CAPÍTULO IV

—Aprecio su buena voluntad, Roberts, pero es joven y tiene un enemigo insidioso en la carrera. La imaginación —afirmó benévolo el inspector.

El agente John Roberts, asentía, pero especificó.

—Descarto por completo a Dalton, señor. Y me consta que todo demuestra el accidente, puesto que el capataz admitió que quedaron abandonados explosivos, y que la barrera advertía de ello a los transeúntes. Pero no me negará usted que es extraño. Brian Williams y Bruce Talbot, mueren en un coche. Slop Douglas y Albert Morrison, en otro coche. Los cuatro fueron «gangsters» de la banda de Jack Melton.

—Eran ciudadanos normalizados. Y cada día ocurren accidentes como el de la cantera, y también hay quien mata a un antiguo compañero, por cuestión de intereses.

—De la banda de Melton, sólo quedan éste y un tal Paolo Zucco.

—Jack Melton se marchó de los Estados allá por el año 30, a residir en Inglaterra, y desde entonces no se ha sabido de él, ni para bien ni para mal. En cuanto a Paolo Zucco, tiene una tintorería en Evanston y es «bookmaker» tolerado. ¿Qué insinúa, Roberts?

—Que si Zucco muriera violentamente, sería mucha coincidencia, señor.

—Si ha de complacerle, Roberts, puedo destinarle una temporada a Evanston.

—Se lo agradecería mucho, señor. Me gustaría comprobar que es sólo mi imaginación la que me hace recelar incomprensibles relaciones entre los accidentes mortales y lógicos, y el asesinato también lógico, y la banda de Jack Melton.

En su nuevo destino, el agente John Roberts estableció una obstinada vigilancia sobre la tintorería y los pasos de Paolo Zucco. Efectuaba sus comidas en un restaurante italiano frente a la tintorería, y dormía en una habitación, desde cuya ventana dominaba la calle «Emmanuele».

Paolo Zucco tenía limpia su hoja penal, desde el año 1936.

* * *

Tres días después del accidente de la cantera, que hizo cerrar todos los accesos a los pinares de Bakerfield, un hombrecillo de cara de hurón, vestido con rebuscamiento, penetró en el «Concord».

Un viejo bailarín, ya retirado, que tenía una agencia artística, y contrataba atracciones. Hacía ya tres años que cobraba, además de los gastos ocasionados, un suelo mensual a cuenta de Gerry Masters.

Y había jurado discreción. Cobraba un sueldo mensual, para hacer simplemente la misma indagación en todas las agencias artísticas, primeramente de los Estados, y después de Inglaterra.

Deseaba encontrar el paradero de una muchacha de quince a dieciocho años aproximados, que recordará haber nacido en Chicago, haber residido en Londres, y llamarse Evangelina. Rubia, y de ojos azules.

Debía ser localizada en «la vida alegre».

El bailarín achacó a capricho senil de Gerry Masters aquel empeño en buscar a la tal Evangelina, de «vida alegre». Pensó que era seguramente alguna tanguista, que se marchó de Chicago, y por la que el «viejo juez» sintió más que una pasión fugaz.

Se encaminó rectamente al corredor de habitaciones particulares, porque a su entrada, Gerald Masters, súbitamente trémulo, le hizo señal de acudir.

Sólo podía deberse a una causa aquella visita, ya que no era fecha de cobro.

En el despacho, y tras cerrar la puerta, el perfumado sesentón, anunció:

—Creo que ya la tenemos, juez.

Se había serenado Masters. Indicó:

—Así me lo hace suponer tu visita, Bobby.

—En el «Soxers», un cabaretucho de marineros de Vancouver había una muchacha exacta a tu descripción. Vine volando. Debe estar loca de asombro en el avión, al releer el contrato para el «Merry Hall», que firmará en mi agencia, que le paga el viaje y una prima. He actuado bien y deprisa, juez. La he citado para mañana, a las nueve en mi agencia. Se llama Lina Smith, es rubia, de ojos azules, confiesa no saber exactamente si tiene diecisiete o dieciocho, pero tiene licencia de actuación legal, como bailarina del montón. Sabe que nació en Chicago, no constando los nombres de sus padres, y que a los pocos años, fué a Londres con unos desconocidos, que no recuerda porque era muy niña, y que a los doce… ¿Le pasa algo, juez?

—Mañana a las nueve, yo estaré en la agencia, a solas, para recibirla, Bobby. Ella debe creer que yo soy Bobby.

—¡Naturalmente, juez, no faltaría más!

—Toma este cheque por las molestias.

Al leer la cifra, el agente artístico casi Hizo una genuflexión. Y en la calle, meditó que la pasión del juez Gerry por aquella bailarina del montón debía ser incendiaria, porque un hombre tan sereno y conocedor del mundo, sólo podía perder los estribos por el «acido limón», que así calificaba él, prudentemente, a las jovencitas.

* * *

A las nueve de la mañana, en el despacho de paredes repletas de fotografías, Gerald Masters trataba de dominar su íntima desazón.

La niña de cuatro años, imagen de candor, podía haberse convertido en áspera y endurecida mujer, amargada, víctima de una venganza incomprensible del desconocido Jack Melton.

Tocaron en la puerta, y abrió Bobby, para ceder paso a una mujer, y volver a cerrar.

Tras la mesa, Gerald Masters procuró no exteriorizar su estado de ánimo.

Veía una muchacha marcada por el estigma del vicio, aunque en su vulgaridad era bonita. Vestía de punto gris, demostrando que estaba orgullosa de su línea. Unos zapatos de altísimo tacón, negros, con tiras tobilleras.

Cubría su larga melena rubia con una boina negra de terciopelo, en la que se atravesaba una pluma roja.

Las pupilas azules tenían frialdad de cálculo, en las ojeras acentuadas por el maquillaje. La cara demacrada, quedaba aún más blanca, al resaltar la ancha herida roja del carmesí labial.

Permaneció a unos cinco pasos, los reglamentarios, del que tenía, por su profesión, que valorar sus cualidades físicas antes que las artísticas.

Saludó con voz levemente ronca:

—Buenos días, señor. He sido puntual, y lo soy siempre, pero más ahora, que estoy rabiando por saber si no ha habido equivocación. Parece que está usted interesado en contratarme por todo lo alto. Viaje en avión, y quinientos dólares como bagaje, me parecen todavía un cuento.

Una inmensa pena invadía al que recordaba la niña sonrosada, gentilmente traviesa. No podía encontrar palabras. Ella prosiguió:

—Tocante a línea, valgo, y usted lo aprecia, aunque si me lo permite, le diré que los hombres al mirarme, lo hacen de otro modo. Vaya, usted, ya me comprende, ¿no, Bobby? Es gracioso, pero me lo figuré muy distinto, picarón y con salero. Bueno, al menos dígame qué le parezco y no me mire tanto a los ojos.

Inició ella el ademán acostumbrado en las agencias que contrataban coristas. Iba a alzar su falda cuando Gerald Masters, invitó:

—Siéntese. Tengo que hacerle unas preguntas.

—Bueno, pues vamos a ello.

Vino ella a sentarse, cruzando las piernas. Olía a perfume intensamente dulzón…

Gerald Masters, hasta aquel momento no llegó a aquilatar todo el contenido de la palabra «odio». Odio hacia el desconocido Melton, que por una venganza incomprensible, había convertido en «aquello» a la niña sonrosada y cariñosa…

—Permitirás que te tutee.

—Estaremos más cómodos, Bobby —rió ella encendiendo un cigarrillo, con ademanes que compendiaban su entender de la vampiresa.

—¿Dónde naciste?

—En esta ciudad, hará sus buenos dieciocho años, aunque en el trabajo me echo veinte.

—Debes recordar tu infancia, ¿no?

Ella no ocultó su asombro, mientras exhalaba una bocanada de humo, que le hizo guiñar un ojo.

—Bien… Tiene usted derecho a ser caprichoso, pero vaya, no creo que me haya pagado el avión y un anticipo de quinientos, para que le cuente cómo me ponían el babero.

—Trata de recordar cuando tenías cuatro años, Lina.

—¡Cáscaras! He descorchado muchos frascos desde entonces. Me criaba una mujer, eso sí lo recuerdo. No era mala, no…

—«Mum»… —musitó roncamente Masters.

Lina Smith volvió a guiñar un ojo, asombrada. Cloqueó riendo:

—¿«Mum»? ¿Es asma o un piropo, Bobby?

—La mujer que te crió, ¿no se llamaba así?

—Ya no recuerdo.

—¿Era una ciudad llamada Joliet, no?

—Ni hablar. Era una pocilga de la calle catorce, o quince, por aquí. Cuando ella murió, y creo, que fué porque prefería beber a comer, y no agua precisamente, vinieron a buscarme unos fulanos muy estirados. Parientes lejanos, que me llevaron a Londres.

—Por cuenta de un tal Gerry a lo mejor, ¿no?

—Gerry es un nombrecito que me gusta, pero no me dijeron nada de Gerry. Los parientes lejanos tenían una posada en el puerto de Londres, un barrio llamado Limehouse. Venga a fregar suelos, hasta que a los doce, me cansé, y me dio por el baile. Una agencia de muy mala categoría…

—Lina… Pero tu nombre entero es Evangelina.

—Vaya… Otro nombrecito precioso, que voy a explotar. Evangelina… Sí, da idea de nena cortando lirios. No, Bobby. Mi nombre entero me lo guardo, porque es del tipo criminal. Bueno, usted paga. No sé a quién se le ocurrió darme por nombre Proserpina, y yo apenas tuve uso de razón, y lo tuve pronto, grité por todos lados Lina, y si alguien al ponerse, tierno, quiere saber el nombre entero, le digo que es Adelina. Bueno, pregunta usted más que un guardia.

Un repentino alivió liberó a Gerald Masters de su tortura mental desde que había aparecido Lina Smith. Comentó:

—Ha sido un error mío, Lina.

—¡Oiga, oiga! —Y dió ella una palmada en el bolso, crispando los labios y avinagrada la cara—. Si usted está «majareta», yo no tengo la culpa. Estaría bueno que me meta yo en un avión, con la poca gracia que me hace el trasto ése, que venga aquí echando chispas de alegría, y que ahora, usted me diga que se ha equivocado, y que contrataba a la Betty Gable. Yo no suelto los quinientos, porque los firmé como anticipo de contrato.

—Y muy tuyos son, Lina. Ya sé que no vas a comprenderme, pero pensando en Evangelina, que por un instante, creí que eras tú, no quiero que te vayas con mal humor. Te firmaré un cheque por las molestias, y quedas libre de volver a Vancouver, o seguir aquí.

Ella miró la pluma que escribía en la hojilla. Se pasó la lengua por los labios, sin preocuparse del maquillaje. Tendió la diestra flaca, como una garra, de uñas sangrientas en laca escarlata.

—¡Mil dólares, jefe! ¡Cáscaras! Lástima que no sea yo su Evangelina, Bobby. Pero bueno, con un poco de imaginación…

—Vete, Lina. Ya te he visto bastante. Suerte.

Había algo impresionante en la severa expresión de Masters, y Lina Smith efectuó una retirada muy a su estilo. Un contoneo que le valía comentarios aprobatorios…

Pero Gerald Masters cerraba los ojos, pensando que Evangelina no podía haberse convertido en nada semejante a la pobre desgraciada que acababa de irse.

En la antesala, Lina Smith se aproximó al legítimo Bobby:

—Oye, monicaco. Tu patrón está para que lo amarren. Me ha dado un cheque y ni siquiera ha intentado el truco de aproximación. Se ve que está loco perdido por su Evangelina.

—Allá él con su locura. ¿Te hace un contrato para el «Green Sailor»?

—Aparta, pringoso. Voy a tomarme un mes de vacaciones, y cuando las termine, si no he cazado mi pieza, ya vendré a ver qué tal sigue Bobby, o a llevarle manzanas al manicomio. ¡Cáscaras! Salgo pitando antes que se arrepienta y telefonee al Banco.

—No te asustes, bombón. El cheque lo cobrarás.

Bobby entró en su despacho.

—Lo siento, juez. Todo parecía indicar que era Evangelina.

—Sigue con la búsqueda, pero que detallen más. El nombre completo, y si residió en Joliet. Si vuelve esta infeliz por aquí, contrátala, pero que no sepa quien soy.

—De acuerdo, juez.

En su alcoba, Gerald Masters consultó el índice de profesiones de Evanston, anotando la dirección de Paolo Zucco, el único superviviente de la banda de Jack Melton. Su lugarteniente. Uno que podía informar bien…

Pero tenía que dejar pasar unos días, semanas. Cabía que cualquier policía aburrido, en las horas de servicio de guardia, empezara a meditar en las muertes de Talbot, Williams, Douglas y Morrison, cuatro antiguos componentes de la banda de Jack Melton.

Dos noches después, la Prensa amarilla, destacaba una noticia sensacional:

«KIRK MILLER, EL FAMOSO “DALIAS”, SE EVADE DE LA PENITENCIARIA DE MARION»