6.
«NO NOS BAÑAMOS DOS VECES EN EL MISMO RÍO»

Frente a la concepción de Parménides relativa a que todo lo que existe está inmóvil (akineton), pues «lo mismo permanece lo mismo y descansa en sí mismo, y así permanece firme donde está», Heráclito defiende la tesis opuesta de que todo se halla en permanente movimiento, tanto respecto al fuego, «este mundo ha sido, es y será fuego siempre vivo», como en relación con el agua, particularmente a través del río en el texto que vamos a comentar en este capítulo. El fuego, como materia fundamental del mundo, y el agua, en cuanto líquido vital por excelencia, conforman la teoría heracliana del flujo o pauta rhei (todo fluye) que, junto a la de la unidad de los contrarios (todas las cosas son una), dan lugar al particular universo del sophos de Éfeso. Tan particular que es único.

La concepción de Heráclito de que todo se mueve y nada permanece gozó de destacado comentario en los grandes maestros de la filosofía clásica helena, Platón y Aristóteles, que se refieren a su origen vinculado al pensamiento del filósofo efesio, aunque con diversos matices y hasta excepciones. Platón señalará (en Teeteto) que, según la visión de Heráclito, todas las cosas están cambiando siempre en todos los aspectos (pauta chorei), planteamiento que llevado al extremo conduce al punto de que no quepa ni siquiera hablar de lo que está cambiando absolutamente en todos los sentidos, por lo que no debe decirse nada (en Cratilo). Aristóteles recoge y comenta estas posiciones de su maestro, al considerar que la visión de Heráclito en el sentido «todo es y no es» era muy corriente en su época (la del Estagirita), y, en principio, la admite, aunque no deje de formular, en ocasiones, diversas objeciones, y en su Metafísica muestra una cierta repulsa a aceptarla (Barnes), especialmente en su versión más extrema defendida por Cratilo que llegaba a criticar a Heráclito por decir que «no es posible entrar dos veces en el mismo río, cuando no es posible hacerlo ni siquiera una vez».

Se explica que, con semejantes referendos, se haya podido escribir por García Calvo que el pensamiento de Heráclito «no puede uno entrar dos veces en el mismo río», al desarrollarse en la doctrina del fluir perpetuo llegara a conformar uno de los procedimientos más fecundos (el otro fue el de la reducción de todo a fuego) «para que los filósofos y demás asimilasen y concibieren como doctrina lo que era (de) lógica».

Sea como fuere, lo cierto es que dentro de los ciento treinta y siete fragmentos conservados que se atribuyen a Heráclito, éste de «nadie puede bañarse dos veces en el mismo río», recogido en estos términos nada más y nada menos que por el propio Platón, no sólo resulta indiscutido en cuanto a su autenticidad (otra cosa son las discusiones en relación con su extensión y consecuencias), sino además configura uno de los dos más sólidos pilares de la doctrina heracliana, esa doctrina que durante siglos ha atormentado a los pensadores de cualquier signo y continúa asombrando e inquietando en nuestros días («sus frases son como enigmas y sus palabras parecen ademanes», llega a decir Heidegger), tal cual, cum grano salis, atestigua esta misma obra.

¿Fue rigurosamente original Heráclito al plasmar la idea del río en continuo fluir como cumplida imagen de lo que ocurre en el proceso cambiante de todas las cosas? Pese a la originalidad y talante provocador del maestro efesio, sería muy difícil plantear que el pensamiento en estudio no hubiera contado con alguna sugerencia, con algún atisbo o fogonazo en el rico mundo cultural griego, probablemente el más proteico, sutil y diversificado de todos los que ha producido la humanidad en su milenario curso civilizatorio, tal como dejó plasmado casi ad aeternum Werner Jaeger en su monumental Paideia.

Así, Homero canta que «como la generación de las hojas, así la de los hombres», y «la corriente del río Océano es el padre de todas las cosas». Epicarmo resalta que «en mudanza y cambio está continuamente todo». Y Platón rememora, después de advertir que «nada es jamás, sino que está siempre en proceso de llegar a ser», que en esto, salvo Parménides con su «todo está en reposo», todos los sophoi están de acuerdo (Protágoras, Heráclito y Empédocles), al igual que ocurre con los más eminentes poetas de uno u otro género, pese a su festiva afirmación «los poetas mienten mucho».

Es el propio Platón el que, como antes se advertía, en dos de sus Diálogos (Teeteto y Cratilo) se explaya en la consideración de la doctrina de Heráclito del perpetuo y permanente flujo. Escribe al respecto: «De acuerdo con Heráclito, todos los seres se mueven y nada permanece… Me parece oír a Heráclito decir cosas sabias y añejas, las mismas que Homero decía… ¿Crees que aquél que puso los nombres de Rea y Cronos (krounos, fuente) a los progenitores de los demás dioses pensaba algo distinto que Heráclito? ¿Acaso crees que les impuso al azar nombres de corrientes quien a su vez dice: Océano, de los dioses padres? A los hombres de la remota antigüedad que impusieron los nombres, lo mismo que a los sabios de hoy, de tanto dar vueltas investigando les parece que las cosas giran y se mueven por doquier…, y estiman que no hay nada permanente ni consistente, sino que todo fluye… Si todas las cosas cambian y nada permanece, es razonable sostener que ni siquiera existe el conocimiento». ¡Ah, eterno, inabarcable y penetrante Platón!

El «no nos bañamos dos veces en el mismo río» sería, en consecuencia, uno de esos ejes básicos sobre los que gira la inmensidad del Cosmos, el curso de todas las cosas y el desarrollo de la humana personalidad. Si como ha escrito con notable intuición Teilhard de Chardin, «la única realidad que hay en el Mundo es la pasión de crecer», que se complementa con la observación de que estamos instalados en su Universo «cuya ley fundamental parece ser la de que todo lo posible se realiza», la imagen de un río en continuo fluir y cuyas aguas se renuevan de manera constante es una fuente de sugerencias, de indicaciones y de explicaciones de todo lo que nos contiene y de todo lo que contenemos.

Se puede, desde la visión opuesta, considerar, al modo que lo hacía Parménides de Elea, que, en realidad, el Universo es un todo inmutable, en el que nunca ocurre nada en su configuración global y respecto al que todos los sucesos son como leves brisas, pequeñas escamas o tenues rayos de luz que apenas rozan la superficie del corpus total. Pensar en un enorme bloque pétreo, inamovible, eterno e inmutable que permanece indiferente al curso del tiempo, a los parpadeos del mundo orgánico vivo y a las contradicciones del mundo inorgánico en tensión, es algo que no repugna la substantia del Cosmos, y que, trasladado al pequeño cosmos humano, tampoco parece chocar en demasía con una percepción atemporal y globalizadora de nosotros mismos. Si la humanidad es una, pese a que los hombres cambien de continuo, y si el mundo moral de los humanos es un permanente tejer y destejer de unos mismos hilos, ¿por qué no estimar que los seres humanos estamos instalados y formamos parte, desde siempre y para siempre, de un gran bloque que gira inmutable sobre sí mismo, y que escasamente alcanza a producir leves irisaciones, tal como la bola de cristal suspendida las emite al girar y recibir la luz de un foco hacia ella dirigido?; y ello, a pesar de que el genio irónico e iconoclasta de Gilbert K. Chesterton nos recuerde que «hay un pequeño defecto en el hombre, imagen de Dios, maravilla del mundo: que no es de fiar».

Pese a ello, la imagen heracliana del cambio permanente, de la mutación constante y de la transformación de unas cosas en otras, parece mejor acomodado a la realidad de las mismas, tanto a la presencia de un Universo en eterna expansión como a la evidencia del desarrollo orgánico de todos los seres vivos y a la visión de un hombre que, por más que en tantos aspectos colide y entre en tensión con el estricto mundo material y animal, no queda fuera del diseño general de la Naturaleza. El flujo, el tránsito, la evolución de la vida misma lato sensu, no son algo diferente de un fenómeno global de mutación que a todo llega y a todos nos concierne.

Puestos, pues, a contrastar las ideas de la permanencia absoluta de todo y del cambio absoluto de ese todo mismo, aparte de que puede producirse una llamada subliminal del segundo de los grandes criterios de Heráclito sobre la «unidad de los contrarios» y de que quepa acogerse al cínico criterio del noble siciliano «que todo cambie para que todo permanezca igual», lo cierto es que nuestra conformación misma se acoge mejor al criterio del cambio que al de permanencia. Claro que siempre cabe hacer juegos de palabras y ensayar el estrambote, a la manera que Reinhardt asevera que el flujo como doctrina de Heráclito es tan sólo un malentendido, ya que su idea fundamental constituye «la más decidida oposición a la doctrina del flujo, es decir, la permanencia en el cambio»; pero, constatados los factores en juego, vistas las cosas con realismo y aplicados a nuestras propias vidas los criterios de la movilidad permanente, difícilmente se puede dejar de considerar que la «ley» heracliana del flujo opera a cabalidad en todos los órdenes.

Dice Schopenhauer que «antes de Kant estábamos en el tiempo (y) ahora el tiempo está en nosotros», pero a los efectos que nos ocupan y nos preocupan resulta lo mismo, ya que el curso inexorable del mismo va produciendo en nuestra personalidad cambios sin cuento que nos mutan en profundidad y acaban convirtiéndonos en sombra de lo que fuimos. Pasamos de niños a jóvenes, adultos y viejos: cambiamos la salud por la enfermedad, las fuerzas por la flaqueza, la compañía por la soledad y el ímpetu por la impotencia; nos abrimos camino en la vida, enfrentamos desafíos y buscamos el riesgo y el peligro, hasta el momento en que vitalmente nos encogemos y el signo de la resignación y el abandono pasa a presidir nuestra existencia; amamos y somos amados, ampliamos el dichoso círculo de la amistad y nuestro corazón parece abarcarlo todo, hasta que un buen día se cierra el círculo y quedamos atrapados por la nostalgia, el recuerdo y la melancolía, cuando no el pesimismo.

Y, sin embargo, en teoría, seguimos siendo los mismos, continuamos constituyendo idénticos seres vitales y aparecemos bajo el mismo membrete personal, cuando, en realidad, se ha producido en nosotros tan hondo cambio que somos tan sólo pura imagen, mera sombra y parco recuerdo de lo que fuimos; aunque, en honor a la verdad, deba decirse que la sabiduría de la naturaleza humana y la prudencia del orden social-moral en que estamos insertos hacen que podamos contar con ese formidable instrumento de acomodo y superación de lo adverso que es la vanidad, «el último de los vestidos de que se despoja el hombre», al sensato decir de Ernst Bloch.

Repetimos los mismos actos, pasamos por idénticas situaciones y vivimos una y mil veces acontecimientos que se repiten sin cesar, porque, en realidad, la aparente multifacética y poliédrica vida de los hombres se reduce a unos pocos supuestos sobre los que perezosamente nos deslizamos, y, no obstante, ¿alguien se atrevería a decir que este efecto, esta desgracia, este acontecer o este suceso ya lo hemos vivido con antelación? No, no es posible, porque, ciertamente, nada vuelve a representarse de la misma forma, nada regresa con los mismos ropajes y nada insiste en llamar a nuestras vidas aduciendo que ya estuvo instalado en ellas. El «río de la vida», igual que el río del medio natural que, aunque discurra por el mismo cauce, conserve el nombre de siempre y atraviese los parajes perennes, es un río distinto en cada instante, es también un río que por más que ataña al mismo hombre, conserve su nombre propio y parezca estirarse en el tiempo sin solución de continuidad y bajo el manto de la pervivencia, es un río mutado y mutable en cada oportunidad que a nosotros mismos nos asombra e inquieta mostrándonos facetas que parecían no correspondemos.

Es decir, nos sucede lo mismo, en gráfica expresión de Jonathan Barnes, que a esos ríos naturales «a los que el lenguaje habitual y la nomenclatura de los geógrafos imponen permanencia y estabilidad, (y, sin embargo,) están continuamente cambiando, al menos en un sentido fundamental: las aguas que los forman nunca son las mismas». Así también, los ríos de nuestras vidas, bajo una imagen de continuidad y persistencia, mutan de manera constante, se nutren de acontecimientos nuevos y se mueven bajo impulsos en apariencia conocidos pero intrínsecamente diferentes, porque el bullir de la existencia, los vapores de la combustión permanente en la que estamos instalados y la renovación sin tregua de nuestro propio yo (cambian las partículas intelectuales de nuestro espíritu igual que cambian las células de nuestro cuerpo), hacen que nos convirtamos en un crisol donde todo se funde, recompone y muta. Como dice la exquisita prudencia de nuestro Séneca, «todo lo que ves corre con el tiempo, (y) yo mismo, mientras afirmo que las cosas cambian, he cambiado».

De acuerdo a todo esto, ¿cómo interpretaremos y adaptaremos a nuestras modernas vidas la proposición de Heráclito «no nos bañamos dos veces en el mismo río» Un río cambia segundo a segundo, no porque modifique su curso, mute de nombre o atraviese lugares distintos, sino porque su componente, el agua, es sustituida a cada instante por idéntica agua, pero no por la misma agua. Si no hay nada más igual a una gota de agua que otra gota de agua, el reemplazo de millones de ellas por otros millones de gotas iguales da lugar a que el río en cuestión sea siempre el mismo y siempre distinto.

La comparación del supuesto del río con el de nuestras propias vidas es obligada y mecánica, sin que en ello tenga nada que ver el símil poético que estableciera nuestro Jorge Manrique con su verso «Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir». Tenemos un cuerpo material que desde su nacimiento a la vida hasta el postrer momento del deceso experimenta un proceso constante de desarrollo, mutación y reemplazo, hasta el punto de que, entre ambos hitos, poco, muy poco, queda incólume. Célula a célula, tejido a tejido, órgano a órgano y músculo a músculo, esa maquinaria bien diseñada, engrasada y armónicamente configurada experimenta una transformación tan honda que poco queda de la primigenia a la hora de cerrar capítulo.

Respecto a la psyché o alma, el fenómeno es todavía más prodigioso. El espíritu humano que nace desvalido, sin apenas destellos y consistente en un mero receptáculo potencial, conforme pasan los años y recibe impresiones, enseñanzas y experiencias va convirtiéndose en una sagrada urna en la que, unas veces por propias elaboraciones mediante la reflexión y otras a través de la recepción de saberes ajenos, toma forma, desarrollo y madurez, lo que tal vez constituya en el Orbe todo el producto más depurado, más sutil, más alambicado y más extraordinario que quepa considerar. El espíritu humano en su momento de esplendidez es la obra de arte par excellence, la elegancia por antonomasia y la brisa más delicada que puede soplar sobre la tierra. Tanto Heidegger como su discípulo predilecto Gadamer, acertaron a plasmarlo en entrañables palabras; el primero, con relación a ese producto cimero de la sensibilidad humana que es la filosofía, mediante la consideración de ésta como «resplandor de lo bello y soplo de lo sagrado», y el segundo al hablar de la «suave elegancia cultivada del homo literatus».

Pues bien, este raro, extraordinario y asombroso complejo que es el compuesto soma-psyché, esto es, el hombre, ¿cuándo podremos decir que lo tenemos plenamente captado, caracterizado y definido? La sola pregunta ejemplifica mejor que cualquier reflexión al respecto lo banal, inseguro y deslizante de semejante interrogante, porque el hombre es una criatura en permanente movimiento, cuya fotografía queda obsoleta minutos después de realizarla y cuya recogida y etiquetado son tan imposibles como sujetar el viento en nuestras manos o la luz del sol en nuestros ojos. ¿En qué se asemeja el Platón discípulo de Sócrates y el Platón autor de la Séptima carta tras su desgraciado segundo viaje a Sicilia? ¿En qué se parecen el Miguel Angel o el Leonardo da Vinci de sus años mozos con los portentosos artistas creadores de su madurez? ¿En qué coinciden el san Agustín, el Kant o el Heidegger de sus primeros destellos intelectuales y los poderosos colosos del pensamiento y la genialidad que consumaron en sus vidas? ¿Y en qué se solapan un Alejandro, un César o un Napoleón de inicios guerreros inseguros y los ingentes caudillos y extraordinarios estadistas que cuajaron en sus personas al correr de los tiempos?

Corta es la vida del hombre en proporción a sus afanes y aun menguadas sus realizaciones en la mayoría determinante de supuestos. Pocos los genios y las personalidades trascendentales. Inapreciables casi la presencia y obra de aquéllos que revolucionan la existencia de los individuos y los pueblos. Y contados los que al cerrar sus vidas, recapitular y echar la vista atrás pueden exclamar con Pablo Neruda: «Confieso que he vivido».

Pero aún así, tratar de colocar en nuestra personal plataforma de observación a un hombre o a una mujer cualquiera, anodino (respecto a esta última el supuesto resulta corregido y aumentado), una de esas personas que, en honda caracterización de Chesterton, «sólo profesan la condición de seres humanos», y, a continuación, verteros sobre ella en entregada observación hasta poder proclamar con sinceridad, «este hombre o esta mujer es exactamente y sin duda alguna esto o esto otro». Absurdo, pueril, intrascendente y de inmediato desmentido por los hechos, porque un instante después de haber catalogado a la persona observada de una u otra manera, ésta, con sus hechos, sus palabras y sus comportamientos, aparecerá ante nuestros asombrados ojos como alguien singularmente diferente de aquél que acabamos de catalogar; y ello sin tener que recurrir a la ayuda de Richard Rorty y a su «el genio siempre nos coge por sorpresa».

¿Por qué? Y ahora tomamos de nuevo el hilo del pensamiento heracliano sobre la mutabilidad de los ríos, porque nunca tendremos ante nuestra vista la misma persona, por mucho que creamos conocerla y por mucho, incluso, que hayamos contribuido a moldear su personalidad. Mutatis mutandis, un hombre, y no digamos una mujer, es un ser cambiante ex natura en todo momento, en todo lugar y en toda ocasión. Cuando creemos que va a reaccionar de una manera, reacciona de la contraria, pensamos se orientará en determinada dirección, y guía sus pasos en otra diferente. Esperamos un comportamiento, y nos sorprende con lo inesperado. Pensamos conocerlo, y, de repente, se nos aparece como un arcano, un desconocido o un misterio insoluble. Ahí tenemos trasladado a otro plano y operante en distinta realidad el pensamiento de Heráclito «no nos bañamos dos veces en el mismo río», ya que el proteico y cambiante ser humano no cabe etiquetarlo bajo una caracterización única y permanente, y, mucho menos, considerar que una vez conocido (?) va a seguir las pautas asignadas al tipo que le hayamos atribuido.

De la misma manera que no hay dos hombres iguales, tampoco cabe considerar que a un comportamiento determinado seguirá otro también precisado. Cuando Homero compara la generación de los hombres con la generación de las hojas de los árboles, nos está diciendo, asimismo, que, bajo la aparente uniformidad de aquéllos, está surgiendo una vastedad, una mescolanza y una diversidad tales que cualquier propósito reductor a la unidad y a la simetría quedará dramáticamente desmentido por los hechos. El fenómeno lo ha captado perfectamente Snell al advertir que la imagen de Homero respecto a las hojas se refiere al proceso de la vida en su aspecto temporal, como cambio, mientras que en Heráclito, en relación con el río, aparece en su ser permanente: «Y en la medida —escribe— en que no considera sólo la existencia individual, sino que caracteriza la vida misma como algo que siempre es idéntico y a la vez distinto, adquiere un valor mucho más universal. En Heráclito, comprendemos en qué sentido existen metáforas originales para expresar algo situado en las raíces mismas de todo ser viviente». Este es el dato a resaltar respecto a la vida humana y ésta la básica caracterización que permite trasladar al hombre, y más que ningún otro al hombre de nuestros días, el mensaje que encierra la reflexión de Heráclito.

La vida humana «como algo que siempre es idéntico y a la vez distinto» nos da la clave precisa para desenvolvernos con cierta seguridad en el pensamiento del maestro de Éfeso. Nuestras vidas, cada una de ellas, es siempre la misma y siempre distinta, mantiene unos factores de permanencia y continuidad, y genera, recibe y asume otros de innovación y cambio. Contra el délfico mandato «conócete a ti mismo» conspira una naturaleza humana que es arrastrada por las aguas de la vida como una barquilla sin fuerza, y recibe los impactos de su ser y de los que provienen del entorno social, con una virulencia y un efecto cambiante no predecibles ni mensurables, hasta el punto de que, en palabras de Pascal, no somos más que «cañas pensantes».

Por ello, cuando nos acercamos a alguien creyendo saber, por más que esta creencia tenga una supuesta base de conocimiento, proximidad y afecto personales, cómo es, cómo va a reaccionar y qué cabe esperar del mismo, en multitud de ocasiones la sorpresa está garantizada, pues esa persona ante la nueva tesitura se nos aparecerá, no sólo como desconocida, sino como sustancialmente opuesta a la que «conocíamos». El «río de la vida», pese a la aparente uniformidad y similitud de los arrastres vitales, ha ido aportando tales elementos, infiriendo tales cambios y provocando tantos imponderables, que a la hora de enfrentarse al mismo para atravesarlo, para contemplarse o para «bañarse» en él, nos deparará la sorpresa de que lo que creíamos conocer no lo conocemos y de que lo que juzgábamos de una determinada manera resulta ser de otra por completo distinta. Intentar sumergirnos en las «aguas» de la ajena personalidad pretendiendo que nuestro baño, por razón de la permanencia del mismo sujeto en el que vamos a realizar la inmersión, va a ser igual que el anterior, es, no sólo una patente ingenuidad, sino también prueba palpable de que no hemos acertado a comprender que la naturaleza humana es un flujo permanente en continuo cambio que impide sujetarlo y fijarlo en una estampa o fotografía determinada. De la misma manera que cuando fotografiamos un río no sabemos realmente que río estamos fotografiando, así también cuando plasmamos la imagen fotográfica de un hombre tampoco discernimos qué hombre sea el mismo.

Y si tal ocurre con los otros, ¿qué ocurrirá con nosotros mismos, en apariencia, al menos, según nos dice san Agustín, el más cercano de todos nuestros congéneres? La propia mutabilidad, las etapas sucesivas de la vida, el correr de los acontecimientos, la acumulación de sucesos y la capacidad casi infinita del recuerdo, esa especie de película retrospectiva que rebobinamos constantemente, propician que el curso de nuestra vida se asemeje simbólicamente al discurrir de un río. Larga y corta a un tiempo, amada y denostada, plena de altibajos, edificante a veces y vituperable otras, realizada e insatisfecha, con una cierta pena al acabarse, pero a la par conscientes, como Cicerón, de que «bellísimo será el día en que parta para la tertulia divina y el concilio de las ánimas», la propia vida es una corriente líquida en la que, por mucho que nos esforcemos, no lograremos bañarnos dos veces en la misma.

En nuestra vida particular todo parece dispuesto para que un día se parezca a otro como dos gotas de agua, todo discurre bajo un plan biológico-anímico que la naturaleza humana trastoca constantemente, y el curso de las cosas se halla dispuesto de tal manera que da la impresión de que, hagamos lo que hagamos, todo resulta mera repetición, la monotonía se acaba imponiendo y el vivir «a ras de tierra», como decía Homero, es la nota definitoria y predominante. En estas circunstancias, probablemente debería pensarse que, en cuanto el nuestro es un ejercicio vital repetitivo y anodino, entremos las veces que entremos en las aguas de nuestra vida siempre nos estaríamos bañando en las mismas aguas, y poco o nada ocurre capaz de propiciar la idea de que nuestro desenvolvimiento vital es otro río del que la cotidianidad de la existencia nos presenta.

Nada más lejos de la verdad. Pese al carácter intrascendente, superficial, insulso y monótono de la propia vida, resulta imposible considerar que «siempre ocurre lo mismo», que «no hay nada nuevo bajo el sol», que «todo lo preside el aburrimiento», que se extiende por los intersticios de nuestra existencia, en palabras de Heidegger, como «una niebla silente», y que cualquier cosa que ocurra es «simple repetición de otra anterior igual». Los hechos desmienten a cabalidad afirmaciones como las entrecomilladas que parecen brotar naturalmente de los hondones de nuestro vivir y determinar que nuestra propia vida se presente cual una superficie plana y pobre. Hágase la prueba al respecto.

Expresiones usuales, tales como «aprendemos de nuestros propios errores», «la vejez nos acerca a la sabiduría» (o al nihil admiran de Horacio), «la experiencia nos muestra el camino correcto», o «la verdad nos hace libres», que, de funcionar de la manera que sugieren, harían que nuestra propia vida tuviera un grado de fijeza y certidumbre contrario a la aplicación a la misma del precepto heracliano, se volatilizan casi por completo cuando pretendemos acogernos a sus dictados y aplicarlas al curso de nuestra existencia. Por lo que, llegado el momento, la realidad nos muestra inmisericorde que lo que parecía lo mismo es distinto, la experiencia escasamente opera y los nuevos acontecimientos siempre acaban por sorprendernos; y, en consecuencia, también en el desarrollo del propio vivir «no nos bañamos dos veces en el mismo río».

Uno ha tenido un determinado logro profesional, académico, político o libresco al calor de unas circunstancias y bajo el amparo de unos factores personales y materiales, subjetivos y objetivos, que parecen permitir la interesada conclusión de que cuando, en el futuro, vuelvan a conjuntarse factores similares los resultados serán sustancialmente iguales.

Nada más lejos de la realidad. Presentadas circunstancias que nos hacen rememorar idénticas o parecidas situaciones pasadas, presentes los elementos que antaño funcionaron de manera favorable y decorado el escenario de modo tal que resulta propicio para que tengan lugar el bis, todo se desmorona, se desdibuja, se mueve en otra dirección, se arremolina o distorsiona de tal manera que donde ayer fue un éxito, hoy es un fracaso, y lo que en el pasado constituyó una agradable sorpresa, en el presente configura una desagradable novedad, ya que no es posible bañarse dos veces en el mismo río.

Amamos profundamente a una persona o tenemos con otra entrañable amistad, sentimientos ambos que, según hemos escrito en nuestro libro El amor, la amistad y sus metamorfosis, constituyen los dos planos emocionales superiores a que podemos aspirar los hombres. Creemos que ese intenso amor que parece trascender el tiempo y las circunstancias durará siempre, y que esa dulce amistad que asemeja fusionar las almas será imperecedera, y, un buen día, sin aviso previo, sin dramáticos acontecimientos y sin mutación sustancial alguna, uno y otra saltan por los aires sorpresivamente, se alejan de nosotros, y donde antes había complacencia y gozosa presencia, ahora se instala el dolor extremo y el silencio de la ausencia. Algo que nos impide, asimismo, bañarnos dos veces en la corriente de la misma existencia vital.

¿Por qué todo ello? Pues porque el hombre, y difícilmente podría ser de otra manera, está instalado en un universo en constante cambio, en el que unas cosas suceden a las otras, nada está en reposo y todo resulta perecedero y efímero. Si ello es así, ¿cómo pretender que cuando los humanos nos realizamos y plasmamos en estados de ánimo o en concretas producciones intelectuales o materiales, unos y otras van a ser permanentes, tendrán continuidad asegurada y nos garantizarán la comodidad de que las cosas no van a cambiar para nosotros, sencillamente porque así lo deseamos y así lo «ordenamos». Si al decir de Plinio, «nada cierto más que la incertidumbre», parece extrema estulticia aspirar a que esta criatura humana frágil, mísera, limitada, finita y perecedera pueda ordenar su vida u obtener tal galardón de forma que los acontecimientos se desarrollen respecto a ella de manera distinta a lo que ocurre a su alrededor.

Escribe Ovidio: «Nada hay que subsista. Todo fluye, y cada contorno recibe una configuración efímera; el tiempo mismo se desliza en perpetuo movimiento, no de otro modo que un río». En consecuencia, cabe preguntarse ¿por qué en el hombre las cosas iban a ocurrir de manera diferente y por qué un ens creato iba a quedar fuera del pauta rhei modulador del orbe entero? La respuesta la tenemos a la vista, la soberbia, por esa inconmensurable, inextinguible, irracional e inexplicable soberbia humana que nos lleva a negar las evidencias y a autoatribuirnos condiciones que natura reum no nos corresponden.

El «seréis dioses», esa bendición-maldición que pesa sobre los humanos desde siempre y parece imposible desalojar de nosotros, a pesar de que la objetividad de nuestra historia debería ser suficiente para que operase plenamente el «abandonad toda esperanza» del Dante, produce en el hombre un efecto perverso: la soberbia, el peor de los males, quizá, de los muchos que nos afligen. Tendemos a considerar que nuestra voluntad puede conformar el curso de los acontecimientos, hacernos salir de la rueda en la que se mueven todas las cosas y procurar que a nosotros no nos ocurra aquello que la realidad prodiga por doquier. Son los peligros que provienen de una inteligencia que pudiendo explicar casi todo (no a ella misma), no puede, en cambio, hacer casi nada, al modo que observaba Heródoto cuando decía que «el tormento más odiado entre los hombres es comprender mucho y poder poco», y que se autoengaña atribuyéndose poderes que no posee. Son las inconsecuencias de una naturaleza humana que, en lugar de aceptar quietamente sus insuficiencias y limitaciones, planta cara (no se sabe a quién), se rebela contra el statu quo y se dibuja de unas trazas y con unos trazos que hacen pensar en el desvarío y en la locura. Y son los misterios, porque algo de misterioso hay en nosotros, de una criatura humana que en vez de obedecer mansamente los dictados de la naturaleza, en línea con la sabia recomendación de Bacon natura parendo vincitur («a la naturaleza se le vence obedeciéndola»), se enfrenta a ella, la agrede, la destruye, la humilla y provoca la situación más calamitosa que cabe imaginar.

Si la situación discurre de tan lamentable manera, ¿cómo podría extrañarnos que en nuestra propia vida pretendamos que el curso de la misma lo marcamos nosotros, que las aguas dejan de circular por ella al modo universal porque hemos procedido a su represamiento, y, en consecuencia, que nosotros sí nos bañamos dos veces (y mil) en el mismo río, el río de nuestra existencia? Sólo a impulsos de la ignorancia, de la estulticia y, sobre todo, de la más desenfrenada soberbia se puede llegar a una conclusión como la recién apuntada. En la lejanía, parecen resonar las desafiantes palabras de Sófocles, «el dios me liberará si yo así lo quiero».

Si pertenecemos a un orden natural en el que reina incontestado el pauta chorei o «todo fluye», si nuestros signo y sino son la impotencia, y si en toda confrontación seria y trágica siempre hemos encontrado nuestro mayor enemigo en nosotros mismos, ¿por qué intentamos dar a nuestras vidas un toque de permanencia, de intangibilidad y de no discurrir tal como discurren todos los demás seres? Soberbia y estupidez, estupidez y soberbia es la contestación pertinente. La versión actual del dicho heracliano «no nos bañamos dos veces en el mismo río», difícilmente puede ser otra, pues, que la que considera que en nuestras propias vidas, la insuficiencia y relatividad de los conocimientos que poseemos, la parquedad de fuerzas, la preeminencia del azar y la imposibilidad de anclar los acontecimientos que nos afectan, determinan inexcusablemente que, ante cada nuevo suceso, estado anímico o impresión, cuando nos sumergimos en las aguas de nuestro curso vital encontremos que son aguas distintas de las que nos bañaron en situaciones anteriores. Lo que ocurre es que nos negamos a reconocerlo, nos empecinamos en el statu quo ante, excluimos la evidencia del cambio y de la contingencia de todo lo nuestro (¿cómo pueden perdurar los logros de lo imperdurable?), y, al enlazarse la insuficiencia de cada uno de nosotros con las insuficiencias de casi todos los demás (¡siempre hay un Sócrates, un Solón, un Plinio, un Catón, un Dante, un Montaigne o un Goethe que nos impiden renegar de la especie humana en su conjunto!), resulta difícil, muy difícil, no aseverar con Schopenhauer que estamos instalados en «un orden mundano tan ilimitadamente absurdo y tan indignantemente estúpido, que tendríamos que avergonzarnos de pertenecer a él».

La precariedad y carácter transitorio de todo lo humano, la relatividad y temporalidad de las verdades a las que accedemos y la naturaleza mutable de nuestros sentimientos, estados anímicos y emociones, determinan, pues, que nuestro curso vital pueda, simbólicamente, equipararse al río físico, ya que cada vez que entramos en él una nueva corriente de acontecimientos atinentes a nuestro tránsito biológico-anímico nos sorprende y nos arrastra en unas condiciones que no conocimos con antelación. Ello tiene una parte de insuficiencia humana que muestra bien a las claras la limitación y pobreza de todo lo atinente al hombre, ya que si algo distingue a la divinidad de nosotros es la permanencia y carácter constante de lo que guarda relación con la misma; pero presenta también otra faceta que deba juzgarse notable y valiosa, en cuanto nos permite trenzar nuestras vidas sobre un entramado en el que la aventura, la sorpresa, la iniciativa y el poder creador juegan un papel relevante, hasta el punto de que, en ocasiones, según resaltaba Esquilo, los propios dioses parecen tener envidia de los hombres (Ares se lamenta ante su padre Zeus de la dependencia de las deidades respecto al capricho de los humanos). La limitación del hombre presenta una contraportada, gloriosa y admirable, que permite a algunos, pocos por cierto, «aferrar el relámpago con sus manos desnudas» (Hölderlin) y excepcionalmente a alguien escuchar «los grandes vientos de debajo de la tierra» (Kafka), ¡Cuán a menudo —exclama Bloch— no se ha percatado el hombre que él era mejor que sus dioses!

Esta condición humana que permite adaptar a ella con propiedad y naturalidad, según pensamos, el texto heracliano «no nos bañamos dos veces en el mismo río», es apta también para contemplarla mediante el devenir del tiempo concerniente a los hombres, en cuanto el mismo, según estableció Kant para siempre, está dentro de nosotros y no nosotros en él. Es lo que hizo el emperador-filósofo o filósofo-emperador romano, que permitió durante un leve intervalo la consumación del ideal de Platón «los reyes filósofos y los filósofos reyes», el notable Marco Aurelio, cuando en sus Meditaciones (escritas en buena parte durante la paz nocturna del campamento militar después del diurno ardor guerrero) constata: «El tiempo es un río y una corriente impetuosa de acontecimientos. Tan pronto como vemos cada cosa, es arrastrada y sustituida por otra, que a su vez será arrastrada» (siglos después este pensamiento sería reproducido bellamente por Michel de Montaigne), aunque estemos lejos de la concepción de Kant del tiempo como la forma del sentido interno del intuirnos a nosotros mismos y nuestro estado interno.

En realidad, bien miradas las cosas, resulta indiferente considerar que el curso de la vida humana, según hemos comentado en páginas antecedentes, se llena de una plétora tal de acontecimientos que, en cada ocasión, cuando entramos en sus «aguas» nos sumergimos en un «río diferente», que estimar, al modo de Marco Aurelio, que el curso del tiempo es el que produce semejante circunstancia, habida cuenta que el tiempo es una vivencia humana y una forma de establecer la cadena y secuencia de los acontecimientos que nos afectan. De la misma manera que «cada verdad tiene su tiempo» (Heidegger), también todo lo que nos ocurre pertenece a un tiempo, y así éste parece discurrir en nuestras vidas cuando en realidad el tiempo no discurre nunca, sino que es el aliento vital el que va transcurriendo. En consecuencia, aunque bajo otra óptica y otra torre de contemplación, el pensamiento de Marco Aurelio encaja también en el sentido que hemos atribuido a la máxima de Heráclito con relación a nuestras propias vidas.

Pero la reflexión del filósofo-emperador tiene otra vertiente e intenta acceder a la inmensidad cósmica, cuando nos dice: «Flujos y alteraciones renuevan incesantemente el Universo, igual que la corriente ininterrumpida del tiempo hace siempre nueva la eternidad infinita». ¿Es aceptable semejante aseveración? A fortiori, parece que lo que ocurre con el simple fluir de las aguas de un río no cabe circunscribirlo a éste, en cuyo caso no pasaría de ser simple anécdota, sino estimarlo como concreta y sugerente revelación de lo que sucede en todo acontecimiento natural. Si a ello se añade que Heráclito formula el fragmento que estamos contemplando como manifestación o ejemplo de una «ley» universal, la del «todo fluye (pauta rhei) y nada permanece»; y que el Universo entero parece presidido por las «leyes», enunciadas por Teilhard de Chardin, de la «pasión de crecer» y la de «todo lo posible se realiza», no parece repudiable el principio que enuncia el pensamiento de Marco Aurelio.

¿Es realmente así? ¿Cómo saberlo? Lo auténticamente sorprendente es que al día de hoy y previsiblemente de mañana, no obstante los progresos extraordinarios de las ciencias y de las tecnologías, lo cierto sea que el Cosmos continúa siendo el gran desconocido (tanto como el alma humana o viceversa), y que, aun con Galileo, Copérnico, Kepler, Newton y Einstein, poco o casi nada hemos avanzado respecto a los «relámpagos del pensamiento» que alumbraron Tales, Heráclito, Demócrito o Parménides. Con lo que respecto al Mundo, lo mismo puede servir una concepción teorética que otra, igual sigue valiendo el pensamiento de Heráclito en el sentido del cambio total y permanente que el de Parménides referente a la inmovilidad absoluta y al estado de reposo total. Con teorías o sin ellas, con prodigios técnicos o sin ellos y con elucubraciones matemáticas o sin ellas, la astrofísica se sigue debatiendo en un caos especulativo, del que resulta muy difícil se alumbre algún día el cosmos de la seguridad y el orden; es decir, continuamos instalados en parecidas coordenadas intelectuales a las que se daban en los presocráticos e inmersos todavía en el quizá inalcanzable proceso del tránsito del mythos al logos, al menos en esta materia.

De todas maneras, pretender que el texto heracliano sobre los ríos no es otra cosa que el reflejo cum grano salis de un fenómeno universal presente en todo y atinente a todo en la vastedad del Cosmos, tropieza, aparte de las limitaciones del conocimiento humano recién apuntadas, con algunos inconvenientes difícilmente salvables y provenientes del mismo corpus reflexivo del que nos estamos sirviendo.

En efecto, este portentoso Heráclito, cuya profundidad requeriría, según comentaba con gracia Sócrates a Eurípides, la capacidad de un «buceador de Delos», que había intuido a través de lo que ocurre con las aguas de un río aquí en la tierra el supuesto principio eterno y general del cambio permanente de todo, se nos muestra mucho menos decidido, singularmente escéptico y altamente disolutorio en otros textos conservados, como cuando nos dice que «el Cosmos no es otra cosa que agua de cloaca corriendo sin rumbo» o «una pila de basuras o desechos amontonados al azar», que rebajan en bastantes grados las alturas especulativas que permiten su «no nos bañamos dos veces en el mismo río».

Con un efecto colateral e insospechado de la concepción amplísima que se comenta, y que revela, como quien no quiere la cosa, Platón en su Cratilo, ese Platón que, al decir de Guthrie, gustaba citar como precursores de las doctrinas filosóficas, no sólo a los pensadores presocráticos, sino también a los poetas primitivos. Dice Platón por boca de Cratilo que «si todas las cosas cambian y nada permanece, es razonable sostener que ni siquiera existe el conocimiento». La reflexión es honda y está cargada de una lógica impecable: si todo se halla en constante y permanente mutación, parece natural considerar que ese fenómeno de cambio indomeñable afectará también al pensamiento de los hombres, en cuanto el mismo no es otra cosa que una manifestación más del gigantesco proceso de combustión en que el Universo se halla inmerso y conforma, a su vez, el propio Universo. Ahora bien, una circunstancia que en nada nos extraña ni asusta, el hecho de que el pensamiento del hombre se encuentre desde los albores del homo sapiens en constante mutación, llevada al extremo, produce un efecto indeseable y absolutamente debelador, pues si no existe ninguna estabilidad ni permanencia del pensamiento humano, el conocimiento mismo se nos escapa, en cuanto éste no es otra cosa que el pensamiento estable, reconocido y subsistente (la «experiencia» de que nos habla Kant). Con lo cual, difícilmente se podría sostener, siguiendo a Steiner, que «el dominio del pensamiento, de la misteriosa rapidez del pensamiento, exalta al hombre por encima de todos los demás seres vivientes». Merece la pena pensar sobre ello.