IV

24

La educadora herida…

Y fue porque La ordalía «regresaba» de esa forma que destruí lo que quedaba —o se esbozaba— de mi nuevo libro. La reaparición de esta estructura, con sus exigencias enigmáticas, su infinito incrustado, su autonomía silenciosa, significaba con claridad que yo renunciaba esta vez a mi ambición por comprender, aun cuando siempre —sí, aun después del canal, aun después de Apecchio y del invernadero— me pareció que ése es el único designio legítimo. Destruí El viajero porque no quería una escritura imaginativa y sellada, sino el análisis lúcido, condición de la experiencia moral. Y quizá sea sorprendente, pero no hice nada para llegar a ese fin, para reunir con seriedad los elementos de los que disponía, y no sobre una «ciudad del Este», por supuesto, sino sobre mi propia vida, presente o pasada, en un momento en el que los recuerdos, las observaciones, los presentimientos, no me faltaban para construir un pensamiento que habría sido coherente. Aun los mitos que se formaban bajo mi pluma, incómodos para el discurso de la reflexión y de la memoria, podían asumir el valor de una radioscopia de los deseos en juego y, al compararlos con los actos de la existencia, proveer confirmaciones o claves. Y una de ellas era evidente. Cualesquiera que sean los significados —o presencias— implicados en el tejido del final del libro, el componente edípico brilla ahí con un vivo destello, marca una dirección, y en el fin yo habría podido encontrar, no disimulado siquiera, el primer territorio interior. Porque mi infancia estuvo marcada —estructurada— por una dualidad de lugares en la que uno solo, por mucho tiempo, me pareció poseer un valor. Amaba, rechazaba, oponía una a la otra dos regiones de Francia. Y hacía de ese combate un teatro en el que empleaba todos los fragmentos de sentido de los que podía disponer.

Por una parte, una experiencia necesariamente negativa en la ciudad donde nací, y que logró modelar mi memoria. De Tours antes de la última guerra sólo vuelvo a ver calles desiertas, y en verdad lo estaban en un sentido profundo. Vivíamos en un barrio de pequeñas casas pobres. Los hombres en los talleres, las mujeres encerando los muebles detrás de las persianas casi siempre a medio cerrar, y sólo había un niño para romper en ocasiones con su breve grito el silencio. Yo, en el pequeño comedor de muebles prohibidos, miraba por entre las ranuras de los postigos el ardiente asfalto de junio donde habría de correr la lluvia del pulverizador municipal. Comenzaba a comprender que la serie de los números es infinita, y eso me inquietaba. Y por la tarde, en la cena, bajo la bombilla amarillenta, intentaba encontrar el punto misterioso en el pan donde la migaja comienza, donde termina la costra —en vano—. Sin embargo, al hacer eso, anticipaba la noche porvenir, noche en la que debíamos partir de vacaciones, noche enigmática, noche sagrada, donde me preguntaría, mientras el tren avanzaba monótonamente sobre el campo invisible o atravesaba un túnel o se detenía por un minuto en las orillas silenciosas de una estación: ¿es aquí donde termina lo que abandono?, ¿es aquí donde el otro mundo comienza? Años más tarde, al estudiar el desarrollo de los lemas en vista del teorema de Weierstrass, que tiende a precisar la noción de punto, del antes y el después en una línea recta, me conmoví de pronto por una especie de exaltación sin objeto, en la que había alegría y tristeza, y enseguida me vi recostado sobre la banqueta, el rostro sobre una chaqueta doblada tratando de dormir, sin lograrlo. La obsesión del punto de separación entre dos regiones, dos influjos, desde la infancia me marcó y por siempre. Sin duda, porque se trataba de un espacio mítico más que terrestre, en la articulación de una trascendencia.

Por otra parte, imágenes de plenitud. Llegábamos por la mañana, franqueábamos la puerta baja, desgastada, que se abría hacia el cercado (lo llamábamos el parque, porque es verdad que había ahí grandes árboles) entre la casa y la iglesia, y yo corría hasta el fondo del huerto que se prolongaba hacia la luz —a la diestra— y dominaba el valle. Ahí los frutos habían comenzado a madurar. Las ciruelas verdes y las azules caerían todo un mes, más tarde serían los higos, quizá las uvas —las ciruelas se romperían y se harían evidentes, abriendo a las avispas errantes su ser más que su sabor—, y yo casi lloraba, de adhesión. El exilio había terminado. Zénobie, mujer de cuarenta y cinco años, gorda, sucia, con un porte de reina, pasaría, guiando a las ocas con la punta de su bastón curvo, hacia lo que llamábamos la casa de las gallinas —un vestíbulo, una cocina, un salón abandonado al cacareo y al excremento— y sería la tierra en pie, rodeada de fuego, coronada. Y ahora hay tanto que retorna, la yerba espesa, el viento, la casa, los pueblos. Sin embargo, así como Tours no merecía mi rechazo, Toirac a mis ojos sólo tenía un valor, ahora lo sé, porque ahí creí amar, y sólo eso es importante. Sí, ese territorio me parecía hermoso, y aun me formó en mis profundas elecciones, con sus grandes planicies desiertas donde aflora la piedra gris, y en ocasiones sus tormentas de muchos días sobre castillos cerrados. Sin embargo, ¿de esa difícil belleza, qué hubiera podido descifrar sin una calidad que se agregase a ella, como por accidente? Al partir, cuando se forman apenas las primeras nieblas en septiembre, casi siempre dejábamos las uvas madurando todavía, y era entonces un verano sin fin el que nos recibiría al año siguiente, era este valle, este río, estas colinas, el territorio intemporal, era la tierra ya un sueño donde perpetuar la seguridad de los años que no saben nada de la muerte. Territorio donde la carne, como ha dicho Rimbaud, es todavía un fruto que cuelga del árbol; donde el arroyo que Mallarmé pretende poco profundo está aún oculto en la yerba espesa. Territorio con una conciencia capaz de aprehender el universo (de una forma inocente, que pronto habrá que reprimir), no en el choque de las existencias agotadas, sino en la música de las esencias. Las «hojas de oro», sí. Ese «macizo central», en verdad, coloreado de absoluto, se asemeja demasiado al territorio interior de mis ensoñaciones ulteriores. Y cuando aquellos signos que hubiese preferido no ver —un puente de hierro bajo los álamos, una charca de aceite, y otros más que significaban la nada— coagularon en la luz primera, como la edad me lo exigía, quise creer que lo que quedaba de mi sueño, privado ya de todo atractivo, sólo se había desplazado al horizonte.

Mis abuelos morían, y recuerdo el segundo entierro que marcó, cómo podía saberlo, el fin de los años de la infancia. Los alumnos de catecismo, a causa de la ortiga que araña las piernas, se habían posado sobre las tumbas, y repetían sin cesar la misma estrofa en latín como si insistieran, entre la agitación y la indiferencia de las campanas, en una puerta cerrada. Y yo, por última vez, pero con gran emoción, miré un gran árbol sobre la colina de enfrente, del otro lado del Lot. Debí haber estado aquí, en el pequeño cementerio, pero no, caminé hacia allá, en su dirección, me detuve sin embargo a algunos pasos, abismándome en el absoluto de su forma y de las piedras, y en

la evidencia del vacío a su alrededor. Qué significaba para mí, ahora lo comprendo. Aislado entre la tierra y el cielo, figura bien definida e intensa, signo privado de sentido, en él podía reconocer un individuo semejante a mí, que no ignora que lo humano tiene por raíz la finitud. Pero si yo decidí hacer de la finitud mi «rugosa realidad», mi «deber» (sí, ése era mi pensamiento, y en eso se obstinó), no por eso interrumpí mi sueño, que se alejó de los lugares más cercanos para recrear allá, en la imagen, la unidad perdida de lo relativo y de lo infinito. «El árbol», como más tarde me dije (por la noche pensaba en él, deseaba volver a verlo), fue la primera frontera que dividió lo visible. Era ya el horizonte por encima de Apecchio, y fácilmente habría podido evocar, precisar su memoria, aun a partir de mi viajero oscurecido por el mito.

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Figura bien definida e intensa, signo privado de sentido…

Porque se acercaba el día en el que —como marcas en el camino entre el aquí y la lejanía— encontraría otros signos, y conocería una primera esperanza. Fue en Tours, de nuevo, lugar del que ahora quería apropiarme, aunque no sin el regreso de cierta desazón. Tenía doce años, más o menos, porque entonces aprendía los rudimentos del latín, y enseguida quedé fascinado por esas palabras que acrecentaban las mías con una dimensión imprevista, con un secreto tal vez, pero sobre todo por la admirable, la sonora sintaxis. Así, con los casos, las declinaciones, era posible dejar de lado las preposiciones para establecer relaciones entre vocablos. Con los ablativos absolutos, las proposiciones infinitivas, los participios futuros, era posible contraer en una palabra, o en una densa estructura, nivel segundo de la inteligencia, lo que en francés sólo habríamos podido expresar en un desencadenamiento. Lejos de debilitarlas, me parecía que esa contracción llegaba, de forma más íntima, a las relaciones significantes; y que así era posible descubrir, aunque de forma velada, algo de la inimaginable interioridad (de la substancia) del acto verbal. No pensaba en esos términos, por supuesto, y de esa profundidad no tenía ninguna idea. Lo que me obsesionaba eran las imágenes, me parecía que el latín era un follaje denso, oscuro y verde, un laurel del alma a través del cual habría podido tal vez entrever un claro, en todo caso el humo de un fuego, el ruido de una voz, el temblor de una tela roja. Y esperaba sin saber qué, cuando, una noche, me encontré frente a una página casi cuadrada, un poco amarillenta, con caracteres romanos e itálicos, que hablaba sobre el lugar.

Comencé a leer, y ocurrió el deslumbramiento. De un gol pe la página se impregnó en mí y, al día siguiente, al ser el primero o el único en ser interrogado, proferí la revelación en una especie de éxtasis, contenido… ¿Qué había aprendido? Que para decir donde, existe ubi. Pero que esa palabra únicamente se refiere al lugar donde estamos, mientras que para nombrar el lugar de donde venimos existe unde, y quo para el lugar al que vamos, y qua para el lugar por donde pasamos. Cuatro dimensiones para fracturar una unidad —una opacidad— que sólo era facticia. El «donde», que en francés sólo se rodea, utilizándolo como desde afuera, en su profundidad descubría una espacialidad imprevista. Y paralelamente el aquí sombrío, el lugar del enigma, se abría a la memoria, a un porvenir, a una ciencia. Era un poco como cuando, acostumbrados a la sencilla idea de la línea curva, aprendemos las nociones de derivada, de integral. Y así como esas nociones aparecen, en geometría, en álgebra, en el horizonte de problemas que llevan más allá de la simple resolución, porque disuelven el plan en una estructura más vasta, así, de esa misma forma, poseí la esperanza de que el latín, lengua más avisada, álgebra de la palabra en exilio, me permitiría comprender por qué me sentía perdido, y dónde debía buscar. En un pie de página y en un cuerpo más pequeño, se precisaba que con iré (¡qué verbo, el más profundo sin duda alguna!), el lugar adonde vamos puede marcarse sin preposición, simplemente con el acusativo. Eo Romam! ¡Qué magnífica transitividad! ¡Qué adherencia substancial del movimiento a su destino! ¡Qué prueba de la potencia de la palabra! Esas dos palabras me parecieron una promesa.

Y comencé a leer a Virgilio, de quien tomé ese ejemplo, y otros poetas cuya sintaxis me era oscura, casi con el espanto de estar frente a los vestigios de una conciencia más alta, y vacante, que poco a poco me revelaría sus arcanos. Pero debo reconocer hoy que mi intención era ambigua. Porque pronto comprendí o, para decirlo mejor, también supe desde el principio que no había nada por descubrir en esas formas y en esas obras, categorías y modos de ser, sino aquello que ya conocían los adultos y, en todo caso, los poetas de todas las lenguas del mundo. Pero esa ilusión, y mantenerla, me era útil, porque me permitía esbozar un gran sueño. Aparecía, con la lengua latina, la tierra misteriosa donde sus palabras habían sido pronunciadas. Y porque Virgilio evocaba pastores cuasi divinos que acometían su destino de forma casi musical, quemando el tiempo en el espacio como el fuego de la yerba que arde en el otoño y que hace más grande el cielo, era entonces una región de altos pastizales, de bosques, y era así el corazón de la península italiana, que podía a mis ojos colmarse de ser, y garantizar contra mis formas de conocimiento por venir, la perennidad de un enigma. La atracción por una lengua me orientaba hacia el horizonte, hacia una tierra. Y cuando tuve que acostumbrarme a la idea de que Virgilio o Lucrecio o aun el viejo Ennio habían traicionado la promesa de Eo Romam!, esa segunda tierra sobrevivió a la decepción, y me permitió compensarla.

Construí un «razonamiento». Virgilio, me dije, no habló con la profundidad, con la forma otra que el latín parece permitir. Se engañó con un más allá ilusorio en las montañas de Grecia, antes de morir en ese «lugar en el que pasamos», y al que él regresa, Brindisi. ¿Pero no es, acaso, simplemente, porque él pertenece a una época en la que el secreto se perdió? ¿Y no habría que retroceder más allá de ese momento de la poesía, simple vestigio, primera línea de las cimas, hacia un estado antiguo de la lengua, acaso hasta los dialectos que precedieron al latín, ya lingüísticamente, ya en los valles y los bosques de las regiones vecinas? ¡Maravillosa hipótesis! Cuanto más me decepcionaba el latín, tanto más prestigiosas me parecían las rutas que conducen a Roma, pero esta vez por su suficiencia misma. Otro centro había existido. El otro lugar se perpetuaba sobre la tierra, qué digo, se manifestaba por primera vez como tal, habiendo roto con lo visible. Y como lindaba ya con lo inverificable, el sueño podía izarse, sin dejar nunca de retornar con la brisa ligera o con las ráfagas. Leyendo un día, mucho más tarde —ya había visitado Florencia— el admirable Descendit ad inferos de Jarry, que cita un verso de los Fastos de Ovidio, pude constatar su durable eficacia. Esas pocas palabras son Amne perenne latens Anna Perenna vocor, y es verdad que ese verso tiene una magia, lo que parcialmente explica mi estupor, mi adhesión, y el que mi memoria me lo repita siempre con la misma insistencia, desde hace ya casi veinte años. Pero más aún que los juegos sin fin que tienen lugar en su profundidad, entre el río, el olvido, la eternidad, la palabra, y esa diosa tan mal conocida que en su nombre inasible los comprende a todos, disuelta en la primavera con las aguas del Tiber, me conmueve ver ese mismo río, confirmar la presencia de Roma, en su esencia, aun antes de bajar de la montaña, marcando así la primacía de un oscuro territorio interior sobre el simple centro visible.

Un territorio interior que se extiende no lejos de Apecchio… Cuando tuve que esperar una hora o dos en esa aldea, pude en verdad conmoverme, y sin causa comprensible alguna, o precisamente por falta de ella: porque Apecchio en ese momento fue, en estado puro, el lugar donde pasamos, pero en la región fabulosa donde es posible pasar cerca del centro, aunque no podamos verlo. Podía estar trastornado (es mejor esa palabra, sin duda), habría debido estarlo, y habría podido comprender la razón y, aún mejor, escribirla, para arrancar lo real a los torbellinos de la memoria, a las ilusiones del deseo, para fijar en el centro de mi pensamiento la quinta pregunta en una estructura de cuatro, la inhallable pero también la única que tiene respuesta, la que sondea el tiempo y ya no el espacio. Pero lo he dicho: vorrei e non vorrei, algo oscuro en mí se negaba a emprender esa tarea.

Y me hice reproches. ¿Con qué sentido haber tomado la decisión de afrontar la finitud, haber leído a Baudelaire, Rimbaud, Chestov, haber inscrito como epígrafe de un libro palabras sobre la vida de la inteligencia y la muerte, y decir que yo conocía la verdad de la poesía tanto como de la existencia, si era para volver a caer, si no en el primer sueño (porque al menos Florencia, y esos escrúpulos, me liberaban de él), al menos en la añoranza del sueño y en la inhibición frente a él? Y, dado que yo podía interrumpir todo con el hierro y sin embargo no lo hacía, ¿no sería acaso porque en lo más hondo de mí consideraba aceptable esa ambigüedad, y porque ella misma era mi verdad? Esas fueron mis más oscuras estaciones. Escribí poemas en los que me dejaba reprochar por voces que venían de la conciencia moral el haber tenido miedo, el haber dejado el fuego, si acaso lo hubo, apagarse sobre la mesa donde yo deseaba la presencia, entregándome a un mal sueño que todo lo ahogaba en agua turbia; y el epígrafe seleccionado, el nuevo epígrafe, casi una denuncia del primero, me apostrofaba, él también, de forma severa, amenazante, bajo el signo de una ilusión que parecía asemejarse a la mía, la griega obsesión de Hölderlin. Lo que en mí acusaba, lo que dentro de mí creía reconocer y juzgar, era el placer artístico de crear, preferir la belleza de una obra sobre la experiencia de la vida. Veía correctamente que esa elección, al volcar las palabras en sí mismas, al hacer de ellas una lengua, creaba un universo que aseguraba todo al poeta; excepto porque, al separarse de lo abierto de los días, al desconocer el tiempo, y a los otros, a nada tendía más que a la soledad. Pero de ese juicio concluí, sin otra reflexión, que era necesario sospechar de toda poesía que no fuese expresamente negativa con respecto a la necesidad de encerrarse en sí misma o en la forma, o en todo caso tan cruelmente consciente de la preeminencia del tiempo que estuviese ya siempre al borde del silencio.

Todo me parecía sencillo, además todo se coordinaba en esos momentos en los que no iba hasta el límite —y en los que me reprochaba no hacerlo— de la coordinación de mis miedos, de mis acusaciones —y de mis escritos—. Y si volvía el recuerdo de En rojas arenas, por ejemplo, de inmediato «comprendía» la razón de mi interés por ese libro. Por supuesto, pensaba. No puedo aceptar que Roma —una existencia— perezca. En el lugar donde parecía haber triunfado la muerte, en realidad se perpetuaba la existencia; esa idea cayó sobre mí como un encanto. Pero de forma más que reveladora, la supervivencia tiene lugar en el desierto, porque lejos de vencer a la muerte en la profundidad de lo vivido, con algo semejante a la fe imaginé su derrota en la distancia, en la soledad del sueño y en la vana libertad de las palabras. Y entonces se iluminó la última página que tanto me había conmovido, y que al leer no comprendí. Debo decir que el relato no terminaba donde yo lo dejé, en la última retirada y la última resurrección de la Ciudad, en la trascendencia de la arena. Enamorado (por siempre), triste (hasta perecer), el joven arqueólogo decidió volver a Francia, y lo encontramos en un tren de Asia Central, en una estación, Dios sabe dónde, al despertarse una mañana. Demasiadas personas en el andén gritan, se llaman, chocan entre sí, venden cosas, él las mira, distraídamente, pero ¡de pronto! la muchacha, a dos pasos, se aleja entre la multitud, es ella, la que se había fugado, allá, en el desierto, por galerías subterráneas. Salta hacia el andén y corre, y casi la alcanza, pero ella gira justo en el ángulo del edificio de la estación; y del otro lado, campesinos aún, bestias, canastas, maletas, pero de la joven romana, que busca largo tiempo, la llama, la llora, ninguna huella. «¡Perdida una segunda vez!». De hecho la tercera, como repetición de la primera, pero esta vez sin esperanza. Yo también lloré ese final colmado de crueldad. Hice en vano varias hipótesis para explicar el encuentro extraordinario, y la vasta injusticia del destino. Esperé largo tiempo a que apareciera en la colección, como algunas veces sucedía, un nuevo capítulo que reparara la desdicha; pero sabía que ya nada ocurriría jamás.

Sin embargo ya no había nada que esperar, porque ahora comprendía, ahora sabía. Inexplicable, sí, en el plano donde los hechos se encadenan, injustificable también por medio de la psicología superficial o la cándida moral, pero en el plano ontológico este final era natural, era aun obligado porque abría la falla que otorgaba al libro su sentido y que denunciaba la falta inherente a toda escritura. ¿«Perdida» una vez más (en realidad la primera a la luz del día), quien, de cualquier forma, había sido sólo entrevista, quien había hablado sólo brevemente, en su lengua muerta, desde el seno de un mundo al mismo tiempo imprevisto y conocido de antemano, y separado de la vida, del espacio mismo, por un hiato de tiniebla? No, porque ella en ningún momento existió. Para el arqueólogo también esa Roma había sido sólo un gran sueño. Gomo prueba: la prohibición hecha en una lengua profunda, símbolo del origen, de ir más adelante. En suma, nada más ambiguo que esta advertencia que sólo podía hacer evidente lo que pretendía ocultar, llevando en sí todos los acontecimientos ulteriores como el germen la planta. Era el espacio del sueño donde sin movernos avanzamos, donde ya sabemos lo que no obstante ignoramos —y donde simulamos enfrentar una «misteriosa frontera» porque en realidad queremos escapar a la evidencia de otra, la que impone a la inteligencia el conocimiento de la finitud—. Los dos enigmas del libro no son sucesivos mas se superponen. Y es así como se disipan. En el andén del tiempo que transcurre, en la existencia ordinaria de las ocasiones y las oportunidades perdidas, de la milagrosa suspensión de la guadaña, el muchacho entrevió una joven mujer a quien él «hubiera podido» amar, pero eso implicaba una elección, entregarse a la encarnación, a la muerte, y prefirió «abolir» (siempre la lengua de Mallarmé) esa existencia, no conocer sus contradicciones, sus límites, que le habrían hablado de los suyos, y recrearla en su esencia, en el infinito, fuera del tiempo. Y creyó así liberarla de la nada: ¿acaso no hace de ella una reina? Pero de un mundo sin substancia, sin porvenir, porque la utilizó sólo para su ensoñación, para su obra, que será una forma, no un destino, y así desapareció de golpe de su vida, en la falla de la escritura. Todo y nada. Otra vez la dialéctica terrible de la creación estética que vacía de su contenido todos los momentos de una vida, como una preciosa caracola donde resuena un ignoto mar invisible. Y me pareció admirable una vez más que el autor de En rojas arenas hubiese escogido el latín como lengua original y segunda, y con ella separado la invención literaria, palabra por palabra, de la lengua de todos los días. ¡Ese breve libro era para mí! Gomo si yo mismo lo hubiese soñado.

Pero ¿y si son nuestras lecturas las que nos sueñan? ¿Y si fuera necesario despertarse de algunas de ellas para comprender mejor la vida, haya sido o no usurpada, y si en su seno la escritura fuese quizá mucho más dialéctica y generosa de lo que los libros sugieren? Lo comprendía, lo sabía… ¡y sin embargo! Había algo más, y completamente opuesto, que debía comprender y pronto —desde los últimos poemas del libro del que hablé, y el regreso en tierras italianas que evocaré en un instante— comencé su aprendizaje. Una aproximación oscura en la que muchas veces me perdí, inacabada aún ahora, interminable quizá: quiero decir, para quienes no poseen como un recurso natural la sencilla aceptación de sí (de sus poderes y de sus límites).