Capítulo 19

Keilan se quedó en mitad de la carretera, deshecho. Los pocos coches que pasaban por su lado lo hacían con un pitido y con algún que otro insulto. Alguien le indicó que debía colocar los triángulos de emergencia, incluso que debía ponerse el chaleco reflectante, pero en cualquier caso no podía andar por medio de la carretera como un loco si no quería morir.

Y no, esa no era su intención, se dijo cuando un coche rojo pasó por su lado a más ciento cincuenta kilómetros por hora. María debe saber toda la verdad. Nadie me podrá tachar de haber roto el acuerdo. Si Grunontal y esa Nitya quieren guerra, presentaremos guerra. Ya no tengo nada que perder, rugió entre dientes.

Nuria volvió a insistir.

—Nuria, vete —replicó Keilan con frialdad—, lárgate de aquí. No quiero verte ni tener nada contigo.

—¿Qué pasa, no quieres darle a tu cuerpo un poco de marcha? —le replicó con una gran sonrisa.

Keilan cerró los ojos. No estaba para juegos ni para las tonterías de una chica muerta que se había quedado perdida en una curva. Soltó un bufido tratando de mantener la calma.

—Por tu bien, yo me iría de aquí inmediatamente…

—¿Y si no quiero? ¿Y si quiero que tú te quedes conmigo? —frunció el ceño. Giró la cabeza hacia un lado y volvió a mirarle a los ojos.

Entonces todo cambió en ella. Donde antes había una mujer hermosa, ahora había una mujer surcada de arrugas amarillentas, violáceas y verdes que supuraban gusanos que la iban devorando poco a poco, y de jirones de carne que se caían a pedazos de su cuerpo. Se había convertido en un saco de huesos, en una cara demacrada, en un pelo sin vida, en un vestido desgarrado y en un solo zapato que había perdido su tacón el día en que ella quedó atrapada en esa curva.

—¿Me llevas a Hellín? —Su voz era un llanto desesperado—. Mi novio me está esperando.

—No puedo. Tú tienes otro camino. Deberías saberlo ya —dijo con dolor, recordando que quizás ese fuera su camino en tres días. Él estaría tan muerto como Nuria si no la recuperaba. Pero ella se había marchado, dejándole una nota como único recuerdo, donde le decía que lo esperaba en el bosque porque creía que lo amaba.

—Yo quiero ir a Hellín… Me llevarás a Hellín, porque si no, tú te quedarás conmigo —lo amenazó—. No quiero estar sola.

En ese instante se abalanzó sobre él con las uñas afiladas como cuchillos, sin embargo Keilan fue más rápido que ella. La agarró de las manos.

—Tienes que irte —insistió con dureza.

—No, por favor —suplicó la chica—, yo haré todo lo que tú quieras, pero por favor, no quiero marcharme. Él me espera…

—Lo siento. Tú ya no perteneces a este mundo… —replicó Keilan con frialdad.

—¿Y tú piensas que sí? —la mujer volvió a recuperar su aspecto brillante—. Piensas que no sé quiénes sois en realidad. Llevo muerta más de diez años, sin embargo no soy una imbécil. Si permites que me quede contigo, te prometo que te ayudaré.

—Entonces, ¿por qué te has entrometido en lo mío con María? ¿Quién te ha dado vela en este entierro? —Keilan se echó a reír por no llorar. Sin querer había hecho un chiste macabro.

Nuria bajó la cabeza.

—Grunontal me ha obligado —balbuceó—. Si yo me interponía entre vosotros, no vendría a por mí. No quiero irme al otro lado.

—¿Y se supone que debo fiarme de ti estando Grunontal por medio?

—Espera, Keilan —replicó Nuria con lágrimas en los ojos, agarrándolo por el brazo—. A mí tampoco me gusta Grunontal. Sé que lo que he hecho no está bien. Pero yo solo quería despedirme de mi novio. Quiero que rehaga de una vez su vida.

—¿Qué me propones? —dijo con desconfianza. Sus dientes rechinaron.

—Si tú me ayudas a mí —sonrió sin maldad en sus ojos, dejando caer su mano en el hombro en el de Keilan—, te prometo que te ayudaré a ti. Te aseguro que no te arrepentirás…

—Yo no quiero eso que tú propones —retiró el brazo de ella de su hombro bruscamente.

—No me entiendas mal —dejó escapar una sonrisa amarga—. No quiero enrollarme contigo. Solo quiero que me ayudes a llegar a Hellín. No puedo salir de esta condenada curva. Si te ayudo, no seré únicamente yo la que esté a tu lado. Vendrán muchos más como yo —chasqueó los dedos y detrás de ella aparecieron unas cuatro personas muertas de diferentes edades—. Ellos también te ayudarán, y muchas más que están perdidas.

Keilan lanzó un gruñido.

—¿Por qué? —Suspiró con las manos en los bolsillos, apretando la nota que había dejado María—. ¿Quién me dice que esto no es más que otra de las tretas de Grunontal?

—Tendrás que confiar en nosotros. Todos tenemos motivos para odiarla. Todos quedamos atrapados aquí por su culpa —se sentó en el suelo y apoyó su cabeza en el guardarraíl del arcén—. Ella me prometió que cuando María se fuera, yo aparecería en la casa de mi novio. ¿Y dónde estoy? En esta curva asquerosa. También me ha engañado a mí y a ellos. Somos sus víctimas. Estoy cansada de vagar sin destino.

Keilan meditó las pocas opciones que tenía. Viajar solo o viajar con cinco muertos. Miró la carretera por donde se había marchado María y se odió porque ese camino lo tenía que haber tomado junto a él y no con un camionero desconocido.

—Está bien, pero lo haremos a mi manera —arqueó una ceja—. No quiero que en ningún momento se cuestionen mis decisiones.

Me quedan tres días para encontrarla y no deseo perderme en discusiones inútiles —miró a los cuatro muertos que había detrás de Nuria—. ¿Estamos de acuerdo en esto?

Nuria miró a sus cuatro amigos y ellos asintieron.

—Estamos de acuerdo. Queremos ayudarte.

—Primero me ayudarás a buscar a María y después te llevaré a Hellín —se agachó para que lo mirara a los ojos— y a cada uno de vosotros adonde me digáis —dijo después de levantarse—. Ahora bien, si descubro que me estáis engañando, llamaré a Il-Fewar, el ángel que le lleva los muertos a Grunontal, pero antes —matizó bien sus palabras, con dureza, para que no hubiera dudas de nada—, te dejará a ti y a todos tus amigos en un sitio donde no os gustará estar. Yo vengo de allí y os puedo asegurar que no se lo deseo ni a mi peor enemigo. ¿Me habéis entendido?

—Sí, ni soy imbécil ni estoy sorda —le contestó Nuria—. Ella no ha cumplido con su palabra. No le debo nada.

Keilan se dirigió de nuevo a la furgoneta. Abrió la puerta trasera para buscar una flecha. Se pinchó en la yema del dedo índice y la sangre empezó a brotar gota a gota. Agarró la mano de Nuria, e hizo lo mismo que se había hecho él. Le pinchó en el dedo índice y cuando la sangre brotó, juntó los dedos.

—¿Qué haces? —preguntó, extrañada.

—De aquí en adelante eres sangre de mi sangre. Si a mí me pasara algo en estos tres días, tú desaparecías al instante. Dejarías este mundo como yo…

—Me parece razonable —le interrumpió ella.

Las otras cuatro personas se colocaron detrás de Nuria. Alargaron sus dedos para que Keilan hiciera con ellos lo mismo que con Nuria.

—Me llamo Paco —dijo un chico de unos quince años, con una pelusilla encima del labio superior—. Dime cómo puedo serte útil. Queremos hacerle pagar lo que se merece.

—Bien, Paco. Acepto tu ayuda —respondió con un pinchazo en el dedo—. Ya eres sangre de mi sangre.

La chica más bajita del grupo se acercó tímidamente hasta Keilan.

—Yo también quiero ayudar —dijo escondiéndose detrás de Nuria. Le ofreció su dedo sin mirar cómo Keilan lo pinchaba—. Me llamo Marga.

Keilan se quedó observando a las otras dos mujeres que le ofrecían sus dedos, pero que a su vez lo miraban con desconfianza.

—Si no queréis ayudarme, no me debéis nada. Tengo la ayuda de Nuria, Paco, Marga y de los ángeles —Keilan se giró sobre sus talones para guardar la flecha en el maletero.

—¿Cómo podemos confiar en ti? —dijo la mujer más alta y gruesa del grupo. Pasaba de los cuarenta, aunque tenía una sonrisa juvenil. Llevaba una cruz de madera—. Si nosotros te ayudamos, ¿quién nos dice que luego nos ayudarás tú?

—Puedes pensar lo que quieras. Solo te puedo decir que no me gusta romper mis promesas —Keilan se giró hacia ella y se encogió de hombros—. En estos tres días vosotros cuidaréis de mí y yo cuidaré de vosotros. Somos uno. Es lo único que te puedo decir. Pero si quieres ayudarme, hazlo ya. No me queda mucho tiempo.

—Está bien —respondió la mujer. Le tendió el dedo y Keilan lo pinchó—. Te ayudaré. Me llamo Luz.

—Luz es lo que necesito en estos momentos —dijo, esbozando una sonrisa inocente.

La otra mujer se acercó antes de que Keilan guardara la flecha. Llevaba un reloj de plata colgado del cuello que se había parado en la hora en que murió.

—Yo también me uno a vosotros —le dijo, agarrándole de la mano para que le pinchara también a ella—. Me llamo Gloria.

—Muy bien, Gloria —le pinchó en el dedo—. Gracias por vuestra ayuda. Seis pares de ojos ven mejor que dos —se esforzó en sonreír—. Ya nos podemos marchar.

—¿Cómo vamos a salir de esta curva? —Preguntó Nuria—. Llevo tantos años aquí esperando que alguien me saque, que casi me parece imposible que esto pueda suceder.

—Es muy sencillo. En esta curva ya no hay nada que os retenga. Sois sangre de mi sangre y yo puedo moverme con libertad. Nada me retiene aquí.

Abrió la puerta del copiloto para que pasaran Nuria y Paco delante, mientras que Gloria, Marga y Luz se acomodaban en los asientos traseros. Se quedó pensando unos instantes con los brazos en el volante. No sabía qué camino tomar.

—¿Te podemos ayudar? —Quiso saber Gloria—. Son casi las diez de la noche y no creo que quieras quedarte a descansar aquí.

—No, no es eso —respondió Keilan con un bufido—. Es que no sé hacia dónde debo ir. Se supone que María iba hacia Águilas, pero ha tomado la dirección contraria.

—Yo he cogido la matrícula del camión —comentó Paco—. Era una manía que tenía cuando iba en bici.

—Estupendo Paco.

Enseguida advirtió cómo Yunil se ponía en contacto con él. Supo entonces que María se dirigía hacia Madrid. Y con el corazón en un puño puso la furgoneta en marcha, confiando en que sus posibilidades no hubieran terminado esa noche.

•••••

María se subió al camión totalmente descompuesta. Lloraba como nunca y hacía verdaderos esfuerzos para hablar. Tenía un nudo en la garganta y boqueaba. El camionero que la había recogido, un hombre de unos cincuenta años, viajaba junto a su mujer.

—Yo soy Josefa, Jose para los amigos —dijo la mujer ofreciéndole un pañuelo. Su voz era fina—. Y este grandullón de aquí es mi marido —le hizo un gesto para que se presentara, pero en vista que no se había dado cuenta, le dio un manotazo en el brazo.

—Yo soy Gerardo —respondió el hombre con voz grave.

—Venga, bonita —dijo la mujer tratando de que María se calmara—. No pasa nada. Ya estás a salvo. Si quieres, al llegar a Albacete, pondremos una denuncia a ese chico que ha querido abusar de ti.

—Es que no sé cómo se llama —dijo entre balbuceos. ¿Cómo podía explicarles su complicada vida? ¿Qué les diría? Hola, me llamo María Muñoz Sempere, tengo dieciséis años y me he escapado de casa porque mi abuela me quería casar con mi vecino Pepe, que anda todo el día en moto muy fumado…

—Parece que estás más calmada —comentó Jose—. Supongo que tienes un nombre.

—Me llamo María —dijo después de sonarse de nuevo.

—Bueno, María —dijo la mujer poniéndose seria—, puedes dar gracias de que te hayamos recogido nosotros, pero no puedes ir por ahí haciendo autoestop.

—Ya… pero yo pensaba que él era distinto.

—¿Quieres poner una denuncia? —preguntó el hombre.

—Es que no sé qué decir… además —volvió a llorar—, yo quería que me llevara a mi pueblo.

—¿Dónde vives, María? Igual nosotros te podemos acercar.

—Mi familia vive en Águilas —respondió con un llanto roto.

La mujer le puso la mano en el brazo a su marido como si se hubiera acordado de algo.

—¿De allí no era el Bolas? Siempre nos está diciendo lo bonito que es su pueblo y que tendríamos que ir alguna vez allí a comer un arroz a la piedra.

—Pues sí, mira tú. Si tenemos suerte, igual está haciendo la misma ruta que yo. Me pondré en contacto con él.

Tras unos minutos hablando por la radio quedaron en reunirse en un restaurante de La Roda.

—Te recogerá un amigo al que le llamamos el Bolas. No te preocupes, porque te tratará como si fueras mi hija.

Después de que aquel matrimonio le hiciera las preguntas de rigor, María se quedó pensando otra vez en lo que había sucedido la noche anterior. Había olvidado muchas cosas, pero lo que no había olvidado eran los ojos verdes de Nitya en mitad de la niebla del bosque. También le pareció recordar cómo el hombre de aspecto estúpido que la había acercado en coche hasta la mitad del bosque, la acunaba entre sus brazos por unos pasillos estrechos. Sacudió la cabeza para alejar esos pensamientos oscuros cuando tuvo otra especie de flash:

Estaba tumbada boca abajo sobre la arena blanca de una

pequeña cala, y desnuda. Él deslizaba un dedo por su espalda.

Estaban jugando a adivinar palabras. La última había sido Te

quiero. Poco a poco la caricia fue descendiendo hasta alcanzar

sus caderas. Dibujó un corazón y siguió recorriendo sus piernas

para acabar en sus tobillos. La mano volvió a recorrer otra vez

sus muslos y se detuvo en el final de su espalda.

Se giró para verle la cara. Keilan le sonreía.

—¿Sabes que eres preciosa y que me vas a volver loco?

—Me mimas demasiado.

—Todo es poco para ti, Maer-Aeng …

Ella lo agarró del cuello y lo atrajo hacía sí. Atrapó su boca en

un beso ardiente, largo, que la dejó sin aliento. Trazó con mimo

el contorno de sus labios con su boca. Lanzó un suspiro trémulo,

cuando su lengua acarició con suavidad su cuello y serpenteó hasta

su vientre. Alzó la cabeza para mirarla a los ojos, y ambos se

perdieron en el deseo del otro. Él mantenía su cuerpo muy pegado

al suyo, de tal manera que no había espacio nada más que caricias.

Y como otras tantas veces, volvieron a fundirse en el juego

del amor…

Súbitamente regresó a la cabina de aquel camión con el corazón latiéndole a mil por hora y boqueando. No era la primera vez que Keilan la llamaba en sus sueños Maer-Aeng, ¿por qué insistía en llamarla así una y otra vez? Lo más extraño es que no se extrañó cuando la llamó por un nombre que no era el suyo.

Llegaron hasta un restaurante que había a las afueras de La Roda. Gerardo y José charlaron durante unos minutos con un camionero de aspecto bonachón y picaron algo antes de que siguieran sus caminos. El Bolas se despidió de la pareja, aunque antes de salir hacia

Águilas compró unas chocolatinas para el viaje. Todavía no había arrancado el camión cuando Keilan apareció en la furgoneta junto a cinco personas. María tragó saliva, un escalofrío le recorrió el estómago al tiempo que dejaba caer la chocolatina al suelo y se agachaba para recogerla.

¿Cómo se habrá enterado de que estoy aquí?, se preguntó. Maldito seas, y maldito sea el día en que te creí. ¿Conque no querías nada con Nuria? ¿Para qué te la has traído, para restregármela por las narices?

Él bajó de la furgoneta junto a Paco y Marga. El resto se quedó buscando en el aparcamiento alguna pista sobre la muchacha. Keilan entró en el restaurante, echó un vistazo a las mesas y se dirigió a la barra. Se respiraba un ambiente relajado.

—Es posible que se haya ido —les dijo Keilan en voz baja.

—También es posible que esté en el baño —repuso Marga.

En ese momento la tele estaba encendida y la gente parecía estar muy pendiente de un partido de fútbol. Paco se acercó para ver quién jugaba. Hacía años que echaba de menos sentarse en una silla a mirar un partido. En varias mesas se jaleaba a uno de los equipos con bastante entusiasmo.

Desde un rincón salió un hombrecillo de piel muy morena, cojo de la pierna derecha y vestido con una chaqueta amarilla. Llevaba un sombrero de copa con una cinta también amarilla. En una mano portaba un bastón de plata con un mango de nácar y en la otra llevaba un escarabajo dorado.

Una súbita calma se adueñó del comedor. En cuestión de segundos la temperatura del restaurante descendió unos grados y la gente que estaba sentada en las mesas se quedó paralizada. Las cortinas de las ventanas se agitaron y las mesas se desplazaron hacia un rincón del restaurante. Las puertas y las ventanas se cerraron a cal y canto. Keilan se llevó la mano instintivamente hacia su espalda, quizás buscando el arco que estaba en la furgoneta. Solo llevaba una daga para defenderse.

El hombrecillo hizo una inclinación con la cabeza. Su mirada pasó de ser traviesa a ser puro hielo. Marcó una sonrisa perversa antes de cerrar los ojos con suavidad, como si estuviera imaginándose una escena en su mente. Abrió sus alas blancas y redondeadas con furia y tomando impulso, revoloteó con energía hacia las lámparas. No hubo palabras de presentación entre ellos, pues el hombrecillo alzó la mano en la que llevaba el escarabajo y las luces se apagaron. El escarabajo se abalanzó sobre él, volando a gran velocidad, emitiendo un sonido agudo y bastante desagradable.

Keilan apretó los dientes y esperó la primera embestida del escarabajo, que lo estampó contra una pared. Uno de los cuadros salió volando por los aires y los cristales rozaron la pierna de Paco. Keilan alzó la cabeza. En su mirada ya no quedaba rastro de ironía ni tampoco del chico amable que se reía junto a María. Sus ojos eran dos bolas de fuego. Estaba tan enfadado que no tendría piedad de aquel hombrecillo que había osado interponerse en su camino. Distinguió que tras el hombrecillo surgía una cortina de humo negro. Por encima del hombrecillo el escarabajo planeaba esperando sus órdenes.

—Soy Keilan, el noveno ángel desterrado. No sé tu nombre, pero prepárate para morir.

—Todo lo que hago lo hago por tu bien. No pierdas el tiempo en estupideces.

—Disfruta de tus últimos minutos con vida, porque mi cara será lo último que veas antes de que acabe contigo.

De sus manos salieron unos haces de luz cegadora que lanzó hacia el hombrecillo, pero este se mantuvo inmóvil y con la expresión inmutable. La luz estalló en su pecho, del que brotaron miles de insectos.

—Esto es una locura —se dijo Keilan sin terminar de creerse que había empeorado su situación.

Aquello parecía una broma macabra del destino. ¿Por qué se empeñaba en ponerle la zancadilla una y otra vez? ¿Cuántas veces tendría que levantarse? No se iba a dejar vencer tampoco ahora. Solo tiraría la toalla cuando María supiera toda la verdad, cuando supiera quiénes eran. Entonces la dejaría decidir. Sacudió la cabeza y lanzó su brazo hacia delante hasta llegar hasta el cuerpo moribundo del hombrecillo. Apuñaló al hombrecillo, quien no dejaba de reír a carcajadas.

—No la alcanzarás, no la alcanzarás. Maer-Aeng no será tuya jamás.

—Y tú, viejo, puedes meterte tus predicciones baratas donde te quepan. Te voy a devolver al infierno, el sitio de donde no tendrías que haber salido nunca.

—¿Aún no has comprendido dónde estás, Keilan? —Inquirió el hombrecillo con voz hueca—. Eres un estúpido. Mira a tu alrededor.

—¿Todavía no habéis aprendido nada sobre nosotros? No sabes de lo que soy capaz, aunque tú serás el primero en saberlo.

—Ya no posees tus poderes de ángel.

—Aún no te has dado cuenta de quién soy yo, ¿verdad? Soy Keilan, el brazo izquierdo de Larma, el capitán de sus ejércitos. ¿No te recuerda nada ese nombre? —el hombrecillo le regaló una mirada temerosa—. Exacto, veo que me has reconocido al fin.

Algo se movió a su espalda. Keilan se giró sobre sus talones y pudo distinguir cómo el humo iba ocupando el espacio del comedor. El hombrecillo soltó una risa desquiciada, a pesar de que ya no le quedaban fuerzas. Comprendió que necesitaba ayuda, aunque de otras peores había salido. Algo se le removía dentro. Toda la furia que había estado reprimiendo durante todos aquellos años salió en forma de grito. Estaba hambriento de venganza y no volvería nunca más a vivir aquella oscuridad que había sido su prisión. Igual que a María le brotaban destellos de sus cabellos a él le surgieron unas hebras plateadas de su pecho.

—No podrás salir de aquí. Somos muchos más de los que te imaginas. Antes de que salgas por esa puerta volveremos a caer sobre ti.

Keilan no respondió. Se concentró en hacer brotar la magia de su cuerpo que perdió cuando dejó sus alas. Una lluvia de abejas zumbó a su alrededor hasta cubrirlo por entero. Una luz viscosa y ambarina lo rodeó de pronto y a las abejas fueron quedándose paralizadas a medida que la luz se hacía más intensa. Tras unos minutos en los que parecía que las abejas tenían la partida ganada, Keilan abrió la palma de su mano y un gran agujero se abrió en ella. La mano proyectó un vórtice oscuro hacia otra realidad, donde fueron a parar todas las abejas. Keilan cayó exhausto al suelo. La calma se apoderó momentáneamente de él. Respiró con dificultad antes de volver a levantarse. De repente, la puerta salió disparada hacia la barra, rompiendo las botellas que había en una balda. Yunil traspasó el umbral con varios ángeles. Keilan trazó una mueca de tristeza.

—Pensé que no llegarías nunca.

—Nos entretuvimos en el aparcamiento —respondió Yunil recuperando el aliento—. No creas que este era el único cambiante.

Acabamos de declarar la guerra a Grunontal.

—¿Larma se ha decidido al fin? —Una sonrisa débil iluminó su rostro—. Yo me pondré al frente de su ejército, como ya hicimos en Uruk. Me pagará cada segundo que he pasado sin María.

Yunil le ofreció unas gotas de un líquido azulado, que exprimió de una de sus alas.

—Toma, necesitas recuperar fuerzas. Estás muy pálido. —Keilan agradeció el gesto de Yunil con una sonrisa apagada—. María acaba de salir en un camión mientras nosotros llegábamos.

—Entonces no hay nada que me retenga aquí.

—A nosotros nos queda trabajo por hacer. —El restaurante permanecía en un estado de adormecimiento. Nadie se había despertado mientras el partido seguía en marcha—. Esperemos que la próxima vez que nos veamos María esté contigo.

—Yo también lo espero —contestó bajando la cabeza.

Keilan salió del restaurante seguido por Paco y Marga, quienes habían recuperado su movilidad cuando el cambiante murió. Nuria y Luz esperaban junto al coche. Keilan puso las manos en el techo de la furgoneta. Agachó la cabeza.

—Otra vez se te ha vuelto a escapar —comentó Luz.

—Sí —contestó resoplando—. Si hubiera tenido mis alas esto no habría pasado —volvió a erguirse y abrió las puertas de la furgoneta—.Ahora tenemos ventaja —dio media vuelta a la llave del contacto y volvió sobre sus pasos—. Sabemos que salió hace una media hora, por lo tanto la alcanzaremos enseguida. Quiero llegar a Águilas antes que ella —chasqueó la lengua, incómodo.

De nuevo volvía al lugar en el que pasó quinientos cincuenta años encerrado en una estatua. Y si la primera vez que llegó no fue agradable, esta segunda vez tampoco era como él había pensado. Tres días, pensó, mirando la carretera por la que María viajaba a unos kilómetros por delante de él, en tres días todo habrá acabado.

Entonces sintió un escalofrío, aunque no supo si era de placer o de angustia.