LA CUÑADA
Isidro López Neira
Como cada mañana al despertarme, puse las noticias de la televisión para enterarme de qué pasaba por el mundo, pero esta vez, lo que vi en la pantalla fue diferente; en el telediario salían las imágenes de la central de la Telefónica situada a escasos 500 metros de mi domicilio.
Los enviados especiales, con el micrófono en mano hablaban de un extraño incendio, que había acaecido en el edificio que se encontraba a la espalda del reportero, que en ese momento estaba realizando una entrevista a un directivo de la compañía, que decía que todo estaba controlado y que el servicio se restablecería de inmediato, pero comenzó su charla con algo que me erizó el cabello: daba las condolencias a los familiares de los empleados que habían fallecido la noche anterior.
Juan, mi amigo y vecino con el que mi familia ha compartido varias y agradables veladas con la suya, trabaja en ese centro de tráfico digital y analógico; ahora mismo no sé si está vivo o ha fallecido.
Desbordado por la angustia me vestí apresuradamente, tomé una o dos galletas en la cocina con leche fría, con el fin de apagar mi habitual hambre matutina, y me dirigí rápidamente hacia el fondo de la calle donde trabajaba Juan, al principio con paso rápido, pero luego, en cuanto empecé a meditar sobre lo que podría haber ocurrido, más lentamente, incluso parándome a veces como si eso me ayudara a pensar mejor. La angustia empezó a atenazarme. Primero fue una sensación molesta en el estómago, como si una mano invisible me lo estuviera estrujando, y luego empecé a sentir en el corazón como si otra mano me estuviera presionando el pecho, como si la cavidad torácica se hubiera empequeñecido y el corazón no tuviera sitio para seguir latiendo. La respiración se hizo más corta, alta y rítmica y la mente empezó a proyectar imágenes terribles que trataba de frenar en vano, mientras me dirigía a mi destino presa ya de un terror insoportable.
Todo comenzó hace muy poco tiempo, tal vez tres semanas, y tuvo como protagonista a mi cuñada. Desde que me casé con su hermana he tenido que sufrir en silencio, las influencias perniciosas que ejercía sobre mi matrimonio, y los intentos de control que trataba de ejercer sobre mi vida.
Aguamar, que es el nombre de mi cuñada, siempre me infundió emociones contradictorias: Por un lado, un temor profundo a sus evidentes malas artes en las relaciones humanas, que le permiten dirigir y controlar a las personas que tiene a su alrededor, y por otro lado, admiración por la inteligencia con la que llevaba adelante esa influencia; era absolutamente astuta, nunca dejaba nada al azar y todo lo hacía sabiendo las consecuencias que tendría ese acto. Era desesperante, no había forma de poner en evidencia su malévolo juego.
Por mi trabajo de informático, sabía perfectamente cómo funcionan los esquemas lógicos. He diseñado muchos sistemas, y los diagramas de flujos los manejo con suma facilidad. Seguramente por eso, y mi buena capacidad intuitiva, es que normalmente quedaba fuera de sus manejos, o si me era imposible eludirlos, me preocupaba de que ella supiera que era consciente de ellos.
En alguna ocasión, la sorprendí mirándome con una mirada irónica en medio de una conversación familiar en la que yo no participaba, porque estaba tratando de deshilvanar la última tela de araña que había tejido, y al devolverle la mirada, me parecía caer en cuenta de que ella realmente, sabía lo que estaba pensando, y se divertía con ello pero nunca me atreví a comentarle nada por miedo a discutir con mi mujer, que la tiene puesta en un altar. Es como si fuera incuestionable, todo lo que haga o diga, está bien dicho o hecho, y es imposible discutirlo.
Siempre he sido conscientede sus juegos, e incluso a veces me he enfrentado a ella, tratando de competir en su terreno, pero ha sido imposible. Siempre salía vencedora; si por ejemplo, yo pensaba que mi mujer debería estudiar una carrera para mejorar su profesión, ella empezaba a criticar el poco tiempo que tenían los estudiantes, y la inutilidad de estudiar algo que seguramente luego no se iba a poder ejercer. A los pocos días Isabel, mi pareja, a la que tenía convencida para que se matriculara, abandonaba la idea para siempre, y así con todo, es desesperante porque parece tener hipnotizado a todo el que tiene a su alrededor, y esa circunstancia le da el poder para decidir el lugar al que ir de vacaciones, dónde vivir, qué estudiar, etc. En definitiva, un control absoluto sobre la vida de todo el que le rodea.
Aguamar pertenece a una religión extraña. Según ha comentado en alguna ocasión, es una secta esotérica que se remonta a miles de años atrás, y que ha tenido mucha influencia a lo largo de la historia. En muchos mitos de diversas culturas, la pertenencia a esa secta siempre se ha tomado como una simpática excentricidad, propia de las personas inteligentes que tienen una visión muy superior sobre el mundo, y que por eso necesitan ocupar su mente con cuestiones complejas y originales. Por eso nadie le ha cuestionado nada sobre sus prácticas sectarias, ni sobre las creencias que sustentan ese extraño culto, simplemente se ha aceptado por su familia y sus amistades como una peculiaridad graciosa sobre la que no hay que preguntar, porque es una religión secreta.
Sólo hay un tema de Aguamar que afecta a las relaciones con los demás y que en ocasiones podría ser molesto, y es la insistencia en no permitir nunca que le hicieran una fotografía, o un cuadro. Jamás nadie de la familia o de los amigos ha conseguido sacarle una foto. Su imagen no está reproducida en ningún sitio, y cuando se le ha preguntado, ella ha explicado que es un principio de su religión, pero que no puede decir más.
Esto lo interpreté como un punto débil, por el que yo podría atacar y tratar de socavar un poco su perfecta e irritante imagen, por lo que ideé un plan para ello. Dentro de un mes iba a ser su cumpleaños, y me propuse hacerle una foto sin que ella se diera cuenta y regalársela enmarcada en la fiesta de celebración. Pero tenía que hacerlo todo muy sutilmente, actuar de forma sibilina, porque sabía que si mi plan se descubría antes de tiempo sería imposible llevarlo a cabo. No podía ser cualquier fotografía, no podría hacerse de frente porque inmediatamente me obligaría a borrarla, y me pondría en evidencia en público, tampoco podría ser una toma fea, sin cualidades artísticas, tendría que ser un encuadre lo suficientemente bueno para que justificara el saltarse la regla y a la vez no fuera descubierto antes de tiempo. Pronto encontré la forma de hacerlo. Hace dos semanas tuvimos que ir a uno de los numerosos viajes a los que prácticamente nos obligaba a ir (y eso que la que nos acompañaba era ella, ya que no tiene pareja) y que yo creo que se justifican por actividades relacionadas con su secta, para visitar a los adeptos de los distintos sitios a los que vamos, ya que siempre se ausenta unas horas o incluso algún día, según ella, para visitar a algunos amigos que tiene en el lugar.
El sitio era la República de San Marino en Italia, que se yergue sobre una gigantesca mole de piedra, en la que hay distintos niveles de escaleras y desde varias de ellas, se divisa un magnífico paisaje de montañas verdes de la campiña italiana.
Cuando íbamos transitando por la parte alta de la ciudad, con sumo sigilo, me fui quedando atrás, y dejé que ella bajara un tramo de escaleras que daban a un estupendo mirador desde el que se divisaban en la lejanía suaves colinas, prados y bosques verdes llenos de vida en esta época de la primavera.
Acoplé un teleobjetivo a mi réflex y simulé que hacía fotos al paisaje, esperando que tuviera la suerte de que ella se quedara sola mirando el paisaje, o tal vez con su hermana, con lo que eso justificaría todavía más la toma de la foto.
Tuve suerte, ella se quedó sola apoyada sobre una barandilla de hierro mirando al horizonte que se desplegaba desde un precipicio de cientos de metros, hacia un firmamento precioso lleno de la espléndida luz del atardecer italiano. Las montañas dibujaban perfiles que se iban degradando según la distancia, sobre un cielo rosa, amarillo y anaranjado, y las formas se atemperaban con una suave neblina cercana al suelo. No me lo podía creer, parecía que había adivinado mis intenciones y que estaba colaborando conmigo, hasta me pareció que se había quedado rezagada aposta para facilitarme la labor, ya que en ese momento el resto de la familia y los amigos habían seguido avanzando y no tenían ángulo de visión de lo que estaba haciendo.
La foto quedará perfecta —pensé— con una vista maravillosa, y a ella se la verá de espaldas. No podrá objetar nada, y así conseguiré salirme con la mía, aunque sólo sea por esta vez.
Apunté con la cámara, y como quería un buen encuadre y ella parecía como embelesada y tranquila con el maravilloso espectáculo que nos estaba brindando la naturaleza, me permití el lujo de entretenerme un poco buscando el encuadre perfecto, la profundidad de campo adecuada, y la velocidad de obturación que mejor le viniera a la toma. Cuando comprobé que tenía todos los parámetros controlados, me dispuse a apretar el disparador y entonces lo que ocurrió me dejó helado el corazón: justo cuando pulsé el botón, ni una milésima antes, ni después, ella se giró rápidamente y me mostró la más terrible sonrisa que jamás haya visto, no era un gesto jocoso como diciendo: “¡Te pillé!” no era una sonrisa sardónica que nace sin emoción, no era una sonrisa hipócrita y ácida, anunciadora de una venganza posterior; no pude, y todavía no he podido definir las extrañas sensaciones que transmite esa imagen, en la que se mezclan la perversidad, la crueldad con un toque de libidinosidad, y una mirada penetrante y fría que parece taladrarte el alma y que horroriza y paraliza la existencia.
Al verme descubierto intenté desviar el objetivo de la cámara hacia arriba, tratando de disimular torpemente lo que estaba haciendo, lo que me hizo parecer más ridículo todavía, y como no sabía qué hacer, continué diciéndole tonterías sobre lo bonito del atardecer y lo bien que iban a quedar esas fotos del paisaje, que a lo mejor presentaba alguna a un concurso y cosas así. Ella me respondió sin hablar, asintiendo con la cabeza solamente, pero sin abandonar ese terrible gesto, que permaneció en su cara hasta que desapareció por la escalera de bajada del camino, dejándome solo con mis preocupaciones y mi angustia en aquel mirador en el que había hecho algo, que seguramente me iba a costar muy caro —bronca segura—, y si las cosas se ponían muy feas, incluso la separación de mi mujer, tal era el terror que tenía a mi cuñada.
No sabía qué pensar, tenía la mente bloqueada por la situación, así que antes que ponerme a urdir cualquier estrategia —que sabía condenada de antemano al fracaso—, decidí continuar el recorrido, unirme al grupo, y cuando ella empezara con sus maniobras de siempre, improvisar sobre la marcha, no me quedaba otro remedio.
Para mi sorpresa, mi cuñada no abrió la boca ni un momento para mencionar nada al respecto. Fuimos comentando la increíble arquitectura de la villa, encaramada a la montaña como una especie de ser vivo en simbiosis con las rocas y algunas peculiaridades históricas, pero poco más, trivialidades y ya está. Ella no mencionó nada en ningún momento. Incluso cuando la buscaba con la mirada, me devolvía la suya con amabilidad y tranquilidad, como si no hubiera pasado nada.
En el fondo, debe de tener algo de corazón —pensé— .
Esta reacción me animó a continuar con mi plan, pero ya no con la maquiavélica y perversa intención de antes, sino con el fin de obsequiarla con un regalo que realmente le agradara, ya que interpreté ese silencio como una conformidad con lo que había hecho.
Cuando llegué a casa, casi me quemo la mano al recoger la cámara del coche, estaba muy caliente, cosa que me extrañó, porque hacía un rato que había anochecido. Descargué la fotografía de la cámara en mi ordenador, y la miré un momento con el visor de imágenes; seguía siendo igual de estremecedora, pero tal vez, con el conjunto del paisaje, podría pasar por una buena foto a fin de cuentas, era la única que se le había hecho en su vida. Como tenía que entregar un trabajo al día siguiente, cambié el programa y me puse a revisar el dossier que debía acabar esa misma noche y al poco rato, me fui a la cama.
...
Ya casi había llegado a donde estaba el centro de la Telefónica, y al llegar me encontré con algo raro que no había salido por televisión: la zona estaba acordonada, pero no sólo por las típicas tiras de plástico de la policía. Había vallas metálicas bordeando todo el perímetro del edificio, y había gente vestida con trajes estancos, similares a los que había visto en las películas de plagas contagiosas, o en las centrales nucleares para protegerse de la contaminación.
Me acerqué a un policía y le comenté que conocía a uno de los empleados que trabajaba en el edificio y que quería saber si había muerto en el incendio. Me dirigió a su superior, que estaba en las cercanías de la puerta de acceso, le comuniqué el nombre, y me confirmó que estaba presente esa noche cuando se produjo el incendio, pero que no había fallecido aunque estaba muy afectado por lo que le habían dado el alta, y le habían dejado marchar a su casa.
Esto me tranquilizó, mi pecho volvió a crecer y mis pulmones empezaron a bombear aire con normalidad, pero necesitaba saber qué había pasado exactamente. Encaminé entonces mis pasos hacia donde vivía mi vecino, tenía que hablar con él.
En el camino seguí recordando lo sucedido los últimos días, tratando de encontrar una explicación lógica a lo ocurrido, aunque me temía lo peor.
...
Al día siguiente, al regresar del trabajo, encendí el ordenador como tengo acostumbrado, para leer los correos electrónicos, ver los foros que administro y las páginas web que mantengo. Encontré lo habitual: las bromas de los amigos, y algún spammer de algún país del tercer mundo, al que tuve que dar de baja. Lo que se salía de lo normal, era la alta temperatura que tenía el ordenador incluso antes de haberlo encendido. Los ventiladores funcionaban al tope de su velocidad, produciendo vibración y un ruido más alto que el habitual y, sin embargo, no conseguían enfriar el aparato, que no paraba de generar calor.
Atribuí el problema a que la placa base ya tenía su tiempo de uso y no podía con la complejidad de los programas actuales. Decidí ver de nuevo la fotografía de mi cuñada, para lo que abrí el programa de tratamiento de imágenes que tengo en el ordenador. Apareció en la pantalla, y nuevamente la contemplación de esa sonrisa y ese rostro me sobresaltaron; era casi como si se me helara la sangre en las venas, pero ya había decidido seguir adelante y comencé a tratar la fotografía. Lo primero que hicefue un zoom al rostro, para ver si podía mejorarlo de alguna manera, sé manejar bien el programa y algunas amistades me han agradecido el trabajo de retoque en varias ocasiones.
No llevaba ni un minuto observando la pantalla, cuando observé que del interior de la torre salía como una especie de humillo rosado, que se filtraba por las rendijas de la instalación, y dentro de la torre, como unos reflejos de chispazos, lo cual ya me empezó a preocupar. Desatornillé la tapa para ver si había algo anormal, y observé cómo todo el aparato estaba a una temperatura excesiva, que debía de llegar a fundir algún circuito, porque incluso se veía cómo algunos chips desprendían el humillo rosado que había visto antes. A los pocos segundos, también vi como de algunas partes del aparato saltaban pequeñas chispas rosáceas y me pareció observar incluso algún microarco eléctrico en alguna parte de la placa.
Me parece que ha llegado la hora de tu jubilación —pensé—. Para evitar la pérdida de la imagen, que tanto me había costado conseguir, la “corté” y luego la pasé a un CD inmediatamente, y apagué el ordenador para que se enfriara. Más tarde volví a encenderlo para terminar los retoques del trabajo que había entregado esa mañana, comprobando que afortunadamente, el ordenador ya no se calentaba, y funcionaba perfectamente.
Estuve unos días trabajando en varios proyectos que tenía pendientes, y finalmente volví sobre la fotografía de mi cuñada. Busqué el CD en el cajón en el que lo había metido, y al cogerlo me sorprendí porque me abrasé los dedos: estaba muy caliente. ¡Qué extraño! —Pensé—. ¿Será posible que haya conservado el calor del otro día? Lo agarré con un paño por el borde y lo introduje en la ranura del lector. Al poco tiempo estaba nuevamente con la imagen de la foto en la pantalla, para tratarla, pero inmediatamente volví a ver lo mismo que el otro día, una especie de chisporroteo, chispas, el humillo rosa y la temperatura disparada.
Me quedé un momento pensativo, tratando de averiguar qué pasaba, mientras miraba el gesto perverso y cruel de mi cuñada, y de repente se me ocurrió relacionar el CD con lo que le pasaba a mi ordenador. No puede ser... pensé, es imposible...volví a afirmar, mira que eres retorcido. Pero al final hice la prueba, saqué el CD con sumo cuidado, porque ahora estaba tan caliente que ni siquiera con el trapo podía mantenerlo entre los dedos, y valiéndome de unos alicates lo extraje y lo deposité sobre un cenicero de cristal. Al instante la temperatura del ordenador bajó, cesaron las vibraciones y todo volvió a funcionar perfectamente. La imagen se había descargado del programa al sacar el CD.
Me quedé pensativo, absorto mirando la pantalla, sin creerme lo que estaba pasando, y volví a hacer lo mismo repitiendo el proceso para asegurarme de que era cierto. Todas las veces ocurrió lo mismo: se repitieron las vibraciones, las chispas y el aumento de temperatura, que cesaban inmediatamente cuando extraía el CD, que terminó por estar tan caliente que peligraba su integridad, por lo que decidí introducirlo en el congelador del frigorífico para amortiguar el proceso —cosa que conseguí, porque a la media hora, ya estaba frío— .
En los días siguientes experimenté con el CD, tratando de averiguar su capacidad destructiva y su funcionamiento. Llegué incluso a cortar pequeños espacios de la imagen, y a mantenerlos en la pantalla a ver qué pasaba. Comprobé que cualquier porción de la imagen, por pequeña que fuera, tenía los mismos efectos que la imagen total. Incluso llegué a establecer una tabla de temperaturas asociadas al número de píxeles que extraía del gráfico, y al tiempo que permanecían en el ordenador, mi mente analítica de sistemas me proporcionaba una sistemática rigurosa. Comprobé asombrado que cualquier tamaño de imagen por pequeña que fuera, aumentaba la temperatura y producía aparentes cortocircuitos en el ordenador, y si se mantenía el tiempo suficiente podría acabar destruyéndolo seguramente. Nunca llegué hasta el final, para no quedarme sin aparato que experimentar.
El siguiente paso que di fue indagar sobre lo que ocurriría si enviaba la imagen por Internet. No pude reprimirme, pero lo hice con prudencia: seccioné un cuadrado de 2 × 2 píxeles de la imagen, de una esquina de la misma (había constatado que cuanto más cercana la parte extraída al rostro, mayor era su potencia), y me la envié a mí mismo por correo electrónico. No pasó nada, a los dos o tres segundos estaba en mi bandeja de entrada, eso sí, con las mismas propiedades de antes.
Divagué con las tremendas posibilidades que podía desplegar este fenómeno, incluso pensé en venderle la imagen al ejército como arma definitiva que podría eliminar todo el sistema informático del enemigo, hasta me llegué a plantear el hacer chantaje a grandes corporaciones atacando sus redes, y exigiendo una cantidad de dinero a cambio, y otras muchas opciones que bullían a mi cabeza. Estaba sorprendido con lo que había hecho mi cuñada, ignoraba el sentido de su acto, pero no encontraba la manera de plantearle el tema, no sabía cuáles eran en realidad sus intenciones, y ni siquiera sabía si todo aquello era una casualidad, y su imagen tenía algo que ver con los efectos que producía. Por otra parte, si todo aquello fuera intencionado, si ella supiera de los efectos que producía su representación gráfica, las conclusiones eran terroríficas, me producía verdadero pavor hablar con ella del tema, no sabía qué consecuencias tendría esa charla.
La noche anterior, en vista de que no había pasado nada con el envío por internet de una pequeña porción de la imagen, decidí enviármela de nuevo, pero en esta ocasión fue toda la fotografía.
Puse el adjunto al mensaje, y le di al botón “enviar” pero justo cuando terminó de enviarse cayó la corriente eléctrica en la casa, se apagaron todas las luces, y comprobé al salir un momento a la puerta que se había cortado el suministro en toda la zona. Estaba todo a oscuras, incluso el alumbrado público.
El corte continuó durante las siguientes horas, y decidí acostarme pronto ese día ya que no tenía otra cosa mejor que hacer.
...
Ya me encontraba en la puerta de mi vecino, era un chalet adosado de formas simples, de los que tanto se construyen en las urbanizaciones de las afueras de las grandes ciudades. Me llamó la atención que a la entrada hubiera dos policías. Al acercarme a ellos, me pidieron que me identificara y me preguntaron que por qué me dirigía a esa casa. Les informé que simplemente era amigo de Juan y que estaba preocupado por él, que quería saber cómo estaba. En ese momento, abrió la puerta Laura, su mujer, que les dijo a los dos agentes que me conocía y que me dejaran pasar, que no había problema, a lo que los policías asintieron con un gesto medio condescendiente, medio de contrariedad.
—Menos mal que has venido Luis, estoy muy preocupada.
—¿Qué es lo que ha pasado?
—No lo sé, Juan está como ido... no ha querido hablar conmigo, me ha dicho que no puede contarme lo que ha ocurrido, que unos agentes del gobierno se lo han prohibido.
—¿Dónde está ahora?
—Está en la parte de atrás, descansando. Me ha comentado que unos médicos le han hecho un reconocimiento muy completo, y que como no le han encontrado nada físicamente, y estaba muy impresionado, le han permitido venir a casa, pero con la condición de que no hablara con nadie del asunto, ni siquiera conmigo, y que le llamarán para declarar, que tendrá que permanecer bajo vigilancia. Habla con él, por favor, a ver si a ti quiere contarte algo. Siempre ha confiado en ti, no quiero verlo así, y tampoco me gusta estar sin saber lo que ha ocurrido.
—No te preocupes, trataré de averiguar qué le pasa.
Me dirigí hacia un típico jardín posterior de adosado, un rectángulo de unos 20 metros cuadrados, en donde un nogal y una acacia mimosa proporcionaban sombra y frescor en el verano, y Juan se encontraba sentado en un sillón de exterior con la mirada perdida en el infinito.
—Juan —dijo su mujer—, ha venido Luis. Está preocupado por ti, os dejo solos que tengo cosas que hacer.
—Qué tal Juan, ¿cómo estás?
—Hola Luis, he tenido momentos mejores.
—No veas qué susto me he dado esta mañana cuando he visto el telediario... creía que estabas muerto, qué alegría me he llevado cuando me he enterado de que no te había pasado nada, y que estabas vivo.
—Lo estoy de casualidad Luis, he vivido una experiencia horrible.
Su aspecto me impresionaba, era la imagen de un hombre totalmente abatido, y no sólo por haber sido víctima de un incendio. Intuía, en el fondo sabía, que había pasado algo más. Me acerqué a él y apoyando mi mano en su hombro, le dije que se animara y que me contara lo que había pasado, que seguramente se sentiría mejor.
—Juan me miró fijamente y me dijo: Me han prohibido hablar con nadie de lo que ocurrió anoche, incluso me han amenazado con acusarme de traición si lo hago. He mantenido a mi mujer al margen de esto porque no quiero perjudicarla, por lo que se encuentra muy inquieta.
—Pero, ¿sabes lo que te digo? que estos hijos de puta del gobierno, con sus sistemas de seguridad, no me van a impedir hablar contigo. Tengo que descargarme con alguien, no me puedo comer esto solo, siempre has sido mi paño de lágrimas cuando lo he necesitado, y ahora necesito contárselo a alguien. Seguramente los culpables de todo esto son esos cabrones con sus experimentos secretos. Te ruego que seas discreto, si descubren que sabes algo es posible que vayan a por ti, y que tomen represalias conmigo.
Le animé a que se liberara y que me contara lo que fuese y empezó su relato.
—Anoche todo iba normal, era una jornada rutinaria más, hacíamos las comprobaciones establecidas en el protocolo, y todo funcionaba perfectamente, el tráfico de internet era incluso un poco más bajo que de costumbre, y los ordenadores trabajaban a temperatura y velocidad normal. De repente se cortó el fluido eléctrico, y los generadores diesel de emergencia saltaron para que los ordenadores siguieran funcionando, aunque no transmitieran datos a internet, manteniendo la información que hubieran recibido hasta ese momento, hasta que volviera la tensión a la red eléctrica. Esto nos obligó a hacer una comprobación del funcionamiento de los ordenadores de la central de datos, monitorizando su actividad. Al principio todo se desarrollaba normalmente, pero poco a poco, observamos un aumento anormal de la temperatura de los procesadores. Pensamos que era el sistema de refrigeración, que había fallado con la caída de electricidad, pero los monitores indicaban que funcionaba perfectamente. A pesar de ello, la temperatura de los aparatos siguió subiendo, y uno de mis compañeros decidió ir a la sala donde se encontraban físicamente los ordenadores para ver qué ocurría. Al poco tiempo volvió contando cosas muy extrañas, hablaba de que salían chispas de los dispositivos, y también qué emitían una especie de humo rosado que lo envolvía todo con una extraña neblina rosácea que emitía un resplandor eléctrico, conteniendo una especie de pequeños rayos violáceos en su interior.
—Te he dicho que no fumes porros en el trabajo —le contestó el jefe del equipo, recriminando las tonterías que decía mi compañero, que siguió insistiendo en que no había fumado y se encontraba perfectamente y que lo que había visto era verdad.
—Como me estés vacilando, te vas a arrepentir, esta broma me está resultando cargante —contestó el jefe encaminándose a la enorme sala llena de ordenadores.
Por mi parte, continué observando los monitores, en los que la temperatura ya había superado el límite de los marcadores de seguridad, que estaba fuera de rango desde hacía un rato, y los indicadores de funcionamiento estaban empezando también a entregar datos dislocados. Todo estaba empezando a fallar.
Esperé un rato, dando tiempo para que volvieran mis compañeros de trabajo con noticias, pero eso no sucedió. Al poco tiempo, oí un grito desgarrador que traspasó la gruesa puerta que separaba la sala de ordenadores de la sala de control y luego otro grito en el que reconocí la voz de mi jefe llamándome desesperadamente, pidiendo socorro. Me levanté inmediatamente sobresaltado por los gritos y me dirigí hacia la sala de donde provenían los gritos al entrar en ella, me quedé horrorizado por la visión que tenía ante mis ojos. Los músculos se me agarrotaron, y el corazón empezó a saltarme dentro del pecho, podía oír sus latidos dentro de mi cabeza.
En medio de la sala había como una especie de gigantesca ameba de un intenso color rosa eléctrico, de aspecto viscoso y denso, parecido a la plastilina con la que juega mi hijo, pero con una textura más líquida y brillante. Se movía pesadamente por la sala, y cuando lo hacía iba engullendo ordenadores, que parecían licuarse a su contacto como si fueran de cera. Comprobé con terror que en una parte de ella sobresalía medio cuerpo de mi jefe, que con terribles gestos de dolor trataba infructuosamente de liberarse de su prisión que le estaba empezando ya a digerir quemando sus tejidos como si se estuvieran bañando en ácido —¡Corta la conexión a internet!—. Me gritó desesperadamente, ¡Córtala! Lo que busca es introducirse en la red, balbuceó cuando apenas le quedaban el cuello y la cabeza por ser deglutidos por esta infecta y diabólica masa rosácea.
Comprendí al instante que si conseguía su propósito, podría llegar a todas las partes y acabar con todo. Tenía que impedírselo como fuera. Afortunadamente no di más de un paso al traspasar la puerta y me quedé paralizado en ese momento, lo que me permitió volver corriendo por el camino que me había llevado hasta allí, y entrando a la sala de control nuevamente, me dispuse a cortar la conexión de la central a internet. Lo intenté a través de los controles que tenía en el panel desde el que monitorizaba la actividad de la central de tráfico, pero me fue imposible. El programa no respondía a las órdenes que le daba a través del teclado, y continuaba manteniendo abierta la conexión a la red, a la espera de que volviera la electricidad para volcar todos los datos retenidos. Entonces comprendí que el programa estaba siendo controlado por la masa viscosa que había visto en la sala de control.
Desesperado, pensé inmediatamente cómo actuar físicamente para impedir que siguiera abierta la conexión a internet, y me desplacé a la caseta en el exterior, donde estaban alojados los cables de fibra óptica que volcaban la información a la nube. Pero me fue imposible hacer nada, estaban muy bien protegidos y no tenía herramientas suficientes para poder cortarlos. Los útiles necesarios estaban guardados en el cuarto donde se alojaban los generadores diesel, pero había que pasar por la sala de ordenadores, para acceder a él. Enseguida me vino a la cabeza el hacha que había en el panel contra incendios ubicado en la sala, ¡Sí eso es! en ese armario empotrado en la pared, de color rojo, había una manguera enrollada, un extintor y un hacha. Si pudiera llegar hasta él, podría no sólo cortar los cables que conectaban la central con la red, sino también cortar los cables de electricidad que salían del cuarto de generadores hacia la sala de computadoras. ¡Tenía que lograrlo! Reuniendo todo el coraje que me quedaba volví a entrar en el edificio, y me desplacé con cuidado hacia la sala de ordenadores abriendo la puerta poco a poco, para evitar ser sorprendido.
La ya gigantesca ameba, se había desplazado hacia el fondo de la estancia para terminar de engullir los pocos ordenadores que quedaban indemnes, y seguía con el mismo aspecto de antes, era una masa viscosa espectral, de un todavía más intenso color rosa, que se rodeaba de una especie de neblina rosácea en la que se producían pequeños arcos fotovoltáicos que asemejaban pequeños rayos. De mis compañeros de trabajo no quedaba rastro de ninguno de ellos, seguramente se habían fundido los dos dentro de la masa.
Corrí hacia la derecha de la sala, donde se encontraba el panel contra incendios, y rompí el cristal con una grapadora que había llevado conmigo desde el centro de monitorización, haciéndome con el hacha que empuñé fuertemente con las dos manos, según me desplazaba hacia donde estaba el cable que suministraba electricidad antes a los ordenadores, y ahora a aquél ente malévolo y horrible, que a estas alturas, me había descubierto ya, y se desplazaba pesadamente pero con determinación hacia donde me dirigía yo. Llegué antes y empecé a pegar hachazos desesperadamente, con todas las fuerzas que tenía, sobre el cable que provenía del cuarto de generadores. Por fortuna, el hacha estaba bien afilada y la protección cedió al primer golpe. A los dos siguientes, sólo quedaban unos cuantos hilos manteniendo el fluido, y ya cuando prácticamente tenía encima, a punto de rodearme, a la masa rosada, conseguí asestar con el último golpe, el tajo que definitivamente cortó el cable, lo que produjo que ese ser pestilente y maligno se contorsionara terriblemente, herido de muerte, por toda la estancia, haciéndose cada vez más pequeño, mostrando en sus últimos estertores un rostro de mujer, que tenía una sonrisa cruel y maligna. Fue muy extraño, parecía como si me estuviera mirando una persona de verdad, como si se estuviera riendo por una venganza satisfecha... no entendí el significado de ese último gesto de la masa viscosa. A continuación, me fui andando todo lo deprisa que podía hacia la conexión de salida a Internet, y con unos cuantos golpes, corté el cable. Luego llamé con el móvil a los bomberos y a la policía; la luz eléctrica se restableció media hora después, afortunadamente no vino antes. Al volver a la sala, comprobé que no quedaba nada de la masa rosácea y tampoco de los ordenadores ni de mis compañeros. Solo quedaba una especie de neblina rosa que se desvaneció a los pocos minutos, antes de que llegaran los bomberos y la policía.
La policía acordonó la zona, y llamaron a unos agentes especiales del gobierno, que me interrogaron sobre lo sucedido y que trajeron también a unos médicos que me examinaron, sin encontrar ninguna anomalía en mí, permitiéndome venir a mi casa, con las advertencias que ya te he contado antes, por eso estamos hablando ahora.
Le dije que comprendía cómo se sentía y que no debía de sentirse culpable por lo que había pasado. No podía haber hecho nada por sus compañeros, y además su comportamiento, prácticamente, fue el de un héroe; debía de sentirse orgulloso de lo que había hecho.
Como se puede comprender, a la vez que le decía esto a mi amigo, por dentro me sentía como un ser aborrecible, que había hecho algo horrible. En aquellos momentos, no era la mejor persona para animarlo, con lo que le dejé solo nuevamente y me despedí de su mujer comunicándole que no se preocupara, que Juan estaba tranquilo y que pronto mejoraría, contándole lo que había pasado cuando pudiera.
Ahora estoy haciendo el camino de vuelta a casa, sobrecogido por lo que había oído, sin saber qué hacer, y con un terror profundo hacia mi cuñada. Ahora sé que siempre ha jugado conmigo, y que de alguna manera me ha utilizado. En el último juego, no he sido más que una marioneta en sus manos, o tal vez algo peor, una simple herramienta dentro de sus terribles y maquiavélicos planes, y no puedo hablar de ello con mi mujer porque no me creería, ni tampoco acudir a la policía, porque me inculparía por el homicidio de los dos empleados de la Telefónica, y eso teniendo suerte y que me crean, estoy en una encrucijada sin salida, a expensas de las maquinaciones de mi cuñada, pero de algo sí estoy seguro, voy a destruir el CD que guardo en el congelador.
Con cariño para Luis mi compañero cultural cibernético.
Isidro López Neira