CAPÍTULO VIII

UNA MADRE MUY ORGULLOSA

 

I

 

En 1893 había un hombre nuevo y extraño viviendo en el número 4 de la Plaza de San Lucas. Mucha gente reparó en dicho fenómeno. En Bursley se habían visto antes muy pocos de su estilo. Una de las cosas que sorprendían de él era la compleja manera en que se protegía por medio de centelleantes cadenas. Una cadena le cruzaba el chaleco, pasando por un ojal especial, sin botón, que había en el medio. A este cable estaban firmemente sujetos un reloj a un extremo y un estuche para lápiz en el otro; la cadena servía también como protección contra un ladrón que intentara arrebatarle el chaleco de fantasía en su totalidad. Luego había otras cadenas más largas debajo del chaleco, en parte destinadas, sin duda, a desviar balas, pero servían principalmente para permitir al propietario izar cortaplumas, petacas, cajas de cerillas y llaveros de las profundidades de los bolsillos de los pantalones. Una parte esencial de los tirantes de aquel hombre, visible a veces cuando jugaba al tenis, se componía de una cadena, y la mitad superior y la inferior de sus gemelos estaban unidas por cadenas. De vez en cuando se le veía encadenado a un perro.

¡Un retroceso a un tipo medieval, posiblemente! ¡Sí, pero también un ejemplar de lo excesivamente moderno! Exteriormente era una consecuencia del hecho de que, años antes, el principal sastre de Bursley permitió a su hijo ir de aprendiz a Londres. El padre murió; el hijo tuvo el buen juicio de volver y labrarse una fortuna al tiempo que creaba un nuevo tipo en la ciudad, un tipo del cual las múltiples cadenas no eran más que una característica y ésa la menos costosa si bien la más llamativa. Por ejemplo, hasta el histórico año en que el joven sastre creó el tipo, todas las gorras eran gorras en Bursley y todos los cuellos eran cuellos. Pero a partir de entonces ninguna gorra fue gorra y ningún cuello fue cuello a menos que se ajustara con exactitud en forma y material a ciertas sagradas gorras y cuellos que el joven sastre guardaba en su trastienda. Nadie sabía por qué aquellas sagradas gorras y cuellos eran sagrados, pero lo eran; su sacralidad duró unos seis meses y luego, repentinamente —tampoco supo nadie por qué— cayeron de su elevada posición y quedaron más bajo que despojos para perros, siendo suplantados en el altar. El tipo al que había dado vida el joven sastre había de ser reconocido por sus gorras y sus cuellos, y de una manera similar por cualquier otra pieza de atuendo con excepción de las botas. Por desgracia, el sastre no vendía botas, de modo que no impuso a sus criaturas ningún credo místico en lo tocante a botas. Fue una lástima, pues daba la casualidad de que los fabricantes de botas de la época no estaban inflamados por la pasión de crear tipos, como lo estaba el sastre, de manera que el nuevo tipo acababa súbitamente en los bajos de los pantalones del sastre.

El hombre del número 4 de la Plaza de San Lucas tenía unos pies relativamente pequeños y estrechos, lo cual le otorgaba una ventaja; y como estaba dotado de cierta vaga distinción física general consiguió, a pesar del eterno desorden de sus cabellos, destacar dentro del tipo. Indudablemente, el verlo a menudo en su casa halagaba el orgullo de los ojos de Constanza, que se posaban en él casi siempre con placer. Había entrado en la casa de manera sorprendentemente repentina poco después de que Cyril terminara el colegio y estaba contratado como aprendiz con el dibujante jefe de Peel, la clásica manufactura de vajilla. La presencia de un hombre en su morada desconcertaba un poco a Constanza al principio, pero pronto se acostumbró a él, dándose cuenta de que un hombre se comportaría como un hombre y había que suponer que así sería. Aquel hombre, ciertamente, hacía lo que quería en todos los aspectos. Como Cyril siempre les había parecido a sus padres muy corpulento, se podía esperar hallar un gigante en el nuevo hombre, pero, extrañamente, era delgado y de estatura un poco inferior a la media. Ni en corpulencia ni en muchos otros detalles se parecía al Cyril al que había suplantado. Sus gestos eran más ligeros y rápidos; no tenía nada del desmaño de Cyril, no tenía el gusto sin límites de Cyril por los dulces ni su tremendo odio a los guantes, los barberos y el jabón. Era mucho más soñador que Cyril y estaba mucho más atareado. En realidad Constanza sólo lo veía a las horas de las comidas. Durante el día estaba en Peel y todas las tardes iba a la Escuela de Arte. Soñaba incluso durante las comidas y, sin decirlo, daba la impresión de ser el hombre más atareado de Bursley, envuelto en sus ocupaciones y preocupaciones como en una manta: una manta que a Constanza le costaba trabajo penetrar.

Constanza deseaba complacerlo; no vivía sino para complacerlo; no obstante él era extremadamente difícil de complacer, en absoluto porque fuera exigente e hipercrítico sino porque era indiferente. Constanza, a fin de satisfacer su deseo de complacer, tenía que hacer cincuenta esfuerzos con la esperanza de que por casualidad reparase en uno. Era un hombre bueno, asombrosamente ingenioso… una vez que Constanza lo había sacado de la cama por la mañana; no tenía vicios; era amable, salvo cuando Constanza trataba equivocadamente de contrariarle; encantador, con una curiosa vena humorística que Constanza comprendía sólo a medias. Constanza, sin lugar a dudas, presumía mucho de él y sinceramente hallaba en él pocas cosas que pudiera criticar. De vez en cuando, con sus suaves y elegantes chanzas, parecía redescubrirla, como si dijese «¡Ah! ¿Entonces todavía estás ahí?». Constanza no pudo aproximarse a él en el plano en el que estaban sus intereses; él nunca conoció la apasionada intensidad de su absorción en aquella parte menor de su vida que residía en el plano en que estaba ella. Nunca le preocupó su soledad ni sospechó que con arrojarle una sonrisa y una palabra en la cena la estaba compensando exiguamente por tres horas meciéndose solitaria en una mecedora.

Lo peor era que no había curación para ella. Ninguna experiencia bastaría para curarla de su manía de estar siempre esperando que él reparase en cosas en las que jamás reparaba. Un día le dijo él, en medio de un silencio:

—Por cierto, ¿no dejó papá alguna caja de cigarros?

Ella subió la escalera, entró en su habitación y bajó de lo alto del armario la caja que había colocado allí después del funeral. Entregándole la caja estaba haciendo una gran proeza. Tenía diecinueve años y su madre estaba ratificando su precoz hábito de fumar con aquel solemne regalo. Durante algunos días Cyril no hizo caso alguno de la caja. Constanza le preguntó tímidamente:

—¿Has probado aquellos cigarros?

—Todavía no —replicó—. Los probaré un día de éstos.

Diez días después, un domingo que casualmente no salió con su aristocrático amigo Matthew Peel-Swynnerton, abrió por fin la caja y cogió un cigarro.

—Bien —observó con picardía, cortando el cigarro—; ¡ahora veremos, señora Plover!

A menudo la llamaba «señora Plover» en broma. Aunque a ella le agradaba que tuviera el suficiente interés por ella como para tomarle el pelo, no le gustaba que la llamara «señora Plover» y nunca dejaba de decir: «No soy la señora Plover». Cyril se fumó el cigarro despaciosamente, en la mecedora, con la cabeza echada hacia atrás y lanzando columnas de humo al techo. Y luego observó:

—No estaban mal los cigarros del viejo.

—¿Sí? —respondió ácidamente, como si le molestara aquella fácil condescendencia. Pero en secreto estaba encantada. En el veredicto favorable de su hijo acerca de los cigarros de su esposo hubo algo que la entusiasmó.

Y lo contempló. ¡Era imposible no ver en él algún parecido con su padre! ¡Oh! ¡Era un ser mucho más brillante, más avanzado, más complejo, más seductor que su hogareño padre! ¡Y sin embargo…! De vivir su padre, ¿qué habría ocurrido entre ellos? ¿Fumaría cigarros sin disimulo en casa a los diecinueve años?

Constanza se interesaba, en la medida que él se lo permitía, por sus estudios y producciones artísticas. Un ático de la parte de atrás, en el segundo piso, había sido transformado en estudio, un desnudo apartamento que olía a aceite y a arcilla húmeda. Muchas veces había huellas de arcilla en la escalera. Para trabajar con arcilla exigió a su madre un blusón, y ella le hizo un blusón tomando como modelo un blusón auténtico que consiguió a través de una mujer del campo que vendía huevos y mantequilla en el mercado cubierto. Se pasó una semana haciendo en los hombros del blusón un bordado de fantasía que había sacado de un antiguo libro de labores. Cierto día, cuando la había estado viendo bordar el blusón mañana, mediodía y tarde, Cyril dijo a su madre, que estaba meciéndose sin hacer nada después de cenar:

—No te habrás olvidado del blusón que te pedí, ¿verdad, mamá?

Ella sabía que estaba de broma, pero, aunque se daba perfecta cuenta de lo estúpida que era, siempre actuaba como si aquella guasa suya fuese en serio; volvió a coger el blusón, que estaba en el sofá. Cuando estuvo terminado, el joven lo examinó detenidamente y luego exclamó con aire de sorpresa:

—¡Diantre! ¡Qué hermoso! ¿De dónde has sacado ese dibujo?

No dejaba de mirarlo atentamente, con una sonrisa de placer.

Volvió las desgarradas hojas del libro de bordados con el mismo asombro ingenuo y fascinado y se llevó el libro al estudio.

—Tengo que enseñárselo a Swynnerton —dijo.

A ella, el calificativo de «hermoso» le pareció un raro epíteto para un sencillo ejemplar de honrada labor hecha siguiendo un modelo, y además un punto que conocía de toda su vida. La cuestión era que cada vez entendía menos el «arte» de su hijo. La única decoración de las paredes del estudio era una estampa japonesa que la sorprendía por ser enteramente ridícula, considerada como cuadro. Prefería con mucho aquellos primeros dibujos suyos de rosas y castillos pintorescos, cosas que él despreciaba ahora sin misericordia. Más adelante la descubrió cortando otro blusón.

—¿Para qué es eso? —inquirió.

—Bueno —dijo ella—, no puedes arreglártelas con un solo blusón. ¿Qué harás cuando ése se mande a lavar?

—¡A lavar! No hace falta mandarlo a lavar.

—¡Cyril! —replicó su madre—, ¡No me agotes la paciencia! Estaba pensando hacerte media docena.

Él dejó escapar un silbido.

—¿Con todos esos bordados? —preguntó, sorprendido de semejante empeño.

—¿Por qué no? —respondió ella. En su juventud ninguna costurera hacía menos de media docena de lo que fuera, y por lo general una docena; a veces se llegaba a media docena de docenas.

—Caramba —murmuró el joven—; tienes valor, ya lo creo.

Cosas así sucedían siempre que él se mostraba complacido. Si decía de un plato, en el dialecto local, «Ya podría yo con una pizca de esto» o simplemente se relamía, lo hartaba de aquel plato.

 

 

 

II

 

Un caluroso día de agosto, justo antes de que se fueran a pasar un mes en la Isla de Man, Cyril llegó a casa pálido y sudando y se dejó caer en el sofá. Llevaba un traje de alpaca gris y, con excepción del pelo, que además de revuelto estaba empapado en sudor, era una obra maestra de esbelta elegancia a pesar del calor. Dejó escapar un gran suspiro y apoyó la cabeza en el brazo del sofá, cubierto con un tapete.

—Bueno, mamá —dijo con voz de fingida calma—. Lo he conseguido. —Tenía la mirada clavada en el techo.

—¿El qué?

—La Beca Nacional. Swynnerton dice que ha sido por pura chiripa. Pero lo he conseguido. ¡Es una gran gloria para la Escuela de Arte de Bursley!

—¿La Beca Nacional? —dijo Constanza—, ¿Qué es eso? ¿Qué es?

—¡Pero, mamá! —la reconvino, no sin irritación—, ¡No irás a decir que no he dicho nunca una palabra de ello!

Encendió un cigarrillo para ocultar su timidez, pues se daba cuenta de que su madre estaba entrando en un terreno desconocido.

Lo cierto era que jamás, ni siquiera con la muerte de su marido, había recibido un golpe tan terrible como el que Cyril, el soñador, le acababa de dar.

No era del todo una sorpresa, pero casi. En efecto, unos meses antes Cyril había mencionado, de pasada como era su costumbre, la cuestión de la Beca Nacional. A propósito de una copa que había diseñado dijo que el director de la Escuela de Arte había sugerido que era lo bastante bueno como para competir por la Nacional y que, como por lo demás estaba en condiciones de competir, igual podía enviar la copa a South Kensington. Añadió que Peel-Swynnerton se había reído de la idea por considerarla ridícula. En aquella ocasión, Constanza comprendió que una Beca Nacional suponía residir en Londres. Tendría que haber empezado a vivir atemorizada, pues Cyril tenía el molesto hábito de hacer una mera referencia a asuntos que juzgaba muy importantes y que absorbían buena parte de su atención. Era reservado por naturaleza; la rigidez del gobierno de su padre había desarrollado este rasgo de su carácter. Pero la realidad era que había hablado del concurso tan de pasada que a ella no le había costado mucho desecharla pensando que suponía una contingencia tan remota que bien podía dejarla de lado. Verdaderamente, casi lo había olvidado. Sólo de tarde en tarde se había despertado en ella un sordo dolor pasajero, como el anuncio de una enfermedad fatal. Y, como si estuviese en la fase inicial de la enfermedad, se había apresurado a tranquilizarse: «¡Qué tonta soy! ¡Esto no puede ser nada grave!».

Y ahora estaba condenada. Lo sabía. Sabía que no había apelación. Sabía que le daría lo mismo suplicar misericordia a un tigre que a su excelente, ingenioso y soñador hijo.

—Es una libra a la semana —dijo Cyril, su cortedad aumentada por el silencio de su madre y por la espantosa expresión de su rostro—, Y, por supuesto, enseñanza gratuita.

—¿Por cuánto tiempo?

—Bueno… —repuso—. Eso depende. Teóricamente por un año. Pero si uno se porta se prolonga siempre por tres años.

Si se quedaba allí tres años ya no volvería: esto era una certidumbre.

¡Cómo se rebeló, furiosa y desesperada, contra la fortuita crueldad de las cosas! Estaba segura de que hasta entonces no había pensado en serio en irse a Londres. Pero el hecho de que el gobierno lo admitiera en sus aulas gratuitamente y además le diera una libra a la semana le obligaba en cierto modo a irse a Londres. No era la falta de medios lo que le había impedido ir. ¿Por qué, entonces, el tenerlos le iba a inducir a ir? No había ninguna razón lógica. Todo aquello era desastrosamente absurdo. El profesor de arte del Instituto Wedgwood había sugerido por casualidad, sólo por casualidad, que se enviase la copa a South Kensington. ¡Y la consecuencia de aquel capricho era que ella estaba sentenciada a la soledad para toda su vida! ¡Era de una maldad demasiado monstruosa, demasiado increíble!

¡Con qué vana y amarga deprecación murmuró en su corazón la palabra «si»! ¡Si no se hubiesen fomentado las aficiones infantiles de Cyril! ¡Si se hubiera contentado con seguir el oficio de su padre! ¡Si ella se hubiera negado rotundamente a firmar su contrato de aprendizaje en Peel y a pagar la prima! ¡Si no hubiese dejado el color para dedicarse a la arcilla! ¡Si el maestro de arte no hubiera tenido la idea «fatal»! ¡Si los jueces del concurso hubiesen tomado otra decisión! ¡Si hubiera educado a Cyril en el hábito de la obediencia, sacrificando la paz temporal a la seguridad permanente!

Pues, al fin y al cabo, no podía abandonarla sin su consentimiento. No era mayor de edad. Y necesitaría mucho más dinero, que no podía obtener de nadie más que de ella. Podía negarse… ¡No! No podía negarse. Era el amo, el tirano. ¡Por la paz cotidiana había cedido débilmente al principio! Se había portado mal con ella misma y con él. Estaba mimado. Ella lo había mimado. Y él estaba a punto de pagarle con la desdicha para toda la vida y nada le haría apartarse de su camino. ¡La conducta habitual de los hijos mimados! ¿Acaso no la había visto en otras familias y no había moralizado sobre ello?

—¡No parece que te alegre mucho, mamá! —dijo Cyril.

Constanza salió de la habitación. Aunque trataba de disimularla, la alegría del joven al pensar en alejarse de las Cinco Ciudades, de ella, era mucho más manifiesta de lo que pudo soportar.

La Señal publicó al día siguiente un artículo especial sobre la noticia. Al parecer no se había concedido una Beca Nacional en las Cinco Ciudades desde hacía once años. Se exhortaba a los ciudadanos a recordar que el señor Povey había obtenido el éxito en concurso abierto con los estudiantes más dotados de todo el país, y en una rama del arte cuyo cultivo no había emprendido hasta época reciente; y, además, que el gobierno ofrecía solamente ocho becas cada año. El nombre de Cyril Povey iba de boca en boca. Y nadie que se encontrara con Constanza, en la calle o en una tienda, podía resistir la tentación de comunicarle que debía sentirse orgullosa como madre de tener un hijo como aquél, pero que en realidad no era una sorpresa… ¡y qué orgulloso habría estado su pobre padre! Algunos, comprensivos, insinuaban que el orgullo maternal era uno de esos lujos que pueden costar demasiado caros.

 

 

 

III

 

A ella, por supuesto, se le estropearon las vacaciones en la Isla de Man. Casi no podía ni andar por el peso de una masa de plomo que llevaba en el pecho. Hasta los días más alegres estaba allí aquella masa. Además, estaba muy gruesa. En circunstancias normales habrían pasado allí más de un mes. Un alumno en aprendizaje no está atado a la rueda como un aprendiz corriente. Además, los contratos de aprendizaje iban a ser cancelados. Pero Constanza no tenía deseos de continuar allí. Tenía que preparar la marcha de Cyril a Londres. Tenía que disponer la leña para su propio martirio.

En estos preparativos hizo gala de tanta necedad, reveló tan completa falta de perspectiva como hubiera podido desear el hijo con más ínfulas de superioridad para convertirlos en blanco de una afectuosa ironía. Su preocupación por las nimiedades sin importancia alguna era digna de las mejores tradiciones de la maternidad cariñosa. Sin embargo, la despreocupada sátira de Cyril no le hizo ningún efecto salvo enfadarla en una ocasión, cosa que a él le sorprendió mucho; con total acierto y sabiduría atribuyó aquel estallido sin precedentes a su tensión nerviosa y se lo perdonó. Fue de gran ayuda para que Cyril se trasladara a Londres sin problemas el hecho de que el joven Peel-Swynnerton conociera la capital; tenía un hermano en Chelsea, sabía de alojamientos respetables, era realmente una enciclopedia de la ciudad e iba a pasar en ella parte del otoño. De no ser así, los preliminares en los que su madre habría insistido recurriendo a las lágrimas y a la histeria hubieran resultado quizá fatigosos para Cyril.

Llegó el día en que faltaba una semana justa para la partida de Cyril. Constanza simulaba constantemente animación para enfrentarse a ello. Dijo:

—¿Y si fuera contigo?

El joven sonrió como admitiendo que como broma valía. Y luego ella sonrió en el mismo sentido, apresurándose a mostrar su acuerdo en que como broma no estaba mal.

Aquella última semana fue muy leal a su sastre. Muchos jóvenes habrían encargado trajes nuevos después de llegar a Londres, no antes. Pero Cyril tenía fe en su creador.

El día de la marcha, la familia, la casa misma, se hallaba en un estado de gran excitación. Tenía que salir temprano. No quiso oír hablar de que su madre lo acompañara hasta Knype, donde la línea circular enlazaba con la principal. Podía ir a la estación de Bursley y no más. Cuando ella se rebeló, Cyril dejó ver una mínima indicación de su lado entre hosco y grosero y Constanza cedió inmediatamente. En el desayuno no lloró, pero la expresión de su rostro le hizo protestar:

—¡Escucha, mamá, piensa una cosa! Trata de recordar que vendré para navidad. Apenas son tres meses —y encendió un cigarrillo.

Constanza no respondió.

Amy bajó a rastras un saco Gladstone por la retorcida escalera. Ya había cerca de la puerta un baúl que había arrugado la alfombra y descolocado la estera.

—No te habrás olvidado de meter el cepillo del pelo, ¿verdad, Amy? —preguntó Cyril.

—N-no, señor Cyril —balbuceó ella.

—¡Amy! —la reconvino Constanza con dureza mientras Cyril corría escaleras arriba—. Me sorprende que no sea capaz de hacer mejor las cosas.

Amy se disculpó débilmente. Aunque la trataban casi como si fuese de la familia, no debía haber olvidado que era una sirvienta. ¿Qué derecho tenía ella a llorar al ver el equipaje de Cyril? Se hizo esta pregunta en el tono de Constanza.

Llegó el coche. Cyril bajó a zancadas, con exagerada despreocupación, y también con exagerada despreocupación bromeó con el cochero.

—¡Bueno, mamá! —exclamó cuando se hubo subido el equipaje—, ¡No querrás que pierda el tren! —Pero sabía que había un amplio margen de tiempo. ¡Le resultaba divertido!

—¡No, si ya estoy! —dijo ella, colocándose el gorrito—. Amy, en cuanto nos hayamos ido puede recoger la mesa.

Subió pesadamente al coche.

—¡Hala! ¡Has chafado las ballestas! —le tomó el pelo Cyril.

El caballo se llevó un buen latigazo para que se acordara de lo seria que es la vida. Era una espléndida y tonificante mañana de otoño y el cochero sentía la necesidad de comunicar su abundante energía a alguien o a algo. Partieron; Amy se quedó contemplándolos desde la puerta. Todo se había organizado tan maravillosamente bien que llegaron a la estación veinte minutos antes de que llegase el tren.

—¡Da igual! —consoló socarronamente Cyril a su madre—. Tú prefieres llegar veinte minutos antes mejor que un minuto tarde, ¿no?

Su buen humor tenía que salir por alguna parte.

Fueron transcurriendo los minutos y en el desierto andén de color pizarra fueron apareciendo personas para quienes el tren no era más que un tren circular, personas que tomaban el tren todos los días laborables de su vida y conocían todas sus excentricidades.

Y lo oyeron silbar al salir de Turnhill. Y Cyril cambió una última palabra con el cochero, que estaba a cargo del equipaje. Lucía una apuesta figura y tenía veinte libras en el bolsillo. Cuando regresó junto a Constanza, ésta trataba de no llorar; a través del velo vio sus ojos circundados de rojo. Pero a través del velo ella no veía nada. El tren hizo su entrada en la estación, chirriando hasta detenerse. Constanza se levantó el velo y le dio un beso; se despidió de su vida con un beso. Él percibió el olor de su banda de crespón. Por un instante estuvo cerca de ella, cerca, y pareció como si él tuviese una abrumadora vislumbre de sus secretos; pareció como si lo ahogase la emoción, repentina y poderosa, de aquel crespón. Cyril se sintió extraño.

—¡Aquí tiene, señor! ¡Segunda, fumadores! —llamó el mozo.

Los pasajeros cotidianos del tren lo abordaron con su habitual repugnancia.

—¡Escribiré en cuanto llegue! —dijo Cyril motu proprio. Fue lo mejor que pudo encontrar.

¡Con cuánta gracia se quitó el sombrero!

El tren arrancó, produciendo nubes de vapor; Constanza se quedó en el muerto andén junto a unos recipientes de leche, dos mozos y el bullicioso chico de Smith.

Emprendió el camino a casa, lenta y dolorosamente. La masa de plomo era más pesada que nunca. Y los ciudadanos vieron a la madre más orgullosa de Bursley sola por la calle.

«Al fin y al cabo —discutía, airada y petulante, con su alma—, ¿podías esperar que el chico hiciera otra cosa? Es un buen estudiante, ha tenido un éxito brillante, ¿y va a estar siempre pegado a tus faldas? Eso es ridículo. No es lo mismo que si fuera un holgazán o un mal hijo. Ninguna madre podría tener un hijo mejor. ¡Estaría bueno que se quedara toda la vida en Bursley sólo porque a ti no te gusta que te dejen sola!».

Desgraciadamente, tanto le da a uno discutir con una mula como con su propia alma. Su alma no hacía más que repetir monótonamente: «Ahora soy una vieja solitaria, y a nadie le sirvo para nada. Antaño fui joven y orgullosa. ¡Y es en esto en lo que ha parado mi vida! ¡Esto es el fin!».

Cuando llegó a casa, Amy no había tocado las cosas del desayuno, la alfombra seguía arrugada y la estera descolocada. Y, en la desolada atmósfera de una reacción tras una terrible crisis, fue directamente arriba, entró en la devastada habitación de su hijo y contempló el desorden de la cama en la que había dormido.