso entre Murray y Allan; quizá, en aquellos acelerados segundos en las tinieblas, la rivalidad ocupara su ánimo.
En cierto momento, antes de aterrizar, Murray volvió a la sala de la tripulación para ver a Tyne. Sus gestos estaban todavía ateridos por la tensión.
—¿Cómo te sientes ahora? —preguntó.
—No quiero verte —dijo Tyne con un gemido—. Te veré en la encuesta judicial. Hasta entonces, apártate de mi vista.
Su rostro adquirió áridas líneas. Murray se acercó hasta la tarima y puso sus manos sobre la garganta de Tyne.
—Date cuenta de lo que estás diciendo y a quién se lo estás diciendo —dijo—. Te he contado los hechos. Me gustan tan poco como a ti. Si Allan no se hubiera vuelto de repente tan cobarde, estaría ahora con nosotros.
Tyne alzo su mano de acero y atrapó la muñeca del otro, apretándola cada vez con más fuerza. Lanzando un gemido de dolor, Murray apartó el brazo de un lirón; un cerco enrojecido rodeaba su muñeca. Lanzó una mirada de malicia a Tyne; luego se dio la vuelta y se encerró en la cabina. No le volvería a ver durante un período de tiempo sorprendentemente largo.
Cuando aterrizaron, Tyne esperó pacientemente durante un rato; luego gritó a Murray que fuera a desatarlo. Se agitó sobre la tarima, convenciéndose de que no podría soltarse por sí mismo. Sus voces no recibieron respuesta. Después de veinte minutos, la puerta exterior se abrió y penetraron dos asistentes sanitarios sumatrinos con una camilla.
Por ellos conjeturó Tyne que se encontraba en el Hospital de la Patrulla. Murray había telefoneado al hospital, diciéndoles que fueran a sacarle de la exploradora para examinarle.
—Luego iré a que me examinen —dijo Tyne—. Ahora tengo que informar a la Comandancia.
—No se preocupe; el Comandante ya ha sido informado del estado de su salud —dijo uno de los asistentes.
A pesar de las protestas de Tyne, el hombre se mantuvo firme. Por sus réplicas, parecía como si Murray hubiera dejado entrever alguna duda sobre la salud mental de Tyne. Así que éste fue trasladado al hospital militar en una camilla.
Los procedimientos no eran allí más rápidos que en cualquier otro hospital. Los médicos tardaron un tiempo hasta decidir que Tyne Leslie estaba cuerdo aunque alterado, magullado pero en forma. Entre los exámenes hubo períodos de espera. En el interregno, Tyne, fumando paquete tras paquete de cigarrillos de mezcal, pensaba amargamente en lo que Murray había hecho; el capitán de la exploradora lo había preparado todo para que su informe se demorase. Bien, tendría que poner a Murray en su lugar, y, desde luego, iba a tener problemas.
Dos horas después, bien abotonado su uniforme, se precipitó hacia la Oficina del Escuadrón. Allí le aguardaba una sorpresa. Murray no había hecho ningún informe de su misión, y, más aún, no se le había visto. Dominado por las sospechas y la curiosidad. Tyne se dirigió a los alojamientos del personal del escuadrón. Tampoco allí se había visto a Murray; su cuarto estaba vacío, y su equipaje intacto. Sobre la cama, una guapa chica de raza mezclada contemplaba las fotografías con la mirada perdida. Escrito con letra pueril, rezaba en el retrato la siguiente frase: «De Mina con amor».
El sol acumulaba su plena gloria de media mañana sobre la foto. Tyne corrió hasta la puerta principal para preguntar al urbano de servicio que se resguardaba bajo su sombrilla. Sí, él capitán Mumford había salido con un coche del Estado Mayor después del desayuno, en ruta hacia la ciudad.
—Gracias —dijo Tyne. Hizo auto-stop hasta la ciudad, aguantando las cinco millas de polvo y presión solar con quejumbrosa impaciencia.
Sabía que debería haber informado antes de dejar el campamento; por encima de todo, debería haber informado de la muerte de Allan. Pero, como un mal presagio, sentía que el tiempo se había convertido en un factor vital. Murray, inexplicablemente, había desaparecido; sería mejor encontrarle mientras el proceso estuviera caliente. Eran las 10.50.
Padang era una de las ciudades más interesantes de la Tierra. La proximidad de la base de los Rosks había dado a cada estrato de su vida un agradable frisson[4] de excitación. La sensación de que algo desmesurado podía ocurrir cualquier día, se cernía sobre sus cálidas y olorosas calles. Era una ciudad cosmopolita. Entre los nativos indonesios y chinos se movían los delegados del CNU de todos los lugares de la Tierra, o sus mujeres, amantes o secuaces. Los vendedores callejeros pregonaban emblemas nacionales de todas las clases concebibles, desde soles nacientes hasta puerros. Era también una ciudad interplanetaria, la primera sobre la Tierra, para los delegados Roskianos en el CNU, que exhibían las solapas cargadas de insignias permisivas, mientras paseaban por la ciudad ocomían en los restaurantes. Era por encima de todo una ciudad en auge. A lo largo de la alegre Tida App, emergían los crespones celestes. Entre las palmas, las cabañas, las pintorescas calles con edificios de dos pisos, se elevaban sólidos bloques de gran altura. Y cincuenta banderas diferentes ondeaban, marchitándose bajo el sofocante calor.
Después de los políticos, habían llegado los hombres de negocios; y después de éstos, el hampa. Con un guiño desde la ventana del hotel podía comprarse un abogado, una mujer o un gran flotador, boca abajo, en los albañales.
Una vez en el centro de la ciudad, junto a correos, Tyne cruzó el gran mercado cubierto y subió por Bukit Besar. Llegó hasta el hotel Merdeka. Éste era, pensaba él, el lugar más apropiado para buscar a Murray. El Merdeka había sido casi como un hogar para Allan, Murray y Tyne. Se habían encariñado con su eficiente servicio, su lamentable comida y su constante alboroto.
El lugar estaba ahora lleno, principalmente de esa especie de diplomáticos de plantilla que el mismo Tyne fuera en otro tiempo; hombres pulcros y nerviosos apurando sus whiskies y evitando el sol… y esperando, esperando y observando. Cruzando el vestíbulo, Tyne llegó a la parte trasera, a las escaleras de atrás.
Creyó ver a Amir al final del pasillo, que miraba a su alrededor para escabullirse inmediatamente. Pero tal cosa no podía ser. Amir, el chico más vivo de la plantilla, no tenía ningún motivo para evitarle; había llegado a convertirse casi en un amigo personal del trío.
Mientras subía las escaleras, sacó del bolsillo la llave que correspondía a la habitación 6, la que Allan, Murray y Tyne compartían. Que habían compartido… Sin cerrar tras sí, entró en la habitación.
El inmenso flujo de extranjeros había causado problemas de alojamiento en Padang. En los hoteles era imposible encontrar habitaciones; sólo pagando un precio escandaloso por una, se podía obtener el privilegio de usarla durante los fines de semana.
Un huracán había pasado por la habitación 6.
Tyne contuvo el aliento. Todas las maletas, las ropas civiles, todo, completamente todo había sido desparramado por el suelo. Alguien había estado registrando la habitación de arriba abajo, precipitadamente. ¿Quién? ¿Por qué?
—No me gusta esto —dijo Tyne en voz alta. Se acercó a la balaustrada y llamó al servicio.
Mientras esperaba, se quedó en medio de la habitación, pensativo. Se sentía envuelto en un misterio. Algo extraño había ocurrido en la Luna… estaba seguro de no haber oído la auténtica versión de los hechos. Y ahora, algo raro había ocurrido también aquí. ¿Por qué había desertado Murray? ¿Dónde se había ido? La sospecha de que había asesinado a Allan asaltó a Tyne. Pero¿por qué?
Salió nuevamente al descansillo y llamó otra vez al servicio.
Su odio hacia Murray se iba intensificando. Retrocedió en la memoria, captando a Murray en el pasado. El tiparrón de fáciles maneras aparecía ahora hasta simpático, aunque con los síntomas de un autoritarismo sin trabas. Su pronta y amable sonrisa se tornó falsa, era la arbitraria mueca de un asesino. Aun suponiendo que hubiera matado a Allan… podía muy fácilmente haberle contado que habían sido los Rosks… Tyne, a fin de cuentas, estaba inconsciente cuando ocurrió. Nada se podía asegurar. Sólo una cosa era segura: Tyne quería atrapar a Murray y sonsacarle la verdad.
De nuevo salió al descansillo para llamar al servicio y se encontró con un pequeño camarero.
—¿Dónde está Amir? —preguntó Tyne.
—Amir tiene hoy su día libre.
—¿Qué? Es la primera vez desde que lo conozco que tiene un día libre.
—Amir no se encontraba bien hoy. Le dolía la cabeza y tenía que tomar medicamentos. ¿En qué puedo servirle?
Súbitamente, deseó que nadie viera la habitación. Se sintió débil, cansado, hambriento; era su primera caza humana.
—¿Podría traerme algo para desayunar, por favor?
—El desayuno hace tiempo que se acabó, señor.
—La comida entonces, cualquier cosa.
Retrocediendo hasta la habitación, cerró la puerta por dentro. Observó metódicamente el desorden que cubría el suelo. Le dolió colocar en su sitio las pertenencias de Allan, sabiendo que jamás iba a necesitarlas ya. Algunos de los trajes civiles de Murray faltaban, pero había; en cambio, un uniforme.
La comida llegó en seguida: arroz con coles y una salsa apátrida, seguido por una insípida jalea de plancton. La nueva gran planta de plancton ubicada en la costa de Semapang proveía de más y más alimento a la isla; aunque, en puridad, los alimentos ganaban más en nutrición que en sabor.
Con la comida, el ánimo de Tyne se recuperó. Había cesado en su puesto de segundo secretario de un subsecretario de un Subsecretario porque necesitaba acción.
Y aquí la tenía. El instinto original que le condujera a Sumatra había sido profundo. Había permanecido estático, enmohecido, descontento, un hombre sin virilidad, con una carrera elegida por su padre, la cual le aburría soberanamente. Pero el tiempo de oficinas había pasado; ¡cuán lógico sería calificarlo de tiempo perdido!
Aunque el ecuador es el punto más tórrido del planeta, el punto que más rápido gira, no lo advierten los sentidos. Ahora, en cambio, había algo que realmente comenzaba a girar.
Decidido a actuar, fue a ver al propietario y le preguntó por Murray.
—Lo siento, pero no le he visto hoy —dijo el señor Niap Nam—. Si vino, no le vi. Será mejor que salga por la parte trasera. En la delantera hay un pequeño altercado con los Desplazados. Quizá se líe a tiros alguno de esos imbéciles.
—Gracias, Niap —dijo Tyne. Había oído ruido en la calle, pero no se había tomado la molestia de saber de qué se trataba. En un momento dado se escuchó un disparo, el eco conflagró un crescendo y luego se oyó el ruido de la gente que corría. Tyne se deslizó por la puerta trasera, a través de un corral protegido por una cañafístula. Los Desplazados eran un grupo de terroristas, principalmente formado por los nativos cuyas cabañas habían sido evacuadas para convertirlas en habitáculo de los Rosks; sus actos de violencia diaria —a menudo arrojando bombas caseras contra los vehículos diplomáticos— añadían una pizca de riesgo adicional a la vida de Padang.
Tyne se dirigió al Roxy. Si alguien sabía dónde se encontraba Murray, tenía que ser Mina, la muchachita medio alemana (el otro medio estaba sin especificar) que ocupaba la mayor parte del tiempo libre de Murray. Tyne miró su reloj. Comenzaba justamente la tarde; su enemigo, pues así era como calificaba ya a Murray, le llevaba cuatro horas y media de ventaja.
El Roxy era un cine de sesión continua. Obedeciendo la moda, las pantallas llameaban en el gran cubo de plástico transparente veinticuatro horas de cada veinticuatro. El salón de entrada era amplio y profundo, con gente que iba y venía, o que simplemente fumaba sin moverse.
Tras el mostrador de la heladería, Mina saludó amablemente a Tyne nada más verle. Sí, era una preciosidad: morena, vivida, con gracia; tal vez, si Murray desaparecía del todo…
—Sí, ha venido a verme —dijo Mina, respondiendo a la pregunta de Tyne—. Señor Leslie, ¿podría decirme si se encuentra en algún apuro? Tenía un aspecto como si algo malo le agitara.
—Quizá tuviera los zapatos puestos del revés —dijo Tyne, y aguardó pacientemente a que la chica controlara su nerviosa risa. Había olvidado la estúpida observación que la había provocado.
—Tengo que encontrarlo, Mina —dijo—. El Comandante lo necesita con urgencia. ¿Dijo dónde iba?
—No, señor Leslie. Todas sus palabras se limitaron a un «hola», ni siquiera me dijo «dame un beso». He ahí por qué pensé que algo le tenía preocupado… algo que…
—Sí, que no era nada agradable. Lo sé. ¿Qué más dijo aparte de «hola», Mina? ¿Te pidió que os encontrarais más tarde?
—Perdone un minuto. —Se volvió, toda sonrisa, para servir a un gran pakistaní y luego prosiguió—: Todo lo que me dijo es que iba a la planta de plancton. Puedo encontrarlo en la planta de plancton. ¿Para qué querría ir a ese sitio, señor Leslie?
—Quizá para plantar plancton —sugirió Tyne, cuya sonrisa desapareció al estallar Mina en otra de sus aflautadas carcajadas. ¿A qué diablos habría ido allí Murray? Caminando sin mirar a ninguna parte, casi tropezó con un tipo gordo que vestía un traje blanco de lino.
—Sígame y oirá cosas de Murray Mumford —dijo el gordo, hablando por la comisura de la boca y haciendo como que no se fijaba en Tyne. Mientras éste le seguía con sorpresa, el gordo empujó una puerta oscilante y entró en un bar. Por un instante, Tyne se preguntó si había oído correctamente. Luego se lanzó a través de la puerta.
Una pantalla en miniatura de un pie de altura cabrioleaba sobre el mostrador del bar. La película era muda.
Recortado su tamaño natural, mostraba sólo media parte. Como tal, era casi ininteligible. Al entrar Tyne, la pechugona mitad de Lulu Baltazar, reclinada sobre cojines, gesticulaba incomprensiblemente, Tyne apartó la mirada del cubo y la depositó sobre el gordo. Éste estaba sentado en el rincón del extremo con el rostro vuelto hacia la puerta, alzando dos rechonchos dedos para llamar la atención del camarero. El camarero sonreía y asentía como un cretino adulador. Algunas personas bebían sentadas por allí.
—¿Quién es usted? —preguntó Tyne al gordo, al llegar a su mesa—. Lo siento, pero no logro recordarle.
—Siéntese, señor Leslie —dijo el extraño—. Recuerde sus modales y agradezca a su buena estrella el que le haya encontrado yo antes que algún otro.
—Le he preguntado quién es usted —dijo Tyne, sentándose de mala gana—. ¿Tiene algún mensaje de Murray para mí?
—Aquí vienen los whiskies —dijo el otro, sonriendo al camarero que dejaba los vasos sobre la mesa—. Permítame brindar por su intacta salud.
Tyne apartó el suyo.
—Tengo prisa —dijo—. ¿Cómo supo usted que yo iba tras Murray? ¿He de suponer que estuvo espiando lo que hablé con la chica del puesto de helados? ¿Intenta ser gracioso conmigo o realmente quiere ayudarme?
El gordo se zampó la bebida y luego, mirando a Tyne de soslayo y con picardía, se hizo cargo del vaso que éste había apartado. Sin preocuparse por responder las preguntas de Tyne, dijo:
—Si quiere llamarme de alguna forma, Stobart es un nombre tan bueno como cualquier otro. Soy agente… Puedo arrestarle a usted con sólo chasquear los dedos y me importaría un carajo hacerlo.
Un pedazo —un pedazo de tente tieso— de Lulú Baltazar estaba trepando a un coche de superlujo. El camarero sonreía y asentía como un bobo a los nuevos parroquianos.
—Oiga, usted se cree que está en una película de espías —dijo Tyne.
—No me revele su bonito pasado, hijo —dijo Stobart cortante—. Soy real y tendrá ocasión de comprobarlo si continúa haciendo el gamberro. Considere… que no tengo sentido del humor.
—De acuerdo. Es usted real —concedió Tyne—. Dígame entonces esto. ¿Por qué iba un agente del CNU a revelarse como tal según ha hecho usted? ¿Por qué iba a interesarse por mí o por Mumford? Si fuera usted un orejudo policía militar del campamento podría entenderlo.
—Usted no entendería ni a un orejudo con el sombrero puesto. Mire, hijo, está usted al borde de aguas turbulentas. Aléjese. Eso es cuanto tengo que decirle y por eso estoy aquí: ¡aléjese! Encontrar a Murray Mumford es asunto de alta prioridad, y lo único que usted conseguirá será entrometerse en el camino de las otras partes interesadas.
Mientras hablaba, empujó el whisky hacia Tyne. Éste lo cogió y se lo bebió de un trago. Stobart alzó dos dedos y el camarero volvió a aparecer, cortésmente, con más bebida.
—Permítame entrar en el misterio —dijo Tyne. Le disgustó el tono de súplica que escuchó en su propia voz—. ¿Por qué mató Murray Mumford a Allan Cunliffe? ¿Por qué le persigue el CNU y no el Servicio Espacial?
—Pregunta usted mucho —dijo Stobart con sequedad.
Tyne se sonrojó. Cogió uno de los vasos vacíos con la mano izquierda y lo comprimió entre los dedos. Siguió apretando hasta que un leve montón de relampagueantes vidrios rotos quedó sobre la mesa.
—Conteste —dijo.
Stobart se rió.
—Se ha cabreado, ¿eh? —dijo, y sopló el vidrio pulverizado contra la chaqueta de Tyne. Antes que éste pudiera moverse, el otro le cogió la muñeca izquierda con tenaza ineludible.
—Escúcheme, señor Leslie —dijo Stobart—. Salga de esto. Mumford le mintió, no hay duda. No podía permitirle que viera el complicado asunto de que se trata. Quiero escucharle a usted lo que, según él, sucedió junto al Área 101; luego, le diré lo que ocurrió realmente. ¿De acuerdo?
Malhumorado Tyne repitió la historia narrada por Murray a bordo de la nave exploradora.
—Basura —exclamó Stobart al final—. Mientras usted permanecía inconsciente, los Rosks les cogieron a usted y a Mumford. No tuvo tiempo de volver a la nave, muchacho, no al menos con usted durmiendo pacíficamente sobre su hombro. Les cogieron fácilmente y le convencieron para llevar una información vital a un contacto Rosk en Padang, el cual la pasará a la base Rosk en Sumatra.
—¿Cómo pudieron convencerle? ¿Cuál era la información? ¿Por qué no me contó la verdad?
—¡Loco inocente! —dijo Stobart. Se había parado para mirar a Tyne como si de pronto sintiera mucho interés por él; sus acuosos ojos se posaron sobre los demás parroquianos del bar—. ¿Cree usted que Mumford le habría contado la verdad? ¿Que se había convertido en traidor? Está ayudando a los Rosks; no se moleste en preguntar qué le ofrecieron por llevar a cabo su tarea. Y no se moleste en preguntarme de qué información se trata, aun que lo supiera no se lo diría.
—¡No puedo creerlo! ¿Por qué no podían los Rosks pasar su información ellos mismos? Tienen cuatro pequeñas naves circulando entre la Tierra y la Luna.
—Si conociéramos todas las respuestas, no buscaríamos a Mumford ahora —dijo Stobart claramente—. Y eso es todo cuanto tengo que decirle. Va a haber viento en su camino, Leslie. Vuélvase al campamento y juegue al hombre del espacio antes de que empiecen los tiros.
—Usted está bebido por la forma en que mira y habla —dijo Tyne serenamente—. ¿O le cuelga siempre la boca como un calcetín sudado?
—Hay un Rosk en el bar, disfrazado de hombre de negocios sumatrino, que nos observa con ojo de lince —replicó Stobart sin pestañear.
—Me deja en Babia —dijo Tyne—. ¿De dónde ha sacado toda esa información, Stobart?
El gordo lanzó un juramento.
—¿Cree que se lo voy a decir? Por última vez, Tyne, abandone. Tiene en contra varias organizaciones. Nunca encontrará a Murray Mumford. Váyase ahora, levántese y lárguese. El whisky gratis se ha acabado.
Un pedazo de alguien estaba peleando con un pedazo de Lulú Baltazar cuando Tyne pasó frente a la barra. Hervía por dentro. Odiaba cada pulgada cúbica de la grasa de gorrino del cuerpo de Stobart, pero su inteligencia le decía que el aviso del fulano no era en balde. Si Murray estaba realmente implicado en un problema de tal envergadura, el asunto se escapaba de sus manos.
Evitando a Mina, salió del Roxy. Estaba lloviendo a mares. Las calles estaban inundadas. Más arriba, en la calle, dos miserables policías permanecían junto a un humeante establecimiento ruso; los Desplazados habían golpeado de nuevo. Era la una y cuarto.