CAPÍTULO 4
Mientras Silvia, Lola y yo intentamos poner remedio a todo este caos, mi mente va recordando cada una de las situaciones en las que he consentido que se saliera con la suya. Como cuando me regaló los zapatos. Fue después de lo que pasó con Lola en El Cultural. Mario me llevó a una pequeña casita de madera en mitad de la sierra.
* * *
—¿Es tuya? —pregunté antes de salir del coche. Se veía preciosa entre los árboles.
—No, de Jaime, el amigo al que ayudo a servir copas los fines de semana. Era de sus abuelos y a él, con el bar, no le queda mucho tiempo para poder venir, así que yo soy el afortunado que puede disfrutar de todo esto de vez en cuando.
—¿Y vienes mucho? —planteé, curiosa.
—Sólo cuando quiero impresionar a alguien —me dijo con sarcasmo.
Cuando entramos, vi una enorme chimenea presidiendo la estancia; frente a ella, un sofá y un sillón. A la izquierda, una pequeña cocina junto a una mesa redonda de roble. A la derecha, dos puertas.
—El baño y el dormitorio —me indicó, señalándolas.
Me dirigí hacia una de ellas y, al abrirla, descubrí una cama de madera oscura con dosel y sus mesillas a los lados.
—¡¡Has visto esto, Mario!! ¡¡Es preciosa!! —exclamé maravillada.
—Sí, ya te he dicho que aquí es donde impresiono a las chicas —dijo rodeándome por la espalda—. ¿Quieres que la probemos?
Nerviosa y emocionada, contesté que sí. Ésa era su manera de pedirme perdón y yo no iba a ser quien iba a decirle cómo debía hacerlo. Así que comenzó a deshacerse de su ropa y yo lo imité. Cuando los dos estuvimos completamente desnudos y el uno frente al otro, me agarró en brazos y me dijo:
—¿Es así, no? Es así como pone en esos libros que tanto te gustan cómo se debe conquistar a una mujer.
—Sí, más o menos así es —respondí embelesada, antes de que los dos nos dejáramos caer sobre la cama y sus manos se perdieran en mi cuerpo.
Aquella mañana comenzó bien; no hubo fuegos artificiales, pero ya estaba acostumbrada. Lo importante fue que disfruté de sus muestras de cariño y para mí eso era suficiente. Además, teníamos todo el fin de semana por delante y se preveía aún mejor. Mario preparó la comida mientras yo permanecí tumbada en el sofá con una de mis novelas.
—Cuando lees, no me haces caso —me comentó seriamente.
—¿Estás celoso de los hombres que aparecen aquí? —me mofé de él.
—No seas ridícula, por favor. Sólo digo que no me gusta que me ignoren —contestó ofendido.
—¡Está bien...! Si lo que pretendías era que te ayudara a hacer la comida, tan sólo tenías que pedírmelo —le dije con dulzura.
Las horas pasaron volando y, poco antes del atardecer, me propuso dar un paseo que yo acepté encantada. Vi que cogía una mochila de monte, pero no le pregunté qué era lo que llevaba en ella; imaginé que sería agua y algo para comer. Cuando apenas habíamos andado media hora, llegamos a un claro precioso por el que pasaba un pequeño riachuelo unos metros más allá.
—Vamos a parar aquí a descansar un ratito —me indicó, sacando de la mochila una gran manta. Nos sentamos sobre ella y anunció—: Tengo una sorpresa para ti. —Luego me entregó un paquete.
Yo no podía creer lo afortunada que era; estaba comenzando a vivir algo digno de un best seller. Me encontraba en un lugar de ensueño junto a un hombre del cual me estaba enamorando perdidamente y que, encima, cuando se lo proponía, era el ser más detallista del mundo. Eso pensé mientras desenvolvía con sumo cuidado el regalo.
Al quitar el papel, vi una caja de zapatos y primero pensé que me había comprado unas botas de montaña, pero, cuando la abrí y contemplé lo que contenía, me sorprendí.
—¡Son preciosos! —exclamé emocionada.
—¿Te gustan?
—¡Me encantan! —afirmé, acariciándolos y sin poder apartar la vista de ellos.
Eran unos zapatos espectaculares y nada baratos. Tanto el tacón como la pequeña plataforma que tenían estaban decorados con miles de diminutos cristales rojos que le daban un toque muy elegante. El resto del zapato estaba forrado de seda y tenía una pequeña abertura delantera.
—¡Pruébatelos! —me animó.
—¡¿Aquí?! —solté con asombro, mirándome de arriba abajo; no llevaba la ropa adecuada para ese tipo de calzado. Además, los tacones se iban a clavar en la tierra y no quería estropearlos.
—¿No te gustan? —dijo oscureciendo la mirada.
—¡Estás de broma! ¿Cómo no van a gustarme?
—Entonces... ¿por qué no te los pruebas? Estoy deseando verte con ellos puestos.
—Está bien —accedí entusiasmada, quitándome las deportivas.
—Ponte de pie y déjame que te vea.
Hice lo que me pidió, pese a que la estabilidad ahí era un tanto complicada, pero, aun así, desfilé como la mejor de las modelos sobre la manta.
—Se te ve preciosa con ellos puestos y... ¿sabes lo que me gustaría de verdad? —planteó recostándose sobre un codo.
—¿El qué? —contesté ilusionada, recostándome sobre él y rodeando su cuello con mis brazos.
—Verte sólo con los zapatos puestos —me susurró cerca de los labios.
—En cuanto lleguemos a casa, me los vuelvo a poner —respondí antes de besarlo.
—Sara, no me estás entendiendo. Es aquí donde te quiero ver así —aclaró con esa mirada peligrosa que me volvía loca.
—¡Aquí! Pero es de día y podría vernos alguien —argumenté más roja que un tomate maduro, mirando en todas las direcciones.
—Está bien, Sara; si no quieres, no lo hagas —replicó deshaciéndose rápidamente de mi abrazo y poniéndose de pie.
— ¡Espera! No te enfades.
—No me enfado —contestó cortante—. Lo que pasa es que te acabo de regalar unos zapatos de más de cuatrocientos euros con los que llevo soñando verte desnuda frente a mí desde que te los compré y me parece muy desconsiderado por tu parte que no me lo agradezcas. Pero no pasa nada, Sara; vámonos.
Al oírlo pensé que tenía razón, que tampoco me estaba pidiendo tanto. No nos encontrábamos en medio de la Gran Vía. Allí sólo estábamos él y yo. Además, días antes estuve a punto de hacerlo en un parque. ¡Claro que llevaba unas cuantas copas de más, pero, ¿no me había dicho a mí misma que quería nuevos retos...?!, me recordé mentalmente.
—Tienes razón, perdona —anuncié decidida.
—Sara, no quiero que te sientas obligada, lo que pasa es que me hace mucha ilusión...
—No quiero irme, los zapatos son fantásticos, esto es precioso y, además, estamos solos, ¿no es cierto? —argumenté insegura, encogiéndome de hombros, pero decidida a complacerlo. Notaba cómo los nervios se acumulaban en mi interior y aún los siento ahora al recordar ese momento. Porque, pese a todo lo cretino que puede llegar a ser, me excitaba cuando Mario me miraba deseando algo de mí y más cuando al fin lo conseguía.
Entonces él volvió a recostarse para ver cómo, poco a poco, me quitaba la ropa. Mis movimientos resultaron torpes, pero ver cómo Mario disfrutaba al observarme me infundió el valor suficiente como para seguir haciéndolo. Cuando por fin estuve completamente desnuda, me puse de nuevo los zapatos y dejé que me observara detenidamente mientras mis brazos intentaban cubrir mis pechos y mis manos escondían mi pubis. Yo permanecía de pie, nerviosa y expuesta en medio de la naturaleza. Los pájaros contemplaban curiosos la escena, mientras no paraba de pensar a qué estábamos esperando o qué era lo que debía hacer a continuación. Su excitación era evidente a través del pantalón, pero Mario no hacía nada, excepto mirarme. Así que, después de un rato, le pregunté, inquieta y con timidez:
—¿Me puedo vestir ya? Estoy comenzando a tener frío.
—Chist... —susurró, poniendo su dedo índice sobre sus labios, haciéndome callar—. Separa las piernas y pon tus brazos a ambos lados de tu cuerpo. Déjame verte y disfrutar de este momento —me ordenó sin apartar la vista de mi cuerpo. Después de un rato, que a mí se me hizo eterno y en el que me sentí demasiado incómoda, añadió—: Ven, túmbate aquí a mi lado, pero no te los quites —me indicó cuando hice amago de desprenderme de ellos.
Me tumbé boca arriba y Mario cubrió mi cuerpo con el suyo. Y al sentir el contacto de sus brazos, me relajé un poco. Él notaba la tensión de mi cuerpo y estoy segura de que eso le encantaba. Saber el efecto que llegaba a tener en mí era algo que alimentaba su ego y lo hacía sentir poderoso. En esos instantes yo no lo veía así, pero ahora no me cabe duda de que siempre ha sido de ese modo. Porque nunca decía nada para tranquilizarme cuando percibía que me sentía tensa en determinadas situaciones. Él simplemente se dedicaba a mirarme a los ojos con tanta intensidad que lograba desarmarme. Era entonces cuando yo le entregaba mi cuerpo completamente, para que él se adueñase de mi ser de la marera que considerase oportuna. Parecerá una locura, pero me gustaba ese control que ejercía sobre mí, porque sabía que merecía la pena abandonarme en sus manos cuando me miraba así. Y cuando por fin notaba que yo era toda suya, comenzaba a adueñarse de mis sentidos.
Mario lamió uno de mis pezones con delicadeza y éste, al percibir el contacto con su lengua, se endureció.
—Abre las piernas, Sara —me exigió sin levantar la voz, mientras comenzaba a quitarse la camiseta y los pantalones—. Más —insistió con una sonrisa perversa al ver que tan sólo las había separado un par de centímetros—. Quiero que las abras tanto como puedas —me exigió con voz ronca, disfrutando de la rigidez que manifestaba mi cuerpo y de su control sobre mí.
Aun así, recuerdo como si fuese ahora mismo que estar allí, abierta de piernas exageradamente, desnuda, a la luz del atardecer, con la sensación de poder ser pillados en cualquier momento y observada por una multitud de pájaros desde las copas de los árboles, me excitó. Me excitó ver cómo me miraba Mario, como si hubiera soñado con ese instante y no terminase de creerse que lo que estaba sucediendo era real. Notar cómo acariciaba mi piel y la delicadeza que sus dedos desprendían provocó en mí algo que hasta entonces jamás había experimentado. A continuación hundió su lengua entre mis muslos y, minuciosamente, jugó con ese punto que hasta el momento estaba entumecido, consiguiendo que anhelara perdidamente que estuviera dentro de mí. Ya no me importaba nada. Creo que en ese instante me hubiera importado más bien poco que un millón de personas contemplara lo que Mario me estaba haciendo sentir, lo que nadie hasta entonces había conseguido que sintiera. Logró despertar en mí algo que yo ni siquiera sabía que poseía, algo que llevaba demasiado tiempo dormido. En mi interior una quemazón aumentaba por momentos y él era el único que sabía cómo extinguir ese fuego que abrasaba mis entrañas. Llegué a pensar que, como siguiese así, llegaría a perder el conocimiento. Justo en ese instante entró dentro de mí, con fuerza, haciendo que yo me derritiera entre sus brazos con cada embestida. Sus caderas arremetían contra las mías y lentamente volvía a salir para repetir la operación una y otra vez. Hasta que ya, por fin, mi cuerpo desmadejado estalló de placer, y él conmigo. Permanecimos un par de minutos así, en silencio, hasta que Mario se puso de pie y comenzó a vestirse. Fue entonces, después de regalarme el orgasmo más intenso de mi vida, cuando me dijo mirándome desde arriba:
—Los zapatos son perfectos, el lugar ideal y tú estás increíble con ellos puestos, pero... ¿sabes lo único que ha fallado en todo esto?
—¿¡El qué!? —pregunté perpleja, saliendo de golpe de mi burbuja, mientras lo observaba sentada, desde abajo. Para mí había sido algo maravilloso; las veces anteriores me había gustado, pero lo que me hizo sentir aquel día fue algo impresionante y pensé que él también había sentido lo mismo, por eso no comprendí a qué se refería.
—Que no vas completamente depilada. Me gusta sentir la suavidad de tu piel. Pero no me hagas caso, tan sólo es una sugerencia. Ha sido perfecto, Sara. Quítate los zapatos y vístete —terminó diciendo al ver cómo me encogía.
Escuchar eso después del esfuerzo que me había supuesto desnudarme en mitad de la nada y de lo que habíamos compartido posteriormente me pareció algo absurdo. Fue humillante, porque me hizo sentir estúpida y borró por completo el momento mágico que yo había sentido hasta entonces.
—Lo siento —contesté con un hilo de voz, abrazándome las piernas para esconder aquello que a él le había molestado.
—No me hagas caso, no tiene importancia. Ya nos ocuparemos de ese asunto la próxima vez —me dijo reclinándose para besarme en la frente y dándome unos suaves golpecitos con una mano en la cabeza con naturalidad.
«Y, si no la tiene, ¿por qué me lo ha dicho?», me pregunté desconcertada. Pero, aun así, en vez de mandarlo a la mierda, consideré que era algo que se podía corregir y, por lo tanto, no debía darle mayor importancia. «No voy a volver a permitir que un poco de pelo me prive de nuevo de mi momento mágico», me animé interiormente, decidida a rasurarme en cuanto llegase a la cabaña para darle una sorpresa. Pero, incluso así, la siguiente vez que me vio desnuda no hizo ningún tipo de mención al detalle de que allí abajo ya no había vello. Sólo lo hacía cuando éste crecía. Incluso hubo una ocasión en la que se negó a acostarse conmigo si no me rasuraba antes. El pelo me había crecido un par de milímetros y, al parecer, eso era repulsivo...
—Entiéndelo, es como comer mierda en una vajilla de oro. Verte así no me hace disfrutar —me soltó, mientras pasaba una cuchilla por mi pubis. Aquella vez, la que no disfruté fui yo... y fue la primera de muchas otras veces.
* * *
—¿Otra vez en tu mundo? —me pregunta Lola sacándome de mis pensamientos.
—¡¿Eh?! Sí, otra vez —contesto abatida.
—¿Y me vas a contar qué es lo que se cuece por esas tierras?
—No creo que te gustase saberlo.
—Tú prueba.
—No, mejor no.
—Sara, no soy tonta, sé que estabas recordando algo que te hizo el Chucho. No hay más que verte.
—Estaba pensando en lo diferentes que veo las cosas, en cómo antes le restaba importancia a detalles que en este momento me parecen enormes. Incluso evitaba verlos, ignorándolos por completo cada vez que aparecían, y, ahora que tengo una visión más amplia de la situación, me doy cuenta de lo ciega que he estado. Me sorprendo a mí misma.
—¡¿Ves?! Oírte decir eso me ha gustado mucho. Incluso me siento orgullosa de que pienses así —me contesta, alegre.
—¿Quieres que te cuente una cosa sobre los zapatos rojos? Son su perdición. Se los ha regalado a todas las mujeres con las que ha estado. Cuando me obsequió con ellos, yo no lo sabía, pero, semanas después, Daniela vino a casa y me lo explicó. Entonces me acordé de que, al poco de conocerlo, vi a una mujer salir de su casa con esos mismos zapatos, clavados a los míos. Cuando le pregunté luego si era cierto, si les regalaba esos zapatos a todas las mujeres con las que había estado, me contestó que sólo a las que le importaban de verdad. ¡Lola, ni siquiera se molestó en mentirme! Lo adornó un poco y yo, idiota de mí, encima me sentí privilegiada por ser una de ellas. ¿Cómo les puedes regalar los mismos zapatos a diferentes mujeres? Con el tiempo, lo entendí: cada vez que me los ponía, su forma de hacerme el amor era completamente diferente a cuando no los llevaba, y supe que, al llevarlos, pensaba en ella —le aclaro con tristeza.
—¿Y aun así te los seguías poniendo? —exclama, estupefacta.
—Sí; es patético, ¿verdad? —reconozco, compadeciéndome.
—No, cariño —me dice con mimo, haciendo un gran esfuerzo por controlar su rabia.
—No sé... Creí que tal vez algún día sería capaz de hacer que se olvidara de ella. Sólo debía esforzarme un poco más, pensaba constantemente, pero para él nunca era suficiente. Es más, jamás valoraba todo lo que estaba sacrificando por él. Pero, aun así, lo quería, Lola; incluso había momentos en que creía que él sentía lo mismo por mí. Pero lo de ayer... lo de ayer fue lo que me hizo abrir los ojos. No se le hace eso a la persona que uno ama, ¿no es cierto? —le planteo hundida en mi miseria, gimoteando.
—No, cariño, eso no es amor —me responde abrazándome con fuerza.
—Sabía que no te iba a gustar —le digo intentando calmarme.
—Tienes razón, no me ha gustado. Pero hay cosas en la vida que es preferible saber, aunque te duelan; eso es mejor que vivir en la ignorancia.
En ese momento el teléfono de las dos suena, avisándonos de un wasap.
África: Me acabo de enterar, y no por mis amigas, de que una de ellas tiene serios problemas, y estoy muy cabreada. ¿Se puede saber cuándo pensabais contármelo?
—¿Tú se los has explicado? —le pregunto a Lola.
—¡No! No me ha dado ni tiempo.
—Entonces... ¿cómo lo sabe?
—¡Lo mato! ¡Yo a este hombre lo mato! —comienza a vociferar Lola—. Ha tenido que ser Yago. He hablado con él antes y, luego, le he mandado alguna de las fotos para que viera lo que había pasado. O se las ha enviado a África, aunque espero por su bien que no haya sido así, o ha hablado con Juan.
Nuestros teléfonos vuelven a sonar.
África: ¿Ni siquiera vais a contestarme? ¡¡Que esté embarazada no significa que no pueda ayudar!!
Sara: Lo siento, en serio que te lo pensaba contar. Lo que pasa es que, entre una cosa y otra... Además, el médico te ha dicho que este último mes debías tomarte las cosas con más calma, que pensaras en dejar de trabajar y descansases. Por eso no te hemos explicado nada.
África: ¡¡Estoy de oír eso hasta el moño!! Y si no fuese porque tengo aquí al lado a Juan como un bulldog inglés para impedir que me mueva de mi jaula de cristal, ahora mismo estaría allí con vosotras, ayudándoos.
Lola: Lo sabemos, pero no te preocupes; todo está controlado.
África: Nada de eso, no pienso quedarme al margen. A las dos os espero en mi casa para comer y no quiero excusas. ¡¿Entendido?!
Lola: Te estás pareciendo a tu madre... ja, ja, ja, ja.
África: Lola, estoy muy cabreada, así que no me toques las narices.
Sara: Vale, comeremos juntas. Tú ganas.
África: Así me gusta. Luego nos vemos.
A eso de la una del mediodía, Lola se deja caer sobre el sofá y anuncia:
—Bueno, yo creo que por hoy ya hemos hecho suficiente y nos hemos ganado nuestro bien merecido descanso.
La cosa es que entre las tres lo hemos recogido prácticamente todo. Sólo queda la ropa de mi armario, pero eso lo iré haciendo yo y así aprovecharé para hacer limpieza y tirar cosas que ya no me pongo, pienso al cerrar la puerta de mi piso con mi nueva llave.
Al pasar por el tercero B, un escalofrío recorre mi espalda al recordar que ahí era donde vivía Mario antes de mudarse a mi casa y me digo que, de todas las malas decisiones que tomé y las cosas que acepté, ésa es la única de la que ahora puedo sacar beneficio, pues sería muy difícil tenerlo de vecino en estos momentos.