El crimen del maestro

Guy de Maupassant

Guy de Maupassant nació en el castillo de Miromesnil en 1850. Forma parte del grupo de escritores naturalistas franceses, que se aproximaron a los problemas de la sociedad para contarlos de una forma descarnada, sin olvidar la calidad literaria. Puede decirse que, no desechando del todo el romanticismo, mostraron la otra cara de la realidad que tenían a su alrededor, aunque pudiera ofrecer más aspectos desagradables. Uno de los primeros éxitos de este autor fue Bola de sebo (1880), que se considera una obra naturalista. En seguida eligió el realismo en novelas como La casa Tellier (1881), Una vida (1883) y Bel Ami (1885). En ésta plasmó la vida decadente de un gran amante dentro de la alta sociedad parisina.

Maupassant fue también un excelente escritor de relatos, como se puede apreciar en el que incluimos en nuestra selección policíaca, y de crónicas viajeras, algunas de las cuales ofrecen un estilo literario que resulta asombrosamente actual, aunque se lea más de un siglo después de haber sido escrito. Murió en 1893 víctima de la locura, al haberse visto arrastrado por una enfermedad de mala curación y por una serie de fracasos sentimentales y económicos.

No dejaban de hablar sobre Pranzini, de sus tropelías, y monsieur Maloureau, por el hecho de haber sido fiscal del Supremo en la época de Napoleón III, se creyó con el derecho de comentar:

—A mí me correspondió participar, hace algunos años, en un proceso, de los considerados importantes y singulares, en base a diferentes conceptos, como pronto observarán todos ustedes.

Entonces desempeñaba el empleo de fiscal en la Audiencia territorial, y se me consideraba, debido a los cargos que había ocupado mi padre, presidente en aquellos momentos de Audiencia en París. Un día me correspondió intervenir en un proceso que terminaría adquiriendo una gran notoriedad; me refiero «al crimen del maestro».

El acusado era monsieur Moirón, un maestro de primaria, que disfrutaba de un justo prestigio en toda la región. Sujeto inteligente, de mente reflexiva, asiduo de la iglesia y un poco introvertido, había terminado por contraer matrimonio con una mujer del pueblo de Boislinot, donde se encontraba su escuela. Llegó a ser padre de tres hijos, los cuales fueron muriendo de la misma dolencia: tisis. Bajo el peso de esta calamidad, el padre se entregó por completo a los niños que le habían sido confiados, en los que volcó toda la ternura paternal. Llegaba hasta el extremo de emplear su propio dinero para adquirir juguetes, con los que premiaba a los alumnos más aventajados, a los más juiciosos y a los más guapos. En ocasiones se excedía en este terreno, ya que prefería invitarlos a merendar, sin importarle que los pequeños terminaran dándose un atracón de pasteles, caramelos y otros dulces.

No había familia que dejase de elogiar la generosidad y el cariño del maestro, hasta que cinco de sus discípulos, unos tras otros, fueron muriendo de una forma demasiado singular. Quiso encontrarse la causa en la mala calidad del agua de los pozos de la localidad, que acaso habían terminado por corromperse debido a una sequía bastante prolongada. También se intentaron localizar otros motivos; sin embargo, ninguno terminó por convencer a los investigadores, porque se tuvo muy en cuenta que los pequeños habían sufrido unas enfermedades demasiado extrañas, que en seguida les arrastraron a la muerte. Se ponían tristes, perdían el apetito, sufrían intensos dolores de vientre y, al cabo de unos días, agonizaban en medio de unos sufrimientos terribles.

Cuando el médico forense efectuó la autopsia a la última de las víctimas, no encontró ninguna evidencia que pudiera hacer pensar en un crimen. No conformes con este resultado, se enviaron las entrañas a un laboratorio de París, cuyos especialistas tampoco descubrieron huellas de algún veneno.

A lo largo de todo un año no se produjo ningún otro incidente. Hasta que los dos alumnos favoritos de Moirón murieron en un período nunca superior a los cuatro días. En esta ocasión los jueces recomendaron que se realizaran unos exámenes más exhaustivos de las entrañas, y pudieron descubrirse, al fin, unas minúsculas partículas de vidrio triturado.

Esto llevó a que se dedujera que los niños habían ingerido, acaso en un descuido, algún alimento que contenía los cristalitos. Como esa tragedia podía ser causada por el sencillo acto de beber leche de una jarra, cuyos bordes se hubieran roto momentos antes ya estando el líquido en el interior, el caso se hubiera dado por cerrado, si en aquellas fechas la criada que cuidaba la casa de Moirón no hubiera sufrido una enfermedad similar a la de los niños. Esta coincidencia la advirtió en seguida el médico al pueblo, ya que nunca se le podía borrar de la memoria su imposibilidad para curar a las criaturas. Cuando preguntó a la infeliz sobre a qué podía reprochar sus males, ella vaciló antes de descubrir su pequeño hurto... Sin embargo, terminó contando que había comido un poco de confitura, que el maestro guardaba en unos frascos, con el fin de regalar con la misma a sus discípulos predilectos.

Se efectuó un registro de la escuela bajo mandato judicial, lo que permitió encontrar un armario repleto de juguetes y dulces para los pequeños. Una vez analizados todos estos dulces, pudo comprobarse que contenían una gran cantidad de vidrio machacado y trocitos minúsculos de agujas.

En seguida Moirón fue detenido; sin embargo, reaccionó con tanta indignación, al mismo tiempo que mostraba la sorpresa del inocente, que convenció a los jueces, hasta el punto de que se le dejó en libertad. Claro que las pruebas resultaban tan contundentes, frente a la reputación de honradez del acusado, además de la atrocidad del delito si se tenía en cuenta el amor que Moirón siempre había sentido por los niños, que la sociedad se encontró enfrentada a una verdadera polémica, en la que las opiniones se hallaban divididas casi al cincuenta por ciento.

¿Quién podía afirmar que aquel hombre, sencillo, amable y católico practicante, pudiera ser un asesino despiadado, capaz de someter a unos martirios tan diabólicos a unas criaturas inocentes?

No tardó en predominar la idea de que el acusado podía sufrir ataques de locura pasajera. Se habían dado casos similares, en los que una persona juiciosa, enemiga de llamar la atención y sensata, caía durante ciertos períodos de tiempo en unas fases esquizofrénicas, que le transformaban en un verdadero monstruo capaz de perpetrar los crímenes más espeluznantes.

Como se continuaron realizando análisis químicos, se pudo saber que los pasteles, caramelos y confituras que guardaba el maestro provenían de dos locales distintos. Y al comprobar estos productos en sus puntos de origen, pudo saberse que no presentaban ninguna anormalidad, mucho menos esos trocitos de vidrio o de agujas.

La reacción de Moirón fue que debía contar con algún enemigo, el cual se encargaba de echar esas materias dañinas en los tarros y hasta elaboraba dulces en los que depositaba los mismos elementos nocivos. Y hasta llegó a culpar a un labriego, sin dar su nombre, de ser el verdadero responsable, al querer cobrar la herencia de alguno de los niños. «A ese canalla —añadió— le trajo sin cuidado que otros inocentes pudiesen morir al haber envenenado tanta cantidad de productos.»

Esta suposición formaba parte de lo posible, y se tuvo en cuenta. Además, el maestro hablaba con tanta convicción, sin dejar de insistir en que estaba dispuesto a colaborar con la Justicia en todo momento, que hubiésemos llegado a absolverlo. Claro que aparecieron nuevas evidencias, las cuáles resultaron abrumadoras.

Se localizó una petaca repleta de vidrio machacado, identificada como la petaca personal de Moirón, que él había escondido en el sobrefondo de uno de los cajones de su escritorio, donde también guardaba el dinero. Este hallazgo se efectuó casualmente, y gracias a la presencia de un carpintero que, al observar el cajón, pudo advertir que no ofrecía la altura correspondiente al hueco por el que se desplazaba.

De nuevo el maestro se mostró ofendido por las acusaciones y, sin perder el ánimo, recordó que tras sus pasos andaba un enemigo tan astuto y peligroso, que llegó también a preparar el doble fondo en el cajón y, además, compró una petaca similar para introducir en ella el vidrio triturado. Claro que no pudo mostrar su propia petaca, alegando que la había perdido. Sin embargo, un tendero de Saint-Marlouf vino a desbaratar todos estos razonamientos defensivos. El acusador se presentó voluntariamente ante los jueces, para declarar que un individuo le había venido comprando unas cajas de agujas muy finas, exigiéndole que fueran de un gran temple, lo que no debería impedir que se rompieran al someterlas a una fuerte torsión. Una cualidad que él mismo se cuidó de comprobar en el mostrador del establecimiento.

La policía organizó una prueba de reconocimiento, en la que se utilizaron a doce hombres de unas características aproximadas a las descritas por el tendero. Y en el grupo se introdujo a Moirón, el cual fue identificado al momento. Esto supuso que las demás pruebas quedasen ensambladas con esta última, con lo que las diligencias judiciales instruidas ya sólo apuntaron en una dirección: el maestro de Boislinot.

Voy a ahorrarles las horribles declaraciones de los niños sobre el reparto de los dulces, y esa morbosa petición del criminal de que los comiesen delante de él. Así se cercioraba de que no se guardaran los restos, para que no quedaran pruebas de su delito.

Como las gentes estaban escandalizadas y la prensa no dejaba de exigir un castigo ejemplar, nos vimos colocados en una situación apremiante, a pesar de saber que el acusado ya no contaba con ningún tipo de defensa.

En efecto, Moirón terminó siendo condenado a muerte sin posibilidad de apelación. Le quedó alguna remota opción de indulto, lo que supuse que jamás se le concedería.

Cierta mañana, mientras yo me encontraba en mi despachó, me visitó el capellán de la prisión.

Era un viejo religioso con fama de conocer a los seres humanos y habituado a tratar con los homicidas más astutos. Al exponer su caso se mostró indeciso, intranquilo y desalentado. Antes estuvimos hablando unos diez minutos de temas intrascendentes, hasta que me soltó de sopetón:

—¡Señor fiscal: si se llegara a ejecutar a Moirón, toda la judicatura de Francia sería la responsable de la muerte de un inocente!

Y antes de que yo pudiera reaccionar, salió de allí sin decir ni siquiera un cortés adiós. Quedé profundamente impresionado ante una acusación tan «solemne». Como no pude borrarla de mi mente, llegué a suponer que el sacerdote se apoyaba en una confesión del acusado, acaso formulada bajo la protección del sacramento católico.

Bajo esta influencia no dudé en viajar a París, y como mi padre ya estaba al tanto de lo que sucedía, pues me cuidé de enviarle por correo un amplio informe, me ayudó a conseguir una audiencia para hablar con el Emperador.

Nos entrevistamos con éste al día siguiente de mi llegada. Cuando llegamos ante su presencia, le encontramos trabajando en su salón privado. Yo me cuidé de exponerle todo el proceso de una forma breve, aunque sin olvidar los detalles principales, hasta que llegué a las palabras del capellán de la prisión. Recuerdo que iba a mencionarlas cuando, de pronto, fue abierta una puerta que se encontraba junto al sillón del Emperador. Allí entró la Emperatriz, al suponer que su esposo se hallaba solo. Nada más conocer el caso de Moirón, ya que se lo contó el mismo Napoleón, la oímos decir:

—Considero una obligación que indultes a ese inocente.

¿Como la repentina decisión de una mujer bondadosa llegó a provocar en mi mente una duda tan horrible? Yo también era partidario de que se conmutara la pena, y, de repente, supe que estaba siendo utilizado por un homicida de una mente fría y sutil, que se había servido del secreto de confesión para convencer a un cura y, más tarde, a la misma Emperatriz.

No silencié mis dudas ante los soberanos de Francia. El Emperador se quedó pensativo, sopesando los hechos bajo la perspectiva de su bondad natural y de sus conceptos de la justicia. Era posible que nos enfrentáramos todos ante el engaño de un criminal; sin embargo, la Emperatriz no dejaba de estar convencida de que el sacerdote fue movido por la inspiración divina, por lo que insistió:

—¡No debemos olvidar que es preferible perdonar a un culpable antes que condenar a muerte a un inocente!

Este punto de vista terminó por convencer a Napoleón, y la pena de muerte fue conmutada por una condena de cadena perpetua.

Pocos años más tarde, pude enterarme de que Moirón había conseguido el empleo de criado personal del director del presidio, gracias a que desde el primer día había venido manteniendo una conducta ejemplar.

Luego pasó mucho tiempo, hasta que me llegaron más noticias de aquel personaje.

No obstante, hace unos diez años, cuando estaba veraneando en Lila, en la casa de mi primo Larielle, antes de que me sentara en la mesa del almuerzo, fui avisado de que un cura me estaba esperando en la sala de visitas.

Me entrevisté con el religioso, y así pude enterarme de que un moribundo quería hablar conmigo con la mayor urgencia.

Como no era la primera vez que me sucedía algo parecido en mi larga carrera judicial, no dudé en atender la demanda.

Siendo guiado por el religioso, entré en una mísera guardilla, situada en la zona más alta de un edificio de vecindad. Allí contemplé, sentado en un jergón y con la espalda apoyada en la pared, a un moribundo bastante singular. Puedo asegurarles que tenía delante a un esqueleto humano, el cual realizaba unas muecas espantosas y, al mismo tiempo, era dueño de unos ojos brillantes hundidos en unas cuencas amoratadas.

Nada más verme dijo con una voz debilitada por las dificultades respiratorias:

—Al parecer usted se ha olvidado de mí.

—Tiene razón. ¿Cuál es su nombre?

—Me llamo Moirón.

Me sentí invadido por un tropel de escalofríos, e intentando dominarme le pregunté.

—¿El maestro Moirón?

—Sí.

—¿Cómo ha llegado a este pueblo?

—Resultaría muy largo de explicar... Me queda poco de vida... Aquí me trajo un sacerdote... Yo estaba enterado de que usted había elegido Lila para sus vacaciones... Por eso he rogado que le llamaran... Deseo confesarme... ante usted... Nunca olvidaré que hace años... me libró de la muerte...

En medio de unas leves convulsiones, intentaba sujetarse al jergón con sus dedos sarmentosos. Realizó un supremo esfuerzo para seguir hablando, hasta que pudo hacerlo con una voz enronquecida...

«No quiero irme a la otra vida... sin contar la verdad a alguien... Yo asesiné a los niños... A todos ellos... ¡Lo hice por venganza!

»Siempre me había considerado un hombre honrado... Demasiado... Bondadoso, lleno de temor a Dios; me refiero al Dios que se muestra caritativo con el género humano... El mismo que se refleja en los Evangelios... Jamás el Dios verdugo, ladrón y homicida... que gobierna tiránicamente sobre el mundo... Nunca hice daño a nadie en aquellos tiempos... Ni siquiera se me podía reprochar el más insignificante pecadillo... Yo era un dechado de virtudes... casi un santo...

»De mi bendito matrimonio tuve tres hijos..., a los que amaba como ningún padre ha amado a sus descendientes... Vivía totalmente entregado a ellos... Ver lo mucho que me querían colmaba todas mis esperanzas...

»¡Pero los tres murieron! ¿Cómo fue posible? ¿Acaso yo merecía un castigo tan terrible? Pasé meses protestando contra la injusticia divina... De repente, un destello de claridad entre tantas tinieblas me iluminó... Desperté a otra dimensión del mundo... Entonces comprendí que Dios es malo... ¿No se le debía acusar de asesinato por haber permitido la muerte de mis hijos? Se me abrió la mente, y comprendí que Dios goza matando a los seres humanos... Lo hace de una forma caprichosa, disfrutando... Si nos da la vida, es para llevamos a la muerte... Dios es un homicida... Como necesita millones de víctimas, las elige caprichosamente en todos los rincones de la tierra, sin importarle el daño que pueda causar... Para eso ha inventado las enfermedades, los accidentes, el agotamiento físico por la edad y tantos otros medios... Estoy convencido de que le divierte muchísimo este juego mortal... En el momento en que se cansa de tal diversión, busca algo más masivo; por eso desata las epidemias de peste, cólera, fiebres de todo tipo, la viruela... ¡Cuántas cosas más puede idear ese monstruo! En el momento en que no tiene suficiente con las enfermedades, permite que se desaten las guerras, ya que éstas le asegurarán cientos de miles de muertos destrozados entre la sangre y el barro.

»Pero consiguió en el principio de la Humanidad todavía más, al permitir que los hombres se devoraran los unos a los otros... En el momento en que las sociedades humanas comenzaron a civilizarse, hizo que surgiera la caza de los animales indefensos... con el fin de los que los hombres los dieran caza, los degollaran y se los comieran... Todavía consintió algo más: el nacimiento de insectos que viven y mueren en un solo día... Las moscas que son destruidas a millares en una hora, las hormigas que aplastamos con nuestros pies y tantas otras víctimas inocentes que ni siquiera somos capaces de imaginar. Todas ellas viven dándose muerte por medio de la depredación... La vida surge sin parar de la misma muerte. Y a Dios le divierte este espectáculo... ¿No lo ve todo? Entonces lo está consintiendo en lugar de evitarlo... Controla lo más grande y lo más pequeño, lo que sucede en el interior de una gota de agua o lo que se realiza en el universo, donde se encuentran las estrellas. Lo observa todo y le divierte este juego de aniquilación... ¡Asesino!

»Por eso yo también maté a los niños. Sólo imité a Dios, divirtiéndome como él, arrebatando lo vivo con la sutileza de quien juega con sus inferiores... Quité la vida a aquellas criaturas, y hubiera seguido haciéndolo durante mucho tiempo, como Dios... Pero no me lo permitieron...

»¡Estoy convencido de que a Dios le hubiese divertido mucho verme en el patíbulo! Pero le privé de ese goce mintiendo... He sabido hacerlo con gran maestría, por eso engañé al capellán de la prisión ante el confesonario... Gracias a las mentiras pude seguir vivo mucho años...

»Pero he llegado al final... Son mis últimos minutos... Ya es imposible que pueda eludir mi destino... Le juro que no siento miedo... ¡Dios nunca podrá atemorizarme, porque le desprecio!».

***

Resultó terrible contemplar al desgraciado ahogándose, abriendo la boca desesperadamente para conseguir balbucir algunas palabras... Pero ya sólo podía emitir unos estertores ininteligibles... Aunque lograría, más tarde, pronunciar varias frases, sin que pueda entender de dónde obtuvo las fuerzas necesarias. Mientras tanto, sus manos destrozaban la tela del jergón, se agitaban sus piernas enflaquecidas bajo una sábana negruzca de suciedad, dando idea de que luchaba por escapar de un destino ya inexorable.

Antes de marcharme le pregunté:

—¿Desea usted algo más de mí?

—No, señor... —creí escuchar.

—Entonces le dejo.

—Hasta pronto..., caballero...

Me volví hacia donde estaba el sacerdote, cuyo rostro expresaba una gran angustia, a la vez que se apoyaba en la pared como si aún no pudiera soportar las palabras del moribundo, y le dije:

—¿Se queda usted aquí?

—Sí, creo que se me necesita...

El agonizante todavía pudo soltar una última frase, que los dos conseguimos entender:

—Ahí se mantendrá... hasta mi final... Porque Dios... siempre arroja a los cuervos... sobre los cadáveres.

Yo tuve que marcharme, porque ya estaba cansado de aquel repugnante espectáculo.