Guleesh

Relato celta de duendes

Dr. Douglas Hyde

El título original de este relato es Guleesh na ghus du (Guleesh de los pies negros), debido a que el personaje central no se los lavaba nunca. Un defecto que el doctor Douglas Hyde prefirió eliminar, con acierto, al estimar que desvirtuaba la esencia argumental, al introducir un elemento demasiado chocante. Como la historia se la había oído a un guardabosques de Frenchpark, llamado Shamus O’Hart, que a su vez se la había escuchado a sus abuelos, dedujo que al pasar de una boca a otra se habían añadido detalles que en otras épocas pudieron resultar graciosos.

Nosotros hemos pretendido ir más lejos, al respetar la base del relato, permitiéndonos redondear algunos aspectos que considerábamos débiles. En realidad nos encontramos ante una de esas historias «eternas», que han sido imitadas por muchos otros autores. Lo estimable es que Guleesh pertenece a la antigua tradición celta, la más rica en cuentos, relatos y leyendas. Se calcula que llegaron a contarse más de 22.000 diferentes desde el siglo II a.C. hasta el XVII de nuestra era. Únicamente se han podido rescatar varios millares, algunos de las cuales con tanta fuerza mágica, que han dado pie a personajes de la entidad de «Conan» y, sobre todo, a la saga de «El señor de los anillos».

Fue en Irlanda donde primero surgió la necesidad de recopilar las narraciones populares, como nos cuenta Manuel Yáñez Solana en su libro Los celtas (págs. 161 y 162 de la colección «Enigmas de la Historia» publicada por nuestra editorial). Una excelente iniciativa que nos permite regalarnos con relatos de la categoría del que hemos seleccionado...

Hace unos cuantos años vivió un joven voluntarioso en el Condado de Mayo. Se llamaba Guleesh. A escasa distancia de la valla frontal de la casa de sus padres se encontraba un fuerte impresionante rodeado por una loma cubierta de césped, donde el joven acostumbraba a sentarse en sus horas libres. Una noche se hallaba contemplando el cielo, apoyado en la valla. Pasadas unas horas, en las que había dedicado una gran parte de su atención a la luna blanca, pensó desilusionado:

«¡Cómo me entristece no haberme marchado de aquí! Me gustaría estar en cualquier otro sitio... ¡Oh, qué fortuna tienes, luna, ya que giras sin parar, en la dirección que puedas desear, sin que nadie te obligue a regresar! Me encantaría moverme, como tú, sin una dirección impuesta...»

No acababa de concluir la última frase, cuando escuchó un gran barullo, que parecía formado por un grupo de gentes corriendo todas juntas. Charlaban, reían y se gastaban bromas. Pronto el sonido se deslizó muy cerca de él, similar a como lo haría una ventolera y, al momento, se introdujo en el fuerte.

«¿Qué estará sucediendo aquí?», se preguntó muy intrigado. «Esa pandilla de extraños se muestra demasiado alegre. Será mejor que los siga.»

El muchacho acababa de tener uno de esos golpes de intuición que cambian el destino de algunos seres humanos. Porque se fue detrás de unos duendes. La verdad es que él ignoraba la identidad de los rientes. Sin embargo, al oír sonidos como fulparnee o ray-lay-hoota, combinados con un roolya-boolya, comprendió que únicamente podían ser esos personajillos tan imprevisibles. También le llegaron estos gritos:

—¡Ensilla mi caballo, sujeta bien las bridas y pon la silla! ¡Ensilla mi caballo, sujeta bien las bridas y pon la silla!»

—¡Por mi salud! —exclamó Guleesh, muy animado—. ¡Chico, esto tiene un aspecto estupendo! ¡Me uno a vosotros! —Como no sentía ningún miedo, hasta repitió los gritos de los duendes—: ¡Ensilla mi caballo, sujeta bien las bridas y pon la silla! ¡Ensilla mi caballo, sujeta bien las bridas y pon la silla!

De pronto, surgió ante él un espléndido equino, que llevaba puestas unas bridas de oro y una silla de montar forjada en plata. No dudó en montarlo. Y nada más que se encontró bien asentado, advirtió que el interior del fuerte se hallaba llenito de personajillos sobre unos caballos tan magníficos como el suyo.

—¿Te atreves a acompañarnos esta noche de luna llena, Guleesh? —le preguntó uno de los duendes.

—¡Claro que sí! ¡Me encuentro aquí dispuesto a todo! —replicó el muchacho.

—¡Pues únete al grupo! —exclamó el hombrecito.

Al momento empezaron a cabalgar por el aire, volando sin que sus monturas dejaran de mover las patas con la velocidad del viento, consiguiendo una velocidad mayor a todo lo conocido por Guleesh, infinitamente superior a como corre el zorro al verse perseguido por la jauría de los cazadores.

Atravesaron las frías nubes del invierno sin congelarse, ya que iban tan de prisa que los cristales de nieve ni siquiera podían tocarlos. Tampoco se impusieron ninguna parada hasta llegar a las playas, donde el mar era una enorme mancha verdosa llena de ondulaciones. En aquel instante la pandilla de hombrecillos se unió en unos gritos idénticos:

—¡Sube, caballo! ¡Sube, caballo!

Y al momento se elevaron por encima de las nubes, a mayor velocidad que en el desplazamiento anterior. Esto supuso que antes de que Guleesh pudiera preguntar dónde iban, ya se encontraran descendiendo a una tierra firme. Pero no dejaron de avanzar con la rapidez de un viento huracanado. Finalmente, detuvieron las monturas, y el que parecía de mayor edad dijo al muchacho:

—¿Tienes alguna idea de dónde hemos llegado, inquieto jovencito?

—Pues no. Jamás me he alejado de mi casa más de diez millas —contestó Guleesh.

—Nos encontramos en Francia —dijo el duende—. Esta misma noche se celebra la boda de la hija del soberano de este país. Es la muchacha más bonita que los rayos del sol hayan acariciado nunca. Nuestra obligación es raptarla de la forma que sea. Creemos que la cosa resultará sencilla, porque tú vienes con nosotros. Como eres de carne y hueso, podrás llevarla en la grupa de tu caballo. Ella se sujetará a ti, sin caerse. Un «servicio» que nosotros nunca podríamos haberle ofrecido. ¿Te sientes contento de venir con nosotros, jovencito? ¿Nos ayudarás en nuestros planes?

—Claro que sí. Todo lo que me pidáis, lo haré sin dudar —respondió Guleesh—. ¡Y no pongáis en duda que me sienta contento, porque me estoy divirtiendo de lo lindo!

Descabalgaron en silencio, hasta que uno de los hombrecillos pronunció unas frases que el muchacho no comprendió. Al momento comenzaron a volar hasta llegar a un castillo. Y remontando las almenas, entraron por un gran ventanal que estaba abierto. Para llegar a la sala en el momento que había dado comienzo la fiesta nupcial.

Allí estaba presente toda la nobleza del reino: los hombres de oro y plata, y las mujeres de seda y satén. Y el resplandor del día más soleado parecía iluminar toda la gran sala, a pesar de que fuese de noche.

Guleesh debió cerrar los ojos al sentirse deslumbrado. Al abrirlos de nuevo contempló lo que le rodeaba, diciéndose que jamás había visto un espectáculo tan deslumbrante como aquel. Allí debía haber más de cien mesas, todas ellas cubiertas de grandes bandejas llenas de comida; además, se veían botellas, jarras y otros recipientes con las más variadas bebidas e infinidad de dulces, pasteles y tartas muy diferentes. Una orquesta de unos cincuenta maestros tocaba en un extremo, con lo que el ambiente se hallaba impregnado de una dulce melodía de las que estremecen el alma. En el centro, varias parejas de jóvenes de ambos sexos, muy elegantes y hermosos, bailaban dando vueltas con una exquisita elegancia. En ocasiones giraban a tanta velocidad que el muchacho irlandés se sintió mareado al intentar seguirlos con la mirada.

También había grupos de nobles que se entrecruzaban bromas, reían o se lo pasaban bien. Hemos de tener en cuenta que hacía más de veinte años que no se organizaba una fiesta tan importante. La causa era que el rey no había tenido más descendientes que una hija, a la que iba a casar con el hijo de otro monarca. Todos se hallaban en el tercer día de las celebraciones; y aquella misma noche iba a tener lugar la boda. Un acontecimiento que los duendes, y Guleesh de una forma indirecta, se hallaban dispuestos a impedir.

El grupo de los que planeaban el rapto se encontraban en un extremo de la sala, justo detrás de un altar espléndido. Al otro lado de éste aguardaban dos obispos sentados en unos sillones tapizados con terciopelo granate. Ninguno de los invitados, servidores y músicos podían ver a los duendes, debido a que éstos se habían cuidado de pronunciar las frases mágicas que los convertían en invisibles. Tampoco se escuchaban sus voces ni el ruido de sus movimientos.

—¿Cómo reconoceré a la princesa? —preguntó el muchacho, cuando ya se había familiarizado más con el ruido y el esplendor de la fiesta.

—Es la joven que está allí delante —respondió el hombrecillo que se encontraba más cerca de Guleesh.

Y éste llevó su mirada en la dirección que le indicaba el dedo del duende... ¡Para quedarse sin aliento, debido a que jamás pudo suponer que existiera una mujer tan bella! Las rosas y los lirios se habían combinado en aquel rostro, sin poder decidir si era más perfecta la boca, la naricita, los ojos o cualquier otro componente del mismo. La piel de sus brazos, manos y hombros ofrecían la blancura de la nieve, sus pies eran tan diminutos y ligeros que parecían ir a empezar a flotar en el aire. Su cuerpo resultaba de una esbeltez fascinadora; y el cabello le caía desde la cabeza a la espalda en bucles de oro puro. Su vestido debía haber sido tejido con hilos de oro y plata; y la piedra preciosa que se hallaba engarzada a su anillo brillaba con el resplandor del sol.

Guleesh volvió a quedar deslumbrado ante el compendio de belleza que la joven suponía. Sin embargo, al superar un poco su asombro, pudo descubrir que ella estaba llorando. Pues lo que limpiaba con un pañuelo de seda eran lágrimas.

—Es imposible —comentó—. ¿Qué dolor puede sufrir en el día más importante de su vida? ¿Cómo no se une a la alegría general?

—Su tristeza tiene una causa —respondió el duende—: Van a casarla contra su voluntad. No ama al marido que le está destinado. Su padre, el rey, pretendió celebrar esta boda hace seis años; pero la princesa le suplicó que esperase ya que era muy joven. Entonces se le concedió un plazo de tres años, que al vencer ella consiguió que se prolongara hasta estas fechas. Ya cuenta dieciocho años, una edad crítica... ¡La boda no puede demorarse ni una semana más! Bueno, digamos que todos han aguardado para nada... —Se burló el hombrecillo—. ¡Nosotros vamos a cuidarnos de que la princesa no se case con nadie!

Guleesh se sintió muy apenado al mirar de nuevo a la hermosa dama. Porque no le cabía en la cabeza que alguien fuera obligado a casarse contra su voluntad, y hasta con una persona que le desagradaba... Pero, ¿no estarían pensando los duendes en casarla con uno de ellos?

Esta idea hirió la mente del muchacho; no obstante, procuró mantenerse callado. Lo que no pudo dejar en silencio fue su mente, ya que no cesaba de maldecir continuamente al verse obligado a colaborar con quienes se hallaban dispuestos a raptar a tan hermosa muchacha. La acción suponía arrancarla de su ambiente habitual: su hogar, sus padres, sus amigos...

Movido por ese impulso de los jóvenes que han recuperado la razón, al darse cuenta de que están embarcados en un juego muy peligroso, creyó que podía socorrerla. Pero le faltaban medios y planes.

«¡Cómo me encantaría tranquilizarla y, después, ponerla a salvo de los duendes!», se decía cada vez más preocupado. «¡Daría mi propia vida porque ella no sufriera más! ¿Conseguiría llegar a su lado si pretendiera avisarle de la amenaza...?»

No había dejado en ningún momento de seguir los movimientos de la princesa. Por eso vio como el rey llegaba al lado de ella y le solicitaba un beso; pero la bellísima giró la cara dando idea de que le consideraba culpable de lo que le estaba ocurriendo. Guleesh se notó sacudido por varios escalofríos de pena, ante lo que acababa de presenciar y, además, al ver que ella era sacada a bailar por un jovencito. En seguida comenzaron a dar unos giros, al compás de la música, hasta llegar cerca de Guleesh. Así éste pudo observar que la bellísima no dejaba de llorar.

Nada más que la danza finalizó, el monarca y su esposa dijeron a la princesa que había llegado el momento de la boda. Los obispos se hallaban dispuestos, y no se retrasaría ni un minuto más la ceremonia en la que se le pondría el anillo para entregarla a su marido.

Los reyes cogieron a su joven hija por ambas manos y caminaron hasta el altar. La estancia había quedado sumida en el silencio más absoluto. Los invitados procuraron colocarse en varias filas, ocupando el lugar correspondiente a su categoría social y militar.

Cuando los monarcas se habían situado cerca del altar, no quedando ni veinte pulgadas para pisar los dos escalones que permitían acceder al mismo, uno de los duendes dio un brinco y alargó su pie derecho. Y la princesa al ser zancadilleada cayó al suelo... ¡En aquel momento se le echó encima algo misterioso y, al mismo tiempo, se oyeron unas frases mágicas! ¡¡¡Súbitamente, ella desapareció de la sala, sin que nadie pudiera saber por dónde se había ido!!!

Sólo Guleesh tuvo una respuesta para este misterio, ya que un duende le echó encima de la espalda a la princesa... ¡Cuando toda la pandilla de hombrecitos, junto a su obligado colaborador y la raptada, ya estaban escapando por el ventanal que seguía abierto y volaban por encima de las almenas del castillo!

Todo sucedió en un tiempo más corto del que se tarda en contarlo. Mientras tanto, ¡Dios mío!, en la sala donde ya no se celebraría ninguna boda, los gritos de terror de los hombres, el llanto desgarrador de las mujeres y el caos general daba idea del inmenso asombro... ¡Una tragedia capaz de volver locos a los más cuerdos!

Algo muy distinto les sucedía a los raptores, ya que estaban gritando la llamada repetida:

—¡Ensilla mi caballo, sujeta bien las bridas y pon la silla! ¡Ensilla mi caballo, sujeta bien las bridas y pon la silla!

Al momento aparecieron los caballos, perfectamente enjaezados y listos para beberse el viento.

—¡Sube en tu montura, Guleesh! —ordenó uno de los duendes—. ¡Sienta a la princesa detrás de ti, para que ella te agarre con fuerza! ¡Partimos en seguida, pues el amanecer está a punto de asomar sus primeras luces!

Así lo hizo el muchacho, sintiendo una emoción muy especial al notar que los brazos de ella le rodeaban la cintura.

—¡Elevaros, caballos! —gritó el duende jefe.

Todas las monturas cabalgaron por el cielo, atravesando las nubes, para que la luna llena los iluminara. De esta manera sobrevolaron el mar, sin detenerse hasta llegar a Erin.

Pero no se quedaron allí, debido a que siguieron por tierra en busca del fuerte y la casa de Guleesh. Y al encontrarse en este lugar, el muchacho reaccionó de una forma inusitada, pues sin esperar a que se lo ordenaran, se dio la vuelta, cogió a la princesa y descabalgó.

—¡Proclamo ante Dios y ante los hombres que eres mía! —exclamó dejándose llevar por un golpe de inspiración—. ¡Desde ahora mismo hemos quedado consagrados como pareja!

Con la última de sus palabras el caballo desapareció, lo mismo que los duendes y sus monturas. Y el muchacho se vio junto a un arado, que recordaba lejanamente las formas de un equino. Levantó la mirada hacia el cielo, y allí vio a los duendes montados en una vieja escoba, en unos palos medios rotos o en simples tallos de cicuta o de caña.

Sin embargo, desde la lejanía dejaron llegar su amenaza, la cual salió de todas las gargantas rezumando odio:

—¡Nos la has jugado, palurdo, canalla... Malditos seas! ¿Cómo te pudimos considerar un borrico sin voluntad propia..., si eras capaz de insidiarnos con esta jugarreta?

En aquel momento los duendes no podían atacar al muchacho, debido a que empezaban a insinuarse las primeras luces del alba. Además, la invocación realizada por aquél era materialmente invencible.

—¡Ay, Guleesh, cómo lo lamentarás! —siguieron chillando los rabiosos hombrecillos—. ¡Nosotros te invitamos a una fiesta, y así nos lo has pagado! ¿Quién ha obtenido beneficio de nuestro viaje a Francia? Pero no hay tiempo para las lamentaciones... ¡Nos cobraremos tu traición, gañán! ¡Vas a arrepentirte!

—¡Tampoco sacarás provecho de esta chiquilla con la que te has quedado! —chilló el jefe de los duendes, al mismo tiempo que volvía para dar una pasada sobre la princesa, a la que propinó un capón en la cabeza—. ¡Te quedaste sin palabras, tontina! ¿Crees que te servirá de algo una muda, harapiento revientaterrones? Ya no podemos continuar aquí... ¡Jamás podrás olvidarnos, porque seremos tu pesadilla! ¡¡¡Ji, ji, ji!!!

No se había silenciado el eco de sus estridentes carcajadas, cuando todos los duendes se desvanecieron en el fuerte. Sólo había sido necesario que su jefe extendiera los brazos... ¡De esta manera Guleesh se quedó con la protesta en los labios!

—Al fin se han marchado... ¡Demos gracias a Dios! —dijo mirando a la princesa—. ¿No es mejor que estéis conmigo a vivir con ellos? —Pero ella no respondió—. Comprendo que os sentís tan apenada que ni ganas tenéis de hablar... Vaya, lo aconsejable sería que pasarais esta noche en la casa de mis padres, señora... Si necesitáis algo, sólo debéis pedírmelo, porque soy vuestro más fiel servidor.

La bonita joven continuó en silencio. Sólo revelaban sus sentimientos las lágrimas que brotaban de sus ojos. Además, su hermosa cara iba pasando del blanco al rojo, dando idea de que estaba realizando grandes esfuerzos para contestar.

—Señora, indicadme lo que desearíais ahora mismo. Yo no soy un duende. Los he acompañado creyendo que era un juego; pero al conocer sus verdaderas intenciones, me propuse enfrentarme a ellos... Si los he vencido, momentáneamente, ha sido de una forma casual... En realidad mi familia es granjera. Cuando pueda llevaros con vuestro padre, lo haré. Tenéis mi palabra. Ahora me encantaría serviros en lo que necesitéis...

Entonces se interrumpió, al comprender que los esfuerzos de la princesa respondían a su imposibilidad de hablar: movía la boca desesperadamente, sin que le salieran las palabras.

—¡Qué desgracia! —se lamentó el muchacho—. Creí que el encantamiento del duende no se cumpliría... ¡Ahora veo que os ha dejado muda! Yo contemplé cómo hablabais con el hijo del rey que iba ser vuestro esposo... ¡Pero el capón que os propinó en la cabeza ese maldito os ha dejado sin habla!

La bellísima alzó su blanca y delicada mano derecha, para colocar un dedo sobre su lengua. De esta manera indicó claramente que era muda. Y las lágrimas fluyeron con más abundancia de sus ojos. Esto provocó que Guleesh la acompañase en el llanto, pues a pesar de su humilde condición poseía un corazón emocionable, y fue incapaz de mantenerse impasible ante la angustia de la princesa.

Una vez se sobrepuso, comenzó a pensar en los pasos que debía seguir a partir de aquel momento. Le desagradaba la idea de que sus padres vieran a la princesa, ya que estaba convencido de que no le creerían al contarles todo lo ocurrido con los duendes; y muchos menos que había ido a Francia, donde vio como se malograba una boda, y luego regresó a su casa... ¡Todo en una sola noche! Al considerarle loco, lo más probable es que se burlaran de la dama confundiéndola con una perdida.

Al mismo tiempo que daba vueltas a su cabeza, le vino a la memoria la figura del sacerdote. Y ya dejó de dudar, al pensar lo siguiente:

«¡Bendito sea Dios! Ahora sí que conozco el camino a seguir: ¡la princesa será recogida por el señor cura, porque él no se negará a darle amparo!»

Se volvió para mirar a la bellísima y, en seguida, le expuso sus planes, sin olvidar el miedo a que él no fuera creído por sus padres. Terminó pidiéndola que si tenía una idea mejor, o le gustase la que acababa de oír, lo indicase con un gesto.

Ella agachó ligeramente la cabeza afirmativamente y, al mismo tiempo, formó una sonrisa. Estaba dejando claro que le concedía toda su confianza.

—Conforme, marcharemos a la casa del señor cura. Le he cuidado tantas veces gratis el jardín, que nos prestará su ayuda aunque sólo sea por agradecimiento.

De esta manera siguieron el camino que llevaba a la iglesia. En aquellos momentos el sol ya había salido del todo. A pesar de lo temprano de la hora, el sacerdote abrió la puerta de su casa al escuchar la llamada. Se llevó una gran sorpresa nada más ver a Guleesh con una bella jovencita. Como era una persona muy práctica, supuso que venían a lo que muchas otras parejas:

—Amiguito mío, ¿por qué no has contenido un poco tu impaciencia para aguardar a las diez o las doce, en lugar de presentarte a estas horas, junto a tu novia, para que os case? Deberías saber que no puedo celebrar esa ceremonia tan pronto... De todas las maneras, es imposible una boda sin ciertos papeles... —De pronto, se fijó bien en la belleza de la muchacha—. ¡Dios del cielo! ¿Quién te acompaña? ¿De dónde viene que yo no la conozco? ¿Quieres explicarte, Guleesh?

—Padre, si lo deseáis podéis celebrar mi boda o la de cualquier otro; sin embargo, no me encuentro aquí por ese motivo. Lo único que deseo es que, si os parece bien, aceptéis a esta joven en vuestra casa.

El cura se quedó mirando al muchacho como si de pronto le hubieran salido diez cabezas. Pero, sin formular ninguna otra pregunta, les invitó a entrar y, en seguida, cerró la puerta. Les condujo a la estancia principal, una sala muy discreta, y les dijo que tomaran asiento.

—De acuerdo, Guleesh —aceptó con un tono resignado—. Ahora quiero saber quién es esta dama, si has perdido el juicio o si pretendes gastarme una broma de muy mal gusto.

—He venido aquí con la verdad, aunque cuando os la cuente pueda pareceros fantástica. Tampoco nos encontramos, esta joven y yo, en situación de bromear —dijo el muchacho labriego—. Acabo de colaborar para que esta dama fuera raptada de un castillo de Francia, ya que es la hija del rey de este país.

Seguidamente, narró toda la historia con pelos y señales. Como se puede deducir, el cura se mostró tan asombrado, que fue acompañando la narración con un buen número de exclamaciones o de palmadas de sorpresa.

Al referirse Guleesh que, según su impresión por lo que había podido ver, la princesa rechazaba la boda que iba a celebrarse en el castillo, el llanto de ésta adquirió un tono rojizo, a la vez que sus pómulos se cubrían de rubor. Esto vino a demostrar que prefería su situación actual, aunque no fuera demasiado buena, a la anterior, ya que le obligaba a convertirse en la esposa de un hombre al que odiaba.

Al insistir el muchacho en que estaría muy agradecido id sacerdote si aceptaba a la dama en su casa, obtuvo la respuesta que esperaba:

—La tendré conmigo todo el tiempo que tú consideres necesario, Guleesh. Pero, ¿no sería mejor que la condujéramos a su casa para aliviar la angustia de sus padres?

—Yo he pensado lo mismo; pero no conozco el camino a seguir. Además me faltan recursos para conseguirlo. Creo que lo más acertado es aguardar a que se nos presente una oportunidad favorable. —El muchacho se puso más serio, ya que iba a proponer una mentira—. ¿Qué le parece si contara usted que esta muchacha es una sobrina suya que viene de un condado muy lejano? Respecto al hecho de que sea muda, convendría añadir que no le gusta tratar con la gente pues se asusta con facilidad.

—Veo que eres un chiquillo muy astuto, Guleesh —dijo el sacerdote—. Me parece bien todo lo que has urdido. Y como viene de ti, la mentira en mis labios nada más que será un pecado venial. Ahora conviene hablar con la dama.

La tensión se había aliviado en parte. Y cuando explicaron sus intenciones a la bellísima, ésta fue proporcionando sus respuestas afirmativas por medio del movimiento de los ojos y de la cabeza.

Una vez resuelto un asunto tan complicado, el muchacho volvió a su granja. Y al preguntarle sus padres cómo había tardado tanto, se limitó a responder que se quedó dormido en una acequia seca, donde estaba tan calentito que no le importó pasar toda la noche.

Lógicamente en el pueblo se produjo una especie de conmoción al saber los vecinos que el cura había recibido la visita inesperada de una sobrina, de la que él nunca les había hablado. Muchas fueron las conjeturas que se entrecruzaron, pocas de ellas perversas. Pero se respetó el hecho de tratar poco con la muchacha, acaso porque una muda siempre impresiona a las gentes.

Tampoco paso desapercibido el cambio tan radical de Guleesh, debido a que realizaba todos sus trabajos con una gran rapidez y eficacia, para así disponer de unas horas al día que le permitieran llegarse a la casa del cura. Cuando antes pocas veces se le había visto por la iglesia.

En efecto, era esto lo que ocurría. Porque Guleesh anhelaba poder mantener una charla con la bellísima, de ahí que rezase por verla recuperada del encantamiento que le había dejado sin habla. Cada tarde llegaba allí pidiendo que se hubiera producido el milagro, para descubrir que ella seguía muda... ¿Acaso nunca se podría recuperar?

Dado que no contaban con la forma más sencilla de comunicarse, empezaron a servirse de los gestos: moviendo las manos, guiñando los ojos, abriendo y cerrando las bocas, riendo o sonriendo, tocándose en los hombros o en los brazos y con infinidad de otros signos. Y al cabo de unas semanas podría decirse que se entendían con la mayor facilidad. Siempre en la intimidad, pues comprendieron que si los demás, excepto el cura, les veían podían considerarlos unos locos.

Dado que Guleesh cada vez estaba más enamorado de la princesa, la idea de llevarla a Francia le atormentaba. Comprendía que era su obligación, al haber participado en el secuestro. Sin embargo, necesitaba un guía, caballos, provisiones y, lo más importante, poder cruzar el mar en un barco. Esto suponía mucho dinero. Una cuestión en la que tampoco podía contar con el sacerdote, al ser éste pobre.

Lo que sí hicieron fue escribir tres o cuatro cartas al rey de Francia. Sin embargo, al entregárselas a unos mercaderes de paso, en los que confiaban, terminaron por perderse, pues no decidieron ninguno de ellos cruzar el mar por irles bien los negocios en su país.

De esta manera fueron transcurriendo los meses. Y Guleesh ya no podía vivir sin ver a la princesa, mientras el sacerdote había podido comprobar que ella no dejaba de mirar por la ventana, impaciente, cuando se acercaba la hora de que el muchacho llegara a la casa.

Finalmente, el joven labriego sintió temor de perderla si aparecía el rey de Francia. Hemos de tener en cuenta que él ignoraba que las cartas no llegaban a su destino; y como había pasado mucho tiempo, lo lógico era que esa presencia se produjera de un momento a otro. Comportándose de una forma egoísta, pidió al cura que no escribiera más mensajes, pues lo aconsejable era dejar la solución del problema en los designios de Dios.

Sin apenas darse cuenta, acaso porque el tiempo lo había gozado intensamente, se cumplió un año desde el secuestro de la princesa. Al atardecer Guleesh se encontraba solo, tumbado en la hierba. Era él último día del final del otoño, tiempo en el que acostumbraban a aparecerse los duendes. Por este motivo se dijo:

«Esta noche llegarán aquí. Debo encontrarme en el mismo lugar que el año pasado, para comprobar si mi presentimiento es acertado. Quizá contemple o escuche algo que me sirva para devolverle la voz a María —éste es el nombre que el cura y él daban a la princesa al desconocer el verdadero—.»

Dado que su empresa iba a ser muy arriesgada, procuró consultar con el sacerdote, el cual le dio su apoyo. Sin dejar de aconsejarle que se comportara con mucha prudencia.

Ya había oscurecido cuando el muchacho entró en el fuerte. Allí se quedo, sin notar el peso del miedo. En esa postura tranquila del limpio de corazón: con el codo apoyado en una antigua losa grisácea, aguardando a la medianoche. Vio como la luna llena terminaba por ocupar la zona más alta del cielo. Se hallaba a su espalda, igual que un disco de fuego empeñado en alumbrarle. De pronto, comenzó a formarse una blanca neblina, brotando de los prados cubiertos de una alta hierba y de todos los parajes húmedos debido al frescor nocturno que había venido a sustituir al calor del día.

La atmósfera no podía encontrarse más tranquila, similar a la superficie de un lago al no pasar sobre ella el viento. Sólo se escuchaba el sonido de los insectos, la mejor señal de que no sucedía nada anormal. De vez en cuando brotaban los graznidos de los gansos salvajes buscando nuevas aguas. Algunos pasaron a inedia milla sobre la cabeza del muchacho. También se pudo oír el penetrante silbido del chorlito dorado y verde, subiendo y bajando continuamente, como acostumbra durante las noches en calma. En el firmamento resplandecían un millón de estrellas; y comenzaba a formarse la escarcha, sembrando de tonos blanquecinos el suelo, hasta donde él se encontraba.

Permaneció a la espera casi una hora larga, que se triplicó sin que le llegara el desánimo. Conocía tanto el lugar que las sombras, junto a los sonidos que no dejaba de percibir, le servían de reloj. No había llegado la medianoche. Al moverse la escarcha crujía bajo su calzado. Por último, temió que los duendes no se presentaran, lo que hacía más aconsejable que volviese en busca del calor de su casa...

De pronto, creyó percibir un ruido muy peculiar que venía hasta donde él se encontraba. Al momento pudo reconocerlo. El ruido se incrementó: si al principio se asemejaba al golpeteo de las olas contra una pared rocosa, luego se convirtió en el bramido de una gigantesca catarata y, al final, en el estruendo de una tormenta que parecía dispuesta a reventar las copas de los árboles más frondosos... ¡Hasta que el torbellino invadió el fuerte con toda su violencia! ¡¡¡Y allí aparecieron los duendes!!!

Las cosas ocurrieron tan de prisa, que Guleesh se quedó sin aliento; no obstante, tardó muy poco en recuperar la tranquilidad necesaria. Como estaba bien escondido, intentó escuchar lo que hablaban.

Pero lo que brotaba de las gargantas de los hombrecillos eran gritos, aullidos y una algarabía de sonidos ininteligibles. Hasta que, a los pocos minutos, unieron sus voces en unos chillidos muy conocidos:

—¡Ensilla mi caballo, sujeta bien las bridas y pon la silla! ¡Ensilla mi caballo, sujeta bien las bridas y pon la silla!

Guleesh no vaciló al imitarlos, a pesar de que con ello se descubría:

—¡Ensilla mi caballo, sujeta bien las bridas y pon la silla! ¡Ensilla mi caballo, sujeta bien las bridas y pon la silla!

Sin embargo, no había terminado de pronunciar la segunda repetición de la llamada, cuando el jefe de los duendes gritó:

—¡Vaya, si estás ahí, chico! ¿Acaso te has convencido de que te irá mejor siendo nuestro aliado? ¿Cómo te han marchado las cosas con tu esposa? ¡Te prevengo que esta noche tu montura no aparecerá! ¡Hemos dejado el asunto para que no vuelvas a vencernos con otra jugarreta! ¿Verdad que el año pasado te portaste muy mal con nosotros?

—¡Se portó como un cerdo! —intervino otro de los hombrecitos—. ¡Pero jamás volverá a repetirlo!

—¿Verdad que es un patán digno de elogio? —se burló un tercero—. ¡Ha tomado como compañera a una damita que es incapaz de decirle «buenos días», con la que lleva viviendo todo un año!

—Es posible que se conforme con verla —añadió un cuarto.

—Si este imbécil conociera que en la misma puerta de su casa crece una hierba, que al hervirla le proporcionaría una medicina para curar a la princesa... —ironizó un quinto—. ¿Pero que va a saber un gañán?

—Tienes razón.

—¡Es un ignorante!

—¡Dejémosles que se muera de tristeza junto a la muda!

—¡Esa será nuestra verdadera venganza!

Y al momento se elevaron por el aire, para marcharse con uno de sus alaridos característicos: roolya-boolya. Así dejaron al angustiado Guleesh en el mismo lugar, con los ojos desencajados queriendo seguirlos a pesar de la semipenumbra de la noche, cuando ya se habían desvanecido en los resplandores de la luna llena.

Tardó poco tiempo en recuperarse. Al momento se puso a analizar lo que acababa de ver y escuchar. Terminó por preguntarse si realmente había una hierba en la puerta de su casa que pudiese curar a la princesa.

Así pudo ver que estaba formada por un tallo del que salían siete ramas, en cada una de las cuales había el mismo número de hojas...

«Es imposible que hayan querido ayudarme», pensó, angustiado. «Si esa hierba fuera realmente una medicina eficaz no la hubiesen mencionado... Claro que ese duende que la citó quizá sea un hablador... ¿Y si me han tendido una trampa? No lo sé... Lo aconsejable es que examiné bien el suelo, delante de mi casa, para comprobar si hay algo más que cardos y malas hierbas...»

En seguida corrió a la granja de sus padres. Tanta era su intranquilidad, que ni el cansancio le permitió coger el sueño. Cuando vio que ya había amanecido, sus primeros pasos le llevaron a examinar el terreno situado delante de la puerta. Debía localizar una planta que no le resultara familiar.

A los pocos minutos, quedó sobrecogido al descubrir una hierba de gran tamaño, muy singular, que había crecido junto a una de las paredes. La contempló tendido en el suelo. Así pudo ver que estaba formada por un tallo del que salían siete ramas, en cada una de las cuales había el mismo número de hojas. Y en una de éstas surgía una savia blanca.

«¿Es posible que no me haya fijado antes en esta planta tan peculiar?», pensó muy asombrado. «Creo que ha brotado estos días. Como he estado tan preocupado por María, no la he visto... Pero al ser tan rara, quizá ofrezca alguna virtud que merece la pena comprobar.»

Con un cuchillo cortó la hierba por la parte más baja del tallo y la llevó a la cocina de su casa. Retiró las hojas y partió el tallo en pedacitos. En seguida pudo comprobar que brotaba un zumillo denso y blanquecino, similar al que sale de otras plantas, pero más aceitoso.

Lo echó en un cacito, añadió un poco de agua y lo dejó a hervir. Después fue en busca de una taza, la llenó hasta la mitad con el líquido del cacito, esperó a que se enfriara un poco y se lo acercó a los labios... Entonces le asaltó el temor de que pudiera ser un veneno, que los duendes habían hecho crecer en el patio de su casa para matarle, o quitar la vida a la dama si llegaba a beberlo.

Prefirió retirar la taza, mojó la punta de un dedo y se llevó a la lengua dos gotitas. No le supieron amargas, ya que hasta resultaban dulces e invitadoras. Esto le llevó a beber lo que puede caber en un dedal; y como la experiencia le pareció gratificante, acabó por terminarse la media taza.

En seguida se fue a la cama, para dormir hasta que se hizo de noche. Al despertar notó que estaba hambriento y sentía mucha sed.

Comprendió que debía aguardar hasta el amanecer. Se hallaba decidido a servir el resto de la bebida a la princesa. Lo haría en el mismo instante que se levantara.

El muchacho y el cura habían permanecido junto a la cama, relevándose, con el fin de advertir cualquier contratiempo...

Esto fue lo primero que hizo nada más amanecer. Llevaba la bebida en las manos cuando llegó a la casa del cura. Se notaba de lo más animoso, capaz de enfrentarse a los mayores peligros, por grandes que fueran, y a correr con mayor velocidad que un gamo. Pero se contuvo, al tener la seguridad de que todas sus fuerzas se las debía a esa misteriosa bebida.

El cura y la dama le preguntaron cómo llevaba dos días sin aparecer. Y Guleesh se limitó a contarles lo ocurrido, con el menor gasto de palabras al haber aprendido, de pronto, el don de comunicarse. Así convenció a sus aliados de la bondad de la bebida. En seguida quiso que la tomase María, sin dejar de jurar que no pretendía causarle ningún daño.

Le ofreció la taza y ella bebió su contenido confiadamente. En seguida se tumbó en la cama y se sumió en un sueño intenso, como rendida por el cansancio. No despertó hasta el mediodía siguiente.

El muchacho y el cura habían permanecido junto a la cama, relevándose, con el fin de advertir cualquier contratiempo. Durante estas largas horas fueron de la esperanza a la desesperanza, de la confianza de salvarla al terror de causarle un daño mucho peor.

Al final abrió los ojos cuando ya el sol había avanzado la mitad de su recorrido en el cielo. Se quedó sentada en el lecho y miró a su alrededor igual que si no supiera dónde se encontraba. Estaba muy asombrada, especialmente al descubrir la presencia de Guleesh y del cura. Hubo un momento que pareció estar ordenando sus ideas.

Los dos aliados se hallaban llenos de ansiedad, confiando y temiendo si iba hablar o seguiría muda. Después de mantenerse en silencio unos angustiosos minutos, el sacerdote preguntó:

—¿Has descansado bien, María?

Y ella respondió con la mayor facilidad:

—Sí, padre, gracias.

Nada más que Guleesh la escuchó hablar, soltó una exclamación de felicidad y se arrodilló junto a los pies femeninos, diciendo:

—¡Alabado sea Dios, que os ha devuelto la voz! ¡Habladme otra vez, señora de mi corazón!

La dama dijo que nunca olvidaría que él había preparado la bebida que acababa de curarla. Y juró que se lo agradecería durante toda su vida, porque nunca había conocido a un hombre tan generoso, tan pendiente de ella, como Guleesh. Por eso deseaba seguir en Irlanda, cuyas tierras quería porque en ellas había nacido su amor.

El joven labriego estuvo al borde de morir de felicidad. Pero convenía pensar en cosas más materiales, por eso prepararon la comida. María demostró tener buen apetito. Cuando se levantó se la vio alegre y dichosa, sin parar de charlar con el cura, pues deseaba conocer todo lo que sucedía en aquellas tierras.

Después de tantos acontecimientos felices, Guleesh volvió a su casa, donde se metió en la cama. Durmió todo el día y la noche, debido a que los efectos de la hierba no habían finalizado. Nada más que se despertó, procuró marchar junto a María. La encontró durmiendo, al hallarse bajo los mismos efectos que acababa de superar el muchacho.

Llegó a la alcoba de la joven en compañía del sacerdote, y los dos se quedaron vigilando hasta que la vieron incorporarse. Pronto comprobaron que no había perdido el habla, lo que les llenó de felicidad. Los tres comieron juntos, y ya no se separaron durante mucho tiempo.

La amistad entre la pareja creció hasta convertirse en una necesidad de compartirlo todo. Así llegaron al matrimonio. A la boda fueron invitados los habitantes de la parroquia. Tengo idea de que el banquete fue de los que hacen época. Yo lo puedo asegurar, porque fui de los que me di un gran atracón de cosas muy buenas, que nunca más he vuelto a probar.

Cuando me marché de allí, algunos pajarillos me trajeron informaciones muy oportunas. Por eso sé que Guleesh y María no sufrieron más preocupaciones, ni se vieron aquejados por enfermedad alguna, tampoco conocieron la tristeza, ni esos contratiempos que ponen zancadillas a la vida... ¡Ojalá que me suceda a mí lo mismo, y a todos los que hayáis leído este relato de duendes!