ALGIS BUDRYS:
¿Qué tuvo 1985 de memorable?
Algis Budrys, autor de las novelas clásicas Rogue Moon, Who? y Some Will Not Die, así como de la reciente y tan alabada Michaelmas, es también el mejor crítico norteamericano de ciencia ficción en activo. Sus ensayos aparecen en The Magazine of Fantasy & Science Fiction. Con el título de Benchmarks se han publicado recientemente sus trabajos críticos para Galaxy, que han merecido el Premio Locus 1986 a la mejor obra no literaria. Autor de numerosos cuentos cortos, Budrys es miembro del Hall of Fame de la Sociedad Norteamericana de Escritores de Ciencia Ficción y ha recibido un premio especial de la Sociedad Norteamericana de Escritores de Misterio. Catalizador de jóvenes talentos, Budrys ha sido profesor en el taller de verano de creación literaria Clarion, que se reúne todos los años en la Universidad estatal de Michigan, y trabaja como juez y editor en el proyecto de Escritores del Futuro. Está preparando una nueva novela.
Lo más característico de una nebulosa es que adquiere más carácter y definición cuanto más se aleja uno de ella. Mientras participaba en el banquete en que los miembros de la Sociedad Norteamericana de Escritores de Ciencia Ficción otorgaron los Nebula de 1985, se me ocurrieron dos cosas: primero, que ya es hora de que los Escritores Norteamericanos de Ciencia Ficción se conviertan en los Escritores Universales de Ficción Especulativa, y, segundo, que no lograba descubrir en qué derivaba 1985 de 1984 y que, por consiguiente, me iba a costar un esfuerzo ímprobo escribir este ensayo. Ahora, pasados algunos días, esto último me parece más sencillo. Pero no demasiado.
Los premios anuales prestigiosos, es decir, los que han ido recayendo, con pocas excepciones, en las obras más significativas de cada época, adquieren una importancia mística. No resulta agradable esperar como nominado el veredicto final, entablando conversaciones triviales y tratando al mismo tiempo de que la comida no le siente mal a uno. Pero eso se acaba. Felizmente, tristemente o ambiguamente, después de una eternidad se anuncian los resultados y eres ganador o no lo eres. Y entonces les llega el turno a los que, como yo, tratamos de darle mayor trascendencia a todo el asunto; es un tipo de actividad que se reitera una y otra vez.
Estos juicios a posteriori, reiterativos y al mismo tiempo renovados con cada nueva situación, consiguen supuestamente localizar al personaje de una época, explicar qué fuerzas impulsaron a ciertas personas a escribir de cierta manera en cierto momento, y luego qué hizo a los que en ese momento eran sus iguales nominar sus trabajos para un premio y escoger a unos pocos ganadores, asumiendo así, implícitamente, que hay historias que superan el nivel mínimo y otras que sólo se le acercan. Eso conduce a identificar tal nivel, hecho lo cual podemos quedarnos todos tranquilos, aunque sólo sea hasta el siguiente juicio. Cuando éste tiene lugar, es fácil que contradiga lo que antes pareció irrefutable.
Por ejemplo, Richard Lupoff, experto en ciencia ficción, editó una vez varias prometedoras antologías de historias que deberían haber ganado un premio y, aunque en este caso nos enfrentemos a la opinión de una sola persona, resultó como mínimo tan convincente como la de cualquier otro ensayista. Este mismo volumen contiene historias no galardonadas que son, pese a ello, excelentes, y que George Zebrowski decidió incluir. Algunos métodos de comprobación —la frecuencia de las reediciones, por ejemplo— quizá nos permitan incluso considerar que algunas eran «mejores» que las que fueron premiadas. No es que sea el único método relevante, pero subraya el hecho de que la excelencia es de alguna manera algo transitorio. A veces se debe a una maestría incuestionable; otras, al punto de vista circunstancial del observador.
Entre los ganadores está Robert Silverberg por su ingeniosa novela corta Rumbo a Bizancio. Silverberg, como todos los ganadores de cualquier categoría en esta ocasión, inició su carrera en la segunda mitad de siglo (en 1954, para ser precisos). En 1971, George R. R. Martin, el ganador en la categoría de cuentos (por Retratos de sus hijos) publicó su primera historia como profesional. El vencedor novel, Orson Scott Card, con EL JUEGO DE ENDER, ha aparecido todavía más recientemente en escena —demasiado recientemente para que lo citen los manuales de referencia de ciencia ficción habituales—, así como Nancy Kress, que ha obtenido el Nebula por su cuento corto Entre tantas estrellas brillantes (y pronunció al recoger el premio el discurso más gracioso y más meditado que jamás le haya oído a ningún galardonado).
Se podría pensar que esta inclinación por la juventud queda compensada por el Premio de Gran Maestro concedido a Arthur C. Clarke. Pero Clarke empezó a vender en 1946 y, aunque ya hace algún tiempo de eso, tampoco puede decirse que se remonte a la «Edad de Oro» tradicional. Ya se han otorgado siete Premios de Gran Maestro; Clarke es, junto con Andre Norton, el único gigante de la ciencia ficción que haya merecido tan alto galardón por una obra iniciada después de la Segunda Guerra Mundial.
Es decir, una obra iniciada en un mundo muy diferente de aquel en que pudo empezarse a considerar a la ciencia ficción de los quioscos como literatura. Con explosión de la «bomba atómica» en 1945 —como se llamaba cuando la ciencia ficción era «cientificción» o «stf»[1] (pronunciado «stef»)— acabó toda una época de lucha. Habían de venir épocas diferentes de luchas diferentes; nos encontramos sin duda en una de ellas, de la que hablaremos. Pero los profanos ya no podían continuar ignorando la existencia de la ciencia ficción ni vituperar a sus profesionales. Este estado de cosas no ha cambiado; adopta varios aspectos, algunos más felices que otros para ciertos de nosotros, pero es mejor que lo que conocimos antes.
Los que conservan cicatrices de los años cincuenta puede que sonrían con ironía, pero es mejor que se dude de la capacidad de alguien como escritor a que le digan que lo que hace no es escribir. Ésa es la diferencia. Antes de que el mundo se enfrentara a la monstruosidad de la bomba —ah, y al reactor, y al radar, y los misiles teledirigidos—, la ciencia ficción era delirio de «visionarios» (es decir, de lunáticos sudorosos y de ojos saltones). Como respuesta, algunos de nosotros tratamos de tender puentes con el arte que convirtieran al género en algo tan respetable como la fantasía, con sus conocidas raíces clásicas. Tácticamente nos quedamos cortos. La ciencia ficción presentada como manifestación particular de la fantasía no logró adquirir más respetabilidad a los ojos del público.
La búsqueda de la consideración del público ocupaba por entonces buena parte de nuestro tiempo. Estábamos en una posición delicada; por muchos sensatos consejos que nos dieran nuestros amados o por muy sensatamente que evaluáramos nosotros mismos nuestra situación, no podíamos parar de hacer ciencia ficción, ya fuera como productores o como consumidores. Supongo que la única alternativa posible es que conserváramos la esperanza de convertir al mundo a nuestras ideas. Lo más racional era comenzar por el establishment literario, que, al menos en ciertos casos, ensalzaba la literatura «experimental» y hablaba de la necesidad de que hubiera «nuevos» ámbitos literarios. No nos dábamos cuenta —y seguimos sin hacerlo— de que el establishment literario es de hecho considerablemente conservador. «Experimental» significa «restringido», y «nuevo» indica «resucitado». La gente que emigra de Iowa a Nueva York y se introduce en la corriente literaria general (mainstream) no abandona realmente detrás suyo los buenos canales seculares que hacen crecer el maíz. Simplemente, adoptan un vocabulario nuevo. ¡Y teníamos tantas ganas de compartirlo con ellos!
El tiempo pasó. Después de la bomba, que nos hizo pasar desapercibidos, nos convertimos en escritores. Eramos escritores porque resultaba obvio que teníamos la educación técnica y los contactos pertinentes. Eso tenía que proporcionarnos cierta habilidad para confeccionar informes y memorandos y, por lo tanto, capacitarnos para fabricar algo semejante a la prosa narrativa. Hacia 1950, o por esa época, había gente con experiencia real —esto es, convencional— en escribir dispuesta a venir de tarde en tarde a demostrarnos cómo había que hacerlo. Puede que no estén de acuerdo, y yo no lo estaba ciertamente por entonces, pues acababa de empezar mi noviciado, pero eso era mejor.
Como he dicho, no es mejor si te está ocurriendo personalmente en ese momento. Esperaba, como miembro cada vez más sofisticado de la comunidad de los años cuarenta, que, cuando me convirtiera en un escritor profesional más o menos en 1952, a la edad de veintiún años —cosa que hice—, el ghetto me daría la bienvenida. Claro que el resto del mundo me despreciaría, pero me habría hecho con un lugar seguro en la ciencia ficción. Pueden imaginarse mi decepción al ver a tanta gente bien educada jurar en bárbaro y, aún más, mi angustia al ver que algunos componentes del ghetto se rasgaban las vestiduras a la mínima acusación, se traían a uno de esos pájaros malévolos y los tildaban de modelos y de árbitros mientras lanzaban gritos desoladores. Todavía me resulta doloroso ojear una de las prestigiosas antologías anuales de ciencia ficción de los años cincuenta, por ejemplo, y comprobar que está abarrotada de relleno editorial destinado a ensalzar a los capitostes de turno, alabanzas que desde entonces se han desvanecido en su mayoría, como elogios desmedidos, que eran, de un entusiasmo falso.
Fue una época difícil. La mayoría surgimos entonces —Philip K. Dick, Robert Sheckley, Michael Shaara, Walter Tevis— y de hecho nos habíamos orientado desde siempre, y también en nuestras carreras universitarias, en esa dirección. Nuestra aficción a la ciencia ficción nació de la inmersión en Amazing Stones, Astounding, Planet y Startling, pero nuestra educación técnica no era, en general, superior a la que ha conseguido amasar cualquier licenciado en Humanidades. En cuanto a la experiencia práctica, Shaara había sido policía, yo había sido jardinero y cocinero, Sheckley había tocado la guitarra en un grupo, Dick había sido pinchadiscos de música clásica, y Tevis presumiblemente había vagado por los salones de billar. En el colegio habíamos leído las obras consagradas de los autores consagrados, estudiado las antologías recomendadas, y podíamos hacer las trampas más refinadas jugando a las cartas y al tiempo tatarear canciones improvisadas.
Deambulábamos por las calles del Greenwich Village las cálidas tardes de verano, impresionando a los turistas con nuestra facha. Nos molestaba y sorprendía que el establishment nos tachara de zoquetes tecnócratas. Al mismo tiempo, uno de nuestros miembros, la antologa Judith Merrill, nos llamaba atontados por no publicar nada en la Kenyon Review, para que fuera ella quien nos descubriera.
Pero trabajamos duro y las cosas empezaron a salir. Se produjo un boom de ciencia ficción en las revistas y podíamos ganarnos la vida. Ignoramos a los extranjeros, que acabaron por desaparecer casi todos; ninguno sabía escribir una historia para una portada sin título de una revista de Bob Lowndes. Fuimos la primera ola de escritores verdaderamente profesionales de ciencia ficción descendientes de la inspiración de Hugo Gernsback. Habíamos logrado hacer buenas variaciones sobre el mismo tema de siempre. Y entonces vino Milford.
A mediados de la década de los cincuenta hubo una convención mundial en New York City, un lugar situado a cien millas al este de Milford, Pensilvania, donde Damon Knight, James Blish y Judith Merrill vivían juntos, porque les resultaba barato y el ambiente rural era sano para sus hijos. Knight era el pionero de los críticos de ciencia ficción, autor de cuentos y relatos cortos admirables tanto por la técnica como por la concepción, y tenía mucha influencia. Lo mismo ocurría con Judith Merrill, y nadie que conociera a Jim Blish podía considerarlo estúpido ni analfabeto, en las dos acepciones equivocadas que le da C. P. Snow a esta palabra. Knight nos dijo en Nueva York que él y sus huestes iban a celebrar una conferencia de literatura la semana siguiente en Milford y nos propuso a todos que fuéramos.
Para nuestra sorpresa —y sin saber qué nos había conducido hasta allí— la mayoría fuimos. Milford, una ciudad acostumbrada a extraños visitantes y no demasiado recta, bostezó. Pero nosotros, en una casa semiabandonada de la orilla izquierda del perezoso Delaware, estábamos galvanizados. Era la primera vez que había tantos de los nuestros juntos en la misma habitación y con ideas tan despreocupadas y, según nos escuchábamos, comprendimos que si escribir es una profesión solitaria —y escribir ciencia ficción una especie de ostracismo integral, éramos solitarios de manera muy similar. Entonces llegaron los editores, los empresarios de las editoriales, enviados para hacer un reconocimiento en busca de material que alimentar el boom de la ciencia ficción en los libros. Eran precavidos y la mayoría tan sólo tenía una idea nebulosa de lo que podía ser ese nuevo fenómeno. Hablaban con afabilidad; estaban acostumbrados a otro tipo de escritores. Nosotros también estábamos acostumbrados a tratar con editores de otra calaña: editores de revistas sensacionalistas que nos compraban a dos centavos por palabra y, aunque no siempre hablaran a voces, eran notablemente cínicos en lo referente a nuestras pretensiones. Ya habían visto a muchos monos aparecer y desaparecer, y casi se habían convertido ellos mismos en monos. Ninguno demostró conocer los rudimentos del adiestramiento de animales. Así que nos los comimos.
Fue divertido lo que nos ocurrió al atravesar el Delaware. Siempre habíamos creído que éramos casos aislados, que nos tropezábamos casualmente con los demás en las convenciones o nos hacíamos visitas esporádicas, pero que como norma trabajábamos para nosotros mismos, y bruscamente descubrimos que había otra forma de encarar el asunto.
Tengo un cuadro grabado en el cerebro, todavía por realizar pero históricamente verídico. Es del estilo que se suele conocer como realismo soviético. Mostrará una habitación llena de gente: la sala de reuniones de una conferencia de prensa en Milford, iluminada por la luz de una tarde de otoño temprano. Sobre las largas mesas se aprecian jarras que estuvieron llenas de cerveza y bandejas de pizza vacías. Sentados a la mesa hay unos cincuenta escritores de ciencia ficción: «se puede reconocer a Knight, Blish, Merrill, Theodore Sturgeon, Cyril Kornbluth, Theodore L. Thomas, Shag Graetz, Theodore R. Cogswell y otros». Se están alzando. Algunos se miran entre sí con expresión de estupor y de alegría feroz. Otros empuñan armas. La mayoría tienen los ojos fijos en una dirección: miran a un grupo de individuos cada vez más inquietos y acobardados que se encuentra en el extremo opuesto de la sala.
Por sus chaquetas forradas de cuero y sus gafas de concha, por no citar los lápices azules que les asoman de los bolsillos, esos personajes resultan inconfundibles. Levantan brazos y manos por delante de sus cuerpos contraídos. Es un movimiento reflejo fútil y tímido de autoprotección. El título del cuadro es La Libertad desciende sobre los Stefnistas.
En cierto sentido, así ocurrió todo, aunque Ted Thomas y la mitad de los demás acusarían a esta analogía de bolchevismo. Algo sirvió de catalizador en esa reunión que se había anunciado como un encuentro informal con los editores. Seguramente fueron todos los años de enajenación que habíamos tenido que padecer y que en nuestro fuero interno nos escocían. Knight se desahogó de inmediato. Milford se anunció como la oportunidad de encontrarse con compañeros de oficio y en los últimos años sí se le dio mucha importancia al trabajo en equipo. Pero el primer Milford fue, ante todo, una convocatoria que permitió crear casi un sindicato.
No era la Sociedad Norteamericana de Escritores de Ciencia Ficción. A su debido tiempo, después de repetidos intentos en los años consiguientes, acabó por conducir a la formación de la Sociedad, y Knight fue su presidente fundador. Pero Milford fue algo inenarrable, motivo de orgullo para todos; nos hizo comprender que teníamos más cosas en común con los demás que diferencias. Todo escritor padece una cantidad infinita de afrentas de todo calibre en el curso de su evolución de la juventud a la consolidación; los escritores de ciencia ficción de esas generaciones las sufrieron de manera muy particular. Es un proceso inevitable, y algunos lo consideran beneficioso a largo plazo. (Personalmente, me habría apañado aunque no hubiera pasado por él.) Pero en Milford vislumbramos cómo podía ser el futuro con unos editores que en realidad sabían del tema mucho menos que nosotros y unas editoriales con las que se podía negociar sin necesidad de que nadie se humillara. Empezamos a comprender vagamente qué eran los términos de un contrato. Prácticamente, casi nadie había visto algo más que una cláusula sellada al dorso de un cheque; endosa el cheque y venderás todos tus derechos, que por lo común abolían todos los derechos para siempre jamás. Empezó a circular la historia de Street & Smith, que se había hecho por este método con todos los derechos de Farewell to the Master, de Harry Bates, y que aceptó encantado la oferta de la 20th Century-Fox por los derechos de la película: cuatrocientos dólares. Como buena sociedad paternalista que se ajusta a su código de ética, S&S le dio la mitad a Harry Bates; era una cantidad que superaba ampliamente el precio de las entradas y de las palomitas, y tal vez una quinta parte de una suma reconfortante cuando se estrenó The Day the Earth Stood Still en 1951. Nos lo contábamos en tono lúgubre, anticipando las promesas de lo que iba a ser nuestro propio futuro.
Unas se han descartado. Otras se han conservado. Pero la idea de que quizá fuéramos dignos de una mayor consideración y de que nuestro trabajo no tenía por qué ser efímero arraigó entre nuestra comunidad. Desde un punto de vista literario eso fue, naturalmente, lo principal. Pero evitar que los escritores mueran arruinados, que sufran estrecheces pecuniarias y el embrutecimiento que engendra la escasez también tiene cierta relevancia para la literatura. (La última vez que vi a Harry Bates con vida, estaba en la esquina sureste de Sixth Avenue y Fourteenth Street reclinado contra el Nedick’s, vestido con las ropas del Ejército de Salvación, mirando sin pestañear y con una cara desprovista de expresión cómo se ponía el sol. La gente daba un rodeo para evitar encontrarse con él.)
De manera que en Estados Unidos estábamos de lo más satisfechos, y creíamos que todas las cosas iban como tenían que ir, salvo algunos detalles domésticos. Y entonces alguien —Judy, para ser precisos— descubrió y dio nombre a la Nueva Ola, pese a sus propias objeciones fervientes de que no existía y de que sólo se trataba de una coincidencia.
Después de aprender los rudimentos cuando menos acerca de la forma de comportarnos de cara al exterior, ahora nos peleábamos de puertas adentro. La Nueva Ola había de ser nuestro calvario personal. Parece que mientras John Campbell hacía evolucionar a la ciencia ficción en los Estados Unidos, las cosas habían ido cambiando de manera silenciosa pero radical al otro lado del océano.
Todos sabíamos que sólo había dos tipos de escritores ingleses de ciencia ficción: los que escribían como los americanos, para el mercado norteamericano —Arthur C. Clarke, Eric Frank Russell, A. Bertram Chandler—, y los que probablemente sólo fueran un hombre incansable, que no se llamaba probablemente Astron del Martia y que aún tenía que vender su primera obra a Astounding.
Sabíamos poco. Parece ser que, mientras ocurría todo esto, los alumnos de las universidades de Humanidades del otro lado, o por lo menos los que las frecuentaban, no le estaban haciendo ningún caso a John Campbell Jr., si no era para despreciarle a él y a todos sus seguidores. Por si fuera poco, estaban intrigando y maquinando una revista propia: New World (o, como se llamó el primer número, Novy Mir).
A la rama occidental de la ciencia ficción le costó bastante tiempo hacerse a la idea. La embestida de esa gente se basaba en listas de lecturas recomendadas por un tipo de catedrático muy diferente y la generaba la misma ferocidad que había hecho salir, furioso, a Lester del Rey de St. Charles, Minnesota (y a Harían Ellison de Shaker Heights, ¿Ohio? ). Pero era una ferocidad peor articulada, más intensa y, en algunos casos, más amanerada. También daba la impresión de que a algunos la ciencia ficción no les parecía algo intocable; era un género con el que se podía jugar para demostrar la destreza intelectual, pero en el que no había que crear, que no era un refugio cálido y reconfortante en los momentos difíciles. Eso supuso un batacazo contra los principios de algunos observadores, que se quedaron estupefactos. Para ser sincero, he de decir que sigue sin gustarme la idea.
Tampoco se arreglaron las cosas cuando Kingsley Amis (A) dio una inesperada conferencia en calidad de invitado en Princeton y (B) declaró, para asombro de los asistentes, que la ciencia ficción era ante todo un instrumento de crítica social y que Frederik Pohl, y no Robert Heinlein ni John W. Campbell, Jr., ni siquiera Ray Bradbury, era su máxima eminencia. ¿Frederik Pohl? ¿El antiguo James McCreigh y esporádico Dirk Wylie, el ex agente literario ocasional (obviamente) colaborador de Cyril Kornbluth? ¿Qué demonio había escrito Pohl exceptuando algunos cuentecitos triviales, por su exageración, para la revista Galaxy? Galaxy había dejado de ser la cabecilla cultural de la ciencia ficción, si es que lo fue alguna vez. ¿Frederik Pohl?
Bueno, Frederik Pohl ha sido desde entonces presiden te de la Sociedad Norteamericana de Escritores de Ciencia Ficción y ha escrito un par de obras más extensas, y también la ciencia ficción actual está llena de elementos de la Nueva Ola y no se nos ha caído el cielo encima. Pero, fíense de mi memoria, por favor: estuvo a punto de ocurrir. Y a mí sigue sin gustarme la idea. Pero logramos seguir avanzando hacia un nuevo motivo de discordia y, como suele ocurrir, una reclamación conjunta volvió a reconciliar a las dos ramas divididas.
Pero no todo eran mieles, no a todos nos gustaba la influencia de los aficionados al «Star Trek». Inundaron nuestra comunidad, se apoderaron de las convenciones, se pasearon con esas orejas puntiagudas, y su influencia ha sido tan penetrante que todavía hoy existe una escuela subterránea de literatura en la que las escritoras se dedican historias en que Spock y Kirk son amantes.
Más interesante desde el punto de vista literario es que los escenarios de «Stark Trek» constituyan el paradigma de la ciencia ficción «moderna», que corresponde a la literatura en prosa de los años cuarenta. Los lectores aficionados al «Star Trek» estaban desfasados, pero había, y hay, tantos, que una ciencia ficción «pseudomoderna», que supera incluso al género novelesco del «Star Trek», continúa proporcionándoles material y existiendo al margen —«adulterando» sería exagerar— de la evolución que ha caracterizado a la literatura en prosa.
También conviene señalar el hecho de que los aficionados al «Star Trek», que finalmente han vuelto a entrar pacíficamente en nuestras filas —perfecto, considerando lo numerosos que son—, fueron probablemente los primeros fans de la ciencia ficción no generados por los libros y revistas. Representaron ciertamente el acontecimiento «no literario» más significativo de la historia de la ciencia ficción. Hasta la Guerra de las Galaxias, por supuesto.
Hasta ese momento las películas de ciencia ficción habían pasado sin pena ni gloria, creando aficionados o detractores del género en cada caso, sin demasiada relevancia, salvo para los seguidores acérrimos de dentro o fuera de la comunidad de la ciencia ficción.
Lo que ha ocurrido desde que George Lucas recogió la antorcha donde la había dejado Planet Stories es mejor considerarlo como un acontecimiento más que como una trilogía de películas.
Se sabe desde hace mucho tiempo que existe un mercado dispuesto a comprar cuentos que combinen un misticismo cuasioriental con astronaves, pistolas de rayos y espadas. Uno de los primeros beneficiarios de este hecho fue Edgar Rice Burroughs, que consiguió mucho dinero con John Carter de Marte mientras ganaba aún más con Tarzán. Probablemente la mejor, y sin duda la más regular cultivadora del género fue Leigh Brackett, que luego participó en la segunda película de la Guerra de las Galaxias. Fue lo menos que pudieron hacer por ella, pues toda la serie —o lo mejor de ella, por lo menos— es puro Brackett, sin el más mínimo pudor.
A algunos nos encantó. A mí desde luego sí me encantó la idea, que la primera película transmitía tan bien. Pero propició que un amplio público nuevo, que por fin comprendía en qué consistía todo eso de la ciencia ficción y la fantasía, empezara a exigir terminantemente óperas espaciales, efectos especiales incluso en películas que quedaban mejor sin ellos, y que se produjera una aficción generalizada, una estampida podríamos decir, a las aventuras de espadachines. Eso era lo único importante. Cuando las leyendas orientales se agotaron, se recurrió a las célticas. Siguiendo la senda marcada por la princesa Leia, miles de damiselas recogieron su antorcha en la defensa de miles de causas perdidas, sin desesperar jamás. Si no se trataba de El Señor de los Anillos o de La Guerra de las Galaxias, —esto es, de una mala imitación de una de las dos—, se recurría a una mezcla de ambas. Cuando la ciencia ficción «moderna», o el postmodernismo estadounidense, o la Nueva Ola, o incluso la amalgama de todos esos elementos con el «Star Trek», tuvieron un lugar definido en el mercado, el entrechocar de las armaduras y el campaneo de la artificiosidad los sacó a todos del escenario.
Era imposible detenerse y recobrar el aliento. Cada vez que se contemplaba el estado de la ciencia ficción, éste había cambiado. Y en la actualidad, cuando ya creíamos que nos iban a aplastar las trilogías y tetralogías, surge bruscamente el movimiento «ciberpunk», con su máscara escueta, quebradiza y ultratecnológica, que esconde historias románticas, y sus autores que —exceptuando el gran contraste que supone la conducta insegura de su máximo exponente, William Gibson— muestran una marcada tendencia hacia la crudeza, como si no conociéramos el fauvismo.
Pero no: todo eso no está ocurriendo hoy. Eso ya forma parte del pasado. Del entrañable pasado, como señala Steve McQueen en The Blob. Solamente en el pasado fuimos vehementes y molestos; hoy somos de repente Nancy Kress. Y, aunque EL JUEGO DE ENDER fuera inicialmente una novela sobre el adiestramiento de un niño para la guerra, es una obra profundamente humana, inspirada por la vida y las ideas de un hombre profundamente tierno.
Al verlo posar para la fotografía de grupo con los Nebula en la mano, pensé que todos hablaban con voz suave, aunque, pese a las apariencias, estuvieran muy curtidos. (Casi todos los escritores lo están.) Mi amigo George R. R. Martin, que ha tenido que soportar buen número de mezquindades, es tan manso como un cordero. Y mi amigo Bob Silverberg, que se puede venir abajo sólo con ver una ceja fruncida, se comporta con una suavidad exquisita, aunque no disimule una sonrisa de ironía. Ahora que lo pienso, George habla en realidad como un salteador del Rogers Park. Y Scott Card todavía no ha dado motivos a nadie para desmentir la impresión de que detrás de sus buenos modales se esconden muchas facultades ocultas.
Tengo que conocer mejor a Nancy Kress.
Me produjo una extraña sensación verme sentado en el hotel Claremont Resort que domina la bahía de San Francisco, sorbiendo Old Deductible y contemplando la orilla izquierda del Delaware, como tantas veces me ha ocurrido desde la primera y memorable ocasión.
Nos volveremos a encontrar, pensé, y oiremos nombrar a otros ganadores, y diremos que son excelentes. (O montaremos en cólera y los denostaremos, en un arrebato incontrolable, antes de que nos volvamos a acordar de que ya no somos niños ni el tipo de nouveaux riches que tanto odian los criados. No estaría bien visto. ) Tendremos un año más, y diremos que son cosas excelentes que no nos lo habrían parecido un año antes o un año después.
Pero, a pesar de todo, serán excelentes. No sé qué grado de perfección hemos alcanzado realmente en comparación con las demás comunidades. Pero si nos pinchan, sangramos, y, si nadie nos lo impide, cantamos, hemos cantado, cantaremos.