CAPÍTULO 17
Pete formula una acusación
Pete, Bob y los dos africanos estaban esperando, sentados en un banco de la central de policía. Tía Matilda y tío Titus les acompañaban. Una vez que los dos chicos y los dos africanos hubieron contado la historia, tía Matilda se mostró extrañamente tranquila.
—Ese muchacho, ese Ian Carew, ¿es muy importante para su país, señor Ndula? —quiso saber—. ¿Para la independencia y su futuro?
—Sí, señora Jones —asintió Ndula—, es muy importante. Su padre es nuestra única esperanza para la consecución de la independencia sin que haya una guerra civil, a fin de que gobierne la mayoría y el porvenir nos brinde la paz. El plan de los secuestradores es obligar a sir Roger a hacer lo que ellos quieren, amenazándole con eliminar a su hijo. Por tanto, tenemos que salvar a Ian.
—¿Y Júpiter y sus amigos les ayudaban a ustedes a encontrar a Ian cuando esos tipos capturaron a Júpiter?
—Exactamente —asintió MacKenzie.
—Entonces, los muchachos hicieron lo que debían —declaró tía Matilda—. Y estoy muy satisfecha de que intentasen ayudarles. Ahora, lo importante es conseguir rescatar a esos dos chicos.
El jefe Reynolds apareció en aquel instante, con rostro grave.
—He dado la alarma a la policía de Los Ángeles —anunció—. Aunque no sé qué podrán hacer. No sabemos cómo es el coche, e ignoramos el número de matrícula. Lo único factible es distribuir la descripción de los secuestradores a los coches de patrulla y…
—¿Otra vez? —rezongó tía Matilda—. Me parece que eso ya lo hizo usted una vez sin ningún resultado. ¡Ya que regresaron aquí bajo las mismas narices de la policía!
—Los secuestradores no suelen volver al lugar del delito —razonó el jefe de policía—. Y tenemos motivos para creer que ya no volverán.
—Sí, claro —replicó tía Matilda—. Pero Júpiter dijo que no se trata de secuestradores ordinarios, y usted debió escucharle.
—Tiene razón, señora Jones —se inclinó ante ella el jefe de policía de Rocky Beach—. De todos modos, la policía de Los Ángeles tiene a todos sus hombres buscando a los secuestradores y a los dos chicos. Y ahora, si les descubren, actuaremos con rapidez. No podrán escapar, se lo aseguro.
—¿Por qué no, jefe? —preguntó tío Titus.
—Porque los secuestradores tienen como rehenes a Ian y a Júpiter, señor Jones, y están armados. Por lo que han contado MacKenzie y Ndula, esos hombres son más soldados que criminales, y están dispuestos a perder sus propias vidas por su ideal —explicó el jefe de policía—. No, nuestra esperanza es encontrar su rastro y cogerles por sorpresa cuando menos se lo esperen.
—¡Pero los muchachos corren un grave peligro! —se asustó tío Titus.
—No —repuso MacKenzie—. No creo que corran un peligro inmediato, señor Jones. Los secuestradores han de mantener a Ian a salvo, pues de lo contrario no podrían presionar a sir Roger y no creo que le hagan daño a Júpiter. Éste es un atentado político, no un secuestro por el rescate, y no querrán indisponerse sin necesidad perentoria con el gobierno norteamericano. Claro está, si llegan a Nanda todo cambiaría.
—Entonces, hay que asegurarse de que no lleguen allá —replicó el jefe Reynolds—. Si al menos tuviésemos alguna idea de por qué se dirigen hacia Los Ángeles, es decir, al sur, después de haber ido la vez pasada al norte…
—Con toda seguridad, han planeado por anticipado la ruta de escape —observó Ndula.
—¡Para ellos y para Ian! —exclamó de pronto Bob—. ¡Pero ahora tienen a dos chicos y no saben cuál es Ian! Éste es un problema con el que no contaban, y les hará cambiar de planes… —Bob volvióse rápidamente hacia los dos africanos—. ¿Hay algún medio de que en Los Ángeles identifiquen a Ian?
—No, que yo sepa, Bob —replicó MacKenzie.
—En Nanda, sí —añadió Ndula—, pero no en Los Ángeles.
Pete estaba meditando.
—¿No hay nadie en la misión comercial de Nanda que conozca a Ian? ¿Algún amigo de la familia, tal vez?
MacKenzie y Ndula se contemplaron mutuamente, como sorprendidos, como si jamás les hubiese pasado esa idea por la cabeza.
—¿John Kearney? —sugirió Ndula.
—Es un viejo amigo de sir Roger —repuso MacKenzie—. Los muchachos no podrían engañarle. Pero…
—¿Quién es ese Kearney? —quiso saber el jefe Reynolds.
—El presidente de la misión comercial —le explicó MacKenzie—. Pero John Kearney jamás ayudaría a esos extremistas.
—Tal vez no —concedió el jefe—, pero Bob tiene razón. Los secuestradores se enfrentan con un problema que no esperaban y deben solucionarlo antes de seguir adelante con su plan de huida. Si saben que Kearney puede identificar a Ian, intentarán engañarle u obligarle a ello. Hay que avisarle al instante.
—Entonces será mejor que le llame —decidió MacKenzie—. Esos bandidos poseen algún medio para enterarse de lo que pasa en la misión. Tal vez podamos atraparles si ignoran que la policía conoce la presencia de Kearney en Los Ángeles.
—Bien, llámeles —se impacientó Reynolds—. Use mi teléfono.
Los otros aguardaron con impaciencia mientras MacKenzie iba a hacer la llamada. Tía Matilda se paseaba nerviosamente por la estancia.
—¿Qué harán los raptores si no averiguan quién es Ian? —le preguntó a Ndula.
—Supongo que tratarán de llevarse ambos chicos a Nanda —fue la poco tranquilizadora respuesta.
—¿A África? —gritó tía Matilda—. ¡Granujas!
MacKenzie apareció en el umbral de la habitación, Kearney no está en su despacho de la misión. Se halla asistiendo a una serie de reuniones y exposiciones en la zona de Hollywood sobre arte y artesanía local. Nadie sabe exactamente dónde se halla ahora. Yo no dije el motivo de mi llamada. Opino que debemos ir inmediatamente a Los Ángeles.
—¡Sí! —exclamó Ndula—. Si los secuestradores intentan ver a Kearney, y todavía no lo han conseguido, irán a la misión y allí podremos cogerles.
—Radiaré a la policía de Los Ángeles para que vigilen la misión por si acaso ese hombre vuelve allí antes de que lleguemos nosotros —anunció el jefe—. Así, podrán avisarle y vigilar la llegada de esos canallas.
Júpiter e Ian estaban sentados en una estancia sin ventanas, completamente a oscuras. Llevaban allí ya varias horas desde que los secuestradores les habían hecho salir del «Lincoln» para llevarles a una casita de una colina, en medio de una espesa vegetación. Aunque sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad de la pequeña habitación, en realidad apenas distinguían nada.
—¿Dónde estamos, Júpiter? —inquirió Ian.
—En alguna parte de las montañas de Hollywood —repuso Júpiter—, en algún almacén o bodega.
Había tenido un breve vislumbre del cuarto cuando los secuestradores les encerraron en él. Júpiter e Ian estaban atados, a fin de que no pudiesen buscar una salida, aunque Júpiter estaba plenamente seguro de que no había ninguna.
—¿Qué van a hacer con nosotros?
—Indudablemente, tienen un plan para sacarte de este país y llevarte a Nanda, pero ignoro por qué nos retienen aquí. A menos que…
—¿A menos qué, Jupe?
—A menos que aguarden a alguien que pueda identificarte sin lugar a dudas —terminó Júpiter en voz queda.
—Sí, eso creo también —asintió Ian con tristeza—, y entonces ya no te necesitarán a ti. ¿Qué te harán?
—No lo sé, no lo sé —repuso Júpiter también tristemente.
Bajo el intolerable calor del mediodía, el jefe Reynolds hizo virar su coche policial hacia el aparcamiento de un edificio de oficinas del bulevar Wilshire. Ndula estacionó también allí el negro «Cadillac». Un oficial de policía de Los Ángeles avanzó cuando el jefe Reynolds puso el pie a tierra.
—El señor Kearney no ha vuelto, jefe, y no se ha acercado a la misión ningún sospechoso. Hay uno de los nuestros de vigilancia allí.
—Los secuestradores no están cerca de aquí, jefe —razonó Pete, mirando su señal de emergencia—. No hay movimiento en mi indicador.
—Tal vez sabrán algo de Kearney en la oficina —sugirió Ndula.
—Vamos a verlo —repuso MacKenzie—, aunque creo que el jefe debería quedarse aquí abajo, para que nadie sepa que la policía vigila el edificio.
Los dos muchachos y los dos africanos entraron en el edificio y un ascensor les condujo hasta los despachos de la misión comercial del tercer piso. La recepcionista saludó a MacKenzie y Ndula, y luego sacudió negativamente la cabeza. No tenía noticias del señor Kearney.
—Él y su secretaria, la señorita Lessing, pasarán todo el día en esas exposiciones de arte —añadió—. La señorita Lessing dijo, sin embargo, que no estaría fuera todo el día. Si regresa pronto, tal vez podrá decirles dónde se halla exactamente el señor Kearney. La han llamado varias veces, así como al señor Kearney durante toda la mañana, y no sé qué contestar.
La recepcionista parecía dispuesta a dar toda clase de quejas, mas por suerte, sonó el teléfono de su mesa. Volvióse para responder, y sus visitantes huyeron de allí.
—¡Hay una filtración en la misión comercial! —exclamó Pete—. ¡Seguro que esa mujer lo cuenta todo si le dan tiempo!
—Es posible —rió MacKenzie—. Le gusta charlar. Pero en cambio no ha podido decirnos lo que nos interesa: dónde está Kearney.
—Lo que significa que tampoco puede decírselo a los secuestradores —le tranquilizó Ndula.
—Bien, ¿qué hacemos? —preguntó Bob, en tanto bajaban en el ascensor.
—Esperar a que alguien se persone en la misión: los secuestradores, la señorita Lessing… o Kearney —repuso MacKenzie—. No podemos hacer, nada más. Los dos investigadores, los dos africanos y varios policías pasaron varias horas, agobiados por el calor y el aburrimiento, en el aparcamiento. Todos vigilaban la señal de emergencia de Pete, pero el aparato no se encendía.
—¡Esto es terrible! —exclamó el muchacho. El Segundo Investigador estaba cada vez más ansioso—. A Ian y a Júpiter ya ha podido ocurrirles algo grave. ¿Cómo sabemos que los secuestradores no han encontrado a alguien capaz de identificar a Ian?
—No podemos saberlo —asintió Ndula—. Pero la misión comercial es el único lazo que tenemos con esos bandidos. De modo que hemos de quedarnos aquí.
Por fin, a media tarde, el agente que estaba arriba vigilando la misión llamó al jefe Reynolds por su portátil.
—Acaba de entrar una joven de cabello negro. Creo que trabaja aquí. ¿Es alguna persona de las que ustedes aguardan?
—¡La señorita Lessing! —exclamó MacKenzie—. ¡Debe de ser ella! ¡Vamos arriba!
La recepcionista sonrió cuando Pete, Bob y los dos africanos penetraron en la misión comercial por segunda vez.
—¡Hola! Todavía no sé nada del señor Kearney, pero ha vuelto la señorita Lessing. ¿Quieren verla? Está en el despacho del jefe.
Cuando se hallaban delante del despacho privado de Kearney, Pete se detuvo de pronto a escuchar.
—¿Qué pasa, Segundo? —quiso saber Bob.
—Creí que alguien hablaba en el despacho. Tal vez la señorita Lessing recibe a alguien.
Ndula prestó oído atento.
—Yo no oigo a nadie, Pete.
—¡Oh, no, ahora no! —suspiró el muchacho—. Debí equivocarme.
Llamaron a la puerta y entraron. La señorita Lessing se hallaba junto al escritorio de Kearney, examinando unos papeles. La joven, de elevada estatura, llevaba una blusa verde y los mismos pantalones grises que el día en que visitó a MacKenzie y Ndula en el hotel Miramar. Cuando les vio sus pupilas se animaron.
—¿Ya han encontrado a Ian?
—Lo hemos encontrado —replicó MacKenzie con amargura— y lo hemos perdido otra vez.
—¿Perdido? —repitió la señorita Lessing.
Lentamente, cogió un pendiente del escritorio y se lo puso.
—¿Ha estado usted todo el día con Kearney, señorita Lessing? —inquirió Ndula.
Ella asintió.
—¿Le preguntó alguien algo respecto a Ian?
—No. Nadie. ¿Por qué?
—Porque los secuestradores lo han apresado —explicó MacKenzie—, y creemos que están en Los Ángeles buscando a Kearney para…
—¡Sí, claro! —exclamó ella—. El señor Kearney podrá identificar a Ian al momento. Los dos muchachos no podrán engañarle. Tienen que advertirle inmediatamente.
—¿Dónde podemos encontrarlo? —quiso saber MacKenzie.
La señorita Lessing consultó su reloj.
—A esta hora debe de hallarse en uno de esos dos sitios: en la Galería de Importadores de Artesanía o en El Arte Africano. Son los dos lugares que le faltaban por visitar, y ha de haber estado en ambos a las cinco.
—Lo cual nos concede una hora y media para visitar los dos locales —calculó Ndula—. Bien, podemos separarnos en dos bandos.
—¡Vamos, de prisa! —gritó Bob.
La señorita Lessing escribió ambas direcciones, y los cuatro amigos casi corrieron hacia el ascensor. En el preciso instante en que se cerraron las puertas de la jaula, Pete se volvió hacia los otros tres.
—¡Mac, Adam, Bob! ¡La señorita Lessing ha mentido! ¡Nos ha enviado a buscar al señor Kearney donde no está!