INTRODUCCIÓN

RETRATO DE INTERIORES CON MUJER MADURA

 

¿Seríamos capaces de imaginarnos viejas a las mujeres de Vermeer? La popularización de la cultura, antaño leída y entendida con mayúsculas, ha introducido en nuestros salones y gabinetes la foto fija y cinematográfica de una “joven de la perla” cotidiana, eternamente joven y bella en su interior amarillo, una joven que se encarna en múltiples dobles y avatares de una escena siempre doméstica y velada, que se transmuta en espera esperanzada en su armónico; otra joven que eternamente ya —parece— lee una carta, mientras deja que la luz tamizada y siempre triste de esa Holanda que en el siglo XVII descubrió el yo junto con el protestantismo, defina sus perfiles y conforme la ambigüedad de un interior, que, para siempre ya, nos empeñaremos en leer como enigmático. Esa luz incomprensible que permite que un «interior» de objetos, donde proliferan mapas y pesas y balanzas que nos hablan de un mundo exterior de viajes y comercio del naciente mundo moderno capitalista, se encarne en una joven viva y en su mundo se ha transformado en postal y en memoria casi atemporal. La imagen excesivamente mediatizada —y me refiero aquí a los medios de comunicación de masas, que han transformado la obra artística y literaria en objeto de consumo cultural[1]— nos hace olvidar la Historia, esto es, el tiempo, la circunstancia vital y concreta que promovió la carta o el pesaje del oro. La eficacia del proceso es tal, que cuando en el siglo XXI novelistas, traductores y directores cinematográficos reelaboran en discurso la imagen de Vermeer, se ven abocados a transformar a la mujer con un pendiente en la oreja, que es el título que dio el pintor a su obra, en el mucho más cinematográfico y publicitario de «La joven de la perla». Ya ha dejado de ser una mujer más entre tantas de su época y circunstancia: ha pasado a la determinación de «la joven», mientras que el pendiente que en su tiempo y circunstancia era mercancía costosa que exigía lejanos viajes hasta Indias Orientales reales y de la imaginación se ha transformado hoy en un regalo festivo que puede adquirirse en unos grandes almacenes. Y en esta transformación se deja leer nuestra temporalidad que exige sus valores propios, como son la juventud siempre detenida y el elaborado discurso entre exótico, erótico y feminista de papel couché que venimos asociando con las perlas.

Nos resulta difícil imaginar la madurez, que no ya la vejez, de las jóvenes de Vermeer, “mujeres” en los títulos escuetos que el pintor decidió para sus obras. Mujeres entradas en la vida, por lo tanto, ya que juventud y madurez se definían en otros términos en el lejano XVII, donde la mujer era ya madura cumplida la veintena, como son viejas, o al menos calificadas como tales, las heroínas de la novela de Bennett, a pesar de que el grueso de su historia corresponda a su época de mayor esplendor. Y, sin embargo, tanto Vermeer como Bennett deciden convertir a sus mujeres, que no jóvenes, en protagonistas o heroínas de una historia que merece contarse con colores. Y si me permito el anacronismo de establecer un diálogo entre Vermeer y Arnold Bennett, que encabalgó su vida entre los siglos XIX y XX, es porque Bennett, en la novela que nos ocupa, es también un escritor de interiores, y un escritor de interiores protestantes, donde se ilumina un retrato de mujer que también lee sus cartas y cuenta detenidamente sus monedas y los lienzos y paños de una muy burguesa casa de comercio de telas. Sin embargo, al contrario que en la foto fija que constituye el cuadro de Vermeer, detenido en la luz de un momento preciso y estático, el retrato de Arnold Bennett se modula precisamente en el tiempo, esto es, en la Historia, que siempre se quiere con una geografía concreta y unos usos y comercios tanto humanos como materiales u objetuales precisos y con fecha. Porque las jóvenes de Vermeer tuvieron necesariamente que envejecer, aunque nosotros los humanos nos resistamos empecinadamente al ejercicio de imaginación de unos cuerpos cansados que pocas veces ya deberán enfrentarse a esas decisiones que constituyen los momentos nucleares de la mejor narrativa: cuando ya ni siquiera se espera la carta que pueda cambiar siquiera una circunstancia de la vida. Quiero decir con ello, que la popularización de la narrativa contemporánea parece haber establecido unos cánones estéticos que «fijan» una determinada tipificación estética de la heroína narrativa, y que funcionan hasta tal punto en nuestro imaginario colectivo que nos resulta incluso imposible imaginar que las hoy denominadas jóvenes de Vermeer no fueran consideradas tales en su momento y circunstancia. Más aún: que puedan envejecer sin perder el esplendor estético del interior que las habita. Y el paralelismo apunta también en otra dirección: la atemporalidad y el estatismo del pintor flamenco nos obligan a leer la historia del protestantismo holandés y del incipiente materialismo burgués en los mapas, pesas, sedas, oros, etc. plasmados y detenidos en el lienzo. Los viajes, el comercio, el trabajo están absolutamente presentes, circundando a esas mujeres, incluso vertebrando su carácter y personalidad. El estatismo del cuadro se convierte necesariamente en temporalidad, y por lo tanto en Historia, en la obra de Arnold Bennett, sin que el horror vacui de una cierta forma de vida, caracterizada por la proliferación material, abandone el lienzo, en este caso narrativo.

Y es que quizá sea el transcurrir del tiempo en un retrato el tema central de este Cuento de Viejas (1908), donde Bennett, escritor «tradicional» y enormemente popular en la Inglaterra de principios del siglo XX, introduce su cuña personal respecto a lo que viene siendo la tradición narrativa —y no sólo británica— desde Jane Austen hasta su contemporáneo Henry James en el clásico Retrato de una Dama (1881). Jane Austen fijó ya en el siglo XVIII los parámetros de la elección amorosa como argumento maestro de toda la existencia femenina, cuya coda necesaria es siempre el matrimonio entendido como «romance patrimonial», que no matrimonial, en sus distintas variantes[2]. Porque en la tradición narrativa inglesa el «romance» viene tipificado como una variante no realista de la novela que se centra fundamentalmente en el asunto amoroso. Pero cuando Jane Austen retoma la tradición en Orgullo y Prejuicio o en Emma, tuvo buen cuidado de enhebrar el tema de la elección amorosa en el realismo de la mejor narrativa de costumbres que elabora el discurso necesario de la burguesía. La clave no es ya la elección amorosa, sino el matrimonio. Los elementos románticos de todo «romance» se articulan a partir de ahora en el matrimonio como contrato patrimonial que vertebra la organización social en torno a los valores familiares. El romance ya no es tanto pasión, aventura, riesgo, sino seguridad, estabilidad y la instauración de un marco contractual desde el que trasmitir sin riesgo posible el patrimonio, cualquiera que éste sea, fundamentalmente material, pero también artístico o intelectual. A partir de ahí, la novela sentimental y popular, dirigida a un público lector esencialmente femenino, vino a confirmar ese modelo básico, que exigía el silencio y la desaparición narrativa de la mujer/joven tras los fastos de la boda, convertida en lo que los Victorianos denominaron «el ángel de la casa», invisible y sin discurso. La luz se extinguía definitivamente en ese retrato de interiores donde la existencia había dejado de mudar y de producir acontecimientos relevantes para la mujer casada. Y cuando los grandes maestros del XIX, que es lo mismo que decir los grandes maestros de la novela, Flaubert, Tolstói, Clarín, retoman en distinta clave el tema de la elección amorosa entendida como «romance patrimonial», que es el gran tema de la novela burguesa, condenan a sus mujeres, maduras y responsables, o bien a la muerte, como en el caso de Anna Karenina o Emma Bovary, o bien a la postración más absoluta, como en el caso de Ana Ozores, tendida como un sapo a los pies del Magistral de la catedral de Vetusta. La tradición narrativa —que no necesariamente la dramática— occidental tematiza sus retratos de mujeres en juventud e inocencia, desde Isolda y Eloísa, hasta Sade, porque el tema de la elección amorosa es el gran argumento de la sociedad burguesa europea hasta la llegada de las vanguardias. La madurez de la mujer tras el matrimonio no es sino silencio y generalización, a no ser que el adulterio venga a romper el relato magistral construido a lo largo de los siglos por la tradición literaria, y más singularmente por la narrativa occidental. En este sentido, el comienzo de Anna Karenina no puede ser más espectacular: «Todas las familias felices se parecen unas a otras, cada familia desdichada lo es a su manera».

De ahí el riesgo y el interés del Cuento de Viejas que Arnold Bennett nos propone en esta obra, considerada unánimemente por la crítica como la mejor de sus novelas. Porque contra el viento y marea de una cierta tradición, se arriesga a detener el filtro de su mirada narrativa en la madurez —diríamos hoy— de dos mujeres en plena era Victoriana. Dos mujeres comunes, que llevan una existencia paralela y similar a la de otras muchas de sus contemporáneas encerradas en otros tantos interiores de la Inglaterra de provincias que se industrializa y se moderniza al compás de sus victorias y progresos coloniales, bajo el imperio de una reina, Victoria, que parece inmortal e inmutable. Dos existencias en principio antinarrativas, si hemos de concebir lo novelesco como aventura extraordinaria; dos existencias, sin embargo, con sus correspondientes dosis de incertidumbre, perplejidad, indecisión, felicidad, dolor y muerte. Porque la dolorosa perplejidad con la que un día nos levantamos y descubrimos que ya no somos jóvenes y que la vida no era sino esa nuestra particular y muy personal sucesión de decisiones y rutinas, no deja de sucederse en su precariedad y contingencia, al compás de los grandes acontecimientos que marcan .la Historia con mayúsculas; porque mientras las “viejas” de nuestro cuento venden paños y telas o regentan pensiones parisinas, la Inglaterra de las Midlands, auténtica protagonista de la novela, ha dejado de ser esa comunidad orgánica rural vertebrada en torno a los valores del protestantismo de corte popular, que tan bien caracterizara Leavis en La Gran Tradición[3], para verse surcada por el ferrocarril y abiertas sus verdes laderas en las minas de carbón y el idilio de su pastoral poética ensuciado por el humo de las fábricas de acero y de textil, mientras la seguridad victoriana se resquebraja con Darwin, Spenser y el pesimismo de Thomas Hardy. Mientras, al otro lado del Canal, la Comuna y el sitio de París anuncian el mundo moderno y amenazan el futuro de esa insularización tan querida de los británicos.

Me gustaría proponer al lector un juego o un viaje con su imaginación. Tomemos dos cuadros hoy clásicos de Vermeer, la joven en azul que lee una carta y la joven que pesa el oro en la balanza. Imaginémoslas, en el mismo interior, veinte años más tarde. Podrían muy bien ser las “viejas” de nuestra historia. Constanza, que sigue encerrada contando los metros y yardas de los paños y terciopelos y las libras y chelines de la caja registradora de su comercio de tejidos, en la plaza de lo que fue un pueblo y ya es una ciudad devorada por la industria de la famosa cerámica iniciada por Josiah Weddgewood, y Sofía, leyendo eternamente la carta en la que espera que su amante la rescate de esa existencia anodina y le lleve al París de la aventura, que, en su caso, se revela tan mediocre como la existencia gris y siempre predecible de su hermana. La tematización del color y la luz en oscuridad y la repetición ad libitum de la escena, en Negro y con arrugas, sería el argumento central de nuestro cuento. Porque como dice Constanza, al final de su vida y de la obra,

Constanza nunca se compadecía de sí misma. No consideraba que los Hados la hubieran tratado muy mal. No estaba muy descontenta de sí misma… ¡Cierto, era vieja! Como miles de personas en Bursley. Sufría. Como miles de personas. ¿Con quién estaña dispuesta a intercambiar su destino? Tenía muchas insatisfacciones. Pero se elevaba por encima de ellas. Cuando repasaba su vida, y la vida en general, pensaba, con una especie de ánimo ácido pero no agrio: «¡Bueno, así es la vida!».

UNA MUY PARTICULAR Y BENNETTIANA GEOGRAFÍA MORAL

 

Esta aceptación del aburrimiento y la respetabilidad como destino, de una cierta forma de madurez desencantada, está íntimamente ligada a otro de los temas centrales de la novela como es el discurrir de la sociedad de provincias británica, vertebrada por los valores de un protestantismo que informa todos los aspectos de la vida y que nos resulta un tanto ajeno en nuestras sociedades mediterráneas. El trabajo, la austeridad, la earnestness o seriedad y empeño[4], el dinero, una cierta forma de moralidad pública, que no privada, conforman un sentido de pequeña comunidad y una sociedad civil, decididamente burguesa y vertebradora de la Inglaterra rural y provinciana, en la que curiosamente la iglesia oficial y sus representantes brillan por su ausencia. Quiero decir con ello que los valores metodistas informan completamente el universo de las hermanas Baines, el de la comunidad de Bursley donde viven, así como el de la región de Staffordshire y su industria manufacturera que está cambiando radicalmente el mapa real, sentimental e intelectual de la Inglaterra provinciana y su clase media. Pero, al mismo tiempo, y haciendo un ejercicio superficial de literatura comparada, resulta visiblemente llamativo el que en una novela de un cierto corte costumbrista, con protagonistas femeninas, en la que una de las peripecias fundamentales sea la fuga de una joven con su amante, los representantes de la Iglesia brillen por su ausencia, en una familia y en una pequeña población configuradas según unos valores que hunden sus raíces en una visión religiosa como es el Metodismo[5]. Es como imaginar La Regenta sin el Magistral. En cualquier caso, una muy diferente relación de fuerzas entre lo público y lo privado de la que nos tienen acostumbrados nuestros novelistas españoles clásicos.

Cuento de Viejas configura, por medio de la focalización narrativa en interiores oscuros, atiborrados de objetos materiales que adquieren una solidez narrativa que compite con el protagonismo de los personajes y los caracterizan, una definición de esa clase media que hizo posible la industrialización y modernización de Inglaterra en una geografía especial y social, pormenorizada en sus señas de identidad. Cumple así con una antigua tradición literaria inglesa que, en constante dialéctica con la novela de corte más continental e intelectual, ya sea la picaresca de su momento estelar en el XVIII, de corte cervantino, cuyo máximo representante sería Fielding, ya sea en los albores del XX, con la experimentación modernista de Woolf o Forster, o Huxley, se esfuerza por definir un realismo provinciano que se pretende específicamente británico, y que, repito, se presenta dialécticamente frente al esteticismo aristocrático. Una tradición en la que encontramos no sólo a Bennett, sino a George Eliot, a Cooper y su Scenes from Provincial Life [“Escenas de la vida de provincias”] y hasta D. H. Lawrence y su conformación de un Nottinghamshire definido por la actividad minera y los valores de su clase. No es tanto el mundo rural frente al urbano, sino la pequeña comunidad y su ladrillo rojo frente al cosmopolitismo urbano del gran Londres y las grandes familias en Blenheim, por ejemplo, con sus raíces oxonianas o cantabrigenses; la respetabilidad frente a la aventura y la experimentación. El acierto de Bennett, reconocido unánimemente por la critica, fue el de precisar y delinear no sólo socialmente sino también históricamente un territorio de ficción, Staffordhire, y su industria manufacturera, su Yoknapataupha personal, centrado en lo que él bautiza como las «Cinco Ciudades», que no son otras que las famosas e históricas «Six Towns» que conforman la cuenca del Trent, y donde se desarrolla una aventura específica que, junto a otras similares, vertebró la Inglaterra moderna e industrializada. Y así, el arco temporal que enmarca la novela (1860 − 1907) desvela el proceso de la industrialización de un espacio rural, merced a las minas de carbón de fácil acceso, que indujeron a Josiah Wedgewood a establecer allí su industria de loza y cerámica que transformó definitivamente el paisaje en lo que hoy en día es la conurbación de Stoke-on Trent, que agrupa a lo que fueron los seis pueblos, luego ciudades, de Turnstall, Burslem, Hanley, Stoke, Longton y Fenton, que el escritor transformó ficcionalmente y por motivos eufónicos en las «Cinco Ciudades» de Turnhill, Bursley —donde tiene lugar nuestra novela—, Hanbridge, Knype y Longshaw, olvidando a Fenton. Esta unidad alfarera que en principio surge a partir de una misma industria alfarera y manufacturera instalada en cinco ciudades discretas y que, al compás de la revolución industrial y los cambios sociales que ésta propicia, se transforman en un paisaje único y característico.

Son únicas e indispensables. Desde el norte del condado hasta el sur, sólo ellas representan la civilización, la ciencia aplicada, la manufactura organizada y el siglo […] Son únicas e indispensables porque no podemos tomar el té en una taza de té sin la ayuda de las Cinco Ciudades, porque no podemos comer decentemente sin la ayuda de las Cinco Ciudades. Por eso la arquitectura de las Cinco Ciudades es una arquitectura de hornos y chimeneas; por eso su atmósfera es tan negra como su barro; por eso arde y humea toda la noche, de tal modo que se ha comparado a Longshaw con el infierno; por eso es desconocedora de los entresijos de la agricultura y no ha visto el trigo excepto en forma de paja de embalar y hogazas de kilo y medio; por eso, en otro orden de cosas, comprende los misteriosos hábitos del fuego y la tierra pura; por eso vive apiñado en calles resbaladizas donde el ama de casa tiene que cambiar los visillos de las ventanas al menos cada quince días si quiere seguir siendo respetable; por eso se levanta en masa a la seis de la mañana en verano y en invierno y se va a dormir cuando cierran las tabernas; por eso existe: para que uno pueda tomar té en una taza de té y juguetear con una chuleta en un plato. Toda la loza cotidiana que se utiliza en el reino se hace en las Cinco Ciudades, y mucha más[6].

Este es el territorio que entró definitivamente en la historia y en la historia literaria de la mano de Arnold Bennett, que le dio encarnadura vital en sus mejores novelas, ficcionalizando así la geografía de su infancia. Porque Bennett nació en Hanley el 27 de mayo de 1867, en el seno de una familia de clase media semejante a las que conforman sus novelas de Staffordshire. Su padre era un self-made-man, que inició su andadura laboral como obrero en la industria local, tras lo cual y muy en la línea de los valores de su clase se procuró una educación autodidacta que le llevó a establecerse como abogado, mientras simultáneamente regentaba un comercio de telas y una pequeña casa de empeños, en definitiva, un universo local muy semejante al conformado por la familia Baines de Cuento de Viejas. Como era preceptivo en su clase y condición en plena era Victoriana, creó una familia numerosa. Arnold es el mayor de nueve hijos, de los que sobrevivieron seis para conformar la unidad familiar. Era un joven extremadamente tímido, con una penosa tartamudez que arrastraría el resto de su vida, y cuyo único talento, muy poco valorado en la estructura laboral y social de las «Potteries»[7] de su época, era un talento verbal que le llevó a ganar dos concursos literarios locales, uno de prosa y otro de poesía en sus tiempos de estudiante de secundaria. Pero la conciencia literaria no entraba en los planes de un hombre emprendedor y de empresa como su padre, lo cual le llevó a afirmar: «No sé qué voy a hacer con el pobre Arnold. Nunca será capaz de ganarse la vida». Su padre planificó para él una carrera de abogado, pero Arnold nunca llegó a superar los exámenes de la Universidad de Londres que le hubieran podido habilitar para el ejercicio del derecho.

Londres, sin embargo, fue una revelación. Nunca sabremos si su fracaso académico fue una reformulación del «preferiría no hacerlo» de Bartleby, pero Bennett aprovechó la circunstancia para emplearse como escribiente y pasante en un despacho de abogados mientras ve cómo realmente va naciendo en él la pasión y el oficio de escribir. Lee y descubre vorazmente la literatura, y comienza a enviar artículos y relatos seriados bajo seudónimos tales como «Barbara» y «Sarah Voladle» a distintos periódicos y revistas. Muy pronto le ofrecen el puesto de subdirector de una importante revista femenina, Woman, que quizá inaugura ese su peculiar interés narrativo por el retrato de mujer, en una época como el último tercio de la era Victoriana en la que «The Woman Question» [“La Cuestión de la Mujer”] constituía un tema candente. Muy pronto ascendió a director de la misma e inició su ingente carrera periodística, que se puede resumir en más de tres mil artículos sobre gran variedad de temas de actualidad, además de literarios. Su modelo parece ser el escritor enciclopédico, y su proverbial capacidad de trabajo y amplitud de intereses le convierten en firma habitual de revistas y periódicos tan distintos e importantes como The Realist, New Age, Saturday Evening Post y el modélico Evening Standard, en el que colaboraría hasta el fin de sus días.

Pero el periodismo es tan sólo uno de los cauces en los que vierte su talento literario. Su descubrimiento de la literatura viene de la mano de sus lecturas realistas inglesas, como el George Moore de The Mummer’s Wife, que es quien le lleva hasta el naturalismo y realismo francés: Zola, Maupassant y más tarde los hermanos Goncourt. En su diario leemos: «por lo que respecta a la novela, creo que hasta los últimos años no hemos logrado entender y absorber esa pasión por la presentación artística y formal de la verdad que tienen los novelistas franceses, ese sentido de las palabras como palabras, que animaba la obra de Flaubert, de los Goncourt y Maupassant. Ninguno de los maestros de la novela inglesa del XIX (creo yo) demuestra interés profundo alguno por la forma y el tratamiento narrativo: están completamente absortos en su tema»[8]. Más abajo me referiré con más detalle al peculiar realismo bennettiano, baste constar aquí su filiación literaria que origina lo mejor de su producción, porque si George Moore le llevó hasta el realismo formal continental, también le descubrió su tema y su geografía sentimental: la tierra de su infancia, las «Potteries», sus cinco ciudades alfareras, como escenografía vital y novelística. Así, ya en 1895 publica en el esteticista The Yellow Book, un relato muy intenso y triste, «A Letter Home» [“Carta a casa”], en el que ya “la casa” es Bursley en Staffordshire y que anuncia desarrollos posteriores. Con todo, y casi predeciblemente, su primera novela, al estilo de Gissing en Grub Street, es A Man from the North (1898) [“Un hombre del Norte”], que narra la penosa vida de un futuro sedicente escritor que malvive en los márgenes de los círculos literarios londinenses, sin conseguir nunca romper ese trazo mágico que le separa de la auténtica creación, para acabar en un matrimonio estéril en una vida adosada de suburbio londinense. La novela es todavía torpe, pero ya apunta esa dicotomía Norte/Sur de la que he hablado más arriba, y el tema del Norte provinciano que más tarde y ya en los años cincuenta constituirá la seña de identidad de una generación de escritores, los jóvenes airados[9], que bajaron a Londres a estrenar obras como Mirando hacia atrás con ira de John Osborne, a publicar soledades provincianas como La Soledad del corredor de fondo de Allan Sillitoe, la picaresca de Lucky Jim, o todo el movimiento del «Free Cinema». En este sentido, es curioso destacar, dentro de los movimientos pendulares de las historias literarias, cómo tras un cierto olvido de la obra de Arnold Bennett en los años veinte y treinta, la postguerra y el retorno a un cierto realismo en abierta oposición al experimentalismo modernista vino a redescubrir su obra y la de sus contemporáneos edwardianos, instalados ya definitivamente en la historia canónica de la narrativa inglesa. El clima social e intelectual que propició la creación de las universidades de «ladrillo rojo», como se llamó a las del norte de Inglaterra, y la generación de jóvenes airados contribuyó a rescatar del olvido la obra de Bennett y supuso, sin duda, la revalorización de nuestro autor, considerado, a partir de los años cincuenta, como un clásico. Prueba de ello es que escritores de la citada generación son precisamente los que elaboran su retorno crítico, como John Wain en la edición de la obra dentro de la colección de clásicos ingleses de Penguin, y la novelista Margaret Drabble, que escribe la mejor biografía crítica de Bennett[10].

El descubrimiento de su territorio mental y moral le lleva a publicar una gran novela, Anna of the Five Towns [“Ana de las Cinco Ciudades”], en 1902. Entre una y otra está el descubrimiento de Chejov y, con él, la constatación de esa contingencia humana que no consigue esquivar el peso de las circunstancias También, el descubrimiento de la mujer y su experiencia anodina como el gran tema de su novela realista. Nos atreveríamos a aventurar que esta es la gran aportación benettiana. Frente al «gran relato» de la novela burguesa del XIX, Anna Karenina, Madame Bovary o la Dorothea Casaubon de Middlemarch, espléndidas y contundentes todas ellas en el fracaso de su existencia debido a un error de juicio cometido en su juventud, Bennett propone el «relato menor» de una existencia femenina acomodaticia y gris, donde no hay gran relato, ni tampoco gran elección determinante de una vida, que siempre seguirá su curso monótono dependiente no de las grandes elecciones, sino del peso de las circunstancias. Bennett encuentra así su gran tema en el silencio, por así decir, de la mujer. De ahí que nos atrevamos a afirmar que Bennett inicia en Anna el primero de una serie de «retratos narrativos» en la línea del Henry James de Retrato de una dama: la blanca palidez de la existencia de Anna condicionada por la estética mediada del humo y la ética del trabajo y por la mediocridad de su tierra. La obra le procuró un gran éxito de crítica y le animó a comenzar su gran crónica de la vida y la Historia de las «Potteries», que tras el éxito de Cuento de Viejas se materializaría en lo que conocemos como la Trilogía de Clayhanger, la primera novela de la serie, publicada en 1910, seguida por Hilda Lessways (1911) y These Twains (1915). Será esta trilogía, junto con Anna y Cuento de Viejas, las que aseguren su lugar en la historia de la literatura inglesa como clásicos del período edwardiano[11].

Pero el talento de Bennett es polifacético, y su descubrimiento de la literatura seria, por así decir, no le impide dedicarse con empeño a la elaboración de toda una serie de novelas sentimentales y sensacionalistas, “pot-boilers”, para ganar dinero rápidamente. Así, The Grand Babylon Hotel [“Gran Hotel Babilonia”], publicada simultáneamente a Anna, con la que consiguió un gran éxito popular, iniciando una constante que no abandonaría nunca. En sus diarios podemos constatar que abordaba su elaboración literaria con el mismo empeño productivo que sus colegas manufactureros, distinguiendo muy bien sus tres facetas y los distintos géneros en los que se movía, aunque sin abdicar nunca de una pretendida excelencia. «Al final de 1900», leemos en la introducción a su correspondencia editada por James Hepbum, «Bennett producía tantas obras y de tan variada índole que apenas parece creíble. Era director de una revista, y soporte y principal consejero de otras dos. Reseñaba libros al compás de uno por día, y a la vez escribía crítica literaria de primera calidad. Contabilizó ciento noventa y seis artículos en un año. Y además, y en el mismo período de tiempo, escribió seis relatos, una obra de teatro en un acto, dos obras de teatro completas (en colaboración con Edén Phillipots y Arthur Hooley), una novela sensacionalista, The Grand Babylon Hotel, que muy pronto tendrá también un éxito sensacional de público, además de la primera versión de Anna, que iba a complacer a los críticos tanto como el Hotel había complacido al público. Y por si esto fuera poco, había leído y aconsejado a C. Arthur Peterson sobre la posible edición y publicación de cincuenta manuscritos»[12]. Es interesante destacar, pienso, esta faceta múltiple, cualitativa y cuantitativamente hablando, de Arnold Bennett, porque es enormemente ilustrativa del concepto y valoración tanto del creador como de la obra literaria, en los estertores de la era victoriana y en los comienzos del siglo XX, antes de que una cierta vanguardia modernista convirtiera a la obra literaria en un artefacto único, irrepetible, autónomo y opaco, elaborando el concepto de la «dificultad poética», que transforma el poema o la novela en un fetiche, encerrando al escritor en su torre de marfil.

El descubrimiento de la provincia y lo particular como gran tema literario viene paradójicamente de la mano de la cosmopolitización de Bennett. En 1903, y como todo escritor moderno británico que se preciara, viaja a París. Su estancia y experiencia parisina, que prolongó durante cinco años, constituyó una suerte de educación universitaria. Muy pronto entabla relación con la vida literaria y cultural que cambia definitivamente su mapa literario. Conoce a Marcel Schwob, traductor al francés del Hamlet de Sarah Bernhardt, que había puesto en pie a todo París. Entabla amistad con Maurice Ravel, con Turguenev, y fundamentalmente con Gide, con quien mantiene una larga correspondencia hasta el final de sus días, que, recientemente, ha provocado alguna disquisición acerca de su condición sexual[13]. Se empapa de la nueva escritura francesa, sin olvidar lo que su tierra y sociedad natal le habían dado, sagacidad, una cierta contundencia y terquedad, una mirada meticulosa en su atención por el detalle cabal e iluminador, y un certero instinto de artesano de las palabras. Seguro de su arte, se instala en Fontainebleau con la intención de escribir su obra maestra. Según cuenta en su diario, y reproduce con variantes en el Prefacio a la obra[14], la inspiración le vino una noche de invierno, cuando al llegar a la mesa de su restaurante habitual, la encontró ocupada por una mujer de mediana edad, un tanto obesa y poco agraciada. Esbozó entonces un posible título en su mente: «La Historia de dos Viejas». Pero para escribir su obra maestra necesitaba cierto orden y domesticidad. Intentó conseguirlo tras entablar una relación con una joven americana, Eleanor Green, que no duró demasiado. Poco después se casó con una joven francesa, la actriz Marguerite Soulié, y el matrimonio duró, con altibajos, hasta 1921. Alquilaron una casa en Les Sablons, con la buena fortuna de que los dueños eran un matrimonio mayor cuyos recuerdos se remontaban hasta el sitio de París de 1870, lo cual constituyó una fuente y una referencia inestimables para la sección parisina de la novela, aunque, como cuenta el propio escritor en el Prefacio a la obra, la experiencia de los ancianos no hizo sino confirmarle en su intuición original, que los grandes acontecimientos de la historia muy frecuentemente corren paralelos tan sólo a la historia del propio combate vital y personal: «Parecía que sólo le concedían importancia al sitio de París, que habían vivido como testigos, por el simple hecho de que yo les interrogara sobre el mismo. Como si hubieran sido meramente habitantes de un pueblo pintoresco»[15]. Fuere lo que fuere, la tranquilidad doméstica y el entorno propiciaron que en tan sólo once meses —en los que también escribió relatos, obras de teatro y una guía acerca del gusto literario, además de innumerables artículos y una brillante novela cómica, Buried Alive [“Enterrado vivo”]— consiguiera terminar las dos mil palabras de su obra maestra definitiva sobre una pareja de ancianas.

Aunque es, sin duda, un clásico contemporáneo y su mejor obra, Bennett no por eso abandonó su copiosa actividad de escritura en la doble vertiente, “seria” y “popular” o “sensacional”, como él gustaba de llamarla, aunque en ocasiones resulte difícil delimitar la una de la otra, como es el caso de Sacred and Profane Love [“Amor sagrado y profano”], acerca de una “mujer apasionada”, que quizá constituya una de las peores obras escritas por un gran novelista. Leonora y Whom God Hath Joined [“Los que Dios ha unido”] constituyen sendos estudios de matrimonios fallidos, un tema muy querido por Bennett y que vivió personalmente, porque su propio matrimonio hacía aguas al tiempo que iniciaba una larga relación con la actriz Dorothy Cheston. Pero el Cuento de Viejas le abre la puerta de su filón más imaginativo, al que ya nos hemos referido más arriba, reunido en 1925 como The Clayhanger Family [“La familia Clayhanger”]. Cuando viaja a Estados Unidos en 1911 su sólida reputación está completamente asentada y a la altura de los grandes, como Henry James o H. G. Wells, su colega generacional.

La Primera Guerra Mundial, que constituyó, sin duda, una profunda cesura no sólo histórica sino también literaria en Gran Bretaña[16], marcó profundamente a Bennett. Volvió a Inglaterra definitivamente y entró a trabajar en el Bureau de Inteligencia y Propaganda, junto con escritores como Chesterton, Conan Doyle, Hardy, Kipling y Wells. Su primer ensayo en este nuevo género propagandístico fue Liberty: a statement of the British Case [“La libertad: un manifiesto británico”], publicado serialmente en las páginas del Saturday Evening Post en Estados Unidos antes de aparecer como libro. El libro, o panfleto, según algunos, desató las iras de George Bernard Shaw por lo que consideraba un peligroso patrioterismo y chauvinismo vulgar y mendaz. Hay que tener en cuenta que la Gran Guerra provocó en los medios literarios ingleses un debate importante y un gran movimiento de objeción de conciencia, uno de cuyos máximos líderes fue Bertrand Russell, que incluso sufrió una estancia en la cárcel. Asimismo, los denominados «poetas de la Guerra», como Richard Owen, Siegfried Sassoon y Rosenberg, demolieron en sus poemas bélicos, tras su experiencia del Somme, la grandilocuencia y autosatisfacción de la idea imperial británica, que, según ellos, había conducido a la guerra, dando paso tanto al clima generalizado de desilusión y cinismo postbélico como a la introducción de las vanguardias literarias. Arnold Bennett visitó el frente occidental en junio de 1915 y el horror que contempló hizo tanta mella en su persona que enfermó físicamente. Más tarde, sin embargo, accedió a escribir Over there: War Scenes on the Western Front [“Allí lejos: escenas de guerra del frente de Occidente”] (1915), que constituye en realidad casi una llamada a filas. Sin embargo, en dos novelas posteriores, The Roll-Call [“Pasando lista”] y, sobre todo, The Pretty Lady [“La hermosa dama”], ambas de 1918, trató con buena dosis de piedad y horror el tema bélico.

Asentado definitivamente en Inglaterra y tras iniciar una larga relación con Dorothy Cheston de la que nacería su hija Virginia, siguió escribiendo a caballo entre la realidad y el sensacionalismo popular, sin olvidar jamás su veta originaria de alfarero rural en novelas como The Card [“La tarjeta de visita”] (1911) y The Price of Love [“El precio del amor”] (1914). Así, junto a la insufrible Mr Prohack (1922) encontramos Riceyman Steps [“Los pasos de Riceyman”](1923), uno de sus grandes logros en el magnífico retrato del avaro que nos brinda. Lord Raingo (1926) es el retrato perverso de un hombre público, mientras que en Imperial Palace (1920), a pesar de una cierta vulgaridad, apunta ya en su protagonista, Gracie Savott, la figura de la flapper[17] cínica e icónica que va a presidir la narrativa de los años veinte y de la siguiente generación. Su desbordante actividad le llevó asimismo a escribir más de quince obras de teatro y a producir, junto con Sir Nigel Playfair y Alistair Tayler, la programación del Lyric Theatre de Londres, en la época de mayor esplendor social del mismo. Y como venimos insistiendo, en su polifacética pluma tendremos que consignar también sus múltiples obras de variado pelaje y consistencia, desde la autoayuda, por ejemplo en Self and Self-Management (1918) o The Reasonable Life, Being Hints at Men and Women (1911), los consejos literarios en Literary Taste: How to Form It (1909), libros de viaje como Those United States (1912) o Mediterranean Scenes: Rome, Greece, Constantinople (1928), hasta, una vez más, la cuestión de la mujer en Our Women: Chapters on the Sex-Discord (1920).

Murió el 27 de mayo de 1931. Su carrera fue dilatada y le convirtió en contemporáneo de autores y poéticas tan diferentes como las de Thomas Hardy, Henry James, George Gissing, Oscar Wilde, Rudyard Kipling, Conan Doyle, D. H. Lawrence o Ezra Pound. Pero aunque conoció y se formó en el pesimismo y la duda de la tardía era Victoriana, y aunque se iniciara con algún relato en el decadente The Yellow Book, órgano del esteticismo wildeano, generacionalmente la historia literaria le ha fijado, junto con Galsworthy y Wells, como un escritor edwardiano; esto es, ese verano indio, esa época de transición que media entre la muerte de la reina Victoria y la coronación de Jorge V, que inaugura, con los georgianos, y junto con la Gran Guerra, el acceso de la Isla a la modernidad y la vanguardia.

Lo mejor de su obra, sin duda, corresponde a los años de madurez previos a 1914, y el Cuento de Viejas es su obra maestra indiscutible. Como dice Frazer en The Modem Writer and His World, sus novelas constituyen un «epítome del ethos burgués» porque «en la historia cultural y política inglesa, el período edwardiano es la edad de oro de las clases medias»[18]. Los años veinte, con la irrupción moderna de Joyce, Beckett, Lawrence, Woolf, Mansfield, asestaron un duro golpe a la narrativa «realista» de Bennett y a los valores que ésta defendía y englobaba y fue, curiosamente, el Cuento de Viejas el gozne en el que se ensartó la polémica e incluso el manifiesto de la nueva escritura y la nueva generación. Ezra Pound, que convirtió a Bennett en el aclamado escritor de best-sellers populares, Mr Nixon, en su poema «Hugh Selwyn Mauberley», escribió:

hasta donde yo alcanzo a entender no existe en Inglaterra otra moralidad que no sea de una u otra forma una manifestación del sentido de la propiedad privada. Una cosa está bien si contribuye a mantener un patrimonio o a preservar una herencia o una sucesión, sin importar qué tipo de servidumbre o de opresión lleva consigo[19].

y no podemos por menos que afirmar que la propiedad —en su doble acepción— es el eje que vertebra el doble retrato que constituye el Cuento de Viejas.

 

 

 

CUENTO DE VIEJAS O «LA QUERELLA CON LOS MODERNOS»

 

Virginia Woolf publicó en el Times Literary Supplement, el 10 de abril de 1919, un ensayo que bajo el título de «Novelas Modernas»[20] trataba de presentar un fresco de la situación contemporánea de la narrativa en su país, a la vez que, en la constante querella que produce cada generación literaria, defendía las nuevas prácticas «modernistas» narrativas de su propia escritura, junto con la de un todavía no canonizado Sr James Joyce. El ensayo, que posteriormente fue reelaborado, constituye toda una declaración combativa de principios, y sus palabras archicitadas han constituido un manifiesto de una nueva realidad, cambiante, mudable, contingente, subjetiva, que ya no se deja modelar —por incierta— según los parámetros del realismo convencional. En el citado artículo, Virginia Woolf califica a Arnold Bennett —junto a sus contemporáneos John Galsworthy y H. G. Wells— de escritores «materialistas», por su atención al detalle y a un realismo o naturalismo de superficies, y propone, en contra, una visión esquinada de un realismo ya trufado no sólo por la subjetividad del espectador, sino por una conciencia subjetiva del tiempo y una valoración de la incertidumbre del espacio. Quizá lo más interesante desde la perspectiva actual sea no tanto el discurso crítico respecto al realismo propuesto al inicio de la vanguardia inglesa, sino que sea precisamente la articulación de un nuevo realismo la que abre las puertas al monólogo interior y a las distintas formas de quebrar el tiempo subjetivo y la corriente de conciencia. No tanto, o no sólo, una cuestión meramente formal, sino una nueva forma como exigencia de contenido o, sobre todo, de significado, cuando es la propia realidad postbélica la que ha venido a estallar el mundo del escritor y sus lectores. Las palabras de Virginia Woolf, archicitadas, son consideradas, por muchos, un manifiesto de la nueva literatura:

Nuestra pelea no es con los clásicos, y si hablamos de nuestra pelea con el Sr Wells, el Sr Bennett y el Sr Galsworthy, es porque su mera existencia camal concede a sus obras una imperfección real, viva, cotidiana que nos lleva a nosotros a tomar una serie de libertades […] Cuando queremos definir el elemento que distingue la obra de algunos de los escritores jóvenes, entre los cuales se encuentra el Sr. James Joyce, nos vemos obligados a destacar que intentan aproximarse lo más posible a aquello que constituye la vida así como proteger de la forma más sincera y exacta aquello que les interesa y emociona, abandonando muchas de las convenciones que siguen la mayoría de los novelistas. Registremos los átomos tal y como inciden en nuestra mente, registremos el orden en el que penetran en la misma, dibujemos el movimiento y las formas que cada visión o cada incidente traza en nuestra conciencia, por más que nos parezcan inconexos e incoherentes. No demos por sentado que la vida existe en lo que consideramos grandes acontecimientos más que en lo que tradicionalmente se ha venido considerando menor […]

Y hablando directamente del autor de Cuento de Viejas, afirma:

Sus personajes llevan una vida profusa, incluso inesperada, pero seguimos sin saber cómo viven o para qué viven. Conforme pasan los años seguimos viendo cómo incluso abandonan sus acomodadas villas de las Cinco Ciudades para pasar el tiempo en un vagón de ferrocarril equipado con múltiples timbres y campanas; y el destino hacia el que se encaminan con tanto lujo no parece otra cosa que una eternidad feliz y aburrida en el mejor hotel de Brighton […]

Y tras definir su práctica narrativa y su visión de la realidad como mediocre, continúa:

¿No será acaso que la vida ya no es así como nos la presentan? ¿No será que el acento de la vida recae ahora en un ámbito diferente, que la importancia del momento quizá sea otra, que si uno fuera libre y pudiera escoger libremente, no habría argumento, ni tampoco probabilidad, y una vaga confusión en la que los rasgos de lo trágico, de lo cómico, de lo pasional y de lo lírico se disolverían en un todo que haría imposible que los reconociéramos? La mente, expuesta como está al curso ordinario de la vida, recibe un millón de impresiones externas —triviales, fantásticas, evanescentes, y también grabadas con el rigor y el filo del acero—. Llegan de todas partes y de todos los extremos, una lluvia incesante de átomos innumerables que componen todos juntos lo que nos aventuramos a llamar vida. La vida es un halo luminoso, un envoltorio semitransparente […][21].

La polémica, así, estaba servida, y de esta forma el Cuento de Viejas vino a constituirse en piedra de toque de un cierto realismo, denominado y denostado como «materialista», contra el que se produce —en una versión de la «ansiedad de la influencia» de la que nos hablara Harold Bloom— la nueva narrativa moderna de Joyce, Lawrence, Woolf, et al.

Y es que si tuviéramos que perfilar la nota dominante de esta la obra más notable de Bennett, efectivamente tendríamos que apuntar esa solidez material y naturalista con la que da vida al territorio de su infancia, que se revela en la atención que concede a la profusión del detalle que conforma un paisaje real y moral. Hablando de la misma, Henry James escribía:

el lienzo está cubierto de forma tan profusa y tan vividamente abigarrada por la exhibición de una serie innumerable de aspectos y hechos pequeños, que constituye un monumento exacto, pero no a una idea, ni a un determinado significado que se persigue y que se consigue captar, ni tampoco a cualquier cosa que sea sino, sencillamente, un monumento a lo cuasireal.

Se trata de conseguir una exactitud en el trazo del lienzo que procede más por acumulación que por selección, con la que Bennett trata de ser fiel a su descubrimiento naturalista del Zola de L’Assomoir [“El matadero”]. El autor consigue así dar vida al fresco de la provincia inglesa a lo largo de cincuenta años con exactitud casi fotográfica. Cuando asistimos a la visita de un circo que revoluciona la pequeña ciudad de Bursley, Bennett está actuando con la minuciosidad de un reportero que narra la visita real e histórica del circo Barnum a su ciudad natal; cuando suben los precios de los paños en la tienda de los Baines, el autor no hace sino constatar la influencia que la Guerra Civil en Estados Unidos y el consiguiente bloqueo marítimo tuvo sobre los precios del algodón. Lo mismo puede decirse de las ejecuciones tras sendas sentencias de pena capital, así como la meticulosa reproducción de la vida en París durante la Comuna y tras el desastre de Sedán. Pero, como siempre ocurre, esta necesidad formal no es sólo una elección técnica, sino que corresponde al tema central de la novela, a esa resignación ante el devenir y las fuerzas externas que impiden que la vida personal adquiera brillo o relevancia o se deje modificar por la decisión o la voluntad individual. Se trata de un realismo que en Bennett es consustancial al ethos de esa clase media que conforma su visión. De la misma manera, la proliferación objetual y material corresponde a esa definición de interiores llenos y agobiantes, a ese ambiente viciado de respetabilidad donde la conciencia individual apenas puede respirar en libertad.

El segundo eje en el que se articula la novela es el de la creación caracteriológica[22]. Efectivamente, los personajes de las dos hermanas Sofía y Constanza Baines, convierten lo que en principio es una crónica de los avatares de la historia en un profundo retrato vital de lo que supone crecer y hacerse viejo. Vivir, en suma, como mujer en la historia real y local de la segunda mitad del XIX. Apuntábamos más arriba la génesis de la obra en una circunstancia concreta vivida por el autor y consignada en su diario. El autor es aún más explícito todavía en el Prefacio a la obra:

En el otoño de 1903 yo cenaba con frecuencia en un restaurante en la Rue de Clichy, en París. […] entró en el restaurante a cenar una mujer de edad. Era gorda, informe, fea y grotesca. Tenía una voz ridícula y hacía gestos ridículos. Se veía fácilmente que vivía sola y que en el transcurso de muchos años había desarrollado el tipo de rareza que suscita la carcajada de los desconsiderados. Iba cargada con multitud de paquetitos que se le estaban siempre cayendo. Eligió un sitio y después, como no le gustó, otro, y luego otro. En pocos momentos tenía a todo el restaurante riéndose de ella. […] Reflexioné acerca de aquella grotesca cena. «Esa mujer fue una vez joven y delgada, quizá bella; desde luego no tenía ese ridículo amaneramiento. Es muy probable que no se dé cuenta de sus rarezas. Su caso es una tragedia. La historia de una mujer como ella da materia para una novela desgarradora». No es que todas las mujeres gordas y viejas sean grotescas, ¡nada de eso!, pero hay un extremado patetismo en el simple hecho de que todas las mujeres gordas y viejas fueron una vez muchachas con el singular encanto de la juventud en su figura y sus movimientos y en su espíritu. Y el hecho de que el paso de la muchacha a la mujer gorda y vieja esté compuesto por un número infinito de cambios infinitesimales, ninguno de los cuales ella llega a percibir, no hace sino intensificar ese patetismo […] Además, siempre me había rebelado contra la absurda juventud, contra la inmarchitable juventud de la heroína al uso. Y como protesta contra esa moda, ya en 1903 estaba planeando una novela (Leonora) cuya heroína tenía cuarenta años y sus hijas eran lo bastante mayores como para estar enamoradas. Los críticos, dicho sea de paso, se quedaron estupefactos ante mi audacia de ofrecer al público a una mujer de cuarenta años como tema de interés serio. ¡Pero yo me proponía ir mucho más allá de los cuarenta años! En última instancia, como razón suprema, tenía el ejemplo y el reto de Une vie, de Guy de Maupassant. En la década de 1890 considerábamos Une vie con muda veneración, como la cima del logro en la ficción […] Me han acusado de todos los defectos menos de falta de confianza en mí mismo, y en pocas semanas decidí otra cosa, a saber, que mi libro tenía que «ir más lejos» que Une vie y que con este objeto tenía que ser la historia de la vida de dos mujeres en vez de una sola. Por lo tanto, Cuento de Viejas tiene dos heroínas. Constanza es la original; Sofía fue creada por hacer una bravata […] Me intimidaba la osadía de mi proyecto, pero me había jurado sacarlo adelante. […] Escribí la primera parte de la novela en seis semanas. Me resultó muy fácil porque en los años setenta, la primera década de mi vida, había vivido en la auténtica mercería de los Baines y la conocía como sólo un niño podía conocerla.

Creo que las palabras del autor son absolutamente esclarecedoras del tema y personajes. La mirada y el oído de Bennett se detienen con compasión y simpatía en cada uno de ese «número infinito de ligeros e imperceptibles cambios infinitesimales» que constituyen el proceso de envejecimiento de sus heroínas. Querría destacar, sin embargo, el logro que supone el desdoblamiento de la heroína por cuanto que concede, no sólo más vitalidad a la novela, sino también más profundidad y complejidad a ese pathos ineluctable que constituye su tema central. Porque, efectivamente, la vida de Constanza, nacida en Bursley, en la tienda de paños, casada en Bursley, con el oficial asistente de la tienda, Povys, repite inexorablemente lo que el destino y su circunstancia le han venido preparando desde la noche de los tiempos. Ha internalizado hasta tal punto las normas y juicios de su clase y de su ética que ni se plantea la posibilidad de una alternativa. Es más, todo cambio en las seguridades adquiridas de su infancia le supone no sólo una contrariedad, sino también enormes dosis de ansiedad. Pero en el retrato de su hermana Sofía, las cosas, parece, pudieran haber sido distintas dentro de una óptica no necesariamente naturalista. Porque Sofía, desde el comienzo se nos presenta como la antítesis de Constanza. Es guapa, es lista, brillante, con la imaginación del romance en su mente, y, sobre todo, con el convencimiento de que hay otros mundos posibles, de que hay otras existencias seductoras, más allá de las paredes del comercio familiar y de la vida monótona de su pequeña ciudad. Es una mujer, hasta cierto punto, nueva, que imagina una existencia independiente en Londres. No sólo eso, es una mujer que haciendo gala de su independencia abandona las Cinco Ciudades para fugarse con un novio cuyo amor es más imaginado que real a Londres y a París. (Fuga, eso sí, más burguesa que aventurera, en el sentido de que el matrimonio inmediato y previo a toda relación amorosa es condición sine qua non de la fuga y del temperamento, en el fondo sólidamente burgués, de nuestra heroína.) Con ello consigue Bennett, no sólo dotar de dramatismo a la trama de la obra, sino acentuar su pesimismo sobre la condición humana. Porque París, en 1870, es ya la metrópolis cosmopolita de la modernidad, tal y como la cantará Baudelaire en Las Flores del Mal: representa un universo de posibilidades infinitas que contrasta radicalmente con el microcosmos inmutable cerrado por el humo que pesa. Y sin embargo, el destino mágico de Sofía tampoco se cumple. La magia de París, fuera de la solidez de un matrimonio como el de Constanza, pronto se evapora en hoteluchos y pensiones, sin que, por otra parte, Sofía sea capaz de convertirse en auténtica protagonista de la Historia que se vive en el París de la Comuna, de Sedán y del establecimiento de la Tercera República. Abandonada finalmente, deshonrada también, Sofía acaba aplicando en París los mismos principios de laboriosidad, frugalidad, ahorro, sentido común y olvido de los sentidos que presiden la vida en el Bursley de su infancia. Y entre sedas y modelos parisinos, y tras convivir y aprender —sin mancillarse— de las prostitutas y entretenidas del París de La educación sentimental flaubertiana, acaba envejeciendo y perdiendo también su frescura en el establecimiento y dirección de una «Pensión Inglesa» de reputación intachable. Casi podemos ver a los personajes de E. M. Forster en Una habitación con vistas en la pensión dirigida férreamente por Sofía Baines. Por más que su rebelión juvenil fuera sincera, no consigue un destino muy diferente del de su hermana Constanza. Nunca llega a entender ni el esteticismo de un cierto universo parisino, ni esa douceur de vivre que pretende atrapar lo que de atractivo pueda tener la vida, como si la estrechez vital de su educación metodista le impidiera adentrarse en caminos donde «los ángeles no se atreven a hollar», esto es, fuera de los límites de esa respetabilidad victoriana. Inicia una carrera a lo Molí Flanders, como tantas heroínas que nos brinda la tradición narrativa, singularmente la inglesa, mujeres perdidas en amores extramatrimoniales y en fugas novelescas, pero acaba, como su hermana Constanza —que por no moverse, no abandonó nunca la casa y la tienda familiar, entre cuyos muros encontró a su marido y estableció su hogar, vieja, perdida la juventud y también todo tipo de ilusión acerca de una vida con sentido. Pero también rica, con un importante patrimonio—. Y al llegar aquí me permito recordar las palabras citadas más arriba acerca de la propiedad privada como ethos fundamental de las clases medias y de su versión narrativa.

Más allá de la crónica detallada, con un agudo sentido del humor, sobre todo en los episodios ingleses, y con una afilada mirada para descubrir el detalle significativo, la visión de Bennett es tremendamente pesimista. Y es que envejecer es duro. Pero aún lo es más cuando ni siquiera existe la posibilidad de imaginar alternativas de pálpito vital, que ya no de felicidad, que es lo que el autor parece decirnos. Estamos acostumbrados a considerar que la madurez es un elemento positivo, una realización en el mejor de los casos. Bennett no parece considerarlo así: sólo es un momento detenido en el patético proceso hacia nuestra desaparición, proceso en el que nuestra pretendida voluntad de decisión y de creación es sencillamente una ilusión necesaria que nos contamos para paliar el dolor de nuestra contingencia. «El pesimismo, cuando te acostumbras, resulta tan agradable como el optimismo» es una de las frases más citadas de nuestro autor.

Ese es el relato que Bennett nos ofrece en esta obra, al compás de la Historia. Su fuerza estriba, además de en la maestría técnica por el detalle y la observación que apuntábamos más arriba, junto con la elaborada estructura dicotómica, en espejo, tanto de los personajes como de la arquitectura narrativa, en la cualidad y sinceridad de la experiencia de la contingencia que el autor nos ofrece y en el pathos con el que articula la banalidad de la existencia de sus personajes. Porque, en sus propias palabras, «no hay conocimiento sin emoción. Podemos saber de la existencia de una verdad, pero hasta que no hemos sentido su fuerza en nosotros, esa verdad no la hacemos nuestra. Al conocimiento y a la inteligencia debemos adjuntar la experiencia del alma».