Capítulo 2

Inés llegó al bar a la mañana siguiente dispuesta a empezar la nueva etapa de su vida. Estaba nerviosa, nunca antes había trabajado y mucho menos atendido a un público. Pero había decidido hacer caso a Hugo y empezar por los desayunos y tan difícil no debía ser poner un café y unas tostadas sobre la barra de acero y madera. Llevaba años haciéndolo en casa y su tía no era precisamente una mujer fácil de agradar.

La cancela estaba cerrada cuando llegó, y mirando el reloj comprobó que aún no eran las siete y media, hora de apertura del bar, según le había informado Hugo el día anterior.

Apenas unos segundos después una moto grande y ruidosa subió a la acera y se detuvo a su lado, y la figura vestida de negro que descendió de ella hizo que se le encogiera el estómago. No iba a ser fácil trabajar con Hugo Figueroa, estaba segura de ello.

Él se quitó el casco y se sacudió la larga melena negra que le caía sobre los hombros.

—Buenos días, doña Inés. ¿Has dormido bien esta noche?

—Sí, claro. ¿Por qué no iba a hacerlo?

—Porque tienes todo el aspecto de no haber pegado ojo.

Tuvo que reconocer que era verdad, que había pasado mucho rato dando vueltas en la cama sin poder dormir, pero se moriría antes que confesárselo. La aventura que estaba empezando la asustaba, pero estaba decidida a seguir adelante y a salir victoriosa. Era cierto que había pasado toda su vida encerrada en un pueblo, protegida por un entorno conocido, con un plato de comida en la mesa y pocas preocupaciones; pero había decidido cambiarlo todo y dar un giro de ciento ochenta grados a su vida, y una vez tomada la decisión no había marcha atrás. Por mucho que la aterrase. ¡A obstinada no le ganaba nadie!

Hugo levantó sin esfuerzo la reja que protegía el bar de posibles asaltantes y le cedió el paso.

—Entra. Luego haremos una copia de las llaves para ti, para que puedas abrir si llegas antes.

¿Cuántas copias hay?

—Aparte de la mía, una para Marieta, la chica que viene al mediodía y otra que tiene el administrador. Pero por supuesto, tú como propietaria debes tener la tuya… aunque quizás prefieras que yo devuelva la mía y encargarte tú de abrir y cerrar.

—No, no… veo que lo tienes todo bien controlado, de modo que dejémoslo así. Yo tendré una por si tú te retrasas algún día. De momento lo dejaremos todo como está y más adelante veremos.

Habían entrado al bar. Hugo encendió las luces y la precedió hasta una pequeña habitación situada junto a los baños donde colocó el casco en una estantería y se quitó la liviana cazadora que vestía. Se despojó también de la camiseta azul que llevaba debajo sacándola por la cabeza con un ligero movimiento que pilló desprevenida a Inés. Desvió inmediatamente la vista, enrojeciendo de nuevo contra su voluntad. Hugo disimuló la sonrisa que apareció en su boca y no dijo nada, mientras agarraba una camiseta negra del estante y se la ponía, despacio, para darle tiempo a echar una segunda ojeada si le apetecía.

Inés se maldijo una vez más a la par que se preguntaba si en verdad existían hombres con un cuerpo como el que acababa de atisbar durante unos segundos, o había sido una alucinación.

—Me salgo para que te cambies —dijo él recogiéndose el pelo con una goma, como lo tenía el día anterior.

—Yo ya vengo vestida desde casa —dijo quitándose el jersey fino que llevaba encima, y dejando ver una camiseta negra y holgada de manga corta y escote cerrado hasta el cuello.

—Chica precavida. Pues a trabajar entonces, te enseñaré cómo funciona la cafetera y los distintos tipos de cafés que te pueden pedir.

Apenas se situaron detrás de la barra, una señora alta y morena entró en el bar.

—Ahí está Encarna —dijo Hugo—. Es nuestra cocinera.

—Buenos días —saludó esta al entrar.

—Buenos días. Yo soy Inés Montalbán, la nueva propietaria.

La mujer miró a Hugo sorprendida.

—No me mires así, yo me enteré ayer. Lorenzo ha fallecido y la señorita ha heredado el bar. Y tiene intención de gestionarlo y trabajar en él. O de intentarlo, al menos —añadió soltando una risita.

Inés lo miró enfurecida, pero incapaz de encontrar una réplica a sus palabras.

—Este bar es cosa seria, muchacha… pero cuenta con mi ayuda si la necesitas.

—Gracias, Encarna.

—Me cambio en un segundo, Hugo, y me pongo con la masa de los churros.

Entró en la habitación donde habían dejado las cosas personales y salió poco después vestida con un uniforme blanco y azul de rayas finas y un gorro cubriéndole el pelo.

—Lista. Inés, ven a la cocina si quieres y te puedo ir enseñando a hacer la masa.

—Mejor que aprenda primero cómo se preparan los distintos cafés, que luego va a ser un lío explicárselo. Ya sabes cómo se llena esto en un rato.

—Como queráis. Dentro estoy si me necesitas.

—Bien.

En cuanto Hugo empezó a moverse detrás de la barra Inés se dio cuenta del escaso espacio del que disponían. La presencia masculina a su lado se hizo más intensa, y no pudo evitar sentirse incómoda. Nunca antes había estado tan cerca de un hombre, y mucho menos joven y atractivo como aquel. Trató de olvidar los abdominales que había visto un rato antes, del tipo que solo se veían en el cine. Del tipo que ella nunca había tenido cerca. Trató de centrar su mente en las explicaciones que él le daba sobre la medida del café que debía echar en el casillero.

—Inés… ¿Dónde estás?

—Eh… ¿Qué?

—Te estaba diciendo que pongas tú este café. Pero ni escucharme ¿no?

—Estaba tratando de asimilar lo que me estabas diciendo.

—Y yo me lo creo. No podías estar más roja, cariño. ¿Has dejado algún buen mozo en el pueblo y estabas añorándole? ¿Recordando la despedida, quizás?

—Quizás.

—Pues deja las ensoñaciones atrás y vamos al trabajo. En un rato esto estará lleno de gente y no voy a poder explicarte nada.

—De acuerdo.

Trató de concentrarse en la forma de rellenar la cafetera, en las proporciones de café y leche para las distintas modalidades. Palabras como café con leche, cortado, largo de café, corto de leche, capuchino, expreso... bailaban en sus oídos mientras observaba los gestos que hacía Hugo con las manos y trataba con disimulo de alejarse un poco sin que él se diera cuenta.

No lo consiguió. Él era muy consciente de los esfuerzos de Inés por aumentar la distancia entre ambos centímetro a centímetro y se preguntó si se sentía incómoda con la cercanía de todos los hombres o solo con la suya.

—Bueno… creo que eso es todo. ¿Crees que podrás hacerlo?

—Por supuesto que sí.

—Pues demuéstramelo y prepárame un expreso. Aún no he desayunado. ¿Y tú?

—No. No suelo tomar nada recién levantada.

—Pues ahora vas a tener que hacerlo, o esperar casi hasta mediodía. ¿Tostada o churros?

—Tostada.

¿Entera, media, normal, integral, de molde?

—Cualquiera —dijo con una ligera exasperación.

Hugo lanzó una risita. Sabía que la estaba intimidando en vez de ayudarla, pero no podía dejar de hacerlo. La señorita Inés Montalbán le divertía mucho.

Entró en la cocina para preparar las tostadas, momento que Inés aprovechó para preparar los cafés siguiendo las instrucciones que Hugo le había dado un momento antes. Esperaba hacerlo bien y no ver burla en los ojos negros de él, esos ojos que le causaban un leve desasosiego cuando la miraban con fijeza.

Cuando él salió con dos platos con tostadas en las manos ya ella había colocado los cafés sobre la barra, a una distancia considerable uno del otro. Hugo sonrió y no dijo nada. Se limitó a dar un sorbo al suyo y aprobar el trabajo.

—Está bueno. Pero si aprietas un poco con la cucharilla el café molido en el casillero estará aún mejor.

—Bien

—Las tostadas te las he puesto con mantequilla, no me especificaste nada.

—Están bien así.

De pie detrás de la barra compartieron el desayuno y antes de que terminaran entró el primer cliente del día.

—Acaba de comer tranquila, yo me ocupo —dijo Hugo levantándose y ocultando su plato bajo la barra.

—Gracias.

A ese primer cliente siguió otro, y otro… En poco tiempo el bar estaba tan lleno que apenas se veía un hueco en la barra y las pocas mesas que había desperdigadas por el interior estaban ocupadas también. Inés, aturrullada, intentaba seguir el ritmo mientras observaba a Hugo moverse con soltura poniendo cafés, tostadas, churros… sin confundirse ni cambiar las consumiciones como le había pasado a ella un par de veces. Aquello era una locura y no sabía cómo él podía llevarlo a cabo solo y con la rapidez con que lo hacía. Al final, para no entorpecer tuvo que limitarse a sacar tostadas y raciones de churros de la cocina y entregárselas a él para que las sirviera.

Con las prisas, y debido al angosto espacio de que disponían, habían tropezado en más de una ocasión e Inés no pudo dejar de pensar mientras sentía el rubor cubrir su cara una y otra vez, que se había rozado más con un hombre aquella mañana que en sus veinticinco años de vida. Tenía que superar eso si quería seguir trabajando allí, porque los ojos negros de Hugo se llenaban de regocijo cada vez que ella enrojecía después de que sus caderas hubieran chocado o sus brazos desnudos se hubieran rozado al intentar coger el mismo platillo o una taza.

Poco a poco los clientes se fueron espaciando y el bar se despejó, quedando solo algunos rezagados en las mesas que se recreaban leyendo un periódico o tomando su desayuno con calma.

Hugo se afanaba en colocar tazas, platos y cubiertos en el lavavajillas industrial sin decir palabra e Inés trataba de descifrar en su rostro la opinión que su desastrosa actuación había causado en él. Cuando al fin el bar se quedó vacío se atrevió a preguntarle.

—Lo he hecho fatal ¿verdad?

Hugo cruzó los brazos sobre el pecho y la miró con sus penetrantes ojos negros. El maldito rubor volvió a avergonzarla, recordando los leves roces tras la barra.

—No peor de lo que esperaba.

¿Lo dices para animarme?

—Vamos a ver, Inés… Desde el momento en que cruzaste esa puerta ayer supe que este no era un lugar para ti. Después, cuando me dijiste que querías trabajar aquí, pensé que estabas loca. Ahora no voy a decirte que lo has hecho de maravilla porque no es así. Has estado lenta, has confundido comandas, has derramado dos cafés y no te has achicharrado con ellos de puro milagro. Pero me has demostrado que tienes ovarios para intentarlo, de modo que supongo que con el tiempo llegarás a hacerlo bien... —Alargó la mano y le colocó detrás de la oreja un mechón de pelo que se le había caído sobre la cara—, si consigues centrarte en lo que haces. Si no andas todo el tiempo evitando rozarte conmigo. Esto es un bar, detrás de la barra hay apenas un metro hasta la pared, y dos personas trabajando en un espacio tan reducido tropiezan a menudo sin poder evitarlo. No hay nada sexual en ello, son roces debido al trabajo, sobre todo en los momentos de más clientela, cuando todo el mundo quiere su desayuno al instante porque llega tarde o porque tiene hambre. No voy a comerte porque se rocen nuestros brazos, ni siquiera nuestros culos. Cuanto antes entiendas eso y dejes de ponerte roja como un tomate a cada momento, antes aprenderás a hacer bien tu trabajo.

Las palabras de Hugo y su mirada fija en ella no estaban ayudando a que el sonrojo bajara. Inés se mordió los labios y asintió con la cabeza.

—Lo conseguiré… debes darme tiempo… no estoy acostumbrada a tener hombres cerca…

Él no pudo evitar dar un paso y acercarse un poco más. Para que se fuera acostumbrando, se dijo, aunque en su cabeza una vocecilla le respondió que no, que era para verla sonrojarse un poco más. Por algún motivo el azoramiento de Inés en su presencia le divertía muchísimo. Y hacía mucho tiempo que una mujer no le divertía.

Inés se encogió un poco pero no se movió. El cuerpo de Hugo había entrado en la zona de espacio vital que ella consideraba infranqueable, pero aguantó sin alejarse. Él sonrió observando cómo la zona roja de su cara se extendía por su cuello e incluso los brazos, pero continuó quieta aceptando su presencia. Tenía agallas, la chica. Decidido a darle un respiro, y alejándose unos pasos, le dijo:

—Cuando termine el lavavajillas, puedes ir colocando todo en los estantes. Mientras, voy a echarle una mano a Encarna en la cocina.

—De acuerdo —contestó aliviada. Estaba sobreviviendo a su primera jornada laboral. A su primer día en el mundo real.