5.
«EL HOMBRE PRENDE UNA LUZ EN LA NOCHE CUANDO SU VISTA SE APAGA;
VIVO, ENTRA EN CONTACTO CON LA MUERTE MIENTRAS DUERME; DESPIERTO,
ENTRA EN CONTACTO CON EL DURMIENTE»
Éste, probablemente, es uno de los fragmentos de Heráclito más inaccesibles, pero, al mismo tiempo, más captativos y sugeridores. El hombre, al dormir en la noche silenciosa, conecta con el más allá y al permanecer despierto entra en contacto con lo dormido. ¿Mera obviedad, puerilidad e intrascendencia o anticipación, deslumbramiento y notable precipitación? Puede que un poco de todo ello en un filósofo como Heráclito, provocador par excellence, conflictivo y buscadamente contradictorio, hasta el punto de que anhela siempre causar en el lector confusión, desasosiego y desorientación; no en balde se le ha llamado el «Oscuro», el «Enigmático», el «Tenebroso», el «Tortuoso»…
A mí este texto siempre me ha intrigado sobremanera. Lo he utilizado multitud de veces en mis escritos, sin haberme vertido a reflexionar sobre él en profundidad; pero lo he empleado sesgada y parcialmente a través de una sola parte del mismo (la inicial), la relativa, en genérica fórmula, a «el hombre, en la soledad de la noche, enciende una luz para sí mismo», buscando, casi siempre, destacar que el hombre cuando en la noche se recluye al lecho enciende para sí una luz, la inteligencia, para mirar a su interior, para investigarse, para esa particular introspección que tan intensa y reiteradamente defiende Heráclito, según hemos comentado en el capítulo segundo de este libro. Quizá, pues, sea ahora el momento de descender en profundidad a este «misterio» heracliano.
Que el fragmento hace referencia al sueño humano y a sus extraños pobladores, a la vida y a la muerte, resulta evidente, pero ¿se circunscribe a moverse entre los estados humanos vida-muerte y vigilia-sueño?; pienso que no, ya que, en mi opinión, sin perjuicio de considerar al despierto y al durmiente, lo despierto y lo dormido, y no sólo en su aspecto físico, sino fundamentalmente en su vertiente onírica, Heráclito tiene otro mensaje y otro reclamo indagatorio: la tranquilidad y el silencio de la noche llevan al hombre a dormirse y a abrir la sorprendente caja de sus sueños, pero también, en tan particular escenario, a pensar con serenidad, a mirar a su interior ahora que sus ojos no perciben nada de lo exterior, y a practicar ese saludable ejercicio, que Heráclito no se cansó nunca de reconocer, de observarse a sí mismo, de penetrar los hondones de su persona y de someterse a una rigurosa y despiadada introspección.
Pero ¿ello no será una indebida mezcla o una confusión entre cosas distintas? Es posible, mas no parece que de darse semejante situación fuera a preocupar en modo alguno a un sophos que defendía la «unidad de los contrarios» y la «armonía de las tensiones opuestas»; y tampoco a nosotros debe provocarnos suspicacia alguna, ya que la desintegración del fragmento en esas dos (o tres) partes es susceptible de generar una visión unitaria y de dotar al mismo sentido de conjunto, tal como vamos a intentar considerar en este estudio.
¿La vista del hombre acostado en su lecho durmiente durante la noche sólo se apaga cuando se duerme? ¿Y el lapso mayor o menor que precede al sueño, y el que aprovecha su situación de reposo para pensar dulce o agriamente, y el insomne, y el que resiste dormirse porque quiere utilizar el momento para reflexionar en profundidad? ¿El apagarse de la visión únicamente cabe referirlo al tránsito que se produce cuando el acostado se duerme, y no sirve también para referirse a la oscuridad que tiene lugar cuando el hombre prescinde de aquel punto de luz (una vela, un candil, una bombilla) que hasta el momento de reposar en el lecho lo iluminaba?
Me inclino a considerar que el supuesto en análisis no cabe referirlo todo él al mundo de los sueños (que también, ciertamente), sino que incluye, podríamos decir, una fase previa, la que precede al dormir, preñada de circunstancias que facilitan, sugieren y hasta provocan el pensamiento humano. Y no es poética. Aunque, otro gran provocador, Arthur Schopenhauer, nos dice que los mejores pensamientos nos llegan cuando estamos de pie o paseando, lo cierto es que en cuántas ocasiones esperamos el declinar del día, el acabamiento de las tareas ocupacionales o de distracción, y la introducción nocturna en el lecho para, reposadamente, en silencio, sin interferencias y en completa soledad, dar entrada a la imaginación, a las correrías mentales de vario signo y al rutilante pensamiento. ¿Cabe en este caso hablar de «sueño nocturno», cuando todavía no nos hemos dormido, y rechazar la nominación, que desde Bloch hemos aceptado, de «sueño diurno», pese a que estemos en la cama y, casi seguro, a la espera de dormirnos? Creo que no en ambos casos, por más que Freud considerase que el sueño diurno no es más que la fase previa y aun la preparación del sueño nocturno. Heráclito acostumbra a referirse a la noche silenciosa como «buena consejera», y ello algo debe significar.
Consejera, ¿para qué? ¿Para diseñar el sueño nocturno que a continuación vamos a tener?, pero es que ¿acaso tenemos los sueños que deseamos? ¿Y si no tuviéramos ningún sueño o pesadilla, ya que no siempre esa segunda vida onírica nos acompaña en la noche? Pienso que en ese trance puede-debe prescindirse de la estricta ensoñación que se produce cuando a la consciencia sucede la inconsciencia y cuando nuestro pensamiento dirigido y domeñado se muta, o puede mutarse, en otro del que ya no somos dueños y, mucho menos, manejamos ad libitum. Parece, en consecuencia, razonable que antes de adentrarnos en la jungla de lo onírico, paseemos tranquilamente por ese otro mundo que se nos abre en el momento en que con la cabeza en la almohada comenzamos a pensar.
El hombre en su lecho nocturno cierra los ojos y apaga la luz, y hasta aquí no hemos superado lo estrictamente físico y biológico de procurar la oscuridad y de no mantener los ojos abiertos porque nada van a percibir. Pero el hombre que durante la noche, sobre todo en el momento que antecede al primer sueño material, en silencio, solitario, con los ojos cerrados y sumido en la oscuridad ambiental, se dispone a pensar, está abriendo un capítulo especial. Tan especial que, quizá, no exista instante mejor para la introspección a fondo, para descender al abismo de nuestro ser y para contemplar, en profundidad y sin limitación, las complejidades de nuestra vida interior. Pero, para ello, hace falta que se den algunas condiciones.
La primera, que el hombre echado quiera efectivamente pensar, aunque tampoco es raro que en ese estado determinados pensamientos nos asalten, nos esperen y se nos apoderen sin contemplaciones, algo que, de ordinario, augura una noche difícil, la instalación en el insomnio y hasta la autopersecución inmisericorde. La segunda, que su vista se haya apagado, tanto porque la oscuridad reinante le impide visión alguna, como porque la predisposición al sueño y al pensamiento nocturno suelen ir precedidos del acto de cerrar los ojos, en una curiosa disimilitud con lo que ocurre con los oídos, que hemos considerado en nuestro Glosario filosófico. La tercera, que el sueño todavía no se haya apoderado de él, porque si hubiera una singular continuidad, que a veces se produce, entre lo últimamente hecho, dicho o pensado por el que acaba de dormirse y a continuación comienza a soñar, resulta obvio que no nos hallaríamos en el supuesto que estamos considerando. Y la cuarta y fundamental, que el hombre en esa tesitura «prenda una luz en la noche», pero no una luz física y ni siquiera el resquicio de declinante luminosidad que la alcoba conserva y la apertura de los ojos permitiría percibir, sino una luz muy especial y aun única, que a nosotros nos gusta representar con la gráfica imagen de «encender una luz para sí mismo», que no es otra que la del intelecto, la de la mente, aquella que sólo posee el hombre, la del pensamiento, capaz de esclarecer casi todo y capaz, asimismo, de oscurecer prácticamente todo, según hemos comentado con gozo y pesadumbre a un tiempo en una obra filosófica anterior (La bendición-maldición del pensamiento).
Quizá, de todas las situaciones atinentes al pensar humano o «paseo del alma» como lo llama Platón, ésta sea la más delicada, la más pura, la más entrañable y la más sugerente. Acabadas las faenas del día, aunque las preocupaciones dimanantes de las mismas se trasladen al lecho durmiente, algo muy poco recomendable pero en numerosos casos inevitable, introducido en la dulce cama adormecedora (Homero canta al «sueño liberador de las cuitas»), rodeado por el delicado silencio y la sugerente oscuridad, y cerrados los ojos, el hombre que decide pensar, y, en consecuencia, enciende la luz de su mente para tal propósito, accede, en muchos casos, siempre que su grado de tranquilidad y la agudeza y sensibilidad de su pensamiento lo permitan, a una de las más placenteras maneras de alcanzar lo que también Platón llama «lo mejor del cielo y de la tierra». Pensar plácida y sosegadamente, sin apremios ni interrupciones, morosa y diletantemente; sentir cómo los pensamientos se deslizan cual gotas de agua o suave viento; degustar el placer que procuran las sugerencias, atisbos, imágenes, descubrimientos y estampas que la mente feraz del hombre aporta, es, sin duda, uno de los más raros y asequibles, a un tiempo, placeres que ese mecanismo sutil que los hombres albergamos está en condiciones de suministrarnos, siempre que los mismos se lo requiramos. Pensar en el lecho, pensar con antelación al sueño, prolongar la vigilia y acicalarla con el suave y bello manto de la reflexión nocturna, resulta un marco tan acogedor y cautivante que poco extraña que Heráclito, antes de sumirse y sumirnos en el particular mundo de Morfeo, nos regale ese presente o, al menos, nos permita con su reflexión abocarnos a consideraciones como las que se acaban de explayar.
Acabado el esfuerzo, llega el descanso, a la tensión sucede el relajo, la claridad del día es sustituida por la negrura de la noche incipiente, del movimiento se accede a la ataraxia, y una luz se apaga para que otra pueda encenderse. El cuadro es un cuadro tan ideal que difícilmente podríamos sustraer de él el juego del factor más caracterizador y propio del homo qua homo, el pensamiento, y difícilmente también cabría considerar que Heráclito, el filósofo enamorado del alma y de sus elucubraciones, pudiera sustraerse a los efluvios que emanan de tan particular situación. Si para él, el alma tiene «profundo fundamento», y su propiedad esencial es la de «acrecentarse», la tentación del contemplarla en su presentación más genuina, cuando se aboca y se absorbe en el pensamiento, quizá resultara impostergable y quizá le fuera imposible eludirla en ese instante exquisito en que el hombre, ajeno ya al estruendo de la vita activa, se dispone a penetrar en la esfera del sueño reparador y a navegar por los mares de la fantasía y de lo esotérico que al mismo suelen acompañar. Sólo exige un presupuesto imprescindible: en esa tesitura, el hombre en descanso físico ha de tener una predisposición, debe observar un requisito y le ha de acompañar una determinación: se precisa que prenda una luz, hace falta que ponga en movimiento ese factor dilucidador que es su pensamiento, de cara, de manera fundamental, a progresar en la tarea tan propia del maestro de Éfeso de mirar dentro de sí, de observarse a sí mismo. Con lo que, aunque no nos hallemos en el más sugeridor de los escenarios posibles, tal vez éste sea uno de los que mejor brindan el acceso del hombre a la vita contemplativa.
Y, para ello, ni siquiera es preciso recurrir a la imagen que nos brinda Hipócrates en el sentido de que «cuando el cuerpo reposa, el alma, que despierta y se pone en movimiento, administra su propio dominio», porque la misma implica que el dormir del cuerpo supone el despertar del alma, algo de muy dudosa admisión, ya que lo único que se defiende es que, habiendo entrado el hombre íntegramente (corpus et anima) en descanso y reposo, una determinación suya quiebra la dinámica de una situación que naturalmente conducirá al sueño y en muchos casos a la ensoñación, y se pone en movimiento un proceso que, figuradamente, supondrá un nuevo y diferente abrir los ojos, una distinta luminosidad que acaba con la oscuridad reinante, y la presencia de una peculiar luz, la del pensamiento en activo, que el hombre enciende antes de que se inicie el tránsito por un camino que no dirige ni domina: el espectacular, esplendoroso y, a la vez, aterrador mundo de los sueños.
En todo caso, empero, es ésta una interpretación de la parte inicial del fragmento de Heráclito que permite y aun posibilita, no sólo la conformación del mismo y el pensamiento que lo subyace, sino además el requerimiento que a los hombres de nuestros días plantea un estado de cosas que la hace factible e, incluso, la demanda, fieles a nuestro planteamiento inicial, ya anunciado, de someter los textos del sophos de Éfeso a una reflexión creativa que, por un lado, muestre la permanencia milenaria de las visiones, audacias y premoniciones intelectuales del maestro, y, por el otro, posibilite, al repensar a Heráclito, adaptar éstas a las vivencias, exigencias y necesidades del homo modernas.
Si, hoy, igual que hace casi tres mil años cantaba Homero, cabe considerar al «Sueño, hermano de la Muerte» y hablar de «la Noche que rinde a dioses y hombres», resultaría imposible estimar que el texto heracliano se circunscribe al mero hecho de que cuando el hombre se introduce en el lecho durmiente todo lo que se produce al respecto atañe en exclusiva al campo de la ensoñación, porque ello nos privaría de la posibilidad de que en el descanso de la noche no pueda y aun deba el hombre introducirse en un estado de cosas en el que, en unas condiciones ideales e inmejorables, engarce con la actividad humana por antonomasia, el pensamiento. Para nuestra mentalidad, conveniencia y aun necesidad, la oportunidad del descanso nocturno es también la posibilidad de que, antes, en el intermedio despierto o después del sueño físico y de los sueños psíquicos, el hombre aproveche para esa reflexión omniabarcadora, introspectiva y generosa que su capacidad pensante le permite, posibilita y reclama. Con semejante interpretación, coincidiría la versión brindada por Wilamowitz, «el hombre enciende para sí una luz en la noche, cuando a sus ojos se apagan otras luces», y hasta podría enlazar con el verso de Esquilo, «de noche, los ojos de la mente se iluminan, de día, el destino de los mortales es ciego». Hasta aquí la parte «amable» del texto heracliano en estudio; en adelante, la parte más hosca, conflictiva y difícil. Veamos.
Vivo, entra en contacto con la muerte mientras duerme. Ahora ya hemos superado la etapa comentada ut supra del hombre en su cama durmiente durante la noche que abre una puerta a su mente, en la oscuridad y tranquilidad nocturnas, para poner en marcha un proceso reflexivo. Como se acaba de ver, la imagen que utiliza Heráclito al respecto es sumamente gráfica y representativa: en la serenidad de la noche, el hombre que se apresta a dormir enciende una luz para sí mismo.
Ese hombre acostado durante la noche ha decidido no pensar o ha concluido su reflexión. Lo ordinario será que se duerma, que quede atrapado en las redes del sueño («los brazos de Morfeo» en la expresión poética tradicional). Es éste un fenómeno vital diario e inexcusable que produce el tránsito de la vigilia al sueño, de estar despierto a quedar dormido, que el cuerpo (y la mente) humano necesita para recuperar fuerzas y para acumular las energías precisas a consumir el día siguiente. Es tan general que afecta por igual a dioses y hombres (y animales); todos sucumben a su mandato, porque, como expresa el verso de Homero, «la noche rinde a todo viviente».
El sueño, el dormir nocturno, el sucumbir al cansancio y consumo diurno de fuerzas, el acostarse para descansar y la entrada del hombre vivo en ese estadio en que se desmadeja y deja de actuar, en que no se dirige a sí mismo y en el que parece entrar en otro mundo, el mundo del sueño y de los sueños, siempre ha intrigado al hombre desde sus primeros chispazos reflexivos. Ante un fenómeno que se repite a diario, que puede retrasarse con esfuerzo un tiempo variable, pero que, al fin, acaba rindiendo al humano (es tan fuerte su presencia que ni siquiera los inmortales dioses pueden resistirlo) y que nos introduce en una fase estática-dinámica sorprendente y extraordinaria, el hombre se pregunta, ¿qué significa ello, a qué otra situación nos aproxima y qué nos quiere decir nuestra naturaleza anímica cuando pone en juego el mecanismo del sueño?
Que un hombre vivo y despierto quede dormido, pierda el control de sí mismo, permanezca en ese estado durante unas horas, invita a la consideración intelectual del fenómeno y a ensayar fórmulas explicativas del mismo, tal como se ha hecho en todas las culturas una vez alcanzada cierta altura mental. En Grecia, la idea siempre presente fue la de relacionar el sueño con la muerte; el hombre dormido, continúa vivo, pero ha entrado en la antesala de la muerte, se ha aproximado a ésta lo suficiente como para sentirla y entrar en sus dominios, hasta el punto de estimarse que entre los estados vigilia-sueño-muerte hay una trayectoria similar a las fases sólida-líquida-vapor respecto al agua.
El hombre que permanece vivo, pues los griegos nunca aceptaron que al dormir muramos y al despertar volvemos a vivir, mientras está dormido, mientras permanece atrapado en las redes del sueño, «entra en contacto con la muerte», nos dice Heráclito, repitiendo una idea que debió estar harto extendida en las primeras elucubraciones filosóficas helenas. ¿Por qué y para qué?
Lo primero que salta a la vista es lo paradójico que puede resultar la aproximación del sueño a la muerte en un mundo griego en el que ésta es real y supone total aniquilación física y anímica del hombre, en cuanto del mismo sólo queda una sombra vaga e informe que deambula por el Hades. Semejante aproximación tendría mayor sentido en aquellos otros orbes filosóficos-religiosos en los que la muerte deja viva el alma, transmigre o no, y, por tanto, sería más fácil considerar la entrada y salida en ella del durmiente. Si la muerte es acabamiento vital completo, no se acierta a comprender bien que se pueda entrar dormido en sus dominios, y luego retornar a la vigilia sin haber resultado afectado por semejante fatídico, letal, viaje. En cambio, si la muerte sólo es un tránsito que deja indemne lo fundamental del hombre (su alma), tiene mayor sentido que cuando el hombre durmiente contacta con ella no se afecte o contamine en mayor medida, y, tras el sueño, al volver a estar despierto, apenas quede trazo de semejante viaje extraordinario; situación que todavía se dulcifica más en el cristianismo que, amén de la inmortalidad del alma y de la vida ultraterrena, predica la resurrección integral de los hombres, cuerpos incluidos, el día del Juicio Final.
Nos preguntamos, al indagar el significado del texto heracliano sobre el contacto del dormido con la muerte, por qué se suscita semejante imagen. Los factores que coadyuvan en esa dirección son varios y vigorosos: el durmiente permanece inmóvil como el muerto, en cierta forma se ha salido de sí mismo y vaga, ya no toma decisiones ni adopta comportamientos, su llama no se ha apagado pero escasamente parpadea, y aunque continúa respirando, porque conserva la vida, ese respirar no es otra cosa que el ancla que lo sujeta al mundo de los despiertos, y al que va a regresar una vez que concluya el periplo del sueño. La doctrina moderna, cuando se sumerge en la interpretación del fragmento de Heráclito, maneja ideas parecidas a las recién expuestas: «el alma-fuego arde débilmente, está casi extinta y recuerda a un hombre muerto, (por lo que) el sueño es un estado intermedio entre la vigilia y la muerte» (Kirk y Raven); «si el hombre es el ser intermedio entre la luz y la noche, entonces lo es también entre la vida y la muerte, en el sueño el vivo comparte con el muerto la falta de actividad y con el viviente la respiración» (Fink).
Aceptadas tales suposiciones, que no resultan particularmente hirientes o contrarias de manera absoluta a natura rerum, la proposición que se establece de la relación entre el sueño y la muerte parece casi propia y hasta obligada. Hay, en apariencia, tantas similitudes, tantas conexiones y tantas aproximaciones que el concluir, al modo que lo hace Heráclito, que al dormir entramos en contacto, tocamos o palpamos la muerte, resulta del todo natural, no en balde, cantaba Homero, el sueño es hermano de la muerte. El por qué de semejante relación parece, pues, establecido, ya que ambos estados asemejan discurrir por vías cercanas y paralelas. El que duerme parece estar muerto y el muerto parece estar dormido, por lo que interrelacionar ambas situaciones y establecer entre ellas lazos comunes de dependencia y aproximación explicativa puede resultar lógico y atinado.
Lo que ocurre es que no sólo hay un por qué de semejante acercamiento, sino que cabe también plantear un para qué del mismo. Si aproximamos el sueño a la muerte y hacemos que el durmiente entre en contacto con el muerto, imágenes a las que parecen forzar las circunstancias asimilativas antes comentadas, la pregunta que de inmediato surge es la de, ¿y ello para qué? ¿Qué se consigue, para qué sirve y cuál es el sentido de semejante cercanía? Y aquí, a diferencia de la primera pregunta que encuentra una cierta justificación y sentido, las cosas se nos presentan de modo diferente, y, probablemente, los problemas superan en mucho a las supuestas ventajas de la fórmula diseñada. Intentar convertir, aunque sea ad tempus, el lecho durmiente en lecho mortuorio, no puede dejar de cobrar precio señalado.
En efecto, ese hombre que mientras dormía ha estado en contacto o ha palpado la muerte, al despertar, no es que retorne a la vida pues nunca estuvo muerto, sino que vuelve a estar despierto, se encuentra otra vez en estado de vigilia. ¿Qué es lo que le deja y qué es lo que trae de semejante insólito viaje? Absolutamente nada. Dejando ahora aparcada la cuestión, que luego trataremos, de los sueños dentro del sueño, parece difícilmente ocultable que semejante contacto del hombre vivo con su muerte (cada uno tenemos la nuestra, y nadie, como dice Heidegger, nos la puede arrebatar), semejante inferencia del dormido en el muerto deviene absolutamente estéril, por completo irrelevante y anodina. Si la muerte es la extinción total, la desaparición, la nada, instalarse durante la noche en ella mientras se duerme no tendría misión, cometido o efecto alguno, porque ex nihilo nihil fit, con lo que estaríamos en presencia de uno de esos viajes «a ninguna parte» que no parece serio relacionar con el sueño. Con la nada, uno se puede topar despierto, en estado de vigilia, al modo que Kierkegaard describe la angustia como «el encuentro de uno con su propia nada», pero lo que no cabe es entrar en contacto con ella dormido, ya que su determinación exige plena conciencia. De la misma manera que no hay una muerte genérica sino muertes concretas para cada uno de nosotros, tampoco existe una nada global sino nadas específicas para hombres singulares; y así como uno no puede contactar o instalarse en su propia muerte mientras permanezca vivo, así también sólo puede encontrarse con su propia nada y caer en la angustia si está vivo y además despierto. Ya que semejante encuentro exige, ex necessitate, una claridad de visión, un control propio y una capacidad de determinación que sólo cabe atribuir al hombre en estado de vigilia. Vigilantibus non dormientibus…
Con dos consideraciones adicionales al respecto. Una, que es contrario a la naturaleza de las cosas el establecer situaciones que no tengan sentido, no respondan a nada o no sirvan en absoluto, ya que, como dice Aristóteles, natura nihil facit frustra («la naturaleza nada hace inútilmente»). Y la otra, que de la misma manera que al despertar solemos recordar algunos o parte de los sueños gratificantes o adversos que tuvimos mientras dormíamos, nunca guardamos noticia de ese viaje tan particular que comentamos a nuestra propia muerte, y ello resulta sumamente extraño y harto esclarecedor. Algo esto último, por lo demás, por completo estimulante y de agradecer, pues ¿se imaginan el infierno particular en que cada uno de nosotros estaría instalado de continuo si cada día, al despertar, nuestro primer recuerdo de la noche pasada fuera, precisamente, que durante la misma hemos estado visitando a nuestra parca particular? Pasable que, como escribe el delicado Walter Benjamin, «el infierno no es lo que nos espera, sino esta vida misma», idea dolorosa que ratifica el cardenal J. Ratzinger (hoy Benedicto XVI) al recordar el infierno que todos llevamos dentro; pero de ahí a dar carta de naturaleza a la instalación en nuestras vidas del infierno de manera permanente, media una considerable diferencia que no parece prudente, sensato ni conveniente transgredir. Si cada noche al dormirnos palpásemos nuestra muerte, y a la mañana siguiente tuviéramos conciencia de ello, la desesperación, la locura y el infierno se apoderarían de los hombres.
Pero una cosa es dormir y otra soñar, una cosa es el sueño y otra los sueños. El mundo onírico o de los sueños nocturnos que con tanta frecuencia acompaña el descanso de los hombres es uno de los grandes misterios de nuestra existencia, tal como hemos comentado en otra obra (Glosario filosófico). Por qué soñamos, para qué soñamos y cómo soñamos, son preguntas que, aunque desde siempre han preocupado al durmiente-soñador, nunca han sido contestadas a cabalidad, quizá porque no tengan explicación completa. Atribuirlos, como es corriente desde S. Freud, a deseos inconscientes, se desmonta con facilidad, habida cuenta que cuando sueña el hombre no está inconsciente, sino que su mente sigue trabajando a una velocidad, con una precisión y con una capacidad de engarce que en muchos casos no tiene cuando está despierto. Basta comparar los grados de detalle, finura y sutileza que podemos dar a uno de nuestros sueños diurnos (aquellos que forjamos mentalmente durante el día) con los mismos que pueden presentar algunos de los sueños nocturnos, para darnos cuenta, sin exageración alguna, que en muchos casos la balanza se inclina claramente a favor de estos últimos. Algo que no hace sino añadir más oscuridad a la tremenda oscuridad de la materia.
Dormidos, cuando los sueños nos visitan, sin compromiso previo, directriz o mandato por nuestra parte, se abre, en realidad, cada noche una nueva vida a nuestro existir humano. Se nos puede aparecer cualquiera, vivo o muerto, podemos tener las conversaciones más insospechadas o participar en los acontecimientos más corrientes o insólitos, pronunciar los mejores discursos o escribir las más extraordinarias páginas (confieso que los raptos más cautivadores que he tenido con la palabra escrita o hablada han sido siempre en sueños), transgredir el tiempo, hacia atrás y hacia adelante, y el espacio, situándonos en lo más próximo y en lo más lejano espacialmente, gozar o padecer emociones, sentimientos y sensaciones que no tenemos en la vida real con igual identidad y detalle, y adoptar los más variados papeles que despiertos no nos atreveríamos a «soñar» y que nos sacan de nuestras coordenadas vitales ordinarias. Quizá, porque, como dice el gran vate alemán Novalis, «todo sueño es un importante desgarrón en el telón misterioso que con mil pliegues cae sobre nuestro interior».
Pues bien, la presencia del mundo onírico en el sueño nocturno de los humanos no resulta fácilmente encajable en la pretensión heracliana de que el durmiente palpa o entre en contacto con la muerte, sino más bien lo contrario. Claro que el que duerme puede soñar que ha muerte (¿quién no ha soñado alguna vez su propia muerte?), ingerir en la muerte de otros o pasearse por las praderas inmensas que la imaginación de los hombres ha diseñado siempre tras el óbito. Y claro que en semejantes representaciones oníricas post mortem tendrán gran influencia el hecho religioso (¿cómo no va a soñar con la muerte un egipcio histórico, un cristiano o un musulmán, si buena parte de su mundo espiritual está diseñado bajo el cartabón de lo que va a ocurrir tras la muerte?), la incomprensión, la repulsa y hasta la rebeldía frente al deceso. Como hemos escrito en tantas ocasiones, en la muerte humana, hecho por completo extravagante y hasta incomprensible, el hombre ha encontrado siempre un desafío a su existencia espiritual y a su fuerza de razón que no ha sabido explicar de manera suficiente, ya que, como con sensibilidad ha recordado Karl Löwith, «la muerte constituye para nosotros, los hombres, el más delicado de los enigmas», o, como dice Gadamer, «toda autocomprensión humana tiene su límite absoluto en la muerte».
Bajo estos condicionantes, aunque, según antes se comentaba, pueda tener sentido que el que duerme, en estado de laxitud inmóvil, entra en contacto con la muerte, lo tiene mucho mayor el considerar que no se pasea por ésta sino por la vida. Permanece vivo, no controla sus emulsiones mentales y puede viajar a discreción en la dirección y en el tiempo que sus secretos designios interiores propongan. ¿Por qué considerar la tendencia hacia la muerte y no la orientación hacia la vida? De la vida sabe el durmiente todo lo que ha vivido, de la muerte no sabe nada porque está vivo, ¿no será más propio considerar que cuando quede inane al dormir su anclaje onírico tendrá lugar con la vida y no con la muerte? Palpar la muerte mientras se duerme es algo tan irreal, en ese mundo de irrealidades, que de inmediato suscita la pregunta de qué sentido tendría ello, mientras considerar que al dormir y soñar palpamos la vida, aunque desde otra vertiente, encaja naturaliter con nuestra propia condición humana, y nos sitúa en la sugerente senda que marca Wittgenstein cuando indica que «la muerte no es un evento de la vida, (pues) de la muerte no tenemos vivencia alguna».
Claro que cabrá decir, en apoyo al texto de Heráclito, que el filósofo efesio sólo se refiere al desnudo hecho de que un hombre dormido anticipa una situación que, de alguna manera, se aproxima o asemeja a la muerte, pero tal pretensión se nos revela inadecuada de inmediato con tan sólo considerar dos circunstancias: la primera, que vida y muerte del hombre son tan antagónicas, en cuanto constituyen los puntos extremos de su trayectoria, que intentar de cualquiera de las formas, entre ellas la que nos plantea Heráclito, su incardinación y engarce en tiempo presente es algo imposible y hasta insensato, ya que de la misma manera que resultaría absurdo estimar que nuestra muerte se pasea hic et nunc por nuestra vida, lo es también plantear que nuestra vida alcanza a tener presencia en nuestra muerte; y segunda, que el ser durmiente vivo tiene capacidad de ensoñación nocturna y ésta suele ponerse en ejercicio con habitualidad, por lo que perfectamente podría suceder que ese hombre dormido, que según pretende Heráclito entra en contacto con la muerte, esté soñando, esté vagando por algún punto de la inmensidad inabarcable e inagotable de su mundo onírico, y, en tal caso, ¿cómo se engarzaría la actividad ensoñatoria que está desarrollando con la peculiaridad de que la muerte, ex definitione, es la aniquilación total, la desaparición definitiva para siempre, salvadas, claro está, las formulaciones religiosas al respecto?
Ni siquiera en el supuesto extremo de que el durmiente estuviera soñando, precisamente, con su propia muerte o con la muerte de otros, la tesis de Heráclito se podría mantener enhiesta, porque no habría manera de relacionar el contenido del sueño del durmiente, que es un acontecimiento propio y característico de su vida, con la nadedad y absoluta condición negativa del suceso mortuorio, que es un acontecimiento propio y característico de su muerte. Que a través de la ensoñación que suele darse en el sueño, el hombre fuera capaz de penetrar los misterios de la muerte, que probablemente no son otros que la inexistencia absoluta de cualquier misterio, por más que el mundo de lo onírico no tenga fronteras y pueda enfrentar cualquier situación insólita que resulte, sería tan estremecedor que, casi con seguridad, se abriría ante nuestros asombrados ojos la inmensidad de los arcanos. El hecho de que de esto nadie tenga noticia o guarde memoria, es, pienso, la prueba más contundente de que nunca ha tenido lugar, como lo prueba a contrario la circunstancia de que cuando Milton se pasea por el Paraíso o Dante recorre el Infierno no están teniendo un sueño, sino creando imaginativamente y despiertos una obra de arte.
El planteamiento, pues, de que mientras duerme el hombre vivo entra en contacto con la muerte no puede ir más allá de una licencia «poética» que se permite Heráclito a propósito de un hecho que le rebasa como ha rebasado y continuará rebasando siempre a todos los mortales: que no somos capaces de entrar en nuestra propia muerte, y, mucho menos, de entenderla, controlarla o domeñarla. Acudir al subterfugio de que esa imposible situación podría darse a través de algo tan peculiar como el sueño de los humanos, despojado o poblado de sueños, equivaldría a trasladar a nuestras vidas un poder proyector hacia el más allá que a priori queda fuera de nuestras posibilidades, finitas, limitadas y mensurables.
Despierto, entra en contacto con el durmiente. Si conflictivo, difícil y chirriante resulta el inciso que se acaba de comentar, éste presenta unas notas todavía más adversas y contradictorias, por lo que intentar navegar en él se asemeja mucho a surcar el «mar tenebroso».
Claro que cabe intentar una visión ponderada y equilibrada de ambos incisos, a la manera, por ejemplo, que lo hacen Wilamowitz y Ramnoux, cuando afirma el primero que «el hombre, mientras vive, sin embargo, está en el sueño como en la muerte, y despierto está como en el sueño», y el segundo sugiere que «el hombre común es como un muerto mientras duerme y como un durmiente cuando está despierto». La imagen es gratificante y aparentemente armónica, pero ya hemos visto los inconvenientes y aun imposibles que planea en el primero de los dos miembros que la compondrían. No parece que, en relación con el segundo, la situación se presente más bonancible.
En el conjunto de los dos incisos que se considera late una apreciación, en extremo menguada y hasta despreciativa, de Heráclito respecto a la vida del hombre. Cuando el hombre vivo duerme se aproxima a la muerte y cuando se halla despierto se asemeja al sueño, circunstancias que dejarían en condición harto precaria y nebulosa la contingencia del humano discurrir vital. Un hombre vivo y normal (dichos autores se refieren al hombre común o vulgar que expresamente no menciona Heráclito), cuando está despierto sólo aparentemente se hallaría en vigilia, porque en realidad está como si estuviera dormido, y cuando lo rinde el sueño se aproxima a la muerte, con lo cual tanto la vida como la muerte pasan a un segundo plano, ya que lo predominante y decisivo en la realidad humana es el sueño. Absorbe y confunde al hombre cuando se encuentra despierto y lo dirige hacia la muerte cuando se halla dormido. En un caso, el sueño como mutador del estado de vigilia, y en el otro, el sueño como vehículo hacia el fin, asume papel único y predominante, a la manera que nuestro Calderón de la Barca consideraba que «toda la vida es sueño».
Lo describe con total nitidez el siguiente texto de Ramnoux: «Para Heráclito esta condición de durmiente se generaliza a toda la vida del hombre vulgar, la cual no solamente en el sueño se asemeja a la muerte, sino que también en la vigilia es incapaz de conocimiento verdadero. Esto sugiere a Heráclito la reflexión sobre la condición general de los hombres, incapaces de comprender la verdadera realidad, y por ello siempre vivientes en un sueño pariente de la muerte».
La interpretación y sentido que Ramnoux atribuye al texto de Heráclito es forzada y resulta obligada desde el momento que no ha sabido resistir el efecto negativo y hasta de necesaria exclusión, según hemos comentado en las páginas antecedentes, del inciso «vivo, entra en contacto con la muerte mientras duerme», que, de aceptarlo en su literalidad, predetermina el juicio sobre la totalidad del fragmento heracliano. Si basta que el hombre vivo se duerma para que su estado se aproxime a la muerte, ¿qué de extraño puede haber en que cuando permanezca despierto su actividad se asemeje al sueño? Si el dormido se acerca a la muerte, el despierto, casi por necesidad, ha de acercarse al dormido, y de esa manera el sueño se convierte en el hilo conductor de la existencia humana y en su signo caracterizador por excelencia: se está muerto, en realidad, cuando se aparenta dormir, y se está dormido cuando se cree estar lúcido. El dormir se convertiría en la suma definición del hombre.
Nosotros nos estamos moviendo por otras trochas. El que el hombre, en el silencio de la noche, encienda una luz para sí mismo, no puede entenderse en el sentido de que simplemente ha entrado en el trance del sueño, sino en el de que se asoma una posibilidad luminosa, la del tranquilo y sosegado pensamiento nocturno, que le permite desplegar a plenitud sus aptitudes intelectuales. De la misma manera, dormido entra en contacto con la muerte, no es más que un símbolo una imagen figurativa o una «licencia» que poco o nada tiene que ver con la realidad de las cosas, ya que no hay situaciones intermedias entre la vida y la muerte, y, ex definitionem, quién está vivo no está muerto y quién está muerto no está vivo. Sobre estos presupuestos, que pensamos proceden, es cómo debe contemplarse la consideración del segundo inciso en estudio, si no se quiere caer en el sinsentido de que el hombre durante su vida encontraría la máxima y sentida caracterización en el sueño, en el hecho de que ha perdido la claridad y el dominio que proporciona la vigilia, con el agravante, incluso, de que ese sueño cuando sea real supondría sumir al hombre en una situación de semimuerto.
Por más que el humano pueda considerarse como ser hacia la muerte (Heidegger), lo cierto es que la muerte nunca es aproximativa sino real; está muerto cuando le ha abandonado la vida y cuando ya no hay marcha atrás en esa situación final, sin que quepa considerar que se entra en contacto con la muerte a través de caminos impropios como el sueño. Pensar eso no es filosofía, porque ésta nunca puede contrariar la naturaleza de las cosas, sino magia, superstición, milagrerismo, conjuro y nigromancia. Pues bien, de la misma manera, considerar que cuando estamos despiertos en realidad nos hallamos dormidos, puede ser arrebato místico, arrobo o espiritismo, pero nunca visión ponderada y exacta de las cosas, ya que se invierte el orden natural de las mismas, que establece que de la vigilia se pasa al sueño y del sueño de nuevo a la vigilia, so pena se estime que nos hallamos en un estado permanente de sueño y que nunca realmente despertaremos de él, algo que puede resultar altamente poético, místico y trascendente, pero opuesto, por completo, a las evidencias que el hombre no puede desconocer y negar gratuitamente.
El «hombre dormido» sería la contraimagen ciega y torpe de lo que realmente es el hombre que, aunque lleno de insuficiencias y limitaciones, ha sido capaz, a través de su desarrollo intelectual, de alcanzar cumbres tan sobresalientes que, en ocasiones, sus propios dioses han tenido envidia de él (Bloch). Ante un Sócrates o un Platón, ante un Fidias o un Homero, ante un Rafael o un san Agustín, ante un Kant o un Heidegger, ante un Einstein o una Teresa de Calcuta, uno puede ensayar las dudas que le parezca y desmitificar a golpes de crítica cualquier condición humana sobresaliente, pues el homo sum… de Terencio vale para todos y en todo tiempo, pero lo que no cabe es considerar que los momentos estelares de la humanidad que han protagonizado tales personajes han sido sueños, se han hecho estando éstos dormidos.
Por otro lado, un planteamiento como el que se critica implicaría una divisio artificialis de los hombres, carente por completo de sentido y justificación. En el hombre destacado, en el hombre brillante e intelectualmente desarrollado, la vigilia supondría abandonar por entero el estado de sueño y hasta, quizá, eliminar al respecto la cercanía entre esto y la muerte. En cambio, el hombre corriente, el hombre vulgar, por más que se halle despierto, no ha abandonado realmente el sueño nunca, y en él se produce a plenitud su aproximación. Se trata de una separación humana, de la confección de dos estratos o categorías de hombres que no puede tener punto de apoyo sólido, ni aun siquiera figuradamente, porque no responde a nada real y constatable. Hacer depender de la mayor o menor exquisitez espiritual de los hombres la posibilidad o no de alcanzar la plena lucidez y consciencia, es un torpe ensayo de intentar una distinción sin una diferencia. Todo hombre, por definición, está en condiciones de alcanzar respecto a determinadas cosas un nivel de claridad que no depende de la alcurnia de su educación ni de lo rutilante de su intelecto, incluso es posible que, ante determinadas situaciones, el llamado «hombre vulgar» tenga más claras y nítidas las cosas que «el hombre selecto», tal como insinúa Ortega con su, en apariencia, paradójica exclamación: «¡Dios mío, qué cultos son estos analfabetos!».
Claro que podría ensayarse otra explicación del texto que se comenta: mientras los hombres intelectualmente destacados están en condiciones de acceder a procesos mentales hondos y de acceder al recto conocimiento de las cosas, y, por ende, cuando están despiertos pierden completamente cualquier servidumbre con su anterior estado de durmientes, los hombres mentalmente peor dotados, en cuanto incapacitados para alcanzar las mieles del «conocimiento verdadero» y de dominar en profundidad el curso de las cosas, por más que despierten del sueño, continúan prisioneros del mismo de por vida. Visión desmedida, desproporcionada e injusta de unos y otros, que escasamente se compadece con la realidad e implica una catalogación de los humanos reñida con el respeto mínimo que exige su propia condición de homo sapiens.
Que el hombre despierto entre en contacto con el durmiente del texto heracliano no puede tener semejante explicación, incluso por simple reductio ad absurdum. ¿Cuál otra podrá darse? Se ha visto en páginas anteriores que el sueño, el dormir del hombre no es un estado desnudo, vacío, sino, en multitud de ocasiones, ampliamente poblado, profundamente cubierto por sueños o ensoñaciones (los llamados «sueños nocturnos»), que dividen la vida de aquél en dos partes nítidamente separadas desde el punto de vista de su actividad mental: una, en buena medida controlada y dirigida, que tiene lugar mientras permanecen en vigilia, y la otra, descontrolada, no programada y de imposible dirección, que se desarrolla mientras dormimos. ¿Se trata de dos partes incomunicadas e incomunicables, hasta el punto de que una y otra no guardan relación alguna entre sí?
Casi con total evidencia, sería tamaña temeridad contestar afirmativamente, pues es obvio y de principio que no hay un hombre despierto y otro dormido, sino una sola personalidad viviente, que a lo largo de un día (y de toda su vida) pasa por dos etapas diferentes, la de la vigilia y la del sueño, que no podrían estar ni están absolutamente desconectadas, sino más bien en un proceso continuo de actividad intelectual, que resultaría temerario seccionar en dos tramos independientes y autónomos. Y es que, como escribe ese culto y agudo observador de lo humano que es George Steiner, después de aseverar que hay dos procesos que los seres humanos no pueden detener mientras viven, respirar y pensar («respiro, luego pienso», dice), «en cada instante concreto de nuestra vida, despiertos o dormidos, residimos en el mundo a través del pensamiento».
Si el hombre es in essentia pensamiento y habla, parece obligado concluir que esa condición no pueda perderse mientras permanezca vivo y no haya quebrantado su caracterización básica, y, en consecuencia, en vigilia y dormido continúa siendo el mismo y no se produce ningún cambio radical en sus poderes y funciones. Dormido continúa pensando, prosigue generando ideas y su maquinaria mental no se para, aunque ahora esas funciones se vean acrecentadas, enriquecidas y difuminadas por un nuevo elemento, el de los sueños nocturnos, que nos trae todo un mundo esplendoroso (también pavoroso) en el que se rompen o desaparecen todas las limitaciones que padecemos los humanos por nuestra propia condición.
Despiertos, es natural que la maquinaria mental del hombre tome vigor especial y, en particular, en gran medida resulte programada y dirigida por su titular, pero con dos circunstancias propias, la de que nuestro control no es tan grande como tendemos a suponer, y la de que, incluso en este estado, tenemos una propia categoría de sueños, la de los llamados «sueños diurnos», que, como nos dice Ernst Bloch, «proceden todos de la falta de algo, quieren remediarlo (y) son siempre sueños de una vida mejor».
Pues bien, si a diferencia de lo que pensaba Freud, en el sentido de que «el sueño nocturno no es otra cosa que un sueño diurno desplegado por la libertad nocturna de los movimientos instintivos», Bloch considera que el sueño diurno no es un estado preliminar respecto al sueño nocturno y no queda liquidado por éste, algo que parece razonable, lo cierto es que constituiría osadía indefendible estimar que el mundo de los sueños nocturnos se desarrolla por completo al margen de las vivencias que el hombre tiene mientras permanece despierto.
En consecuencia, mientras dormimos, aparte de que nuestra mente continúa trabajando y accediendo a planteamientos y aun a soluciones de propia factura, se establece, como no podría ser de otra manera, una especie de continuum entre las fases de vigilia y sueño, y, en una u otra medida, aspectos de la primera pasan a la segunda, incluidos los atinentes al mundo de los sueños diurnos. Si esto es así, ¿tendría sentido considerar que semejante movimiento es unidireccional, de la vigilia al sueño, y no bidireccional, del sueño a la vigilia? Sería, como hemos comentado líneas arriba, profundamente equivocado y disforme, porque si la vida espiritual del hombre es una sola, si el mismo no muta de condición según esté despierto o dormido, y si no tiene lugar un drástico cambio de nuestra personalidad anímica cuando caemos en el sueño o cuando salimos de él, parece natural que de la misma manera que al hombre dormido le alcanza el acopio de impresiones realizado cuando no duerme, así también al hombre despierto deben llegar aquellas otras impresiones producidas durante el sueño.
Pienso que es en esta dirección por donde debe indagarse el sentido del segundo inciso del pensamiento de Heráclito que comentamos, «despierto, entra en contacto con el durmiente» (a nosotros nos gustaría más hablar de «con lo dormido»). Porque ¿es que acaso puede el hombre cuando despierta hacer tabula rasa de todo lo acontecido mientras dormía? Sería absurdo, impropio y estéril, ya que aquellos procesos mentales habidos y sus consecuencias y conclusiones se incorporan uno ictu a nuestra psique, y ni siquiera tiene lugar, por resultar imposible, un proceso de aquilatamiento, disección, valoración y escogencia entre todos aquellos elementos para determinar cuáles elegimos y nos quedamos, y cuáles otros rechazamos y prescindimos de ellos.
Entre esas vivencias nocturnas están también y en lugar preeminente los sueños, ensoñaciones y pesadillas que tenemos mientras dormimos, que, en una medida desconocida, se nutren, asimismo, de las vivencias diurnas. Sueños nocturnos que aunque muchos se desvanecen al despertar y aparentemente no dejan mayor secuela, por más que nos pueden haber captado con intensidad, pasión y fuerza durante el descanso nocturno. Digo aparentemente, porque pocas dudas puede haber de que su rescoldo permanece vivo, su motivación intacta y su capacidad de reincidir presente. Nunca conoceremos la dinámica completa, el curso entero de las ensoñaciones, pero tampoco alcanzaremos a comprender a cabalidad las secuelas de las mismas, la forma y medida en que quedan incorporadas a nuestro patrimonio espiritual.
Pienso que en esta dirección hay que orientar el pensamiento elucidatorio. Cuando despertamos, cuando volvemos otra vez al estado de vigilia, dejamos atrás todo lo que mentalmente nos ha sucedido durante el sueño, pero lo dejamos atrás in tempore y no vitalmente, ya que su efecto se ha unimismado con nosotros y forma parte de nuestra personalidad. El totum que es el hombre se va haciendo a base de actos, situaciones y reflexiones que realizamos en estado de vigilia, y a base de derivaciones, premovimientos psíquicos y sueños que tenemos mientras dormimos. Diseccionar una parte de otra y pretender que cada una de ellas tenga vida autónoma es esfuerzo perdido, estéril, porque el engarce y conjunción del mundo diurno y el mundo nocturno tienen lugar de manera mecánica, por la fuerza misma de las cosas. Por ello, lo quiera o no, lo contemple o no, y lo acepte o lo rechace, «el hombre despierto entra en contacto con el durmiente», primero porque es un solo y mismo hombre, y segundo, porque de la misma manera que al dormirnos no podemos dejar fuera del juego mental lo que nos ocurrió durante el día, así también al despertarnos no podemos hacer borrón y cuenta nueva de aquello que sucedió durante la noche.
Bajo esta contemplación del fenómeno, ni siquiera cabe aceptar el planteamiento de Hans-Georg Gadamer respecto al texto de Heráclito, en el sentido de que «en estas transiciones del sueño al despertar o de la vida a la muerte, apunta, en definitiva, la experiencia enigmática del pensar, que despierta de pronto y vuelve luego a hundirse en lo oscuro»; y no sólo porque semejante proceso no puede tener lugar en el tránsito de la vida a la muerte, ya que en el mismo el pensamiento humano se esfuma total y definitivamente, sino además porque ni siquiera en la transición vigilia-sueño o sueño-vigilia cabe considerar que el pensamiento del hombre que permanece vivo «despierta de pronto y vuelve luego a hundirse en lo oscuro», en cuanto pensamos, tal como se acaba de exponer, que las cosas ocurren de otra manera, precisamente la contraria. La mente del hombre es un enorme y especial receptáculo en el que todo lo que le sucede queda recogido, y, en el campo que nos ocupa, unas veces procede a trasladar al mundo de lo onírico lo que proviene de la vida en vigilia, y otras comunica al mundo de la vida despierta lo que deriva del campo de la vida dormida. Y este dual movimiento tiene lugar siempre y en todas las personas, sin que quepa considerar que el mismo sólo tiene lugar plenamente en presencia de hombres exquisitos.
Ya tenemos, pienso, suficientemente despejadas algunas de las muchas incógnitas que plantea el texto de Heráclito, particularmente oscuro y misterioso. Parece, pues, llegado el momento de intentar una interpretación del mismo de acuerdo a los parámetros de nuestro actual pensar, tal como desde el principio de este libro se anunciaba como propósito del autor. Repensar a Heráclito veinticinco siglos después de su vida y obra sólo puede tener sentido y justificación en la medida que, respetando las pinceladas reflexivas básicas y cuasieternas que el genio plasmó, seamos capaces de trasladar, convenientemente adaptadas a nuestros días, las máximas de sabiduría que el sophos de Éfeso legó para siempre a Occidente y al mundo.
Como es sabido el texto consta de tres partes. La primera se refiere, en una especia de introito, al hecho de que un hombre en la noche se apresta a dormir en su lecho. Con base a lo que se ha comentado al respecto con suficiente detalle, pensamos que el sentido, de acuerdo a nuestros planteamientos y exigencias actuales, que debe atribuirse a esa parte primera es el siguiente: antes de dejarse abrazar y ser atrapado por el sueño, el futuro hombre durmiente tiene, en el silencio de la noche, una oportunidad valiosa, la oportunidad de encender «una luz para sí mismo», la oportunidad de abrirse al pensar y de poner en marcha esa machina machinarrum, la más poderosa de todas las máquinas conocidas, imago Dei y capaz de aventurarse por todas las trochas del intelecto, de intentar todas las aventuras pensables y de indagar no sólo natura rerum sino también natura deorum.
Claro que el hombre puede pensar y piensa en todo momento y ocasión, incluso cuando duerme, pero ese instante menor o mayor que precede al sueño es especialmente apropiado y feliz. Sus oídos ya no escuchan nada, salvo el silencio poblado de susurros y fricciones que la noche anida, sus piernas y brazos están quietos, su cabeza reposa y sus ojos, esos vitales ojos para todo proceso de conocimiento que llevaban a los griegos a exclamar «primero se ve, luego se sabe», nada perciben porque todo está instalado en la oscuridad (Heráclito utiliza a este último respecto la poética expresión «cuando su vista se apaga»). Pues bien, en este momento mágico, sugerente y propiciador, el hombre en descanso «prende una luz en la noche», se pone a pensar, abre las puertas a su capacidad reflexiva que inicia ese proceso intelectual único, inimitable por cualquier otro ser, abierto a la inmensidad de los mundos del espíritu y capaz de producir las mayores bendiciones y los más grandes dislates, tal como, con cierto detalle y palpable deleite, hemos tenido ocasión de considerar en nuestro libro La bendición-maldición del pensamiento.
La segunda parte de la formulación heracliana no resulta sencillo adaptarla a los planteamientos mentales de la hora presente, pues su texto («vivo, entra en contacto con la muerte») tiene una carga de poesía, de visión mágica de las cosas y de anticipación mítica que dificulta en extremo su acomodo a nuestra visión de las cosas. Con la muerte sólo se entra en contacto al morir, y de esa situación no se regresa; la muerte es estéril, y, en consecuencia, de ella no cabe obtener frutos; y, sobre todo, contactar con ella jamás puede suponer poner en marcha el pensamiento humano. El clásico mors omnia solvit es tan real y definitivo que, dejando a salvo, por pertenecer a otro orden de cosas, lo relativo a la esfera religiosa, muerte y pensamiento humanos son tan incompatibles y excluyentes como el día y la noche. Como escribe Schopenhauer, «si yo con mi nacimiento he surgido y he sido creado de la nada por primera vez, entonces existe la más alta probabilidad de que en la muerte me vuelva a convertir en nada».
¿Cómo adaptar, pues, la expresión de Heráclito? Según hemos comentado con reiteración, aceptada a la letra sería poco más que una «licencia poética», un rapto emocional y una evanescente fantasía, ya que en vida no se puede palpar la muerte y cuando se ingresa en ella ya no es posible el regreso. ¿De qué se tratará, en consecuencia? Pensamos que el sueño relaja, desinhibe y libera al hombre de tal manera y en tal grado que su alma emprende vuelos insospechados y su mente se adentra en piélagos que despierto no navega. Claro que el hombre en vigilia puede dirigir su pensamiento hacia donde quiera y ensayar las más increíbles y fantasiosas extravagancias mentales, pero, de ordinario, en sus sueños diurnos no lo hace, tanto porque su conciencia reflexiva es una conciencia controlada, como porque en ese estado reina con fuerza el apotegma de Wittgenstein «no podemos pensar nada ilógico». Más cuando estamos dormidos y nos visitan los sueños, todas las barreras se esfuman, todas las cautelas desaparecen y todas las exigencias de la lógica quedan convertidas en amplios conductos por los que circulan a discreción la vorágine de los sueños nocturnos. Ésa es la real aproximación a la muerte.
Y, en fin, la tercera parte del fragmento de Heráclito, también debe reconducirse en términos similares. Cuando el hombre despierto «entra en contacto con el durmiente» no se trata de que le siga invadiendo la somnolencia nocturna, ya que no es el sueño sino la viveza despierta lo que caracteriza al hombre en sus afanes y realizaciones, y ni siquiera que, de ordinario, la condición humana sea tal que aun en estado de vigilia resulta incapaz de acceder al «conocimiento verdadero» y a la comprensión de la «realidad verdadera», sino de algo mucho más cercano y prosaico; como el dormir del hombre no es un dormir estático sino dinámico, en cuanto sus procesos mentales continúan funcionando (ahí tenemos a Descartes, el 10 de noviembre de 1619, al despertar de su sueño nocturno, recibiendo admirado el cogito ergo sum que su mente en silencio había conformado durante la noche), y, en particular, el inconmensurable mundo de los sueños nocturnos se desarrolla dentro de él y se le apodera de manera indetenible. El mundo onírico tiene un grado de poderío sobre el hombre dormido que ninguna otra circunstancia o acontecer posee sobre el despierto. La mente humana, liberada del dogal de la conciencia, produce criaturas extraordinarias.
Siendo esto así, ¿cómo pensar que cuando el hombre estrena nuevo día al despertar, cierra a cal y canto lo ocurrido durante el sueño, enlaza, como piensa Heidegger, con lo que estaba haciendo el día anterior y condena a la inoperancia todo lo que se ha estado moviendo en su interior mientras dormía. Sería absurdo, sería una inexplicable pérdida de experiencias vitales (si aprendemos más en vigilia que cuando dormimos, es uno de esos grandes misterios que el hombre no logrará desvelar jamás), y sería, sobre todo, una arrogancia estúpida, ya que el fruto de una noche transida de movimientos mentales que no controlamos ni dirigimos y de ensoñaciones que se mueven a sus anchas dentro de nosotros, se incorpora a nuestra psique, a nuestros mundos del espíritu, sin pedir permiso, motil proprio, por sus solas fuerzas y siguiendo unas reglas que nuestra conciencia lúcida desconoce por completo. ¿Cómo, en consecuencia, el hombre despierto va a dejar de entrar en contacto con el durmiente? ¿Será porque vivimos más dormidos que despiertos?