15

Amo solo te

Andrea esperó, aguardó a que Luca le dijera algo, pero se quedó callado, otra vez, mirándola y como sopesando si abrir la boca o no.

―Voy a hacer el equipaje ―farfulló hiposa.

La mano de este la dejó ir y ella se miró los pies danzando con el vuelo de la falda al caminar hacia el dormitorio. Una vez en la puerta, izó la cabeza y contempló la estancia. El sol entraba a raudales por los ventanales y los rayos se estiraban para iluminar las blancas y revueltas sábanas.

Graziani negó, el nudo en el estómago le oprimía tanto que temía que llegara a cerrarle la garganta. Sus manos se deslizaron, frotaron su calva y de ahí al cuello. Las palmas presionaron la tensión en las cervicales.

Andrea se acuclilló recogiendo la ropa del suelo y la tiró encima de la cama, comenzando a doblarla en vez de llevarla directamente al cesto que estaba en el baño y poner una última lavadora. Contuvo el aliento al oír los pasos de Luca aproximándose por el pasillo. Apretó la camisa de él, sus dedos arrugaban la prenda.

Allí estaba ella de espaldas. Luca inhaló en silencio y caminó para recoger el sujetador que esta se había dejado en el suelo. Lo amontonó en la cama y fue a abrir las ventanas. Cerró los ojos y, sin moverse, la oyó caminar, respirar.

―Pídeme que me quede contigo ―susurró Andrea a modo de súplica. Como si la camisa de él fuera un rosario, la apretó más con los dedos, «cuestión de fe»—. Pídemelo, por favor, Luca.

―No puedo ―respondió Graziani sin mirarla, con sus ojos puestos en la extensa colección de viñedos―. No puedo hacerlo ―reiteró hincando las palmas de las manos en el alfeizar exterior; el ladrillo había recogido parte del calor del sol, así que este le escalfó la piel.

A pesar de toda la fe, había demasiada agua y esta se diluía en las lágrimas que le corrían mejillas abajo.

―¿Por qué? ―sollozó Andrea con el temblor de sus manos frunciendo aún más la camisa.

―Porque no puedo arruinarte la vida ―determinó volviendo la vista. Luca negó escondiendo las manos en los bolsillos de sus pantalones―. Quiero que seas feliz.

―¿Y no puedo serlo contigo? ―Andrea iba a atragantarse con toda la sal de sus lágrimas, le dolían los ojos y la respiración se le estaba atascando en los pulmones―. ¿No puedo ser feliz contigo?

―No lo sé, tesoro. ―¿Qué más quisiera él que decirle que sí? Que, por supuesto, iban a ser felices y que cocinarían y comerían perdices, mas no lo sabía. Luca no lo sabía y no quería que ella jugara a la ruleta rusa, que por su culpa Andrea se pegara un tiro—. Ojalá pudiera pedirte que lo dejaras todo por mí, pero... ―Estar ahí de pie con ella sollozando lo estaba matando. Luca sacó las manos de sus bolsillos y se aproximó. La cogió por la cara, sus manos empapándose de las femeninas lágrimas—. No tengo derecho a hacerlo, no tengo derecho a pedirte que mandes tu vida a la mierda por mí.

Ella soltó la camisa, que cayó a sus pies, venció su cuerpo contra el de Graziani. Las manos de este resbalaron de su rostro a su cuello y trataron de consolar el furibundo llanto que la estaba desgastando. Andrea cerró los ojos y apretó las manos sobre los pectorales.

―Nunca debería haber dejado que esto ocurriera ―se lamentó Luca besando un lado de la calada cara. Rodeó la ancha cintura con su antebrazo y suspiró cerrando los ojos a la par que apoyaba su frente encima de la coronilla de Andrea—. Se supone que cuando amas a alguien lo último que quieres es hacerle daño.

Meterse en un agujero negro, perderse en la inmensa oscuridad…, pero juntos. Fuera lo que fuera debería ser... juntos. Andrea elevó la cabeza, tenía la nariz roja y los ojos inflamados.

―Pídemelo ―barboteó.

Él solo tenía que decirlo y ella, Jesús, ella arrasaría su existencia para seguirlo. Pero tenía que pedírselo.

Graziani la peinó, observando su cara transformada por el llanto. Su cara, su preciosa cara velada por el dolor.

―Mírate... ―masculló él sabiéndose culpable del lamentable estado al que Andrea estaba sometida.

―Por favor, por favor, pídemelo ―rogó cerrando las manos en puños sobre el pecho de él—. Pídemelo.

Andrea no quería que Luca le dijera nada más; no quería que se le declarara como en cualquier película romántica hollywoodiense, solo quería un «Quédate conmigo».

―No puedo ―vocalizó mirándola fijamente. La charla con la nonna, las palabras de Susana; no, él no quería hacerle a Andrea lo de Susana, no quería dañarla—. Entiéndelo, tesoro. ―Ahora ella no era la única que rogaba—. Entiéndelo ―repitió viendo como los ojos de Andrea dejaban de segregar la marea salada.

Pues si él no iba a pedírselo, por lo menos...

―Dime que me recordarás. ―Si sus vidas no volvían a cruzarse, ella quería que Luca la recordara. Andrea iba a hacerlo todos los días. Es más, se había hecho la idea de fantasear con él para paliar el amargor de la separación—. Me recordarás ―asintió adelantándose a las palabras de Graziani. Abrió las manos, estas acariciaron la complexión de los hombros, los dedos desabrocharon los tres primeros botones de la camisa—. Me recordarás aunque solo sea en tus sueños.

Andrea hacía alusión a Wildest dreams127 . La canción con el mismo nombre sonaba en su cabeza a la par que acababa de abrirle la camisa.

La prenda voló hasta sus pies, él se quedó con la camiseta interior y sus brazos al descubierto. Se le erizó la piel cuando Andrea pellizcó los extremos de la camiseta y tiró de esta hacia arriba para quitársela. Luca la miró. Los dedos de ella abrieron el cierre del vestido, este se derrumbó por las curvilíneas formas revelando la redondez de los senos, la hermosa concavidad del vientre.

Andrea descolgó de sus caderas el culotte. El triángulo velloso flechaba su sexo, arropado entre el grosor de los pálidos muslos. Alzó un pie y luego el otro para rechazar la prenda interior.

―No ―dijo al ver a Graziani acercar su boca a la suya.

Interpuso una mano entre ambas y las yemas de sus dedos acariciaron los masculinos labios.

¿No? ¿Cómo que no podía besarla? Estaba desnuda y tan cerca que él oía el latido de su corazón en lo profundo de sus propios tímpanos, hasta apreciaba el susurro de la piel liberando la fina pátina de sudoración y la crema, propia de la excitación, agolpándose entre los regordetes pliegues del femenino sexo. Luca empujó su boca contra los dedos para que Andrea los apartara y él pudiera besarla.

―No ―reiteró ella oprimiendo los labios de Graziani con los dedos.

Su otra mano serpenteó por el masculino abdomen, abrió el cinturón del pantalón y bajó la cremallera. Entrecerró los ojos al oírlo tragar saliva, pues ella estaba metiendo la mano por debajo de la elástica pretina del bóxer. Andrea rodeó en la palma el pulsante glande, el pre-semen le humedeció la piel.

La nuez de su garganta iba a dar un salto al vacío de un momento a otro. Luca cerró los ojos, los sepultó bajo los parpados y jadeó contra la calidez de la palma de Andrea. Puesto que ella había metido la mano bajo la ropa, él tenía que controlar los empujes que querían arremeter sus caderas y, no, no era nada fácil. Y aún menos cuando ella empezó a masturbarlo.

Andrea pestañeó mirándolo. El sonido sofocado de la respiración de él contra su palma se unía al restallido que producía la otra mano al trabajar en la dureza de la erección bajo la cortina del bóxer. La posibilidad o, mejor dicho, la realidad de que Graziani fuera a estar con otras mujeres le escaldaba la sangre. No es que fuese celosa o, por lo menos, hasta entonces no lo había sido, tampoco hasta entonces había amado a alguien. Andrea retiró la mano de la henchida barra de carne, el relieve de las venas se le había quedado en la palma.

In amore chi arde non ardisce e chi ardisce non arde128 ―recitó de manera aceptable, eso diría Luca aunque ella lo había pronunciado bastante bien. Andrea apartó las manos de la piel de él—. Niccolò Tommaseo ―dijo bajándole la ropa de cintura para abajo y, con ella en los pies, empujándolo a la cama.

Graziani se quedó sentado e inmóvil, inmóvil hasta que ella tiró de él hacia atrás del colchón y, cuando estuvo a la altura idónea, lo empujó haciendo que se tumbara. Por norma general, Luca era el que llevaba la voz cantante, el del cartelito de «figuraactivapresente» y ahora... no podía ni pensar. Sintió que la ropa abandonaba sus piernas y el calzado sus pies. Y, de pronto, al mover la cabeza y mirar hacia abajo, vio como Andrea gateaba sobre su cuerpo. «¿Debería estar acojonado?», se preguntó sin parpadear.

―A mí... ¿Me quieres más que a ella? ―le preguntó Andrea uniendo las manos encima del pecho de él, sus dedos rozaron el crucifijo que pendía del masculino cuello.

―¿Que a quién? ―cuestionó con la voz ronca.

Luca apretó el bajo vientre al sentir a Andrea quedarse parada sobre él, su erección daba tironcitos hacia arriba para rozar el femenino pubis. La miró a los ojos; estaban inflamados por las lágrimas, pero le brillaban de manera hipnótica.

―Que a esa otra mujer de la que ha hablado tu hermano. ―A ella le había hecho mella el comentario de Andreas.—Si me quieres más de lo que querías a... ¿Susana? ―dudó mirando los tormentosos iris.

Luca tiró de su cuerpo, y a la par del de ella, para sentarse en la cama con Andrea encima.

―Sí ―asintió dando respuesta a la pregunta. Condujo las manos de Andrea tras la espalda e hizo que las uniera ahí, seguidamente él llevó las suyas a las femeninas mejillas y las acarició―. Para mi desgracia ―añadió aproximando su boca a la de ella.

Andrea lo besó y aquel beso le supo dulce y a la vez amargo, amargo como el café que él poco antes se había medio bebido. Las manos de Graziani volvieron sobre las suyas, atrás en su espalda. Ella izó las caderas haciendo fuerza con las rodillas, Luca movió la pelvis y encontraron la postura idónea, la latitud exacta para que el sexo de ella se deslizara encima de la inhiesta verga de él. Los gemidos combustionaron con el acoplamiento de las bocas.

Lo acogía con repetidos, musculados y asfixiantes abrazos. Ella devoraba su sexo conforme descendía lenta y tortuosamente por él. Luca apretó las manos de Andrea y adhirió su pecho a los bamboleantes senos de ella al esta sentarse sobre su erección. Abrió la boca, que quedó pegada a la húmeda de ella, apretó los parpados paladeando la embriagadora sensación de estar dentro de Andrea, de estar palpitando en su epicentro.

Lava, el deseo se le acumulaba en la matriz y le hervía como la lava. Andrea sorbió los labios de Luca en un nuevo beso, se los bebió como si empinara un chupito de tequila. Intenso, alcohólico, ácido y salado... Si ahora mismo le hacían un test de alcoholemia, daría positivo. La resaca vendría cuando se separaran y sería una resaca permanente.

Graziani presentía que iban a carbonizarse cuando ella alcanzara el clímax; ahora, ahora se estaban flambeando. Andrea empezó a moverse de arriba a abajo, montando su verga, y él agazapó la cabeza y su semblante encontró cobijo en un lado de su cuello. Luca besó la carótida como agradecimiento.

Andrea resopló queriendo atrasar el orgasmo, posponerlo hasta que este pudiera unirse con el de él en un torrente lechoso. Apretó los parpados, presionó las mandíbulas y encogió el vientre para contener el clímax. El sudor florecía en sus sienes, escurriéndose por su columna vertebral en finos y delgados riachuelos.

Luca se contuvo para no morderla, para no dejarle el cuello marcado con la impronta de sus incisivos. Alzó la cabeza y miró las bonitas y sonrojadas facciones tomadas por el placer, los ojos vibrando bajo los parpados, la boca jugosa y sonrosada medio abierta para regular la inestable respiración. Él hincó sus manos en las amplias caderas y de un rápido movimiento la tumbó boca arriba en la cama.

Su sexo de pronto vacío protestó, emitió un sonido nada silente. Andrea, con la cabeza sobre la almohada y el resto del cuerpo acurrucado en el colchón de sábanas revueltas y desajustadas, alzó los brazos y sus manos invitaron a Graziani a que se tumbara sobre ella; sin embargo, él jaló sus piernas hacia arriba, las ajustó a sus hombros y pujó dentro. Embistió dentro de ella con tanta fuerza, con tal ímpetu que Andrea gritó.

Acometidas rápidas, fuertes; el «clap, clap» de los sexos; el golpeteó de la cabecera de la cama contra la pared; los gemidos de ella in crescendo; los suyos propios brotando de su boca de manera ronca y gutural. Luca clavó los dedos en los finos y delicados tobillos y se quedó quieto, se quedó muy quieto y anclado dentro de ella cuando Andrea sucumbió al orgasmo. La marea espasmódica y cremosa bombeó su verga, la oprimió en un puño convulso y empapado.

Los ojos debían de estar dándole vueltas en las cuencas tras el telón de sus parpados. Andrea tiritó, enfrascada en las sacudidas orgásmicas; sus pezones rígidos y más oscuros de lo normal friccionaron el torso de él al bajarle las piernas y afianzarlas a la estrechez de sus caderas.

Luca comenzó de nuevo a embestirla, pero esta vez de una manera lenta, pausada, prolongando el pulso del clímax, dilatando el asfixiante placer. La besó, engullendo los soniditos que Andrea iba prorrumpiendo. La necesidad de liberarse le pinchaba en las ingles y bombeaba en su saco escrotal, pero Graziani no quería derramarse porque una vez lo hiciera, una vez se drenara dentro de ella sería la última vez. La última vez que la tenía para él y solamente para él. Sus manos ascendieron por los trémulos flancos, acariciaron los laterales de los rellenos pechos.

Andrea ligó sus piernas en torno a las caderas de Luca, sus pies sobre las masculinas nalgas, sus pechos elevándose y empujando contra el torso. Deslizó las manos por la nuca de él y oprimió la cara contra su cuello. Sus labios quisieron acercarse al oído de Graziani y, una vez allí, susurrar lo que su corazón clamaba―:Amo solo tejadeó recordando la placa de aquella hermosa estatua en Savello. Sus ojos se toparon con los de Graziani cuando este alzó la cabeza para mirarla.― Solo a te129―gimoteó con las lágrimas escurriendo por las esquinas de sus ojos.

Acunó la cara de él bajo el calor de sus palmas y una parte de ella pereció en el beso que tomaba sus labios.

Luca abrió algo más la boca interrumpiendo el beso para resollar. El esperma que subía por su verga la endureció de tal modo que hasta le resultó doloroso, los testículos vibraron antes de que el semen bombardeara el interior de Andrea. El crucifijo que le colgaba del cuello se había pegado al esternón de ella y él, él estaba agotado. Sin salir del acogedor abrazo de los pliegues, Graziani se dejó caer sobre ella.

Bajo él y con él aún morando en su interior, Andrea buscó la postura para que Graziani no la aplastara. Besó su frente, perlada de sudor, y miró al techo. Las sombras iban mordiendo los rayos de sol, acortándolos. Suspiró con la inestable respiración de Luca arrullándola.

Él movió los dedos de la zurda para seguir con ellos la forma de la femenina mandíbula y ahora su cabeza descansaba encima de uno de los hombros de Andrea mientras seguían unidos en los vórtices de los muslos, percibiendo la piel suave, lívida y aromatizada con aquel perfume que sus papilas olfativas no iban a olvidar.

Andrea ladeó la cara entrecerrando los ojos para disfrutar del roce de los dedos de él.

―No quiero dormirme... ―susurró en dos pestañeos—. Si lo hago, perderé tiempo que podría estar contigo.

Por mucho que dijera, iba a dormirse, pues Somnus estaba vertiendo sobre ella su bálsamo soporífero e induciéndola al sueño.

―Duerme... ―murmuró Luca, contemplando como los ojos se le iban cerrando y sus facciones se relajaban bañadas en una brillante pátina de sudor, resaltada por la rojez en las mejillas y la hinchazón rojiza y carnosa de los labios entreabiertos—. Duerme, tesoro ―dijo aun sabiendo que ella ya dormía.

Él desembrolló las sábanas y cubrió con ellas los cuerpos desnudos. Al contrario que Andrea, no durmió. Se quedó en la cama, ladeado, y a pesar de la poca distancia entre sus cuerpos el frío lo invadía. El frío de no estar ya recogido en el interior de Andrea, protegido por el femenino y húmedo calor. Luca vio el tiempo pasar en la cara de ella, en la luz sucumbiendo a la oscuridad para ser aniquilada por esta. Se volvió en el colchón, miró la hora en el despertador y retiró las sábanas. Se levantó en completo silencio y se marchó a su dormitorio. Recogió ropa limpia y volvió a la habitación para meterse en el baño, ahí se duchó y, al acabar, dejó la puerta de la estancia abierta para que se filtrara un tanto de luz en el dormitorio. De ese modo y después de vestirse, pudo empezar a hacer las maletas.

De no haber sido por la mano de Luca acariciándole un hombro, Andrea no se habría despertado. Abrió lenta y somnolientamente los ojos. La figura de Graziani sentado en la cama e iluminado por la luz de la mesita de noche le llenó las pupilas.

―Son las tres ―murmuró él frotando la mano sobre su hombro para que acabara de despertarla. Andrea tenía que ducharse, vestirse y comer algo. Después había que ir al aeropuerto, así que tenía que hacer que se levantara—. ¿Querrás café?

―Con azúcar y mucha leche. ―Todo lo contrario al ristretto al que Luca era adicto.

Había dormido muchas horas, más de las suficientes según lo que decían todas las revistas a las que ella era asidua. La noche pasada no había cenado y ahora tenía un poco de hambre. Andrea estiró las piernas bajo las sábanas, la tela de estas suspiraba sobre su piel desnuda.

―Con azúcar y mucha leche ―repitió Graziani imitando el tono de Andrea.

De estar seguro de que podría hacerla verdaderamente feliz le pediría... Luca le pediría que se casaran, y se lo pediría ahora mismo de tener anillo, ¡e incluso sin él! Salvo en el terreno culinario, él nunca se había arriesgado a nada. No había cometido locuras como intentar bañarse en la Fontana dei Quattro Fiumi, no le había negado la entrada a ningún mafioso a cualquiera de los restaurantes que tenía en Roma, no había consumido drogas y tampoco se había hecho un tatuaje. Pedirle matrimonio no era tampoco una locura, «locura»... Había gente que se casaba tres días después de conocerse y se pasaban la vida juntos, y otros que se conocían desde la infancia y el matrimonio mataba el amor en medio mes. Él negó acallando el debate mental.

―Gracias.

Ella no resistió la tentación de tocarle la cara, la piel en la quijada estaba suave y libre de barba. Sonrió al bajar una mano por su nariz y pasar a sus labios, de los que recibió un beso. Luca no había dejado de ser el rey «delborderíomáximoporquemicalvalovale», aunque su faceta cariñosa y tierna, oculta bajo una gruesa capa de hielo, la tenía totalmente conquistada.

Tiró de las sábanas y se las quitó. Cuando se ladeó aún más en el colchón para remolonear, él le dio dos suaves azotes en la nalga.

―Arriba ―apuró Graziani levantándose de la cama y aprovechando para cerrarse los puños de la camisa.

Andrea en otras circunstancias le habría dado una coz... Se sentó en la cama y no se levantó, se quedó mirándolo. Con esa cara de concentrado…

―Dame ―le dijo sonriendo. Luca estiró el brazo y le permitió abotonarle el puño, que no había manera de que lograra cerrar.

―Muy amable, Bloom ―susurró, moviendo la muñeca y comprobando que el gemelo estaba en su sitio. Miró la hora en el reloj despertador y adhirió su boca a la de la mujer y le dio un beso—. Ve a ducharte.

Ella respondió a su beso e hizo lo que él le ordenó. El agua de la ducha la desveló, y al salir descubrió sobre la tapa del inodoro una muda de ropa. Todos los utensilios de maquillaje estaban dentro del neceser al igual que la colección de cremas. Todo lo que ella había tenido en el baño estaba ahora ordenado y listo para ir a la maleta. Andrea se vistió con la ropa que Luca le había dejado y, sin maquillarse, recogió los enseres y salió al dormitorio. Llenó la maleta fijándose en la ropa debidamente doblada, ni ella lo hubiera preparado con tanto cuidado. Caminó descalza a la cocina.

―Cuando acabes repasaremos si está todo el equipaje ―le dijo Graziani vertiendo la leche caliente en la taza preñada de café.

Endulzó la mezcla con tres cucharadas de azúcar blanquilla y le hizo entrega de la taza. En un plato sobre la isla de mármol, había un pedazo de la crostata del día anterior.

Andrea asintió cogiendo la taza y soplando el tambaleante humo que surgía de su café, fue a sentarse en uno de los taburetes frente a la isla de mármol y sus ojos repararon en los billetes de avión que había a menos de diez centímetros de ella.

Luca empinó el tercer ristretto y la observó comer apoyado contra uno de los armarios de la amplia cocina. La luz provenía de las luces que se encontraban sobre sus cabezas, pues la oscuridad devoraba todo a su alrededor, ni una estrella brillaba en el firmamento. Al acabar, él hizo que lo siguiera al dormitorio.

―Ven aquí ―le pidió dando dos golpecitos al colchón. Al Andrea sentarse en la cama, Graziani se acuclilló y abrió el primer cajón de la mesita de noche. Dentro de un sobre hecho con una hoja de papel en blanco estaba la alianza de compromiso de Andrea—. Dame la mano. ―Él sacó el anillo y la miró―. Por favor.

Andrea unió las manos en su regazo. Elevó la cabeza y lo miró a los ojos.

―Luca... ―No quería que se lo pusiera él, porque de hacerlo rompería a llorar de un instante a otro.

―Por favor... ―repitió por sexta vez en lo que iba de año.

Graziani, con cuidado y cierta ternura, toda la que cabía esperar de él, cogió la mano diestra de Andrea. Los finos y largos dedos se movieron contra su palma. Luca deslizó la alianza en su anular. Miró el anillo y el oro no brillaba, desde luego no como el solitario que él le compraría. Sí, le compraría un zafiro montado en oro blanco. A ella le sentaría bien con el color de la piel y haría juego con la negrura de su pelo.

Andrea apretó la mano cogiendo la de él; la alianza le quemaba, le ardía en el dedo. No iba a decirle de nuevo que le pidiera que se quedara con él, ya no iba a decirle nada. Estaba decidido y ella lo había aceptado o, por lo menos, la parte que quedaba de ella y que no había muerto hacia unas horas en la misma cama en la que ahora estaba sentada.

―Tenemos que irnos ―anunció Luca irguiéndose.

De pie, ayudó a Andrea a levantarse y, al abrazarse a su cuerpo, le besó la húmeda y oscura coronilla.

―Nos iremos como vinimos.

Andrea frustró el ademán de él por separarse al ella apretarse un tanto más contra su torso.

―Sí ―confirmó Graziani, la hora en el despertador resaltaba en números rojos—. Nos separaremos en el check-in. ―Todas aquellas horas de vuelo, juntos, sabiendo que al bajar del avión deberían convertirse en dos desconocidos, serían malas tanto para él como para ella, así que Luca no cambió los billetes―. Tú irás en turista y yo en preferente.

―Exactamente igual ―musitó Andrea enterrando la nariz en el centro del masculino pecho.

Luca olía a café, a after shave..., a casa.

―Sí ―asintió abrazándola para arrullarla entre sus brazos. Andrea continuaba siendo adicta al rosa, a los zapatos y conservaba el tic en la ceja izquierda; no obstante, no era la misma que la que había llegado dos semanas antes a Roma y él, ¡maldición!, él tampoco era el mismo. Dos semanas bastaban para enamorarse hasta el tuétano, bastaban incluso dos segundos. Mas para olvidar no bastaban ni dos segundos ni dos minutos, a veces ni toda una vida. Graziani fue soltando el abrazo y sus manos le cogieron la cara mirándola—. Tenemos que irnos.

Recogieron las maletas y dieron el último vistazo a la casa.

Luca llevó todo al coche excepto el bolso de Andrea, que le colgaba del hombro.

Ella, ya calzada, miró a su alrededor. La casona estaba en calma, la única luz que brillaba ahora era la del recibidor. Donatello se coló dentro y se frotó contra sus piernas.

―Pórtate bien.

Lo cogió en brazos y sonrió con el ronroneo del animal.

―Te va a llenar de pelos ―chistó Luca subiendo las escaleras y cruzándose con Andrea en la puerta.

Él entró, apagó la luz, puso la alarma y cerró con llave.

―No me importa. ―Andrea esperó a que él se apartara para poder dejar a Donatello sobre el felpudo—. Hazte una bolita... ―le susurró acariciándole el lomo.

Es que iba a echar de menos hasta al gato, y eso que Luca nunca le había dejado meterlo dentro y así tenerlo encima mientras estaba sentada en el sofá o en la cama.

Graziani descendió las escaleras y esperó a Andrea mientras sujetaba la puerta del copiloto.

―¿Lo llevas todo? ―Ella era «tan cabecita loca» que era probable que se hubiera dejado algo. Le sujetó el bolso mientras ella subía al coche. Al ir a entregárselo y ante el asentimiento de ella, insistió―. ¿Seguro?

―Sí.

Colocó el bolso en su regazo, aunque antes tuvo que recoger el sobre que había estado sobre el asiento. Andrea entrecerró los ojos con el golpe de la puerta al cerrarse, se puso el cinturón y miró por la ventana hacia arriba, hacia el cielo teñido de oscuridad y esponjosidad grisácea.

Luca había dejado los billetes en el salpicadero del coche después de colocar el equipaje en el maletero.

―Lleva la documentación en la mano ―le dijo para que la cogiera.

Giró la llave en el contacto y el motor del coche roncó despertándose.

―Has dicho que nos separaríamos en el check-in. ―Andrea cernió la mirada en el sobre que llevaba en su mano y leyó el «François de la Croix» escrito en la blancura del papel—. Gracias.

―No tienes por qué dármelas, tu carta de recomendación es más que merecida ―alegó con total sinceridad.

Graziani no miró hacia atrás conforme se alejaban por el camino de tierra. Cuando salieron de este y, tras varios minutos en silencio, giró la cabeza al oírla hablar nuevamente.

―No te las estoy dando por esto ―articuló Andrea mirando la carta sin abrir—. No te doy las gracias a nivel laboral, Luca.

Aunque debería, lo que había aprendido en el mes que había pasado en sus cocinas valía una fortuna.

―Tampoco me las des por eso.

Él movió la mano del cambio de marchas y la apoyó en el femenino muslo, el apretón a Andrea le valió de caricia.

El largo camino hacia el aeropuerto transcurrió en silencio o, al menos, el silencio que brindaban las respiraciones de ambos.

Luca aparcó y llegó el momento de bajar del coche. Él cargó la maleta de ruedas, la maleta de mano y la manta de cuchillos; sería mejor que lo llevara él, si no Andrea acabaría perdiendo la mitad de cosas por el camino, y eso que no llevaba tacones.

Una vez en el check-in, Andrea entregó la documentación y después Luca hizo lo propio. Ambos fueron juntos, casi pegados hasta que sus pies pisaron la zona de embarque.

Ella observó sus manos unidas, el bolso colgándole ahora de un antebrazo y dentro de este la carta de recomendación. Andrea también cargaba con la bolsa de mano; la manta de cuchillos había acabado dentro de la maleta de ruedas al pasar por la revisión del equipaje.

―Bueno... hasta aquí ―dijo tragándose el sollozo.

Cerró los ojos para retener las lágrimas en sus cristalinos.

―No te equivoques de puerta. ―Luca, que solo llevaba la maleta de mano, le subió las solapas del cuello de la parka—. En aduanas acuérdate de enseñar esto ―dijo a continuación señalándole el permiso de los cuchillos metido en el pasaporte que ella sujetaba entre dos deditos.

―No, no me equivocaré ―gimoteó luchando para mostrar entereza.

Andrea asintió a lo del permiso y sujetó con más fuerza el pasaporte.

―Y cuando tengas la entrevista con De la Croix no te pongas nerviosa, no hay motivo para ello ―recalcó sus palabras subiéndole la cabeza para que se miraran. Luca con una mano, retiró las lágrimas que mojaban su cara—. Utiliza la cabeza, piensa las cosas antes de hacerlas y, si algo no lo tienes claro, no te arriesgues...

―Y no tengas miedo, todo irá bien ―acabó Andrea por él.

Estiró las esquinas de su boca y sonrió, una sonrisa trémula y lluviosa, pues las lágrimas saltaron de sus ojos y corrieron por su cara.

―Sí, todo irá bien, tesoro ―asintió él acariciándole los labios, aquellos labios gruesos y rosados. Graziani se bebió su sonrisa al besarla, la besó apurando el oxígeno de sus pulmones. El hielo de sus ojos se fundió, volvió a su estado líquido y batalló con los lagrimales para rebosar de ellos—. Todo irá bien ―murmuró apartándose lentamente de ella.

Luca la miró, Andrea tenía los ojos cerrados y la sombra de su beso estaba en sus labios.

Se fue, se fue su sabor, se fue su olor, se fue su calor también... Él por entero se marchó dejándola ahí sola y torturada. Andrea no miró hacia atrás ni hacia delante o a los lados; no fue a buscarlo, se quedó quieta durante varios minutos que le supieron a eternidad y después..., después fue a sentarse a la sala de embarque. Una vez llamaron por megafonía, hizo como las ovejas, siguió a la multitud y lo buscó, lo buscó con la mirada, pero... no lo vio.

Luca se las arregló para salir del aeropuerto. Con las dos manos en el volante aceleró por la autopista, conduciendo de vuelta a la casona. El hecho de estar con Andrea en el avión, por mucho que fuera a distancia, se le hacía insoportable. Iban a compartir el mismo oxígeno y las posibilidades de encontrarse por un motivo u otro en el avión mismo o al subir o al bajar, hasta incluso a la hora de recoger las maletas, eran demasiado altas.

Porca miseria130 ―sollozó golpeando una mano contra su rostro para arrastrar las lágrimas que le empapaban la cara.

En la radio, encendida para paliar el sonido de su propio llanto, sonaba When I was your man131. Incluso Italia FM estaba en su contra. Graziani llegó a la casona, salió del coche y, sacando las llaves del bolsillo del pantalón, abrió la puerta. Dejó fuera a Donatello, que se desperezó en el felpudo al verle llegar. Luca desactivó la alarma y cerró de un portazo, zanqueó al dormitorio y se dejó caer en la cama, con las sábanas revueltas, vestido y calzado.

Un par de horas más tarde, una segunda llave giró en la cerradura de la puerta principal de la casona. Pasos aproximándose a la habitación, una mano posicionándose en la puerta entreabierta y empujando la madera para que esta se abriera.

―Sabía que no te habías ido... ―suspiró Andreas mirando la cama.

Allí estaba él, aunque ahora se encontraba sentado en una esquina de la cama con... una bata sobre las piernas, una bata blanca con millones de caras de Hello Kitty.

―Lárgate, Andreas ―espetó Luca apretando la prenda bajo la fuerza de sus manos. La había descubierto colgada detrás de la puerta del baño, Andrea se la había dejado y en ella estaba impregnado el olor de la femenina piel. Luca izó la cabeza y miró a su hermano―. Lárgate de una vez ―insistió con un carraspeo.

―La última vez que te vi llorar tenías ¿siete... ocho años? ―lanzó la pregunta al aire.

Andreas jugó con las llaves en su mano a la par que miraba los ojos enrojecidos de Luca, Donatello ronroneaba entre sus piernas.

―Te apropiaste de mi tren y le jodiste la locomotora ―escupió él acordándose de aquello como si fuera ayer.

―Y el abuelo me las hizo pagar

Medio rio Andreas apoyándose a un lado del marco de la puerta.

Luca negó sacudiendo los hombros, la risa enronquecida emergió de sus cuerdas vocales y vibró en sus pulmones.

―Sí, te las hizo pagar ―afirmó al hacer memoria.

El abuelo Massimo le dio tal somanta de azotes a Andreas que este no pudo sentarse en toda la tarde.

―Si necesitas hablar. ―Él se enderezó y agitó las manos haciendo tintinear las llaves—. O emborracharte en compañía. ―Andreas giró sobre sus pies; no obstante, antes de eso se inclinó para coger en brazos a Donatello—. Estaré en el restaurante, solo llámame y vendré directo.

Era el hermano mayor y, por tanto, el deber de cuidar de Luca le corría por las venas. Andreas era la persona que el abuelo había dejado al mando, por mucho que él supiera que este siempre había sentido más debilidad por Luca, seguramente porque eran iguales. El mismo carácter.

―Andreas ―llamó Luca haciendo que este se detuviera y lo mirara―. Gracias.

Y aquel era el séptimo y último gracias de ese año.

El avión sobrevolaba cielo americano, las barras y estrellas de la bandera arropaban la tierra que se divisaba por la ventanilla.

Andrea durmió la mitad del viaje y al hacer escala en Nueva York pudo estirar las piernas. Al subir al segundo avión, buscó a Luca en el recorrido del pasillo de embarque, pero tampoco lo vio... Tomó asiento y le mandó un mensaje de texto a Grant avisando de que llegaría a Dulles en, aproximadamente, hora y media. Ese tiempo lo pasó mirando por la ventanilla, en silencio, en la soledad que le brindaba un avión repleto de gente y un alma hueca, vacía.

Megan esperó a Andrea con un chaquetón invernal, pues fuera hacía frío. Se abrió paso entre las gentes que aguardaban como ella a los recién llegados.

Andrea, con la maleta moviéndose tras de sí, la manta de cuchillos, la bolsa de mano y el bolso, apretó el paso al ver a su madre esperándola. Los brazos la acogieron y la mecieron en aquel vaivén suave y maternal.

―Hola, cariño... ―saludó Megan, empujando a Andrea para que se quedaran a un lado y no molestar—. Ven aquí.

La arrulló acariciándole la corta melena, sus labios besaron la mejilla cuando su hija apoyó su cachete contra su cara y alzó las manos para pasarle sobre los hombros el chaquetón.

Andrea rompió a llorar. En este mes de octubre estaba batiendo el récord de lloros, no había llorado tanto en toda su vida. El calor de la chaqueta no la consoló, no calentó su alma.

―Vamos al coche. ―Megan cogió la manta de cuchillos y la maleta de ruedas y, con el brazo libre, rodeó la cadera de esta—. Vamos, vamos al coche.

Andrea la siguió porque no tenía otra. Miró hacia atrás, hacia las puertas que ella había cruzado por si milagrosamente él asomaba la cabeza, pero... Luca no estaba y no lo estaría más. Negó y miró esta vez hacia el frente, el frío la abofeteó al abrirse las puertas del exterior. Encogió los hombros sintiendo como las lágrimas en su cara se cubrían de escarcha.

―¿Por qué nunca me haces caso? ―se lamentó Megan, estirando el cuello para mirar un tanto más allá en el aparcamiento, divisó el coche y tiró de Andrea hacia él.

―Mamá, por favor... ―suplicó Andrea no queriendo oír una de sus largas y machaconas charlas.

Con ayuda de su madre, subió el equipaje al coche, se frotó la cara con sus heladas manos y subió al vehículo, descansando el cuerpo en el mullido asiento. Estaba cansada, muy cansada, y tenía las piernas entumecidas y el cuello afectado por una creciente torticolis.

―Te dije que acabarías con las bragas en los tobillos y ¿qué ha pasado? ―Megan cerró la puerta de su lado y poniéndose el cinturón exclamó―: ¡Justamente eso!

Sin poner en marcha el motor la miró. Andrea parecía enferma, estaba pálida salvo en la zona de las ojeras; ahí estas pesaban como dos losas negruzcas.

El brillo en sus ojos se había extinguido. Se cubrió de cuello para arriba con el chaquetón, que ejerció de manta, se encogió en el asiento y buscó un poco del sol que iluminaba con timidez. Cerró los ojos y suspiró sin mediar palabra.

―Te habrás protegido, ¿no?

Megan se lo preguntaba con conocimiento de causa. Así y todo había intentado educarla debidamente en el terreno sexual. «¡Póntelo, pónselo!».

―Sí, mamá ―la interrumpió sabiendo por dónde iba.

Andrea subió las piernas, las colocó encima del asiento y las acercó a su pecho; movió el bolso a un lado y cerró con más fuerza los parpados sobre sus cansados ojos.

―Mira que...

―Mamá llevo un DIU.

Ese «paragüitas» llevaba ahí dentro tres años y hasta el momento había funcionado como cabía esperar.

―Tú sabes la cantidad de niños DIU que hay por el mundo. ―Ella conocía a cuatro, cosas más raras se habían visto. Megan se estiró en el asiento y peinó hacia atrás el corto cabello de su hija—. Cariño, yo lo digo porque...

―¡Por el amor de Dios, mamá, estoy fatal y tú solo te preocupas por si me han hecho un bombo! ―chilló Andrea volviéndose en el asiento y zafándose de la mano de esta―. ¡Luca no es como mi padre, y yo tampoco soy como tú! ¡No me he acostado con él a la primera de cambio!

Megan se quedó mirándola con la mano en alza.

―Perdóname ―dijo pocos segundos después del último chillido de Andrea—. Perdóname por preocuparme por ti ―pidió negando con la cabeza y subiendo las manos como si su hija estuviera apuntándola con un arma.

Andrea cerró los ojos e inhaló profundamente, dándose cuenta de lo «burra» que había sido.

―Lo siento ―susurró negando―. Mamá, lo siento ―insistió abriendo los ojos y cogiéndola por un antebrazo―. Perdóname, por favor.

Megan suspiró mirando al frente y dio dos golpecitos en la mano de su hija.

―¿Qué vas a hacer? ―le cuestión mientras ponía el coche en marcha.

―Volver a casa ―respondió Andrea sin rodeos.

Retomó la posición en el asiento, y eso que su bolso se había caído y había medio volcado el contenido en la alfombrilla.

―¿Y ya está?

―He tenido una aventura antes de casarme.

―Andrea...

―No voy a contárselo jamás a Samuel.

―Andrea...

La misma Andrea que ahora miraba por la ventanilla viendo el paisaje correr al ritmo del coche.

―Quiero a Luca como nunca en la vida podré querer a Samuel ―masculló. Las palabras dolían al salir de su boca, le lastimaban la lengua y los dientes―. Y no puede ser, se acabó la historia.

Una historia que le dolía en todo su cuerpo.

Megan deslizó la mano del cambio de marchas hacia una de las recogidas piernas de Andrea y le acarició el muslo.

Esta contuvo el aliento, giró la cabeza hacia la mano de su madre y estiró las piernas viendo como su mano seguía en su muslo. El gesto le recordó a Luca, aquel gesto silencioso en el coche, pero cargado de significado.

―Samuel es muy diferente a Luca mamá. Samuel es un pasota.

―Tú también has sido una pasota estos últimos días.

Andrea no queriendo admitir que su madre tenía razón cambió de tema, no quería reconocer que había «ignorado» a Samuel mientras enloquecía por Luca.

―Es muy probable que François de la Croix me dé trabajo, así que no tengo motivos para estar triste ―explicó sin apartar la mirada de la mano.

Megan la llevó a su casa, a la casa familiar y no al apartamento que Andrea tenía alquilado con Samuel. Arriba, en las escaleras, frente a la puerta entreabierta, estaba Grant esperándolas.

Andrea abrió la puerta y bajó del coche olvidando el bolso intencionadamente, pues quería subir las escaleras y echarse en aquellos brazos que tan paternos le resultaban. Al sentirse estrechada en ellos cerró los ojos dejándose mecer, mas algo fallaba... Por muy buenos que fueran los abrazos de Grant, le iban a faltar los de Luca y los de la nonna Giuliana, las risas de Stella y las descaradas y a la vez desternillantes miraditas de Tiziano.

―¿Qué tal el viaje? ―interrogó Grant acariciando la corta melena de Andrea, la tomó por los hombros y miró su... mala cara―. Ya veo ―dijo esta vez pellizcando cariñosamente las mejillas de ella―. Bueno, vamos a ir a tomar un café.

Su madre estaba subiendo las escaleras con su bolso y el chaquetón, el equipaje se quedaría en el coche hasta que fueran a su apartamento. Andrea caminó al lado de Grant pegado a su cuerpo, ya que este la llevaba cogida por las caderas. Ella miró al cielo, al sol, y supo que, a pesar de ser el mismo astro, allí no calentaba ni iluminaba igual que en Roma. Miró más atrás, el asfalto, que nada tenía que ver con la oscura tierra de los viñedos. El olor de la ciudad no era el del campo y el café de Grant... El café de Grant estaría mejor que el de Luca, pero hasta ese menjunje negruzco lo iba a echar de menos. Andrea entró en la casa y no pensó en llamar a Cathy ni a Samuel. No pensó en él ni cuando aquella noche compartió la misma cama.