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—Buenos días, Milena. ¿Ha habido llamadas? —le pregunta Matteo a su secretaria, que, al verlo entrar, se ha apresurado a ponerse en pie para abrirle la puerta del despacho.

Matteo está de mal humor. La reunión en el banco ha sido bastante más larga de lo previsto y lleva un retraso de una hora y media como mínimo; ya son más de las once.

¡Cómo no va a haber llamadas! Desde las ocho y media hasta las once menos diez, doce, pero Milena sabe que su jefe entiende por «llamadas» solo las privadas, las personales.

—Sí, cinco.

—Venga conmigo.

Mientras Matteo entra en el despacho, Milena se acerca a su mesa para coger un bloc de notas, y en ese momento suena el teléfono. Contesta, escribe algo en el bloc, cuelga y entra en el despacho de Matteo, que entretanto se ha sentado y aguarda impaciente, tamborileando con los dedos en la mesa.

Sobre esta no hay ni un papel, solo objetos de diseñadores famosos. Tres teléfonos, el ordenador, la impresora, un panel de mandos gigante con un montón de botones de diferentes colores, una lámpara de sobremesa, un portaplumas, una libreta de teléfonos con cubiertas de metal, y la foto de su mujer en un marco de plata.

La secretaria entra por fin y cierra la puerta. Matteo pulsa el botón rojo del panel de mandos, que está a su derecha; el piloto verde situado encima de la puerta por el otro lado se apaga, y se enciende el rojo, que significa prohibida la entrada a todos. Luego pulsa el botón amarillo para que las llamadas directas al teléfono de su secretaria lleguen a uno de los tres que hay sobre la mesa.

—¿Puedo empezar? —pregunta Milena, que ya se ha sentado.

—Espere. ¿Cómo se presenta la semana?

Milena ya comprende la lógica de ciertas preguntas de su jefe. Si la semana está cargada de reuniones de negocios, no habrá más remedio que reducir drásticamente el número de las citas privadas.

Pasa adelante y atrás algunas páginas del bloc, frunce la frente y tuerce la boca.

—Está bastante apretada.

—O sea…

—En teoría solo habría dos huecos para citas privadas. Pero siempre es posible que alguien no…

—Está bien, empiece.

En la lista de los doce nombres escritos en el bloc, cinco están marcados con un círculo rojo. Milena lee el primero.

—El doctor Jacopinelli. Dice que usted ya ha anulado dos veces la cita con él, y le ruega encarecidamente, por su propio interés, que no lo haga una tercera.

—¿Cuándo es? —pregunta Matteo, contrariado.

—El miércoles, de tres a cinco.

—Está bien, recuérdemelo.

Nadie va al dentista de buena gana. A menos que sea masoquista. Y él daría cualquier cosa con tal de no sentarse en ese maldito sillón. Con cuarenta años, tiene un físico perfecto sin haber recurrido nunca a gimnasios ni saunas. Solo los dientes dejan algo que desear.

—La señora Cusumano.

La de las fiestas de beneficencia. Pero ¿cuántas organiza? Con ochenta y cinco años cumplidos, ¿por qué no se decide de una vez a morirse? En fin, una tocada de cojones de mucho cuidado.

—Dígale que este mes es imposible. Estoy demasiado ocupado. Pero recuérdeme, de todos modos, que le mande un cheque.

—La señora Narducci.

¡Por fin! La única llamada que esperaba.

—¿Cuándo podría recibirla?

—O el martes a partir de las cinco y media, o el jueves, a la misma hora.

—Quedemos para mañana, martes.

Mejor no dejarle demasiado tiempo disponible. Podría echarse atrás.

—El arquitecto Pascucci.

—Que venga el jueves a las cinco y media.

Va a entregarle la factura por la reforma del chalet. Será una factura elevada, pero hay que reconocer que Pascucci ha hecho un buen trabajo.

—El señor Rocchi.

Ese apellido no le resulta desconocido, pero no logra identificarlo.

—¿Quién es?

—Ha dicho que fue compañero suyo de colegio y de universidad.

—¿Cuál es su nombre de pila?

—Gianni.

Casi da un respingo. Qué gran sorpresa. ¡Virgen santa! ¡Gianni! Hace más de diez años que se perdieron totalmente de vista. ¿Por qué da señales de vida después de todo este tiempo? La reaparición de Gianni podría resultar molesta, por no decir embarazosa. Por otro lado, ¿cómo podría negarse a hablar con él? ¿Cuál sería su reacción si le dijese que no? Quizá haya una solución.

—Mire, Milena, llámelo y pregúntele si quiere una cita. Si la respuesta es afirmativa, dígale que lo lamento, pero en estos momentos no tengo ni un minuto libre, y que vuelva a llamarme más adelante. Ahora pasemos a los negocios. ¿Quién es el primero de la lista?

Durante el descanso de mediodía, Matteo se limita a ir andando a un bar bastante alejado, tomarse un capuchino y volver. A veces asiste a comidas de trabajo, es cierto, pero son más bien una molesta excepción a sus costumbres.

A su regreso, le pregunta a Milena:

—¿Ha llamado a Rocchi?

—Sí, señor. Quería una cita, y le he dicho que vuelva a llamar más adelante.

—¿Y qué ha contestado?

—Se ha echado a reír y ha colgado.

Quizá haya sido un error no acceder a verlo enseguida.

En el coche, de regreso a casa para cenar, está muy nervioso, y el infernal tráfico lo pone todavía de peor humor.

Es consciente de que durante toda la tarde, en las reuniones, entrevistas y conversaciones telefónicas, no ha prestado atención a todas y cada una de las palabras y las pausas, suyas y de los demás, algo impropio de él.

En su interior había algo que lo distraía, y sabe de sobra qué es ese algo. Las carcajadas de Gianni referidas por Milena, que resuenan en sus oídos como si lo tuviera delante.

En la mesilla de la entrada hay un paquete dirigido a él. Viene de Tokio; el nombre del remitente es Himai Mansuoka. Sonríe.

¡Por fin ha llegado! No lo abre; lo deja encima de la mesa.

Anna está en el saloncito viendo la televisión.

—Hola.

—Hola.

—¿Está lista la cena?

—Faltan cinco minutos.

Vuelve a la entrada, coge el paquete, va a su despacho, abre con una llave la puerta de la derecha, enciende la luz, entra y cierra con llave.

Es un cuartito de tres metros por tres. A unos ochenta centímetros del suelo, un estante de madera noble se extiende a lo largo de las cuatro paredes. Sobre el estante, iluminados por focos, decenas de cuchillos de todas las formas y tamaños, colocados en fila. No son nuevos; algunos incluso están gastados por el uso. Cada cuchillo va acompañado de una tarjetita con el nombre de la persona que han matado con él. Son armas utilizadas para cometer crímenes famosos. La colección es fruto de largas horas pasadas delante del ordenador. Matteo abre con impaciencia el paquete llegado de Japón.

Con esa arma, alguien de Kioto degolló a cinco niños. La coloca entre un cuchillo procedente de Londres y uno comprado en Berlín.

Sale, cierra de nuevo, va al cuarto de baño y luego al comedor. Anna ya está sentada en su sitio. Antonia, la asistenta, sujeta una humeante sopera. Está esperándolo.

—¿Sabes quién me ha llamado hoy?

Anna, que está pelando minuciosamente una naranja, se limita a dirigirle una mirada interrogativa.

No se puede decir que se interese mucho por sus cosas. Nunca le ha hecho, por iniciativa propia, una sola pregunta relacionada con su trabajo. Pero al menos tiene la honradez de no fingir un interés que en realidad no siente.

—¡Gianni Rocchi! —anuncia. Y en vista de que ella continúa sin hacer ningún comentario, añade—: Hace más de diez años que no nos vemos.

Anna termina de pelar la naranja.

Cuando Matteo piensa que ha acabado la conversación, si es que se la puede llamar así, su mujer dice:

—En el instituto erais inseparables.

—Sí, y también lo fuimos en la universidad. Pero luego…

Ella se lleva el primer gajo de naranja a la boca, mastica, traga.

—¿Qué quería?

—Una cita.

—¿Se la has dado?

—No.

—¿Por qué?

—Tengo muchas cosas que hacer estos días.

—Es un poco raro.

Matteo, que también está metiéndose un gajo de naranja en la boca, se detiene. Le ha sorprendido la manera en que su mujer ha dicho esas palabras.

—¿Raro? ¿Por qué?

—Teniendo en cuenta que erais tan amigos… Parecíais hermanos siameses. Estaba convencida, aunque no sé decirte por qué, de que habíais seguido viéndoos de vez en cuando.

—¡Qué va! Si ni siquiera sé dónde vive ni a qué se dedica…

Ella mastica otro gajo, traga.

—Yo lo sé.

—¿El qué?

—A qué se dedica Gianni.

Matteo la mira estupefacto.

—¿Cómo es eso?

—Porque leo los periódicos concienzudamente. No hago como tú, que solo miras las páginas de deportes y economía.

—Creía que solo leías los sucesos.

—Pues estabas equivocado.

—¿Por qué hablan los periódicos de Gianni?

—Es candidato para las próximas elecciones.

—¿En serio? —Podía imaginar cualquier cosa de Gianni excepto que se dedicara a la política—. ¿Con qué partido?

—Uno pequeño que se presenta por primera vez. Acción Comunista.

Cada vez sale menos de su asombro. Nunca había imaginado que Gianni fuera de izquierdas.

—¡Vaya, vaya! Así que Gianni es comunista, ¿eh?

—Pero se presenta con esa lista de independientes, en calidad de representante de los gais.

—¿Gais? —repite Matteo, ya abiertamente atónito.

—Lo ha declarado públicamente. Incluso lo han elegido presidente de una de sus asociaciones, no recuerdo cuál.

—¡Vaya, vaya! —repite Matteo.

—¿Por qué te sorprende tanto? ¿Acaso no lo sabías? —Los ojos de Anna son dos rayos láser sobre él.

—Bueno, algo sospechaba.

—¿Solo lo sospechabas?

La muy arpía está haciéndole un interrogatorio en toda regla. ¿Por qué ha tenido la pésima idea de mencionar esa llamada? ¿Quizá porque, hablando con Anna, esperaba descargar un poco la tensión que le había provocado? En cualquier caso, ha sido una estupidez, porque sin duda Anna ha recordado lo que se decía en el instituto de Gianni y él.

—Sí, solo lo sospechaba —asegura, sin dar su brazo a torcer.

Y, tal vez para que se trague las insinuaciones que ha hecho en la cena acerca de Gianni y él, esa noche se la tira con todas las de la ley, la posee casi con brutalidad.

Anna no se sorprende, no protesta y no participa; se deja hacer, como siempre, con una especie de abúlica pasividad que, en vez de desanimarlo, lo excita más, lo empuja a humillarla, a degradarla.

Sin embargo, ella nunca se rebela; se somete.

Entre sus brazos se queda completamente inerte, es una especie de muñeca hinchable a la que uno puede colocar en todas las posturas imaginables.

Después, Matteo tarda un poco en conciliar el sueño. En cambio, Anna se ha dormido enseguida a su lado.

En los dos últimos años ha sentido con frecuencia la tentación de dejarla e irse de casa. Pero siempre ha tenido que reprimirse. Porque, aunque sabe que la vertiginosa carrera que ha hecho se la debe a su inteligencia y habilidad, también es consciente de que esas cualidades no habrían servido de nada si no hubiera contado con el dinero de Anna.

En resumen, todavía no puede dejarla, porque las tres cuartas partes del capital de la empresa le pertenecen a ella. No llegaría a encontrarse con una mano delante y otra detrás, eso no, pero tendría que esforzarse mucho, y con demasiada incertidumbre, para reconquistar la posición de la que disfruta ahora.

—La señora Narducci al teléfono —anuncia la secretaria.

Matteo está hablando por otro aparato.

—Pásemela dentro de un minuto.

¿Por qué ha llamado? ¿Habrá ocurrido algo que le impide ir por la tarde, como habían acordado? Termina la conversación, cuelga, el otro teléfono empieza a sonar, contesta.

—Perdona, pero no sé si… no sé si podré…

Las frases dejadas a medias lo ponen de los nervios.

—¿No puedes venir? ¿Ha surgido algún contratiempo?

—No, ninguno, pero…

¡Joder! ¡Acaba la frase de una maldita vez!

—¿No te atreves?

—Sí, exacto.

—Entonces, ¿por qué no me dices ahora, por teléfono, lo que querías decirme?

—¡¿Por teléfono?! —replica ella, escandalizada.

—¿Por qué no?

—Pues porque sería demasiado largo de explicar, y además…

Tal vez haya que cambiar de estrategia, no mostrarse demasiado interesado en verla.

—Mira, entonces hagamos una cosa: yo te espero a las cinco y media. Si vienes, bien. Si no…

Esta vez es él quien deja la frase en suspenso a propósito.

* * *

—Disculpe, pero en la otra línea tengo al señor Rocchi.

—Pero ¡bueno! ¿No le dijo que llamara más adelante?

—Así es, y se lo he recordado, pero quiere saber cómo debe entender ese «más adelante». ¿Una semana, quince días…?

Matteo se enfada.

—Dígale que un mes.

—De ac…

—Espere. No cuelgo. Dígame su respuesta.

Matteo oye la voz de Milena, pero no distingue las palabras.

—Dice que, como le encantaría verlo aunque solo fueran cinco minutos, estaría dispuesto a esperarlo en la puerta de su casa cuando usted llega o se va.

¡Joder! ¡Solo le faltaba eso! ¡Igual se encuentra con Anna!

—Mire, Milena, démosle una cita y no se hable más.

—¿Para cuándo?

—Lo antes posible, decídalo usted.

Al cabo de cinco minutos, Milena vuelve a llamar.

—Para que reciba al señor Rocchi, he tenido que anular otra vez la cita del miércoles con el doctor Jacopinelli.

—Ha hecho muy bien.

—Ha llegado la señora Narducci —anuncia la secretaria.

Las cinco y treinta y dos minutos.

—Que entre. Y no me pase ninguna llamada.

Matteo se levanta y va al encuentro de Rena. Se dan un abrazo y sendos besos en las mejillas.

Él la guía hacia el saloncito que hay en una esquina. La habitación es muy grande, hay incluso una mesa de reuniones para doce personas. Luego va hasta su escritorio, pulsa el botón rojo y finalmente se sienta al lado de Rena en el sofá.

Se sonríen.

—¿Cómo estás? —pregunta él.

—Regular.

Se vieron el sábado anterior, como de costumbre, en casa de Fabio. Ella, aprovechando un momento en que podían hablar sin que los demás los oyeran, le dijo que necesitaba verlo en privado lo antes posible. Y se quedó mirándolo con esos ojos increíblemente verdes que tiene.

Él se controló muy bien; no le preguntó para qué, solo dijo, y en un tono deliberadamente apresurado, que lo llamara al despacho el lunes por la mañana. Y le dio el número. Rena no tenía nada para escribir. Él empezó a buscar en los bolsillos un trozo de papel; le parecía ridículo darle una tarjeta de visita. Pero ella lo detuvo.

—No te preocupes, no se me olvidará.

—¿Estás segura?

—Tengo buena memoria.

Hacía tiempo que la atracción entre ambos aumentaba de sábado en sábado: ojos que se buscaban, miradas prolongadas, apretones de manos que eran caricias, besos en las mejillas presionando demasiado los labios… Al principio se había quedado bastante sorprendido, porque sabía que entre ella y Fabio había algo. Después no había tenido más remedio que convencerse de las inequívocas intenciones de Rena, que sin duda se había cansado de Fabio. Ahora le había llegado su turno. Pero ninguno de los dos se decidía a dar el primer paso. Al final lo había dado ella, en el momento justo.