I

Beyle o el extraño hecho del amor

A mediados de mayo de 1800, Napoleón cruzó el Gran San Bernardo con 36.000 hombres, empresa que hasta aquel momento se había tenido casi por imposible. Durante unos catorce días, una caravana interminable de seres humanos, animales y material bélico se puso en marcha en Martigny pasando por Orsières a través del valle de Entremont, para, acto seguido, ascender en lo que parecían infinitas serpentinas hacia el alto del paso situado a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, pese a lo cual hubo que arrastrar los pesados cañones de la tropa en el interior de troncos de árboles ahuecados, una parte sobre nieve y hielo, y otra sobre las superficies planas de las rocas, ya libres de nieve.

Uno de los pocos participantes de esta travesía legendaria de los Alpes que no acabaron en el anonimato fue Henri Beyle. Por aquel entonces tenía diecisiete años, veía llegado el fin de su infancia y de su juventud que había odiado profundamente, y estaba a punto de comenzar su carrera al servicio del ejército con un cierto entusiasmo, carrera que, como sabemos, aún le habría de conducir por casi toda Europa. Las notas en las que Beyle, a la edad de cincuenta y tres años —en el momento de su redacción se hallaba en Civita Vecchia—, intenta recuperar las penurias de aquellos días del fondo de la memoria, demuestran con eficacia diversas dificultades de evocación. Unas veces su idea del pasado no consiste más que en campos grises, otras se vuelve a topar con imágenes de una precisión tan inusual que cree no poder darles crédito, por ejemplo aquella del general Marmont, a quien pretende haber visto en Martigny, a la izquierda del camino por el que avanzaba el convoy, con el atuendo azul celeste y azul real de los consejeros de Estado, cosa que, nos asegura, sigue viendo de la misma forma cuando, cerrando los ojos, evoca la escena, si bien Marmont en aquel entonces, como Beyle muy bien sabe, debía haber llevado su uniforme de general y no el traje azul de Estado.

Infancia y adolescencia

Beyle, que por aquel tiempo, afirma con propias palabras, tenía la constitución de una niña de catorce años, a causa de una educación completamente errónea únicamente dirigida a la formación de habilidades burguesas, escribe que el elevado número de caballos muertos al borde del camino y demás cachivaches de guerra que el ejército, avanzando sinuosamente, iba dejando como una huella tras de sí, le había afectado de tal forma que, entretanto, no podía tener un entendimiento más preciso de aquello que en su día le había llenado de horror. Pensaba que la violencia de la impresión había acabado con la impresión misma. Por eso el dibujo expuesto a continuación no ha de comprenderse sino como un mero recurso mediante el que Beyle intenta representar cómo la unidad con la que avanzaba empezó a arder en las inmediaciones del pueblo y de la fortaleza de Bard. B es Bard, el pueblo. Las tres C de la derecha, sobre la elevación, indican los cañones de la fortaleza que disparan los puntos L L L situados sobre el camino que discurre por la escarpada pendiente P. Donde pone la X, en el precipicio, yacen los caballos que, presos de un miedo febril, se habían precipitado irremediablemente desde el camino, y H representa a Henri, la propia posición del narrador. Por supuesto que Beyle no lo habrá visto así cuando se encontraba en este punto, pues la realidad, como sabemos, siempre es diferente a todo.

Por lo demás, Beyle advierte que hasta las escenas más cercanas a la realidad de los recuerdos de los que se dispone me-recen poca confianza. De una forma no diferente a la grandiosa aparición en Martigny del general Marmont antes de iniciar la subida, el descenso de la cumbre del puerto, inmediato a la superación del tramo más difícil del camino, y el valle de San Bernardo, que se abría frente al sol de la mañana, le habían causado, en su belleza, una impresión imborrable. Cuenta que no podía dejar de mirar y que constantemente le pasaban por la cabeza las primeras palabras italianas —quante miglia sono di qua a Ivrea y donna cattiva— que el día anterior le había enseñado un cura en cuya casa se había hospedado. Beyle escribe que durante mucho tiempo había vivido confiando en poder recordar este trayecto a caballo en todos sus detalles, en particular la imagen en la que, a una distancia de unos tres cuartos de milla, se le ofrecía por primera vez la ciudad de Ivrea bajo una luz que se atenuaba a un ritmo lento. En el lugar en el que, paulatinamente, se abandona el valle cada vez más ancho hacia la llanura, se encontraba la ciudad más bien situada hacia la derecha, mientras que a la izquierda, adentrándose en las profundidades de la distancia, se alzaban las montañas, el Resegone di Lecco, que tanto habría de significar para él más adelante, y, al fondo del todo, el Monte Rosa.

En sus escritos, Beyle confiesa haber experimentado una gran desilusión cuando, hacía unos años, revisando papeles viejos, se tropezó de improviso con un grabado titulado Prospetto d’Ivrea y hubo de admitir que la imagen que había retenido en su memoria de la ciudad bañada por la luz del crepúsculo no era sino una copia de este mismo grabado. Por eso, aconseja Beyle, no se deberían comprar grabados de hermosos panoramas ni panorámicas que se ven cuando se está de viaje, porque un grabado ocupa pronto todo el espacio de un recuerdo, incluso podría afirmarse que acaba con él. Por muchos esfuerzos que hiciera, por ejemplo, no podía acordarse de la maravillosa Madonna de San Sisto que había visto en Dresde, ya que había quedado revestida por el grabado que Müller había hecho de ella; en cambio, los detestables cuadros al pastel de Mengs que estaban en la misma galería, de los que nunca y en ninguna parte había albergado una copia, los recordaba como si los tuviese delante de los ojos.

En Ivrea, donde todas las casas y plazas públicas estaban ocupadas por el ejército que había acampado en la ciudad, Beyle consiguió encontrar para sí y para el capitán Burelvillers, en cuya compañía había hecho su entrada en la ciudad a caballo, una habitación en la que penetraba un aire singularmente agrio y estaba situada en el almacén de mercancías de una tintorería, entre todo tipo de toneles y calderas de cobre, la cual, apenas hubo descabalgado, también tuvo que defender de una cuadrilla de merodeadores que quería arrancar las contraventanas y las puertas de sus pernios para echarlas al fuego que había atizado en el centro del patio. No sólo por este hecho, sino por todas las experiencias de los últimos días pasados, Beyle sentía haber alcanzado la mayoría de edad, y, en un asomo de espíritu emprendedor, haciendo caso omiso de su hambre y de su extremo cansancio así como de las objeciones del capitán, emprendió el camino hacia el Emporeum, donde, según había visto anunciado en varios carteles, aquella noche se representaba Il matrimonio segreto de Cimarosa.

La imaginación de Beyle, que a causa de las irregularidades imperantes por doquier ya acusaba una agitación febril, fue excitada aún más por la música de Cimarosa. Ya en aquella parte del primer acto, en la que Paolino y Caroline, desposados en secreto, unen sus voces en el dueto angustiado Cara, non dubitar: pietade troveremo, se il ciel barbaro non è, creía no sólo ser él mismo quien estaba sobre las tablas del primitivo escenario, sino que de verdad se encontraba en casa del comerciante bolonés, algo duro de oído, estrechando a su hija menor entre los brazos. Tanto se le encogió el corazón que, durante el resto de la representación, las lágrimas le asomaron varias veces a los ojos, y salió del Emporeum convencido de que la actriz que había hecho de Caroline y quien, como creía haber notado con toda seguridad, le había dirigido la mirada expresamente a él en más de una ocasión, le podría ofrecer la felicidad prometida por la música. En modo alguno le molestaba que el ojo izquierdo de la soprano se torciese un poco hacia fuera en la realización de los trinos más complicados, tampoco que le faltara el colmillo superior derecho; sus sentimientos exaltados se reafirmaban tanto más precisamente en estos defectos. Ahora sabía dónde tenía que buscar su suerte; no en París, donde la había supuesto cuando aún estaba en Grenoble, y tampoco en las montañas del Dauphiné, que alguna vez había rememorado con añoranza estando en París, sino aquí, en Italia, en esta música, en presencia de una actriz de estas características. No fueron capaces de mudar este convencimiento las bromas obscenas sobre las costumbres dudosas de las damas del teatro con las que el capitán le asedió a la mañana siguiente cuando, dejando atrás Ivrea, cabalgaban con rumbo a Milán y Beyle sentía que el desasosiego se desbordaba en su corazón hacia la amplitud del paisaje de comienzos de verano, desde el que, por todas partes, le saludaba un número inconmensurable de árboles de fresco verdor.

El 23 de septiembre de 1800, aproximadamente tres meses después de su llegada a Milán, Henri Beyle, quien hasta ese momento había desempeñado tareas de secretario en las oficinas de la embajada de la República en la Casa Bovara, es asignado al Sexto Regimiento de Dragones bajo el cargo de subteniente. Las adquisiciones necesarias para completar su uniforme hicieron que el dinero fluyese a raudales; los gastos de los pares de pantalones de cuero de ciervo, del casco adornado con pelo cortado de crines desde la nuca hasta la coronilla, de las botas, las espuelas, las hebillas del cinturón, los correajes del pecho, las charreteras, los botones y distintivos de rango superan con mucho los gastos comunes necesarios para su manutención. Naturalmente, Beyle se siente como transformado al contemplar ahora su figura en el espejo o al creer percibir en los ojos de las milanesas el reflejo de la impresión que causa. Se siente como si por fin hubiera conseguido salir de su cuerpo rechoncho, como si el subido cuello alto bordado le hubiera estirado el suyo, demasiado corto. Incluso sus muy distantes entre sí y por cuya causa, muy a su pesar, le llaman le Chinois, parecen de pronto más atrevidos, dirigidos a un punto medio imaginario. Después de haber completado su vestimenta, el dragón de diecisiete años y medio pasea durante días una erección por toda la ciudad antes de osar desprenderse de la inocencia traída de París. Más adelante no es capaz de recordar el nombre o la cara de la donna cattiva que le asistiera en este negocio. La violenta sensación, escribe, había borrado en él todo recuerdo. De esta forma tan exhaustiva Beyle, durante las semanas siguientes, se adentra en la teoría de que, retrospectivamente, su entrada en el mundo se confunde con sus estancias en los burdeles de la ciudad y que, aun antes de final de año, empieza a sentir los dolores causados por una infección así como por el tratamiento de mercurio y yodo potásico. Esto, sin embargo, no le impide aplicarse al mismo tiempo al desarrollo de una pasión mucho más abstracta. El objeto de su necesidad de sentir veneración por alguien es Angela Pietragrua, la meretriz de su compañero, Louis Joinville, quien sólo de vez en cuando dirige al feo y joven dragón una mirada de soslayo irónica y llena de compasión.

No sería sino once años más tarde, cuando Beyle, después de una larga ausencia, hiciera una visita a Milán y a Angela, la inolvidable, reuniendo el valor preciso para declararle sus elevados sentimientos hacia ella, que apenas se acuerda de él. A Angela le resulta bastante sospechosa la pasión de este extraño amante, e intenta suavizar la tensa situación proponiéndole una excursión a la Villa Simonetta, donde un eco muy popular repite un disparo de pistola hasta cincuenta veces. Mas la estrategia del aplazamiento no consigue desviar nada de su rumbo. Lady Simonetta, como Beyle llama desde este momento a Angela Pietragrua, se ve finalmente obligada a capitular ante lo que le parece ser la loca elocuencia que Beyle despliega frente a ella. Sea como fuere, consigue obtener de él la promesa de que, una vez concedidos sus favores, se alejará de Milán sin mayor demora. Beyle acepta esta condición sin protesta y aún el mismo día abandona Milán, la ciudad añorada durante tanto tiempo, no sin antes haber apuntado en los tirantes de su pantalón la fecha y el momento de su conquista, el 21 de septiembre, a las once y media de la mañana. Cuando el eterno viajero se halla de nuevo sentado en la diligencia, y fuera, a su lado, transcurre la hermosa región, se pregunta si alguna vez se llevaría consigo otras victorias como esta recién conseguida. Al anochecer le acecha la melancolía, que entretanto le es muy familiar, inspirándole un sentimiento de inferioridad y de culpa muy parecido al que le había atormentado a finales del año 1800, por primera vez de forma duradera. A lo largo de todo el verano, la euforia general subsiguiente a la batalla de Marengo le había llevado como en volandas; con una fascinación enorme, en las gacetas había leído los continuos informes sobre la campaña del norte de Italia; había habido representaciones al aire libre, bailes e iluminaciones, pero fue el día en el que pudo estrenar su uniforme cuando sintió que definitivamente su vida había ocupado el lugar que le correspondía en un sistema perfecto o aún en vías de perfección, en el que la belleza y el horror se hallaban en una proporción exacta. Sin embargo el otoño tardío había traído consigo la melancolía. El servicio en el cuartel le oprimía en una medida creciente; Angela, en efecto, parecía no tener ojos para él; la enfermedad se desató con violencia, y una y otra vez examinaba en un espejo las inflamaciones y úlceras de la cavidad bucal y de las profundidades de la garganta, y los lugares cubiertos de manchas en la parte interna de los muslos.

Al comienzo del nuevo siglo, Beyle volvió a ver Il matrimonio segreto en La Scala; no obstante, aunque el marco teatral fuera perfecto y la actriz que representaba Caroline de una gran belleza, no logró, como antaño, en Ivrea, imaginarse en compañía de los actores. Más bien estaba ahora tan alejado de todo ello, que seguramente creyó sentir que la música estaría a punto de romperle el corazón. Los aplausos que tronaron por todo el edificio de la ópera al final de la representación se le antojaron como el acto final de un aniquilamiento, como el estrépito ocasionado por un incendio enorme, y aún permaneció bastante tiempo sentado, como aturdido por la esperanza de que el fuego le consumiera. Fue uno de los últimos visitantes en abandonar el guardarropa; todavía un instante antes de salir dirigió una mirada a un lado, a su imagen reflejada en el espejo, y frente a sí mismo se planteó por primera vez aquel interrogante que le inquietaría durante los próximos decenios: ¿qué es lo que hace sucumbir a un escritor? Teniendo en cuenta estas circunstancias, le pareció especialmente significativo leer en una gaceta, pocos días después de aquella velada memorable, que a Cimarosa le había sorprendido la muerte en Venecia, el día 11 del presente mes, trabajando en Artemisia, su nueva ópera. El 17 de enero se estrenó Artemisia en el teatro La Fenice. Fue un éxito enorme. Empezaron a circular extraños rumores que apuntaban a que Cimarosa, quien había estado implicado en el movimiento revolucionario de Nápoles, había sido envenenado por orden de la reina Carolina. Otras suposiciones sostenían que Cimarosa había muerto de las secuelas de los malos tratos recibidos en las cárceles napolitanas. Estos rumores, que causaron a Beyle frecuentes pesadillas en las que de un modo terrible andaba revuelto todo lo que había vivido durante los meses anteriores, persistían con gran contumacia, y todavía no se había librado de ellas cuando el médico de cabecera del papa, tras un examen del cadáver de Cimarosa que él mismo había convocado, declaró que la causa de su muerte había sido una gangrena.

Beyle necesitó bastante tiempo para, en lo posible, intentar tranquilizarse en relación con estos acontecimientos. A lo largo de toda la primavera padeció de accesos de fiebre y convulsiones gástricas, tratados por un lado con corteza de quina, y con raíz de ipecacuana y una pasta de carbonato potásico y antimonio por otro, lo que empeoró tanto su estado que más de una vez creyó que había llegado su final. Hasta principios de verano no se fueron aplacando sus temores y con ellos la fiebre y los terribles dolores de estómago. Tan pronto como se hubo restablecido ligeramente, Beyle, quien, dejando a un lado su bautismo de fuego en Bard, no había estado nunca en una batalla, comenzó a visitar los lugares en donde habían tenido lugar las grandes contiendas de los últimos años. Una y otra vez volvía a atravesar el paisaje lombardo, al que, como él mismo se percataba, ya había cobrado cariño, y en cuya lejanía se separaban cada vez más finos listones de tonos grisáceos y azulinos, para, finalmente, diluirse en el horizonte, en una especie de calina.

De modo que Beyle, regresando de Tortone, a las tempranas horas de la mañana del 27 de septiembre de 1801, se detiene en la campiña, vasta y calma —únicamente puede oírse a las alondras, elevándose— sobre la que el 25 de Pradial del año anterior, hacía exactamente quince meses y quince días, anota, había tenido lugar la batalla de Marengo. El giro decisivo de esta batalla dirigida por el furioso ataque de la caballería de Kellermann, que, cuando ya todo parecía perdido, propició la gran potencia austríaca desde un flanco bajo la luz del sol de poniente, le era conocido por infinitas variantes narrativas, y también él mismo se lo había figurado de las formas más diversas y en todo tipo de colores. Pero ahora oteaba la llanura, veía sobresalir árboles muertos, aislados, y veía, desde donde él estaba en adelante, las osamentas de los quizá 16.000 hombres y 4.000 caballos que habían muerto en aquel mismo lugar, en parte ya completamente blanqueadas y refulgentes por el rocío de la noche. La diferencia entre las imágenes de la batalla que tenía en su cabeza y la imagen que, como prueba de que la batalla había acontecido en realidad, veía en estos momentos desplegada ante sí, le producía una sensación de ira semejante al vértigo que nunca antes había experimentado. Posiblemente por este motivo la columna conmemorativa que se había erigido en el campo de batalla le causó, escribe, una impresión de mezquindad extrema. En su ruindad no se correspondía ni con su idea de lo turbulento de la lucha de Marengo ni con el enorme campo de cadáveres en el que ahora se encontraba, solo consigo mismo, como un moribundo.

Recapitulando aquel día de septiembre en el campo de Marengo, Beyle, a partir de entonces, tuvo a menudo la impresión de haber previsto todas las campañas y catástrofes de los años venideros, incluso la caída y el destierro de Napoleón, y de que en aquel momento se había dado cuenta de que su suerte no estaba al servicio del ejército. En cualquier caso fue durante aquellas semanas de otoño cuando tomó la decisión de convertirse en el más grande escritor de todos los tiempos. Sin embargo no emprendió pasos decididos para la realización de este sueño deseado antes de que se hubiera comenzado a perfilar la disolución del imperio, y consiguió su verdadera irrupción en la literatura con su texto De l’amour, que escribió en la primavera de 1820 como una especie de resumen de la época tan esperanzadora como infeliz que había precedido a dicho trabajo.

Beyle, que en estos años, como era habitual en él, pasaba mucho tiempo de camino entre Francia e Italia, en marzo de 1818 conoció a Métilde Dembowski Viscontini en su salón milanés. Métilde, casada con un oficial polaco casi treinta años mayor que ella, tenía veintiocho años de edad y una gran belleza melancólica. Beyle, al cabo de un año, aproximadamente, en el que contaba como uno de los visitantes habituales de las casas colindantes a la Piazza delle Galline y a la Piazza Belgioioso, estaba casi a punto de ganarse el afecto de Métilde mediante su pasión ofrecida con una discreción silenciosa, cuando él mismo contrarió sus posibilidades a causa de una gaffe irreparable, como más adelante hubo de reconocer.

Métilde había ido a Volterra para visitar a sus dos hijos, internos en el colegio de frailes de San Michele, y Beyle, incapaz incluso de soportar siquiera unos días sin poder V E R a Métilde, partió de incógnito en pos de ella. Sencillamente no acertaba a quitarse de la cabeza la última mirada de Métilde que había atrapado al vuelo la noche anterior a su partida. Ella, al despedirse en el vestíbulo de su casa, se había inclinado para ajustar algo de su zapato, y de repente todo había desaparecido alrededor de Beyle, y había visto tras ella, en una profunda oscuridad, como por entre nubes de humo, abrirse un desierto rojizo. Esta visión le transportó a un estado semejante al trance en el que se dispuso a disfrazar su persona. Se compró una chaqueta amarilla nueva, pantalones azul oscuro, calzado de charol negro, un sombrero de terciopelo muy alto y unos cuantos anteojos verdes, y con esta facha vagaba por Volterra, intentando ver a Métilde por lo menos desde una cierta distancia tan a menudo como fuera posible. De hecho Beyle creyó en un primer momento que no se le reconocía, pero después constató con mayor contento aún que Métilde le dirigía miradas elocuentes. Se felicitaba a sí mismo por lo bien que lo había dispuesto y durante todo este tiempo no dejó de canturrear Je suis le compagnon secret et familier, letra que, de algún modo, le parecía especialmente original para una melodía que él mismo había compuesto. Métilde, en cambio, quien, como fácilmente se puede imaginar, se veía comprometida por esta empresa de Beyle, le agració, cuando su comportamiento inexplicable acabó por parecerle demasiado molesto, con un billete muy seco que ponía un fin bastante abrupto a sus esperanzas como amante.

Beyle estaba inconsolable. Meses enteros se estuvo haciendo reproches, y hasta que no se decide a transformar su gran pasión en un memorial sobre el amor, no reencuentra su equilibrio espiritual. Sobre la superficie de su escritorio descansa, en recuerdo a Métilde, una impresión de yeso de su mano izquierda con la que felizmente había conseguido hacerse poco antes del descalabro, como a menudo piensa cuando escribe. Esta mano significa para él casi tanto como lo que Métilde le hubiera podido significar. En especial es la ligera encorvadura del dedo anular lo que le produce emociones de una intensidad que hasta ahora no había experimentado.

En el escrito Sobre el amor se habla de un viaje que el autor afirma haber hecho partiendo de Bolonia en compañía de una tal Mme. Gherardi a la que en ocasiones sólo llama Ghita. Esta tal Ghita, que en el marco de la obra tardía de Beyle aún aparece en determinadas ocasiones, es una figura misteriosa, por no decir espectral. Hay motivos para suponer que Beyle introdujo su nombre a modo de clave para varias de sus amantes, como Adèle Rebuffel, Angéline Bereyter y, no en último lugar, Métilde Dembowski, y que Mme. Gherardi, cuya vida, escribe Beyle en cierta ocasión, fácilmente constituía una novela entera, no había existido en realidad pese a todos los datos documentales, no siendo más que una especie de figura fantasma, a la que Beyle, durante décadas, fue fiel. Asimismo tampoco queda claro el momento de su vida en el que Beyle emprendió el viaje con Mme. Gherardi, en el supuesto caso de que lo hiciera. No obstante, dado que justo al comienzo de la narración se habla con frecuencia del lago de Garda, parece probable que mucho de aquello que Beyle vivió en septiembre de 1813, cuando se encontraba detenido a causa de su convalecencia en los lagos de la parte superior de Italia, se haya incluido en el informe del viaje con Mme. Gherardi.

En otoño de 1813 Beyle se encontraba de un humor elegiaco prolongado. Durante el invierno anterior había participado en la terrible retirada de Rusia, y a continuación pasó algún tiempo encomendado a tareas de administración en Sagán, Silesia, donde, en verano, fue sorprendido por una grave enfermedad, en cuyo transcurso imágenes del gran incendio de Moscú y de la ascensión al Schneekopf, la cual había planeado inmediatamente antes de la irrupción de la fiebre, le confundían los sentidos de continuo. De cuando en cuando Beyle se veía en la cumbre de la montaña, separado de todo el mundo y rodeado de los estandartes de nieve que, horizontales, ondean en el temporal, y de las llamas que se propagaban desde los tejados de las casas en derredor.

Las vacaciones de reposo, que, después de su recuperación, emprendió en el norte de Italia, se caracterizaron por una sensación de debilidad y de paz, que hacía que tanto la naturaleza circundante como el anhelo de amor que le desazonaba siempre se le aparecieran bajo una luz completamente nueva. Una ligereza singular, nunca antes sentida, tomó posesión de él, y es el recuerdo de esta ligereza el leitmotiv que recorre el informe, escrito siete años después, sobre el viaje acaso sólo imaginario con la que probablemente sólo fuera acompañante de igual modo imaginaria.

El punto de partida de la narración es Bolonia, en donde durante las primeras semanas de julio de un año, que, como se ha dicho, no se puede precisar con exactitud, reina un calor tan insoportable que Beyle y Mme. Gherardi deciden pasar unas semanas al aire más fresco de la montaña. Descansando durante el día y viajando de noche, atraviesan las tierras montañosas de la Emilia-Romagna y los pantanos de Mantua, cubiertos de vapores sulfurosos, para, a la mañana del tercer día, negar a Desenzano, a orillas del lago de Garda. Beyle escribe que jamás, en toda su vida, ha experimentado la belleza y soledad de estas aguas con más hondura que en aquel entonces. Que a causa del calor opresivo él y Mme. Gherardi habían pasado las noches en el lago, fuera, en una barca, y que con la irrupción de la oscuridad habían visto las tonalidades de color más inusitadas y vivido las horas más inolvidables de quietud. Una de esas noches, escribe Beyle, estuvieron conversando sobre la felicidad. Mme. Gherardi sostenía la afirmación de que, como la mayoría de las demás bendiciones de la civilización, el amor es una quimera que más deseamos cuanto más nos alejamos de la naturaleza. En la medida en la que aún anduviéramos buscando la naturaleza en sólo otro cuerpo distinto nos estaríamos alejando de ella, puesto que el amor, dice, es una pasión que salda sus deudas con una moneda inventada por él mismo; negocio ficticio, en definitiva, ya que para la felicidad se precisa tan poco del amor como del aparato de cortar plumas que él, Beyle, se había comprado en Módena. ¿O es que acaso cree usted, añadió ella según escribe Beyle, que Petrarca había sido infeliz sólo porque nunca se había podido tomar un café?

Pocos días después de esta conversación, Beyle y Mme. Gherardi reanudaron su viaje. Dado que el aire sobre el lago de Garda sopla de norte a sur alrededor de la medianoche, y de sur a norte algunas horas antes del alba, primero se dirigieron a Gargnano bordeando la orilla hasta llegar a media altura del lago; allí cogieron una barca con la que, justo al despuntar el día, arribaron al pequeño puerto de Riva, donde ya había dos muchachos jugando a los dados sobre el muro del muelle. Beyle llamó la atención de Mme. Gherardi sobre una vieja y pesada embarcación que, con un palo mayor doblado en el tercio superior y velas rugosas de un marrón amarillento, parecía, a juzgar por las apariencias, haber tomado puerto también no hacía mucho, de la cual salían dos hombres con chaquetas oscuras y botones de plata llevando una camilla a tierra, en la que, ostensiblemente, yacía un hombre bajo una gran tela de seda franjeada y adornada con flores. Mme. Gherardi se sintió conmovida por esta escena hasta tal punto adversa, que insistió en que partieran de Riva sin más tardanza.

Cuanto más se adentraban en las montañas, más fresco y más verde se volvía su entorno, cosa sobre la que Mme. Gherardi, que con tanta frecuencia había tenido que padecer los veranos polvorientos de su propio país, se mostraba completamente encantada. El lúgubre suceso de Riva, que algunas veces importunaba sus recuerdos como una sombra, pronto quedó olvidado, dando cabida a un entusiasmo tan desbordante que de puro contento se compró un sombrero tirolés de ala ancha en Innsbruck, como los que conocemos por los cuadros de los sublevados de Andreas Hofer, y Beyle, que ya entonces hubiera preferido volver, dispuso lo necesario para seguir descendiendo el valle del Inn, pasando por Schaz y Kufstein, hasta llegar a Salzburgo. Una vez allí, a lo largo de su estancia de varios días, no perdieron la ocasión de visitar las en adelante famosísimas galerías subterráneas de las minas de sal de Hallein, donde uno de los mineros obsequió a Mme. Gherardi con una rama muerta, si bien revestida por miles de cristales, en la que, cuando hubieron regresado a la luz del día, los rayos del sol se quebraban resplandeciendo en tantas formas, escribe Beyle, como sólo resplandece la luz de una sala de baile claramente iluminada por los diamantes de las damas a las que los caballeros guían en círculo.

El duradero proceso de la cristalización, que había transformado la rama muerta en una verdadera maravilla, le parecía a Beyle, como él mismo explica, una alegoría del crecimiento del amor en las minas de sal de nuestras almas. Durante mucho tiempo estuvo intentando seducir a Mme. Gherardi en cuanto al valor de esta analogía. Mme. Gherardi, sin embargo, no estaba dispuesta a desistir de la felicidad infantil que aquellos días le impulsaba para deliberar con Beyle el sentido más profundo, observó irónicamente, de la sin duda muy bella alegoría. Esto se lo tomó Beyle como una demostración de las dificultades que, en el momento más inesperado, siempre volvían a surgir en la búsqueda de una mujer que se correspondiera con su mundo interior, y, anota, había comprendido entonces que ni su proceder más estrambótico iba a conseguir precisamente allanar el camino de tales dificultades. Con ello había llegado al tema que como escritor le fascinaría a lo largo de los años. De esta guisa está sentado hacia el 1826 —ya casi tiene cuarenta años—, solo, en un banco sombreado por dos bellos árboles y rodeado de un pequeño muro, en el jardín del monasterio de los Minori Osservanti, situado a gran altura, en la parte superior del lago de Albano y lentamente, con el bastón que ahora casi siempre lleva consigo, en la arena dibuja las iniciales de las mujeres a las que había amado, como una enigmática escritura rúnica de su vida. Las iniciales representan a Virginie Kubly, Angela Pietragrua, Adèle Rebuffel, Mélanie Guilbert, Mina de Griesheim, Alexandrine Petit, Angéline (qui je n’ai jamais aimé) Bereyter, Métilde Dembowski, a Clémentine, Giulia y Mme. Azur, cuyo nombre no consigue recordar. En la misma medida en la que ya no entiende los nombres de estas estrellas, declara, que se le han vuelto desconocidas, ya cuando escribió Sobre el amor le pareció de igual modo incomprensible el motivo por el que Mme. Gherardi le obsequiaba con respuestas ora algo melancólicas, ora mordaces, siempre que se esforzaba en convencerla para que creyera en el amor. No obstante, Beyle se sentía particularmente herido cuando Mme. Gherardi, lo que sucedía con sobrada frecuencia, llegando a un momento en el que él mismo, resignado, se había convencido de las razones de su filosofía, atribuía a las ilusiones del amor, evocadas por la cristalización de la sal, un cierto valor de realidad. En estos momentos le aterraba la convicción repentina de su insuficiencia y una sensación muy honda de desidia. Beyle recuerda con una claridad meridiana que éste había sido el caso en el otoño del año que viajaron juntos a los Alpes, cuando, durante un paseo a caballo hacia la Cascata del Reno, debatían sobre las penas amorosas de Oldofredi, el pintor, a la sazón tema de conversación de la ciudad. Cuando Mme. Gherardi, gran aficionada principalmente a la ingeniosa conversación de Beyle, comenzó a hablar, en apariencia para sí, de una suerte divina a la que no había nada de la vida real que fuese equiparable, Beyle, que aún no había desistido de hacerse ilusiones con respecto a sus favores, se sintió sobrecogido por un espanto terrible, y, si bien gustaba de pensar más en sí mismo que en Oldofredi, calificaba a éste de pobre extranjero. Después hacía que su caballo se distanciase cada vez más del de Mme. Gherardi, quien así y todo, como se ha dicho, posiblemente sólo existiera en su imaginación, recorriendo las tres millas de vuelta que todavía les separaban de Bolonia sin cruzar una sola palabra más.

Beyle escribió sus grandes novelas en los años entre 1829 y 1842, constantemente aquejado de los síntomas de su enfermedad sifilítica. La disfagia, tumefacciones bajo las axilas y los dolores en sus atrofiados testículos le dejaban especialmente exhausto. Como el agudo observador en el que se había convertido, contabilizaba con suma precisión las oscilaciones de su estado de salud y acabó por darse cuenta de que su insomnio, mareos, el zumbido en los oídos, el pulso nervioso y los temblores, a veces tan intensos que apenas podía seguir manejando el cuchillo y el tenedor, guardaban menos relación con su misma enfermedad que con los remedios altamente tóxicos que se venía tomando desde hacía años. Su estado de salud mejoró conforme renunciaba al mercurio y al yodo potásico, sin embargo notaba que su corazón comenzaba a denegar sus servicios paulatinamente. Beyle, cada vez con más frecuencia, y tal y como tenía por costumbre desde hacía mucho tiempo, calculaba su edad de una forma criptográfica semejante, en su abstracción trepadora y ominosa, a mensajes de la muerte.

Seis años de trabajo extenuante separan de su final el momento en el que bosqueja este apunte numérico difícil de comprender. La tarde del 22 de marzo de 1842, ya se podía intuir el olor a primavera en el aire, un ataque apoplético le tumba sobre la acera de la Rue Neuve-des-Capucines. Le llevan a su casa en la actual Rue Danielle-Casanova, donde, en la madrugada del día siguiente, se extingue sin haber recobrado el conocimiento.