CAPÍTULO III

En aquellos pinares al Norte de la ciudad, en verano, muchos eran los que practicaban «camping». Por sus senderos, se atajaban muchas millas. Había pocas construcciones, y la que se hizo habilitar un campeón pugilista, para sus entrenamientos, seguía inhabitada.

Un detalle que ignoraban Slop Douglas y Albert Morrison, cuando, cercana la media noche, contorneaban con la furgoneta la gran cantera abandonada, dirigiéndose hacia la casa en que pensaban hallar al que quería ser «independiente».

—Puede que no esté solo, Slop.

—Esta noche, sí. Mañana tenía intención de llamar a Jeff, su antiguo «manager», y a otros dos compañeros. Le pescaremos durmiendo la «mona». Estos tipos son de una sola pieza. Hacen las cosas tal como las anuncian. Bebería toda la tarde como un energúmeno, a modo de despedida de la «mala vida» como me dijo, y confiando en que una noche de reposo en clima de resina le dejaría por la mañana como nuevo. Yo le sacaré de la cama, y no empezarás a darle con la matraca hasta que te avise.

Dejaron la furgoneta en el solitario sendero, que remontaba hacia la casa, completamente a obscuras.

En el interior no había mobiliario, y las telarañas formaban cortinajes sólidos, y por el suelo carcomido se deslizaban alimañas y roedores, inquilinos gratuitos.

Detalles que también ignoraban los dos que iban tanteando desde la galería exterior las ventanas. Por fin, una que tenía rotos los cristales, permitió que Slop Douglas introdujera la mano y abriera la falleba.

Saltaron ambos al interior, con menos ejercitamiento que, unos catorce años antes, penetraron una Nochebuena en una casa de Joliet, para matar a una mujer, y llevarse a una niña aterrorizada, a la que calmaron durante el camino diciéndole que era Gerry Masters quien les enviaba a buscarla, para llevarla a Inglaterra, a un colegio.

Slop Douglas, avanzando a pasos cautelosos, creyó que su compañero, que le seguía, había tropezado con algún mueble. Fué un rumor sordo… Giró sobre los tacones, y recibió el mismo golpe, seco, preciso.

La cabeza de plata de un lebrel rematando un bastón, chocó en su sien derecha, reiterando el toque preciso.

Slop Douglas rezongó incoherencias, antes de percibir con suficiente claridad sucesivas rarezas en el ambiente y situación en que se hallaba.

Era la caja posterior de su propia furgoneta, inmóvil. Encendida la pobre luz central. Estaba sentado, y contra sus espaldas, Albert Morrison se reclinaba forzosamente.

Unas cuerdas les reunían los codos, sobacos y cuello, proyectando una sombra poco grata, ya que se enlazaba sólidamente junto a la lamparilla, en uno de los garfios en ringlera, que solían suspender reses.

Y los dos, ya recuperados de la física inconsciencia, miraban con asombró a un desconocido, sentado en la banqueta, que había alzado.

Un hombre con aspecto de juez, de blancas patillas, que apoyaba la barbilla en un puño de bastón, que figuraba la cabeza de un lebrel.

Tenía sobre las rodillas una caja larga, negra, cuya cubierta cerrada, amortiguaba un «tic-tac» como de despertador.

—Buenas noches, Slop Douglas. Buenas noches, Albert Morrison. Dependerán de vuestra mayor o menor asimilación del estado en que os halláis. Para prevenir toda clase de preguntas necias, os haré un resumen de los hechos precedentes a esta entrevista, muy deseada por mí.

Gerald Masters hablaba con monotonía, casi como un maestro a quien aburre repetir un tema archisabido.

Los dos, que espalda contra espalda, ladeaban la cabeza para mirarle, tardaban en reaccionar, porque era absurda aquella situación.

—Era lógico que tras las ingenuas declaraciones del muchacho noble y leal que es quien os habló este mediodía, os decidiérais a visitarle en privado. Tú no querías molestias con la Comisión de Apuestas, Douglas, y en cuanto a ti, Morrison, te escocían los dos puñetazos. Os he esperado pacientemente cuatro horas. ¿Qué son, si llevo esperando catorce años, cuatro míseras horas?

—¡¡Gerry Masters!! —chilló Slop Douglas.

—La mención de catorce años te ha recordado mi identidad, Douglas. He tardado tanto en dar con vosotros, porque nunca pude suponer que Jack Melton y su pandilla, tuviera nada contra el inspector Masters. Iremos por partes… La furgoneta está en una galería de la cantera. Nadie nos interrumpirá. Esta caja que llevo es un obsequio, que muy bien podéis rechazar. Se trata de un mecanismo sencillísimo. Un reloj conectando con un muelle, que normalmente serviría para despertar al que duerme. Pero está conectado con un cartucho de trilita, y el muelle soltará el percutor. No hay que preocuparse… Son las doce y media y hasta la una, el muelle no se soltará.

Slop Douglas y Albert Morrison consiguieron dificultosamente, ponerse en pie, tras ímprobos esfuerzos que, en silencio, contempló Masters.

Se bamboleaban ya, cuando Masters empujó con la contera, repetidamente, como un esgrimista. Al cuarto estoconazo, los dos, espalda contra espalda, cayeron de lado, mutuamente un estorbo para todo intento…

—No perdamos el tiempo inútilmente. Vuestra vida no tiene para mí el menor valor. Tanto me da que sigáis viviendo, como que saltéis convertidos en filetes. No soy sádico, sino que empleo terminología de carnicero, para que me entiendas mejor, Slop Douglas. A quien me interesa destrozar es a Jack Melton. Y os quedaría muy agradecido, si me dijerais lo que fué de una muchachita llamada Evangelina. Tuve una privada entrevista con Talbot y Williams. Ellos fueron «transportistas», y vosotros, por los antecedentes que he comprobado, erais «mano de obra» de Melton. Reflexionad, mientras doy un paseo. Quiero la confesión plena. No hay prisa, porque la cuerda durará aún… exactamente veintidós minutos.

En pie, Gerald Masters fué a colocar la cajita abierta al extremo de la banqueta. El «tic-tac» fué ominosamente ruidoso en la pausa de silencio que siguió.

Se dio Masters unos toquecitos reflexivos en el mentón con la plateada empuñadura. Sus ojos contemplaban con indiferencia a los dos que, ya de nuevo sentados, no encontraban palabras razonables, porque el más abyecto terror les atenazaba.

—Doy por supuesto que matasteis a la mujer de Joliet, pero sólo pararé este reloj cuando sepa dónde encontrar a Jack Melton, y dónde se halla la llamada Evangelina. Volveré a la una menos diez…

—¡Masters, Gerry Masters! —apremió Slop Douglas—. Le ayudaremos, haremos lo que quieras, pero hace años que Melton nos dejó en la estacada. No sabemos dónde está; él no trataba directamente con nosotros, sino por intermedio de Williams. Y la chica se la pasamos a Williams… ¡di que sí, Morrison! ¡Díselo!

—Dímelo, Morrison —invitó suavemente Masters.

Albert Morrison quiso dar pruebas de su veracidad. No apartaba tos ojos de la esfera del despertador, que marcaba la una menos catorce.

—Melton nunca trató directamente con nosotros, palabra de honor. Nos daba encargos por medio de Brian Williams y Bruce Talbot. La noche a que usted alude, teníamos el encargo de matar a la vieja, dejar un papel, y llevarle la niña a Talbot, y para que no llorase ni armara alboroto, le dijimos que usted nos enviaba a buscarla para llevarla a un colegio de Londres. Entregamos la chica, y ya no sabemos más.

—Entonces, saben lo mismo que yo. Pero haced un pequeño esfuerzo. En los años que siguieron, debisteis oír algún comentario.

—A principios del año siguiente, a mí me cogieron, y pasé ocho años encerrado, y éste, doce en Alcatraz.

—Lo sé, pero Melton os debió ayudar.

—Nos dejó en la estacada, pero no le acusamos de nada.

—Naturalmente, porque acusarle a él era empeorar lo vuestro. Seguid mirando el reloj. Faltan seis minutos, y dentro de cinco más, os dejo…

—¡Masters! Te juro que si supiéramos algo… de Jack Melton… Pero desapareció de Chicago. Unos dicen que cambió de nombre, y que se hizo operar la cara, pero nosotros no le vimos la cara. Dos veces que nos llamó, llevaba máscara. ¡Palabra que sí, lo juro! ¡Masters… quita ese reloj!

—No hay razón para ponerse nerviosos. Estoy aquí con vosotros, y no tengo intención de saltar. Había otros dos tipos en la pandilla.

—¡Jim Cassidy, que se ahogó en el lago hace menos de un año! Y Paolo Zucco, que… ¡díselo, Morrison!

—A Zucco le vi en diciembre, en Evanston. Tiene allí una tintorería, y admite apuestas. Él y Cassidy eran los dos lugartenientes de Melton. ¡El reloj, el reloj!

—Cuatro minutos. Una maquinaria suiza, garantizada de precisión cronométrica. ¿Dónde está Evangelina, Slop Douglas?

—¡Por todo lo que más quieras…! —sollozó el corpulento asesino.

—Era ella lo único que quise, con mi profesión. Y ambos amores los perdí aquella Nochebuena en Joliet.

Los dos, en pie de nuevo, forcejeaban en bamboleos desesperados, Gerald Masters alzó el bastón, y de nuevo, repercutiendo en las sienes, privó de sentido a los dos ejecutores de la extraña e incomprensible venganza de Jack Melton.

Los desató, y cerró la cajita, cuyo despertador estaba unido por un cable a dos rollos de papel sin explosivo.

Dejó la puerta abierta, y saltando de la furgoneta, aplicó llama de mechero al grueso cartucho de dinamita colocado en el suelo. Cogió la mecha encendida, dejando el cartucho en el interior.

Se alejó para contemplar como, a escasa distancia de la barrera señalando peligro, la furgoneta, en la boca de una galería empleada por automovilistas con prisa, adquiría un fulgor rojizo en su tren posterior.

El cartucho que iba a estallar remataba por otra mecha con un orificio de barreno abierto en aquel trecho, bajo el espacio que ocupaba el capot.

Además de material abandonado al iniciar la huelga, los barreneros no eran responsables de si quedaban restos de explosivos, ya que hubiera sido considerado un «esquirol», el que fuera a la cantera, antes de que fuera conseguida la mejora de salario. Un pleito que duraba doce días…

La furgoneta se incendió antes de que se oyera la fragorosa explosión que, en eco, reprodujeron los pinares. Otra segunda explosión levantó los hierros retorcidos, otra vez, en medio de un surtidor de piedras.

Gerald Masters las oyó desde el volante de su dos plazas, camino ya de la ciudad.

A la tarde siguiente, a las siete, cogió el auricular. Era Dalton.

—Un curioso profesional se quedó satisfecho al saber donde estuve. ¿Algo más, juez?

—Vuelve con tu buen cuidador Jeff, y prepárate a fondo para desquitarte con Iron. Un par de semanas sin vernos, será mejor. Gracias. La amistad con la ausencia se consolida. Antes de quince días, quiero verte ganar la revancha. Nada de alcohol, ni Myrna, ni paseos al Kankaee. Y pronto podré explicarte una triste historia.

Colgó Masters. Se palpaba la parte alta del estómago, allí donde la bala de Kirk Miller falló por poco. Había ocasiones en que le dolía agudamente, y tenía que recurrir a un calmante, en inyectable de morfina.