2.- RIO DE RIQUEZA
[GERALD KERSH]
Pilgrim era un hombre extraño. Daba la impresión de que en su carácter, en lo más hondo de su ser, se había producido una especie de desgarramiento, una oscura relajación moral. "Pasado" quizá sea la palabra adecuada para designar ese estado de naturaleza en un ser humano. Era difícil considerarle de un modo distinto a como una cuidadosa ama de casa considera un pote de conserva casera, en cuya superficie observa una mancha de moho. «Bonito pero dudoso, dice para sí, sin embargo es lástima tirarlo. Démoslo a los pobres». Y eso, según me parecía a mí, se adaptaba muy bien a la persona de Pilgrim.
El hombre me atraía singularmente en lo que parecía una lucha perdida contra el Destino, y mantuvo una altiva reserva cuando el mozo del mostrador, deteniéndole mientras él, con aire abstraído y andar indolente, se disponía a salir del restaurante Mac Aroom, le dijo:
—La cuenta, amigo. Un dólar y diez centavos.
Pilgrim se dio una palmada en la frente, y, mientras buscaba en los bolsillos, exclamó:
—¡La cartera! Me la he dejado en casa.
—Oh, oh —dijo el mozo, recogiendo la nota del mostrador.
—Aquí tiene el dólar y los diez centavos, Mike —dije yo luego—. Suelte al hombre.
Pero Pilgrim, en vez de irse, me cogió del brazo, y dijo arrastrando las palabras, según el anticuado modo de hablar peculiar de Oxford:
—¡Realmente, esto es una delicadeza excesiva! Temo que no podré corresponder. Como marino inglés, usted, compañero, comprenderá. La situación de uno aquí se hace aborrecible. Sabe usted, acabo de perder dos fortunas, y me hallo suspendido en el espacio, entre dos olas, entre la segunda y la tercera fortuna; la cual, se lo aseguro, no se hará esperar mucho, no mucho después de mediados del mes que viene.
»Debo llegar a Detroit. Pero, permítame presentarme a mí mismo por el nombre por el cual prefiero se me conozca: John Pilgrim. Llámeme Jack. Honestamente, debo decirle que éste no es mi verdadero nombre. Si ocurriese que alguna plaga destruyera a los miembros masculinos de mi familia en cierto distrito de Midlesex, en Inglaterra, la gente debiera dirigirse a mí de manera muy diferente; y yo, debería tener mis caprichos, por añadidura. Tal como están las cosas, soy el hijo menor de un hijo menor, echado fuera con unos cuantos miles de libras en el bolsillo, para hacer fortuna en el Canadá.
—¿Fue ésa su primera fortuna? —pregunté.
—¡Dios, no! El hombre del barco tenía un sistema infalible tirando los dados. Llegué al Canadá, señor, con cuatro dólares y dieciocho centavos, y la ropa. Pasé dificultades, se lo aseguro. Fui dependiente en una quincallería, despedido por injusta sospecha de malversación; mandadero en un Consulado, echado por lo que llamaron "tratar salvajemente" al solicitante de un visado, lo cual era una mentira; representante de un comerciante en vinos, cargo que perdí injustamente acusado de beber las muestras. Aprendí por experiencia, ciertamente. Y ahora me ofrecen un lucrativo empleo en Detroit.
—¿Para hacer qué? —pregunté.
—Trabajo de inspección para una compañía de motores — dijo Pilgrim.
—¿Qué clase de inspección?
—A buen entendedor, pocas palabras bastan. Esto es estrictamente un asunto que ha de mantenerse secreto. Cuanto menos se diga, mejor, ¿comprende? Pero puedo ponerlo en camino de ganar unos cuantos millones de dólares, si usted tiene tiempo y dinero disponibles.
—Le ruego que lo haga —dije.
—Bien. Pero no siendo tonto del todo, no seré muy exacto en los datos geográficos. ¿Conoce usted Brasil? Sé donde hay una cuantiosa fortuna en oro puro en uno de los ríos tributarios del Amazonas... ¡Oh, amigo, es realmente algo penoso ver que los hombres con dinero que desean más, se empeñan en tener la mayor cantidad posible antes de gastar una mínima suma! Sin embargo, le digo sin la menor reserva, que obtuve unas diez mil onzas de oro puro de la gente que vive cerca de ese río.
—¿Cómo manejó usted el asunto? —pregunté.
—Supongo que ya habrá oído hablar de la nuez tocte, ¿no? —dio Pilgrim, sonriéndome—. Bien, la nuez tócte procede de Ecuador. Es algo parecida a una nuez inglesa, pero casi perfectamente ovalada. Como en el caso de la nuez corriente, el meollo de la nuez tocte se asemeja en sus lóbulos, recodos y repliegues, al cerebro humano. Es amarga para comerla, y la usan generalmente los niños para jugar con ella, del mismo modo que acostumbrábamos nosotros a jugar a las canicas.
»Ah, pero esto ocurre en el Ecuador. Vaya al Brasil, a cierto río tributario del Amazonas, y podré enseñarle un lugar donde estas nueces, u otras de una clase muy semejante, son, en verdad, consideradas muy seriamente. Los hombres de esas tribus no las llaman tocte, sino tictoc, y sólo los adultos juegan con tales nueces en Brasil y con apuestas extremadamente altas, además. Las fortunas, como son calculadas en estas regiones selváticas, se ganan o pierden en una sola partida con las nueces tictoc. Los salvajes tienen un refrán que dice: "Se necesitan veinte años para aprender el tictoc". Para proseguir...
Sigamos el relato de Pilgrim.
Correr de vicisitud en vicisitud es el destino de todo hijo menor. Podía, por supuesto, haber escrito a mi hermano mayor pidiendo dinero. En efecto, lo hice. Pero él no contestó. Al fin, me embarqué como cocinero en un buque de carga con destino a Sudamérica. Imagino que el buque estaba introduciendo armas. La tripulación se componía de la hez de Laponia, Finlandia, Islandia y San Francisco.
Salté del barco a la primera oportunidad, no llevando en los bolsillos más que los papeles de un engrasador llamado Martinsen, los cuales debí haber cogido casual mente, y busqué, como suele hacerse, un compatriota. Afortunadamente, tengo una suerte asombrosa, acerté a oír a un hombre en un bar que pedía whisky con soda sin hielo. La sangre llama a la sangre. En un abrir y cerrar de ojos, yo estaba muy cerca de él.
Era un hombretón, y estaba a punto de partir para el lugar, cuyo nombre, si usted quiere dispensarme, no mencionaré, en busca de rubíes. Deseoso de compañía civilizada, me invitó a acompañarle, dijo que me compensaría el tiempo empleado en hacerlo, y me ofreció una parte de las ganancias. Procuró el equipo, por supuesto: quinina, rifles, artículos comerciales, escopetas, jabón y lo demás.
Su idea era que, estando bien el tráfico entonces, aun en el peor de los casos podríamos sacar para los gastos con pieles de serpiente y piel de lagarto. Se llamaba Grimes [1], pero conocía a un caballero en cuanto le veía. Sin embargo, era propenso a los accidentes. Explorando el lodo en busca de rubíes, Grimes se puso sobre un tronco para mantenerse firme. El tronco cobró vida, abrió un par de quijadas, y lo trituró; era un caimán, por supuesto. Me han dicho que un caimán crecido puede, con las quijadas, ejercer una presión de casi el peso de mil libras. Ello me trastornó, no tengo inconveniente en decírselo. Desde entonces no he podido mirar a un caimán sin repugnancia. Me traen mala suerte.
La mañana siguiente desperté en soledad: todos mis servidores se habían ido. Se habían resarcido en efectos comerciales, dejándome con sólo la ropa que llevaba puesta para dormir, el pijama, más un rifle, una canana de cartuchos de 30-30, mis papeles y un poco de cecina.
Sólo Dios sabe lo que me habría acaecido si no hubiese sido salvado por unos caníbales, que eran unos alegres y excelentes tipos además. Deportistas, se lo aseguro. Sólo se comían a las mujeres que pasaban de la edad propia para contraer matrimonio. Me llevaron ante su jefe. Al principio creí que me hallaba en una situación un poco desagradable, pero el hombre me dio estofado para comer; era carne de mono, supongo, y mientras comía miró en mi alrededor. Cualquiera podía ver en seguida que el viejo caballero quería mi rifle.
Entonces razoné del modo siguiente: Soy excedido en un número aproximado de doscientos cincuenta a uno por salvajes armados con lanzas y flechas envenenadas. En tales circunstancias, mi rifle no puede ser de ninguna utilidad. Vale más hacer una virtud de lo inevitable y regalárselo antes de que él me lo quite. ¡Sé magnánimo, Jack!
Así, expresando gozo por el sabor del estofado, le entregué el rifle y la canana. El viejo jefe estaba rebosante de alegría y gratitud, y deseaba compensarme de algún modo. Me ofreció muchachas, más estofado, collares de dientes humanos. Le comuniqué que preferiría algunos rubíes. Acongojado, el jefe dijo que no tenía ninguna de las piedras rojas, únicamente las verdes, y me entregó un puñado de esmeraldas cuyo valor era, por lo bajo, el de un millar de rifles a ciento veinte dólares cada uno.
Le di las gracias cortésmente, dominando mis emociones como, por la educación, se enseña a hacerlo a nuestra raza. Pero el hombre tomó mi impasible semblante por desilusión. Pareció quedar alicaído por unos momentos. Luego se animó y me dijo:
—Espere. Tengo algo que le hará riquísimo. Ello me hizo jefe a mí. Pero ya soy demasiado viejo para jugar. Se lo daré.
Después hurgó en lo que pudiera irrisoriamente ser descrito como su vestido, y mostró... imagine qué ¡una nuez! A fe mía, una nuez corriente, algo parecida a una nuez de nogal, pero lisa y mucho más grande de perímetro en una extremidad que en la otra. Debido a los años de manoseo, tenía una maravillosa pátina, parecida a bronce muy antiguo.
—¿Conoce usted el tictoc? —preguntó el viejo.
—Conozco el tocte —dije—. Es un juego al que juegan los niños en Ecuador.
—¿Juega usted a eso? —preguntó el jefe.
—Nunca. He visto jugar en el Ecuador. En Inglaterra lo llamamos marbles.
—Jamás he oído hablar de estos lugares —dijo el jefe—. Aquí, es tictoc.
Luego prosiguió para explicar, lo cual nos llevó toda la noche, que la nuez tictoc no era como las otras nueces. Todo, dijo el jefe, todo podía pensar un poco. Incluso una hoja tenía suficiente inteligencia para volverse hacia la luz. Incluso una rata. Incluso una mujer. A veces, incluso una nuez de dura cáscara. Pero cuando fue hecho el mundo, en un tiempo muy remoto, habiendo sido creado el hombre, quedaba un poco de inteligencia por distribuir. La mujer recibió una parte. Las ratas recibieron una parte. Las hojas recibieron una parte. Los insectos recibieron una parte. En suma, últimamente quedó muy poca.
Luego el arbusto tictoc habló en voz alta y pidió:
—¿Hay un poquito para nosotros?
La respuesta fue:
—Ustedes son muchos, y queda muy poco para alcanzar para todos. Pero debe hacerse justicia. Uno de cada diez millones de ustedes pensará en contacto con un hombre, y cumplirá sus órdenes. Hemos hablado.
—Así —afirmó el viejo—, el meollo de la nuez tictoc llegó a parecerse al cerebro humano. Pasando suavemente la mano por su gran cuchillo, me aseguró que muchas veces había visto uno, y el parecido era pavoroso. Superficialmente, ¿comprende usted?
Sólo a una nuez tictoc de cada diez millones, le fue concedido el don del pensamiento. Y las nueces, siendo muy prolíferas, brotaron en los matorrales en gran profusión. Toda persona que pudiera encontrar la nuez única entre diez millones, la nuez pensante, podía estar segura de su buena suerte me dijo el viejo salvaje, porque esta nuez obedecería a su dueño.
—Ahora juegue al tictoc —dijo.
—Pero, no sé —dije yo.
El viejo no replicó, pero me llevó a una faja de tierra llana y plana, y alisada por innumerables pies. En una extremidad alguien había delineado un círculo trazado con ocre. Dentro de este círculo estaban colocadas diez nueces formando este diseño:
O
O O
O O
O
O O
O O
El objeto del juego era hacer salir las diez nueces del círculo con las menos tiradas posibles. Como juego, yo diría que el tictoc era mucho más difícil que los trucos [2], las pirámides [3] o el snooker [4]. Se tira desde una distancia de unos siete pies. Era un buen jugador el que podía despejar el círculo en cinco tiradas; un jugador notable el que podía hacerlo en cuatro; superlativo, el que podía hacerlo en tres, lanzando la ovalada nuez del tictoc con una peculiar torsión del pulgar.
Varios jóvenes estaban jugando, pero eran más los que estaban apostando sus mismos toscos vestidos sobre el campeón, el cual había nuevamente ganado un Tres.
—Ahora —susurró el viejo caníbal—, frote la nuez tictoc entre sus manos, respire sobre ella y háblele fuerte pero mudamente; hable con energía, en el fondo de su mente, diciéndole qué ha de hacer. Rete al campeón. Apueste la camisa.
No podía ser una gran pérdida la apuesta de la pieza superior del pijama. Además, tenía las esmeraldas, como usted sabe. Por tanto, me la quité y lancé mi reto. El joven indígena examinó la tela de algodón y depositó frente a ella un collar de valiosas pepitas, la mayor de las cuales era casi tan grande como una uva.
El joven salvaje jugó primero. A la primera tirada, salieron cinco nueces del círculo. A la segunda, salieron cuatro. La última fue fácil. Había ganado un Tres.
Y ahora me tocaba a mí. Acariciando la nuez le dije, mentalmente:
—Vamos, queridita, muéstrales lo que puedes hacer. Procura ganar en una sola tirada, sólo para asombrar a los indígenas.
Sin mucha esperanza, y con ninguna pericia en absoluto, lancé la nuez. Pareció detenerse a medio camino, girando. Todos rieron, y mi contrincante trató de coger la yaciente pieza superior de mi pijama cuando, de repente, mi nuez corrió hacia el interior del círculo como si avanzara a empujones, y con algo diabólicamente parecido a una cuidadosa mira, se abrió camino hacia el espacio ocupado por las diez nueces y las echó, una tras otra fuera de los límites del círculo.
¡Nunca se oyó aclamación semejante! Había batido un récord. Recogiendo mi nuez, la acaricié y la cobijé en la mano.
—Esto nunca lo había visto yo —dijo el jefe—. En dos tiradas, sí. En una sola, no. Ya sé lo que es: las zonas del interior de esa nuez deben de ser exactamente iguales a las de su cerebro. Usted es un hombre afortunado.
—¿Hay más cosas como éstas por aquí cerca? —pregunté, sopesando el collar que había ganado.
El jefe dijo que no; era algo que no apreciaban señaladamente. El ex campeón lo había obtenido aguas abajo, donde lo arrancaban del cauce del río y lo daban a las mujeres de la tribu para adornos. Una sarta de dientes del enemigo de uno tenía algún valor. Pero este material amarillo era demasiado dúctil y demasiado pesado.
—Si usted la quiere, llévese la nuez tictoc y podrá ganar tanto de eso como pueda usted cargar, usted y diez hombres fuertes.
Le prometí que cuando volviese traería más armas de fuego y balas, hachas, cuchillos, y todo lo que su corazón pudiera desear, si quería prestarme una buena canoa y los servicios de media docena de hombres vigorosos para impelerla a remo, junto con provisiones y agua. El viejo jefe accedió, y nos marchamos.
Por fin, salí de ese lugar y continuamos río abajo con dos canoas de guerra, enteramente cargadas de oro y otras joyas, tales como granates, esmeraldas, etcétera. Debiera haberme contentado con eso. Pero el buen éxito se me había subido a la cabeza.
Por el camino me detuve por la noche en la cabaña de un pequeño mercader, un portugués, al cual le compré todo un juego de ropa de fuerte tela blanca, un par de camisas, unos pantalones y algunas otras cosas.
—Su fama le ha precedido — dijo el mercader, mirándome envidiosamente y fijando en seguida la vista en las pepitas de oro con que le había pagado —. Le llaman a usted el hombre del tictoc, a lo largo de todo el río. Pero sé por casualidad que ningún hombre blanco sabe jugar al tictoc; pues ese juego no se aprende tan fácilmente, se necesitan veinte años de práctica por lo menos. ¿Cómo lo hace usted?
—Puro tino —dije.
—Bien, déme otra pepita y le daré un buen consejo... Gracias. Mi consejo es que vaya directamente al gran río, y de ahí a la costa. No se detenga para jugar en la próxima aldea —no hay más que una— o puede arrepentirse de ello. Los esporcos son los indios más villanos de estas regiones. No quiera tampoco llevar su suerte demasiado lejos. Cuatro onzas de oro, y le proporcionaré una excelente arma, un revólver llegado directamente de
Bélgica.
Acepté el revólver, pero no el consejo, y continuamos viaje al amanecer. Avanzada la tarde, varias canoas salieron a recibirnos. Mis hombres escupieron y dijeron:
—Esporcos, señor. Malo.
—¿Qué? ¿Nos atacarán? —pregunté.
—No.
Los hombres indicaron que el indio esporco era el peor trampista y timador del Mato Grosso. Pero yo acaricié la nuez tictoc, mientras observaba que en cada canoa estaba sentada una muchacha que llevaba un collar de rubíes en bruto, y poca cosa más. Los hombres de esa tribu —tipos imponentes, como son los indios— tenían un aire tranquilo y agradable, eran todo sonrisas, no llevaban armas, y estaban llenos de jovialidad. Me saludaron como Señor Tictoc, mientras que las muchachas echaban flores.
Mi remero principal, gruñó:
—Cuando los esporcos traen flores, hay que echar mano al cuchillo.
Lo cual era una versión salvaje de Timeo Danaos et dona ferentes.
Sin embargo, di órdenes de desembarcar, y me recibieron con bullicioso gozo. El jefe ordenó que matasen varios cabritos. Yo le regalé un saco de sal, la cual es muy apreciada por allí. Hubo un banquete con una profusión de cierta bebida ligeramente efervescente parecida al mescal mexicano, pero más suave y más refrescante.
Pronto empezamos a hablar de negocios. Yo manifesté interés por los rubíes.
—¿Esas cosas rojas? —dijo el jefe—. Pero si no valen nada. —Y, quitando un magnífico collar de una de las muchachas, lo tiró al río. Yo iba a saber, más tarde, que el jefe tenía una red allí para cogerlo—. He oído decir que usted se interesa por las piedras preciosas — dijo, mientras yo estaba embobado como un pez.
Y se fue, volviendo poco después con un diamante en bruto de la variedad brasileña, tan grande como los dos puños.
—Interesante —dije, sin mostrar emoción —. ¿Cuánto quiere por él?
—No tiene precio —dijo el jefe —. He estado por esos alrededores, y sé el valor que ustedes dan a tales piedras. También sé, lo sabemos todos los que vivimos en las márgenes de este río, lo que ocurriría si se divulgase la noticia de que hay oro, rubíes, esmeraldas y diamantes en estas cercanías. Su gente caería sobre nosotros como jaguares, y nos ahuyentaría de la faz de la tierra. Ahora, tenemos lo suficiente, estamos contentos, consideramos estas cosas como bonitas para, las muchachas solteras.
»No, amigo mío, no está a la venta. Pero le diré qué podemos hacer. Siendo una niñería, juguemos por ella. Usted tiene una gran fama como jugador de tictoc. Da la casualidad, de que yo también la tengo. Ahora bien, ¿qué tiene usted para apostar contra esta piedra?
—Tres canoas cargadas de riqueza —dije.
En esto, uno de sus hijos se unió a la conversación, diciendo:
—¡No lo hagas, padre! Este hombre es un brujo. Todos aquí en el río lo saben. ¡Tiene una nuez pensante!
—¡Silencio, rapaz! —gritó el jefe, aparentemente enojado—.No hay tal cosa. Es una superstición. El tictoc es un juego de habilidad, y yo soy el mejor jugador en este río. —Se encolerizó—. ¿Quién duda de mi destreza?
Nadie dudaba. Fue hecho el círculo, las diez nueces colocadas a las distancias adecuadas. Pedí a mi anfitrión que tirase primero. Hubo un expectante silencio mientras el jefe caía de rodillas y lanzaba la nuez, despejando el círculo en dos perfectas tiradas, lo cual suscitó un vivo rumor de aplausos.
Luego yo froté suavemente mi nuez y le pedí un Uno. La nuez salió disparada, girando como un pequeño torbellino, y un Uno fue.
Es regla, en el juego del tictoc, que el ganador recoja las nueces luchadoras y las devuelva a la base. El perdedor tira primero. Esta vez el jefe salió con un Tres. Me estaba sintiendo de buen corazón ¿Quién no se sentiría lleno de benevolencia, si estuviese seguro de ganar un diamante que haría parecer al Kohi-noor y el Culliman como piedras de un anillo de noviazgo de cincuenta dólares? Por tanto, dije a mi nuez:
—Esta vez, para tomar la cosa a broma, procúrame un Cinco. Pero en la última tirada haremos otro Uno y lo mejor de tres partidas.
La nuez hizo lo que se le mandó, perdí con un Cinco. El jefe, muy alborozado, cogió nuestras nueces y me entregó la mía con solemne cortesía. Yo tiré con completa confianza. Imagínese mi consternación cuando, en vez de moverse con habilidad y sensatez, la nuez avanzó bamboleándose ebriamente y apenas llegó a la periferia del círculo. ¿Podía ese licor semejante al mescal que yo había tomado, haber entorpecido el cerebro de la nuez a través del mío?, me pregunté. Pensando con toda mi fuerza mental, tiré otra vez: e hice salir una sola nuez del círculo. Una tercera vez, y terminé con un Ocho.
El jefe fue a recoger nuestras nueces. Yo estaba paralizado de pena. El jefe me entregó la nuez con la que yo había jugado esa última partida. La miré: ¡y no era la mía!
Luego percibí la verdad. ¡El viejo tunante había cambiado las nueces después de la segunda partida! Sencillamente, eso. Pero tuve calma, porque en un breve momento todos habían cesado de reír, y cada hombre había mostrado un machete, un hacha, un arco o una lanza.
—Aquí hay algún error, señor —dije—. Esta no es mi nuez del tictoc.
—¿De quién es, pues?
—Suya. Usted tiene, sin duda inadvertidamente, la mía en la mano. Devuélvamela, por favor.
Y abandonando la prudencia, agarré resueltamente la nuez que tenía el jefe. Fui rápido, pero él me aventajaba en rapidez, y además era pasmosamente forzudo. Yo, también, tengo bastante fuerza en los dedos. Permanecimos trabados, mano a mano, por unos veinte segundos. Luego oí y sentí un vivo y breve crujido. También el jefe, porque retrocedió, alejando con un movimiento de la mano a los hombres de su tribu que estaban formando cerco.
Después extendió la mano con nobleza; en ella había la corriente nuez de tictoc que el jefe me había dado sin que yo me diera cuenta del engaño. En la palma de mi mano estaba mi propia y genuina nuez, pero resquebrajada por la parte baja del centro, mostrando el meollo.
La miré, fascinado. Sabe usted, estudié medicina en otro tiempo; podría estar en Harley Street ya, pero hubo un error burocrático sobre cuatro microscopios que me apropié. ¡Asuntos de negocios y viejos estúpidos! Los habría sacado de la casa de empeños y repuesto en donde los había encontrado, tan pronto como llegase mi giro. Pero no, me expulsaron.
Sin embargo, he adquirido algunos conocimientos de anatomía, y juro solemnemente que el meollo de mi pobre nuez tictoc claramente y en detalle se asemejaba al cerebro humano: repliegues, lóbulos, encéfalo, cerebelo, médula, en todos los aspectos.
Lo más extraordinario de todo es que, cuando la toqué cariñosamente con la punta del dedo, palpitó muy tenuemente, y en seguida se estuvo quieta. Entonces parte del aplomo pareció huir de mí, y gemí como un niño.
Pero me controlé y dije:
—Bien, está retirada la apuesta. La partida del juego es nula e inválida. Permítame reunir a mis hombres y desatracar.
Luego, a la luz de las antorchas, vi bultos en la orilla: bultos muy familiares.
—Para ahorrar a sus hombres un esfuerzo innecesario —dijo el jefe—, les mandé descargar las canoas por usted. No le deseo ningún mal, pero le invito a que se retire tranquilamente adonde pertenece. Vamos, no se irá con las manos vacías. Coja tantas pepitas pequeñas como quepan en sus dos manos, y márchese sin animosidad. Usted se ha excedido. Le habría dado el diamante por la nuez pensante, y gustosamente, en justo trueque. Pero no, usted tenía que trampear, obrar sin equidad, apostar sobre una cosa segura. En esta vida, nada es seguro.
—¿Y qué me dará usted por esto? —dije, ofreciendo el revólver.
—Oh, dos almuerzas de oro.
—¿No pueden ser tres?
—Tendría que probarlo primero, si usted me lo permite.
Accedí. El jefe disparó un tiro dentro de la oscuridad. Yo cogí el revólver otra vez y dije:
—Primero, el oro.
Abajo, junto al río, me tomé la libertad de sacar un puñado de espeso barro y rellenar el cañón de ese revólver. Se secaría como ladrillo. Ese viejo bribón no volvería a jugar al tictoc.
Pero enterrando los restos de mi nuez pensante, experimenté la extraña sensación de que estaba dejando en pos alguna parte esencial de mí mismo. Oro y piedras preciosas puedo adquirirlas otra vez. Pero eso, nunca.
—Por tanto volví a la costa y me embarqué, esta vez como pasajero, en un lento buque de carga con destino a Tampa, Florida. Entre una cosa y otra, no me quedaban más que unas cuantas pepitas al llegar, las cuales guardo como... no sé, llámelo recuerdos. Usted ha sido muy amable para conmigo. Permítame que le dé una, una muy pequeña, y en seguida debo ponerme en camino. Tenga ésta.
Soltó una maciza bolita de oro sobre la mojada tabla. No era mucho mayor que un guisante, pero tenía una hechura asombrosamente extraña e irregular. El fuego y el agua habían hecho eso.
—Mande transformarla en un alfiler de corbata —dijo Pilgrim.
—¡Pero yo no podría aceptar una cosa tan valiosa como ésta —exclamé—, sin hacer algo para usted en recíproca correspondencia!
—De ninguna manera. Los marineros debemos mantenernos unidos, y yo estoy en camino de Detroit. De aquí a unos siete días, John Pilgrim se encontrará en el hotel principal de Detroit. Ayúdeme dándome algo para el viaje, si quiere, pero... —Se encogió de hombros.
—No tengo más que diez dólares — dije, hondamente conmovido por cierta tristeza que asomaba a los ojos de Pilgrim—. Están a su disposición.
—Le estoy muy agradecido. Se los devolveré con interés.
—Debo irme ya — dije.
—Y yo también —dijo Pilgrim.
Admirándome de las complejidades de la mente humana, anduve por la ciudad hasta que me encontré en la Sexta Avenida, cerca de la Calle 46, en cuya área están las tiendas de los que, con sonrisas compasivas y un ligero encogimiento de hombros, pueden desvalorizar un diamante quilate a quilate hasta que uno se avergüenza de tenerlo, y con un meneo de la cabeza despreciar un reloj hasta que él se para espontáneamente. Impulsivamente entré en una de esas tiendas y, poniendo la pepita de Pilgrim sobre el tablero, pregunté qué podría valer ese poquito de oro.
—¿Está usted bromeando? —dijo el hombre—. No me haga reír. ¿Cuál es el precio corriente del metal de imprenta?... ¿Su valor? La Kugel's Kute Novelties vende doce de esos trocitos por cincuenta centavos, pedidos por correo. Yo puedo proporcionárselos a un dólar las dos docenas. Una cucharadita de plomo, se funde y se echa en agua fría. Uno puede honradamente anunciar: «No hay dos iguales». Dórese la masa, y se tiene una pepita. Un lingote de oro en miniatura. Ese fabricante, de igual modo saca dados cargados «sólo para entretenimiento» los vende también. Seriamente, ¿compró usted esto?
—Sí y no —respondí.
Pero mientras me metía la pepita en el bolsillo y me volvía para irme, el mercader dijo:
—Espere un momento, señor; es una primorosa imitación y han hecho un buen trabajo con el chapado. ¡Quizá pueda darle dos dólares por ella!
—Oh, no, no me los dará usted — dije, sintiendo crecer mis sospechas.
Acaricié la pepita dentro del bolsillo; era suave al tacto, con la misma indescriptible y genuina calidad del oro legítimo. En cuanto a ese ardid de plomo fundido y agua fría, de repente recordé que yo mismo lo había empleado unos treinta años atrás, con rotos soldados de plomo, sólo para jugar con fuego. El plomo recién fundido es bien notorio al tacto, y tiene los cantos aguzados. Pero mi pepita estaba vieja y gastada.
—Pudiera ser, después de cuarenta años, pues otras veces me equivoqué —dijo el hombre—. Demos otro vistazo.
Pero yo salí, y visité otra tienda a unas cuantas puertas de allí; uno de esos establecimientos de doble fachada, en el escaparate derecho de los cuales, bajo un letrero que dice "SE COMPRA ORO VIEJO", yace un revoltijo de brazaletes y pulseras similares, antiguas cadenas de reloj, viejos dientes postizos y alfileres de corbata. En el otro escaparate, diamantes cuidadosamente ordenados, con pequeñas cartulinas indicadoras de los precios, desde dos mil a quince mil dólares. El dueño, aquí, parecía como si fuese una de esas personas que esperan en la cola de pobres para recibir comida.
Puse la pepita sobre el tablero, y dije osadamente:
—¿Cuánto me da por esto?
El hombre examinó la pepita, la metió en una balanza y la pesó; luego la sometió a una prueba en diversas clases de ácido.
—Es oro voigin —dijo—. ¿Dónde lo adquirió usted?
—Un amigo me lo dio.
—Quisiera tener tales amigos —dijo el mercader. Luego voceó—: Oiving, venga aquí un momento. —Y un hombre más joven se acercó, situándose a su lado—. ¿Qué diría usted que es esto?
—No es oro africano —dijo Oiving—. No es oro indio. No es una pepita de California. Yo aseguraría que es de Sudamérica.
—Hábil muchacho. Exacto.
—¿Cómo puede usted determinarlo? —pregunté. El mercader se encogió de hombros.
—Ingenuo —dijo—. ¿Cómo se determina la diferencia entre la sal y el azúcar? Ingenuo... El precio corriente de este trocito de oro voigin es de unos cuarenta dólares. Yo tengo que ganar algo; le daré treinta y cinco.
—¿Eh?
—Treinta y seis, y ni un centavo más —dijo el hombre, contando el dinero—. Y si su amigo le da algunos más, de esos fragmentos, venga a mí con ellos.
Me metí el dinero en el bolsillo, cogí un taxi, y volví apresuradamente al Mac Aroom. El mozo del mostrador estaba abstraído, mirando al espacio.
—Ese hombre con quien yo estaba hablando —dije—, ¿dónde está?
—Le engañó a usted, ¿eh? —dijo el mozo, con una sonrisa sardónica—. Puedo olfatear una impostura a una milla de distancia. No me gustó el aspecto de él así que lo vi entrar aquí. Si yo estuviera en su lugar...
—¿En qué dirección fue?
—No miré. Poco después de que usted se marchara, pidió un doble, sin hielo, y puso un billete de diez dólares sobre el mostrador; me dio cincuenta centavos, y salió.
—Aquí tiene usted el número de mi teléfono —dije—. Si ese hombre vuelve a aparecer, llámeme a cualquier hora del día o de la noche, y reténgalo hasta que yo llegue aquí. Aquí tiene cinco dólares a cuenta; otros cinco cuando llame.
Pero Pilgrim no volvió al Mac Aroom.
Inquirí por todas partes, mayormente en los llamados barrios bajos, pero no encontré rastro de él. Daré una buena gratificación a quien me proporcione información que conduzca a hallar de nuevo a esa persona: un hombre en apariencia inglés, de aire insinuante, con señales de paludismo y un comportamiento desorientador y raro, que habla del río Amazonas y sus tributarios…